Este documento narra la experiencia del autor al avistar una pareja de pudúes en el bosque y su compromiso con los estudiantes de sensibilizar a la comunidad sobre la importancia de proteger a esta especie en peligro de extinción. A través de conversaciones en clase y actividades prácticas como dejarles comida, el autor y los estudiantes desarrollan un afecto por los pudúes y buscan cambiar las actitudes locales sobre cazarlos.
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En una tibia tarde de agosto, al regresar
de mi trabajo en la Escuela Rural Astilleros, por
el camino costero hacia el poblado pesquero de
Carelmapu, me detuve a contemplar mara-
villado, la presencia de una hermosa pareja de
pudúes, quienes pastaban ávidamente bajo un
emergente bosque de lumas, canelos y tepúes.
Era el interior del Fundo “San Francisco “de
Lenqui. En ese lugar la hierba crecía fuerte,
verde, sana, apetitosa…aquel verde exquisito
del pasto tenía un encanto especial. Sin pensarlo
dos veces, apreté con mucha suavidad las
manillas para aplicar freno a mi bicicleta,
tratando de pasar inadvertido. Me separaban
alrededor de setenta metros de los animales y no
perdería por nada del mundo la posibilidad de
contemplarlos. Yo nunca los había visto en su
hábitat natural, sólo una vez en Ancud, en
cautiverio en la Sede Ancud de la Universidad
Austral de Chile, pastando tiernamente sobre el
césped al lado de la cancha de tenis.
Tal vez, el roce de los neumáticos sobre el
ripio, hizo que ambos se tornaran un tanto
inquietos; elevaron sus cabezas, tratando de
localizar a sus eventuales enemigos y decidieron
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moverse de allí, ocultándose bajo una frondosa
mata de quilas. Uno de ellos poseía una
incipiente cornamenta, se veían majestuosos. El
rítmico movimiento de sus extremidades cruzó
delante de mis ojos ofreciendo una panorámica
indescriptible; simulaban una pareja de jóvenes
avezados bailarines de ballet, con la elegancia y
sutileza de sus desplazamientos, sumado a ello
su bello pelaje pardo rojizo y su gracia tan
singular.
Se trataba de un par de característicos
seres en peligro de extinción, que trataban de
sobrevivir entre la intrincada selva tejida por la
sociedad humana moderna. Debían lidiar contra
los feroces perros de los vecinos, mal
alimentados por sus amos. Ellos también
mataban para sobrevivir. Pero la
responsabilidad más evidente era del hombre,
aquel hombre de campo, noble en muchos
aspectos, pero con deficiencias notables a la
hora de proteger a estos indefensos seres. Los
perseguían con sus canes hasta cazarlos,
sacrificándolos sin piedad; se los comían y les
sacaban la piel para mostrársela a los
visitantes…
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Traté de subirme a mi bicicleta, para
continuar mi viaje, sin embargo, una extraña
sensación se apoderó de mi ser, impidiéndome
pedalear en forma correcta. Caminé más de un
centenar de metros con la bicicleta en la mano,
tratando de alejar los nefastos pensamientos;
pensaba que tal vez, eran ellos los dos únicos
ejemplares existentes en todo el bosque de
Astilleros; entonces, surgían las inte-
rrogantes…¿qué acción emprender para
salvarlos del exterminio?, ¿cómo hacer para
cambiar la actitud de los lugareños?... Traté de
buscar soluciones feraces, las ideas fluían
desordenadas, a borbotones, sin claridad ni
dirección, carentes de cordura. Por un instante
pensé en mis alumnos… ¡claro!, si al día
siguiente, durante alguna clase conversara
con ellos, quizás con algunos vecinos. No
obstante, a los perros no se les podría estar
vigilando todo el día… y si algún poblador no
apoyara la idea de conservar esta especie. En
fin, todo resultaba de una enorme complejidad.
- ¡Guenas tardes, maestro! – me saludó
amablemente don Moncho Barría, que regresaba
a pie desde Carelmapu, sacándome de improvi-
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so de aquel instante de meditación.
- ¡Oh, esteeee… buenas tardes, don Moncho! –
respondí, sin salir aún de mi asombro.
- ¿En qué pensaba, usté, tan entusiasmao, po`
maestro? – interrogó con picardía el lugareño.
- ¡No,no,no… en nada importante!. Bueno,
estee, sí. Mire, es que acabo de divisar aquí
cerca, una pareja de pudúes. Estaban pastando
muy entusiasmados – le dije con el rostro
pletórico de gozo.
- ¡Ahhh, eso era!. Si hace tiempo que andan dos
venaos por acá. Mis chicos el otrodía lo
corretiaron con los perros. Casi no más, que los
agarran. ¿es harto guena la carne, po
maestro!¿la ha comío usté maestro?
