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DETRÁS DEL ORIGEN
UNA RECETA PARA SER FELIZ… bastaría con quemar todas estas planillas y estos archivos
tan aburridos. Hay cosas más interesantes… el otro día encontré una antigua receta para
hacer un ratón: tome un puñado de semillas de trigo, un trapo sucio, la camiseta de un
hombre sudada y colóquelos dentro de una caja abierta; espere 21 días. Ingenioso. Podría
inventarse una receta para hacer un ser humano: tome barro y, si es capaz, sople vida, así
de simple… ¡basta! Me tengo que concentrar de una buena vez… Aunque de algún modo
lo habrán creado a él… y claro, después vinimos todos nosotros, es decir ellos, la
humanidad.
Sentado en la rama del enorme árbol al borde del cañadón, miraba al resto de la banda
que descolgaba frutos de los And’as del monte. Había sentido la necesidad de quedarse
solo. Iba dejando de ser cachorro y se sentía diferente a los demás. No se sentía parte de
esa banda de homos con la que andaba de un lado al otro, buscando siempre frutos o
cazando animales para comer. Sentía rechazo hacia su brutal mirada salvaje de ojos rojos
y opacos, hacia el instinto bestial que dominaba todos sus movimientos, todos sus gestos,
todas sus reacciones; todo lo sentía ajeno. Por eso cada vez se apartaba más de ellos y
buscaba la soledad, que de a poco lo iba cubriendo con su oscuro manto. Una soledad
contra la que no podía luchar, una soledad irremediable. Y sentado allí arriba miraba…
miraba las hojas de los árboles, el horizonte, los cielos… buscando.
—¡Amán, Amán!
Un susurro en el silencio de la noche, un eco errando por los aires, apenas audible, si
es que lo era. No era la primera vez que lo percibía. Era un sonido suave y prolongado
que lo estremecía. No venía de afuera, ni lo pronunciaba ninguno de los homos que
estaban en la cueva con él, parecía como si fuese emitido dentro de su propia cabeza. Se
sentaba y se quedaba atento para escucharlo nuevamente, pero el sonido no se repetía.
Volvía a recostarse mirando hacia arriba, viendo a través de una rajadura de la cueva
aquellas pequeñas lucecitas azules en lo alto, titilando ínfimas e inalcanzables, e intentaba
volver a dormir como el resto de la banda. Afuera, los sonidos de la noche se mezclaban
en una sinfonía salvaje; una multitud de notas resonando entre las hojas, entre los pastos,
en las colinas, sobre los árboles; la naturaleza ardiendo de vida, virgen y pura.
Las planillas, los archivos, los apuntes, mis planos. Números y letras desordenadas
sobre el escritorio. Mi escritorio que está al lado de la puerta ventana que da al balcón,
donde está mi bicicleta, a unos quince metros de distancia de la calle en línea vertical.
Pero desde el balcón no se ve el horizonte. Para verlo, o mejor dicho para ver un trozo
del horizonte entre dos grandes edificios, tengo que ir hasta la ventana de mi cuarto. Al
fondo se ve un grupito de árboles apelotonados; como si fuese un bosquecillo de un
cuento en medio de la ciudad. Me pongo el buzo, agarro la bici y bajo. Diez cuadras,
veinte cuadras, treinta cuadras; una plaza con algunas acacias, un poco de pasto; mi
bosque urbano. Sé que no soy parte de este conglomerado sin forma; sus gentes, sus
hábitos, sus modos. Tal vez pertenezca a otra especie. No soy parte de ellos, no puedo
serlo. Ya no aguanto levantarme temprano y sumergirme en las cuentas, en las palabras
electrónicas, técnicas, toscas, aburridas, tan faltas de poesía. El caño de tres pulgadas
colocado verticalmente colabora a la evacuación de los efluentes del tanque uno donde
se incorpora el leudante 347-c utilizado para la cocción del producto E135 llamado
comercialmente madalenas de vainilla. No. Más poesía. El leudante 347-c utilizado para
las madalenas que puede saborear mientras ceba un mate y cierra los ojos imaginándose
que está en el medio de un monte, o en la selva, con el ruido de unos pajarracos de fondo
y una cascada que cae furiosa contra unas rocas y el viento puro que llena sus narices de
ese aroma a tierra inmaculada, y el horizonte, y las líneas verdes ondulantes que ascienden
y descienden y mueren en inmensos acantilados, y un grito lejano de algún animal cuya
necesidad salvaje exige emitir un alarido de hambre, de sed, de lucha, de reproducción o
de celos, sin poder siquiera darse cuenta de la elemental realidad de estar vivo, aspecto
esencial que debe haber diferenciado al primer hombre del resto de los monos, o como se
llamen, que vivían con él.
¿Me faltará algo que ellos tienen y yo no?… no lo sé. Ahí van por las calles con su
cháchara, hablando de lo que se compraron ayer, o de la vecina de enfrente que se pelea
con el hijo a los gritos toda la noche. Hasta el brillo de sus ojos me es ajeno. Su presencia
no me acoge, su compañía no me acompaña. La soledad. La soledad que se cuela por
debajo de la puerta de mi departamento y se mete entre la sábana y el acolchado
cubriéndome de noche. Y luego por la mañana se mete entre mi ropa y me cubre también,
y en mi cumpleaños lucha encarnizadamente contra los abrazos de mis amigos que no
logran romper la coraza de soledad que cubre mi humanidad impidiendo que se mezcle
con el resto de la marea humana, apartándome… como si fuese una gota flotando en el
océano sin poder mezclarse al agua que la rodea y la abraza, una gota de aceite, eso, una
gota de aceite que no puede unirse al resto del mar, pero que flota en él a la deriva. Tal
vez en algún lugar haya un océano de aceite donde pueda mezclarme… tal vez debiera
buscarlo… buscar mi sustancia, mi especie.
Sé que se sintió así aquella noche, como una gota de aceite en el agua. Y se acostó
boca arriba, y miró, una vez más, a través de la rajadura de la cueva, los puntos titilantes
en el cielo. Escuchó, o creyó escuchar, un susurro —¡Amán, Amán!— y se sobresaltó, y
se levantó, y salió. Luego los miró durmiendo, salvajes, distantes, distintos, y sin duda
sintió otra vez esa soledad; en medio de ellos, a su lado. Y se alejó, primero caminando
de espaldas, luego de frente, lentamente, un paso tras otro, luego más y más rápido,
apoyando una mano al correr, como sin duda era entonces su modo de moverse, con ese
movimiento primitivo, simiesco. Corrió y corrió hasta cansarse; entonces comenzó a
caminar, pero siguió alejándose durante mucho tiempo. Pero al ocultarse la luna y quedar
todo completamente a oscuras, se dio cuenta de que tenía frío, se acurrucó contra un árbol
y sintió los ruidos infinitos de la noche; las patas de los insectos caminando entre la
naturaleza descompuesta, triturando con sus diminutas mandíbulas las hojas enmohecidas
entre el humus; los grillos, las hojas de los árboles golpeándose entre sí, búhos, las ramas
crujiendo, golpes, pasos. Sintió miedo, pero el miedo desaparece al quedarse dormido.
Me desperté todavía con frío. Enrollé la bolsa de dormir y la colgué en la mochila.
