1. 30 de octubre de 2013 [HISTORIA DE SIGMUND FREUD]
Sigmund Freud
Histórico
Tijuana
tuvo el mérito y el valor de buscarle
las vueltas a la mente humana en el
terreno vedado de la sexualidad. Y
lo hizo en la conservadora y
ajetreada capital del Imperio
Austrohúngaro, Viena, ciudad que
ahora se enorgullece del psiquiatra
más famoso de todos los tiempos.
El pasado año, en 2009, se
cumplieron 70 años de su muerte.
Este galimatías que es la mente
humana aún está por resolver. Han
de ser todavía muchas las
indagaciones
filosóficas
y
científicas, por dentro y por fuera
de lo genético y lo adquirido, para
llegar ahí dentro y descubrir lo que
sea, un puro baile químico o acaso el alma. Quién sabe. Ahora conocemos
-y, a medida que aprendemos a pensar y sentir sin tanta losa moral y
opaca convención, más lo confirmamos- que no se trata sólo de nosotros
sino también de los "super nosotros". La teoría de la dimensión del
superyó y el inconsciente es una luz que ilumina el laberinto.
Parece todo tan lógico y, sin embargo, qué gran hazaña que tan
irreverente interpretación se le ocurriese a un señor en la imperial y
ampulosa Viena de principios del siglo XX. Siempre discutidas pero
siempre vigentes, las teorías elucubradas por Freud fueron una valerosa
innovación en su momento y marcaron un antes y un después en el devenir
del pensamiento cultural, intelectual, científico y cotidiano del mundo
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contemporáneo. Viena es efectivamente el entorno y el trasfondo de esta
revolución del enfoque de la vida. Tuvo el psiquiatra con la capital del
Imperio Austrohúngaro una relación ambivalente, de desapego y extrañeza
y a la vez de lugar esencial, que quizás dirimiese el esquema de su
investigación, esa búsqueda del otro lado de las cosas. Era y no era vienés.
Sigmund Freud vino al mundo el 6 de mayo de 1865 en Freiberg, localidad
ahora llamada Pribor y situada en la Moravia checa.
Era el hijo mayor del tercer matrimonio de su padre, Jacob, que regentaba
un comercio de lanas. Por ahí podría encauzarse su ulterior polemización
de los lazos familiares: con cinco hermanas, dos hermanos y dos medio
hermanos, su ambiente infantil parece haber sido más bien movidito.
Además, cuando él tenía tres años, se mudaron a Leipzig y un año después
a Viena. Todo sin descuidar la educación tradicional judía y en medio de
la católica capital imperial, donde los Freud, como tantos judíos y otros
emigrantes de la Europa del Este, eran zugeraster, vocablo dialectal con el
que los vieneses se referían a los llegados de "fuera". En oleadas acudían
a instalarse en una ciudad que se apresuraba a reinventarse para dejar de
ser burgo medieval y estar a la altura del supuesto brillo de un imperio, en
realidad muy forzado, anquilosado en burocracias infinitas y rebosante de
tensiones por doquier.
La grandeza de Viena
El pequeño Sigmund verá crecer el sueño de grandeza vienés. Cuando su
familia llega a la capital acaba de iniciarse la construcción del Anillo,
amplia avenida en forma de herradura en torno al casco antiguo donde se
despliega el fulgor arquitectónico del momento. Excelencias neoclásicas y
modernistas para edificios fundamentales: parlamento, ayuntamiento,
universidad, teatro nacional, sede de la bolsa, ópera, museos de arte e
historia. La lenta materialización de la suntuosidad del reino del
emperador Francisco José es el paisaje cotidiano de su existencia,
encauzada hacia la medicina en la universidad ya en 1873. Su formación
pasaría también por el Instituto de Zoología de Carl Claus de Trieste y
por el hospital de la Salpêtriere de París, gracias a sendas becas que
completaron su buen recorrido académico. Después de iniciar su
dedicación a la neurofisiología en el Instituto de Fisiología de Ernst von
Brücke, en 1882, comienza a trabajar en el Hospital General de Viena y en
1886 abre su consultorio particular.
Ese mismo año se casa con Martha Bernays, originaria de Hamburgo, a la
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que había conocido cuatro años antes y con quien tuvo cinco hijos.
Volvería a París en 1889, para asistir al Primer Congreso Internacional
de Hipnotismo, y dos años después se mudó con su familia a la que hoy es
su casa museo en Viena, en el número 19 de la calle Bergasse.
