3. UN AMERICANO DE PARÍS
POR
DUBUT DE LAFOREST
«… Millonario y sin corazón, ¡tú eres el rey del mundo!...»
Paris
Calmann Lévy, editor
Antigua casa Michel Lévy hermanos
Calle Auber, 3
1884
4.
5. Se celebraba el baile del Château Rouge: se festejaba el Grand Prix de Paris, y la
administración de la avenida Clignancourt no había reparado en gastos para competir en
gracia y animación con Mabille, el baile de las casquivanas maquilladas y los príncipes
ociosos.
Allá, la alta sociedad, la aristocracia del placer; aquí, el pueblo con sus alegrías y
sus escandalosas risas.
El jardín, plantado de árboles verdes en los que se iluminaban farolillos
venecianos y globos de cristal multicolor, tenía un aspecto mágico: las paseos estaban
repletos de paseantes. Se bailaba en todos los rincones al son de la orquesta dispuesta en
la rotonda. Algunos jóvenes, de pie sobre una barca, haciendo equilibrios sobre un mar
negruzco, golpeaban con unas ramas una caseta de ladrillo donde un jabalí legendario
emitía sordos gruñidos. Muy cerca del estanque y a la derecha de la rotonda, aparecían
las montañas rusas hundiéndose en el abismo y remontando hacia el cielo, para gran
satisfacción de las muchachitas asustadas.
Por todas partes la animación era muy intensa, roces de vestidos, gritos y
estribillos de cancioncillas de moda que la majestad del director de la orquesta se veía
impotente en conjurar.
En medio de un grupo, se encontraba una joven cuya fisonomía relajada
contrastaba singularmente con los rostros radiantes de sus compañeras.
Se iniciaba la introducción de un vals, y aunque las bailarinas ya estuviesen en
brazos de los bailarines, la chiquilla permanecía allí, inmóvil y apoyada en uno de los
pilares de la rotonda.
–Marguerite… vamos, mi pequeña Margot…
–Octavie, no insistas… no sé bailar…
–¿Señorita? – dijo de pronto un individuo alto con voz ronca – ¿Señorita?...
–Señor… Señor…
Y el hombre, una especie de gigante flaco, repetía su petición, mientras que los
torbellinos pasaban y volvían a pasar cada vez más impetuosos y atrevidos.
–No puedes rechazar a papi… Un pequeño giro solamente… señorita…
–Se lo suplico…
–No te hagas la estrecha…Yo te llevo…. ¡Vamos!... ¡Que suene la música!...
Dos brazos vigorosos enlazaron a la joven y la transportaron en medio del baile,
bajo las risas y los bravos de los espectadores.
–¡Ligera como una pluma!... ¡soberbia!... La… la… la… i… la la… tin la… la.
i… tin… la… la… la…
Marguerite se sentía desfallecer; sus brazos se aferraban al bailarín en una
convulsión suprema; su rubia cabeza se movía a un rítmico balanceo, y sus ojos grandes
vacios parecían buscar un protector.
De pronto, sonó un bofetón; el hombre dio un traspié y la chiquilla se sintió
liberada.
–¡Me las vas a pagar, perro auvernés!
–No me insultes o te machaco – respondió el recién llegado que mantenía a su
adversario agarrándole la muñeca derecha.
–¡Suéltame!
–¡No!
–¿Ténard?...
–¡No!
–Una… dos…
–¡No!
6. –¡Pues bien, toma!...
–Y con la mano que le quedaba libre, el bailarín asestó un formidable puñetazo a
su adversario.
El dolor fue intenso. Ténard no pestañeó.
–Simon, no te soltaré hasta que te disculpes ante la señorita…
–¿Disculpas?...
–Sí… disculpas…
Los bailarines se habían detenido bruscamente y formaban un círculo alrededor de
los luchadores…
Marguerite se había reunido con sus amigos; y, aún emocionada, trataba de
interponerse; pero las mujeres, que encontraban aquello divertido, le cortaban el paso y
aplaudían.
