Este documento resume el segundo viaje de William Yates a la pampa argentina con José Miguel Carrera en 1820-1821. Después de un mes de viaje, establecieron un campamento cerca de los toldos de los indios. A pesar de que los indios les advirtieron que el sitio estaba encantado, Carrera los convenció de que no corrían peligro. Más tarde, los porteños intentaron sembrar la desconfianza entre los indios y Carrera. Finalmente, los caciques se reunieron en consejo donde realizaron sacrificios y ceremonias
Prueba de evaluación Geografía e Historia Comunidad de Madrid 4ºESO
6. segundo viaje por la pampa
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década de 1820
imprimir José Miguel Carrera 18201821
William Yates
Segundo viaje por la Pampa
[Segundo viaje por la Pampa. Llegada a los Toldos. El nuevo campamento. Intrigas. Asamblea de los
caciques con Carrera. Sacrificios, ceremonias, arengas, etc.]
Continuamos internándonos en la pampa 1, seguidos por Rodríguez a una
considerable distancia, no menos de cincuenta leguas. Los porteños advirtieron
que, para cubrir la retirada, no les convenía internarse mucho, porque en caso de
un ataque, de nada les serviría huir, encontrándose como se encontraban a una
enorme distancia de su provincia. Por eso acamparon en la Laguna de Flores 2, y
Rodríguez, delegando el mando en La Madrid, emprendió la vuelta a Buenos
Aires. Desde allí mandó al campamento una buena cantidad de vestuarios,
abalorios, frenos y baratijas para obsequiar a los indios de Nicolás, que estaban
en su favor, y para hacer prosélitos entre otras tribus, inclinándolas a los
intereses de Buenos Aires.
Después de treinta y dos días de marcha, llegamos a los “toldos” o
poblaciones de los indios y elegimos para campamento la pendiente de una
colina, distante una milla más o menos de la vivienda de uno de los caciques. Un
río profundo y dos pequeños arroyos corrían paralelos a nuestro frente, sirviendo
de defensa. Aseguraba nuestro flanco izquierdo un brazo del mismo río.
Protegimos la derecha con una fuerte avanzada. La posición era la mejor que
pudiera escogerse en aquellos parajes porque estábamos a cubierto de toda
sorpresa. Esto no obstante, los indios nos pidieron que abandonáramos el campo
porque corríamos serios peligros si insistíamos en permanecer allí. Existía la
superstición —proveniente de agüeros o tradiciones— de que en esa loma
habitaban infinitos gualichos o espíritus del mal que castigaban con el daño y la
muerte a los que entraban en el campo encantado. Nuestra primera idea —al
recibir estas noticias de los indios— fue que, como el campo era excelente y
abundante en pastos, se valían de una treta para reservárselo e inducirnos a
cambiar de sitio; pero, habiendo el general consultado con Güelmo, se convenció
de que hablaban sinceramente, sin intención alguna de engañarnos. La
insistencia en que levantáramos el campo, respondía únicamente al deseo de
salvarnos. El sitio era el más apropiado y no mostraba ningún vestigio de
población. Esta circunstancia y el desconocimiento en que estaban los indios
sobre las particularidades del río en aquel paraje, indicaba que lo habían
frecuentado muy poco.
Carrera los tranquilizó, asegurándoles que esos gualichos no tenían poder
contra sus soldados y que en pocos días más los ahuyentaríamos de la loma. Los
indios se retiraron del lugar profanado, desconfiados y temerosos por nuestra
suerte. Al día siguiente, muy de mañana, vinieron a visitarnos y a oir el relato de
lo que nos habría ocurrido durante la noche. Mostráronse maravillados al
comprobar que los diablillos de la loma no tenían poder contra nosotros. Poco a
poco perdieron el miedo al sitio aquel y algunos días después sus visitas se
hicieron tan frecuentes y largas que ponían a prueba nuestra paciencia. Su
adhesión a Carrera crecía día por día. Todos los caciques vecinos vinieron a
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congratularle y darle la bienvenida ofreciéndose al mismo tiempo para servirle
dondequiera que fuere contra cualquier enemigo. Mandaron delegados a Chile y
a las tribus más distantes solicitando la concurrencia de los caciques al
campamento del Pichi rey o reyecillo, como llamaban a Carrera y señalaron día
para la asamblea o junta en que debían reunirse.
