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Pero,
¿quién creó a Dios?
Hacia una sociedad solidaria
Alejandro Sanvisens Herreros
| Astrolabio
Pero, ¿quién creó a Dios?
Etapa catalana: 1881-1921
Serie: Religión
ALEJANDRO SANVISENS HERREROS
PERO, ¿QUIÉN CREÓ
A DIOS?
Etapa catalana: 1881-1921
Tercera edición corregida
EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A.
PAMPLONA
Primera edición: Marzo 2003
© 2003. Alejandro Sanvisens Herreros
Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA)
Plaza de los Sauces, 1 y 2. 31010 Barañáin (Navarra) - España
Teléfono: +34 948 25 68 50 - Fax: +34 948 25 68 54
e-mail: eunsa@cin.es
ISBN: 84-313-2074-5
Depósito legal: NA 888-2003
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribu-
ción, comunicación pública y transformación, total o parcial, de esta obra sin contar con autori-
zación escrita de los titulares del Copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser
constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Artículos 270 y ss. del Código Penal).
Ilustración cubierta:
Luis Altarejos
Tratamiento:
PRETEXTO. Estafeta, 60. 31001 Pamplona
Imprime:
GRÁFICAS ALZATE, S.L. Pol. Ipertegui II. Orcoyen (Navarra)
Printed in Spain - Impreso en España
PRÓLOGO ............................................................................................. 9
I. Dios y el electrón .................................................................. 13
II. El Dios cuya existencia debe ser demostrada ...................... 15
III. Las «pruebas» de la inexistencia de Dios ............................ 17
IV. ¿Por qué no caen lluvias de diamantes? ............................... 25
V. ¿En qué se equivocó Estratón de Lámpsaco? ...................... 33
VI. Un tiempo un poco largo ...................................................... 39
VII. La cuerda del reloj ................................................................ 43
VIII. Un millón de rebecas ............................................................ 57
IX. La gran decisión .................................................................... 65
X. El observador universal ........................................................ 75
XI. El Señor del universo ............................................................ 83
XII. El aprendiz de brujo .............................................................. 85
XIII. El problema de la verdad ...................................................... 89
XIV. El orden cósmico .................................................................. 93
XV. El orden funcional ................................................................. 99
XVI. Aquello que los cirujanos no encontraron ............................ 125
XVII. El árbol de la ciencia ............................................................ 147
XVIII. ¿Qué vale un ser humano? .................................................... 151
XIX. La apuesta de Pascal ............................................................. 161
XX. Milagros ................................................................................ 163
Índice
En el siglo XXI se sigue creyendo en Dios. Primeras figuras de
nuestro tiempo atestiguan que la ciencia y el pensamiento conducen
a la creencia en Dios. La cuestión merece ser revisada.
En los momentos difíciles de la vida —entierros, desgracias, fra-
casos— el escéptico se lamenta: «¡Quién pudiera creer! ¡Qué suerte
poder creer en Dios!». No voy a negar que sea una suerte creer en
Dios. Ahora bien, la suerte de creer en Dios no es como la suerte de
que le toque a uno la lotería, ni como la suerte de tener una buena
memoria, ni de nada que pueda estar lejos de ser conseguido por pro-
pia voluntad. Quien no cree es porque no quiere ya que Dios, que es
a fin de cuentas quien da la fe a quien la desea, existe, y su existen-
cia puede ser demostrada.
La cuestión de la existencia de Dios no es particularmente difí-
cil, pero sí muy entretenida porque algunos escépticos notables se
han dedicado a atacar el fundamento de las pruebas, el llamado prin-
cipio de causalidad, que, como el lector ya sabe, es también el fun-
damento de toda ciencia humana. Este principio se ha enunciado de
muchas maneras y es un corolario de otro más general: el principio
de razón suficiente. En su forma más usual dice lo siguiente: «Cual-
quier aparición de alguna cosa requiere una explicación, a la cual lla-
mamos causa».
El escéptico se ve obligado a negar este principio —y así lo ha-
cen eminentes ateos— y en su lugar debe aceptar otro, —el contra-
rio—, que reza así: «Puede haber apariciones de cosas que no re-
quieran absolutamente ninguna explicación».
Prólogo
Es un poco paradójico, pero el escéptico se obliga a sí mismo a
creer en la posibilidad de apariciones fantasmagóricas de cosas es-
trambóticas en cualquier momento, sin causa ni razón, y debe consi-
derar —si se atiene a su filosofía— que esas apariciones son lo más
natural del mundo.
Antes de empezar a tratar estas delicadas cuestiones y de aden-
trarnos en las pruebas de la existencia de Dios, tendremos que dar un
concepto de Dios al cual nos podamos referir. El concepto de Dios
ha de ser el mismo para la filosofía que para la religión —sea la re-
ligión que sea—; de lo contrario, tendríamos que adoptar otro térmi-
no.
¿Quién es Dios?: Dios es un ser adimensional y eterno, con vo-
luntad e inteligencia, creador de todo cuanto existe excepto de sí
mismo, y presente también en todo, pero sin identificarse con ningu-
no de los seres creados ni con el universo. Al crear, Dios da un sen-
tido o finalidad a todo lo creado y este sentido es la base de la mora-
lidad humana.
Siempre que doy esta definición hay alguien que pregunta intri-
gado: «Bien, y a Dios ¿quién lo creó?». Quien hace esta pregunta no
ha caído en la cuenta de que en la definición de Dios está el atributo
de eternidad. Si Dios se define como eterno, no cabe preguntar quién
lo creó, como si hubiera tenido un comienzo. Dios no ha comenzado
a existir en cierto momento, sino que ha existido siempre. Por eso no
debe resultar extraño que nadie lo creara. La idea de una existencia
eterna, tan repugnante para algunos, se hace necesaria cuando se
contempla desde la perspectiva correcta. Esta perspectiva se encuen-
tra cuando se intenta pensar en la nada.
La nada absoluta es tan estéril que no permite ningún desarro-
llo puesto que no hay nada que desarrollar, ni ningún crecimiento,
pues no hay nada que pueda crecer, ni ninguna aparición, como no
sea contraviniendo al principio de causalidad. Tan sombría es la na-
da absoluta que, si alguna vez se hubiera podido dar, jamás se ha-
bría producido nada y nadie podría estar aquí ahora leyendo estas
líneas. Así que, ya que estamos aquí, podemos estar completamen-
te seguros de que jamás se dio la nada absoluta. Siempre hubo ser.
El ser que siempre hubo es necesario que existiera, y no es el uni-
verso, ya que, como es sabido, el universo no es eterno sino que tu-
10 Pero, ¿quién creó a Dios?
vo un comienzo. El ser que siempre hubo es el ser que dio origen al
universo.
Algunos filósofos han probado la imposibilidad de la nada abso-
luta. Nosotros no vamos a intentar ahora esta proeza. Nos contenta-
remos con observar al Ser eterno, es decir, a Dios, como a un Ser que
permite que ahora estemos nosotros aquí leyendo estas líneas. Sin Él,
el imposible reino de la nada impediría toda existencia. Él, en cam-
bio, permite nuestra existencia y toda existencia. El secreto de la
eternidad de Dios y de su necesidad está en que su ser es como un
campo de existencia.
El concepto de campo se ha hecho familiar en física. Se habla del
campo gravitatorio, del campo electromagnético... y nadie sabe a
ciencia cierta de qué se está hablando. No sabemos cómo, pero en el
campo está la explicación última del comportamiento de los seres fí-
sicos. Todo campo es explicado por otro a un nivel superior y, en úl-
tima instancia, debe haber un campo que los explique a todos y que
explique su existencia: se trata del campo de existencia, que es Dios.
No puede pensarse que no exista Aquél que es propiamente la
existencia misma, concretada en una voluntad creadora (un amor)
que origina todas las realidades del mundo. Dios es necesario: exis-
te necesariamente. Es absurdo pensar que no existe, y, sin embargo,
para comprender esta necesidad, deberíamos penetrar en el conoci-
miento del campo de existencia; algo mucho más difícil que conocer
los campos de la física moderna.
Sabemos que Dios es necesario. Sabemos que Dios es como un
campo de existencia que sostiene a todo ser que existe. Por eso es tan
significativo que cuando el hombre pidió a Dios que le revelara su
nombre, Dios dio como respuesta —que se halla en el libro del Éxo-
do (3, 14)— «Yo soy el que soy». Dios es «el que es». No podíamos
esperar un nombre más apropiado.
No sabemos a ciencia cierta si existe o no el abominable hombre
de las nieves. Unos creen firmemente en su existencia; otros se ríen
con la simple mención de la palabra «abominable». La verdad es que
no nos va la vida en ello. Nada cambiaría para nosotros si la ciencia
descubriera que el yeti medra entre las nieves del Himalaya.
La cuestión de la existencia de Dios es muy diferente. Aunque al-
gunos pretendan que no tiene importancia para ellos, nadie deja de
Prólogo 11
apostar fuerte en este juego. Se apuesta la vida, su sentido, su digni-
dad, su destino. Los ateos y en la práctica también los agnósticos 1
juegan al «no» y no desean pensar que se han podido equivocar. Los
creyentes juegan al «sí» y ven el mundo de otra manera.
Una de las reglas más conspicuas de la filosofía del «no» es el
culto a la satisfacción de los deseos temporales (de placer, conoci-
miento, fama, seguridad, estética...), al cual está supeditado todo.
Claro está que en el mundo no todo es satisfacción y que el dolor y
el sufrimiento irrumpen por doquier sin respetar edades, sexos, posi-
ciones ni nacionalidades. Por eso la supervivencia del agnóstico de-
pende de adquirir una cierta amnesia: amnesia de la juventud que se
escapa rápidamente, de los familiares y amigos queridos muertos,
del dolor que nos rodea a nosotros, a nuestros allegados, a otros des-
conocidos... amnesia del conocimiento de nuestra propia muerte, de
las injusticias propias y ajenas, pasadas y futuras, de los fracasos, de
las nostalgias, de las angustias y desesperaciones... amnesia de la
amnesia misma.
El creyente tiene la suerte de no tener que invocar constante-
mente todas esas amnesias, de poder encarar el sufrimiento con ilu-
sión y esperanza para él y para toda persona justa. El sufrimiento se
convierte en algo que tiene un sentido más allá de la vida presente:
un sentido forzosamente misterioso porque desconocemos los datos
principales de la relación entre Dios y la naturaleza humana indivi-
dual y colectiva.
Evidentemente la filosofía del «sí» es más atractiva, pero mucha
gente no desea aceptarla por temor a perder lo que llaman «calidad
de vida», ¡y eso que algunos fuman! Dejaré para otra ocasión el aná-
lisis de las auténticas causas de esa aversión al «sí». Aquí me dedi-
caré únicamente a mostrar que la filosofía del «sí» es la correcta ra-
cionalmente. Ya es bastante para empezar.
12 Pero, ¿quién creó a Dios?
1. El término agnosticismo fue introducido por el biólogo T. H. Huxley para
referirse a la postura del que considera que las nociones de absoluto, de infinito y de
Dios son totalmente inaccesibles al entendimiento humano. Los agnósticos son es-
cépticos en materia de religión.
Con frecuencia se oye decir que Dios no existe porque no puede
percibirse ni imaginarse; es decir, porque no tiene referente senso-
rial. Con esta forma de argumentar deberíamos negar la existencia
del electrón, ya que no lo podemos percibir ni imaginar: no tiene nin-
gún referente sensorial. Ningún científico lo representa, como se ha-
bía hecho popular, como una bolita muy pequeñita. Sólo podemos
describir su comportamiento por medio de una compleja función ma-
temática.
No hay nada de lo que vemos o tocamos que se parezca a un
electrón. El electrón no puede tocarse, ni oírse, ni verse, ni olerse, ni
gustarse. Tenemos noticias de su existencia por los efectos que pro-
duce en la cámara de niebla, igual que sabemos que ha pasado un
avión —sin verlo— por la estela que deja en el cielo.
El comportamiento del electrón es, además, completamente pa-
radójico y no encaja en el sentido común. Actúa complementaria-
mente como una partícula y como una onda y puede estar simultá-
neamente en dos lugares al mismo tiempo. No parece que ocupe
ninguna situación en el espacio porque su posición nunca puede de-
terminarse conjuntamente con su energía.
La existencia del electrón debe deducirse, debe probarse a partir
del comportamiento de la materia. Creemos que hay electrones ya
que, de otra forma, no se explicarían tales y cuales fenómenos. Pero
nadie ha visto al electrón —ni puede verse—. Nadie ha imaginado al
electrón —ni puede imaginarse—.
Pues bien, la existencia de Dios debe deducirse también; debe
probarse a partir del comportamiento y de la existencia del mundo.
I
Dios y el electrón
Creemos que hay Dios; de otra forma no se explicaría la existencia
del mundo, ni sus leyes —como veremos—. Ahora bien, igual que
ocurre con el electrón, Dios no puede verse ni imaginarse, pero esto
ya no debería ser un obstáculo para un buen pensador del siglo XXI.
14 Pero, ¿quién creó a Dios?
Para empezar hemos de eliminar dos conceptos falsos de Dios.
El primero concibe a Dios como a un ser hipotético que surgió de la
necesidad del hombre de explicar los misterios de la ciencia. Es un
dios tapaagujeros, cuya existencia requiere nuestra ignorancia de las
leyes naturales. A medida que la ciencia avanza, ese dios disminuye
hasta hacerse insignificante. Un dios así es como un mecanismo in-
necesario que va siendo descartado por la ciencia.
El segundo concepto falso concibe a Dios como a un ser surgido
de la necesidad del hombre de satisfacer sus deseos y de tranquili-
zarse de sus miedos. Con el avance de la técnica, ese dios se desva-
nece por completo. La tecnología le proporciona al hombre bienes,
salud y satisfacciones, y elimina sus miedos.
Si pensamos en lo que ocurriría si la ciencia y la técnica llegaran
a su fin, entonces empezaríamos a entender quién es realmente el
Dios cuya existencia debe ser demostrada.
Cuando la ciencia llegue a su fin, conoceremos todos los meca-
nismos naturales y sus ecuaciones y entonces nos daremos cuenta de
que hace falta un ser que insufle poder a esas ecuaciones cósmicas y
que proyecte las leyes que rigen el universo y la vida. Esas leyes son
extra-científicas. En última instancia la ciencia es descriptiva: no va
más allá de las leyes últimas —tendremos ocasión de profundizar
más en este punto—.
Cuando la técnica llegue a su fin, habrá que tomar decisiones so-
bre el destino humano y universal, y entonces veremos que la tecno-
logía no da ningún sentido ni al universo ni a la vida. La necesidad
II
El Dios cuya existencia debe ser demostrada
de sentido que el hombre tiene para todos sus actos, la tiene también
para su vida entera, y la tecnología no se lo ofrece.
Dios es el fundamento de las leyes que rigen el mundo y el pro-
yectista que da un sentido al universo, a la vida y al hombre. Éste es
el Dios cuya existencia debe ser demostrada. Esta definición no es
más que una concreción de la dada en el prólogo, porque es una ex-
plicitación del concepto de creador.
Antes de dar paso a las demostraciones, veamos una analogía del
concepto de Dios.
Un ser muy inteligente procedente de cierta galaxia se encuentra
un día con una caja de música de la Tierra. Al abrirla suena una can-
ción que habla de una tal Susana. Al extraterrestre le parece que hay
dos posibilidades: o bien la canción que sale de la caja se explica por
medio de un «duende-dios», o bien puede explicarse perfectamente
por mecanismos científico-técnicos. El extraterrestre, tras una minu-
ciosa investigación, acaba hallando todos los resortes y las tarjetas
perforadas y las ruedas dentadas, y las cuerdas que acaban de expli-
car hasta el más mínimo detalle todo el funcionamiento de la caja de
música.
Plenamente satisfecho de su trabajo, concluye: «No hace falta
ningún «duende-dios» para explicar el funcionamiento de esa caja.
Todo el mecanismo queda explicado a través de un ingenioso siste-
ma de ruedas y muelles, detalladamente descrito en mi informe. No
hace falta nada más.»
Lástima, diremos nosotros: la primera parte de esta declaración
donde descartaba al falso dios, al «duende-dios» y lo sustituía por un
mecanismo científico-técnico, era correcta, pero la segunda parte,
donde manifiesta que «no hace falta nada más», es patentemente fal-
sa, porque lo que falta es, precisamente, lo más importante: el ser que
diseñó la caja, que ordenó las cosas según cierta disposición, que
compuso la música y que la dedicó a una tal Susana. Ese ser es ne-
cesario si queremos explicar la caja de música, pero el extraterrestre
muy inteligente jamás lo encontrará con su metodología científica:
esa metodología se queda sólo en el mecanismo, pero no alcanza al
diseño y al sentido.
16 Pero, ¿quién creó a Dios?
Antes de empezar a considerar las pruebas de que Dios existe, nos
asalta la tentación de ocuparnos en otras cosas, porque circulan cier-
tas «pruebas» de que Dios no existe, y nadie quiere perder el tiempo
en naderías. Revisemos pues, primero, estas supuestas pruebas.
La más impresionante se articula de la siguiente manera:
1. Si Dios existiera, impediría el mal.
2. Existe mal en el mundo.
3. Luego, Dios no existe.
Esta «prueba» parece especialmente convincente cuando el mal
se concreta en forma de niños inocentes que sufren duros tormentos,
o de catástrofes imponentes que torturan a miles de personas, ... y es
aplastante cuando el mal afecta directamente a uno mismo o, sobre
todo, a personas muy queridas y se hace irreversible o irreparable
porque acaba con la muerte.
No pretendo escandalizar a nadie diciendo que la primera premi-
sa de esta «prueba» es falsa. En efecto: Dios permite el mal. Así
pues, la «prueba» contra su existencia desaparece. El problema es
que algunos desconfían y se irritan porque no quieren creer en un
Dios que permita el mal. Un Dios así, dicen, ha de ser por fuerza
malvado o impotente; no puede ser bueno y omnipotente. Razonan
así: «Si fuera bueno no querría el mal, y si fuera omnipotente, impe-
diría el mal».
Si Dios no quiere el mal, entonces ¿por qué permite que exista?
La respuesta es simple, aunque enigmática: Dios impide muchos
males, pero no todos. No impide aquéllos cuya eliminación suponga
III
Las «pruebas» de la inexistencia de Dios
la destrucción de la libertad humana, y aquéllos cuyo desarrollo evi-
te males mayores, o produzca bienes importantes.
¿Y qué bien importante puede proceder de la muerte de alguien?
Si se cree que la muerte termina con todo, entonces, evidente-
mente no puede esperarse en ningún bien después de la muerte, pe-
ro si se cree en una vida eterna tras la muerte física, entonces pueden
esperarse todo tipo de bienes y una total compensación por parte de
la justicia de Dios.
Gran parte del mal puede ser considerado como un medicamen-
to amargo para la Humanidad: un medicamento que a veces deben
tomar unos para provecho de otros, como cuando en un organismo,
ciertas células se sacrifican en beneficio del conjunto. El sufrimien-
to produce desarraigo, y no hay mal mayor que el arraigo a las cosas
del mundo cuando ello comporta un alejamiento de Dios. El sufri-
miento es la otra cara de la moneda del amor de Dios. La moneda es
demasiado valiosa para despreciar el sufrimiento.
Los escépticos consideran que el sufrimiento es absolutamente
inútil. ¿De verdad lo es? Permita el lector que le recuerde aquella
cruel caída de la bicicleta que le tuvo inmovilizado durante días y
que tuvo lugar en su infancia. Sus entonces omnipotentes padres hu-
bieran podido evitar aquel golpe porque lo presentían, dándole una
bici más pequeña, o impidiéndole ensanchar su espacio de pruebas,
o yendo detrás suyo, pero no lo hicieron porque esperaban un bien
mayor asumiendo aquel riesgo: querían que su hijo adquiriera mayor
destreza, menor dependencia, mayor prudencia. Ciertamente un gol-
pe te hace pensar en disminuir la velocidad la próxima vez.
El padre no perdona las molestias (y el dolor) de la vacunación
en sus hijos. Los médicos ya no recomiendan las «chichoneras», que
sin duda evitaban muchos «chichones» a los niños. Supongo que el
lector sabe por qué. No hay nada peor en el mundo que un niño mi-
mado o consentido; es decir, que un niño al que se ha evitado todo
dolor o frustración.
El dolor, no sólo es preventivo, sino que también es curativo. El
niño malcriado al que hemos aludido sólo conseguirá dejar de ser el
centro de la existencia a través del dolor, la frustración y el desenga-
ño. El drogadicto sólo puede alejarse de su dependencia por medio
de cierto sufrimiento. La única forma de conseguir cierta indepen-
18 Pero, ¿quién creó a Dios?
dencia y libertad interior consiste en experimentar el sufrimiento de
la soledad, la separación, la añoranza...
Sólo los que se exponen al ridículo, al desprestigio o a la crítica
consiguen superar el miedo o la timidez desde su infancia. Y la úni-
ca forma de vencer la timidez sigue siendo exponiéndose al ridículo,
al desprestigio o a la crítica. De mayores estos males son más lace-
rantes y más temibles, y por eso son muy pocos los tímidos que sa-
len de su estado.
Esas cosas son bien conocidas. Lo que ya no se conoce tanto son
los efectos trascendentales del dolor y del sufrimiento.
Si hay unas leyes que rigen los campos físicos (eléctrico, gravi-
tatorio, etc.), ¿por qué no puede haber también leyes para los cam-
pos psíquicos? Si hay una resonancia física, ¿no puede haber una re-
sonancia psíquica? ¿Nadie ha experimentado un estado de euforia
compartida con un hermano o con un amigo? ¿No se contagia la ri-
sa? ¿No se contagia el llanto?
¿Nadie recuerda aquella amistad perdida por culpa de cierta
pereza, desidia o falta de entrega o de paciencia por nuestra parte?
Fue la falta de capacidad para el dolor o el sufrimiento la verdade-
ra causa.
El sufrimiento es la única forma de reestablecer ciertas resonan-
cias psíquicas entre las personas y probablemente también entre el
hombre y Dios. El sufrimiento es ineludible tal como están las cosas,
para poder acceder al nivel de vida al que está llamado todo ser hu-
mano. Si no se sufre en esta vida, debe sufrirse en la otra.
Es un hecho algo misterioso que los seres humanos estan inter-
comunicados de forma tal que los efectos del dolor en unos repercu-
ten en los otros, como las notas musicales en unos instrumentos ha-
cen vibrar a los del mismo tono en otros. Se conocen noticias
fidedignas de madres que han notado el momento exacto en que mo-
rían sus hijos.
El dolor implica cierto grado de conciencia (el sufrimiento aún
más). Sólo los seres que son capaces de adquirir cierto nivel de vida
son capaces de sentir sufrimiento, y ese sufrimiento les hace posible
desarraigarse de su propio ego totalmente, para acceder a una parti-
cipación en el ser mismo de Dios. No importa cuál sea el origen (ac-
Las «pruebas» de la inexistencia de Dios 19
cidental o planificado por parte de seres malvados), si el sufrimiento
puede comportar algún bien en quien lo experimenta, Dios lo permi-
te. Eso no significa que el hombre no tenga que luchar por minimi-
zar el sufrimiento, ya que el amor, directamente puede conseguir lo
mismo o mucho más que el sufrimiento.
Nadie sabe si los animales de cierto grado pueden llegar también,
a su manera, a participar del amor de Dios eternamente1
.