- ¡No, no, nunca! Ni la comería. – respondí
maquinalmente, notando en mi interior que la
sangre hervía y la ira de apoderaba de miss
miembros. Como siempre lo hacía en estas
situaciones, conté hasta siete. Siempre lo hacía
para no alterarme. El silencio producido se hizo
eterno y sentí , cómo mi rostro se teñía de rojo.
- ¡Es harto rica esa carne. Si los venaos son
limpiecitos; comen puro pastito no más, po`!
- ¡Bueno, si usted lo dice… así será pues – le
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contesté y me despedí sin formular otro
comentario.
Los cinco kilómetros restantes se me
hicieron miles, sumido en un mundo de
cavilaciones. Estaba casi convencido que
iniciaba una empresa imposible de concretar.
Había que sortear innumerables escollos, pero al
final creo que lo intentaría. Total nada se
perdería con hacerlo…
Debía cambiar una mentalidad
conformada por generaciones; un pensamiento
unidireccional que sólo admitía cazar y matar
para satisfacer el ego personal. Ellos se habían
criado persiguiendo al puma, que se comía sus
rebaños, cazando zorros, que frecuentaban sus
gallineros y al indefenso pudú, de quien muchas
veces sólo obtenían su piel como trofeo de caza.
Al bajar la cuesta de Lenqui, otro
panorama, no menos idílico dominaba el
ambiente: el Canal de Chacao manso, sosegado
descendía hacia el Pacífico y en aquel punto
ingresaba por dos boquetes el río Lenqui, que en
la baja marea se transformaba en un paradisíaco
territorio, densamente poblado por diversas aves
donde los reyes eran los flamencos, seguidos
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por cisnes de cuello negro, gaviotas, cáhuiles,
piqueros, patos, etc. En efecto, cerca de
trescientos flamencos acostumbraban llegar al
lugar, recorriendo la ribera en busca de su
alimento. Su llamativo plumaje, entre rosado y
naranjo, ofrecía a la vista un espectáculo digno
de la más bella postal. Y allí entre ellos,
nadando sobre un delgado hilillo de agua, una
veintena de cisnes de cuello negro… En el aire,
revoloteaban centenares de gaviotas y cáhuiles
completando una vasta extensión de más de
quince hectáreas, donde se respiraba un clima
de tranquilidad y belleza extrema. Se
complementaban aspectos tan peculiares de la
Naturaleza como un canal amplio, pero
tranquilo; un río, con un pequeño recorrido
que se internaba tierra adentro, retirando su
caudal hacia el Canal de Chacao, dando
alimento en la baja marea a estas aves
maravillosas, plenas de vida y de una hermosura
indescriptible. El lugar semejaba encontrarse en
un paraíso perdido. Sentarse en la parte alta y
otear desde allí aquel paisaje extraordinario,
resultaba una percepción suprema. Había pocos
lugares en la comuna de Maullín que propor-
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cionara un panorama similar de belleza y
encanto. Las aves y los pudúes que
deambulaban por esos lados escogieron este
paraje sin equivocarse, pues les ofrecía la
seguridad para sobrevivir ante un mundo hostil
y ante el ser humano, ser civilizado, inteligente,
pero al fin, su peor enemigo. Y con razón
estaban seguros, pues las casas más cercanas
estaban a más de tres kilómetros del lugar, y
aunque el peligro siempre rondaba, los animales
parecían respirar un aire de relativa
tranquilidad…
Con este pensamiento me subí a mi
bicicleta y en veinte minutos de ágil pedaleo me
encontraba en Carelmapu para abordar el bus
que me llevaría a mi destino final del día: mi
cálido hogar en la ciudad de Maullín.
Al día siguiente, una nueva jornada de
trabajo me esperaba en Astilleros. Fue Cristián,
el alumno más inquieto de la clase, me
sorprendió cuando señaló que los hombres no
debían matar a los pudúes, porque todos
tenemos derecho a vivir…
Creo que fue aquel mismo día o al
siguiente que iniciamos el trabajo de sensibiliza-
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ción con los alumnos. Los cinco grupos que
trabajaban habitualmente en el aula
conformaban un grupo de veinte alumnos de
primero a sexto año básico. Nuestra escuela era
unidocente. Tenía sus ventajas y desventajas
trabajar solo en el establecimiento. Aquella
mañana nos dedicamos a recolectar información
bibliográfica referida a aves y animales en
peligro de extinción. Nos centramos
específicamente en los pudúes. Buscamos en el
“Rincón de las Ciencias” algunos textos que nos
proporcionaran datos relacionados con estos
animalitos. Desde mi hogar llevé algunas
láminas y un video. Los alumnos se veían
bastante entusiasmados.