Busqué algunas maderas entre los escombros, las apoyé contra una de las paredes medio
derrumbadas de la casucha abandonada y prendí un fueguito para calentarme un poco las
manos. Me fui de casa hace ya como dos meses. Al escritorio no lo ordené, allí quedó con
sus archivos y planillas, para que otro pudiera disfrutarlo. Y es que me levanté una
mañana y después de terminar el café me asomé a la ventana, esa desde la que se ve entre
dos edificios un pedazo del horizonte; y los árboles de la plaza a treinta cuadras, que
desde allí son ese bosquecillo que leí en un cuento cuando era chico. Y detrás del
bosquecillo vi el sol saliendo, entibiando mi frente, rozando mi piel desde ciento
cincuenta millones de kilómetros de distancia, la misma distancia que tres mil setecientas
vueltas al mundo, o que caminar de mi cuarto a la cocina ida y vuelta durante un millón
de años. Pero preferí caminar dando la vuelta al mundo, me pareció más interesante. Tal
vez así pueda encontrar mi océano de aceite. Tal vez allí esté lo que me falta y todos
tienen; mi otra parte, o mi parte de adentro, o eso que llaman el alma, que tal vez exista,
aunque yo no debo tenerla, o sí, pero a 150 millones de kilómetros de distancia de mi
cuerpo.
Apagué el fuego, ordené la mochila y seguí caminando por una ruta que ondula entre
inmensos cerros verdes, parecidos a los que vio él cuando despertó como yo luego de
pasar una noche fría. Pero claro, él no sabía prender fuego para calentarse, entonces se
levantó y volvió a caminar retomando el rumbo que venía siguiendo, seguramente hacia
el este, desde donde comenzaba a salir el sol. Posiblemente buscaría en ese insigne punto
cardinal la respuesta a esa búsqueda que no alcanzaba a identificar. La falta de algo, la
necesidad, no una necesidad como la que llegó al acercarse el mediodía y que provenía
del estómago, sino otra que surgía de otro lado, y era más dolorosa. Pero el estómago
pedía y esa necesidad aún dominaba las intenciones y las acciones. Hurgó en el suelo,
sintió el olor de la tierra húmeda, olor a hongos; sus dedos escarbaron entre las raíces,
cerca de un árbol, más allá, cerca de una mata de pasto. Ahí fue donde al enterrar en la
tierra los dedos encontró una protuberancia y al sentir esa textura firme que cedía un poco
al oprimirla, supo que era el tubérculo que buscaba, lo desenterró y lo comió. Siguió luego
caminando buscando algo más apetitoso.
De pronto encontró un And’a; su aliento se interrumpió para dar un resoplido que se
transformó en una especie de gruñido breve; frutos dulces y nutritivos. El estómago lleno,
la necesidad urgente saciada y de nuevo el resurgir de aquella soledad por un instante
olvidada. Y la mirada que comenzó otra vez a volar entre las ramas de los árboles y
cuando éstas se abrieron tomó un vuelo más libre, entre las nubes que cambiaban de forma
y se movían también hacia el este, delante del celeste límpido y luminoso. Entonces se
detuvo, las piernas en cuclillas y los ojos elevados… observando. La mano en el pecho,
oprimiendo con los dedos la piel, como queriendo tomar algo que sentía adentro, una
presencia, la misma que percibía cuando escuchaba a veces ese susurro que ahora callaba,
silencioso entre los vapores blancos del cielo.
Asomo mi cabeza por sobre la baranda de la balsa que tomé para cruzar el río y miro
hacia abajo. En el agua todo se ve como si fuera una acuarela. Y en esa acuarela veo mi
rostro como en un cuadro. No el rostro prolijo y sonriente (y ciego) que estaba, o está aún
tal vez, en el retrato del living de mi departamento, sino un rostro con una barba profusa,
un pelo enmarañado y larguísimo y el gesto profundo de unos ojos llenos de vida que han
comenzado a ver, a observar… a observar cosas hermosas, como las nubes que pintan en
la acuarela figuras que mutan a cada instante y se pierden en el horizonte sin que nadie
les regale un solo aplauso a sus obras de arte. Tal vez sea por eso que lloran las nubes
cada tanto, regalando a los recovecos sedientos de la tierra sus lágrimas que penetran
ansiosas en una barrosa excursión hasta encontrarse con microscópicos pelillos que las
absorben conduciéndolas por pequeñas raicillas que se unen de a miles formando un
tronco que busca el cielo y a través del cual suben de vuelta las lágrimas cargadas de vida,
llenando las venillas de las hojas por cuyos poros terminan evaporándose en gotitas que
se elevan, se elevan, se elevan, hasta juntarse con la nube que pinta una figura que va
mutando lentamente hasta perderse en el horizonte, para siempre, sin que nadie la
aplauda. En el reflejo del río, mis ojos vivos en un rostro desarreglado de pelos largos que
cubren una cabeza que busca comprender algo de ese ser que uno es, ese ser que habita
en el hueco que tiene el cuerpo en su interior, ese hueco que en general buscamos llenar
con algo porque nos incomoda que tenga espacio libre. Si vaciáramos todos en una gran
pileta lo que arrojamos allí, como un día sucederá, se encontrarían elementos muy
variados, pero sobre todo algunos que se repetirían muy a menudo: papeles, números,
planillas, archivos, cuentas, asfalto, humo, televisores, parlantes, autos, whisky,
cigarrillos, zapatos, camperas, celulares, dinero, dinero, dinero. Y aplastado por esa
montaña de materialidad, medio vivo y medio muerto, con la espalda encorvada y todo
deformado por la falta de lugar, encontraríamos al hombre pequeñito, ínfimo,
insignificante que uno es.
Por eso al volver de la ventana luego de mirar mi bosque urbano y lavar la taza de
café escribí la nota y salí sin ordenar ni siquiera mi escritorio, eso fue lo primero que
saqué de mi hueco; los archivos, los papeles; los saqué al salir de mi departamento. Luego
seguí vaciando otras cosas; al atravesar los primeros campos dejé las cuentas, los
números; al llegar a las sierras fui olvidando televisores, celulares, parlantes, el ruido; en
las primeras montañas arrojé el humo, los cigarrillos, el whisky, y sobre las manos del
hombre que maniobra el timón de la balsa, dejé al subir mis dos últimos billetes, liberando
el enorme espacio que ocupaba el dinero. Ahora tengo en mi interior una enorme cavidad
con suficiente lugar para que ese hombrecito pueda desperezarse, estirar los brazos, inflar
los pulmones, cantar, bailar, sonreír, elevarse… y volar por el aire, como una golondrina
que planea en su primavera eterna. Pero ocurre que no encuentro a nadie allí adentro, no
encuentro a ningún hombrecito, ando por la vida sin mi yo y solitario, como una
golondrina sin primavera, buscando la bandada que quién sabe algún día encuentre, si es
que queda todavía algún ser humano entre la multitud de gente que llamamos humanidad,
si es que no se han extinguido.
—Amán, Amán.
El susurro tal vez viniera de allí adentro. Del fondo de ese microscópico hueco que
alguien había sembrado en el interior de ese homo, transformándolo en otra cosa. Ese
germen había crecido y él comenzaba a sentirlo, a oírlo, a percibir cómo se iba apoderando
de su cuerpo, de cada uno de sus miembros, batallando silenciosamente contra esa fuerza
tan potente que es el instinto, arma poderosa de lo salvaje, de lo animal. A medida que
esta esencia iba poseyendo su cuerpo, lo sometía a una variedad de sensaciones
desconocidas, sensaciones que lo hacían permanecer sentado en una roca, con la cabeza
sobre las rodillas y las manos tapando sus ojos, sensaciones que le reclamaban quedarse
mirando el cielo o hacia el horizonte, sensaciones que hasta a veces lo incitaban a aullar,
como aquella vez que luego de un prolongado alarido percibió el sabor salado de unas
gotas que cayeron de sus ojos rodando por sus mejillas. Pero fue sin duda cuando lo vio
muerto en aquel charco, que sufrió la sensación más impactante.
Hacía varios días que no comía otra cosa que tubérculos amargos. Sintió el olor desde
una gran distancia. Luego de buscar un largo rato, vio un bulto cerca de un pequeño
pantano. Se acercó, miró sus heridas frescas, mortales, su cabeza apoyada sobre el
barro… Lo tomó de los cuernos para sacarlo del charco en el que había caído y al
inclinarse vio su propio rostro en el reflejo del agua; su mirada brillante, sus pupilas
negras y profundas, sus ojos vivaces y el susurro, nítido, claro, impetuoso: “¡Amán,
Amán!”. Retrocedió espantado, soltó los cuernos del ciervo y cayó al suelo respirando
agitadamente. Exhaló sus pulmones emitiendo un sonido ronco y se tapó los oídos.
