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Queridos amigos:
El homenaje que me tributaron los minusválidos me dejó impresionado. No me daba
cuenta que el trabajo realizado en su favor fuera de tal importancia. Ellos querían que me diera
cuenta lo que supone ser minusválido en esta cultura.. En el entorno en el que nacieron no eran
considerados como personas. En algunas familias los dejaban morir de hambre y de esta forma
podían desembarazarse de ellos, en otras eran considerados como hechiceros y su presencia estaba
mal considerada, mientras los “normales” iban a la escuela, ellos permanecían en sus casas porque
no podían llegar a ella y también para evitar que fueran despreciados por sus compañeros.
Habían aprendido a hablar francés, ya no andaban a gatas sino que después de haber sido
intervenidos podían ponerse de pie aunque fuera ayudados por unas muletas, habían aprendido a
coser, sabían cómo ganarse la vida, eran considerados como personas y todos les respetaban. En
el Centro habían vuelto a nacer, se habían casado, tenían familia, eran como todos y ya no tenían
motivos para maldecir su suerte. Pensaron que lo que habían programado en mi honor era una
forma de darme las gracias. Yo me había convertido en su padre. Pero volvamos para atrás.
Estábamos en 1974. Fueron unos momentos de gran tensión política. Las relaciones con
el Gobierno eran muy tirantes y estuvimos a punto de que nos expulsaran a todos los sacerdotes
extranjeros. El Presidente Mobutu, muy celoso de su poder, no quería que nadie le hiciera sombra
ni criticara sus decisiones. Se daba cuenta de que la Iglesia hacía oír su voz y no siempre le
apoyaba con el entusiasmo que hubiera deseado.
Suprimirla directamente parecía una acción demasiado violenta y podía dar mala imagen
internacionalmente. Era mejor amordazarla. Para ello, tomó una serie de medidas: prohibió
bautizar con nombres cristianos, por ejemplo: José, María, Ana, etc., suprimió las revistas y
publicaciones católicas, ordenó quitar los crucifijos e imágenes de los lugares o edificios públicos,
las reuniones deberían tener lugar únicamente en la iglesia, la religión no podía ser enseñada en
las escuelas, los movimientos juveniles quedaron prohibidos y todos sus miembros debían firmar
parte de las juventudes del partido único. Todo ello acompañado de discursos, artículos de prensa,
reportajes en la radio y en la televisión ridiculizando a la Iglesia, a sus pastores y a la labor de los
misioneros.
En nuestra parroquia teníamos un movimiento juvenil que se llamaban los Kyros, un
movimiento parecido a los scouts, las Xaveri, la rama femenina de los Kiros y los Cruzados. Cada
movimiento contaba con local propio para tener sus
reuniones, guardar su material, etc. Con las
disposiciones gubernamentales los locales quedaron
vacíos. Esa fue la oportunidad que se me presentó
para abrir un internado. De esta forma podía destinar
más tiempo a la parroquia sin tener que ocuparme
constantemente de los minusválidos.
Las niñas disponían de dos habitaciones
pequeñas y tres los niños. Suprimimos el lugar en
el que teníamos unos conejos y lo convertimos en
cocina. No teníamos cocina
eléctrica. Preparábamos la comida sobre dos
braseros. Tampoco teníamos comedor ni mobiliario
alguno.
Los niños comían sentados en el suelo. Cuando
enfermaba algunos de ellos, recurríamos a las Misioneras Dominicas (españolas), que tenían su
convento muy cerca de nuestra casa.
Los casos que se nos presentaban eran de lo más triste. La mayoría venían a gatas, algunos
se desplazaban dando saltos sobre el trasero, otros andaban agarrados a unos palos. Algunos,
además de minusválidos eran anormales, no tenían control de sus esfínteres. Todas las mañanas
aparecían “impregnados” y malolientes. Tuve que devolverlos a sus casas con mucha pena porque
no tenía personal que se hiciera cargo de ellos y sabía que no iban a recibir muchas atenciones de
su familia. Tal vez les darían de comer pero apenas se ocuparían de ellos, hasta que alguna
enfermedad, voluntaria o involuntaria, les llevara a gozar de las alegrías del Reino.