El dolor del inocente es eficaz en grado sumo para conseguir el
bien de aquéllos que le aman o que le amarán, y, sin duda repercuti-
rá en bien suyo. Nos sentimos tanto más unidos a otros, cuanto más
hemos compartido el dolor o el sufrimiento. Por eso, de alguna ma-
nera Dios mismo tenía que sufrir si teníamos que unirnos a Él, pero
para sufrir tenía que participar de la naturaleza humana. El cristia-
nismo es, precisamente, la religión en la que Dios se hace hombre
20 Pero, ¿quién creó a Dios?
1. No faltan quienes han visto en el dolor animal el máximo obstáculo para
aceptar la existencia de Dios. No ven cómo puede armonizarse la bondad de Dios
con la muerte violenta y programada de las presas en las fauces de los depredado-
res, y tampoco ven que haya ninguna compensación ni actual ni futura para dichas
presas. El argumento falla, sin embargo, porque no tiene en cuenta la fisiología del
dolor animal. Sólo determinadas clases biológicas, las que han llegado a cierto de-
sarrollo cerebral, pueden experimentar dolor. Justo en estas clases existe todo un sis-
tema extraordinario de mensajes de neurotransmisores, entre los que figuran los
opiáceos endógenos, que se ponen en funcionamiento en el lugar y en el momento
en que son necesarios. Se da la curiosísima coincidencia de que la información ge-
nética para las hormonas de estrés está yuxtapuesta a la información para las subs-
tancias opiáceas, de forma que en las situaciones de pánico y de ataque se liberan si-
multáneamente las hormonas de estrés (encargadas de las operaciones de huida y
defensa o del comportamiento de quietud y concentración) y los opiáceos endóge-
nos, encargados de eliminar las sensaciones dolorosas (necesarias en otros momen-
tos). Se sabe de personas que en momentos de pánico no experimentaron ningún do-
lor en sus cuerpos destrozados por la metralla o las heridas en guerras y en otras
situaciones. Dios pensó en el dolor animal y actúa, sin lugar a dudas, contrarrestan-
do, allí donde haga falta, el mal incontrolable inflingido por el ser humano en los
animales. No hay nada que nos impida pensar que la providencia de Dios llega a to-
das partes. No hay ningún dolor innecesario. Por otra parte no podemos atribuir a
los animales el mismo «qualia» de dolor que al hombre. Puede ser que reaccionen
de la misma manera o incluso más ruidosamente (es eficaz que sea así), pero su gra-
do de conciencia y de sensibilidad son muy diferentes, y sus sistemas de defensa
contra el dolor son enormemente eficaces. De ninguna manera pretendo justificar
aquí los malos tratos a los animales. Estoy convencido de que Dios no lo quiere, co-
mo tampoco quiere que se torture ni perjudique a los seres humanos.
para compartir todo el sufrimiento humano y alejar todo impedi-
mento que se opone a la comunión entre Dios y el ser humano.
La existencia de Dios es aceptable si se acepta también la creen-
cia en una vida después de la muerte, y hay buenas razones para ello,
aunque no es el tema de este libro.
Este primer intento de demostrar la inexistencia de Dios no es,
pues, concluyente.
* * *
En algún momento se hizo popular un argumento muy antiguo
que pretendía derribar definitivamente la creencia en un Dios omni-
potente. Si Dios es omnipotente —decía— será capaz de crear un ser
indestructible, pero entonces no tendrá poder para destruir a este ser,
y siendo así ya no podrá decirse que Dios es omnipotente.
Los que proponen este argumento (¡incluso en la actualidad!)
consideran que la incapacidad de destruir lo indestructible es una li-
mitación de la omnipotencia. Creen haber dado con «algo» que Dios
nunca podrá hacer, con una «operación» que Dios nunca podrá rea-
lizar. Ahora bien, si analizamos esta supuesta «operación», nos dare-
mos cuenta de que no se trata en realidad de ninguna operación, ya
que las operaciones son acciones que se realizan según cierto siste-
ma, manera o mecanismo conocido o desconocido, simple o com-
plejo, natural o sobrenatural, pero si algo es indestructible no puede
haber sistema, manera ni mecanismo posible de destruirlo. No esta-
mos hablando, pues, de ninguna operación, sino de nada. Dios pue-
de realizar todas las operaciones posibles. La incapacidad de hacer lo
imposible no limita el poder de nadie: el de Dios, tampoco.
El enemigo de cierta marca de automóviles insiste en que dichos
automóviles carecen de volante «cuadrado-redondo». Sólo los incau-
tos se dejarán engañar por tal acusación, ya que las personas sensatas
saben que el no poseer volantes cuadrado-redondos no es ninguna
limitación del valor de ningún automóvil. El volante «cuadrado-re-
dondo» no puede existir, y, por tanto, en realidad no es «algo» que
pueda ser deseado. La imposibilidad de realizar lo imposible no es
ninguna limitación de poder.
* * *
Las «pruebas» de la inexistencia de Dios 21
Tenemos que analizar todavía otra «prueba» de la inexistencia de
Dios, más corriente, incluso que las dos anteriores. Se formula más
o menos de la siguiente manera:
1. Dios es el creador de todo lo que existe.
2. Si Dios existe, entonces debe ser el creador de sí mismo.
3. Nadie puede crearse a sí mismo.
4. Luego, Dios no existe.
Es una lástima que haya gente que no crea en Dios porque no sa-
be quién es. Dios no es el creador de todo lo que existe. Dios única-
mente es el creador de todo lo que existe sin ser Dios. Dios no se creó
a sí mismo. Entonces, ¿quién creó a Dios?
Sólo necesitan ser creadas las cosas o los seres que han comen-
zado a existir, pero Dios ha existido siempre. Es eterno. Por lo tanto
Dios no precisa de ninguna creación. Nadie lo creó.
Sé por experiencia que esta expresión («Dios ha existido siem-
pre») resulta indigesta. Un ser que ha existido siempre no es de fácil
concepción porque en este «siempre» tendemos a imaginar «un tiem-
po infinito» y eso es francamente imposible, aunque, dicho sea de
paso, era la concepción que tenían los ateos de la materia y del uni-
verso hasta hace bien poco.
Dios no es un ser de antigüedad infinita, sino un ser para el cual
no pasa el tiempo. Su existencia es un presente permanente. Existe,
no porque haya sido creado, sino porque no es posible su «no exis-
tencia». Él es, precisamente el «campo de existencia», el ser que ha-
ce posible toda existencia.
* * *
Reservaba para el final la «prueba» más endiablada, la más difí-
cil de derribar y que ahora aparece como un corolario de lo que aca-
bamos de ver: «Si Dios existe eternamente, atemporalmente, enton-
ces: ¿cómo pudo crear alguna cosa en el tiempo? Dicho de otro
modo: ¿qué hacía Dios antes de la creación del mundo? ¿Cuánto
tiempo esperó antes de empezar a crear?».
La respuesta es obvia, lo cual no significa que sea fácil de cap-
tar: Dios no esperó ningún tiempo antes de crear. Siempre ha estado
22 Pero, ¿quién creó a Dios?
creando. Todo el tiempo de la creación y del desarrollo del mundo no
es tiempo para Dios, sino un perpetuo presente. Nada ha desapareci-
do; nada tiene que llegar para Él. Sus operaciones no se desarrollan
según un antes y un después. Dios es un campo de existencia atem-
poral y aespacial. Este «campo» hace posible lo que para nosotros es
una «aparición» del mundo creado. No hay un «antes» de esta «apa-
rición», porque el tiempo aparece con el mundo creado y es una crea-
ción de Dios.
Aunque esta concepción no cabe en nuestra imaginación, pode-
mos establecer cierta analogía con lo que ocurre en la memoria. Ha-
ce unos años rompimos un jarrón. Ahora aquel jarrón ya no existe
para nosotros, pero en cambio sí que existe en nuestra memoria. Se
rompió y en cambio existe entero en nuestra memoria. Claro que
nuestra memoria es algo defectuosa y de difícil acceso: no tenemos
ni siquiera idea de lo que es. Pensemos ahora en una memoria mu-
cho más perfecta; tan perfecta que reproduzca exactamente la reali-
dad. Cuando un jarrón se rompa, el mismo jarrón seguirá intacto en
esta memoria. Esta memoria puede ser tan grande como se quiera, y
hace posible que lo roto y lo intacto coexistan.
En un ordenador electrónico, sin ir más lejos, un mismo dato
puede llevarse a dos direcciones de memoria al mismo tiempo sin
más que activar la operación de copiado. En una dirección el dato
puede variar y en la otra conservarse. Para este ordenador el dato ori-
ginal siempre existe inalterado en la memoria y puede ser devuelto a
la dirección donde ese dato varía. Mirando las cosas desde la posi-
ción del dato, se da una evolución temporal, pero desde el ordenador
existe una permanencia de las cosas y una prodigiosa variedad.
El mundo ha comenzado, en un sentido, pero, en otro sentido, no
ha comenzado, como el jarrón que se ha roto, pero por otra parte es-
tá intacto.
Las «pruebas» de la inexistencia de Dios 23
El escéptico dice que duda de la existencia de Dios porque tiene
muy claro que el principio de razón suficiente, que es el pilar de to-
da demostración de la existencia de Dios, o bien es falso o bien no
es demostrable ni evidente, sino que es subjetivo y limitado a los fe-
nómenos de la experiencia ordinaria.
El principio de razón suficiente dice que todo ser tiene una razón
de ser. En la vida ordinaria no hay nada más evidente que este prin-
cipio. Si por la mañana alguien observa una mancha de tinta china
roja en su camisa, inmediatamente pone el grito en el cielo:
—¿Quién ha sido el que ha manchado mi camisa? ¡No me diréis
que ha aparecido porque sí, sin ninguna razón!
Si alguien se atreve a sugerir que el principio de razón suficien-
te es dudoso, o subjetivo, o que puede fallar, se hace inmediatamen-
te sospechoso de haber manchado la camisa.
De todas formas, los escépticos, desde Hume, se han vuelto muy
exigentes en este punto. No les basta la evidencia ordinaria. Necesi-
tan una demostración para la objetividad y la universalidad de este
principio, y no la encuentran.
Vamos a demostrar este principio partiendo del análisis de la po-
sibilidad. Después daremos una demostración más compleja y defi-
nitiva.
Imagine el lector que en la última página de este libro estuviera
incrustado un caramelo de menta (si no lo está es porque las ganan-
cias de esta edición no me han permitido hacer tamaños obsequios a
mis lectores). Suponga entonces que yo le informe de que existe tal
IV
¿Por qué no caen lluvias de diamantes?
caramelo y que le pida que, antes de acceder a la última página para
devorarlo, piense en la colección de todos los caramelos posibles.
Ciertamente uno de esos caramelos posibles es exactamente igual al
caramelo de menta que habría en el libro. En nada se diferenciaría de
él salvo en que el caramelo de menta posible no existiría y en cam-
bio el incrustado en el libro sí. El caramelo de menta posible podría
ser definido con las mismas palabras que el caramelo de menta real:
son idénticos. Pero, incluso siendo idénticos, todo el mundo prefiere
que le den para lamer un caramelo bien real, que un caramelo posi-
ble situado en no sé qué mundo de fantasía. Hay pues aquí una clara
contradicción: por una parte decimos que los dos caramelos son
idénticos, y por otra decimos que no lo son, ya que preferimos uno
al otro. Algo falla en las definiciones ya que utilizamos las mismas
palabras para definir por una parte a un ser real y por otra a un ser
posible, pero inexistente. Las definiciones están mal porque no lle-
gan a lo más profundo de los seres, donde se encuentran sus últimas
relaciones con los otros seres. Si las definiciones fueran tan comple-
tas y complejas que llegaran hasta el final, entonces se vería con to-
da claridad la contradicción a la que me refiero, y la única salida ló-
gica a este dilema es la que admite que el caramelo real tiene una
relación con alguien o con algo, que el caramelo posible no tiene. Se
trata de la relación de causalidad. Un caramelo ha sido confecciona-
do por alguien y el otro no. Uno tiene una razón de ser (ha sido con-
feccionado), el otro no la tiene.
Las consideraciones anteriores nos llevan a la siguiente conclu-
sión: los caramelos posibles, para llegar a ser reales, deben ser do-
tados de una razón de ser (deben ser confeccionados), de lo contra-
rio deberíamos tolerar que fuéramos recompensados (del esfuerzo de
leer todo esto) con caramelos posibles en lugar de con caramelos rea-
les, ya que nuestra filosofía no hallaría ninguna diferencia entre unos
y otros.
Por si alguien se ha saltado la explicación anterior por encon-
trarla demasiado acaramelada, permítame que le someta a la prueba
de fuego de la filosofía: las aporías de Zenón de Elea, que muchos
matemáticos han creído erróneamente solucionar a base del cálculo
infinitesimal o a base de la congelación del movimiento, al estilo de
Karl Weierstrass o de Bertrand Russell. La base de estas aporías con-
siste en considerar que en una línea existen infinitos puntos y que,
26 Pero, ¿quién creó a Dios?
por consiguiente, todo aquel móvil que recorra un segmento de línea,
pasa por los infinitos puntos que allí hay. Si ello fuera cierto, el mo-
vimiento sería imposible, como sostenía Zenón, porque implicaría
contar el infinito, lo cual es un proceso inacabable, sin fin, imposible
de llevar a cabo. Por eso, la única solución a las aporías de Zenón
consiste en admitir que en un segmento de línea no existen infinitos
puntos. En realidad no existe ningún punto allí, a no ser que se mar-
que o que se determine por medio de una mirada, una detención del
movimiento, o un pensamiento. Los puntos posibles de un segmento
son infinitos, sí, pero no son reales. Para pasar a ser reales deben ad-
quirir una determinación, una razón de ser.
Los seres posibles, sin una razón de ser, no existen en ninguna
parte, ni siquiera en una mente. Todo ser real tiene una razón de ser,
razón que no tienen los puramente posibles. Hay, además, toda una
trama de relaciones entre los seres reales, que coincide con la trama
de causalidades. Los seres posibles son ajenos a esa trama.
El principio de razón suficiente no es ni subjetivo ni limitado a
los seres de la experiencia. Ya hemos mostrado que es evidente. Aho-
ra vamos a demostrarlo. La demostración que propongo aquí se ba-
sa en la imposibilidad de la existencia de infinitas cosas. No nos que-
da más remedio que hablar un poquito del infinito antes de empezar
el trabajo.
El infinito
Muchos autores se han ido acostumbrando a tratar el infinito con
poca prudencia, y no hay nada más traidor que este concepto.
Infinito significa no finito, no acabado, algo que no se acaba ni
puede acabar nunca. Sospechemos pues, cuando alguien pretenda
hacernos creer que alguna colección de cosas acabada y real es infi-
nita. El infinito es un proceso sin final, algo inacabado. No hay, pues,
nada físico acabado que pueda ser infinito. Si fuera infinito estaría en
un curso inacabable de formación.
Por si alguien alberga todavía la sospecha de que podría haber en
alguna parte una colección infinita de objetos físicos, voy a dar una
sencilla demostración de la imposibilidad del infinito actual (como
así se llama al infinito terminado) en el mundo real.
¿Por qué no caen lluvias de diamantes? 27
Supongamos (suposición absurda) que pueda existir una colec-
ción de infinitas personas todas con sombrero colocadas en hilera,
una detrás de otra. Delante de toda la formación hallamos la prime-
ra persona, pero somos incapaces de ver la última de la cola, porque,
precisamente no hay tal última. De repente el organizador del grupo
grita a todo pulmón:
—¡Qué cada persona dé su sombrero a la que tiene delante!
Con gran orden y educación, todas las personas obedecen este
mandato y el resultado es que toda persona recibe un sombrero de la
que tiene detrás y cede el suyo a la que tiene delante. El problema es-
tá en que la persona que está delante del todo ha recibido un som-
brero de la de atrás, pero ella no puede dar su sombrero a nadie por-
que no tiene a nadie delante. En consecuencia, esta persona tiene un
sombrero de más. El organizador pregunta si alguien se ha quedado
sin sombrero, pero, evidentemente, nadie está sin sombrero porque
toda persona tiene otra detrás que le ha dado un sombrero. ¡Y sin em-
bargo ahora sobra un sombrero que antes no sobraba!
Al repetir la misma operación por segunda vez, vuelve a pasar lo
mismo, y ahora la primera persona de la fila se encuentra con dos
sombreros de más en su mano, además del que lleva puesto. En ca-
da operación aparece un nuevo sombrero sin que nadie se queje de
falta de sombrero.
Ciertamente éste sería el deseo de todo negociante: extraer som-
breros de la nada, para luego venderlos; y es también, sin duda, el ofi-
cio de los prestidigitadores. Claro está que, como en toda prestidigi-
tación, hay un truco: algo que es engañoso, que es falso y que pasa
desapercibido por el público. Aquí el truco está a la vista; consiste en
admitir la existencia de una colección infinita y acabada. Desde el mo-
mento en que admitimos esto, pueden aparecer sombreros, ranas y has-
ta dinosaurios en cantidades indefinidas, sin gasto alguno, de la nada.
No existen colecciones infinitas en el mundo real. De hecho, ni
siquiera en matemáticas existen tales colecciones acabadas y reali-
zadas, pero ésa es una cuestión más delicada que merece toda una
lección de filosofía del infinito en la que no vamos a entrar porque
no nos es necesario para nuestro objetivo.
Hay que advertir, sin embargo, que la imposibilidad de existen-
cia del infinito actual no se prueba por la imposibilidad de aparición
28 Pero, ¿quién creó a Dios?
de objetos a partir de la nada, sino por que va en contra del principio
de contradicción. En efecto, si existiera el infinito actual en la reali-
dad, se tendría que admitir que dos cantidades (cardinales) (el de per-
sonas y el de sombreros en el ejemplo expuesto) son a la vez iguales
y distintas. Para entender esto sólo hay que fijarse en que primero ca-
da persona lleva un sombrero y no sobra ninguno y luego las mismas
personas llevan todas sombrero, pero sobran sombreros, y en cambio
los sombreros son los mismos. Sólo el infinito potencial (correspon-
diente al mundo de lo posible, no de lo real) admite tales extrava-
gancias precisamente porque no es algo terminado sino algo en pro-
ceso interminable.
Demostración del principio de razón suficiente
Ahora ya estamos en condiciones de entrar en la demostración
que nos interesa.
Empezaremos con una pregunta infantil: ¿cuantos granos de are-
na existen en el mundo real? Como no lo sabemos, podemos decir
que hay «n», siendo «n» un número bastante grande, aunque no in-
finito. La cuestión es: ¿por qué n y no n+1, o bien n–1, o bien cual-
quier otro número?
El filósofo escéptico dirá que el número n de granos de arena que
hay en el mundo no tiene ninguna explicación, ninguna razón de ser.
Es más, según el escéptico que cree que el principio de razón sufi-
ciente no es necesario, podría darse en cualquier momento un au-
mento injustificado en el número de granos: podría aparecer uno,
diez, mil, millones de nuevos granos de arena.
A mí me parece, por el contrario, que, para que aparezca un solo
grano de arena ha de haber una causa que lo explique, y para de-
mostrarlo, veamos lo que podría suceder en la suposición absurda de
que no hicieran falta razones (o causas) para la aparición de nuevos
granos de arena. Si no hiciera falta ninguna causa para la aparición
de un grano, entonces podrían aparecer de repente no uno, ni cien, ni
mil, sino infinitos granos de arena. En efecto: ningún grano de arena
posible requeriría una causa para pasar a ser real, según el escéptico,
y por tanto, siendo infinitos los granos de arena en el mundo de lo
posible (ya que en este mundo no existe la limitación del mundo real,
¿Por qué no caen lluvias de diamantes? 29
porque no es un mundo acabado, sino indefinido), sería posible que
todos ellos hicieran juntos su aparición en el mundo real; en tal caso
tendríamos en dicho mundo real una colección infinita de granos de
arena, lo cual, como hemos visto, es imposible.
El error del escéptico es el de creer que no hace falta una causa
para la aparición de cualquier ser; es decir, el error consiste en des-
confiar del principio de razón suficiente. Con eso, este principio que-
da bien establecido.
Para los filósofos sensatos, en el mundo hay n granos de arena
porque hay n causas (o razones) determinantes de cada uno de ellos,
y no podría haber n+1, ni ningún otro número de granos si no hubie-
ra las correspondientes causas que lo explicaran. El mundo no es in-
comprensible si se admite el principio de razón suficiente. El filóso-
fo escéptico cree que vive en un mundo de cuento de hadas, en el que
nunca puede estar seguro de que no aparecerá ante sus narices un
nuevo grano de arena, o un elefante volador. En este mundo de cuen-
to, ciertamente es imposible demostrar la existencia de Dios, pero,
por suerte, éste no es nuestro mundo real, como hemos visto.
Hay que advertir que esta demostración es tan válida para los ob-
jetos de la experiencia como para cualquier otro ser. Es una demos-
tración universal que permite afirmar la objetividad y certeza abso-
luta del principio de razón suficiente.
Los hallazgos de la física cuántica no contradicen este principio,
como algunos autores mal informados han sostenido. Basta indicar,
por ejemplo, que si los átomos radiactivos se desintegraran según un
azar absoluto (sin ninguna razón suficiente) nunca podríamos en-
contrar diferencias en los períodos de semidesintegración de los dis-
tintos elementos.
Para evitar otros errores de interpretación de la física cuántica
hay que indicar que no es lo mismo indeterminación que imprevisi-
bilidad. Si se tiene en cuenta esta distinción, no hay nada (tampoco
el principio de incertidumbre) que se oponga al principio de razón
suficiente.
Veamos un poco de cerca esta cuestión. Un suceso puede ser de-
terminado (causado) pero, al mismo tiempo, imprevisible. Por ejem-
plo, la decisión de hacer justamente lo contrario de lo que prevean
que se va a hacer, originará un suceso perfectamente determinado,
30 Pero, ¿quién creó a Dios?
pero absolutamente imprevisible. El no tener en cuenta esta sutili-
dad filosófica ha llevado a insignes hombres de ciencia al error en
materia de causalidad. Toda la física cuántica, auténtica gloria de la
ciencia, es perfectamente compatible con el principio de razón sufi-
ciente y con su corolario, el principio de causalidad.
Otra equivocación que se va cometiendo desde los tiempos de
Hume consiste en confundir la causalidad reproductiva con la causa-
lidad creadora. Este infortunio filosófico equivale a dar por explica-
do el origen del Quijote por medio de una serie infinita de reproduc-
ciones en fotocopia del mismo. Cervantes no pinta nada en todo esto,
ni hace la más mínima falta. Cada ejemplar del Quijote tiene su cau-
sa en la fotocopia de un ejemplar anterior y así ad infinitum...
Un universo infinito de gallinas de pluma negra puede explicar-
se «a lo Hume» por medio de la infinita reproducción de esos bípe-
dos, suponiendo que no muten... Pero algo nos remuerde la concien-
cia cuando transigimos con una idea tan «brillante» como ésa. ¿Por
qué el universo es de gallinas de pluma negra y no más bien de toci-
nos de pata negra o de coles con gusto de queso?
Un último desaguisado muy frecuente consiste en preguntar: ¿y
a Dios quién lo creó? Si es verdad que todo ser necesita una causa,
¿cuál es la causa de Dios? Pero es que no es verdad que todo ser ne-
cesite una causa. No es eso lo que dice el principio de causalidad. To-
do ser que comienza a existir sí que necesita de una causa. Todo ser
requiere, eso sí, una razón suficiente de su existencia. Si no tiene en
sí mismo esta razón, debe tenerla en otro, y entonces esta razón es
una causa. Dios tiene en sí mismo la razón de su existencia y por tan-
to no requiere de otro que la explique; no requiere causa, es decir, ra-
zón exterior.
¿Por qué no caen lluvias de diamantes? 31
Todos los ateos —si realmente existen— son estratónicos. Este
calificativo hace referencia a un tal Estratón de Lámpsaco, que fue el
tercer director de la Academia del Liceo tras Aristóteles y Teofrasto.
Pedro Bayle, David Hume y ahora Antony Flew han sacado de
nuevo a la luz las viejas doctrinas de este peripatético autor del siglo
III a.C.
Estratón consideraba que la naturaleza se explica totalmente por
sus propias leyes naturales. Siendo así, Dios no es necesario, y, si
mucho se apuran las cosas, se puede considerar que Dios es la mis-
ma naturaleza, lo cual se conoce como panteísmo o ateísmo según se
prefiera.