Permaneció quieto y, paralizado, se quedó observando la cabeza del ciervo que había
quedado al alcance de su mano; su rostro vacío, sus ojos salvajes cubiertos de una telilla
grisácea, opacos, inmóviles, cadavéricos. El silencio de su interior le contagió una
serenidad repentina. Se miró las manos, las cerró, las volvió a abrir, se levantó, se acercó
al charco y observó nuevamente su propio reflejo, su rostro, su gesto, sus ojos brillantes,
despiertos… levantó la mirada al cielo y lanzó un prolongado alarido.
Acababa de comprender que estaba vivo, de ser consciente de que existía.
He pensado en regresar, no lo niego. Sobre todo en días tan fríos como el de hoy.
Sobre todo cuando mis dedos vuelven a sangrar de tanto escarbar para encontrar alguna
raíz que comer. Pero es que siento que estoy cerca. Siento que estoy llegando. Siento a lo
lejos un aroma salado que sin dudas es el mar. Y para subsistir me basta tan solo con
cerrar los ojos y mirar hacia adentro, donde me he fabricado una casa tan amplia que
puedo correr y saltar sin caerme por ningún balcón, sin tropezarme con el estúpido
escritorio lleno de papeles; donde puedo asomarme a la ventana y ver el horizonte entero,
sin tener que ir hasta mi cuarto para mirar entre esos dos estrechos edificios. Y salgo
afuera y vuelo en mi bicicleta sobre la selva; llena de ruidos, de bichos, de vida. Y me
veo desde arriba caminando solitario entre la maleza, cerrando los ojos, mirando hacia
adentro, nadando en el mar, como una gotita solitaria, sintiendo acercase ese lugar
maravilloso, ese océano de aceite donde desembocaré al fin, uniéndome al resto del
universo, siendo una sola cosa, una sola marea dorada y eterna.
Hace un tiempo encontré en un claro del monte un árbol lleno de frutos, estoy seguro
de que los And’as debían ser algo parecido al árbol que encontré. Estaba muerto de
hambre, fue como encontrar un tesoro, un cofre lleno hasta el tope de monedas… de
monedas comestibles digo, como esas de “cien besos” que vienen con chocolate adentro;
un millón de besos con chocolate, para no morirse de hambre, ni de soledad, que el
hambre y la soledad terminan a uno volviéndolo loco. Es posible que él haya pasado por
aquí, creo incluso que he sentido su presencia. Seguramente ha pasado un poco corriendo
apoyando su mano en el suelo, como un monito, y otro poco caminando, quién sabe
pensativo, con su montón de neuronas encendiendo de pronto infinitas chispas diminutas
que encadenándose en impulsos nerviosos conducidos a velocidades inconmensurables y
combinándose de una manera específica lo inducían en ese momento a levantar la cabeza
y mirar al cielo, o al horizonte y sentir de una manera inasible y muy primitiva la soledad.
Hasta pasar frente a aquel claro y ver el árbol de And’as lleno de pajaritos picoteando los
frutos, y entonces ese primitivo pensamiento habrá sido reemplazado por algo más
primitivo aún: el vulgar impulso de querer saciar el hambre.
Penetré en la selva porque no quería seguir caminando por esas rutas impregnadas en
alquitrán, hediendo a caucho, a hombre, a hombre no humano, a ser-no-humano
rechoncho rojizo y gritón manejando un camión. ¡Frruuum! Sentirse succionado hacia
adentro de la ruta mientras la inmensa mole pasa a una velocidad absurda alejándose del
lugar a donde volverá cargado de algo nuevamente. Péndulo rechoncho y rojizo de la ruta.
Por eso decidí empezar a caminar a campo traviesa, lejos de ese ser medio humano que
habita las ciudades o anda rodando por los caminos de alquitrán y brea, ese ser incompleto
como yo. Aquí siento que me voy limpiando de ese hollín que tapona mis poros, y puedo
percibir como esta naturaleza va inyectándose de a poquito en mis venas despertando mis
sentidos, conduciéndome al lugar a donde comenzó todo.
Allí terminaré, quién sabe, donde comenzó todo; el final en el origen. Dicen que el
principio y el fin se juntan, que todo es circular, como el universo; siempre volviendo al
punto desde donde uno sale. El fin, simplemente el fin, como habrá pensado Amán
cuando se encontró frente a esa inconmensurable extensión de agua. El fin de su camino,
el fin de todo y entonces la soledad eterna. Se habrá tapado el rostro con sus manos
desesperadas, arrodillado sobre unas rocas, habiendo caminado años en busca de la
compañía que esa esencia que había crecido en su interior hasta poseerlo por completo le
pedía en forma imperiosa. Esa esencia que ahora le hacía percibir una angustia profunda,
una de esas extrañas sensaciones que había comenzado a sufrir desde entonces. Una de
esas sensaciones que hacían salir agua salada de sus ojos y oprimir su garganta hasta
ahogar sus alaridos. Absolutamente solo, envuelto por un mundo animal, bajo el ruido de
las olas estallando contra las rocas. El mar, barrera insuperable; el fin del infinito. Y
enfrente, una luz potente, lejana, inalcanzable, desangrándose en el horizonte, dejando
tras de sí la penumbra, los ruidos infinitos de la noche, los insectos triturando la naturaleza
muerta, el bramido de las olas, el miedo… y muerto en el acantilado, el camino
perseguido durante años. Frente a sí, la soledad; aplastante y perpetua.
Corro y corro, trepo rocas, paro, duermo, me levanto, camino, esquivo precipicios,
siento la sal, corro, duermo, camino, escarbo la tierra, muero de hambre, mastico hojas,
mastico corteza, tierra mezclada con agua y hojas atravesando mi garganta para engañar
a mi estómago. Rodeo un río que se va ensanchando, siento un aroma de algas arrastrado
por el viento, doy un alarido que se pierde sin que nadie lo escuche, sólo los oídos
asustados de algún animalejo imposible de atrapar y mis oídos de loco que creen oír un
alarido que sacude las hojas de los árboles inmensos que duermen desde que existen, si
es que existen, que no lo sé, como no sé si existe todavía mi departamento o si ya fue
demolido para construir uno más grande, con un quinto piso más alto desde donde tal vez
pueda verse completo el horizonte con mi bosquecillo urbano talado y muerto y la ciudad
sin su último pedacito de verde, de vida. Con algún ser medio humano que abandonó sus
papeles y agarró su bicicleta y se lanzó a la calle, para alejarse un poco de tanto número
y palabrerío técnico, para alejarse tanto que quizá se plantee no volver al departamento y
se quede durmiendo en la ciudad y se transforme en otra cosa, en ser humano del todo,
como los linyeras, o tal vez decida irse más lejos (lo suficiente como para que la gente
comience a llamarlo loco) y empiece a vaciar su hueco, hasta encontrarse con el
hombrecito que vivía aplastado y que podrá enseñarle entonces a volar, para ver todo
mejor, o seguirá hasta encontrar que el hueco está vacío, sin alma y entonces permanezca
corriendo siempre, desesperadamente solo en busca de algo que habite su hueco
abandonado.
Vuelvo a dormir, me levanto, camino, siento los palitos quebrarse bajo las suelas de
mis pies que son callos que ya no sienten la espina que agujerea penetrando casi un
centímetro en la piel seca y muerta. Escarbo el suelo buscando una raíz, me limpio las
manos en el agua, lamo la sangre de mis dedos y me recuerda el olor de la viruta con la
que jugaba en el taller de herrería de mi abuelo. Mi abuelo, un ser humano del todo, con
su gran hueco vacío y su hombrecito reflejado en su rostro sonriente, en sus ojos llenos
de poesía, de pasión por la vida, su alma viva en el rostro alegre y sus manos de herrero.