Durante las
vacaciones, distribuíamos los niños en los
hospitales que quisieran admitirlos y que
estaban en condiciones de hacer algo por
ellos, por ejemplo, la colocación de las
escayolas o pequeñas operaciones para
estirar sus tendones retraídos.
Unos quedaban internados en
Mwadingusha, a 75 Km de casa, otros en
Kapolowe a 25 Km y otros en Sendwe a
125 Km. En casa no sabíamos más que
darles de comer y enseñarles a leer y
escribir. Para todo lo demás dependíamos
de quien quisiera echarnos una mano.
En la medida en la que los niños iban adquiriendo la verticalidad, gracias a las prótesis y
a las muletas, unos porque crecían y otros porque no paraban quietos, los aparatos necesitaban
continuas reparaciones. Hacía mis pinitos de carpintero-mecánico-herrero, pero mis
conocimientos no llegaban a solucionar todos los problemas y por lo menos cada dos semanas
tenían que pasarme por el hospital de Kapolowe cargado de prótesis estropeadas y de críos que
necesitaban muletas o aparatos más largos. No estaba lejos, pero la carretera era infame, sobre
todo los siete últimos kilómetros, donde marcar 30 Km por hora constituía una temeridad con
riesgo de poner fin a la endeble carrocería de nuestro sufrido 2CV.
Mientras tanto, el número de “clientes” iba en aumento. Estábamos al límite de nuestras
posibilidades. Dormían dos en cada cama (literas) y a ocho por habitación de 3m x 3m. Temía
que algún día aparecieran todos asfixiados. Tampoco teníamos duchas y las niñas esperaban al
anochecer para lavarse en la fuente de la parroquia. Los retretes eran pozos ciegos y estaban a
punto de rebosar. Me llegaban bastantes peticiones y no tenía sitio para acogerlos. Yo no me daba
cuenta, pero estábamos abriendo el primer centro para minusválidos en toda la provincia de
Katanga, cuya extensión es tan grande como toda España.
En esas fechas ya teníamos cuatro grupos diferente, con cuatro maestros, una cocinera y
una religiosa Misionera Dominica que se encargaba un poco de todo, pero especialmente de las
clases de costura. Ese era todo nuestro personal, pero nada estaba conforme a la ley. Los
maestros percibían un salario pero no estaban contratados, la cocinera tampoco, las condiciones
higiénicas eran deplorables, las ratas se merendaban una buena parte de la harina de maíz, que
constituye el alimento base de esta gente, porque no teníamos un lugar para guardarlo,
ocupábamos los salones parroquiales que los habíamos convertido en clases, y a veces esto
originaba cierto malestar para la
marcha de la parroquia porque les
privábamos de sus lugares de
reunión y catequesis. Entonces
empecé a fraguar la idea de
construir algo apropiado,
espacioso e independiente para
los minusválidos.
La parroquia está situada
en la ladera de una colina. Tenía
bastante terreno edificable, pero
en cuesta, lo cual no era lo más
apropiado para estos niños. En un primer momento intenté nivelarlo a mano. Contraté dos equipos
de jóvenes que trabajaban de seis a doce y otros que trabajaban de doce a seis. Yo hacía de capataz.
Trabajaban fuerte pero no avanzaban al ritmo deseado. Era como vaciar el océano con un dedal.
Tuve que cambiar de planes y proyectos.
Junto a nuestra parroquia está la empresa más importante del país, que es la principal
fuente de riqueza con sus minas de cobre y cobalto. En una ocasión había recurrido a ella, cuando
traté de comenzar la obra de los minusválidos, pero mi petición quedó sin respuesta. Ahora me
encontraba ante un problema insoluble: un monte que nivelar sin un duro en el bolsillo para
comenzar. Un día, cansado de tanto romperme la cabeza sin encontrar solución y actuando en
contra de mis principios, solicité una entrevista con el director para exponerle el problema.
Me recibió a los dos días. Era un congoleño. Me escuchó con atención. Perecía un
personaje de piedra. Durante toda la entrevista no movió ni un dedo, ni tan siquiera un ligero
cambio de postura. No sabía si estaba hablando con una persona de carne y hueso o era una
máscara con traje sentado en un sillón para recibir a todos los impertinentes. Cuando terminé mi
relato me respondió que intentaría hacer algo por mí y tomó nota en un papel.
Pasó un día, una semana, un mes, y nadie vino a interesarse de lo que había que hacer.