Esta concepción de Estratón es moderna. Mucha gente piensa así
en nuestros días, sin saber que han pasado dos mil trescientos años
desde que se coció este desaguisado, y que, en este tiempo se han lle-
gado a conocer ciertas cosas que descalifican estas ideas. Resulta ex-
tremadamente paradójico que fuera David Hume quien resucitara la
memoria y la doctrina de Estratón, porque nunca nadie dio un argu-
mento tan claro contra el estratonismo como el mismo Hume. Vamos
a seguirlo ahora para llegar hasta el final en estas consideraciones.
El niño de diez años es particularmente atormentador con los
mayores y, cuando descubre a un estratónico, es implacable. El es-
tratónico pretende que en el mundo se encuentran las respuestas a to-
do lo que sucede en él, y empieza a contestar con optimismo las pre-
guntas que el inocente niño formula:
—¿Por qué se cae al suelo esta caja cuando la suelto?
V
¿En qué se equivocó Estratón de Lámpsaco?
—Porque pesa, hijo mío.
—¿Y por qué pesan las cajas?
—Porque están hechas de trocitos pesados.
—¿Y por qué pesan esos trocitos?
—Porque están sujetos a la ley general de la gravitación de New-
ton, revisada por Einstein en el siglo XX.
—¿Y por qué están sujetos a la ley de Newton revisada por Eins-
tein?
—Porque la materia distorsiona el espacio-tiempo, con lo cual
éste se curva y de este modo... ¿vas entendiendo?
—Sí, pero, ¿por qué la materia distorsiona el espacio-tiempo?
—Porque hay una ecuación matricial que relaciona la masa con
la curvatura.
—¿Y por qué hay esta ecuación matricial?
Depende de la paciencia o del grado de conocimientos (o de ima-
ginación) del estratónico, que este cruel interrogatorio dure más o
menos tiempo. El final es siempre el mismo. La última respuesta es
invariablemente:
—Porque sí. Y ahora vete a jugar con tus hermanitos.
Al estratónico le sale humo por la cabeza y ha cogido cierto mal
humor porque no esperaba tanta perseverancia.
Mientras se recobra del examen, el estratónico va pensando para
sus adentros que debe existir alguna última expresión matemática
que pone fin a la explicación; una expresión tal vez muy compleja,
pero que puede ser reducida paso a paso a evidencias lógicas ele-
mentales. No se puede negar que tenga que existir una última expli-
cación para toda ley. No seríamos seres racionales si prescindiéra-
mos de esa exigencia. Ahora es cuando interviene el pensamiento de
Hume.
Hay un principio de la filosofía de David Hume que dice lo si-
guiente: «Todos nuestros razonamientos relativos a asuntos de hecho
no se derivan sino de la costumbre»1
. Digámoslo de otra manera: las
34 Pero, ¿quién creó a Dios?
1. HUME, D., Tratado de la naturaleza humana, Félix Duque (Ed.), Editora na-
cional, Madrid, 1977, p. 183.
leyes de la naturaleza no son deducibles a partir de verdades eviden-
tes lógico-matemáticas, sino que deben hallarse por medio de la ob-
servación y de la experiencia.
Parece un poco innecesario tratar de esclarecer este principio, ya
que está generalmente admitido por los escépticos. Sin embargo, cu-
riosamente habrá que esforzarse para conseguir su aceptación por
parte de algunos creyentes anti-humeanos, y de algunos físicos de-
masiado enfrascados en sus ecuaciones.
El enfoque más sencillo de esta cuestión es cibernético: se trata
de ver que todas las cosas del mundo se nos presentan como cajas ne-
gras (en su sentido cibernético), es decir, cajas cuyo contenido des-
conocemos y de las que sólo podemos averiguar sus leyes de com-
portamiento a base de observar sus respuestas (o salidas) frente a las
acciones que nosotros hacemos sobre ellas (entradas). Sólo sabría-
mos de antemano cómo funcionan si nosotros hubiéramos construi-
do estas cajas y hubiéramos puesto las leyes. Vamos a considerar, por
ejemplo, cajas de música. Un buen lógico matemático puede decir lo
siguiente acerca de una caja de música: «O bien suena o bien no sue-
na». «Si suena es del tipo de las cajas que suenan», y otras cosas por
el estilo, algunas malévolamente complicadas.
Ahora bien, no es de la competencia del lógico-matemático con-
testar las preguntas siguientes:
—¿Qué hay dentro de esa caja? ¿Cómo funciona? ¿A qué botón
hay que dar para ponerla en marcha?
Estas preguntas son «cuestiones de hecho», que sólo puede con-
testar uno que observe y experimente con la caja.
La persona que observa y experimenta no está utilizando la lógi-
ca pura, sino que precisa además, la vista, el oído, el tacto y la me-
moria. Esta persona abre la caja y con la vista ve unas cuerdas. Ya ha
visto cuerdas similares en otras ocasiones y recuerda que estas cuer-
das suenan cuando son percutidas. Es inútil buscar en la lógica y en
la matemática algún principio que explique por qué suenan las cuer-
das cuando son percutidas. Éstas son «cuestiones de hecho» que de-
ben ser observadas.
El físico se encarga de esta observación y, al hacerlo, cada vez va
encontrando explicaciones «de hecho» más elementales, como por
¿En qué se equivocó Estratón de Lámpsaco? 35
ejemplo: «Al percutir se produce una vibración en la cuerda»; «esta
vibración produce una onda de presión en el aire que rodea la cuer-
da», «la onda de presión tiene la misma frecuencia que la vibración
que se da en la cuerda»...
Pero, ¿por qué al percutir se produce una vibración? Esta cues-
tión «de hecho» no es algo que pueda contestar un lógico-matemáti-
co, porque es bien sabido que hay cuerpos elásticos y cuerpos ine-
lásticos. Los inelásticos no vibran cuando son percutidos. Eso
significa que la vibración no es una necesidad lógico-matemática de
los cuerpos a los que se percute. De nuevo debe ser el físico quien
investigue, y la investigación, cuanto más simple es el «hecho» que
hay que investigar, tanto más compleja es.
Si seguimos con el ejemplo, ahora la cuestión es: ¿por qué son
elásticos algunos cuerpos? El lógico-matemático lo ignora todo so-
bre la elasticidad y sus leyes: cuando le informen de ellas, calculará
exactamente los valores futuros de la elongación de las cuerdas, pe-
ro no antes. Ha de ser un físico quien se preocupe por indagar en el
mundo de los átomos, para ver cómo van las cosas por allí, de forma
que se pueda entender la cuestión de la elasticidad.
¿Qué es lo que hace que los átomos se acerquen o se separen?
Eso sólo puede saberse si conseguimos averiguar de qué están he-
chos y cómo funcionan, y esta constitución y este funcionamiento
nuevamente son ignorados por el lógico-matemático. Debe analizar-
los el físico. Cabe preguntarse: ¿habrá al final de este largo proceso
iterativo, algún «hecho» que sea una consecuencia de un principio
lógico-matemático?
Los principios lógico-matemáticos se aplican a números, a for-
mas geométricas y a proposiciones; por consiguiente, sólo si la últi-
ma constitución del ser que analizamos fuera un número, una forma
pura o una proposición, podría operar sobre ella la lógica y la mate-
mática, y desde allí deducir todo el resto y explicar por una razón ló-
gica el funcionamiento del mundo.
Pero los números, las formas y las proposiciones son entidades
mentales; son puras relaciones entre conceptos. El número no es la
realidad, como creían los pitagóricos, sino que es una comparación
entre realidades, como se ha podido comprobar elegantemente en la
moderna matemática. Las formas de la geometría son conceptos abs-
36 Pero, ¿quién creó a Dios?
tractos de difícil definición. Las proposiciones son comparaciones
entre juicios. No se pueden ni ver ni tocar.
El físico, el químico, el biólogo, son los únicos encargados de
contestar las «cuestiones de hecho», pero su respuesta remite siem-
pre, indefectiblemente, a otras cuestiones ulteriores. El ser a sus dis-
tintos niveles se manifiesta ante sus investigadores como algo des-
conocido, con unas leyes propias que sólo se averiguan por medio de
la observación (la costumbre).
A los muy obsesionados por la matematización de la física, les
he de recordar que su ilusión sólo podía acariciarse antes del descu-
brimiento de las geometrías no euclidianas. Ahora nadie puede pre-
tender demostrar racionalmente la necesidad de ningún principio fí-
sico partiendo de la geometría, porque antes que nada debe explicar
por qué escoge un tipo de geometría y no otra. Hace años que se de-
mostró que todas las geometrías (euclidiana, riemaniana, de Bolyai,
de Lobachevsky) son igualmente válidas (son sistemas axiomáticos
congruentes), pero en el mundo real rige cierta geometría y no otra.
No hay nada en la lógica ni en la matemática que dicte la geometría
que hay que adoptar.
* * *
Al llegar a este punto, las esperanzas de los estratónicos se des-
vanecen y precisamente por ello es posible fundamentar una impo-
nente prueba de la existencia de Dios. Veámosla.
Ya vimos en el capítulo anterior que no se puede dudar del prin-
cipio de razón suficiente: «Todo tiene una razón de ser». También
hemos visto ahora que las últimas «cuestiones de hecho» (las leyes
de la naturaleza) no tienen una razón de ser lógica o matemática.
Ahora bien, no hay más que dos maneras de explicar las cosas: o bien
porque hay una necesidad de orden lógico-matemático, o bien por-
que hay una voluntad que ha determinado que existan esas cosas y
que sean tal como son.
Si alguien está pensando en «otras razones» de orden físico, quí-
mico o biológico, desengáñese de su recalcitrante estratonismo: la fí-
sica, la química y la biología no se fundamenta en razones, sino en
observaciones, tal como hemos visto detenidamente en los párrafos
anteriores.
¿En qué se equivocó Estratón de Lámpsaco? 37
Así pues, si ha de haber una razón o explicación última de las le-
yes naturales y esa razón no puede ser lógica (basada en axiomas),
por fuerza ha de ser psicológica (basada en una voluntad).
Ya que ningún principio de la lógica ni de la matemática puede
explicar las leyes fundamentales de la naturaleza, estas leyes han de
ser la expresión de una voluntad. Ha de existir, pues, una voluntad
que determine la existencia de las partículas elementales y de las le-
yes fundamentales de la naturaleza. Esta voluntad es un ser, que, con
su querer, crea y mantiene en la existencia a todo el universo: insu-
fla «fuego en las ecuaciones» que rigen el funcionamiento del mun-
do, guarda el secreto del por qué de todo este funcionamiento y de
esta existencia. Este ser con voluntad es Dios. Su esencia es preci-
samente una voluntad muy especial, un amor creador, y esta esencia
hace de Él un ser necesariamente existente. No puede dejar de exis-
tir aquél cuya voluntad crea y es una voluntad que se quiere a sí mis-
mo.
Todos los seres que hay en el universo, y el universo entero, tie-
nen una característica que nos indica que no pueden ser los sujetos
de esta voluntad explicativa: su temporalidad: tienen un comienzo y
unos cambios. Por eso no pueden ser la voluntad última explicativa
de todo. El universo no es Dios. Dios es otro.
38 Pero, ¿quién creó a Dios?
Los filósofos estratónicos a los que me he referido en el capítu-
lo anterior renuncian a toda metafísica y a todo concepto que no sea
representable y exento de misterio. Creen que viven en un universo
conceptual totalmente libre de brumas.
Por eso huyen del tema de los orígenes del mundo como del fue-
go. Es prudente no hablar de aquello que se desconoce, pero se da la
curiosa circunstancia de que el estratonismo está comprometido con
una teoría de los orígenes: la teoría de que no hay tal origen; es de-
cir, la teoría de la infinitud temporal del universo.
Esta teoría es una consecuencia del postulado fundamental de
Estratón, que dice que el mundo es necesario y autosuficiente. Den-
tro del mundo debe haber, según él, una explicación para todo. Esta
explicación se halla en el pasado. El pasado explica el presente. Sien-
do así, nadie puede pretender que haya habido un momento —el co-
mienzo del mundo— sin un pasado por el cual ser explicado; sería
un momento inexplicable por nada del mundo.
Si todo ha de ser explicado desde el mundo, por fuerza el mun-
do no puede tener un comienzo: ha de ser de duración infinita. La
duración infinita es una bruma metafísica que impregna, pues, la fi-
losofía estratónica hasta su misma médula.
El estratónico intenta olvidar por todos los medios esta «tan lar-
ga» duración de su universo. Se procura una cierta amnesia filosófi-
ca en este punto crucial. No quiere oír hablar de orígenes, ni de infi-
nitos. En el fondo sabe que el infinito no es físico, ni siquiera es
representable... en el fondo sabe que el infinito, en el sentido de una
duración incontable, no existe.
VI
Un tiempo un poco largo
¿No es el estratónico el que pregunta con ironía: ¿y a Dios quién
lo creó? Conoce bien la respuesta: «Nadie. Dios ha existido siem-
pre», pero no admite este «siempre».
Nosotros preguntamos ahora al estratónico: ¿y al mundo quién lo
creó? También conocemos bien su respuesta: «Nadie. El mundo ha
existido siempre». El estratónico, un poco azorado, respira en el fon-
do, porque piensa en un brumoso empate que se disipa con un poco
de amnesia. Pero no hay tal empate, porque el «siempre» del estra-
tónico se refiere a un universo que evoluciona, que cambia, que es
distinto en cada momento, y, por tanto, es una duración infinita: al-
go imposible; algo que no lleva a ninguna parte ya que, para llegar a
algún momento, debe pasar antes un tiempo que nunca acaba, nun-
ca... nunca.
No es creíble que estemos aquí hablando de estas cosas si, para
ello, ha tenido que pasar previamente un tiempo infinito. Estratón es-
taba en un evidente error de gran envergadura cuando admitía que el
mundo que cambia es de duración infinita.
La postura antiestratónica admite que Dios (el Ser que no cam-
bia, que no muta, que no es temporal) ha existido siempre. Su exis-
tencia no «gasta» ni «consume», ni «requiere» tiempo, ya que éste es
la medida del cambio, y Dios no cambia; Dios es y existe siempre
igual a sí mismo: sus actos no requieren el agotamiento del pasado.
Él es el fundamento de la existencia de todo momento; por eso pue-
de decirse, sin caer en ningún absurdo, que Dios ha existido siempre.
Este «siempre» no tiene el significado de una duración infinita, sino
el de un eterno presente, el de la ausencia de cambio.
Estratón estaba en un gran error. Siento tener que decirlo tan cru-
damente. Pero si Estratón estaba equivocado, por la misma razón el
mundo depende en su existencia de un Ser eterno y extramundano,
al que se llama Dios.
Estratón hubiera tenido que saber que un ser —como el univer-
so— que cambia no puede ser eterno, ni necesario, porque cambiar
es transformarse en otro, con lo cual, el anterior deja de existir, y al-
go que puede dejar de existir no puede decirse que exista obligato-
riamente, necesariamente. Por otra parte, los modernos estratonianos
no pueden ignorar la teoría del big bang, según la cual el universo
tiene un comienzo, que es como un relámpago en medio de la noche.
40 Pero, ¿quién creó a Dios?
No les gusta nada esta idea y sólo la aceptan a regañadientes, sobre
todo porque saben que el primero que la formuló fue un sacerdote ca-
tólico, el abad George Lemaître.
Muchos ateos han creído que podían salvar su querida (y bru-
mosa) eternidad del universo, imaginando un sin fin de big bangs y
de big crunchs (expansiones y contracciones) del mismo. Un uni-
verso oscilante así tendría infinitos años de edad. Lástima que en el
mundo físico no haya infinito de nada. Pueden pasar mil años, un mi-
llón de años. Mil millones ya tarda más, pero infinitos no acaban
nunca... nunca de pasar y por eso no habríamos llegado a ningún
punto del tiempo si hubiéramos tenido que esperar a que pasasen
infinitos años. Bien sabemos que, tal como están las cosas en el mun-
do, no llega nada sin que antes no haya pasado todo el tiempo ante-
rior. No se ilusionen los alumnos pensando que vendrán las vacacio-
nes el jueves que viene, sin que pasen los exámenes del miércoles.
No piense nadie que se librará del martes trece de esta semana, y que
podrá pasar del doce al catorce. Si los tiempos anteriores (contados
en años, en minutos o en segundos) son infinitos, no se podrá llegar
a ningún momento: no podríamos haber llegado al día de hoy. No po-
dríamos estar ahora leyendo estas páginas, ni mucho menos podría-
mos llegar nunca a la hora de tomar el aperitivo.
Algunos filósofos ateos no quieren aceptar de ninguna manera
que pueda existir un Ser eterno que haya existido siempre. Prefieren
pensar que en algún momento no hubo ser alguno, reinando la nada
absoluta —si puede pensarse una cosa así—. Pero la nada es estéril,
no tiene gérmenes de nada, no tiene ni siquiera fluctuaciones sutiles
de alguna cosa, ya que esa cosa ya sería algo. Por eso, la nada está
condenada a seguir igual de vacía para siempre, por toda su eterni-
dad. Si hay la nada, no puede aparecer ser alguno. Se equivocan,
pues, estos ateos. Un Ser eterno es necesario, pero este ser no es el
universo, que es mudable y no puede ser eterno. El Ser eterno y ne-
cesario, ya lo sabemos... es Dios.
Un tiempo un poco largo 41
Nuestro mundo es, por lo que hace al movimiento, comparable a
un reloj de cuerda. Si lo observamos durante un rato, vemos que el
reloj parece autónomo: no se ve que dependa de nadie para proseguir
en su incesante tic tac. Pero cuando se observa durante más de una
semana, uno se da cuenta de algo trascendental: el reloj se para, y
una vez en dicho estado, es incapaz de reiniciar la marcha por sí mis-
mo; precisa de alguien que le dé cuerda.
Nuestro universo tiene también una determinada cantidad de
«cuerda», a la que los físicos llaman energía libre. No me refiero a la
energía total del universo, ya que ésta se mantiene constante, sino a
la energía capaz de producir un trabajo útil. Esta energía libre dismi-
nuye inexorablemente con el tiempo y es incluso una medida del pa-
so del tiempo, que puede estimarse por la disminución de la cantidad
del combustible cósmico por antonomasia, el hidrógeno. Esta reali-
dad probada por las ciencias físico-cosmológicas nos lleva a pensar
en una cuestión metafísica ineludible: ¿quién le dio cuerda al reloj
del cosmos?
Los agnósticos no quieren pensar en esta pregunta porque —en
contra de todas las evidencias científicas— están convencidos de que
en el mundo existen objetos que se mueven por sí mismos, como «re-
lojes» que no precisan de nadie que les dé cuerda para moverse. Para
defender esta postura presentan dos ejemplos típicos: el automóvil y
el caballo, y hay que reconocer que son ejemplos bien escogidos, por-
que a primera vista parece que se mueven sin causas externas; parece
que el movimiento nazca en su mismo interior.
VII
La cuerda del reloj
Pero basta una simple inspección para descubrir que ni uno ni
otro son autónomos en su movimiento. Ambos requieren un com-
bustible que les viene de fuera: gasolina para el coche, alimento pa-
ra el caballo.
Es perder el tiempo dedicarse a buscar algún móvil autónomo.
Realmente no existe ningún móvil que se mueva por sí mismo. No
necesitamos ampararnos en la física contemporánea para defender
esta tesis; basta considerar la esencia misma del movimiento. Mo-
verse es pasar de una forma de ser (o de estar) a otra. Ahora bien, ca-
da forma de ser (o de estar) queda definida por un «estatuto» —si se
me permite la comparación legal— que dice cuáles son las propie-
dades del ser en cuestión y por lo tanto, cómo reaccionará ante los
estímulos externos.
Moverse por sí mismo significaría que el «estatuto» que deter-
mina una forma de ser pasaría a determinar otra forma de ser distin-
ta, como si un «estatuto» determinara dos formas de ser al mismo
tiempo. El movimiento por sí mismo equivale, por ejemplo, a que las
propiedades de una línea recta pasen a determinar una línea curva.
Esto es imposible porque es contradictorio. Cuando una regla recta
se curva no ha sido gracias a su estatuto de rectilinidad, sino gracias
a algún forzudo que la ha curvado desde el exterior.
En todas partes observamos esta tendencia de los seres a adoptar
sus formas de equilibrio en las que permanecen a no ser que alguna
fuerza exterior los saque de allí.
Las propiedades de un ser (su «estatuto») en sí mismas no causan
modificación en él, sino que determinan lo que él es y cómo se mo-
dificará si se pone en relación con algo exterior a él. Por ejemplo, las
propiedades de una piedra que sostiene mi mano no determinan por sí
mismas su caída al suelo, porque si lo hicieran habría en el mundo una
gran contradicción ya que la piedra debería caer por sus propiedades
intrínsecas, y en cambio no cae cuando está sostenida. Lo que hace
caer la piedra no son sus propiedades (su estatuto ontológico) por sí
mismas, sino el hecho de entrar en cierta relación con algo exterior a
ella: el campo gravitatorio terrestre. Esta cierta relación con el campo
sólo se hace posible cuando la mano suelta la piedra.
Otra forma más sencilla de ver lo mismo es considerar que una
piedra puede moverse hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia arri-
44 Pero, ¿quién creó a Dios?
ba o hacia abajo; por tanto su movimiento en un sentido u otro no
puede estar determinado por su estatuto ontológico por sí solo, ya
que de ser así, un mismo estatuto determinaría todos los posibles mo-
vimientos de la roca, y ella por fuerza debería quedarse quieta, al es-
tar solicitada en todas direcciones. No es, pues, el estatuto de la roca
lo que la lleva a moverse, sino el hecho de ponerse en relación con
algo exterior a ella, como por ejemplo la mano de un forzudo.
El movimiento siempre expresa una relación y se verifica gracias
a una relación entre seres; por eso es absurdo hablar de un ser que se
mueve por sí mismo.
Este razonamiento viene a confirmar algo que la intuición mues-
tra claramente y que las ciencias comprueban constantemente, hasta
el punto de que se han dado leyes que son, de una forma o de otra,
expresiones de este principio tan general. Recordemos la ley de la
inercia, según la cual todo cuerpo continúa en su estado de reposo o
de movimiento uniforme, a no ser que intervenga una fuerza exterior.
El movimiento uniforme, a diferencia del movimiento acelerado, de-
be considerarse una permanencia, una forma de no modificar el pro-
pio estado. No se modifica el estado cinético o energético del ser. Se
permanece en el estado energético creado en un momento dado; ello
lleva a modificar la posición, pero no las propiedades del ser, entre
las que se cuenta su energía.
Incluso el movimiento uniforme en el espacio no depende tam-
poco de las propiedades del ser, sino que tiene su causa fuera de él,
en un momento alejado del tiempo.
Perdóneme el lector por alargarme tanto en esta cuestión. De ahí
a demostrar la existencia de Dios falta muy poco porque este princi-
pio de la «no autonomía» del movimiento es el puntal de la demos-
tración por el movimiento, y el que lo admite está perdido —o está
salvado, según se mire— porque a partir de él Dios aparece rápida-
mente. Vamos a verlo.
DIOS COMO CREADOR DE LA ENERGÍA
Hemos visto que los cuerpos no se mueven por sí mismos, sino a
causa de otros. Éstos otros, para mover, han de ponerse en relación
La cuerda del reloj 45
con el ser movido, y este «ponerse en relación» es un movimiento
que debe ser explicado por otros. A éstos otros les ocurre otro tanto,
con lo cual hemos de recurrir nuevamente a otros, a los cuales les pa-
sa lo mismo, y así indefinidamente. No podemos seguir de esta ma-
nera hasta el infinito, no sólo porque no existe el infinito en la reali-
dad física, como ya vimos, sino por una razón mucho más inmediata.
Ninguno de los seres de esta serie infinita tendría poder para explicar
el movimiento por sí mismo, porque para mover, cada uno de ellos
debería moverse a fin de ponerse en cierta relación con sus vecinos.
Pero si ninguno de los seres de esta serie es capaz de explicar el mo-
vimiento, tampoco el conjunto de todos ellos podrá conseguirlo.