Siento la sal, corro, corro, corro. Un día, otro, una noche, siento la brisa del mar, corro,
corro, corro y subo, subo corriendo porque siento la arena resbalando debajo de mis pies
y la sal impregna mi piel. Tropiezo y me caigo, me levanto, sigo subiendo, llego hasta
arriba… observo maravillado… Me dejo caer de rodillas, lloro, me tapo la cara con las
manos, por no ver el mar, para no seguir llorando, para no seguir sintiendo esta emoción
que revienta en mis vasos, de alegría… o de tristeza.
No sé si lo que me despertó al amanecer fue el viento enérgico que se levantó
bruscamente o la voz, esta vez nítida y atronadora, clara, innegable, que surgía sobre las
olas, que brotaba de entre las rocas, desde las grietas, desde el cielo, desde mi propio
interior, imperiosa.
—¡Amán! ¡Amán!
Sé que, como yo, intentó pararse, pero el vendaval era tan poderoso que lo tiró al
suelo. Logró ponerse de rodillas. El ruido era ensordecedor, un temor espantoso se
apoderó de todos sus miembros, se tapó los oídos con las manos, cerró con fuerza los ojos
y gritó aterrorizado. Las olas impactaban violentamente contra las rocas levantando gotas
de agua que empapaban su rostro. El día era frío, pero el viento húmedo que impregnaba
su piel era extrañamente cálido, como un aliento, y la voz estridente continuaba repitiendo
su llamado incansable “¡Amán, Amán!”. Abrió los ojos y percibió algo, algo que no
comprendía y nunca había percibido, una fuerza extraña, una energía poderosa que se
acercaba hacia él… una presencia invisible. Sin saber por qué, movido por un extraño
deseo de tocar aquella energía, aquella presencia, alzó las manos, como queriendo tomar
otras manos que no veía pero sentía que se extendían hacia él. Sintió entonces que la
presencia lo alcanzaba y que algo ingresaba en su cuerpo atravesando su piel, penetrando
por sus venas hasta las entrañas, uniéndose a él, a cada célula, poseyendo cada partícula
de su ser. Cerró los ojos, se tapó el rostro y se acurrucó temblando. El miedo es como un
fino veneno helado que entra por los poros y se dirige directamente a los huesos
generando unas cosquillas espantosas que convergen hacia el epicentro de la sensibilidad
del cuerpo; el corazón, que a veces llega hasta a paralizarse. Los dientes apretados, los
ojos cerrados, las manos tapando los oídos y un grito prolongado que súbitamente se
detiene, al igual que el viento.
Mis ojos balanceándose sobre las olas que bailan entre la espuma del océano infinito.
El cielo que desciende hasta acariciar el agua en el horizonte. Mis pies que se mecen al
girarlos con los tobillos y se van hundiendo en la arena que cede, como si estuviese parado
sobre una gelatina… de frutilla, que mi madre dejaba enfriar en un pote de metal en el
que yo metía mis dedos ansiosos por ese dulce sabor rojizo, mi sonrisa de niño, mis ojos
cerrados en un mundo perfecto de tardes alegres, con mi hueco incipiente y mi hombrecito
niño volando en su mundo de juguete.
Un retorcijón en la panza que llora de hambre y mis pasos avanzando en la arena hacia
el mar, y el agua tocando los dedos de mis pies, subiendo hasta mis tobillos. Las olas
besando las rodillas, la cintura, mi cuerpo que comienza a ser liviano, mi cuerpo que flota
en la sal líquida, arrastrado a la deriva, abrazado por el agua, perdiéndose en la nada,
solitario, como una gotita de aceite rodeada de millones de gotas de agua que la abrazan
sin poder fundirse con ellas, a su masa. Humanidad apelmazada. Arrastrado, empujado
por un océano de gente del que no puedo ser parte, separado en medio de ellos, imposible
de conjugar por estar hecho de una sustancia diferente. Agua y aceite. Ellos en la ciudad,
con su hueco tapado de papeles y preocupaciones, aplastando a su hombrecito ahogado
en lágrimas y billetes, y yo aquí, devorado por la naturaleza, en el origen, sin poder ver a
Dios aleteando en el viento sobre las aguas, con mi enorme hueco lleno de espacio… y
vacío, vacío, sin nadie que lo habite… andando sin mi parte de adentro. Soy un hombre
sin su yo, si es que soy un hombre. Un cuerpo hueco que se sumerge en el agua,
suspendido en el vacío, detenido el tiempo, empapado en el silencio, con la única
compañía del corazón que bombea y se acelera cada vez más. Sumergido, balanceándome
sobre mi bosquecillo urbano, a treinta cuadras de donde algún soñador se asoma a la
ventana de un quinto piso y mira el horizonte entre dos edificios, y tira sus papeles por la
ventana cantando el himno de la alegría, y sale a volar en su bicicleta, mientras la barba
y el pelo le van creciendo tanto, que la gente deja de sonreír a su sonrisa brillante de
alegría y deja de responder a su saludo, terminando por ignorarlo, como si ya no existiera.
Sumergido en el mar. El corazón que ahora se desacelera, cansado. Me veo de
pantalones cortos caminando en el campo, saltando con una ramita en la mano, corriendo,
gritando, cantando, mirando los pájaros planear en el cielo. Me acerco al arroyo, hace
calor, miro mi reflejo, mi rostro sonriente de niño de vacaciones. Me arrodillo sobre una
roca, me inclino, sumerjo mi cara en el agua fresca y al abrir los ojos dentro del agua veo
un hombre ahogándose que me toma las manos desesperado e intenta decirme algo que
primero no entiendo. Detrás de su barba, entre sus pelos largos enmarañados, descubro
horrorizado que los ojos que miran son mis propios ojos, mis propios ojos de niño que
lloran desesperados, gritando que salga, agitando sus brazos, desde el fondo de un enorme
hueco que veo con los ojos hacia adentro; mi hombrecito extraviado, mi yo perdido, ¡mi
alma!. Mis brazos se sacuden nadando hacia arriba desesperadamente, mis pulmones
anhelantes de oxígeno generan una potente succión que mis labios contrarrestan para no
aspirar agua, mis ojos se cierran, el corazón late ahora violentamente en mis oídos. Mis
músculos se contraen y se estiran, mis pies pedalean con ansias en la bicicleta que remonta
vuelo desde mi balcón, sobre la ciudad que llora su cotidiana y aburrida jornada, sobre el
horizonte que atardece amarillo como el aceite, y subo, subo, subo, asfixiado por el aire
viciado de hollín, hasta que al fin una amplia bocanada de aire puro ingresa de pronto en
mi cuerpo al salir del esmog, penetrando por mis venas hasta hinchar todas mis células,
mezclándome con la atmósfera en una sola esencia, llenándome de vida, y un hombrecito
pequeño salta y baila en un enorme espacio dentro de mí, cantando alegre, exultante,
como si acabara de resucitar.
Siento un susurro que viene de lejos, o que sale tal vez de adentro mío, o que
simplemente imagino. Tal vez haya sido allí, en el mismo lugar donde encontré a mi
hombrecito, donde respiré aliviado, frente a las mismas rocas castigadas una y otra vez
por las perpetuas olas del mar, o tal vez haya sido en cualquier otra parte, donde está aún
mi bosquecito urbano, donde construyeron aquel enorme supermercado, o tal vez en algún
lugar remoto de Zambia o Namibia, donde Amán, al despertar de su desmayo se llevó
una mano al pecho, como sintiendo que le faltara un trozo, y en la brisa escuchó ahora un
susurro diferente… “¡Ema!” tal vez, o cualquier otro nombre. Y al levantarse, de sus
pulmones nació un grito que se ahogó en la garganta, al ver sus propios ojos reflejados
en otros… con unas pupilas femeninas brillantes mirándolo fijo, mirándolo de una manera
por primera vez humana, al fin, como la suya. Y la soledad esfumándose para siempre en
el aliento del mar.