Terminó el segundo mes, venció el tercero, estábamos en el cuarto sin que hubiera habido alguna
novedad. A veces pensaba, que cuando salí del despacho, el director hizo una bolita de papel con
el apunte que había tomado y la había encestado en la papelera.
Mientras tanto se acercaban mis vacaciones. Trataba de dibujar un proyecto que pudiera
presentarlo a los organismos a los que se puede recurrir pidiendo ayuda. No me aclaraba. Era la
primera vez que estba metido en obras. Tenía que idear un edificio, conocer las dimensiones,
calidad del material a emplear, cantidad, presupuestos, capacidad del pensionado, etc. Yo creo
que es ahí donde perdí la vista porque no levantaba los ojos de los números y de los planos, y
también el pelo, de tanto agarrarme a la cabeza porque por mucho que intentaba reducir las
dimensiones o aprovechar huecos, las cifras resultaban siempre muy altas y me preguntaba si
jamás habría la posibilidad de conseguir tanto dinero.
Un día, estando en la catequesis oí un ruido ensordecedor que se iba haciendo cada vez
más cercano. No sé por qué, lo primero que me vino a la cabeza es que se trataba de los bomberos,
que vendrían a ensayar alguna máquina extintora o algún otro aparato sobre el edificio de la
iglesia. De vez en cuando, tenían la costumbre de venir con todo su material, cascos, cinturones,
escaleras, camión cisterna, bombas de achique, etc., a hacer prácticas y sin pedir permiso ni decir
“aquí estamos”, se encaramaban a la torre y apagaban fuegos imaginarios lavando los muros de
la iglesia y cuando terminaban sus ejercicios se marchaban como habían venido.
Salí para ver si eran ellos y me encontré con una enorme pala mecánica que subía
lentamente la colina, arrastrando pesadamente sus 25 Tn. de peso. Fue una gran alegría porque ya
no lo esperaba. El chófer me preguntó lo que tenía que hacer. Me olvidé de los catecúmenos,
monté en el enorme Caterpillar que tenía tantos
años como el chófer que lo conducía, que había
dejado de ser joven, pero que todavía
conservaba sus energías y le expliqué de lo que
se trataba. Tenía que desgastar la colina para
formar una especie de plataforma donde poder
construir en el futuro.
El terreno era duro. De vez en cuando
aparecían unos peñascos que trataban de
impedir la marcha del poderoso tanque y se
resistían a dejar el lecho en el que estaban
reposando desde eras prehistóricas. Pasaba
horas viéndole y orientándole en sus maniobras. El hombre y la máquina habían trabajado juntos
durante muchos años y se conocían el uno al otro. Movía la inmensa mole como si fuera una
carretilla. Cuando se encontraba con una de esas rocas, atacaba primero sus flancos, desgastándole
lo más que podía y cuando quedaba aislada de lo que había constituido su ropaje, cogía carrerilla
y arremetía directamente en choque frontal. Si no lo conseguía a la primera, repetía la intentona
hasta que lo arrancaba de su cama y la despachaba ladera abajo, desnudo, humillado, vencido. Se
entabló la lucha del hombre ayudado por la máquina en contra de la naturaleza.
Cada día llegaba un camión con el carburante. Vaciaban un bidón de 200 litros de gasoil
en sus entrañas y con eso podía trabajar unas cinco horas. Perdía aceite. Se calentaba con
frecuencia y tenía que parar para que se enfriara el motor y llenar el radiador de agua. La pala se
desnivelaba con el trabajo y tenía que enderezarla dando vueltas a uno de los soportes de la misma.
Le daba tal meneo a la máquina que tenía la impresión de que podía caerse en pedazos en
cualquier momento en alguno de aquellos choques. La lámina delantera sacaba chispas Un día le
hice la observación al conductor. Se rió. Me dijo que había trabajado con aquella máquina desde
el primer día que la trajeron a la empresa y que sabía lo que podía dar de sí.
Poco a poco el terraplén iba cogiendo altura. Los peñascos arrancados al monte eran
arrojados ladera abajo. Al pie de la colina está situado el barrio. Algunos de aquellos peñascos
llegaron hasta las mismas puertas de las casas. No estaba tranquilo porque podría ocurrir un
accidente pero por otra parte me veía obligado a continuar. El terraplén ganaba altura, las piedras
rodaban cada vez más lejos y yo no descansaba hasta que veía la máquina parada porque se había
terminado la jornada. Cada día terminaba con un “uuuff, no ha pasado nada”. Mis nervios estaban
sufriendo una buena prueba.
