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El documento presenta tres historias cortas de San Antonio Huista: la primera narra un encuentro con La Llorona en el parque; la segunda describe una visita de un anciano misterioso a la casa de doña Tonita; y la tercera relata un encuentro del narrador con una mujer hermosa cerca del cementerio que resulta ser un espíritu.
TALLER DE DEMOCRACIA Y GOBIERNO ESCOLAR-COMPETENCIAS N°3.docx
Historias de san antonio huista
1. HISTORIAS DE SAN ANTONIO HUISTA
EL NIÑO DEL PARQUE
El 25 de septiembre de 1965, se dio un suceso en el parque, que perduraría para siempre
en la memoria colectiva… Eran las once de la noche.Siete jóvenes, acuclillados, a poca
distancia de la fuente, platicaban amenamente. A las once y cincuenta, los perros ladraron
lúgubremente.
-Púchicasmuchá, qué raro…dijo Pancho.
-Si vos, nunca había escuchado llorar a una chuchada como ahora-, respondió Lencho.
Y Clodomiro, el más religioso de todos, aseguró: “Cuando los chuchos ladran, es porque
ven cosas que nosotros no podemos ver.
Ellos anuncian cosas tremendas muchá.
-Ta… objetaron los demás.
En ese preciso momento, vieron espantados cuando una mujer, vestida de blanco, cabello
largo y rostro sumamente pálido, se acercó a la fuente y agitó violentamente el agua,
buscando, en vano, a alguien. Posteriormente, la mujer salió corriendo hacia el
cementerio, lanzando gritos espeluznantes. Y entonces, escucharon más aterrados aún,
cuando un niño lloró de una forma tal, que hasta las piedras se conmovieron.
¡Es la Llorona que busca a su hijo que ahogó! Gritaron todos, y corrieron, a como
pudieron, hacia sus casas.
FUENTE: Relatos tonecos Morales Mérida, Elder Exvedi. 1997
2. LEYENDA DEL EXTRAÑO ANCIANO
Por Elder Exvedi Morales Mérida. 4 de noviembre de 1997.
Era una tarde de noviembre de 1885, y San Antonio Huista era un pueblo pequeño y
sereno.
Cualquier suceso, corría como pólvora…
El viento soplaba. Los niños volaban barriletes, los cuales jugueteaban con las nubes que
ornaban el límpido cielo.
-¡Mirá ese extraño viejito-, gritó Manuel, que había soltado su multicolor barrilete.
Y todos vieron al anciano que, bordón en mano, caminaba, llevando a cuestas el peso de
siglos.
-Nunca lo he visto aquí-, argumentó Juan Mérida Rodríguez, quien, muchos años después,
contraería nupcias con Ana Olimpia Taracena Rojas.
Y Severo, hermano de Juan, aseguró que a veces “Dios se convierte en anciano pobre
para visitar a la gente, y poner a prueba su amor al prójimo”.
El aludido personaje detuvo su marcha frente a la casa de doña Tonita, y tocó a la puerta.
Ella abrió, y los niños que habían soltado sus barriletes, seguían con la mirada, la escena,
no muy común en el pueblo.
-Señora-, dijo el anciano, vengo de muy lejos y tengo sed y hambre. ¿Puede darme algo,
para apagar mi sed y mitigar mi hambre?
Y doña Tonita, que era poseída por algo inexplicable, por un júbilo indescriptible, le
respondió:
-Abuelo, pase adelante, con todo mi corazón le daré de comer y de beber.
El abuelo entró. Se sentó, mientras doña Tonita fue a la cocina a traerle un plato con
frijoles y una taza de café.
-Vamos a ver-, dijo Luis, uno de los chicos.
Y fueron.
Cuando entraron, no había nadie.
Doña Tonita, que regresaba de la cocina, al percatarse de la presencia de los niños y de la
ausencia del anciano, interrogó a los chiquillos:
-¿Qué se hizo el viejito?
-Desapareció, respondieron, extrañados.
Y doña Tonita y los niños supieron que Dios, convertido en un anciano, les había visitado.
FUENTE: RELATOS TONECOS. Elder Exvedi Morales Mérida. 1997
3. LA CHARLA
24 de junio de 1997
A mi abuelo Juan Mérida Rodríguez
El manojo de ocote chorreaba goterones de trementina y el penetrante olor me recordaba
que me hallaba en San José El Tablón, San Antonio Huista, donde vivían mis abuelos y
donde, en un mes de febrero, nació mi madre.
La noche como serpiente enorme, se tragó el día y los cafetales empezaron a temblar de
frío y el cacaraqueo de la gallina culeca había cesado.
Mis abuelos y mis tíos habían viajado a La Laguna, Jacaltenango, y me habían
encomendado el cuidado de la vieja casa de adobes, la cual lucía enormes colas de
quetzal.