FIN

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Detrás del origen

  • 1. DETRÁS DEL ORIGEN UNA RECETA PARA SER FELIZ… bastaría con quemar todas estas planillas y estos archivos tan aburridos. Hay cosas más interesantes… el otro día encontré una antigua receta para hacer un ratón: tome un puñado de semillas de trigo, un trapo sucio, la camiseta de un hombre sudada y colóquelos dentro de una caja abierta; espere 21 días. Ingenioso. Podría inventarse una receta para hacer un ser humano: tome barro y, si es capaz, sople vida, así de simple… ¡basta! Me tengo que concentrar de una buena vez… Aunque de algún modo lo habrán creado a él… y claro, después vinimos todos nosotros, es decir ellos, la humanidad. Sentado en la rama del enorme árbol al borde del cañadón, miraba al resto de la banda que descolgaba frutos de los And’as del monte. Había sentido la necesidad de quedarse solo. Iba dejando de ser cachorro y se sentía diferente a los demás. No se sentía parte de esa banda de homos con la que andaba de un lado al otro, buscando siempre frutos o cazando animales para comer. Sentía rechazo hacia su brutal mirada salvaje de ojos rojos y opacos, hacia el instinto bestial que dominaba todos sus movimientos, todos sus gestos, todas sus reacciones; todo lo sentía ajeno. Por eso cada vez se apartaba más de ellos y buscaba la soledad, que de a poco lo iba cubriendo con su oscuro manto. Una soledad contra la que no podía luchar, una soledad irremediable. Y sentado allí arriba miraba… miraba las hojas de los árboles, el horizonte, los cielos… buscando. —¡Amán, Amán! Un susurro en el silencio de la noche, un eco errando por los aires, apenas audible, si es que lo era. No era la primera vez que lo percibía. Era un sonido suave y prolongado que lo estremecía. No venía de afuera, ni lo pronunciaba ninguno de los homos que estaban en la cueva con él, parecía como si fuese emitido dentro de su propia cabeza. Se sentaba y se quedaba atento para escucharlo nuevamente, pero el sonido no se repetía. Volvía a recostarse mirando hacia arriba, viendo a través de una rajadura de la cueva aquellas pequeñas lucecitas azules en lo alto, titilando ínfimas e inalcanzables, e intentaba volver a dormir como el resto de la banda. Afuera, los sonidos de la noche se mezclaban en una sinfonía salvaje; una multitud de notas resonando entre las hojas, entre los pastos, en las colinas, sobre los árboles; la naturaleza ardiendo de vida, virgen y pura. Las planillas, los archivos, los apuntes, mis planos. Números y letras desordenadas sobre el escritorio. Mi escritorio que está al lado de la puerta ventana que da al balcón, donde está mi bicicleta, a unos quince metros de distancia de la calle en línea vertical. Pero desde el balcón no se ve el horizonte. Para verlo, o mejor dicho para ver un trozo del horizonte entre dos grandes edificios, tengo que ir hasta la ventana de mi cuarto. Al fondo se ve un grupito de árboles apelotonados; como si fuese un bosquecillo de un cuento en medio de la ciudad. Me pongo el buzo, agarro la bici y bajo. Diez cuadras, veinte cuadras, treinta cuadras; una plaza con algunas acacias, un poco de pasto; mi bosque urbano. Sé que no soy parte de este conglomerado sin forma; sus gentes, sus
  • 2. hábitos, sus modos. Tal vez pertenezca a otra especie. No soy parte de ellos, no puedo serlo. Ya no aguanto levantarme temprano y sumergirme en las cuentas, en las palabras electrónicas, técnicas, toscas, aburridas, tan faltas de poesía. El caño de tres pulgadas colocado verticalmente colabora a la evacuación de los efluentes del tanque uno donde se incorpora el leudante 347-c utilizado para la cocción del producto E135 llamado comercialmente madalenas de vainilla. No. Más poesía. El leudante 347-c utilizado para las madalenas que puede saborear mientras ceba un mate y cierra los ojos imaginándose que está en el medio de un monte, o en la selva, con el ruido de unos pajarracos de fondo y una cascada que cae furiosa contra unas rocas y el viento puro que llena sus narices de ese aroma a tierra inmaculada, y el horizonte, y las líneas verdes ondulantes que ascienden y descienden y mueren en inmensos acantilados, y un grito lejano de algún animal cuya necesidad salvaje exige emitir un alarido de hambre, de sed, de lucha, de reproducción o de celos, sin poder siquiera darse cuenta de la elemental realidad de estar vivo, aspecto esencial que debe haber diferenciado al primer hombre del resto de los monos, o como se llamen, que vivían con él. ¿Me faltará algo que ellos tienen y yo no?… no lo sé. Ahí van por las calles con su cháchara, hablando de lo que se compraron ayer, o de la vecina de enfrente que se pelea con el hijo a los gritos toda la noche. Hasta el brillo de sus ojos me es ajeno. Su presencia no me acoge, su compañía no me acompaña. La soledad. La soledad que se cuela por debajo de la puerta de mi departamento y se mete entre la sábana y el acolchado cubriéndome de noche. Y luego por la mañana se mete entre mi ropa y me cubre también, y en mi cumpleaños lucha encarnizadamente contra los abrazos de mis amigos que no logran romper la coraza de soledad que cubre mi humanidad impidiendo que se mezcle con el resto de la marea humana, apartándome… como si fuese una gota flotando en el océano sin poder mezclarse al agua que la rodea y la abraza, una gota de aceite, eso, una gota de aceite que no puede unirse al resto del mar, pero que flota en él a la deriva. Tal vez en algún lugar haya un océano de aceite donde pueda mezclarme… tal vez debiera buscarlo… buscar mi sustancia, mi especie. Sé que se sintió así aquella noche, como una gota de aceite en el agua. Y se acostó boca arriba, y miró, una vez más, a través de la rajadura de la cueva, los puntos titilantes en el cielo. Escuchó, o creyó escuchar, un susurro —¡Amán, Amán!— y se sobresaltó, y se levantó, y salió. Luego los miró durmiendo, salvajes, distantes, distintos, y sin duda sintió otra vez esa soledad; en medio de ellos, a su lado. Y se alejó, primero caminando de espaldas, luego de frente, lentamente, un paso tras otro, luego más y más rápido, apoyando una mano al correr, como sin duda era entonces su modo de moverse, con ese movimiento primitivo, simiesco. Corrió y corrió hasta cansarse; entonces comenzó a caminar, pero siguió alejándose durante mucho tiempo. Pero al ocultarse la luna y quedar todo completamente a oscuras, se dio cuenta de que tenía frío, se acurrucó contra un árbol y sintió los ruidos infinitos de la noche; las patas de los insectos caminando entre la naturaleza descompuesta, triturando con sus diminutas mandíbulas las hojas enmohecidas entre el humus; los grillos, las hojas de los árboles golpeándose entre sí, búhos, las ramas crujiendo, golpes, pasos. Sintió miedo, pero el miedo desaparece al quedarse dormido. Me desperté todavía con frío. Enrollé la bolsa de dormir y la colgué en la mochila. Busqué algunas maderas entre los escombros, las apoyé contra una de las paredes medio derrumbadas de la casucha abandonada y prendí un fueguito para calentarme un poco las