Para colmo de males, llegaron las lluvias. La tierra removida no había tenido tiempo para
asentarse. Una mañana nos vinieron a avisar que se había producido un corrimiento.
Efectivamente, la tierra se había convertido en lodo y amenazaba peligrosamente con seguir
deslizándose si no se encontraba un remedio. Ya me imaginaba lo peor, unas cuantas casas
destruidas por la avalancha de tierra y piedras y quién sabe si no habría víctimas.
Pedí consejo a contratistas y técnicos, pero nadie sabía o quiso molestarse en buscar una
solución. El trabajo de la máquina acentuaba más el peligro porque ya no era tierra lo que
arrastraba sino lodo, y reblandecía las paredes del terraplén. En una de sus idas y venidas, ella
misma quedó atrapada en el barro y a pesar de sus orugas, tuvieron que venir los de la empresa
con maquinaria pesada para poder sacarla.
Había trabajado sin parar durante cuatro meses. Durante ese tiempo le había pegado un
gran tajo al monte pero todavía quedaban algunos lugares para nivelar. Cada día se había tragado
200 litros de gasoil. Jamás había aparecido un ingeniero o responsable para ver lo que estaba
haciendo la máquina. Nadie se preocupó de ella, como si no fuera de la empresa. Fue algo
inconcebible, sobre todo sabiendo que no tienen otra pala de estas características. Las otras son
pequeñas y montadas sobre neumáticos. ¿Suerte? ¿Falta de control de la empresa? ¿Negligencia?.
Cada cual puede interpretarlo como quiera, pero para mí fue como un acto de la Providencia.
Pero yo ya no podía más. Temía que lo peor pudiera ocurrir en cualquier momento. No
dormía por las noches. Cualquier griterío o ruido me despertaba sobresaltado pensando si sería
que había reventado el terraplén. Decidí devolver la máquina. Cuando tuviera dinero para
comenzar los trabajos volvería a solicitarla para terminar lo que faltaba.
Un abrazo.
Xabier
El Centro de Minusválidos “KILIMA CHA KITUMAINI”

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kilima 136 Agosto 2022

  • 1. Queridos amigos: El homenaje que me tributaron los minusválidos me dejó impresionado. No me daba cuenta que el trabajo realizado en su favor fuera de tal importancia. Ellos querían que me diera cuenta lo que supone ser minusválido en esta cultura.. En el entorno en el que nacieron no eran considerados como personas. En algunas familias los dejaban morir de hambre y de esta forma podían desembarazarse de ellos, en otras eran considerados como hechiceros y su presencia estaba mal considerada, mientras los “normales” iban a la escuela, ellos permanecían en sus casas porque no podían llegar a ella y también para evitar que fueran despreciados por sus compañeros. Habían aprendido a hablar francés, ya no andaban a gatas sino que después de haber sido intervenidos podían ponerse de pie aunque fuera ayudados por unas muletas, habían aprendido a coser, sabían cómo ganarse la vida, eran considerados como personas y todos les respetaban. En el Centro habían vuelto a nacer, se habían casado, tenían familia, eran como todos y ya no tenían motivos para maldecir su suerte. Pensaron que lo que habían programado en mi honor era una forma de darme las gracias. Yo me había convertido en su padre. Pero volvamos para atrás. Estábamos en 1974. Fueron unos momentos de gran tensión política. Las relaciones con el Gobierno eran muy tirantes y estuvimos a punto de que nos expulsaran a todos los sacerdotes extranjeros. El Presidente Mobutu, muy celoso de su poder, no quería que nadie le hiciera sombra ni criticara sus decisiones. Se daba cuenta de que la Iglesia hacía oír su voz y no siempre le apoyaba con el entusiasmo que hubiera deseado. Suprimirla directamente parecía una acción demasiado violenta y podía dar mala imagen internacionalmente. Era mejor amordazarla. Para ello, tomó una serie de medidas: prohibió bautizar con nombres cristianos, por ejemplo: José, María, Ana, etc., suprimió las revistas y publicaciones católicas, ordenó quitar los crucifijos e imágenes de los lugares o edificios públicos, las reuniones deberían tener lugar únicamente en la iglesia, la religión no podía ser enseñada en las escuelas, los movimientos juveniles quedaron prohibidos y todos sus miembros debían firmar parte de las juventudes del partido único. Todo ello acompañado de discursos, artículos de prensa, reportajes en la radio y en la televisión ridiculizando a la Iglesia, a sus pastores y a la labor de los misioneros.