Aclaremos este galimatías con un ejemplo clásico. Un vagón de
tren de carga no se mueve por sí mismo, pero es capaz de transmitir
el movimiento que le da el vagón que tiene a su lado. Ahora supon-
gamos una cadena infinita de vagones de carga empujándose unos a
otros. ¿Piensa alguien que así quedaría explicado el origen del movi-
miento de ese tren? Ninguno de esos vagones se mueve por sí mismo,
¿por qué se va a mover por sí misma una colección infinita de ellos?
¿No es más razonable pensar que un tren necesita una locomotora en
alguna parte? ¿Realmente piensa usted —por muy ateo que pueda
ser— que un tren de infinitos vagones incapaces todos ellos de mo-
verse por sí mismos se moverá alguna vez por sí mismo ya que unos
vagones empujarán a los otros? ¿De verdad piensa usted que un tren
infinitamente largo no necesita locomotora para moverse?
Pues ahora consideremos lo que ocurre en el mundo. Ningún ser
es capaz de moverse por sí mismo, y sin embargo, existe movimien-
to en el mundo. Es, pues, necesario que exista alguna «locomotora»
en alguna parte.
La «locomotora» del mundo no es un ser que se mueve por sí mis-
mo, porque ya vimos que eso es imposible. La «locomotora» del
mundo es un ser que mueve sin requerir ser movido por otro; es de-
cir, un ser que no necesita ponerse en relación con los seres del mun-
do para moverlos por la sencilla razón de que siempre está en relación
con ellos. Es un ser que constantemente establece las condiciones pa-
ra una transmisión de una energía creada por Él en cierto momento.
Este ser no pertenece al mundo, ya que los seres del mundo son
incapaces de mover a otros si no son ellos mismos movidos. Ese ser,
46 Pero, ¿quién creó a Dios?
la «locomotora» del mundo, ha sido llamado «primer motor», y es
Dios.
Antes de ver algunas cosas de esta «locomotora», respondamos
a una objeción fundamental que suele hacerse a esta argumentación.
¿No podría darse una cadena de causas cíclica? ¿No podría ser el
mundo como un pez que se muerde la cola?
El agnóstico piensa en la inmensidad del universo. Es tan enor-
me el número de cuerpos que hay que considerar que, después de
todo, con un poco de bruma de por medio es fácil imaginar que el
sistema funcione por sí mismo después de que las causas del movi-
miento hayan recorrido un camino circular muy tortuoso para regre-
sar al punto de partida. Pero, por fortuna, la teoría de sistemas nos
enseña a estudiar las cosas dividiéndolas en bloques. Si dividimos al
universo en dos bloques: A y B, resultará entonces que A es la causa
del movimiento de B, y a su vez, B es la causa del movimiento de A.
Eso lo podemos comparar con lo que sucede al intentar explicar por
qué Agustín le pegó una bofetada a Pedro. Resulta ser que lo hizo
porque Pedro le había pegado a él. Pero Pedro había pegado a Agus-
tín porque éste le había pegado a él.
No sé si a los escépticos esta «explicación» cíclica de las bofeta-
das les parece convincente. A mí me parece que no explica nada en
absoluto, porque nadie sabe al final quién es realmente el responsa-
ble de esta agresividad aparecida en el mundo. Ni Pedro ni Agustín
son los culpables, pero, por otra parte, la culpa es de los dos.
Las cadenas de causas cíclicas, como vemos, no explican la ver-
dad acerca del origen del movimiento: sólo lo envuelven en una bru-
ma que lo hace apto para el gusto de la filosofía escéptica.
Cuando los instrumentos eran de cuerda, la gente se encontraba
a menudo con su reloj parado y podía entender que el comienzo del
movimiento tenía que ver con una voluntad: la voluntad de dar más
o menos cuerda al reloj. Ahora los relojes son de cuarzo y parecen de
duración indefinida, y la gente se olvida de que su reloj tiene una
energía libre limitada y de que la pila que lo alimenta no es eterna ni
mucho menos. De vez en cuando tiene que ir a la tienda a comprar
otra pila y no cae en la cuenta de que la energía de esta pila ha sido
acumulada por una voluntad humana. Una vez creada, la energía se
conserva y se convierte, pero en su origen está una voluntad.
La cuerda del reloj 47
Hay una cierta energía en el mundo; una cierta cuerda... y eso me
recuerda que en los relojes también hay una cierta cantidad de cuerda:
precisamente la que ha dispuesto la voluntad del relojero o la volun-
tad del propietario del reloj. La energía del mundo se conserva, pero
se degrada, pasa a unas formas que tienden a repartirse homogénea-
mente en el espacio imposibilitando la realización de trabajos útiles.
Las formas útiles de la energía se consumen como la cuerda de los re-
lojes, y existen en cantidades inmensas pero limitadas. Como en los
relojes, su origen hay que ir a buscarlo en una voluntad exterior al sis-
tema. Esa voluntad decidió cuánta energía hacía falta y cómo había
que distribuirla. Esa voluntad se puede llamar como usted quiera, pe-
ro existe y es exterior al mundo, como el relojero es exterior al reloj.
Estábamos hablando del primer motor: aquél que establece una
relación permanente de conocimiento y de voluntad creadora de mo-
vimiento con todos los seres del universo, sin experimentar cambio
alguno en sí mismo. Al no cambiar, no precisa ninguna causa previa
de movimiento. El primer motor mueve sin ser movido, a diferencia
de todos los motores del mundo, que para mover han de ser movidos
desde fuera.
Tras un breve desconcierto ante esta antigua prueba, el agnósti-
co consiente en aceptarla; después de todo no hay nadie que haya po-
dido rebatirla como no sea negando el principio de causalidad, pero,
con todo, se reserva el derecho de hacer una irónica observación:
—¿Así que Dios es una especie de locomotora?
Bien sabemos que nadie ve con buena cara a los que rezan a las
locomotoras. El agnóstico puede admitir la existencia de una cierta
locomotora indescriptible y extracósmica, a la que nadie reza y a la
que nadie que esté en sus cabales dedica más de un minuto de con-
sideración.
Pero el agnóstico no ha entendido lo principal de esta prueba; no
ha comprendido lo que es el movimiento ni lo que significa en reali-
dad la figura de una locomotora.
Ciertamente, Dios es una locomotora extracósmica, del mismo
modo que podríamos decir que el hombre es una locomotora que
mueve los avances científicos, las creaciones musicales, literarias y
pictóricas y la evolución de las tecnologías. Este tipo de locomotora
(la humana) ya no recuerda tanto una máquina de vapor, porque el
48 Pero, ¿quién creó a Dios?
movimiento que promueve no es sólo el mecánico, sino un movi-
miento mucho más sutil, que pertenece al orden del espíritu. Aun y
así, en este orden el hombre requiere todavía un impulso exterior;
sobre todo porque la voluntad, que es la esencia de esta locomotora,
requiere motivos externos.
Dios es una voluntad creadora, que tiene en sí mismo todos los
motivos que se requieren para que los seres del mundo inicien el mo-
vimiento físico y espiritual. Dios es inteligente, porque el movi-
miento sigue leyes coordinadas que requieren inteligencia, aunque
esto lo veremos mejor en otras pruebas.
Dios es, pues, una voluntad inteligente, es decir, un Alguien per-
sonal, a quien bien se puede rezar, que quiere decir, hablar y amar.
La prueba de la existencia de Dios a partir del movimiento de los
seres ha sido intencionadamente mal interpretada por algunos positi-
vistas, pero, como acabamos de ver, ni el principio de inercia ni el
principio de conservación de la energía se oponen a ella en absoluto.
Cualquier porción de la energía cósmica requiere ser explicada en su
origen, y no digamos su totalidad, por mucho que se conserve. Ade-
más tenemos el segundo principio de la termodinámica que, sin ser
una demostración, ayuda mucho a aceptar empíricamente lo que di-
ce la prueba por el movimiento. En el universo, según el segundo
principio, va disminuyendo el orden; eso significa que en su origen
había un orden máximo, en el sentido físico: una situación energéti-
ca de altísima improbabilidad. El paso del tiempo ha ido llevando a
situaciones cada vez más probables, más desordenadas. Las leyes del
mundo, las leyes «estratónicas» tienden a desordenarlo cada vez
más. ¿De dónde y a partir de qué ley estratónica o intramundana pu-
do aparecer el orden inicial?
Los descubrimientos contemporáneos no sólo no han invalidado
la vieja prueba sino que la han revitalizado enormemente, hasta el
punto de hacerla casi palpable. Es lo que vamos a ver a continuación.
SIMULACIÓN DEL MOVIMIENTO FÍSICO
El movimiento físico puede ser simulado («imitado») en un mo-
nitor de ordenador. Este tipo de simulaciones permitió en su mo-
mento llegar a la Luna y a los planetas del sistema solar.
La cuerda del reloj 49
Las cosas del mundo pueden ser representadas por medio de pun-
tos en el espacio de una pantalla. Los puntos se mueven simulando el
movimiento de las cosas, siguiendo unas leyes determinadas en el
programa del ordenador. Cuando dos puntos, a los que se asignan
ciertas características, se encuentran, reaccionan según la dinámica
prevista en las leyes del mismo programa. Un sistema de puntos pue-
de moverse durante cierto tiempo, mientras se disponga de todo el
conjunto de leyes que hacen falta para todas las situaciones. Ante si-
tuaciones imprevistas, los dos puntos que se encuentran no reaccio-
nan en absoluto; la dinámica se detiene y un anuncio insistente y per-
turbador nos avisa: «¡Error en el sistema! ¡Error en el sistema!» Que
suceda esto en el monitor de nuestros ordenadores es algo que tiene
mucho que ver con la demostración de la existencia de Dios.
Estas paradas tan irritantes nos indican que el movimiento de un
punto (que representa un ser del universo) es algo que se explica por
medio de dos tipos de causas a las que podríamos llamar históricas y
actuales. Las causas históricas corresponden a toda una secuencia de
movimientos anteriores de otros puntos, que ha terminado con una
interacción que ha hecho mover a nuestro punto. Las causas actuales
son todo un conjunto de condiciones y leyes que determinan que el
movimiento se produzca y que sea de cierta manera. Estas causas ac-
tuales se subordinan unas a otras como las rutinas y subrutinas de un
programa y dependen todas ellas de la operatividad del programa, de
la energía del ordenador, y, en última instancia, de la inteligencia y
voluntad del programador.
Es inútil intentar explicar el movimiento de los cuerpos partien-
do sólo de las causas históricas. Sin las causas actuales la dinámica
se detendría: los cuerpos no sabrían lo que deben hacer. Observemos
bien ahora la analogía: la pantalla del monitor representa el mundo
de los seres reales en un proceso de evolución histórico. Para que se
dé algún tipo de movimiento en la pantalla es absolutamente im-
prescindible que esté conectada a un ordenador donde se hallan las
leyes del movimiento. En el mundo ocurre lo mismo: los seres rea-
les están en el universo, que viene a ser como una gran pantalla tri-
dimensional. Se hace necesario que el universo esté «conectado» con
su ordenador, con el ser que posea las condiciones y las leyes del mo-
vimiento; un ser exterior al universo y causa primera de su movi-
miento. A ese ser se le llama Dios.
50 Pero, ¿quién creó a Dios?
Los agnósticos podrían alegar que el universo no es análogo a
ningún monitor tridimensional dependiente de un ordenador. Según
el escéptico, cada ser del mundo podría tener incorporado un manual
de instrucciones que le indicaría cómo debe comportarse en cada cir-
cunstancia, sin necesidad de tener que depender del programa de un
ordenador central.
El manual de instrucciones en que piensa el escéptico no es otra
cosa que lo que llamamos las leyes del universo. Ya vimos en el ca-
pítulo III que Estratón estaba equivocado y que las leyes del univer-
so no son, en realidad, explicables por el propio ser del universo, si-
no que son la expresión constante de la voluntad de Dios. No voy a
repetir ahora los argumentos dados en dicho capítulo, sino que me li-
mitaré a poner unos ejemplos que nos brinda la ciencia y la tecnolo-
gía actuales, para ilustrar el concepto de causas actuales y su depen-
dencia de una causa externa.
Abrir una puerta con un mando a distancia es bastante fácil; bas-
ta apretar el botón. El que lo hace siente el inmenso placer de pensar
que es un buen abridor de puertas porque lo hace sin ninguna dificul-
tad. Pero ¿realmente es el que aprieta el botón el que abre la puerta?
Sin lugar a dudas el que aprieta el botón está involucrado en la ope-
ración; sin su voluntad y su movimiento no se abriría la puerta. Pero
si el mando a distancia no tuviera pilas la puerta tampoco se abriría.
Si el mando a distancia estuviera estropeado o si el dispositivo que
hay dentro de la cerradura funcionara mal, tampoco se abriría la puer-
ta. Si el mando a distancia correspondiera a otra cerradura, la puerta
seguiría sin abrirse. Como vemos, el hecho de que se abra una puerta
al accionar el mando depende de muchos factores y de muchas leyes.
Una de estas leyes es la ley de la resonancia. Esta ley podría ser una
ley elemental o bien podría depender de otras, pero tarde o temprano
tendremos que llegar a una ley elemental de la naturaleza, una ley fí-
sica que no dependa de otras. Esta ley no se fundamenta en nada de
este mundo —si lo hiciera ya no sería una ley elemental— ni se fun-
damenta tampoco en un principio matemático, porque la matemática
da razón únicamente a las relaciones entre números y figuras, pero no
obliga a ningún movimiento. La matemática nos dice en qué punto
encontraremos a un objeto que siga un movimiento circular al cabo de
cierto tiempo, pero no puede obligar a ningún objeto a seguir un mo-
vimiento circular, ni siquiera a moverse de alguna manera.
La cuerda del reloj 51
Esa ley elemental tiene su fundamento constante en una volun-
tad que permite todo movimiento, hasta el punto de que si ella cesa-
ra, cesaría esa ley y cesaría todo movimiento en el mundo.
La ley está impresa en un campo que no se ve: es un campo men-
tal, un campo que Dios crea y que mantiene en el ser. Este campo ac-
túa de forma similar al programa de un ordenador que contiene las
leyes de movimiento de los «cuerpos» en su monitor. Los «cuerpos»
del monitor son figuras que representan objetos cósmicos. Se acer-
can unos a otros y, cuando se encuentran, el programa decide cómo
tienen que reaccionar.
Prescindamos ahora del mando a distancia y vayamos al ejemplo
que ponen siempre los estratónicos como demostrativo de que los
cuerpos actúan según leyes internas autosuficientes. Ciertamente en-
contramos lo más natural del mundo que nuestra mano haga «fuer-
za» contra un objeto y lo mueva. Pero la cosa es más misteriosa de
lo que parece. Tanto si atendemos a nuestra voluntad y a lo que la ha-
ce posible, como si atendemos al movimiento del músculo que ac-
ciona la mano, nos encontramos con un brumoso encadenamiento de
causas actuales. El músculo se contrae porque unas fibrillas se desli-
zan entre sí. Este deslizamiento se debe a que ciertas moléculas ener-
géticas (llamadas ATP) experimentan un fenómeno de hidrólisis (un
tipo especial de rotura), y esa hidrólisis viene determinada por la ac-
ción de ciertos movimientos electrónicos, y, naturalmente por la in-
teracción de ciertos campos... y esos campos interactúan obedecien-
do cierta ley elemental. Volvemos a lo mismo. Las leyes elementales
no tienen ulterior explicación por las causas mundanas y son la ma-
nifestación universal de Dios en lo más recóndito. Dios hace posible
el movimiento de una forma callada y poco visible; de la misma ma-
nera que un programa de ordenador hace posible la animación de un
juego que parece (y es en cierto modo) llevado por los jugadores. Si
el programa se modificara, habría sorpresas (que en el mundo se lla-
man milagros) en el monitor de ordenador. Si el programa desapare-
ciera, el juego quedaría parado, por más que los jugadores acciona-
ran sus mandos a distancia. En realidad, como veremos en otro
capítulo, la desaparición del programa haría desaparecer las figuras
mismas del monitor.
Si Dios se marchara de vacaciones, el mundo se apagaría como
un televisor al que se desconecta la energía eléctrica. Dios conserva
52 Pero, ¿quién creó a Dios?
la energía del mundo, y por eso son válidas las famosas leyes de con-
servación que descubren los físicos en sus laboratorios.
El mundo en que vivimos es un programa en marcha con unas le-
yes que permiten cierta autonomía e incluso libertad, pero su anima-
ción y su existencia dependen de Alguien que está fuera del monitor
cósmico: Alguien que fundamenta constantemente el movimiento y
el ser del mundo. Hace veintiún siglos, esta verdad le fue inspirada
al principal representante de la teología cristiana (Pablo de Tarso), y
la plasmó en una frase célebre que dice: «En Dios vivimos, nos mo-
vemos y existimos».
LAS CAUSAS HISTÓRICAS
Hasta aquí nos hemos referido a las causas actuales del movi-
miento, que es la parte más difícil. Ahora nos toca analizar breve-
mente las causas históricas, que son las únicas que entienden los fi-
lósofos ateos.
Demócrito y Leucipo, principales representantes del ateísmo en la
Antigüedad, sabían bien que en el «estatuto» del ser no puede haber
ninguna ley que le obligue a ponerse en relación con otro, porque si así
fuera, habría una contradicción con lo que se observa en la realidad; en
efecto, un mismo ser puede entrar en relación con el que está a su de-
recha si lo golpeamos desde la izquierda, pero entrará en relación con
el de su izquierda si lo golpeamos desde la derecha. Eso significa que
no hay en su «estatuto» nada que lo obligue a ponerse en relación con
otro. Por consiguiente, toda relación que un ser establezca con otro de-
be tener su causa en otro ser que se ha puesto previamente en relación
con él. Si queremos hallar por tanto la causa del movimiento, hemos
de ir remontando esta cadena de seres que son causas del estableci-
miento de relaciones pasadas (o históricas). Y si el conjunto ha de te-
ner una explicación, si el movimiento ha de ser posible, esta serie de
seres en cadena no puede ser infinita porque en física no hay cabida
para el infinito. Ya demostramos esto en su momento.
La física cuántica viene aquí a reforzar desde el empirismo la
realidad que estamos demostrando, porque gracias a ella se ha llega-
do a la conclusión de que existen algo así como átomos de tiempo.
Siendo así, no se habría podido llegar a ninguna parte partiendo del
La cuerda del reloj 53
infinito, porque, como cada interacción causal requeriría como míni-
mo un átomo de tiempo, todavía faltaría infinito tiempo para que se
estableciera la relación actual causante del movimiento.
Ahora bien, si la cadena causal histórica es finita, por fuerza ha
de haber un primer elemento cuya relación con el siguiente se ex-
plique a través de una relación especial con un ser exterior a la ca-
dena y que no requiera a ningún otro ser anterior que explique el es-
tablecimiento de una relación entre él y el primer elemento de la
cadena. Eso sólo es posible si este ser está ya siempre estableciendo
relación con este primer elemento de la cadena (y en realidad con
todos, como veremos enseguida), y esta relación debe realizarse sin
información del exterior. La información interior es lo propio de la
inteligencia; por consiguiente sólo una inteligencia y una voluntad
creativas pueden conseguir esto.
EL PRIMER MOTOR ES DIOS
Todos los seres de este mundo van estableciendo relaciones múl-
tiples con los otros seres. No hay cadenas aisladas. Eso significa que
debe existir una perfecta sincronización y armonización entre todas
las relaciones causales del universo, de lo contrario se darían contra-
dicciones lógicas como, por ejemplo, que un mismo ser tuviera que
estar roto y entero al mismo tiempo.
Si hubiera toda una colección de seres exteriores (primeros mo-
tores) causantes de las relaciones causales, debería existir una rela-
ción entre ellos para armonizar los efectos y evitar las contradiccio-
nes; en otras palabras, para hacer posible que el mundo sea un
cosmos como realmente es, es decir, una unidad ordenada y con-
gruente, y no absurda y contradictoria. Pero entonces haría falta otro
ser que explicara esta relación entre los seres exteriores, y estos se-
res no serían independientes, sino dependientes de la información de
este nuevo ser. Es preciso, pues, que ese ser exterior especial sea úni-
co, con información autónoma acerca de la totalidad de los seres y
relacionado actualmente a través de un conocimiento activo con to-
dos los seres a quienes hace posible el movimiento.
El primer motor mueve sin ser movido, es una inteligencia y una
voluntad, y además es único. Al no ser movido por otro, no experi-
54 Pero, ¿quién creó a Dios?
menta cambios y es siempre el mismo, y por consiguiente es eterno,
en el sentido de atemporal. Al establecer relación íntima con todos
los seres del universo, es omnipresente, y al ser creador de la diná-
mica, de las leyes y del mismo ser de las cosas, ha de conocer la to-
talidad de la matemática y de la física cósmica y ha de ser omnipo-
tente en todo aquello que no se oponga a la matemática ni a la lógica.
Al tener inteligencia y voluntad, ha de ser una mente. A los seres
mentales los podemos llamar personas, por analogía a las personas
humanas. El primer motor tiene, pues, todos los atributos de Dios.
Dios es mucho más que un primer motor, y además no sabemos
exactamente en qué consiste eso de ser un primer motor, pero no hay
duda de que es un primer motor y de que, para serlo, debe existir.
La cuerda del reloj 55
Nos da la impresión de que nuestra existencia depende de lo que
nosotros hacemos. Bien es verdad que si dejáramos de comer, de be-
ber, de respirar o de excretar, sin duda dejaríamos de existir. Pero
nuestra existencia, mal que nos pese, no depende de nosotros; inclu-
so cuando dormimos y no nos damos cuenta de nada, seguimos exis-
tiendo. En realidad, si no fuera porque los científicos hacen esfuer-
zos enormes por comprender el funcionamiento de los órganos y de
los sistemas, ni siquiera sabríamos lo que ocurre cuando hacemos
cualquier actividad vital. Es evidente, pues, que nuestra existencia no
depende, en última instancia, de nosotros.
Después de esta primera «desilusión», pasamos a creer que nues-
tra existencia depende de la existencia de nuestro cuerpo. El cuerpo es
algo que persiste, que se mantiene y parece ser el responsable de nues-
tra existencia. Pero, si lo miramos bien, la existencia de nuestro cuer-
po depende de muchas cosas completamente ajenas a él. Pensemos en
lo que le ocurriría a nuestro cuerpo si desapareciera la presión de la at-
mósfera que nos rodea. La presión interna se vería descompensada y
explotaríamos. Si eso no fuera lo bastante espectacular, la falta de oxí-
geno nos llevaría a la asfixia y a la muerte. Yendo un poco más lejos
en el espacio, si faltara el Sol, nuestro cuerpo se helaría y dejaría de
existir como tal por falta de energía. Nuestro cuerpo no es, pues, la úl-
tima explicación de nuestra existencia. Hay que seguir indagando en
cada uno de los factores que hacen posible esa existencia.
Se nos ocurre que tal vez la presión atmosférica sea algo que no
depende de nada ulterior. Pero no es así: no habría presión sin la exis-
tencia de moléculas moviéndose en estado de gas. Las moléculas son
tan pequeñas que algunos ya no querrían seguir investigando más y
VIII
Un millón de rebecas
pretenden que ellas sean la explicación de todo, y que no dependan
de nada para subsistir. Pero, de nuevo, los que piensan así deben «de-
sanimarse» con los avances de la ciencia. En efecto, se ha visto que
las moléculas dependen de los átomos; los átomos dependen de la
existencia de protones, de electrones y de neutrones. Y todos estos
componentes deben su ser a la existencia de los quarks.
Cabe preguntarse si tal vez existe alguna forma de ser que exis-
ta independientemente de cualquier otro: un ser cuyas leyes consti-
tucionales (su «estatuto» podríamos decir) no dependan de ningún
otro.
Ya sabemos que no puede haber nada así en el mundo por la sen-
cilla razón de que las leyes constitucionales son, en esencia, relacio-
nes entre componentes o partes de un sistema, y, por consiguiente,
requieren siempre ulteriores explicaciones para dar cuenta de la exis-
tencia de esas partes o componentes.