  • 3. manos. Me fui de casa hace ya como dos meses. Al escritorio no lo ordené, allí quedó con sus archivos y planillas, para que otro pudiera disfrutarlo. Y es que me levanté una mañana y después de terminar el café me asomé a la ventana, esa desde la que se ve entre dos edificios un pedazo del horizonte; y los árboles de la plaza a treinta cuadras, que desde allí son ese bosquecillo que leí en un cuento cuando era chico. Y detrás del bosquecillo vi el sol saliendo, entibiando mi frente, rozando mi piel desde ciento cincuenta millones de kilómetros de distancia, la misma distancia que tres mil setecientas vueltas al mundo, o que caminar de mi cuarto a la cocina ida y vuelta durante un millón de años. Pero preferí caminar dando la vuelta al mundo, me pareció más interesante. Tal vez así pueda encontrar mi océano de aceite. Tal vez allí esté lo que me falta y todos tienen; mi otra parte, o mi parte de adentro, o eso que llaman el alma, que tal vez exista, aunque yo no debo tenerla, o sí, pero a 150 millones de kilómetros de distancia de mi cuerpo. Apagué el fuego, ordené la mochila y seguí caminando por una ruta que ondula entre inmensos cerros verdes, parecidos a los que vio él cuando despertó como yo luego de pasar una noche fría. Pero claro, él no sabía prender fuego para calentarse, entonces se levantó y volvió a caminar retomando el rumbo que venía siguiendo, seguramente hacia el este, desde donde comenzaba a salir el sol. Posiblemente buscaría en ese insigne punto cardinal la respuesta a esa búsqueda que no alcanzaba a identificar. La falta de algo, la necesidad, no una necesidad como la que llegó al acercarse el mediodía y que provenía del estómago, sino otra que surgía de otro lado, y era más dolorosa. Pero el estómago pedía y esa necesidad aún dominaba las intenciones y las acciones. Hurgó en el suelo, sintió el olor de la tierra húmeda, olor a hongos; sus dedos escarbaron entre las raíces, cerca de un árbol, más allá, cerca de una mata de pasto. Ahí fue donde al enterrar en la tierra los dedos encontró una protuberancia y al sentir esa textura firme que cedía un poco al oprimirla, supo que era el tubérculo que buscaba, lo desenterró y lo comió. Siguió luego caminando buscando algo más apetitoso. De pronto encontró un And’a; su aliento se interrumpió para dar un resoplido que se transformó en una especie de gruñido breve; frutos dulces y nutritivos. El estómago lleno, la necesidad urgente saciada y de nuevo el resurgir de aquella soledad por un instante olvidada. Y la mirada que comenzó otra vez a volar entre las ramas de los árboles y cuando éstas se abrieron tomó un vuelo más libre, entre las nubes que cambiaban de forma y se movían también hacia el este, delante del celeste límpido y luminoso. Entonces se detuvo, las piernas en cuclillas y los ojos elevados… observando. La mano en el pecho, oprimiendo con los dedos la piel, como queriendo tomar algo que sentía adentro, una presencia, la misma que percibía cuando escuchaba a veces ese susurro que ahora callaba, silencioso entre los vapores blancos del cielo. Asomo mi cabeza por sobre la baranda de la balsa que tomé para cruzar el río y miro hacia abajo. En el agua todo se ve como si fuera una acuarela. Y en esa acuarela veo mi rostro como en un cuadro. No el rostro prolijo y sonriente (y ciego) que estaba, o está aún tal vez, en el retrato del living de mi departamento, sino un rostro con una barba profusa, un pelo enmarañado y larguísimo y el gesto profundo de unos ojos llenos de vida que han comenzado a ver, a observar… a observar cosas hermosas, como las nubes que pintan en la acuarela figuras que mutan a cada instante y se pierden en el horizonte sin que nadie les regale un solo aplauso a sus obras de arte. Tal vez sea por eso que lloran las nubes
  • 4. cada tanto, regalando a los recovecos sedientos de la tierra sus lágrimas que penetran ansiosas en una barrosa excursión hasta encontrarse con microscópicos pelillos que las absorben conduciéndolas por pequeñas raicillas que se unen de a miles formando un tronco que busca el cielo y a través del cual suben de vuelta las lágrimas cargadas de vida, llenando las venillas de las hojas por cuyos poros terminan evaporándose en gotitas que se elevan, se elevan, se elevan, hasta juntarse con la nube que pinta una figura que va mutando lentamente hasta perderse en el horizonte, para siempre, sin que nadie la aplauda. En el reflejo del río, mis ojos vivos en un rostro desarreglado de pelos largos que cubren una cabeza que busca comprender algo de ese ser que uno es, ese ser que habita en el hueco que tiene el cuerpo en su interior, ese hueco que en general buscamos llenar con algo porque nos incomoda que tenga espacio libre. Si vaciáramos todos en una gran pileta lo que arrojamos allí, como un día sucederá, se encontrarían elementos muy variados, pero sobre todo algunos que se repetirían muy a menudo: papeles, números, planillas, archivos, cuentas, asfalto, humo, televisores, parlantes, autos, whisky, cigarrillos, zapatos, camperas, celulares, dinero, dinero, dinero. Y aplastado por esa montaña de materialidad, medio vivo y medio muerto, con la espalda encorvada y todo deformado por la falta de lugar, encontraríamos al hombre pequeñito, ínfimo, insignificante que uno es. Por eso al volver de la ventana luego de mirar mi bosque urbano y lavar la taza de café escribí la nota y salí sin ordenar ni siquiera mi escritorio, eso fue lo primero que saqué de mi hueco; los archivos, los papeles; los saqué al salir de mi departamento. Luego seguí vaciando otras cosas; al atravesar los primeros campos dejé las cuentas, los números; al llegar a las sierras fui olvidando televisores, celulares, parlantes, el ruido; en las primeras montañas arrojé el humo, los cigarrillos, el whisky, y sobre las manos del hombre que maniobra el timón de la balsa, dejé al subir mis dos últimos billetes, liberando el enorme espacio que ocupaba el dinero. Ahora tengo en mi interior una enorme cavidad con suficiente lugar para que ese hombrecito pueda desperezarse, estirar los brazos, inflar los pulmones, cantar, bailar, sonreír, elevarse… y volar por el aire, como una golondrina que planea en su primavera eterna. Pero ocurre que no encuentro a nadie allí adentro, no encuentro a ningún hombrecito, ando por la vida sin mi yo y solitario, como una golondrina sin primavera, buscando la bandada que quién sabe algún día encuentre, si es que queda todavía algún ser humano entre la multitud de gente que llamamos humanidad, si es que no se han extinguido. —Amán, Amán. El susurro tal vez viniera de allí adentro. Del fondo de ese microscópico hueco que alguien había sembrado en el interior de ese homo, transformándolo en otra cosa. Ese germen había crecido y él comenzaba a sentirlo, a oírlo, a percibir cómo se iba apoderando de su cuerpo, de cada uno de sus miembros, batallando silenciosamente contra esa fuerza tan potente que es el instinto, arma poderosa de lo salvaje, de lo animal. A medida que esta esencia iba poseyendo su cuerpo, lo sometía a una variedad de sensaciones desconocidas, sensaciones que lo hacían permanecer sentado en una roca, con la cabeza sobre las rodillas y las manos tapando sus ojos, sensaciones que le reclamaban quedarse mirando el cielo o hacia el horizonte, sensaciones que hasta a veces lo incitaban a aullar, como aquella vez que luego de un prolongado alarido percibió el sabor salado de unas