Escuchar a Simon pedir disculpas, ese Simon, un obrero despedido de todos los
talleres, un buscabulla con el que había que contar las noches de baile, era para las
bailarinas una verdadera fiesta.
Las muchachas iban a ser vengadas asistiendo a la corrección infligida a ese
macarra; y cantaban, gritaban, saludaban el castigo; y parecía que a esa bendita hora,
fuesen liberadas del fango y que un rayo de alegría iluminaba en una risa idiota esos
rostros marchitos por el miedo y la humillación.
–Excusas y enseguida…
–No.
–Discúlpate o te rompo el brazo…
Se oyó un crujido y el dolor del vencido se exhaló en una risa forzada llena de
angustia.
Intervinieron los agentes.
–Seguidnos… Vamos…
Ténard no trató de resistir; pero al atravesar la fila de espectadores que clamaban
por su inocencia, busco los ojos de la joven a la que había socorrido. Marguerite ya no
estaba allí.
Mientras los agentes se llevaban a Ténard a la comisaría de policía del barrio,
Simon se había dirigido a una farmacia de la calle de Clignancourt.
El comisario procedía al interrogatorio del detenido:
–¿Cuál es su nombre?
–Pierre Ténard.
–¿Edad?
–Veinticinco años.
–¿Dónde trabaja?
–Soy empleado del Sr. Bélador, en la calle Saint-Jacques.
–¿Natural de?...
–Roquebrou.
–¿Roquebrou?... ¿Dónde está eso?...
–Roquebrou… Cantal.
–¿Así que es usted auvernés?... Habla demasiado bien el parisino, muchacho.
–Vivo en París hace cinco años.
7. –Vamos a ver… ¿Con qué derecho ha intervenido usted en el asunto Simon?...
Bastaba que la jovencita llamase a un agente de policía… Esa persona no es ni su
esposa, ni su hermana… ni su amante, supongo…
En ese momento, la puerta de la comisaría se abrió bruscamente y apareció
Marguerite.
–Señor Comisario… le juro que este señor no es culpable…
El representante de la ley se levantó de su asiento.
–Señorita, no he autorizado su presencia aquí… Le ruego que salga.
El comisario se desdijo.
–No… quédese… tal vez nos pueda ser útil… Decía a su defensor que no había
tenido ningún pretexto para intervenir en sus asuntos con el señor Simon… ¿Acaso
conocía ya ese muchacho?
–No, señor…
–Si aún fuese usted la amante de Ténard… Dese luego, no sería una excusa, pero
en fin…
–Señor, yo soy su amante.
El comisario no se dejó engañar.
–Esa es una bondadosa mentira, señorita, por lo que voy a pasarla por alto. Acaba
de probarme que usted tiene un buen corazón y que no olvida los favores; su decente
acto me dice también que no es una habitual del vicio… Todo esto habla singularmente
en su favor… Está bien… muy bien… Su disposición parece sincera… Se lo
agradezco… Puede retirarse. En cuanto a usted, Pierre Ténard, es libre, pero dispóngase
a comparecer mañana ante el juez de instrucción…
Ambos jóvenes salieron de la comisaría de policía, y los agentes que charlaban del
incidente, parecieron sorprendidos de ver a Ténard en libertad.
Pierre bajaba la cabeza.
–No ha debido comprometerse por mí, señorita…
–No lamento nada de lo que he hecho, señor Pierre… Usted tal vez no me crea,
pero le juro que no soy una mala chica…
Diciendo esto, la voz de Marguerite se había alterado; la conversación decayó.
Cuando llegaron a la calle de los Mártires, la joven pareció inquieta:
–Son las once… Me van a regañar…
–¿Sería muy atrevido por mi parte, pedirle permiso para acompañarla hasta su
casa, señorita?
–Gracias, señor, pero no quiero molestarle más… Usted no sabe quién soy… Mi
padre es escribano público… Vivimos en la calle Cardinal-Lemoine… muy lejos de
aquí, como usted ve…
–Yo vivo en la calle Saint-Jacques; casi somos vecinos, señorita…
–Entonces, señor Pierre, estaré encantada de presentarle a mi viejo padre… Somos
pobres. ¿No le espantará la visión de la miseria?
