1. Un soldado raso llamado Tito
¿Cuánto se aprende de la historia? Hay dos hombres contemporáneos, ambos de nombre Tito, uno de ellos, Tito
Flavio Sabino Vespaciano, el general romano quien en el año 70 d.C destruyó a Jerusalén, su templo, sus
murallas, sus moradores, como ya lo había predicho Jesús, cuando lloraba sobre la ciudad, “pero cuando viereis
a Jerusalén rodeada de ejércitos, sabed que su destrucción ha llegado” (Lucas 21:20)
El otro Tito, a quien el apóstol Pablo dirige una de sus cartas en el año 66 d.C; éste a diferencia del primero, no
era romano, aunque se presume era un gentil que se había convertido al cristianismo; mucho menos un general
del imperio, apenas un soldado raso del reino de los cielos, un militante de la fe en Jesucristo, a quien había
rendido su vida. El primero un destructor, el segundo un restaurador.
¿Por qué llama tanto la atención Tito? Por su humildad y sencillez, por un servicio a la causa desprovisto de
cualquier tipo de pretensión o presunción. Tito, sin animo de demeritar su labor destacada en el evangelio,
podríamos decir, era un “don nadie”; claro, para las gentes del mundo, tal vez para la iglesia del primer siglo.
Era solamente un colaborador, un soldado raso.
Un hombre sin un apellido rimbombante, ni una posición destacada, ni unas credenciales personales que lo
colocaran en el pináculo de las personalidades de la iglesia del primer siglo, su única credencial, obrero de
Jesucristo. Y no por eso, menos importante, sino que fue justamente, por sus virtudes, que fue tenido en cuenta
por su líder personal, para una función trascendental, que no a cualquiera le podría encomendar, corregir lo
deficiente y establecer ancianos en la isla de Creta.
Un soldado raso, llamado a poner en cintura a “generales”, a “lideres”; un discípulo sin pretensiones de
autoridad sino de servicio, llamando al orden a los ancianos y líderes. La pregunta es, ¿Por qué calificó Tito para
esa misión? ¿Por qué el y no otro con un liderazgo mas destacado o una trayectoria mas llamativa?
Porque en este sencillo hombre residían las marcas del verdadero siervo. En primer lugar, era un hombre que
había entendido la paternidad espiritual, por eso Pablo lo llama “verdadero hijo en la común fe”, él sabia que
era parte de un linaje y un legado que debía preservar y proteger.
En segundo lugar, era un hombre irreprensible, de un testimonio incuestionable; solo alguien así, podía exigir a
otros. ¿Cómo exigir algo a alguien que uno no hace ni cumple? El mismo era molde, modelo y ejemplo. Por
eso, la demanda que Pablo le hizo, sabía que él la podía cumplir, “presentándote tú en todo como ejemplo de
buenas obras, en la enseñanza, mostrando integridad, seriedad, palabra sana e irreprochable, de modo que el
adversario se avergüence, y no tenga nada malo que decir de vosotros”.
En tercer lugar, era un hombre de carácter y talante, insobornable e indeclinable en sus principios y
convicciones, Pablo le encomienda, “esto habla, y exhorta y reprende con toda autoridad. Nadie te
menosprecie”. Tito tenía una gran tarea por delante, pero sabia que no podía ser inferior a la misión que se le
había encomendado. Allí tenemos el testimonio de un hombre que no buscó ser importante, sino útil.