  • 5. gotas que cayeron de sus ojos rodando por sus mejillas. Pero fue sin duda cuando lo vio muerto en aquel charco, que sufrió la sensación más impactante. Hacía varios días que no comía otra cosa que tubérculos amargos. Sintió el olor desde una gran distancia. Luego de buscar un largo rato, vio un bulto cerca de un pequeño pantano. Se acercó, miró sus heridas frescas, mortales, su cabeza apoyada sobre el barro… Lo tomó de los cuernos para sacarlo del charco en el que había caído y al inclinarse vio su propio rostro en el reflejo del agua; su mirada brillante, sus pupilas negras y profundas, sus ojos vivaces y el susurro, nítido, claro, impetuoso: “¡Amán, Amán!”. Retrocedió espantado, soltó los cuernos del ciervo y cayó al suelo respirando agitadamente. Exhaló sus pulmones emitiendo un sonido ronco y se tapó los oídos. Permaneció quieto y, paralizado, se quedó observando la cabeza del ciervo que había quedado al alcance de su mano; su rostro vacío, sus ojos salvajes cubiertos de una telilla grisácea, opacos, inmóviles, cadavéricos. El silencio de su interior le contagió una serenidad repentina. Se miró las manos, las cerró, las volvió a abrir, se levantó, se acercó al charco y observó nuevamente su propio reflejo, su rostro, su gesto, sus ojos brillantes, despiertos… levantó la mirada al cielo y lanzó un prolongado alarido. Acababa de comprender que estaba vivo, de ser consciente de que existía. He pensado en regresar, no lo niego. Sobre todo en días tan fríos como el de hoy. Sobre todo cuando mis dedos vuelven a sangrar de tanto escarbar para encontrar alguna raíz que comer. Pero es que siento que estoy cerca. Siento que estoy llegando. Siento a lo lejos un aroma salado que sin dudas es el mar. Y para subsistir me basta tan solo con cerrar los ojos y mirar hacia adentro, donde me he fabricado una casa tan amplia que puedo correr y saltar sin caerme por ningún balcón, sin tropezarme con el estúpido escritorio lleno de papeles; donde puedo asomarme a la ventana y ver el horizonte entero, sin tener que ir hasta mi cuarto para mirar entre esos dos estrechos edificios. Y salgo afuera y vuelo en mi bicicleta sobre la selva; llena de ruidos, de bichos, de vida. Y me veo desde arriba caminando solitario entre la maleza, cerrando los ojos, mirando hacia adentro, nadando en el mar, como una gotita solitaria, sintiendo acercase ese lugar maravilloso, ese océano de aceite donde desembocaré al fin, uniéndome al resto del universo, siendo una sola cosa, una sola marea dorada y eterna. Hace un tiempo encontré en un claro del monte un árbol lleno de frutos, estoy seguro de que los And’as debían ser algo parecido al árbol que encontré. Estaba muerto de hambre, fue como encontrar un tesoro, un cofre lleno hasta el tope de monedas… de monedas comestibles digo, como esas de “cien besos” que vienen con chocolate adentro; un millón de besos con chocolate, para no morirse de hambre, ni de soledad, que el hambre y la soledad terminan a uno volviéndolo loco. Es posible que él haya pasado por aquí, creo incluso que he sentido su presencia. Seguramente ha pasado un poco corriendo apoyando su mano en el suelo, como un monito, y otro poco caminando, quién sabe pensativo, con su montón de neuronas encendiendo de pronto infinitas chispas diminutas que encadenándose en impulsos nerviosos conducidos a velocidades inconmensurables y combinándose de una manera específica lo inducían en ese momento a levantar la cabeza y mirar al cielo, o al horizonte y sentir de una manera inasible y muy primitiva la soledad. Hasta pasar frente a aquel claro y ver el árbol de And’as lleno de pajaritos picoteando los frutos, y entonces ese primitivo pensamiento habrá sido reemplazado por algo más primitivo aún: el vulgar impulso de querer saciar el hambre.
  • 6. Penetré en la selva porque no quería seguir caminando por esas rutas impregnadas en alquitrán, hediendo a caucho, a hombre, a hombre no humano, a ser-no-humano rechoncho rojizo y gritón manejando un camión. ¡Frruuum! Sentirse succionado hacia adentro de la ruta mientras la inmensa mole pasa a una velocidad absurda alejándose del lugar a donde volverá cargado de algo nuevamente. Péndulo rechoncho y rojizo de la ruta. Por eso decidí empezar a caminar a campo traviesa, lejos de ese ser medio humano que habita las ciudades o anda rodando por los caminos de alquitrán y brea, ese ser incompleto como yo. Aquí siento que me voy limpiando de ese hollín que tapona mis poros, y puedo percibir como esta naturaleza va inyectándose de a poquito en mis venas despertando mis sentidos, conduciéndome al lugar a donde comenzó todo. Allí terminaré, quién sabe, donde comenzó todo; el final en el origen. Dicen que el principio y el fin se juntan, que todo es circular, como el universo; siempre volviendo al punto desde donde uno sale. El fin, simplemente el fin, como habrá pensado Amán cuando se encontró frente a esa inconmensurable extensión de agua. El fin de su camino, el fin de todo y entonces la soledad eterna. Se habrá tapado el rostro con sus manos desesperadas, arrodillado sobre unas rocas, habiendo caminado años en busca de la compañía que esa esencia que había crecido en su interior hasta poseerlo por completo le pedía en forma imperiosa. Esa esencia que ahora le hacía percibir una angustia profunda, una de esas extrañas sensaciones que había comenzado a sufrir desde entonces. Una de esas sensaciones que hacían salir agua salada de sus ojos y oprimir su garganta hasta ahogar sus alaridos. Absolutamente solo, envuelto por un mundo animal, bajo el ruido de las olas estallando contra las rocas. El mar, barrera insuperable; el fin del infinito. Y enfrente, una luz potente, lejana, inalcanzable, desangrándose en el horizonte, dejando tras de sí la penumbra, los ruidos infinitos de la noche, los insectos triturando la naturaleza muerta, el bramido de las olas, el miedo… y muerto en el acantilado, el camino perseguido durante años. Frente a sí, la soledad; aplastante y perpetua. Corro y corro, trepo rocas, paro, duermo, me levanto, camino, esquivo precipicios, siento la sal, corro, duermo, camino, escarbo la tierra, muero de hambre, mastico hojas, mastico corteza, tierra mezclada con agua y hojas atravesando mi garganta para engañar a mi estómago. Rodeo un río que se va ensanchando, siento un aroma de algas arrastrado por el viento, doy un alarido que se pierde sin que nadie lo escuche, sólo los oídos asustados de algún animalejo imposible de atrapar y mis oídos de loco que creen oír un alarido que sacude las hojas de los árboles inmensos que duermen desde que existen, si es que existen, que no lo sé, como no sé si existe todavía mi departamento o si ya fue demolido para construir uno más grande, con un quinto piso más alto desde donde tal vez pueda verse completo el horizonte con mi bosquecillo urbano talado y muerto y la ciudad sin su último pedacito de verde, de vida. Con algún ser medio humano que abandonó sus papeles y agarró su bicicleta y se lanzó a la calle, para alejarse un poco de tanto número y palabrerío técnico, para alejarse tanto que quizá se plantee no volver al departamento y se quede durmiendo en la ciudad y se transforme en otra cosa, en ser humano del todo, como los linyeras, o tal vez decida irse más lejos (lo suficiente como para que la gente comience a llamarlo loco) y empiece a vaciar su hueco, hasta encontrarse con el hombrecito que vivía aplastado y que podrá enseñarle entonces a volar, para ver todo mejor, o seguirá hasta encontrar que el hueco está vacío, sin alma y entonces permanezca corriendo siempre, desesperadamente solo en busca de algo que habite su hueco