  • 2. En nuestra parroquia teníamos un movimiento juvenil que se llamaban los Kyros, un movimiento parecido a los scouts, las Xaveri, la rama femenina de los Kiros y los Cruzados. Cada movimiento contaba con local propio para tener sus reuniones, guardar su material, etc. Con las disposiciones gubernamentales los locales quedaron vacíos. Esa fue la oportunidad que se me presentó para abrir un internado. De esta forma podía destinar más tiempo a la parroquia sin tener que ocuparme constantemente de los minusválidos. Las niñas disponían de dos habitaciones pequeñas y tres los niños. Suprimimos el lugar en el que teníamos unos conejos y lo convertimos en cocina. No teníamos cocina eléctrica. Preparábamos la comida sobre dos braseros. Tampoco teníamos comedor ni mobiliario alguno. Los niños comían sentados en el suelo. Cuando enfermaba algunos de ellos, recurríamos a las Misioneras Dominicas (españolas), que tenían su convento muy cerca de nuestra casa. Los casos que se nos presentaban eran de lo más triste. La mayoría venían a gatas, algunos se desplazaban dando saltos sobre el trasero, otros andaban agarrados a unos palos. Algunos, además de minusválidos eran anormales, no tenían control de sus esfínteres. Todas las mañanas aparecían “impregnados” y malolientes. Tuve que devolverlos a sus casas con mucha pena porque no tenía personal que se hiciera cargo de ellos y sabía que no iban a recibir muchas atenciones de su familia. Tal vez les darían de comer pero apenas se ocuparían de ellos, hasta que alguna enfermedad, voluntaria o involuntaria, les llevara a gozar de las alegrías del Reino. Durante las vacaciones, distribuíamos los niños en los hospitales que quisieran admitirlos y que estaban en condiciones de hacer algo por ellos, por ejemplo, la colocación de las escayolas o pequeñas operaciones para estirar sus tendones retraídos. Unos quedaban internados en Mwadingusha, a 75 Km de casa, otros en Kapolowe a 25 Km y otros en Sendwe a 125 Km. En casa no sabíamos más que darles de comer y enseñarles a leer y escribir. Para todo lo demás dependíamos de quien quisiera echarnos una mano. En la medida en la que los niños iban adquiriendo la verticalidad, gracias a las prótesis y a las muletas, unos porque crecían y otros porque no paraban quietos, los aparatos necesitaban continuas reparaciones. Hacía mis pinitos de carpintero-mecánico-herrero, pero mis conocimientos no llegaban a solucionar todos los problemas y por lo menos cada dos semanas tenían que pasarme por el hospital de Kapolowe cargado de prótesis estropeadas y de críos que necesitaban muletas o aparatos más largos. No estaba lejos, pero la carretera era infame, sobre todo los siete últimos kilómetros, donde marcar 30 Km por hora constituía una temeridad con riesgo de poner fin a la endeble carrocería de nuestro sufrido 2CV. Mientras tanto, el número de “clientes” iba en aumento. Estábamos al límite de nuestras posibilidades. Dormían dos en cada cama (literas) y a ocho por habitación de 3m x 3m. Temía que algún día aparecieran todos asfixiados. Tampoco teníamos duchas y las niñas esperaban al