Tenemos que avanzar un poco más en nuestra investigación, por-
que estamos buscando una ley (una razón de ser) que no dependa de
ulteriores explicaciones. Esa ley tiene que surgir de un ser sin com-
posición de partes (es decir, inmaterial) y ha de explicar la persisten-
cia en el ser de los seres más elementales. Como se da la circunstan-
cia de que todos los seres elementales del cosmos están en íntima
relación y se complementan y adaptan entre sí, hay que concluir que
el ser del que surgen las leyes de persistencia es un ser único, y esas
leyes no son otra cosa que expresiones de su voluntad generadora de
ser. Efectivamente, sólo la voluntad puede ser autosuficiente; cual-
quier otra ley depende de una ley ulterior. Ahora bien, el ser de quien
surge esa voluntad creadora o mantenedora, es un ser voluntario e in-
teligente ya que no es cosa de tontos ni de azar la concepción de un
cosmos como el nuestro.
Por fuerza, si queremos descansar de nuestra investigación, y por
fuerza hemos de hacerlo, ya que la razón de todo no puede estar en
el infinito ni en la bruma, hemos de admitir que esa voluntad inteli-
gente tiene en sí misma la razón de su propia existencia (y por cier-
to que sólo una voluntad puede tener en sí misma la razón de su exis-
tencia). Y con ello ya hemos llegado a Dios.
Constantemente observamos a nuestro alrededor cómo van desa-
pareciendo las cosas. Nada se mantiene en su ser por mucho tiempo.
Los colores se desvanecen, los hierros se oxidan y se vuelven delez-
58 Pero, ¿quién creó a Dios?
Pero, ¿quién creó a Dios? - Alejandro Sanvisens Herreros
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Pero, ¿quién creó a Dios? - Alejandro Sanvisens Herreros

  • 1. Pero, ¿quién creó a Dios? Hacia una sociedad solidaria Alejandro Sanvisens Herreros | Astrolabio
  • 2.
  • 3. Pero, ¿quién creó a Dios? Etapa catalana: 1881-1921
  • 5. ALEJANDRO SANVISENS HERREROS PERO, ¿QUIÉN CREÓ A DIOS? Etapa catalana: 1881-1921 Tercera edición corregida EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A. PAMPLONA
  • 6. Primera edición: Marzo 2003 © 2003. Alejandro Sanvisens Herreros Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA) Plaza de los Sauces, 1 y 2. 31010 Barañáin (Navarra) - España Teléfono: +34 948 25 68 50 - Fax: +34 948 25 68 54 e-mail: eunsa@cin.es ISBN: 84-313-2074-5 Depósito legal: NA 888-2003 Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribu- ción, comunicación pública y transformación, total o parcial, de esta obra sin contar con autori- zación escrita de los titulares del Copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Artículos 270 y ss. del Código Penal). Ilustración cubierta: Luis Altarejos Tratamiento: PRETEXTO. Estafeta, 60. 31001 Pamplona Imprime: GRÁFICAS ALZATE, S.L. Pol. Ipertegui II. Orcoyen (Navarra) Printed in Spain - Impreso en España
  • 7. PRÓLOGO ............................................................................................. 9 I. Dios y el electrón .................................................................. 13 II. El Dios cuya existencia debe ser demostrada ...................... 15 III. Las «pruebas» de la inexistencia de Dios ............................ 17 IV. ¿Por qué no caen lluvias de diamantes? ............................... 25 V. ¿En qué se equivocó Estratón de Lámpsaco? ...................... 33 VI. Un tiempo un poco largo ...................................................... 39 VII. La cuerda del reloj ................................................................ 43 VIII. Un millón de rebecas ............................................................ 57 IX. La gran decisión .................................................................... 65 X. El observador universal ........................................................ 75 XI. El Señor del universo ............................................................ 83 XII. El aprendiz de brujo .............................................................. 85 XIII. El problema de la verdad ...................................................... 89 XIV. El orden cósmico .................................................................. 93 XV. El orden funcional ................................................................. 99 XVI. Aquello que los cirujanos no encontraron ............................ 125 XVII. El árbol de la ciencia ............................................................ 147 XVIII. ¿Qué vale un ser humano? .................................................... 151 XIX. La apuesta de Pascal ............................................................. 161 XX. Milagros ................................................................................ 163 Índice
  • 8.
  • 9. En el siglo XXI se sigue creyendo en Dios. Primeras figuras de nuestro tiempo atestiguan que la ciencia y el pensamiento conducen a la creencia en Dios. La cuestión merece ser revisada. En los momentos difíciles de la vida —entierros, desgracias, fra- casos— el escéptico se lamenta: «¡Quién pudiera creer! ¡Qué suerte poder creer en Dios!». No voy a negar que sea una suerte creer en Dios. Ahora bien, la suerte de creer en Dios no es como la suerte de que le toque a uno la lotería, ni como la suerte de tener una buena memoria, ni de nada que pueda estar lejos de ser conseguido por pro- pia voluntad. Quien no cree es porque no quiere ya que Dios, que es a fin de cuentas quien da la fe a quien la desea, existe, y su existen- cia puede ser demostrada. La cuestión de la existencia de Dios no es particularmente difí- cil, pero sí muy entretenida porque algunos escépticos notables se han dedicado a atacar el fundamento de las pruebas, el llamado prin- cipio de causalidad, que, como el lector ya sabe, es también el fun- damento de toda ciencia humana. Este principio se ha enunciado de muchas maneras y es un corolario de otro más general: el principio de razón suficiente. En su forma más usual dice lo siguiente: «Cual- quier aparición de alguna cosa requiere una explicación, a la cual lla- mamos causa». El escéptico se ve obligado a negar este principio —y así lo ha- cen eminentes ateos— y en su lugar debe aceptar otro, —el contra- rio—, que reza así: «Puede haber apariciones de cosas que no re- quieran absolutamente ninguna explicación». Prólogo
  • 10. Es un poco paradójico, pero el escéptico se obliga a sí mismo a creer en la posibilidad de apariciones fantasmagóricas de cosas es- trambóticas en cualquier momento, sin causa ni razón, y debe consi- derar —si se atiene a su filosofía— que esas apariciones son lo más natural del mundo. Antes de empezar a tratar estas delicadas cuestiones y de aden- trarnos en las pruebas de la existencia de Dios, tendremos que dar un concepto de Dios al cual nos podamos referir. El concepto de Dios ha de ser el mismo para la filosofía que para la religión —sea la re- ligión que sea—; de lo contrario, tendríamos que adoptar otro térmi- no. ¿Quién es Dios?: Dios es un ser adimensional y eterno, con vo- luntad e inteligencia, creador de todo cuanto existe excepto de sí mismo, y presente también en todo, pero sin identificarse con ningu- no de los seres creados ni con el universo. Al crear, Dios da un sen- tido o finalidad a todo lo creado y este sentido es la base de la mora- lidad humana. Siempre que doy esta definición hay alguien que pregunta intri- gado: «Bien, y a Dios ¿quién lo creó?». Quien hace esta pregunta no ha caído en la cuenta de que en la definición de Dios está el atributo de eternidad. Si Dios se define como eterno, no cabe preguntar quién lo creó, como si hubiera tenido un comienzo. Dios no ha comenzado a existir en cierto momento, sino que ha existido siempre. Por eso no debe resultar extraño que nadie lo creara. La idea de una existencia eterna, tan repugnante para algunos, se hace necesaria cuando se contempla desde la perspectiva correcta. Esta perspectiva se encuen- tra cuando se intenta pensar en la nada. La nada absoluta es tan estéril que no permite ningún desarro- llo puesto que no hay nada que desarrollar, ni ningún crecimiento, pues no hay nada que pueda crecer, ni ninguna aparición, como no sea contraviniendo al principio de causalidad. Tan sombría es la na- da absoluta que, si alguna vez se hubiera podido dar, jamás se ha- bría producido nada y nadie podría estar aquí ahora leyendo estas líneas. Así que, ya que estamos aquí, podemos estar completamen- te seguros de que jamás se dio la nada absoluta. Siempre hubo ser. El ser que siempre hubo es necesario que existiera, y no es el uni- verso, ya que, como es sabido, el universo no es eterno sino que tu- 10 Pero, ¿quién creó a Dios?
  • 11. vo un comienzo. El ser que siempre hubo es el ser que dio origen al universo. Algunos filósofos han probado la imposibilidad de la nada abso- luta. Nosotros no vamos a intentar ahora esta proeza. Nos contenta- remos con observar al Ser eterno, es decir, a Dios, como a un Ser que permite que ahora estemos nosotros aquí leyendo estas líneas. Sin Él, el imposible reino de la nada impediría toda existencia. Él, en cam- bio, permite nuestra existencia y toda existencia. El secreto de la eternidad de Dios y de su necesidad está en que su ser es como un campo de existencia. El concepto de campo se ha hecho familiar en física. Se habla del campo gravitatorio, del campo electromagnético... y nadie sabe a ciencia cierta de qué se está hablando. No sabemos cómo, pero en el campo está la explicación última del comportamiento de los seres fí- sicos. Todo campo es explicado por otro a un nivel superior y, en úl- tima instancia, debe haber un campo que los explique a todos y que explique su existencia: se trata del campo de existencia, que es Dios. No puede pensarse que no exista Aquél que es propiamente la existencia misma, concretada en una voluntad creadora (un amor) que origina todas las realidades del mundo. Dios es necesario: exis- te necesariamente. Es absurdo pensar que no existe, y, sin embargo, para comprender esta necesidad, deberíamos penetrar en el conoci- miento del campo de existencia; algo mucho más difícil que conocer los campos de la física moderna. Sabemos que Dios es necesario. Sabemos que Dios es como un campo de existencia que sostiene a todo ser que existe. Por eso es tan significativo que cuando el hombre pidió a Dios que le revelara su nombre, Dios dio como respuesta —que se halla en el libro del Éxo- do (3, 14)— «Yo soy el que soy». Dios es «el que es». No podíamos esperar un nombre más apropiado. No sabemos a ciencia cierta si existe o no el abominable hombre de las nieves. Unos creen firmemente en su existencia; otros se ríen con la simple mención de la palabra «abominable». La verdad es que no nos va la vida en ello. Nada cambiaría para nosotros si la ciencia descubriera que el yeti medra entre las nieves del Himalaya. La cuestión de la existencia de Dios es muy diferente. Aunque al- gunos pretendan que no tiene importancia para ellos, nadie deja de Prólogo 11
  • 12. apostar fuerte en este juego. Se apuesta la vida, su sentido, su digni- dad, su destino. Los ateos y en la práctica también los agnósticos 1 juegan al «no» y no desean pensar que se han podido equivocar. Los creyentes juegan al «sí» y ven el mundo de otra manera. Una de las reglas más conspicuas de la filosofía del «no» es el culto a la satisfacción de los deseos temporales (de placer, conoci- miento, fama, seguridad, estética...), al cual está supeditado todo. Claro está que en el mundo no todo es satisfacción y que el dolor y el sufrimiento irrumpen por doquier sin respetar edades, sexos, posi- ciones ni nacionalidades. Por eso la supervivencia del agnóstico de- pende de adquirir una cierta amnesia: amnesia de la juventud que se escapa rápidamente, de los familiares y amigos queridos muertos, del dolor que nos rodea a nosotros, a nuestros allegados, a otros des- conocidos... amnesia del conocimiento de nuestra propia muerte, de las injusticias propias y ajenas, pasadas y futuras, de los fracasos, de las nostalgias, de las angustias y desesperaciones... amnesia de la amnesia misma. El creyente tiene la suerte de no tener que invocar constante- mente todas esas amnesias, de poder encarar el sufrimiento con ilu- sión y esperanza para él y para toda persona justa. El sufrimiento se convierte en algo que tiene un sentido más allá de la vida presente: un sentido forzosamente misterioso porque desconocemos los datos principales de la relación entre Dios y la naturaleza humana indivi- dual y colectiva. Evidentemente la filosofía del «sí» es más atractiva, pero mucha gente no desea aceptarla por temor a perder lo que llaman «calidad de vida», ¡y eso que algunos fuman! Dejaré para otra ocasión el aná- lisis de las auténticas causas de esa aversión al «sí». Aquí me dedi- caré únicamente a mostrar que la filosofía del «sí» es la correcta ra- cionalmente. Ya es bastante para empezar. 12 Pero, ¿quién creó a Dios? 1. El término agnosticismo fue introducido por el biólogo T. H. Huxley para referirse a la postura del que considera que las nociones de absoluto, de infinito y de Dios son totalmente inaccesibles al entendimiento humano. Los agnósticos son es- cépticos en materia de religión.
  • 13. Con frecuencia se oye decir que Dios no existe porque no puede percibirse ni imaginarse; es decir, porque no tiene referente senso- rial. Con esta forma de argumentar deberíamos negar la existencia del electrón, ya que no lo podemos percibir ni imaginar: no tiene nin- gún referente sensorial. Ningún científico lo representa, como se ha- bía hecho popular, como una bolita muy pequeñita. Sólo podemos describir su comportamiento por medio de una compleja función ma- temática. No hay nada de lo que vemos o tocamos que se parezca a un electrón. El electrón no puede tocarse, ni oírse, ni verse, ni olerse, ni gustarse. Tenemos noticias de su existencia por los efectos que pro- duce en la cámara de niebla, igual que sabemos que ha pasado un avión —sin verlo— por la estela que deja en el cielo. El comportamiento del electrón es, además, completamente pa- radójico y no encaja en el sentido común. Actúa complementaria- mente como una partícula y como una onda y puede estar simultá- neamente en dos lugares al mismo tiempo. No parece que ocupe ninguna situación en el espacio porque su posición nunca puede de- terminarse conjuntamente con su energía. La existencia del electrón debe deducirse, debe probarse a partir del comportamiento de la materia. Creemos que hay electrones ya que, de otra forma, no se explicarían tales y cuales fenómenos. Pero nadie ha visto al electrón —ni puede verse—. Nadie ha imaginado al electrón —ni puede imaginarse—. Pues bien, la existencia de Dios debe deducirse también; debe probarse a partir del comportamiento y de la existencia del mundo. I Dios y el electrón
  • 14. Creemos que hay Dios; de otra forma no se explicaría la existencia del mundo, ni sus leyes —como veremos—. Ahora bien, igual que ocurre con el electrón, Dios no puede verse ni imaginarse, pero esto ya no debería ser un obstáculo para un buen pensador del siglo XXI. 14 Pero, ¿quién creó a Dios?
  • 15. Para empezar hemos de eliminar dos conceptos falsos de Dios. El primero concibe a Dios como a un ser hipotético que surgió de la necesidad del hombre de explicar los misterios de la ciencia. Es un dios tapaagujeros, cuya existencia requiere nuestra ignorancia de las leyes naturales. A medida que la ciencia avanza, ese dios disminuye hasta hacerse insignificante. Un dios así es como un mecanismo in- necesario que va siendo descartado por la ciencia. El segundo concepto falso concibe a Dios como a un ser surgido de la necesidad del hombre de satisfacer sus deseos y de tranquili- zarse de sus miedos. Con el avance de la técnica, ese dios se desva- nece por completo. La tecnología le proporciona al hombre bienes, salud y satisfacciones, y elimina sus miedos. Si pensamos en lo que ocurriría si la ciencia y la técnica llegaran a su fin, entonces empezaríamos a entender quién es realmente el Dios cuya existencia debe ser demostrada. Cuando la ciencia llegue a su fin, conoceremos todos los meca- nismos naturales y sus ecuaciones y entonces nos daremos cuenta de que hace falta un ser que insufle poder a esas ecuaciones cósmicas y que proyecte las leyes que rigen el universo y la vida. Esas leyes son extra-científicas. En última instancia la ciencia es descriptiva: no va más allá de las leyes últimas —tendremos ocasión de profundizar más en este punto—. Cuando la técnica llegue a su fin, habrá que tomar decisiones so- bre el destino humano y universal, y entonces veremos que la tecno- logía no da ningún sentido ni al universo ni a la vida. La necesidad II El Dios cuya existencia debe ser demostrada
  • 16. de sentido que el hombre tiene para todos sus actos, la tiene también para su vida entera, y la tecnología no se lo ofrece. Dios es el fundamento de las leyes que rigen el mundo y el pro- yectista que da un sentido al universo, a la vida y al hombre. Éste es el Dios cuya existencia debe ser demostrada. Esta definición no es más que una concreción de la dada en el prólogo, porque es una ex- plicitación del concepto de creador. Antes de dar paso a las demostraciones, veamos una analogía del concepto de Dios. Un ser muy inteligente procedente de cierta galaxia se encuentra un día con una caja de música de la Tierra. Al abrirla suena una can- ción que habla de una tal Susana. Al extraterrestre le parece que hay dos posibilidades: o bien la canción que sale de la caja se explica por medio de un «duende-dios», o bien puede explicarse perfectamente por mecanismos científico-técnicos. El extraterrestre, tras una minu- ciosa investigación, acaba hallando todos los resortes y las tarjetas perforadas y las ruedas dentadas, y las cuerdas que acaban de expli- car hasta el más mínimo detalle todo el funcionamiento de la caja de música. Plenamente satisfecho de su trabajo, concluye: «No hace falta ningún «duende-dios» para explicar el funcionamiento de esa caja. Todo el mecanismo queda explicado a través de un ingenioso siste- ma de ruedas y muelles, detalladamente descrito en mi informe. No hace falta nada más.» Lástima, diremos nosotros: la primera parte de esta declaración donde descartaba al falso dios, al «duende-dios» y lo sustituía por un mecanismo científico-técnico, era correcta, pero la segunda parte, donde manifiesta que «no hace falta nada más», es patentemente fal- sa, porque lo que falta es, precisamente, lo más importante: el ser que diseñó la caja, que ordenó las cosas según cierta disposición, que compuso la música y que la dedicó a una tal Susana. Ese ser es ne- cesario si queremos explicar la caja de música, pero el extraterrestre muy inteligente jamás lo encontrará con su metodología científica: esa metodología se queda sólo en el mecanismo, pero no alcanza al diseño y al sentido. 16 Pero, ¿quién creó a Dios?
  • 17. Antes de empezar a considerar las pruebas de que Dios existe, nos asalta la tentación de ocuparnos en otras cosas, porque circulan cier- tas «pruebas» de que Dios no existe, y nadie quiere perder el tiempo en naderías. Revisemos pues, primero, estas supuestas pruebas. La más impresionante se articula de la siguiente manera: 1. Si Dios existiera, impediría el mal. 2. Existe mal en el mundo. 3. Luego, Dios no existe. Esta «prueba» parece especialmente convincente cuando el mal se concreta en forma de niños inocentes que sufren duros tormentos, o de catástrofes imponentes que torturan a miles de personas, ... y es aplastante cuando el mal afecta directamente a uno mismo o, sobre todo, a personas muy queridas y se hace irreversible o irreparable porque acaba con la muerte. No pretendo escandalizar a nadie diciendo que la primera premi- sa de esta «prueba» es falsa. En efecto: Dios permite el mal. Así pues, la «prueba» contra su existencia desaparece. El problema es que algunos desconfían y se irritan porque no quieren creer en un Dios que permita el mal. Un Dios así, dicen, ha de ser por fuerza malvado o impotente; no puede ser bueno y omnipotente. Razonan así: «Si fuera bueno no querría el mal, y si fuera omnipotente, impe- diría el mal». Si Dios no quiere el mal, entonces ¿por qué permite que exista? La respuesta es simple, aunque enigmática: Dios impide muchos males, pero no todos. No impide aquéllos cuya eliminación suponga III Las «pruebas» de la inexistencia de Dios
  • 18. la destrucción de la libertad humana, y aquéllos cuyo desarrollo evi- te males mayores, o produzca bienes importantes. ¿Y qué bien importante puede proceder de la muerte de alguien? Si se cree que la muerte termina con todo, entonces, evidente- mente no puede esperarse en ningún bien después de la muerte, pe- ro si se cree en una vida eterna tras la muerte física, entonces pueden esperarse todo tipo de bienes y una total compensación por parte de la justicia de Dios. Gran parte del mal puede ser considerado como un medicamen- to amargo para la Humanidad: un medicamento que a veces deben tomar unos para provecho de otros, como cuando en un organismo, ciertas células se sacrifican en beneficio del conjunto. El sufrimien- to produce desarraigo, y no hay mal mayor que el arraigo a las cosas del mundo cuando ello comporta un alejamiento de Dios. El sufri- miento es la otra cara de la moneda del amor de Dios. La moneda es demasiado valiosa para despreciar el sufrimiento. Los escépticos consideran que el sufrimiento es absolutamente inútil. ¿De verdad lo es? Permita el lector que le recuerde aquella cruel caída de la bicicleta que le tuvo inmovilizado durante días y que tuvo lugar en su infancia. Sus entonces omnipotentes padres hu- bieran podido evitar aquel golpe porque lo presentían, dándole una bici más pequeña, o impidiéndole ensanchar su espacio de pruebas, o yendo detrás suyo, pero no lo hicieron porque esperaban un bien mayor asumiendo aquel riesgo: querían que su hijo adquiriera mayor destreza, menor dependencia, mayor prudencia. Ciertamente un gol- pe te hace pensar en disminuir la velocidad la próxima vez. El padre no perdona las molestias (y el dolor) de la vacunación en sus hijos. Los médicos ya no recomiendan las «chichoneras», que sin duda evitaban muchos «chichones» a los niños. Supongo que el lector sabe por qué. No hay nada peor en el mundo que un niño mi- mado o consentido; es decir, que un niño al que se ha evitado todo dolor o frustración. El dolor, no sólo es preventivo, sino que también es curativo. El niño malcriado al que hemos aludido sólo conseguirá dejar de ser el centro de la existencia a través del dolor, la frustración y el desenga- ño. El drogadicto sólo puede alejarse de su dependencia por medio de cierto sufrimiento. La única forma de conseguir cierta indepen- 18 Pero, ¿quién creó a Dios?