Lograría pronto cierto renombre como curador de la histeria, patología
que ilustró en su ensayo Estudios sobre la histeria (1895). Cada vez más
interesado en "las enfermedades de los nervios", se fue alejando de la
neurología a la vez que llevaba a cabo su "autoanálisis", de cuya
evolución da cuenta la correspondencia que mantuvo con un
otorrinolaringólogo berlinés, Wilhelm Fliess, autor de raras teorías sobre
la relación entre la mucosa nasal y los órganos genitales. En 1902, el
emperador ratifica su título como profesor extraordinario y dan comienzo
las reuniones todos los miércoles de la Sociedad Psicológica, origen de lo
que sería el movimiento psicoanalítico internacional, oficializado con la
creación de la Sociedad Psicoanalítica de Viena y el Congreso de
Salzburgo.
Se puede decir que a partir de este momento la vida de Freud y la del
movimiento creado por él son una misma. Se unen nombres a la novedosa
corriente, como Jüng, que creará filial en Zúrich; y todos, al principio muy
entusiasmados y acordes, crean la publicación Anuario de investigaciones
psicoanalíticas y psicopatológicas. Duraría poco la buena sintonía en el
terreno tan ambiguo e ilimitado del nuevo ideario, y Freud acabaría
rompiendo con muchos de sus acólitos, Jüng incluido.
Se tambalean las cosas pero siguen hacia adelante, a pesar también del
fantasma de la decadencia definitiva que se cierne sobre la entelequia
austrohúngara durante la Primera Guerra Mundial. Su mundo acosado
despierta en el psiquiatra el sentimiento del lugar al que en realidad
pertenece, y escribe: "Quizás por primera vez en 30 años me siento
austriaco y me gustaría dar una oportunidad a este imperio poco
prometedor". La ciudad que había perfilado su existencia iba a dejar
pronto de ser importante. Atrás quedarían los días de gloria, de denso e
intenso ambiente social, entre las veleidades estéticas de la aristocracia
vienesa y el bullir intelectual de las clases medias, entre los movimientos
obreros y la gestación de lo que después sería el nazismo. Los judíos no
dejaban de ser "emigrantes", tan integrados por su buena progresión
económica como rechazados por ese mismo motivo y por dar pensadores
tan particulares y críticos como Freud. Un verdadero escándalo fueron sus
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teorías sobre la sexualidad, y más aún referida a los niños, para los clanes
católicos que regían la ciudad.
El ilustre psiquiatra no era judío practicante y no dejaba a su mujer
encender las tradicionales velas en viernes por la noche, como a ella le
hubiese gustado, pero tampoco repudió su ambiente religioso de origen.
De hecho fue miembro de una asociación cultural judía llamada B?nai
Brith, para la que dio frecuentes discursos. Fue una de las tantas
actividades que tuvo que abandonar cuando en 1923 se vio afectado por un
cáncer del maxilar superior, que le haría pasar por unas 30 operaciones y
que le obligaría a usar dolorosas prótesis. En tales condiciones se hallaba
cuando los nazis invadieron Austria en 1938 y su propia hija Anna, su
eterna cuidadora y posterior continuadora de sus teorías centradas en la
psicología infantil, estuvo detenida varias horas. Será su alumna Marie
Bonaparte, sobrina bisnieta de Napoleón, con el apoyo del mismísimo
presidente americano Roosevelt, quien logre convencerlo de abandonar la
capital austriaca e instalarse en Londres, lejos del acoso nazi. Allí moriría
un año después, en su casa de Hampstead, hoy sede del Museo Freud,
donde se exhibe el célebre diván de su consulta vienesa, inspirador de todo
un estilo de ritual médico.
Se iba el personaje pero permanecía la
obra. Él mismo había dicho que era autor
de la tercera gran humillación de la
humanidad: la primera había sido saber
por Galileo que no era centro del
universo, la segunda descubrir por
Darwin que no era culmen de la creación
y la tercera haberse enterado por sus
escritos de que los hombres no eran
siquiera dueños de su mente. La
relevancia de su legado y las
repercusiones de sus descubrimientos
siguen presentes de una u otra manera en
las consultas psicológicas de todo el
mundo y también en la vida cotidiana,
donde la palabra "freudiano" es lugar
común de conversación en casi todos los idiomas. Ha dado fruto, sin duda,
el ahínco que el buen Sigmund puso en su trabajo incesante y enardecido,
siempre muy pendiente de trasmitirlo en libros como Proyecto para una
psicología científica (1895), Psicopatología de la vida cotidiana (1904),
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Tres ensayos para una teoría sexual (1905), Más allá del principio del
placer (1920), El Yo y el Ello (1929), Inhibición, síntoma y angustia
(1926), El porvenir de una ilusión (1927) o Malestar en la cultura (1930).