–La miseria me conoce, señorita, y a mendo me ha tratado como a un niño
mimado…
Ténard quería tomar el ómnibus; la joven se negó. Los incidentes de la velada la
habían impresionado intensamente. El aire libre le haría bien y quería recuperar sus
sentidos, pues temía alarmar a su familia con el rostro todavía tenso.
Pierre se volvió hablador, y, ambos demostraban gran interés en contarse su
historia, el camino no pareció largo.
En lo alto de la calle Cardinal-Lemoine, en el mismo lugar donde se acababa de
construir el edififico de la Escuela Politécnica, se elevaban en 1853 unas barracas de
8. madera que servían de refugio a algunos vendedores de periódicos y de juguetes para
niños. Sobre una de las puertas se leían estas palabras:
M. BRENIS
Escribano público
Habían llegado a los doce metros cuadrados de fachada de madera pintada de
verde donde vivía la familia de Marguerite.
–No es un palacio – dijo la joven abriendo la puerta, – pero aquí vivimos felices.
Un anciano estaba sentado ante una mesa repleta de papeles e iluminada por una
lámpara cuya tulipa había sido parcheada con viejos manuscritos.
–Buenas noches, padre – dijo Marguerite – tratando de sonreír.
–Buenas noches, hijita; regresas muy tarde… La señora Courtois no es muy
razonable reteniéndote un domingo tanto tiempo.
Y como Pierre Ténard permanecía en el umbral de la puerta contemplando la
austera figura del escribano público, escuchó la voz de la chiquilla que contestaba:
–Padre, tengo que decirte toda la verdad. No vengo de casa de la señora Courtois.
La patrona lo ha pensado mejor… no debemos trabajar los domingos por la tarde…
Tenemos permiso… He ido al baile…
–¿Al baile?
–Sí… al baile… a un lugar un poco sórdido… en el Château-Rouge… No tengo
nada que ocultar… Tu hija ha sido debidamente castigada por su curiosidad…
Entonces, Marguerite se puso a contar al anciano la escena del Château-Rouge, la
intervención de Ténard, la comparecencia ante el comisario de la calle de Clignancourt.
El Sr. Brénis oscilaba la cabeza.
–Me habías prometido no frecuentar a Alice y a Octavie… dos malas
influencias… Que esto te sirva de lección… ¡Oh! si pudiese tenerte conmigo, habrías
acabado con el taller de la señora Courtois… Pero hay que vivir…
–Querido padre…
–Hay que vivir – repitió dolorosamente. – En fin, tu defensor es un muchacho
valiente y estaría orgulloso de estrecharle la mano.
–Está ahí…
–¿Cómo, señor, se ha permitido? – dijo el padre Brénis dirigiéndose duramente a
Ténard quién, con los ojos mojados de lágrimas, no había perdido palabra de la escena.
–No te enfades, padre.
El escribano público se fue tranquilizando.
–Perdón, señor… Hay tantos miserables en la gran ciudad… Le agradezco… No
somos ricos… pero tenemos honor… Ha hecho usted bien en defender a una desdichada
muchacha…
–He cumplido con mi deber, señor; eso es todo.
–Hay que esperar que el asunto no tenga consecuencias…
–No se preocupe… seré sin duda absuelto, aunque tenga que pasar algunos días en
prisión…
–¿Prisión? – interrumpió vivamente Marguerite.
–¡Oh! señorita, no se preocupe por eso… Hay prisiones y prisiones… Pero usted
no ha contado todo… debo hablar a mi vez.
El obrero de la casa Bélador tomó asiento al lado del padre Brénis e hizo un
cuadro tan vivo y pintoresco de la súbita aparición de la joven en la comisaría de
policía, que el escribano público tuvo un impulso de orgullo.
–Sí… sí… – decía el Sr. Brénis, nuestra Marguerite es el ángel del hogar…
9. –¿Me permite usted venir a verlos? – preguntó Ténard levantándose para
despedirse…
–Se lo pido incluso, mi bravo muchacho… Estamos interesados en que su
abnegación no le comporte una desgracia.