  • 19. dencia y libertad interior consiste en experimentar el sufrimiento de la soledad, la separación, la añoranza... Sólo los que se exponen al ridículo, al desprestigio o a la crítica consiguen superar el miedo o la timidez desde su infancia. Y la úni- ca forma de vencer la timidez sigue siendo exponiéndose al ridículo, al desprestigio o a la crítica. De mayores estos males son más lace- rantes y más temibles, y por eso son muy pocos los tímidos que sa- len de su estado. Esas cosas son bien conocidas. Lo que ya no se conoce tanto son los efectos trascendentales del dolor y del sufrimiento. Si hay unas leyes que rigen los campos físicos (eléctrico, gravi- tatorio, etc.), ¿por qué no puede haber también leyes para los cam- pos psíquicos? Si hay una resonancia física, ¿no puede haber una re- sonancia psíquica? ¿Nadie ha experimentado un estado de euforia compartida con un hermano o con un amigo? ¿No se contagia la ri- sa? ¿No se contagia el llanto? ¿Nadie recuerda aquella amistad perdida por culpa de cierta pereza, desidia o falta de entrega o de paciencia por nuestra parte? Fue la falta de capacidad para el dolor o el sufrimiento la verdade- ra causa. El sufrimiento es la única forma de reestablecer ciertas resonan- cias psíquicas entre las personas y probablemente también entre el hombre y Dios. El sufrimiento es ineludible tal como están las cosas, para poder acceder al nivel de vida al que está llamado todo ser hu- mano. Si no se sufre en esta vida, debe sufrirse en la otra. Es un hecho algo misterioso que los seres humanos estan inter- comunicados de forma tal que los efectos del dolor en unos repercu- ten en los otros, como las notas musicales en unos instrumentos ha- cen vibrar a los del mismo tono en otros. Se conocen noticias fidedignas de madres que han notado el momento exacto en que mo- rían sus hijos. El dolor implica cierto grado de conciencia (el sufrimiento aún más). Sólo los seres que son capaces de adquirir cierto nivel de vida son capaces de sentir sufrimiento, y ese sufrimiento les hace posible desarraigarse de su propio ego totalmente, para acceder a una parti- cipación en el ser mismo de Dios. No importa cuál sea el origen (ac- Las «pruebas» de la inexistencia de Dios 19
  • 20. cidental o planificado por parte de seres malvados), si el sufrimiento puede comportar algún bien en quien lo experimenta, Dios lo permi- te. Eso no significa que el hombre no tenga que luchar por minimi- zar el sufrimiento, ya que el amor, directamente puede conseguir lo mismo o mucho más que el sufrimiento. Nadie sabe si los animales de cierto grado pueden llegar también, a su manera, a participar del amor de Dios eternamente1 . El dolor del inocente es eficaz en grado sumo para conseguir el bien de aquéllos que le aman o que le amarán, y, sin duda repercuti- rá en bien suyo. Nos sentimos tanto más unidos a otros, cuanto más hemos compartido el dolor o el sufrimiento. Por eso, de alguna ma- nera Dios mismo tenía que sufrir si teníamos que unirnos a Él, pero para sufrir tenía que participar de la naturaleza humana. El cristia- nismo es, precisamente, la religión en la que Dios se hace hombre 20 Pero, ¿quién creó a Dios? 1. No faltan quienes han visto en el dolor animal el máximo obstáculo para aceptar la existencia de Dios. No ven cómo puede armonizarse la bondad de Dios con la muerte violenta y programada de las presas en las fauces de los depredado- res, y tampoco ven que haya ninguna compensación ni actual ni futura para dichas presas. El argumento falla, sin embargo, porque no tiene en cuenta la fisiología del dolor animal. Sólo determinadas clases biológicas, las que han llegado a cierto de- sarrollo cerebral, pueden experimentar dolor. Justo en estas clases existe todo un sis- tema extraordinario de mensajes de neurotransmisores, entre los que figuran los opiáceos endógenos, que se ponen en funcionamiento en el lugar y en el momento en que son necesarios. Se da la curiosísima coincidencia de que la información ge- nética para las hormonas de estrés está yuxtapuesta a la información para las subs- tancias opiáceas, de forma que en las situaciones de pánico y de ataque se liberan si- multáneamente las hormonas de estrés (encargadas de las operaciones de huida y defensa o del comportamiento de quietud y concentración) y los opiáceos endóge- nos, encargados de eliminar las sensaciones dolorosas (necesarias en otros momen- tos). Se sabe de personas que en momentos de pánico no experimentaron ningún do- lor en sus cuerpos destrozados por la metralla o las heridas en guerras y en otras situaciones. Dios pensó en el dolor animal y actúa, sin lugar a dudas, contrarrestan- do, allí donde haga falta, el mal incontrolable inflingido por el ser humano en los animales. No hay nada que nos impida pensar que la providencia de Dios llega a to- das partes. No hay ningún dolor innecesario. Por otra parte no podemos atribuir a los animales el mismo «qualia» de dolor que al hombre. Puede ser que reaccionen de la misma manera o incluso más ruidosamente (es eficaz que sea así), pero su gra- do de conciencia y de sensibilidad son muy diferentes, y sus sistemas de defensa contra el dolor son enormemente eficaces. De ninguna manera pretendo justificar aquí los malos tratos a los animales. Estoy convencido de que Dios no lo quiere, co- mo tampoco quiere que se torture ni perjudique a los seres humanos.
  • 21. para compartir todo el sufrimiento humano y alejar todo impedi- mento que se opone a la comunión entre Dios y el ser humano. La existencia de Dios es aceptable si se acepta también la creen- cia en una vida después de la muerte, y hay buenas razones para ello, aunque no es el tema de este libro. Este primer intento de demostrar la inexistencia de Dios no es, pues, concluyente. * * * En algún momento se hizo popular un argumento muy antiguo que pretendía derribar definitivamente la creencia en un Dios omni- potente. Si Dios es omnipotente —decía— será capaz de crear un ser indestructible, pero entonces no tendrá poder para destruir a este ser, y siendo así ya no podrá decirse que Dios es omnipotente. Los que proponen este argumento (¡incluso en la actualidad!) consideran que la incapacidad de destruir lo indestructible es una li- mitación de la omnipotencia. Creen haber dado con «algo» que Dios nunca podrá hacer, con una «operación» que Dios nunca podrá rea- lizar. Ahora bien, si analizamos esta supuesta «operación», nos dare- mos cuenta de que no se trata en realidad de ninguna operación, ya que las operaciones son acciones que se realizan según cierto siste- ma, manera o mecanismo conocido o desconocido, simple o com- plejo, natural o sobrenatural, pero si algo es indestructible no puede haber sistema, manera ni mecanismo posible de destruirlo. No esta- mos hablando, pues, de ninguna operación, sino de nada. Dios pue- de realizar todas las operaciones posibles. La incapacidad de hacer lo imposible no limita el poder de nadie: el de Dios, tampoco. El enemigo de cierta marca de automóviles insiste en que dichos automóviles carecen de volante «cuadrado-redondo». Sólo los incau- tos se dejarán engañar por tal acusación, ya que las personas sensatas saben que el no poseer volantes cuadrado-redondos no es ninguna limitación del valor de ningún automóvil. El volante «cuadrado-re- dondo» no puede existir, y, por tanto, en realidad no es «algo» que pueda ser deseado. La imposibilidad de realizar lo imposible no es ninguna limitación de poder. * * * Las «pruebas» de la inexistencia de Dios 21
  • 22. Tenemos que analizar todavía otra «prueba» de la inexistencia de Dios, más corriente, incluso que las dos anteriores. Se formula más o menos de la siguiente manera: 1. Dios es el creador de todo lo que existe. 2. Si Dios existe, entonces debe ser el creador de sí mismo. 3. Nadie puede crearse a sí mismo. 4. Luego, Dios no existe. Es una lástima que haya gente que no crea en Dios porque no sa- be quién es. Dios no es el creador de todo lo que existe. Dios única- mente es el creador de todo lo que existe sin ser Dios. Dios no se creó a sí mismo. Entonces, ¿quién creó a Dios? Sólo necesitan ser creadas las cosas o los seres que han comen- zado a existir, pero Dios ha existido siempre. Es eterno. Por lo tanto Dios no precisa de ninguna creación. Nadie lo creó. Sé por experiencia que esta expresión («Dios ha existido siem- pre») resulta indigesta. Un ser que ha existido siempre no es de fácil concepción porque en este «siempre» tendemos a imaginar «un tiem- po infinito» y eso es francamente imposible, aunque, dicho sea de paso, era la concepción que tenían los ateos de la materia y del uni- verso hasta hace bien poco. Dios no es un ser de antigüedad infinita, sino un ser para el cual no pasa el tiempo. Su existencia es un presente permanente. Existe, no porque haya sido creado, sino porque no es posible su «no exis- tencia». Él es, precisamente el «campo de existencia», el ser que ha- ce posible toda existencia. * * * Reservaba para el final la «prueba» más endiablada, la más difí- cil de derribar y que ahora aparece como un corolario de lo que aca- bamos de ver: «Si Dios existe eternamente, atemporalmente, enton- ces: ¿cómo pudo crear alguna cosa en el tiempo? Dicho de otro modo: ¿qué hacía Dios antes de la creación del mundo? ¿Cuánto tiempo esperó antes de empezar a crear?». La respuesta es obvia, lo cual no significa que sea fácil de cap- tar: Dios no esperó ningún tiempo antes de crear. Siempre ha estado 22 Pero, ¿quién creó a Dios?
  • 23. creando. Todo el tiempo de la creación y del desarrollo del mundo no es tiempo para Dios, sino un perpetuo presente. Nada ha desapareci- do; nada tiene que llegar para Él. Sus operaciones no se desarrollan según un antes y un después. Dios es un campo de existencia atem- poral y aespacial. Este «campo» hace posible lo que para nosotros es una «aparición» del mundo creado. No hay un «antes» de esta «apa- rición», porque el tiempo aparece con el mundo creado y es una crea- ción de Dios. Aunque esta concepción no cabe en nuestra imaginación, pode- mos establecer cierta analogía con lo que ocurre en la memoria. Ha- ce unos años rompimos un jarrón. Ahora aquel jarrón ya no existe para nosotros, pero en cambio sí que existe en nuestra memoria. Se rompió y en cambio existe entero en nuestra memoria. Claro que nuestra memoria es algo defectuosa y de difícil acceso: no tenemos ni siquiera idea de lo que es. Pensemos ahora en una memoria mu- cho más perfecta; tan perfecta que reproduzca exactamente la reali- dad. Cuando un jarrón se rompa, el mismo jarrón seguirá intacto en esta memoria. Esta memoria puede ser tan grande como se quiera, y hace posible que lo roto y lo intacto coexistan. En un ordenador electrónico, sin ir más lejos, un mismo dato puede llevarse a dos direcciones de memoria al mismo tiempo sin más que activar la operación de copiado. En una dirección el dato puede variar y en la otra conservarse. Para este ordenador el dato ori- ginal siempre existe inalterado en la memoria y puede ser devuelto a la dirección donde ese dato varía. Mirando las cosas desde la posi- ción del dato, se da una evolución temporal, pero desde el ordenador existe una permanencia de las cosas y una prodigiosa variedad. El mundo ha comenzado, en un sentido, pero, en otro sentido, no ha comenzado, como el jarrón que se ha roto, pero por otra parte es- tá intacto. Las «pruebas» de la inexistencia de Dios 23
  • 24.
  • 25. El escéptico dice que duda de la existencia de Dios porque tiene muy claro que el principio de razón suficiente, que es el pilar de to- da demostración de la existencia de Dios, o bien es falso o bien no es demostrable ni evidente, sino que es subjetivo y limitado a los fe- nómenos de la experiencia ordinaria. El principio de razón suficiente dice que todo ser tiene una razón de ser. En la vida ordinaria no hay nada más evidente que este prin- cipio. Si por la mañana alguien observa una mancha de tinta china roja en su camisa, inmediatamente pone el grito en el cielo: —¿Quién ha sido el que ha manchado mi camisa? ¡No me diréis que ha aparecido porque sí, sin ninguna razón! Si alguien se atreve a sugerir que el principio de razón suficien- te es dudoso, o subjetivo, o que puede fallar, se hace inmediatamen- te sospechoso de haber manchado la camisa. De todas formas, los escépticos, desde Hume, se han vuelto muy exigentes en este punto. No les basta la evidencia ordinaria. Necesi- tan una demostración para la objetividad y la universalidad de este principio, y no la encuentran. Vamos a demostrar este principio partiendo del análisis de la po- sibilidad. Después daremos una demostración más compleja y defi- nitiva. Imagine el lector que en la última página de este libro estuviera incrustado un caramelo de menta (si no lo está es porque las ganan- cias de esta edición no me han permitido hacer tamaños obsequios a mis lectores). Suponga entonces que yo le informe de que existe tal IV ¿Por qué no caen lluvias de diamantes?
  • 26. caramelo y que le pida que, antes de acceder a la última página para devorarlo, piense en la colección de todos los caramelos posibles. Ciertamente uno de esos caramelos posibles es exactamente igual al caramelo de menta que habría en el libro. En nada se diferenciaría de él salvo en que el caramelo de menta posible no existiría y en cam- bio el incrustado en el libro sí. El caramelo de menta posible podría ser definido con las mismas palabras que el caramelo de menta real: son idénticos. Pero, incluso siendo idénticos, todo el mundo prefiere que le den para lamer un caramelo bien real, que un caramelo posi- ble situado en no sé qué mundo de fantasía. Hay pues aquí una clara contradicción: por una parte decimos que los dos caramelos son idénticos, y por otra decimos que no lo son, ya que preferimos uno al otro. Algo falla en las definiciones ya que utilizamos las mismas palabras para definir por una parte a un ser real y por otra a un ser posible, pero inexistente. Las definiciones están mal porque no lle- gan a lo más profundo de los seres, donde se encuentran sus últimas relaciones con los otros seres. Si las definiciones fueran tan comple- tas y complejas que llegaran hasta el final, entonces se vería con to- da claridad la contradicción a la que me refiero, y la única salida ló- gica a este dilema es la que admite que el caramelo real tiene una relación con alguien o con algo, que el caramelo posible no tiene. Se trata de la relación de causalidad. Un caramelo ha sido confecciona- do por alguien y el otro no. Uno tiene una razón de ser (ha sido con- feccionado), el otro no la tiene. Las consideraciones anteriores nos llevan a la siguiente conclu- sión: los caramelos posibles, para llegar a ser reales, deben ser do- tados de una razón de ser (deben ser confeccionados), de lo contra- rio deberíamos tolerar que fuéramos recompensados (del esfuerzo de leer todo esto) con caramelos posibles en lugar de con caramelos rea- les, ya que nuestra filosofía no hallaría ninguna diferencia entre unos y otros. Por si alguien se ha saltado la explicación anterior por encon- trarla demasiado acaramelada, permítame que le someta a la prueba de fuego de la filosofía: las aporías de Zenón de Elea, que muchos matemáticos han creído erróneamente solucionar a base del cálculo infinitesimal o a base de la congelación del movimiento, al estilo de Karl Weierstrass o de Bertrand Russell. La base de estas aporías con- siste en considerar que en una línea existen infinitos puntos y que, 26 Pero, ¿quién creó a Dios?
  • 27. por consiguiente, todo aquel móvil que recorra un segmento de línea, pasa por los infinitos puntos que allí hay. Si ello fuera cierto, el mo- vimiento sería imposible, como sostenía Zenón, porque implicaría contar el infinito, lo cual es un proceso inacabable, sin fin, imposible de llevar a cabo. Por eso, la única solución a las aporías de Zenón consiste en admitir que en un segmento de línea no existen infinitos puntos. En realidad no existe ningún punto allí, a no ser que se mar- que o que se determine por medio de una mirada, una detención del movimiento, o un pensamiento. Los puntos posibles de un segmento son infinitos, sí, pero no son reales. Para pasar a ser reales deben ad- quirir una determinación, una razón de ser. Los seres posibles, sin una razón de ser, no existen en ninguna parte, ni siquiera en una mente. Todo ser real tiene una razón de ser, razón que no tienen los puramente posibles. Hay, además, toda una trama de relaciones entre los seres reales, que coincide con la trama de causalidades. Los seres posibles son ajenos a esa trama. El principio de razón suficiente no es ni subjetivo ni limitado a los seres de la experiencia. Ya hemos mostrado que es evidente. Aho- ra vamos a demostrarlo. La demostración que propongo aquí se ba- sa en la imposibilidad de la existencia de infinitas cosas. No nos que- da más remedio que hablar un poquito del infinito antes de empezar el trabajo. El infinito Muchos autores se han ido acostumbrando a tratar el infinito con poca prudencia, y no hay nada más traidor que este concepto. Infinito significa no finito, no acabado, algo que no se acaba ni puede acabar nunca. Sospechemos pues, cuando alguien pretenda hacernos creer que alguna colección de cosas acabada y real es infi- nita. El infinito es un proceso sin final, algo inacabado. No hay, pues, nada físico acabado que pueda ser infinito. Si fuera infinito estaría en un curso inacabable de formación. Por si alguien alberga todavía la sospecha de que podría haber en alguna parte una colección infinita de objetos físicos, voy a dar una sencilla demostración de la imposibilidad del infinito actual (como así se llama al infinito terminado) en el mundo real. ¿Por qué no caen lluvias de diamantes? 27
  • 28. Supongamos (suposición absurda) que pueda existir una colec- ción de infinitas personas todas con sombrero colocadas en hilera, una detrás de otra. Delante de toda la formación hallamos la prime- ra persona, pero somos incapaces de ver la última de la cola, porque, precisamente no hay tal última. De repente el organizador del grupo grita a todo pulmón: —¡Qué cada persona dé su sombrero a la que tiene delante! Con gran orden y educación, todas las personas obedecen este mandato y el resultado es que toda persona recibe un sombrero de la que tiene detrás y cede el suyo a la que tiene delante. El problema es- tá en que la persona que está delante del todo ha recibido un som- brero de la de atrás, pero ella no puede dar su sombrero a nadie por- que no tiene a nadie delante. En consecuencia, esta persona tiene un sombrero de más. El organizador pregunta si alguien se ha quedado sin sombrero, pero, evidentemente, nadie está sin sombrero porque toda persona tiene otra detrás que le ha dado un sombrero. ¡Y sin em- bargo ahora sobra un sombrero que antes no sobraba! Al repetir la misma operación por segunda vez, vuelve a pasar lo mismo, y ahora la primera persona de la fila se encuentra con dos sombreros de más en su mano, además del que lleva puesto. En ca- da operación aparece un nuevo sombrero sin que nadie se queje de falta de sombrero. Ciertamente éste sería el deseo de todo negociante: extraer som- breros de la nada, para luego venderlos; y es también, sin duda, el ofi- cio de los prestidigitadores. Claro está que, como en toda prestidigi- tación, hay un truco: algo que es engañoso, que es falso y que pasa desapercibido por el público. Aquí el truco está a la vista; consiste en admitir la existencia de una colección infinita y acabada. Desde el mo- mento en que admitimos esto, pueden aparecer sombreros, ranas y has- ta dinosaurios en cantidades indefinidas, sin gasto alguno, de la nada. No existen colecciones infinitas en el mundo real. De hecho, ni siquiera en matemáticas existen tales colecciones acabadas y reali- zadas, pero ésa es una cuestión más delicada que merece toda una lección de filosofía del infinito en la que no vamos a entrar porque no nos es necesario para nuestro objetivo. Hay que advertir, sin embargo, que la imposibilidad de existen- cia del infinito actual no se prueba por la imposibilidad de aparición 28 Pero, ¿quién creó a Dios?
  • 29. de objetos a partir de la nada, sino por que va en contra del principio de contradicción. En efecto, si existiera el infinito actual en la reali- dad, se tendría que admitir que dos cantidades (cardinales) (el de per- sonas y el de sombreros en el ejemplo expuesto) son a la vez iguales y distintas. Para entender esto sólo hay que fijarse en que primero ca- da persona lleva un sombrero y no sobra ninguno y luego las mismas personas llevan todas sombrero, pero sobran sombreros, y en cambio los sombreros son los mismos. Sólo el infinito potencial (correspon- diente al mundo de lo posible, no de lo real) admite tales extrava- gancias precisamente porque no es algo terminado sino algo en pro- ceso interminable. Demostración del principio de razón suficiente Ahora ya estamos en condiciones de entrar en la demostración que nos interesa. Empezaremos con una pregunta infantil: ¿cuantos granos de are- na existen en el mundo real? Como no lo sabemos, podemos decir que hay «n», siendo «n» un número bastante grande, aunque no in- finito. La cuestión es: ¿por qué n y no n+1, o bien n–1, o bien cual- quier otro número? El filósofo escéptico dirá que el número n de granos de arena que hay en el mundo no tiene ninguna explicación, ninguna razón de ser. Es más, según el escéptico que cree que el principio de razón sufi- ciente no es necesario, podría darse en cualquier momento un au- mento injustificado en el número de granos: podría aparecer uno, diez, mil, millones de nuevos granos de arena. A mí me parece, por el contrario, que, para que aparezca un solo grano de arena ha de haber una causa que lo explique, y para de- mostrarlo, veamos lo que podría suceder en la suposición absurda de que no hicieran falta razones (o causas) para la aparición de nuevos granos de arena. Si no hiciera falta ninguna causa para la aparición de un grano, entonces podrían aparecer de repente no uno, ni cien, ni mil, sino infinitos granos de arena. En efecto: ningún grano de arena posible requeriría una causa para pasar a ser real, según el escéptico, y por tanto, siendo infinitos los granos de arena en el mundo de lo posible (ya que en este mundo no existe la limitación del mundo real, ¿Por qué no caen lluvias de diamantes? 29
  • 30. porque no es un mundo acabado, sino indefinido), sería posible que todos ellos hicieran juntos su aparición en el mundo real; en tal caso tendríamos en dicho mundo real una colección infinita de granos de arena, lo cual, como hemos visto, es imposible. El error del escéptico es el de creer que no hace falta una causa para la aparición de cualquier ser; es decir, el error consiste en des- confiar del principio de razón suficiente. Con eso, este principio que- da bien establecido. Para los filósofos sensatos, en el mundo hay n granos de arena porque hay n causas (o razones) determinantes de cada uno de ellos, y no podría haber n+1, ni ningún otro número de granos si no hubie- ra las correspondientes causas que lo explicaran. El mundo no es in- comprensible si se admite el principio de razón suficiente. El filóso- fo escéptico cree que vive en un mundo de cuento de hadas, en el que nunca puede estar seguro de que no aparecerá ante sus narices un nuevo grano de arena, o un elefante volador. En este mundo de cuen- to, ciertamente es imposible demostrar la existencia de Dios, pero, por suerte, éste no es nuestro mundo real, como hemos visto. Hay que advertir que esta demostración es tan válida para los ob- jetos de la experiencia como para cualquier otro ser. Es una demos- tración universal que permite afirmar la objetividad y certeza abso- luta del principio de razón suficiente. Los hallazgos de la física cuántica no contradicen este principio, como algunos autores mal informados han sostenido. Basta indicar, por ejemplo, que si los átomos radiactivos se desintegraran según un azar absoluto (sin ninguna razón suficiente) nunca podríamos en- contrar diferencias en los períodos de semidesintegración de los dis- tintos elementos. Para evitar otros errores de interpretación de la física cuántica hay que indicar que no es lo mismo indeterminación que imprevisi- bilidad. Si se tiene en cuenta esta distinción, no hay nada (tampoco el principio de incertidumbre) que se oponga al principio de razón suficiente. Veamos un poco de cerca esta cuestión. Un suceso puede ser de- terminado (causado) pero, al mismo tiempo, imprevisible. Por ejem- plo, la decisión de hacer justamente lo contrario de lo que prevean que se va a hacer, originará un suceso perfectamente determinado, 30 Pero, ¿quién creó a Dios?
  • 31. pero absolutamente imprevisible. El no tener en cuenta esta sutili- dad filosófica ha llevado a insignes hombres de ciencia al error en materia de causalidad. Toda la física cuántica, auténtica gloria de la ciencia, es perfectamente compatible con el principio de razón sufi- ciente y con su corolario, el principio de causalidad. Otra equivocación que se va cometiendo desde los tiempos de Hume consiste en confundir la causalidad reproductiva con la causa- lidad creadora. Este infortunio filosófico equivale a dar por explica- do el origen del Quijote por medio de una serie infinita de reproduc- ciones en fotocopia del mismo. Cervantes no pinta nada en todo esto, ni hace la más mínima falta. Cada ejemplar del Quijote tiene su cau- sa en la fotocopia de un ejemplar anterior y así ad infinitum... Un universo infinito de gallinas de pluma negra puede explicar- se «a lo Hume» por medio de la infinita reproducción de esos bípe- dos, suponiendo que no muten... Pero algo nos remuerde la concien- cia cuando transigimos con una idea tan «brillante» como ésa. ¿Por qué el universo es de gallinas de pluma negra y no más bien de toci- nos de pata negra o de coles con gusto de queso? Un último desaguisado muy frecuente consiste en preguntar: ¿y a Dios quién lo creó? Si es verdad que todo ser necesita una causa, ¿cuál es la causa de Dios? Pero es que no es verdad que todo ser ne- cesite una causa. No es eso lo que dice el principio de causalidad. To- do ser que comienza a existir sí que necesita de una causa. Todo ser requiere, eso sí, una razón suficiente de su existencia. Si no tiene en sí mismo esta razón, debe tenerla en otro, y entonces esta razón es una causa. Dios tiene en sí mismo la razón de su existencia y por tan- to no requiere de otro que la explique; no requiere causa, es decir, ra- zón exterior. ¿Por qué no caen lluvias de diamantes? 31
  • 32.