Entre las cosas significativas investigadas
acerca de este indefenso animal fue que
prácticamente no tenía olor, para no ser
olfateado por sus depredadores. Es un animal de
hábitos solitarios y gusta enormemente de
comer las hojas y frutos del “chilco”, un arbusto
nativo presente en el sector y en varias zonas del
país.
- ¡Ahh, nosotros le decimos “chanchitos gordos”
a esos frutos!-dijeron algunos alumnos.
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- ¡Claro!–contesté–yo también comía chanchitos
gordos en mi niñez, cuando iba al campo. Son
dulces.
- Oiga, profesor, en la casa de mi tío Mario,
tienen una pata de venao colgada en la pared –
aseguró Rosita de quinto año.
- ¡Sí, señor! En la casa de don Mario se
comieron un venao el año pasado y sólo le
dejaron una patita: son iguales que las del
chancho, con la uña partida.
La clase se tornaba bastante
participativa. Cada alumno expresaba su
opinión y aportaba ideas. Al final de la jornada,
registramos los trabajos en hojas blancas para
exponerlas en la muralla del aula. Así
comenzaba nuestra campaña de
sensibilización…
Es indudable que con el transcurrir de
los días, nuestro afecto hacia la pareja de pudúes
iba en aumento y la mentalidad de los alumnos
parecía variar ostensiblemente. No obstante, en
los hogares los padres aún no asumían su cuota
de responsabilidad: costaba bastante
sensibilizarlos…
En una mañana siguiente, salimos todos
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juntos al bosque aledaño; repasamos una serie
de dinámicas y aplausos; dramatizamos el
cuento “Caperucita Roja”, la fábula “Los Dos
Amigos y el Oso”. Posteriormente recolectamos
hojas, las clasificamos en simples y compuestas;
de borde liso y arrugado. Al final recolectamos
ramas de chilcos y decidimos caminar hacia el
lugar donde solían encontrarse los pudúes. No
los divisamos por ningún lado. Dejamos las
ramas recolectadas en aquel lugar y regresamos
a la escuela un poco desilusionados.
En la tarde, al regresar a Carelmapu en mi
bicicleta, los descubrí de nuevo. Estaban allí,
siempre recelosos, tiernos, majestuosos. Ya se
habían comido la totalidad de las hojas y los
frutos que les dejamos. Alzaron sus cabezas
para observarme. Me acerqué otro poco. Nunca
los había sentido tan cerca, parecía como si
supieran que nosotros les llevamos su alimento
preferido y querían agradecerlo con aquella
inusitada mansedumbre. No sé cuánto tiempo
los contemplé, perdí la noción del tiempo…sólo
sé que un brillo inaudito cubrió mis ojos
reflejando una felicidad augusta.
Al día siguiente, comenté a los alumnos lo
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acontecido y desde entonces, habitualmente
salíamos a recolectar chilcos y al finalizar la
jornada escolar, les llevábamos ramas y frutos
para su alimentación. Los alumnos se habían
encariñado bastante con los pudúes. Era una
perfecta relación entre personas, animales y
naturaleza…
Fue en una noche de octubre, desperté
sobresaltado de madrugada, sudando copio-
samente. En mi sueño, la pareja de pudúes había
sido salvajemente sacrificada. Daba la
impresión que el bosque se quedaba vacío, sin
vida. Me levanté asustado y encendí la lámpara
para ver el despertador: marcaba las seis y
cuarto. Ya era hora de levantarme para una
nueva jornada laboral.
En el trayecto de Maullín a Carelmapu,
miles de ideas rondaron en mi pensamiento.
Una a una, hilvanaba conjeturas sin asidero
lógico. El trayecto de media hora en bus
transcurrió raudamente. Al llegar al paradero,
saqué mi bicicleta del bus y sin demorar un
solo instante, comencé a pedalear hacia
Astilleros. Eran ocho kilómetros y tendría otra
media hora para pensar… me ponía impaciente
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no poder avanzar más rápido. El día estaba
nublado y unos gruesos goterones comenzaron a
castigar mi fruncido rostro al llegar a la cuesta
de Lenqui. Los flamencos y cisnes estaban allí,
maravillosos como siempre. Más allá, en el
Canal de Chacao, un gigantesco barco chipero
con sus bodegas repletas de astillas, navegaba
hacia el poniente rumbo a Japón. Para mis
adentros pensaba,¡cuánto bosque nativo habría
sido arrasado para convertirlo en chips!. Sin
embargo, no le dí la importancia necesaria. Sólo
quería cerciorarme que aquel sueño fatídico no
fuera verdad… los pudúes no podían morir, no
lo podríamos resistir…
Al poco rato llegué al paraje que
frecuentaban; busqué por todos lados sin
resultados positivos. Escudriñé por entre los
tepuales, debajo de las frondosas quilas, recorrí
quiscales y calafates, aparté murtillas y
helechos, pero no logré verlos; no encontré
indicios de su existencia por ningún lugar.