A esa hora, cuando los grillos ofrecían su monótono concierto, colgué la tristeza en una
horqueta, y me sumí en cavilaciones. Reflexionando estaba cuando, de entre el espeso
cafetal apareció un anciano apoyándose en su bastón de caoba. No sé porqué, pero no
sentí ni siquiera un puñito de temor.
-Idiai patojo, ¿qué hacés solito?, me interrogó con una prolongada sonrisa paternal.
-Tristiando, le respondí con mi voz quebrada.
-Estás bien güiro para estar solo. ¿Cuántos años tenés?, inquirió, mientras se sentaba con
extraña confianza sobre la hermosa butaca de mi abuelo Juan Mérida Rodríguez.
-Siete, le respondí con serenidad profunda.
4. Fue entonces cuando los relatos extraordinarios empezaron a brotar de sus labios y yo
escuchaba con deleite. Me contó, entre otras cosas, que cerca del horno de cal, ubicado
en una ladera, había un tesoro, el cual consistía en una olla atiborrada de oro, que los
mayas habían ocultando en un enorme hoyo, sellado por una piedra laja.
Me habló, además, de la Llorona, de la Siguanaba, del Cadejo, de la música de marimba
que se escuchaba en el cerro cercano.
La alegría se dibujaba en nuestros rostros, y ya para ese momento, me encontraba
sentado a su lado, compartiendo la legendaria butaca que su fallecido padre Severo
Mérida le había heredado.
Luego, cambió de tema: “Extraño que Juan salga para el día de su santo”.
-Es que le urgía ir a La Laguna-, aseveré.
En ese instante se puso de pie y por la vereda inició el retorno. Fue cuando recordé que
no le había preguntado su nombre y gritando, lo hice:
-Y usté, ¿cómo se llama?
-Severo Mérida, tu bisabuelo-, respondió, y misteriosamente desapareció, como la densa
neblina.
Me quedé helado cuando descubrí que había charlado con mi fallecido bisabuelo, a quien,
jamás había conocido.
5. LA EXTRAÑA TONECA
Me despertó el trinar de pájaros. Ráfagas de dulces sonidos irrumpieron mi sueño. Esa
tarde de noviembre, me hallaba tomando una placentera siesta en el parque de mi
poético San Antonio Huista.
Alcé mi mirada y la vi. Su sonrisa inocente se clavó en mi memoria y permaneció esculpida
e indeleble por los siglos de los siglos. Se sonrojó. Luego su semblante cambió. Dos
diáfanas lágrimas brotaron de sus ojos, como el rocío al amanecer. Suspiró. Levantó sus
ojos al cielo y musitó suavemente unas palabras. Un mutismo reinó. Un profundo silencio
se enseñoreó de ese momento. Al fin se irguió y me escrutó con la inocente, pero
perspicaz mirada.
-Hola-, me dijo tiernamente, acercándose a mí.
Yo temblé de pies a cabeza y con torpeza respondí: Hola.
-¿Puedo sentarme junto a usted?
-Por supuesto-, repliqué emocionado.
Algo extraño sucedía.
Parecía como si fuéramos viejos amantes. Estábamos atados espiritualmente.
En un cerrar y abrir de ojos, los siglos se esfumaron.
Con frecuencia nos besábamos, y yo hundía mis manos en su larga y ondulada
cabellera. Susurraba a sus oídos mis versos primeros de amor. Sentía que desde hacía
siglos nos amábamos.
Sonrisas, suspiros, palabras y lágrimas, nacieron, como primaveras.
-Vivo cerca del cementerio-, me dijo, esbozando una candorosa sonrisa.
Aquella eternamente joven y hermosa mujer, se puso de pie y se marchó, rumbo a su
domicilio. La vi largamente sin pronunciar una sola palabra.
6. El viento soplaba enredándose entre las ramas de los árboles y entre las telarañas del
tiempo.
Flotaba en el viento su preciosa cabellera.
No sé qué pasó. Dos cuadras había recorrido cuando, como neblina, se desvaneció.
Mi alma tiritó de frío y quise gritar, pero estaba embrujado.
Los días pasaron. Me afané buscándola y no la hallé. Hoy por la mañana, una ancianita
que vive cerca del cementerio, al verme llegar, me dijo: “Ya sé a qué vino usté. Busca a la
muchacha que se aparece en el parque”.
-Sí, así es-, le respondí jubiloso.
-No sea bruto- agregó ella-, la muchacha se ha burlado de muchos más.
-¿Cómo así?-, le pregunté un poco irritado e intrigado.
-Sí- concluyó-, murió ahogada hace dos años, y sale a asustar a los patojos sonsos
como usté.