Todos sus escritos reflejan la dimensión de su pensamiento y su prolijo
cuidado al comunicarlo, presente incluso en los sonoros y atractivos
títulos. Así definió el "complejo de Edipo" o desentrañó el misterio de la
neurosis, que osó ligar a traumas sexuales, de los que también descifró
símbolos en los sueños y en los "actos fallidos". Y ya no podía parar: el
esquema psicológico que había descubierto no tenía por qué limitarse a lo
individual, y fue comprobando cómo residía también en la religión, la
cultura e incluso el arte. Por todos lados salían a relucir sus candentes
nociones de represión, o líbido, o inconsciente, o surperyó, o todos
revueltos.
A tanto vértigo de planteamientos y creencias tuvo que darle mil vueltas
durante sus diarios paseos por el Anillo, esa Viena monumental que había
crecido con él, en los que a menudo se cruzaba con Adolf Hitler, joven
artista mediocre y amargado por haber sido rechazado en la Academia de
Arte. Era Freud hombre metódico y de costumbres imperturbables. A la 1
en punto pasaba de la consulta al comedor en su casa de la calle
Berggasse. Allí ya estaba servido el menú, elegido por su mujer siempre
muy al gusto del psiquiatra: a menudo ternera y verduras de temporada,
preferiblemente espárragos, alcachofas o maíz. Repudiaba la coliflor y
evitaba el pollo. Exactamente a las 2 se ponía uno de sus pocos abrigos (no
gustaba de gastar dinero en ropa) y dejaba su gris vecindario para
caminar unos tres kilómetros a lo largo del Anillo y otras calles.
El ritual diario pasaba a veces por el Museo Histórico del Arte, donde la
parafernalia expuesta, ya fuera egipcia, griega o romana, no dejaba de
alimentar su deleite en las antigüedades. Muchos días acababa pasándose
por alguna tienda del ramo para adquirir algún pequeño tesoro que, con
entusiasmo de niño, llevaba al hogar y colocaba debidamente en su
enorme colección casera, que ahora se exhibe en su casa museo de
Londres. Algún paciente comentó que su despacho más parecía un
santuario que una consulta. Era asimismo el decorado que seguramente
desconcentraba a los asistentes a las reuniones de la Sociedad
Psicoanalítica de los miércoles. Menos mal que después se despejarían en
el café Landtmann, toda una institución social situada en el Anillo y donde
Freud acudía con frecuencia tras sus paseos diarios. En el neoclásico
local, hoy objetivo obligado de turistas, siempre se sentaba en el mismo
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lugar, con vistas a la gran avenida, delante de un café solo y sosteniendo
uno de sus interminables cigarros. La adicción al tabaco era también un
rito en sus visitas a otros cafés en boga, como el Griensteidl o el Central,
cita de intelectuales de clase media, con atmósferas difusas de humo y de
mil ideas.
Lejos de la vida social vienesa
No era en realidad Sigmund Freud una persona mundana y rehuía la
cascabelera vida social de la Viena que se celebraba a sí misma. Acaso
por no ser vienés puro prefería la verde periferia, allá donde la ciudad era
y no era. Así que paso firme en las calles, muy consciente de dónde se
dirigía, que acaso fuera la editorial Franz Deuticke, en
Helferstorferstrasse, donde los 600 ejemplares de la primera impresión de
La interpretación de los sueños tardaron 13 años en venderse.
Hoy la librería, como en tiempo de Freud, sigue siendo lugar recomendado
para libros viejos y raros. Otro de sus destinos habría de ser la flamante
sede de la universidad en el Anillo, que rememora al ilustre estudiante y
profesor en un busto de mármol sito en su patio central. Aunque, al no
estar el neorrenacentista edificio aún terminado, su graduación tuvo lugar
en la vieja universidad, construcción barroca en Dr. Ignaz Seipel Platz,
ahora ocupada por la Academia Austriaca de Ciencias. Siguen
cumpliendo su función las instalaciones del Hospital General, en
Alserstrasse, donde ejerció hasta 1885, aunque no por eso deja de ser
avistado desde fuera y con ferviente curiosidad por los turistas
enconadamente freudianos. Rastreando la vida de su héroe, estos
entregados seguidores no dejarán de visitar el parque que lleva su nombre
y le rinde honores en un monumento donde se puede leer una de las
jugosas frases del maestro: "La voz de la razón es suave".
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