  • 33. Todos los ateos —si realmente existen— son estratónicos. Este calificativo hace referencia a un tal Estratón de Lámpsaco, que fue el tercer director de la Academia del Liceo tras Aristóteles y Teofrasto. Pedro Bayle, David Hume y ahora Antony Flew han sacado de nuevo a la luz las viejas doctrinas de este peripatético autor del siglo III a.C. Estratón consideraba que la naturaleza se explica totalmente por sus propias leyes naturales. Siendo así, Dios no es necesario, y, si mucho se apuran las cosas, se puede considerar que Dios es la mis- ma naturaleza, lo cual se conoce como panteísmo o ateísmo según se prefiera. Esta concepción de Estratón es moderna. Mucha gente piensa así en nuestros días, sin saber que han pasado dos mil trescientos años desde que se coció este desaguisado, y que, en este tiempo se han lle- gado a conocer ciertas cosas que descalifican estas ideas. Resulta ex- tremadamente paradójico que fuera David Hume quien resucitara la memoria y la doctrina de Estratón, porque nunca nadie dio un argu- mento tan claro contra el estratonismo como el mismo Hume. Vamos a seguirlo ahora para llegar hasta el final en estas consideraciones. El niño de diez años es particularmente atormentador con los mayores y, cuando descubre a un estratónico, es implacable. El es- tratónico pretende que en el mundo se encuentran las respuestas a to- do lo que sucede en él, y empieza a contestar con optimismo las pre- guntas que el inocente niño formula: —¿Por qué se cae al suelo esta caja cuando la suelto? V ¿En qué se equivocó Estratón de Lámpsaco?
  • 34. —Porque pesa, hijo mío. —¿Y por qué pesan las cajas? —Porque están hechas de trocitos pesados. —¿Y por qué pesan esos trocitos? —Porque están sujetos a la ley general de la gravitación de New- ton, revisada por Einstein en el siglo XX. —¿Y por qué están sujetos a la ley de Newton revisada por Eins- tein? —Porque la materia distorsiona el espacio-tiempo, con lo cual éste se curva y de este modo... ¿vas entendiendo? —Sí, pero, ¿por qué la materia distorsiona el espacio-tiempo? —Porque hay una ecuación matricial que relaciona la masa con la curvatura. —¿Y por qué hay esta ecuación matricial? Depende de la paciencia o del grado de conocimientos (o de ima- ginación) del estratónico, que este cruel interrogatorio dure más o menos tiempo. El final es siempre el mismo. La última respuesta es invariablemente: —Porque sí. Y ahora vete a jugar con tus hermanitos. Al estratónico le sale humo por la cabeza y ha cogido cierto mal humor porque no esperaba tanta perseverancia. Mientras se recobra del examen, el estratónico va pensando para sus adentros que debe existir alguna última expresión matemática que pone fin a la explicación; una expresión tal vez muy compleja, pero que puede ser reducida paso a paso a evidencias lógicas ele- mentales. No se puede negar que tenga que existir una última expli- cación para toda ley. No seríamos seres racionales si prescindiéra- mos de esa exigencia. Ahora es cuando interviene el pensamiento de Hume. Hay un principio de la filosofía de David Hume que dice lo si- guiente: «Todos nuestros razonamientos relativos a asuntos de hecho no se derivan sino de la costumbre»1 . Digámoslo de otra manera: las 34 Pero, ¿quién creó a Dios? 1. HUME, D., Tratado de la naturaleza humana, Félix Duque (Ed.), Editora na- cional, Madrid, 1977, p. 183.
  • 35. leyes de la naturaleza no son deducibles a partir de verdades eviden- tes lógico-matemáticas, sino que deben hallarse por medio de la ob- servación y de la experiencia. Parece un poco innecesario tratar de esclarecer este principio, ya que está generalmente admitido por los escépticos. Sin embargo, cu- riosamente habrá que esforzarse para conseguir su aceptación por parte de algunos creyentes anti-humeanos, y de algunos físicos de- masiado enfrascados en sus ecuaciones. El enfoque más sencillo de esta cuestión es cibernético: se trata de ver que todas las cosas del mundo se nos presentan como cajas ne- gras (en su sentido cibernético), es decir, cajas cuyo contenido des- conocemos y de las que sólo podemos averiguar sus leyes de com- portamiento a base de observar sus respuestas (o salidas) frente a las acciones que nosotros hacemos sobre ellas (entradas). Sólo sabría- mos de antemano cómo funcionan si nosotros hubiéramos construi- do estas cajas y hubiéramos puesto las leyes. Vamos a considerar, por ejemplo, cajas de música. Un buen lógico matemático puede decir lo siguiente acerca de una caja de música: «O bien suena o bien no sue- na». «Si suena es del tipo de las cajas que suenan», y otras cosas por el estilo, algunas malévolamente complicadas. Ahora bien, no es de la competencia del lógico-matemático con- testar las preguntas siguientes: —¿Qué hay dentro de esa caja? ¿Cómo funciona? ¿A qué botón hay que dar para ponerla en marcha? Estas preguntas son «cuestiones de hecho», que sólo puede con- testar uno que observe y experimente con la caja. La persona que observa y experimenta no está utilizando la lógi- ca pura, sino que precisa además, la vista, el oído, el tacto y la me- moria. Esta persona abre la caja y con la vista ve unas cuerdas. Ya ha visto cuerdas similares en otras ocasiones y recuerda que estas cuer- das suenan cuando son percutidas. Es inútil buscar en la lógica y en la matemática algún principio que explique por qué suenan las cuer- das cuando son percutidas. Éstas son «cuestiones de hecho» que de- ben ser observadas. El físico se encarga de esta observación y, al hacerlo, cada vez va encontrando explicaciones «de hecho» más elementales, como por ¿En qué se equivocó Estratón de Lámpsaco? 35
  • 36. ejemplo: «Al percutir se produce una vibración en la cuerda»; «esta vibración produce una onda de presión en el aire que rodea la cuer- da», «la onda de presión tiene la misma frecuencia que la vibración que se da en la cuerda»... Pero, ¿por qué al percutir se produce una vibración? Esta cues- tión «de hecho» no es algo que pueda contestar un lógico-matemáti- co, porque es bien sabido que hay cuerpos elásticos y cuerpos ine- lásticos. Los inelásticos no vibran cuando son percutidos. Eso significa que la vibración no es una necesidad lógico-matemática de los cuerpos a los que se percute. De nuevo debe ser el físico quien investigue, y la investigación, cuanto más simple es el «hecho» que hay que investigar, tanto más compleja es. Si seguimos con el ejemplo, ahora la cuestión es: ¿por qué son elásticos algunos cuerpos? El lógico-matemático lo ignora todo so- bre la elasticidad y sus leyes: cuando le informen de ellas, calculará exactamente los valores futuros de la elongación de las cuerdas, pe- ro no antes. Ha de ser un físico quien se preocupe por indagar en el mundo de los átomos, para ver cómo van las cosas por allí, de forma que se pueda entender la cuestión de la elasticidad. ¿Qué es lo que hace que los átomos se acerquen o se separen? Eso sólo puede saberse si conseguimos averiguar de qué están he- chos y cómo funcionan, y esta constitución y este funcionamiento nuevamente son ignorados por el lógico-matemático. Debe analizar- los el físico. Cabe preguntarse: ¿habrá al final de este largo proceso iterativo, algún «hecho» que sea una consecuencia de un principio lógico-matemático? Los principios lógico-matemáticos se aplican a números, a for- mas geométricas y a proposiciones; por consiguiente, sólo si la últi- ma constitución del ser que analizamos fuera un número, una forma pura o una proposición, podría operar sobre ella la lógica y la mate- mática, y desde allí deducir todo el resto y explicar por una razón ló- gica el funcionamiento del mundo. Pero los números, las formas y las proposiciones son entidades mentales; son puras relaciones entre conceptos. El número no es la realidad, como creían los pitagóricos, sino que es una comparación entre realidades, como se ha podido comprobar elegantemente en la moderna matemática. Las formas de la geometría son conceptos abs- 36 Pero, ¿quién creó a Dios?
  • 37. tractos de difícil definición. Las proposiciones son comparaciones entre juicios. No se pueden ni ver ni tocar. El físico, el químico, el biólogo, son los únicos encargados de contestar las «cuestiones de hecho», pero su respuesta remite siem- pre, indefectiblemente, a otras cuestiones ulteriores. El ser a sus dis- tintos niveles se manifiesta ante sus investigadores como algo des- conocido, con unas leyes propias que sólo se averiguan por medio de la observación (la costumbre). A los muy obsesionados por la matematización de la física, les he de recordar que su ilusión sólo podía acariciarse antes del descu- brimiento de las geometrías no euclidianas. Ahora nadie puede pre- tender demostrar racionalmente la necesidad de ningún principio fí- sico partiendo de la geometría, porque antes que nada debe explicar por qué escoge un tipo de geometría y no otra. Hace años que se de- mostró que todas las geometrías (euclidiana, riemaniana, de Bolyai, de Lobachevsky) son igualmente válidas (son sistemas axiomáticos congruentes), pero en el mundo real rige cierta geometría y no otra. No hay nada en la lógica ni en la matemática que dicte la geometría que hay que adoptar. * * * Al llegar a este punto, las esperanzas de los estratónicos se des- vanecen y precisamente por ello es posible fundamentar una impo- nente prueba de la existencia de Dios. Veámosla. Ya vimos en el capítulo anterior que no se puede dudar del prin- cipio de razón suficiente: «Todo tiene una razón de ser». También hemos visto ahora que las últimas «cuestiones de hecho» (las leyes de la naturaleza) no tienen una razón de ser lógica o matemática. Ahora bien, no hay más que dos maneras de explicar las cosas: o bien porque hay una necesidad de orden lógico-matemático, o bien por- que hay una voluntad que ha determinado que existan esas cosas y que sean tal como son. Si alguien está pensando en «otras razones» de orden físico, quí- mico o biológico, desengáñese de su recalcitrante estratonismo: la fí- sica, la química y la biología no se fundamenta en razones, sino en observaciones, tal como hemos visto detenidamente en los párrafos anteriores. ¿En qué se equivocó Estratón de Lámpsaco? 37
  • 38. Así pues, si ha de haber una razón o explicación última de las le- yes naturales y esa razón no puede ser lógica (basada en axiomas), por fuerza ha de ser psicológica (basada en una voluntad). Ya que ningún principio de la lógica ni de la matemática puede explicar las leyes fundamentales de la naturaleza, estas leyes han de ser la expresión de una voluntad. Ha de existir, pues, una voluntad que determine la existencia de las partículas elementales y de las le- yes fundamentales de la naturaleza. Esta voluntad es un ser, que, con su querer, crea y mantiene en la existencia a todo el universo: insu- fla «fuego en las ecuaciones» que rigen el funcionamiento del mun- do, guarda el secreto del por qué de todo este funcionamiento y de esta existencia. Este ser con voluntad es Dios. Su esencia es preci- samente una voluntad muy especial, un amor creador, y esta esencia hace de Él un ser necesariamente existente. No puede dejar de exis- tir aquél cuya voluntad crea y es una voluntad que se quiere a sí mis- mo. Todos los seres que hay en el universo, y el universo entero, tie- nen una característica que nos indica que no pueden ser los sujetos de esta voluntad explicativa: su temporalidad: tienen un comienzo y unos cambios. Por eso no pueden ser la voluntad última explicativa de todo. El universo no es Dios. Dios es otro. 38 Pero, ¿quién creó a Dios?
  • 39. Los filósofos estratónicos a los que me he referido en el capítu- lo anterior renuncian a toda metafísica y a todo concepto que no sea representable y exento de misterio. Creen que viven en un universo conceptual totalmente libre de brumas. Por eso huyen del tema de los orígenes del mundo como del fue- go. Es prudente no hablar de aquello que se desconoce, pero se da la curiosa circunstancia de que el estratonismo está comprometido con una teoría de los orígenes: la teoría de que no hay tal origen; es de- cir, la teoría de la infinitud temporal del universo. Esta teoría es una consecuencia del postulado fundamental de Estratón, que dice que el mundo es necesario y autosuficiente. Den- tro del mundo debe haber, según él, una explicación para todo. Esta explicación se halla en el pasado. El pasado explica el presente. Sien- do así, nadie puede pretender que haya habido un momento —el co- mienzo del mundo— sin un pasado por el cual ser explicado; sería un momento inexplicable por nada del mundo. Si todo ha de ser explicado desde el mundo, por fuerza el mun- do no puede tener un comienzo: ha de ser de duración infinita. La duración infinita es una bruma metafísica que impregna, pues, la fi- losofía estratónica hasta su misma médula. El estratónico intenta olvidar por todos los medios esta «tan lar- ga» duración de su universo. Se procura una cierta amnesia filosófi- ca en este punto crucial. No quiere oír hablar de orígenes, ni de infi- nitos. En el fondo sabe que el infinito no es físico, ni siquiera es representable... en el fondo sabe que el infinito, en el sentido de una duración incontable, no existe. VI Un tiempo un poco largo
  • 40. ¿No es el estratónico el que pregunta con ironía: ¿y a Dios quién lo creó? Conoce bien la respuesta: «Nadie. Dios ha existido siem- pre», pero no admite este «siempre». Nosotros preguntamos ahora al estratónico: ¿y al mundo quién lo creó? También conocemos bien su respuesta: «Nadie. El mundo ha existido siempre». El estratónico, un poco azorado, respira en el fon- do, porque piensa en un brumoso empate que se disipa con un poco de amnesia. Pero no hay tal empate, porque el «siempre» del estra- tónico se refiere a un universo que evoluciona, que cambia, que es distinto en cada momento, y, por tanto, es una duración infinita: al- go imposible; algo que no lleva a ninguna parte ya que, para llegar a algún momento, debe pasar antes un tiempo que nunca acaba, nun- ca... nunca. No es creíble que estemos aquí hablando de estas cosas si, para ello, ha tenido que pasar previamente un tiempo infinito. Estratón es- taba en un evidente error de gran envergadura cuando admitía que el mundo que cambia es de duración infinita. La postura antiestratónica admite que Dios (el Ser que no cam- bia, que no muta, que no es temporal) ha existido siempre. Su exis- tencia no «gasta» ni «consume», ni «requiere» tiempo, ya que éste es la medida del cambio, y Dios no cambia; Dios es y existe siempre igual a sí mismo: sus actos no requieren el agotamiento del pasado. Él es el fundamento de la existencia de todo momento; por eso pue- de decirse, sin caer en ningún absurdo, que Dios ha existido siempre. Este «siempre» no tiene el significado de una duración infinita, sino el de un eterno presente, el de la ausencia de cambio. Estratón estaba en un gran error. Siento tener que decirlo tan cru- damente. Pero si Estratón estaba equivocado, por la misma razón el mundo depende en su existencia de un Ser eterno y extramundano, al que se llama Dios. Estratón hubiera tenido que saber que un ser —como el univer- so— que cambia no puede ser eterno, ni necesario, porque cambiar es transformarse en otro, con lo cual, el anterior deja de existir, y al- go que puede dejar de existir no puede decirse que exista obligato- riamente, necesariamente. Por otra parte, los modernos estratonianos no pueden ignorar la teoría del big bang, según la cual el universo tiene un comienzo, que es como un relámpago en medio de la noche. 40 Pero, ¿quién creó a Dios?
  • 41. No les gusta nada esta idea y sólo la aceptan a regañadientes, sobre todo porque saben que el primero que la formuló fue un sacerdote ca- tólico, el abad George Lemaître. Muchos ateos han creído que podían salvar su querida (y bru- mosa) eternidad del universo, imaginando un sin fin de big bangs y de big crunchs (expansiones y contracciones) del mismo. Un uni- verso oscilante así tendría infinitos años de edad. Lástima que en el mundo físico no haya infinito de nada. Pueden pasar mil años, un mi- llón de años. Mil millones ya tarda más, pero infinitos no acaban nunca... nunca de pasar y por eso no habríamos llegado a ningún punto del tiempo si hubiéramos tenido que esperar a que pasasen infinitos años. Bien sabemos que, tal como están las cosas en el mun- do, no llega nada sin que antes no haya pasado todo el tiempo ante- rior. No se ilusionen los alumnos pensando que vendrán las vacacio- nes el jueves que viene, sin que pasen los exámenes del miércoles. No piense nadie que se librará del martes trece de esta semana, y que podrá pasar del doce al catorce. Si los tiempos anteriores (contados en años, en minutos o en segundos) son infinitos, no se podrá llegar a ningún momento: no podríamos haber llegado al día de hoy. No po- dríamos estar ahora leyendo estas páginas, ni mucho menos podría- mos llegar nunca a la hora de tomar el aperitivo. Algunos filósofos ateos no quieren aceptar de ninguna manera que pueda existir un Ser eterno que haya existido siempre. Prefieren pensar que en algún momento no hubo ser alguno, reinando la nada absoluta —si puede pensarse una cosa así—. Pero la nada es estéril, no tiene gérmenes de nada, no tiene ni siquiera fluctuaciones sutiles de alguna cosa, ya que esa cosa ya sería algo. Por eso, la nada está condenada a seguir igual de vacía para siempre, por toda su eterni- dad. Si hay la nada, no puede aparecer ser alguno. Se equivocan, pues, estos ateos. Un Ser eterno es necesario, pero este ser no es el universo, que es mudable y no puede ser eterno. El Ser eterno y ne- cesario, ya lo sabemos... es Dios. Un tiempo un poco largo 41
  • 42.
  • 43. Nuestro mundo es, por lo que hace al movimiento, comparable a un reloj de cuerda. Si lo observamos durante un rato, vemos que el reloj parece autónomo: no se ve que dependa de nadie para proseguir en su incesante tic tac. Pero cuando se observa durante más de una semana, uno se da cuenta de algo trascendental: el reloj se para, y una vez en dicho estado, es incapaz de reiniciar la marcha por sí mis- mo; precisa de alguien que le dé cuerda. Nuestro universo tiene también una determinada cantidad de «cuerda», a la que los físicos llaman energía libre. No me refiero a la energía total del universo, ya que ésta se mantiene constante, sino a la energía capaz de producir un trabajo útil. Esta energía libre dismi- nuye inexorablemente con el tiempo y es incluso una medida del pa- so del tiempo, que puede estimarse por la disminución de la cantidad del combustible cósmico por antonomasia, el hidrógeno. Esta reali- dad probada por las ciencias físico-cosmológicas nos lleva a pensar en una cuestión metafísica ineludible: ¿quién le dio cuerda al reloj del cosmos? Los agnósticos no quieren pensar en esta pregunta porque —en contra de todas las evidencias científicas— están convencidos de que en el mundo existen objetos que se mueven por sí mismos, como «re- lojes» que no precisan de nadie que les dé cuerda para moverse. Para defender esta postura presentan dos ejemplos típicos: el automóvil y el caballo, y hay que reconocer que son ejemplos bien escogidos, por- que a primera vista parece que se mueven sin causas externas; parece que el movimiento nazca en su mismo interior. VII La cuerda del reloj
  • 44. Pero basta una simple inspección para descubrir que ni uno ni otro son autónomos en su movimiento. Ambos requieren un com- bustible que les viene de fuera: gasolina para el coche, alimento pa- ra el caballo. Es perder el tiempo dedicarse a buscar algún móvil autónomo. Realmente no existe ningún móvil que se mueva por sí mismo. No necesitamos ampararnos en la física contemporánea para defender esta tesis; basta considerar la esencia misma del movimiento. Mo- verse es pasar de una forma de ser (o de estar) a otra. Ahora bien, ca- da forma de ser (o de estar) queda definida por un «estatuto» —si se me permite la comparación legal— que dice cuáles son las propie- dades del ser en cuestión y por lo tanto, cómo reaccionará ante los estímulos externos. Moverse por sí mismo significaría que el «estatuto» que deter- mina una forma de ser pasaría a determinar otra forma de ser distin- ta, como si un «estatuto» determinara dos formas de ser al mismo tiempo. El movimiento por sí mismo equivale, por ejemplo, a que las propiedades de una línea recta pasen a determinar una línea curva. Esto es imposible porque es contradictorio. Cuando una regla recta se curva no ha sido gracias a su estatuto de rectilinidad, sino gracias a algún forzudo que la ha curvado desde el exterior. En todas partes observamos esta tendencia de los seres a adoptar sus formas de equilibrio en las que permanecen a no ser que alguna fuerza exterior los saque de allí. Las propiedades de un ser (su «estatuto») en sí mismas no causan modificación en él, sino que determinan lo que él es y cómo se mo- dificará si se pone en relación con algo exterior a él. Por ejemplo, las propiedades de una piedra que sostiene mi mano no determinan por sí mismas su caída al suelo, porque si lo hicieran habría en el mundo una gran contradicción ya que la piedra debería caer por sus propiedades intrínsecas, y en cambio no cae cuando está sostenida. Lo que hace caer la piedra no son sus propiedades (su estatuto ontológico) por sí mismas, sino el hecho de entrar en cierta relación con algo exterior a ella: el campo gravitatorio terrestre. Esta cierta relación con el campo sólo se hace posible cuando la mano suelta la piedra. Otra forma más sencilla de ver lo mismo es considerar que una piedra puede moverse hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia arri- 44 Pero, ¿quién creó a Dios?
  • 45. ba o hacia abajo; por tanto su movimiento en un sentido u otro no puede estar determinado por su estatuto ontológico por sí solo, ya que de ser así, un mismo estatuto determinaría todos los posibles mo- vimientos de la roca, y ella por fuerza debería quedarse quieta, al es- tar solicitada en todas direcciones. No es, pues, el estatuto de la roca lo que la lleva a moverse, sino el hecho de ponerse en relación con algo exterior a ella, como por ejemplo la mano de un forzudo. El movimiento siempre expresa una relación y se verifica gracias a una relación entre seres; por eso es absurdo hablar de un ser que se mueve por sí mismo. Este razonamiento viene a confirmar algo que la intuición mues- tra claramente y que las ciencias comprueban constantemente, hasta el punto de que se han dado leyes que son, de una forma o de otra, expresiones de este principio tan general. Recordemos la ley de la inercia, según la cual todo cuerpo continúa en su estado de reposo o de movimiento uniforme, a no ser que intervenga una fuerza exterior. El movimiento uniforme, a diferencia del movimiento acelerado, de- be considerarse una permanencia, una forma de no modificar el pro- pio estado. No se modifica el estado cinético o energético del ser. Se permanece en el estado energético creado en un momento dado; ello lleva a modificar la posición, pero no las propiedades del ser, entre las que se cuenta su energía. Incluso el movimiento uniforme en el espacio no depende tam- poco de las propiedades del ser, sino que tiene su causa fuera de él, en un momento alejado del tiempo. Perdóneme el lector por alargarme tanto en esta cuestión. De ahí a demostrar la existencia de Dios falta muy poco porque este princi- pio de la «no autonomía» del movimiento es el puntal de la demos- tración por el movimiento, y el que lo admite está perdido —o está salvado, según se mire— porque a partir de él Dios aparece rápida- mente. Vamos a verlo. DIOS COMO CREADOR DE LA ENERGÍA Hemos visto que los cuerpos no se mueven por sí mismos, sino a causa de otros. Éstos otros, para mover, han de ponerse en relación La cuerda del reloj 45
  • 46. con el ser movido, y este «ponerse en relación» es un movimiento que debe ser explicado por otros. A éstos otros les ocurre otro tanto, con lo cual hemos de recurrir nuevamente a otros, a los cuales les pa- sa lo mismo, y así indefinidamente. No podemos seguir de esta ma- nera hasta el infinito, no sólo porque no existe el infinito en la reali- dad física, como ya vimos, sino por una razón mucho más inmediata. Ninguno de los seres de esta serie infinita tendría poder para explicar el movimiento por sí mismo, porque para mover, cada uno de ellos debería moverse a fin de ponerse en cierta relación con sus vecinos. Pero si ninguno de los seres de esta serie es capaz de explicar el mo- vimiento, tampoco el conjunto de todos ellos podrá conseguirlo. Aclaremos este galimatías con un ejemplo clásico. Un vagón de tren de carga no se mueve por sí mismo, pero es capaz de transmitir el movimiento que le da el vagón que tiene a su lado. Ahora supon- gamos una cadena infinita de vagones de carga empujándose unos a otros. ¿Piensa alguien que así quedaría explicado el origen del movi- miento de ese tren? Ninguno de esos vagones se mueve por sí mismo, ¿por qué se va a mover por sí misma una colección infinita de ellos? ¿No es más razonable pensar que un tren necesita una locomotora en alguna parte? ¿Realmente piensa usted —por muy ateo que pueda ser— que un tren de infinitos vagones incapaces todos ellos de mo- verse por sí mismos se moverá alguna vez por sí mismo ya que unos vagones empujarán a los otros? ¿De verdad piensa usted que un tren infinitamente largo no necesita locomotora para moverse? Pues ahora consideremos lo que ocurre en el mundo. Ningún ser es capaz de moverse por sí mismo, y sin embargo, existe movimien- to en el mundo. Es, pues, necesario que exista alguna «locomotora» en alguna parte. La «locomotora» del mundo no es un ser que se mueve por sí mis- mo, porque ya vimos que eso es imposible. La «locomotora» del mundo es un ser que mueve sin requerir ser movido por otro; es de- cir, un ser que no necesita ponerse en relación con los seres del mun- do para moverlos por la sencilla razón de que siempre está en relación con ellos. Es un ser que constantemente establece las condiciones pa- ra una transmisión de una energía creada por Él en cierto momento. Este ser no pertenece al mundo, ya que los seres del mundo son incapaces de mover a otros si no son ellos mismos movidos. Ese ser, 46 Pero, ¿quién creó a Dios?