Un tanto cabizbajo tomé mi bicicleta y
me dirigí a la escuela. Los primeros alumnos en
llegar a clases me dieron una nefasta noticia:
una jauría de perros hambrientos habían devora-
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do a una pareja de pudúes durante el fin de
semana. Solamente se pudieron rescatar restos
de sus hermosas pieles…
La aciaga noticia produjo una tristeza
generalizada en la escuela. Los alumnos no
tenían entusiasmo para jugar en los recreos y las
clases se tornaron tediosas, sin motivación. Allí
pudimos darnos cuenta de cuán importantes
eran para nosotros estos animales. Para mis
adentros, me preguntaba ¿de qué había servido
todo lo hecho hasta el momento?... todo
tirado por la borda: el estudio exhaustivo de la
especie, la sensibilización, la toma de
conciencia de alumnos y pobladores, en fin,
tantas acciones para nada, si los pudúes estaban
muertos…aquellos inocentes mamíferos y a no
convivirían con nosotros; con enojo evidente,
pensaba y me preguntaba ¿por qué en la
mayoría de las casas de campo tenían tantos
perros?...¿no bastaría con tener sólo uno?...¿de
dónde sacarían tanta comida para
alimentarlos?... es indudable que los canes
nunca estarían satisfechos y debían buscar por
sus propios medios la comida necesaria para
vivir. Pero por qué tenían que ser pudúes; por
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qué no liebres si son más abundantes…
Las semanas siguientes transcurrieron
abúlicamente. Ya no cortábamos chilcos con los
alumnos, ni salíamos de la escuela para llevarles
su alimento. Sin embargo, cuando me iba en
bicicleta hacia Carelmapu, involuntariamente
desviaba la mirada para tratar de contemplarlos
en algún lugar del bosque, pastando con su
ternura característica sobre la hierba siempre
verde. Es probable que los dos últimos ejem-
plares se hubieran extinguido del enmarañado
bosque de Astilleros, aunque siempre existía
una remota posibilidad de volver a verlos.
Ya se acercaba a pasos agigantados la
Navidad y hacía más de un mes que los
habíamos perdido de vista. Aquella vez me bajé
de mi bicicleta y me incrusté en la espesura del
bosque, eso sí sin perder de vista el camino por
miedo a extraviarme. Ya me ocurrió una vez
y en el bosque uno se desorienta fácilmente.
Ahora me metí por un tortuoso camino existente
y busqué por todos lados; tenía la esperanza de
volver a verlos, no me resistía a perderlos. El
destino no podría ser tan cruel con nosotros…
me tendí un rato en la hierba para descansar un
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instante, luego me puse de pie y caminé
alrededor de una espesa mata de quilas. El canto
agudo de un chucao me asustó un poco. Ah,
pero me canto al lado derecho: eso es buena
suerte, pensé…aquí tiene que ocurrir un milagro
o algo impensado, la fé es lo último que se
pierde… No lo podía creer: una fantástica
sorpresa me deparaba el bosque aquella mañana
de diciembre… tragué saliva sin control y el
ritmo cardíaco se me aceleró rápidamente,
cuando un espectáculo grandioso apareció ante
mis ojos… allí, justo frente a mi posición estaba
la pareja de pudúes que creíamos muerta, pero
no estaban solos, escondido entre sus
progenitores una robusta cría los acompañaba.
De inmediato. lo comprendí todo: ahí estaba el
motivo de su prolongado alejamiento
del lugar; no los veíamos porque se internaron
en la espesura del bosque para que la hembra
pueda parir tranquila, alejada de sus
depredadores más directos, alejando el peligro
para su tierna cría.
Es difícil explicar el cúmulo de
sensaciones experimentadas en ese momento de
dicha plena, una alegría inmensa se apoderó de
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mí y apuré el viaje para contarles a mis alumnos
la inesperada noticia, que sin duda les
devolvería la alegría perdida desde el día de su
desaparición.
En el trayecto hacia la escuela, creo que
hasta hablaba solo y pensaba en voz alta;
entonces aquellos pudúes muertos eran otros.
Quizás en el bosque existían un mayor número
de estos pequeños ciervos y que bueno que así
fuera para soñar con un aumento sostenido de su
población. ¡Qué hermoso regalo de Navidad!
Agradecí con todas mis fuerzas a Dios y a la
Virgen de la Candelaria. Ellos habían hecho este
milagro…
Son pocas las veces que una persona se
siente tan reconfortada y ésta era una especial.
Sólo sé que a la llegada al colegio y al compartir
con mis alumnos la noticia, nos abrazamos,
jugamos cantamos, nos reímos y al final, aunque
lo disimulamos, lloramos de júbilo y
satisfacción.
F I N