  • 3. anochecer para lavarse en la fuente de la parroquia. Los retretes eran pozos ciegos y estaban a punto de rebosar. Me llegaban bastantes peticiones y no tenía sitio para acogerlos. Yo no me daba cuenta, pero estábamos abriendo el primer centro para minusválidos en toda la provincia de Katanga, cuya extensión es tan grande como toda España. En esas fechas ya teníamos cuatro grupos diferente, con cuatro maestros, una cocinera y una religiosa Misionera Dominica que se encargaba un poco de todo, pero especialmente de las clases de costura. Ese era todo nuestro personal, pero nada estaba conforme a la ley. Los maestros percibían un salario pero no estaban contratados, la cocinera tampoco, las condiciones higiénicas eran deplorables, las ratas se merendaban una buena parte de la harina de maíz, que constituye el alimento base de esta gente, porque no teníamos un lugar para guardarlo, ocupábamos los salones parroquiales que los habíamos convertido en clases, y a veces esto originaba cierto malestar para la marcha de la parroquia porque les privábamos de sus lugares de reunión y catequesis. Entonces empecé a fraguar la idea de construir algo apropiado, espacioso e independiente para los minusválidos. La parroquia está situada en la ladera de una colina. Tenía bastante terreno edificable, pero en cuesta, lo cual no era lo más apropiado para estos niños. En un primer momento intenté nivelarlo a mano. Contraté dos equipos de jóvenes que trabajaban de seis a doce y otros que trabajaban de doce a seis. Yo hacía de capataz. Trabajaban fuerte pero no avanzaban al ritmo deseado. Era como vaciar el océano con un dedal. Tuve que cambiar de planes y proyectos. Junto a nuestra parroquia está la empresa más importante del país, que es la principal fuente de riqueza con sus minas de cobre y cobalto. En una ocasión había recurrido a ella, cuando traté de comenzar la obra de los minusválidos, pero mi petición quedó sin respuesta. Ahora me encontraba ante un problema insoluble: un monte que nivelar sin un duro en el bolsillo para comenzar. Un día, cansado de tanto romperme la cabeza sin encontrar solución y actuando en contra de mis principios, solicité una entrevista con el director para exponerle el problema. Me recibió a los dos días. Era un congoleño. Me escuchó con atención. Perecía un personaje de piedra. Durante toda la entrevista no movió ni un dedo, ni tan siquiera un ligero cambio de postura. No sabía si estaba hablando con una persona de carne y hueso o era una máscara con traje sentado en un sillón para recibir a todos los impertinentes. Cuando terminé mi relato me respondió que intentaría hacer algo por mí y tomó nota en un papel. Pasó un día, una semana, un mes, y nadie vino a interesarse de lo que había que hacer. Terminó el segundo mes, venció el tercero, estábamos en el cuarto sin que hubiera habido alguna novedad. A veces pensaba, que cuando salí del despacho, el director hizo una bolita de papel con el apunte que había tomado y la había encestado en la papelera. Mientras tanto se acercaban mis vacaciones. Trataba de dibujar un proyecto que pudiera presentarlo a los organismos a los que se puede recurrir pidiendo ayuda. No me aclaraba. Era la primera vez que estba metido en obras. Tenía que idear un edificio, conocer las dimensiones, calidad del material a emplear, cantidad, presupuestos, capacidad del pensionado, etc. Yo creo que es ahí donde perdí la vista porque no levantaba los ojos de los números y de los planos, y también el pelo, de tanto agarrarme a la cabeza porque por mucho que intentaba reducir las dimensiones o aprovechar huecos, las cifras resultaban siempre muy altas y me preguntaba si jamás habría la posibilidad de conseguir tanto dinero.