  • 47. la «locomotora» del mundo, ha sido llamado «primer motor», y es Dios. Antes de ver algunas cosas de esta «locomotora», respondamos a una objeción fundamental que suele hacerse a esta argumentación. ¿No podría darse una cadena de causas cíclica? ¿No podría ser el mundo como un pez que se muerde la cola? El agnóstico piensa en la inmensidad del universo. Es tan enor- me el número de cuerpos que hay que considerar que, después de todo, con un poco de bruma de por medio es fácil imaginar que el sistema funcione por sí mismo después de que las causas del movi- miento hayan recorrido un camino circular muy tortuoso para regre- sar al punto de partida. Pero, por fortuna, la teoría de sistemas nos enseña a estudiar las cosas dividiéndolas en bloques. Si dividimos al universo en dos bloques: A y B, resultará entonces que A es la causa del movimiento de B, y a su vez, B es la causa del movimiento de A. Eso lo podemos comparar con lo que sucede al intentar explicar por qué Agustín le pegó una bofetada a Pedro. Resulta ser que lo hizo porque Pedro le había pegado a él. Pero Pedro había pegado a Agus- tín porque éste le había pegado a él. No sé si a los escépticos esta «explicación» cíclica de las bofeta- das les parece convincente. A mí me parece que no explica nada en absoluto, porque nadie sabe al final quién es realmente el responsa- ble de esta agresividad aparecida en el mundo. Ni Pedro ni Agustín son los culpables, pero, por otra parte, la culpa es de los dos. Las cadenas de causas cíclicas, como vemos, no explican la ver- dad acerca del origen del movimiento: sólo lo envuelven en una bru- ma que lo hace apto para el gusto de la filosofía escéptica. Cuando los instrumentos eran de cuerda, la gente se encontraba a menudo con su reloj parado y podía entender que el comienzo del movimiento tenía que ver con una voluntad: la voluntad de dar más o menos cuerda al reloj. Ahora los relojes son de cuarzo y parecen de duración indefinida, y la gente se olvida de que su reloj tiene una energía libre limitada y de que la pila que lo alimenta no es eterna ni mucho menos. De vez en cuando tiene que ir a la tienda a comprar otra pila y no cae en la cuenta de que la energía de esta pila ha sido acumulada por una voluntad humana. Una vez creada, la energía se conserva y se convierte, pero en su origen está una voluntad. La cuerda del reloj 47
  • 48. Hay una cierta energía en el mundo; una cierta cuerda... y eso me recuerda que en los relojes también hay una cierta cantidad de cuerda: precisamente la que ha dispuesto la voluntad del relojero o la volun- tad del propietario del reloj. La energía del mundo se conserva, pero se degrada, pasa a unas formas que tienden a repartirse homogénea- mente en el espacio imposibilitando la realización de trabajos útiles. Las formas útiles de la energía se consumen como la cuerda de los re- lojes, y existen en cantidades inmensas pero limitadas. Como en los relojes, su origen hay que ir a buscarlo en una voluntad exterior al sis- tema. Esa voluntad decidió cuánta energía hacía falta y cómo había que distribuirla. Esa voluntad se puede llamar como usted quiera, pe- ro existe y es exterior al mundo, como el relojero es exterior al reloj. Estábamos hablando del primer motor: aquél que establece una relación permanente de conocimiento y de voluntad creadora de mo- vimiento con todos los seres del universo, sin experimentar cambio alguno en sí mismo. Al no cambiar, no precisa ninguna causa previa de movimiento. El primer motor mueve sin ser movido, a diferencia de todos los motores del mundo, que para mover han de ser movidos desde fuera. Tras un breve desconcierto ante esta antigua prueba, el agnósti- co consiente en aceptarla; después de todo no hay nadie que haya po- dido rebatirla como no sea negando el principio de causalidad, pero, con todo, se reserva el derecho de hacer una irónica observación: —¿Así que Dios es una especie de locomotora? Bien sabemos que nadie ve con buena cara a los que rezan a las locomotoras. El agnóstico puede admitir la existencia de una cierta locomotora indescriptible y extracósmica, a la que nadie reza y a la que nadie que esté en sus cabales dedica más de un minuto de con- sideración. Pero el agnóstico no ha entendido lo principal de esta prueba; no ha comprendido lo que es el movimiento ni lo que significa en reali- dad la figura de una locomotora. Ciertamente, Dios es una locomotora extracósmica, del mismo modo que podríamos decir que el hombre es una locomotora que mueve los avances científicos, las creaciones musicales, literarias y pictóricas y la evolución de las tecnologías. Este tipo de locomotora (la humana) ya no recuerda tanto una máquina de vapor, porque el 48 Pero, ¿quién creó a Dios?
  • 49. movimiento que promueve no es sólo el mecánico, sino un movi- miento mucho más sutil, que pertenece al orden del espíritu. Aun y así, en este orden el hombre requiere todavía un impulso exterior; sobre todo porque la voluntad, que es la esencia de esta locomotora, requiere motivos externos. Dios es una voluntad creadora, que tiene en sí mismo todos los motivos que se requieren para que los seres del mundo inicien el mo- vimiento físico y espiritual. Dios es inteligente, porque el movi- miento sigue leyes coordinadas que requieren inteligencia, aunque esto lo veremos mejor en otras pruebas. Dios es, pues, una voluntad inteligente, es decir, un Alguien per- sonal, a quien bien se puede rezar, que quiere decir, hablar y amar. La prueba de la existencia de Dios a partir del movimiento de los seres ha sido intencionadamente mal interpretada por algunos positi- vistas, pero, como acabamos de ver, ni el principio de inercia ni el principio de conservación de la energía se oponen a ella en absoluto. Cualquier porción de la energía cósmica requiere ser explicada en su origen, y no digamos su totalidad, por mucho que se conserve. Ade- más tenemos el segundo principio de la termodinámica que, sin ser una demostración, ayuda mucho a aceptar empíricamente lo que di- ce la prueba por el movimiento. En el universo, según el segundo principio, va disminuyendo el orden; eso significa que en su origen había un orden máximo, en el sentido físico: una situación energéti- ca de altísima improbabilidad. El paso del tiempo ha ido llevando a situaciones cada vez más probables, más desordenadas. Las leyes del mundo, las leyes «estratónicas» tienden a desordenarlo cada vez más. ¿De dónde y a partir de qué ley estratónica o intramundana pu- do aparecer el orden inicial? Los descubrimientos contemporáneos no sólo no han invalidado la vieja prueba sino que la han revitalizado enormemente, hasta el punto de hacerla casi palpable. Es lo que vamos a ver a continuación. SIMULACIÓN DEL MOVIMIENTO FÍSICO El movimiento físico puede ser simulado («imitado») en un mo- nitor de ordenador. Este tipo de simulaciones permitió en su mo- mento llegar a la Luna y a los planetas del sistema solar. La cuerda del reloj 49
  • 50. Las cosas del mundo pueden ser representadas por medio de pun- tos en el espacio de una pantalla. Los puntos se mueven simulando el movimiento de las cosas, siguiendo unas leyes determinadas en el programa del ordenador. Cuando dos puntos, a los que se asignan ciertas características, se encuentran, reaccionan según la dinámica prevista en las leyes del mismo programa. Un sistema de puntos pue- de moverse durante cierto tiempo, mientras se disponga de todo el conjunto de leyes que hacen falta para todas las situaciones. Ante si- tuaciones imprevistas, los dos puntos que se encuentran no reaccio- nan en absoluto; la dinámica se detiene y un anuncio insistente y per- turbador nos avisa: «¡Error en el sistema! ¡Error en el sistema!» Que suceda esto en el monitor de nuestros ordenadores es algo que tiene mucho que ver con la demostración de la existencia de Dios. Estas paradas tan irritantes nos indican que el movimiento de un punto (que representa un ser del universo) es algo que se explica por medio de dos tipos de causas a las que podríamos llamar históricas y actuales. Las causas históricas corresponden a toda una secuencia de movimientos anteriores de otros puntos, que ha terminado con una interacción que ha hecho mover a nuestro punto. Las causas actuales son todo un conjunto de condiciones y leyes que determinan que el movimiento se produzca y que sea de cierta manera. Estas causas ac- tuales se subordinan unas a otras como las rutinas y subrutinas de un programa y dependen todas ellas de la operatividad del programa, de la energía del ordenador, y, en última instancia, de la inteligencia y voluntad del programador. Es inútil intentar explicar el movimiento de los cuerpos partien- do sólo de las causas históricas. Sin las causas actuales la dinámica se detendría: los cuerpos no sabrían lo que deben hacer. Observemos bien ahora la analogía: la pantalla del monitor representa el mundo de los seres reales en un proceso de evolución histórico. Para que se dé algún tipo de movimiento en la pantalla es absolutamente im- prescindible que esté conectada a un ordenador donde se hallan las leyes del movimiento. En el mundo ocurre lo mismo: los seres rea- les están en el universo, que viene a ser como una gran pantalla tri- dimensional. Se hace necesario que el universo esté «conectado» con su ordenador, con el ser que posea las condiciones y las leyes del mo- vimiento; un ser exterior al universo y causa primera de su movi- miento. A ese ser se le llama Dios. 50 Pero, ¿quién creó a Dios?
  • 51. Los agnósticos podrían alegar que el universo no es análogo a ningún monitor tridimensional dependiente de un ordenador. Según el escéptico, cada ser del mundo podría tener incorporado un manual de instrucciones que le indicaría cómo debe comportarse en cada cir- cunstancia, sin necesidad de tener que depender del programa de un ordenador central. El manual de instrucciones en que piensa el escéptico no es otra cosa que lo que llamamos las leyes del universo. Ya vimos en el ca- pítulo III que Estratón estaba equivocado y que las leyes del univer- so no son, en realidad, explicables por el propio ser del universo, si- no que son la expresión constante de la voluntad de Dios. No voy a repetir ahora los argumentos dados en dicho capítulo, sino que me li- mitaré a poner unos ejemplos que nos brinda la ciencia y la tecnolo- gía actuales, para ilustrar el concepto de causas actuales y su depen- dencia de una causa externa. Abrir una puerta con un mando a distancia es bastante fácil; bas- ta apretar el botón. El que lo hace siente el inmenso placer de pensar que es un buen abridor de puertas porque lo hace sin ninguna dificul- tad. Pero ¿realmente es el que aprieta el botón el que abre la puerta? Sin lugar a dudas el que aprieta el botón está involucrado en la ope- ración; sin su voluntad y su movimiento no se abriría la puerta. Pero si el mando a distancia no tuviera pilas la puerta tampoco se abriría. Si el mando a distancia estuviera estropeado o si el dispositivo que hay dentro de la cerradura funcionara mal, tampoco se abriría la puer- ta. Si el mando a distancia correspondiera a otra cerradura, la puerta seguiría sin abrirse. Como vemos, el hecho de que se abra una puerta al accionar el mando depende de muchos factores y de muchas leyes. Una de estas leyes es la ley de la resonancia. Esta ley podría ser una ley elemental o bien podría depender de otras, pero tarde o temprano tendremos que llegar a una ley elemental de la naturaleza, una ley fí- sica que no dependa de otras. Esta ley no se fundamenta en nada de este mundo —si lo hiciera ya no sería una ley elemental— ni se fun- damenta tampoco en un principio matemático, porque la matemática da razón únicamente a las relaciones entre números y figuras, pero no obliga a ningún movimiento. La matemática nos dice en qué punto encontraremos a un objeto que siga un movimiento circular al cabo de cierto tiempo, pero no puede obligar a ningún objeto a seguir un mo- vimiento circular, ni siquiera a moverse de alguna manera. La cuerda del reloj 51
  • 52. Esa ley elemental tiene su fundamento constante en una volun- tad que permite todo movimiento, hasta el punto de que si ella cesa- ra, cesaría esa ley y cesaría todo movimiento en el mundo. La ley está impresa en un campo que no se ve: es un campo men- tal, un campo que Dios crea y que mantiene en el ser. Este campo ac- túa de forma similar al programa de un ordenador que contiene las leyes de movimiento de los «cuerpos» en su monitor. Los «cuerpos» del monitor son figuras que representan objetos cósmicos. Se acer- can unos a otros y, cuando se encuentran, el programa decide cómo tienen que reaccionar. Prescindamos ahora del mando a distancia y vayamos al ejemplo que ponen siempre los estratónicos como demostrativo de que los cuerpos actúan según leyes internas autosuficientes. Ciertamente en- contramos lo más natural del mundo que nuestra mano haga «fuer- za» contra un objeto y lo mueva. Pero la cosa es más misteriosa de lo que parece. Tanto si atendemos a nuestra voluntad y a lo que la ha- ce posible, como si atendemos al movimiento del músculo que ac- ciona la mano, nos encontramos con un brumoso encadenamiento de causas actuales. El músculo se contrae porque unas fibrillas se desli- zan entre sí. Este deslizamiento se debe a que ciertas moléculas ener- géticas (llamadas ATP) experimentan un fenómeno de hidrólisis (un tipo especial de rotura), y esa hidrólisis viene determinada por la ac- ción de ciertos movimientos electrónicos, y, naturalmente por la in- teracción de ciertos campos... y esos campos interactúan obedecien- do cierta ley elemental. Volvemos a lo mismo. Las leyes elementales no tienen ulterior explicación por las causas mundanas y son la ma- nifestación universal de Dios en lo más recóndito. Dios hace posible el movimiento de una forma callada y poco visible; de la misma ma- nera que un programa de ordenador hace posible la animación de un juego que parece (y es en cierto modo) llevado por los jugadores. Si el programa se modificara, habría sorpresas (que en el mundo se lla- man milagros) en el monitor de ordenador. Si el programa desapare- ciera, el juego quedaría parado, por más que los jugadores acciona- ran sus mandos a distancia. En realidad, como veremos en otro capítulo, la desaparición del programa haría desaparecer las figuras mismas del monitor. Si Dios se marchara de vacaciones, el mundo se apagaría como un televisor al que se desconecta la energía eléctrica. Dios conserva 52 Pero, ¿quién creó a Dios?
  • 53. la energía del mundo, y por eso son válidas las famosas leyes de con- servación que descubren los físicos en sus laboratorios. El mundo en que vivimos es un programa en marcha con unas le- yes que permiten cierta autonomía e incluso libertad, pero su anima- ción y su existencia dependen de Alguien que está fuera del monitor cósmico: Alguien que fundamenta constantemente el movimiento y el ser del mundo. Hace veintiún siglos, esta verdad le fue inspirada al principal representante de la teología cristiana (Pablo de Tarso), y la plasmó en una frase célebre que dice: «En Dios vivimos, nos mo- vemos y existimos». LAS CAUSAS HISTÓRICAS Hasta aquí nos hemos referido a las causas actuales del movi- miento, que es la parte más difícil. Ahora nos toca analizar breve- mente las causas históricas, que son las únicas que entienden los fi- lósofos ateos. Demócrito y Leucipo, principales representantes del ateísmo en la Antigüedad, sabían bien que en el «estatuto» del ser no puede haber ninguna ley que le obligue a ponerse en relación con otro, porque si así fuera, habría una contradicción con lo que se observa en la realidad; en efecto, un mismo ser puede entrar en relación con el que está a su de- recha si lo golpeamos desde la izquierda, pero entrará en relación con el de su izquierda si lo golpeamos desde la derecha. Eso significa que no hay en su «estatuto» nada que lo obligue a ponerse en relación con otro. Por consiguiente, toda relación que un ser establezca con otro de- be tener su causa en otro ser que se ha puesto previamente en relación con él. Si queremos hallar por tanto la causa del movimiento, hemos de ir remontando esta cadena de seres que son causas del estableci- miento de relaciones pasadas (o históricas). Y si el conjunto ha de te- ner una explicación, si el movimiento ha de ser posible, esta serie de seres en cadena no puede ser infinita porque en física no hay cabida para el infinito. Ya demostramos esto en su momento. La física cuántica viene aquí a reforzar desde el empirismo la realidad que estamos demostrando, porque gracias a ella se ha llega- do a la conclusión de que existen algo así como átomos de tiempo. Siendo así, no se habría podido llegar a ninguna parte partiendo del La cuerda del reloj 53
  • 54. infinito, porque, como cada interacción causal requeriría como míni- mo un átomo de tiempo, todavía faltaría infinito tiempo para que se estableciera la relación actual causante del movimiento. Ahora bien, si la cadena causal histórica es finita, por fuerza ha de haber un primer elemento cuya relación con el siguiente se ex- plique a través de una relación especial con un ser exterior a la ca- dena y que no requiera a ningún otro ser anterior que explique el es- tablecimiento de una relación entre él y el primer elemento de la cadena. Eso sólo es posible si este ser está ya siempre estableciendo relación con este primer elemento de la cadena (y en realidad con todos, como veremos enseguida), y esta relación debe realizarse sin información del exterior. La información interior es lo propio de la inteligencia; por consiguiente sólo una inteligencia y una voluntad creativas pueden conseguir esto. EL PRIMER MOTOR ES DIOS Todos los seres de este mundo van estableciendo relaciones múl- tiples con los otros seres. No hay cadenas aisladas. Eso significa que debe existir una perfecta sincronización y armonización entre todas las relaciones causales del universo, de lo contrario se darían contra- dicciones lógicas como, por ejemplo, que un mismo ser tuviera que estar roto y entero al mismo tiempo. Si hubiera toda una colección de seres exteriores (primeros mo- tores) causantes de las relaciones causales, debería existir una rela- ción entre ellos para armonizar los efectos y evitar las contradiccio- nes; en otras palabras, para hacer posible que el mundo sea un cosmos como realmente es, es decir, una unidad ordenada y con- gruente, y no absurda y contradictoria. Pero entonces haría falta otro ser que explicara esta relación entre los seres exteriores, y estos se- res no serían independientes, sino dependientes de la información de este nuevo ser. Es preciso, pues, que ese ser exterior especial sea úni- co, con información autónoma acerca de la totalidad de los seres y relacionado actualmente a través de un conocimiento activo con to- dos los seres a quienes hace posible el movimiento. El primer motor mueve sin ser movido, es una inteligencia y una voluntad, y además es único. Al no ser movido por otro, no experi- 54 Pero, ¿quién creó a Dios?
  • 55. menta cambios y es siempre el mismo, y por consiguiente es eterno, en el sentido de atemporal. Al establecer relación íntima con todos los seres del universo, es omnipresente, y al ser creador de la diná- mica, de las leyes y del mismo ser de las cosas, ha de conocer la to- talidad de la matemática y de la física cósmica y ha de ser omnipo- tente en todo aquello que no se oponga a la matemática ni a la lógica. Al tener inteligencia y voluntad, ha de ser una mente. A los seres mentales los podemos llamar personas, por analogía a las personas humanas. El primer motor tiene, pues, todos los atributos de Dios. Dios es mucho más que un primer motor, y además no sabemos exactamente en qué consiste eso de ser un primer motor, pero no hay duda de que es un primer motor y de que, para serlo, debe existir. La cuerda del reloj 55
  • 56.
  • 57. Nos da la impresión de que nuestra existencia depende de lo que nosotros hacemos. Bien es verdad que si dejáramos de comer, de be- ber, de respirar o de excretar, sin duda dejaríamos de existir. Pero nuestra existencia, mal que nos pese, no depende de nosotros; inclu- so cuando dormimos y no nos damos cuenta de nada, seguimos exis- tiendo. En realidad, si no fuera porque los científicos hacen esfuer- zos enormes por comprender el funcionamiento de los órganos y de los sistemas, ni siquiera sabríamos lo que ocurre cuando hacemos cualquier actividad vital. Es evidente, pues, que nuestra existencia no depende, en última instancia, de nosotros. Después de esta primera «desilusión», pasamos a creer que nues- tra existencia depende de la existencia de nuestro cuerpo. El cuerpo es algo que persiste, que se mantiene y parece ser el responsable de nues- tra existencia. Pero, si lo miramos bien, la existencia de nuestro cuer- po depende de muchas cosas completamente ajenas a él. Pensemos en lo que le ocurriría a nuestro cuerpo si desapareciera la presión de la at- mósfera que nos rodea. La presión interna se vería descompensada y explotaríamos. Si eso no fuera lo bastante espectacular, la falta de oxí- geno nos llevaría a la asfixia y a la muerte. Yendo un poco más lejos en el espacio, si faltara el Sol, nuestro cuerpo se helaría y dejaría de existir como tal por falta de energía. Nuestro cuerpo no es, pues, la úl- tima explicación de nuestra existencia. Hay que seguir indagando en cada uno de los factores que hacen posible esa existencia. Se nos ocurre que tal vez la presión atmosférica sea algo que no depende de nada ulterior. Pero no es así: no habría presión sin la exis- tencia de moléculas moviéndose en estado de gas. Las moléculas son tan pequeñas que algunos ya no querrían seguir investigando más y VIII Un millón de rebecas
  • 58. pretenden que ellas sean la explicación de todo, y que no dependan de nada para subsistir. Pero, de nuevo, los que piensan así deben «de- sanimarse» con los avances de la ciencia. En efecto, se ha visto que las moléculas dependen de los átomos; los átomos dependen de la existencia de protones, de electrones y de neutrones. Y todos estos componentes deben su ser a la existencia de los quarks. Cabe preguntarse si tal vez existe alguna forma de ser que exis- ta independientemente de cualquier otro: un ser cuyas leyes consti- tucionales (su «estatuto» podríamos decir) no dependan de ningún otro. Ya sabemos que no puede haber nada así en el mundo por la sen- cilla razón de que las leyes constitucionales son, en esencia, relacio- nes entre componentes o partes de un sistema, y, por consiguiente, requieren siempre ulteriores explicaciones para dar cuenta de la exis- tencia de esas partes o componentes. Tenemos que avanzar un poco más en nuestra investigación, por- que estamos buscando una ley (una razón de ser) que no dependa de ulteriores explicaciones. Esa ley tiene que surgir de un ser sin com- posición de partes (es decir, inmaterial) y ha de explicar la persisten- cia en el ser de los seres más elementales. Como se da la circunstan- cia de que todos los seres elementales del cosmos están en íntima relación y se complementan y adaptan entre sí, hay que concluir que el ser del que surgen las leyes de persistencia es un ser único, y esas leyes no son otra cosa que expresiones de su voluntad generadora de ser. Efectivamente, sólo la voluntad puede ser autosuficiente; cual- quier otra ley depende de una ley ulterior. Ahora bien, el ser de quien surge esa voluntad creadora o mantenedora, es un ser voluntario e in- teligente ya que no es cosa de tontos ni de azar la concepción de un cosmos como el nuestro. Por fuerza, si queremos descansar de nuestra investigación, y por fuerza hemos de hacerlo, ya que la razón de todo no puede estar en el infinito ni en la bruma, hemos de admitir que esa voluntad inteli- gente tiene en sí misma la razón de su propia existencia (y por cier- to que sólo una voluntad puede tener en sí misma la razón de su exis- tencia). Y con ello ya hemos llegado a Dios. Constantemente observamos a nuestro alrededor cómo van desa- pareciendo las cosas. Nada se mantiene en su ser por mucho tiempo. Los colores se desvanecen, los hierros se oxidan y se vuelven delez- 58 Pero, ¿quién creó a Dios?