Entretanto, los porteños se habían valido de todos los medios para
enajenarnos la confianza de los indios, y como éstos se mostraran inflexibles en
su fidelidad, urdieron una intriga: circularon la noticia de que éramos aliados de
Buenos Aires y que nuestro plan consistía en ganar la retaguardia de los indios,
para, entonces, atacarlos. En esas circunstancias, ellos, los porteños, podrían
cargarlos a su vez y exterminarlos a todos. El cacique Nicolás (aliado de los
porteños), fue quien hizo circular mañosamente esta falsa noticia entre las otras
tribus, valiéndose de sus capitanejos. No dejó de despertar desconfianza y
sospechas contra nosotros esa nueva.
Carrera oyó los reclamos de los indios con mucha atención y paciencia, y
logró calmarlos: les hizo ver que sólo se trataba de una estratagema del enemigo
para dividirnos; que bien podía ocurrir que el enemigo avanzara hasta arrojarlos
de las posiciones ocupadas, y en fin, para demostrarles que no era amigo de
Buenos Aires, les dijo que había resuelto atacar a los porteños de allí a pocos días.
Al efecto les pidió que destacaran algunos hombres para descubrir las posiciones
enemigas. Los indios que salieron en esa exploración, avanzaron con increíble
rapidez y reconocieron el campamento, pero en vez de cumplir lo ordenado y
volver con el parte de lo que habían visto, cayeron de sorpresa sobre el enemigo,
y renovaron sus ofensas a la virgen porque mataron a los soldados puestos bajo
su protección. 3 Sin duda los soldados subieron al cielo, pero el crimen contra su
Santa Madre y protectora se agravó por la derrota de sus vengadores.
La Madrid, con su buena suerte acostumbrada, escapó acompañado de
pocos oficiales a dar cuenta a Rodríguez del resultado de la expedición y de sus
intrigas. Lo ocurrido les dio pretexto para no intentar en adelante el cumplimiento
de sus sagrados votos.
Llegó la fecha señalada para la reunión de los caciques y acudieron
puntualmente a la cita. Llegaron con sendas escoltas de indios para dar una
prueba de las fuerzas y las calidades de cada una de sus tribus. Una vez
congregados, empezaron por un sacrificio a su patrono y protector el Sol, antes
de iniciar el consejo. Para este sacrificio, los sacerdotes eligieron un potro salvaje
“sin defecto” y lo amarraron por sus propias manos. El primer sacerdote abrió
una herida en el costado del animal, introdujo el brazo en el cuerpo todavía vivo y
le arrancó el corazón y otras entrañas. Con la sangre del corazón hizo ademán de
asperjar el sol, mientras los otros hechiceros le imitaban con la sangre del cuerpo
de la víctima. Luego se comieron el corazón, el hígado, los bofes y otras entrañas
humeantes. A los caciques les estaba permitido comer solamente el cuerpo del
sacrificio.4
Terminada esta ceremonia, los sacerdotes iniciaron sus augurios y
profecías. Las revelaciones fueron las más halagadoras y entonces se abrió el
consejo bajo los auspicios del sol. Los indios iban desnudos como se presentan
siempre que se trata de guerra, consejo, ceremonias religiosas o ejercicios
atléticos. Habían adornado como nunca sus largos cabellos con plumas blancas,
azules, coloradas y amarillas. Llevaban las caras espantosamente pintadas de
tierras negras, rojas y blancas. El cacique más viejo se sentó en el suelo de
piernas cruzadas, sobre un paño preparado al efecto; el que le seguía en edad
tomó asiento a su izquierda y así sucesivamente hasta que el más joven vino a
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cerrar el círculo, a la derecha del primero. El general y sus intérpretes se sentaron
en el centro. Los oficiales de Carrera y los capitanejos indios formamos otros
círculos en derredor y nos sentamos a escuchar a aquellos turbulentos hijos de la
libertad que exponían los intereses de sus representados al aire libre, y expuestos
a los rayos de un sol abrasador. Una vez todo listo reinó un profundo silencio que
rompió uno de los caciques con una arenga dirigida a los demás componentes de
la junta, para exponerles el objeto de la reunión.
Luego se dirigió a Carrera, para decirle que, habiéndose reunido en consejo
las tribus indias, él había sido autorizado para congratular y dar la bienvenida al
Pichi Rey, para informarse de su salud y de las dificultades que había encontrado
en su camino, la situación del país que había dejado, las fuerzas militares de que
disponían, cómo las empleaban y qué planes se proyectaban. Le pidió también
una relación detallada de las ofensas recibidas. Hízole presente que, en
testimonio de adhesión, se ponían todos a sus órdenes y no tenía más que
encabezar las tribus para que volaran a vengar sus agravios y a empapar sus
manos en sangre enemiga. Güelmo, el lenguaraz, anotó las ideas principales del
discurso del cacique, y Carrera, después de examinarlas detenidamente,
respondió con una arenga muy formal que el mismo Güelmo tradujo. Tanto
Carrera como el cacique, hablaron en forma espontánea y sencilla logrando el
mismo efecto sobre los oyentes. Cuando terminaron esos primeros discursos.