  • 4. Un día, estando en la catequesis oí un ruido ensordecedor que se iba haciendo cada vez más cercano. No sé por qué, lo primero que me vino a la cabeza es que se trataba de los bomberos, que vendrían a ensayar alguna máquina extintora o algún otro aparato sobre el edificio de la iglesia. De vez en cuando, tenían la costumbre de venir con todo su material, cascos, cinturones, escaleras, camión cisterna, bombas de achique, etc., a hacer prácticas y sin pedir permiso ni decir “aquí estamos”, se encaramaban a la torre y apagaban fuegos imaginarios lavando los muros de la iglesia y cuando terminaban sus ejercicios se marchaban como habían venido. Salí para ver si eran ellos y me encontré con una enorme pala mecánica que subía lentamente la colina, arrastrando pesadamente sus 25 Tn. de peso. Fue una gran alegría porque ya no lo esperaba. El chófer me preguntó lo que tenía que hacer. Me olvidé de los catecúmenos, monté en el enorme Caterpillar que tenía tantos años como el chófer que lo conducía, que había dejado de ser joven, pero que todavía conservaba sus energías y le expliqué de lo que se trataba. Tenía que desgastar la colina para formar una especie de plataforma donde poder construir en el futuro. El terreno era duro. De vez en cuando aparecían unos peñascos que trataban de impedir la marcha del poderoso tanque y se resistían a dejar el lecho en el que estaban reposando desde eras prehistóricas. Pasaba horas viéndole y orientándole en sus maniobras. El hombre y la máquina habían trabajado juntos durante muchos años y se conocían el uno al otro. Movía la inmensa mole como si fuera una carretilla. Cuando se encontraba con una de esas rocas, atacaba primero sus flancos, desgastándole lo más que podía y cuando quedaba aislada de lo que había constituido su ropaje, cogía carrerilla y arremetía directamente en choque frontal. Si no lo conseguía a la primera, repetía la intentona hasta que lo arrancaba de su cama y la despachaba ladera abajo, desnudo, humillado, vencido. Se entabló la lucha del hombre ayudado por la máquina en contra de la naturaleza. Cada día llegaba un camión con el carburante. Vaciaban un bidón de 200 litros de gasoil en sus entrañas y con eso podía trabajar unas cinco horas. Perdía aceite. Se calentaba con frecuencia y tenía que parar para que se enfriara el motor y llenar el radiador de agua. La pala se desnivelaba con el trabajo y tenía que enderezarla dando vueltas a uno de los soportes de la misma. Le daba tal meneo a la máquina que tenía la impresión de que podía caerse en pedazos en cualquier momento en alguno de aquellos choques. La lámina delantera sacaba chispas Un día le hice la observación al conductor. Se rió. Me dijo que había trabajado con aquella máquina desde el primer día que la trajeron a la empresa y que sabía lo que podía dar de sí. Poco a poco el terraplén iba cogiendo altura. Los peñascos arrancados al monte eran arrojados ladera abajo. Al pie de la colina está situado el barrio. Algunos de aquellos peñascos llegaron hasta las mismas puertas de las casas. No estaba tranquilo porque podría ocurrir un accidente pero por otra parte me veía obligado a continuar. El terraplén ganaba altura, las piedras rodaban cada vez más lejos y yo no descansaba hasta que veía la máquina parada porque se había terminado la jornada. Cada día terminaba con un “uuuff, no ha pasado nada”. Mis nervios estaban sufriendo una buena prueba. Para colmo de males, llegaron las lluvias. La tierra removida no había tenido tiempo para asentarse. Una mañana nos vinieron a avisar que se había producido un corrimiento. Efectivamente, la tierra se había convertido en lodo y amenazaba peligrosamente con seguir deslizándose si no se encontraba un remedio. Ya me imaginaba lo peor, unas cuantas casas destruidas por la avalancha de tierra y piedras y quién sabe si no habría víctimas.
  • 5. Pedí consejo a contratistas y técnicos, pero nadie sabía o quiso molestarse en buscar una solución. El trabajo de la máquina acentuaba más el peligro porque ya no era tierra lo que arrastraba sino lodo, y reblandecía las paredes del terraplén. En una de sus idas y venidas, ella misma quedó atrapada en el barro y a pesar de sus orugas, tuvieron que venir los de la empresa con maquinaria pesada para poder sacarla. Había trabajado sin parar durante cuatro meses. Durante ese tiempo le había pegado un gran tajo al monte pero todavía quedaban algunos lugares para nivelar. Cada día se había tragado 200 litros de gasoil. Jamás había aparecido un ingeniero o responsable para ver lo que estaba haciendo la máquina. Nadie se preocupó de ella, como si no fuera de la empresa. Fue algo inconcebible, sobre todo sabiendo que no tienen otra pala de estas características. Las otras son pequeñas y montadas sobre neumáticos. ¿Suerte? ¿Falta de control de la empresa? ¿Negligencia?. Cada cual puede interpretarlo como quiera, pero para mí fue como un acto de la Providencia. Pero yo ya no podía más. Temía que lo peor pudiera ocurrir en cualquier momento. No dormía por las noches. Cualquier griterío o ruido me despertaba sobresaltado pensando si sería que había reventado el terraplén. Decidí devolver la máquina. Cuando tuviera dinero para comenzar los trabajos volvería a solicitarla para terminar lo que faltaba. Un abrazo. Xabier El Centro de Minusválidos “KILIMA CHA KITUMAINI”