  • 7. abandonado. Vuelvo a dormir, me levanto, camino, siento los palitos quebrarse bajo las suelas de mis pies que son callos que ya no sienten la espina que agujerea penetrando casi un centímetro en la piel seca y muerta. Escarbo el suelo buscando una raíz, me limpio las manos en el agua, lamo la sangre de mis dedos y me recuerda el olor de la viruta con la que jugaba en el taller de herrería de mi abuelo. Mi abuelo, un ser humano del todo, con su gran hueco vacío y su hombrecito reflejado en su rostro sonriente, en sus ojos llenos de poesía, de pasión por la vida, su alma viva en el rostro alegre y sus manos de herrero. Siento la sal, corro, corro, corro. Un día, otro, una noche, siento la brisa del mar, corro, corro, corro y subo, subo corriendo porque siento la arena resbalando debajo de mis pies y la sal impregna mi piel. Tropiezo y me caigo, me levanto, sigo subiendo, llego hasta arriba… observo maravillado… Me dejo caer de rodillas, lloro, me tapo la cara con las manos, por no ver el mar, para no seguir llorando, para no seguir sintiendo esta emoción que revienta en mis vasos, de alegría… o de tristeza. No sé si lo que me despertó al amanecer fue el viento enérgico que se levantó bruscamente o la voz, esta vez nítida y atronadora, clara, innegable, que surgía sobre las olas, que brotaba de entre las rocas, desde las grietas, desde el cielo, desde mi propio interior, imperiosa. —¡Amán! ¡Amán! Sé que, como yo, intentó pararse, pero el vendaval era tan poderoso que lo tiró al suelo. Logró ponerse de rodillas. El ruido era ensordecedor, un temor espantoso se apoderó de todos sus miembros, se tapó los oídos con las manos, cerró con fuerza los ojos y gritó aterrorizado. Las olas impactaban violentamente contra las rocas levantando gotas de agua que empapaban su rostro. El día era frío, pero el viento húmedo que impregnaba su piel era extrañamente cálido, como un aliento, y la voz estridente continuaba repitiendo su llamado incansable “¡Amán, Amán!”. Abrió los ojos y percibió algo, algo que no comprendía y nunca había percibido, una fuerza extraña, una energía poderosa que se acercaba hacia él… una presencia invisible. Sin saber por qué, movido por un extraño deseo de tocar aquella energía, aquella presencia, alzó las manos, como queriendo tomar otras manos que no veía pero sentía que se extendían hacia él. Sintió entonces que la presencia lo alcanzaba y que algo ingresaba en su cuerpo atravesando su piel, penetrando por sus venas hasta las entrañas, uniéndose a él, a cada célula, poseyendo cada partícula de su ser. Cerró los ojos, se tapó el rostro y se acurrucó temblando. El miedo es como un fino veneno helado que entra por los poros y se dirige directamente a los huesos generando unas cosquillas espantosas que convergen hacia el epicentro de la sensibilidad del cuerpo; el corazón, que a veces llega hasta a paralizarse. Los dientes apretados, los ojos cerrados, las manos tapando los oídos y un grito prolongado que súbitamente se detiene, al igual que el viento. Mis ojos balanceándose sobre las olas que bailan entre la espuma del océano infinito. El cielo que desciende hasta acariciar el agua en el horizonte. Mis pies que se mecen al girarlos con los tobillos y se van hundiendo en la arena que cede, como si estuviese parado sobre una gelatina… de frutilla, que mi madre dejaba enfriar en un pote de metal en el que yo metía mis dedos ansiosos por ese dulce sabor rojizo, mi sonrisa de niño, mis ojos cerrados en un mundo perfecto de tardes alegres, con mi hueco incipiente y mi hombrecito
  • 8. niño volando en su mundo de juguete. Un retorcijón en la panza que llora de hambre y mis pasos avanzando en la arena hacia el mar, y el agua tocando los dedos de mis pies, subiendo hasta mis tobillos. Las olas besando las rodillas, la cintura, mi cuerpo que comienza a ser liviano, mi cuerpo que flota en la sal líquida, arrastrado a la deriva, abrazado por el agua, perdiéndose en la nada, solitario, como una gotita de aceite rodeada de millones de gotas de agua que la abrazan sin poder fundirse con ellas, a su masa. Humanidad apelmazada. Arrastrado, empujado por un océano de gente del que no puedo ser parte, separado en medio de ellos, imposible de conjugar por estar hecho de una sustancia diferente. Agua y aceite. Ellos en la ciudad, con su hueco tapado de papeles y preocupaciones, aplastando a su hombrecito ahogado en lágrimas y billetes, y yo aquí, devorado por la naturaleza, en el origen, sin poder ver a Dios aleteando en el viento sobre las aguas, con mi enorme hueco lleno de espacio… y vacío, vacío, sin nadie que lo habite… andando sin mi parte de adentro. Soy un hombre sin su yo, si es que soy un hombre. Un cuerpo hueco que se sumerge en el agua, suspendido en el vacío, detenido el tiempo, empapado en el silencio, con la única compañía del corazón que bombea y se acelera cada vez más. Sumergido, balanceándome sobre mi bosquecillo urbano, a treinta cuadras de donde algún soñador se asoma a la ventana de un quinto piso y mira el horizonte entre dos edificios, y tira sus papeles por la ventana cantando el himno de la alegría, y sale a volar en su bicicleta, mientras la barba y el pelo le van creciendo tanto, que la gente deja de sonreír a su sonrisa brillante de alegría y deja de responder a su saludo, terminando por ignorarlo, como si ya no existiera. Sumergido en el mar. El corazón que ahora se desacelera, cansado. Me veo de pantalones cortos caminando en el campo, saltando con una ramita en la mano, corriendo, gritando, cantando, mirando los pájaros planear en el cielo. Me acerco al arroyo, hace calor, miro mi reflejo, mi rostro sonriente de niño de vacaciones. Me arrodillo sobre una roca, me inclino, sumerjo mi cara en el agua fresca y al abrir los ojos dentro del agua veo un hombre ahogándose que me toma las manos desesperado e intenta decirme algo que primero no entiendo. Detrás de su barba, entre sus pelos largos enmarañados, descubro horrorizado que los ojos que miran son mis propios ojos, mis propios ojos de niño que lloran desesperados, gritando que salga, agitando sus brazos, desde el fondo de un enorme hueco que veo con los ojos hacia adentro; mi hombrecito extraviado, mi yo perdido, ¡mi alma!. Mis brazos se sacuden nadando hacia arriba desesperadamente, mis pulmones anhelantes de oxígeno generan una potente succión que mis labios contrarrestan para no aspirar agua, mis ojos se cierran, el corazón late ahora violentamente en mis oídos. Mis músculos se contraen y se estiran, mis pies pedalean con ansias en la bicicleta que remonta vuelo desde mi balcón, sobre la ciudad que llora su cotidiana y aburrida jornada, sobre el horizonte que atardece amarillo como el aceite, y subo, subo, subo, asfixiado por el aire viciado de hollín, hasta que al fin una amplia bocanada de aire puro ingresa de pronto en mi cuerpo al salir del esmog, penetrando por mis venas hasta hinchar todas mis células, mezclándome con la atmósfera en una sola esencia, llenándome de vida, y un hombrecito pequeño salta y baila en un enorme espacio dentro de mí, cantando alegre, exultante, como si acabara de resucitar. Siento un susurro que viene de lejos, o que sale tal vez de adentro mío, o que simplemente imagino. Tal vez haya sido allí, en el mismo lugar donde encontré a mi hombrecito, donde respiré aliviado, frente a las mismas rocas castigadas una y otra vez
  • 9. por las perpetuas olas del mar, o tal vez haya sido en cualquier otra parte, donde está aún mi bosquecito urbano, donde construyeron aquel enorme supermercado, o tal vez en algún lugar remoto de Zambia o Namibia, donde Amán, al despertar de su desmayo se llevó una mano al pecho, como sintiendo que le faltara un trozo, y en la brisa escuchó ahora un susurro diferente… “¡Ema!” tal vez, o cualquier otro nombre. Y al levantarse, de sus pulmones nació un grito que se ahogó en la garganta, al ver sus propios ojos reflejados en otros… con unas pupilas femeninas brillantes mirándolo fijo, mirándolo de una manera por primera vez humana, al fin, como la suya. Y la soledad esfumándose para siempre en el aliento del mar. FIN