Carrera se dirigió a todas las tribus y les habló agradeciéndoles la confianza que
le dispensaban y las fuerzas que ponían a su disposición. Se declaró su protector
y enumeró las ventajas que sobrevendrían de esta unión
Interpretado su discurso por el lenguaraz, se le acercaban los indios con las
manos tendidas y él se las estrechaba cordialmente a cada uno.
Todo cuanto expusieron los caciques en un principio, fue dicho por ellos en
representación de sus tribus y sólo después expresaron en nombre propio su
adhesión personal al Pichi Rey, colmándolo de regalos.
Se les sirvió vino a los miembros de la augusta asamblea, pero como iban a
tratar asuntos de mucha importancia, observaron una moderación propia de
gente más civilizada. Cada uno mojó un dedo en su copa y antes de beber roció
con el vino hacia arriba como si realizara una ofrenda. (Esta ceremonia la
observan siempre antes de comer o beber). Luego gustaron apenas el vino, y,
haciéndolo retirar, siguieron tratando los asuntos del día. Cada cacique hizo una
relación de la fuerza que podía presentar y en total llegaron hasta diez mil
guerreros. En seguida dieron su opinión sobre la forma de atacar a los cristianos
y desarrollaron sus terribles proyectos de exterminio y devastación en lo que
mostraron tanta sagacidad como crueldad y salvajismo. Carrera se valió de toda
clase de argumentos para convencerles de lo pernicioso de tales métodos de
guerra, pero su elocuencia nada pudo contra una costumbre bárbara que el uso
inveterado hacía sagrada. “Perdona hoy al enemigo y mañana te cortará la
cabeza”; tal es la máxima común entre los indios. Por eso no conocen ni la
decencia, ni la prudencia, ni la piedad, y no perdonan la vida del enemigo, salvo
que se trate de mujeres y niños, porque entonces los convierten en esclavos.
Carrera les hizo ver que, entre los que ellos consideraban enemigos, él tenía
muchos amigos, que también lo eran de los indios, por lo que resultaba absurdo
aplicarles el mismo castigo que a los opresores. De esto se convencieron y
acabaron por prometer que respetarían a quienes él considerara como amigos.
Sostuvo entonces Carrera que, puesto que las mujeres y los niños no toman las
armas ni van a la guerra, no era digno de un pueblo guerrero y valiente matarlos
o hacerlos cautivos. Aquí no estuvieron de acuerdo porque ese principio chocaba
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con lo más íntimo de sus hábitos guerreros y afectaba al concepto que ellos
tienen de la honra. En efecto, el honor y los prestigios de un indio se juzgan por el
séquito de sus cautivos. Exterminan a los hombres y si no se apoderan de las
mujeres y niños, aparecen sin cautivos y se resienten mucho sus prestigios. Tal es
la reflexión que hacen los salvajes cuando se les habla de ese asunto. Y si algún
jefe, por muy popular que fuera, tratara de hacer la guerra privándolos de ese
derecho, nadie le acompañaría. Carrera, viendo que sus razones eran inútiles
renunció a ocuparse de la cuestión.
La asamblea se suspendió por fin, y nos retiramos con los caciques a comer
algunas reses que se habían asado para la oportunidad. A esto se sucedió una
bacanal en que los indios se entregaron a sus excesos habituales que se traducen
en escandalosas borracheras. Continuó el jolgorio toda la noche entre las
profecías y los cantos de los bardos y adivinos. Los indios consideran abominable
comer, beber o dormir con una mujer y de ahí que las principales favoritas de
algunos caciques se hubieran reunido aparte. No les hacían caso, pero nosotros
nos interesamos en verlas. Estaban, si era posible, más borrachas que los
mismos hombres. Se sentían muy impresionadas con los cantos, porque tan
pronto reían como lloraban, según lo que se cantaba. En cuanto a los aires
cantados, eran agrestes, dulces, desiguales, quejumbrosos, y no desprovistos de
armonía.
Las fiestas se repitieron con alguna frecuencia y considero excusado entrar
en otros detalles; los mencionados pueden servir para dar una idea de lo que son
los sacrificios, consejos y francachelas de los indios.