No se produjo persecución judicial; y, como Ténard tomó por costumbre ir a
charlar con el Sr. Brénis, se estableció entre ambos hombres una simpatía muy intensa.
Pierre Ténard había nacido en plena Auvernia. – Muy pronto había abandonado su
país natal para unirse a la compañía de obreros caldereros que dirigía su único pariente,
François Lamoureux.
No había hecho más que estañar las cacerolas y parchear los calderos de cobre.
Pero ese muchacho de inteligencia delicada y voluntad férrea necesitaba otra ocupación.
Huérfano, sin más obligación que sí mismo, soñaba con la fortuna; y, de vez en cuando,
la mirada vigilante de su tío lo sorprendía con las manos desocupados y los ojos llenos
de ensoñaciones.
En la tienda recubierta de tela donde amontonaba los viejos estaños producto de
los intercambios, Pierre ocultaba cuidadosamente libros de aritmética y de geografía. Y,
durante las veladas de invierno, a medias acostado en las granjas del albergue, pasaba
casi todas sus noches absorbido en lecturas, disimulando lo mejor que podía la lámpara
que los muchachos le prestaban tras haber cuidado los caballos de los viajeros. Eran
visiones de tierras lejanas y maravillosas donde el oro se ganaba a espuertas: geografía y
matemáticas hacían aparecer a sus ojos deslumbrados teorías de tesoros inagotables que
las sumas más expensan no lograban contar.
¡Estar solo!... ¡estar solo!...
Era necesario estar solo para revolver el problema que en su trabajadora
imaginación había germinado.
Pierre dejó a su tío en una feria del país natal y vino a París en calidad de obrero
estañador de la casa Bélador. Por un momento, pensó que la soledad se hacía inútil
cuando no creaba tiempo libre y pensó en casarse.
Todo estaba calculado en esa singular organización. El joven se había dicho que
su situación no le permitía casarse con una joven rica: sus largas conversaciones con la
hija del escribano público le hicieron comprender que encontraría en Marguerite una
mujer inteligente y laboriosa que lo ayudaría a cumplir sus amplios proyectos.
El Sr. Brénis tenía cuarenta y dos años. Su vida no había sido feliz. Antiguo
empleado en el ministerio de la marina, se vio obligado a abandonar su puesto para
cuidar a su esposa, a la que una peritonitis se llevó algunos meses después de su parto.
Entonces se convirtió en el protector de su hija Marguerite, dedicando sus jornadas a dar
lecciones de música, hasta el momento en el que una parálisis de las dos piernas no le
permitió desplazarse, instalándose en calidad de escribano púbico en la calle Cardinal-
Lemoine.
La habitación del Sr. Brénis era un auténtico museo. Se veían serpientes
disecadas, jaulas llenas de pájaros cantores, una multitud de grabados, motivos
romanos, italianos, ingleses, colgados de pequeños clavos de hierro; aquí y allá, una
caja de violón, una linterna mágica, unas lozas y sobre todo un vaso de Bohemia que era
la admiración de todos los visitantes. Ese vaso contenía agua destilada disimulada bajo
un doble fondo. Cuando algún extraño se encontraba ante él, es escribano hacía el
ademán de arrojarle el agua al rostro. El cliente retrocedía espantado, preguntándose si
el hombre se había vuelto loco. Entonces, se veía el rostro del padre de Marguerite
iluminarse con una amplia risa; y muy dulcemente, con una abundancia de detalles y
una prolijidad de recuerdos penosos de escuchar, contaba la historia de su vaso que
había sido entregado por un príncipe austriaco a un general francés, el cual se lo había
10. regalado a él…. En fin, el vaso se encontraba entre las manos del Sr. Brénis que por
todo el oro del mundo no hubiese consentido en deshacerse de él. En sus escasos
momentos de reposo, el escribano público soplaba un flautín aires que repetía un mirlo
revoloteando en libertad sobre la mesa de trabajo.
Desde hacía algunos meses, un nuevo huésped había venido a refugiarse en la
pobre casa, la señora Zoé Bouleau, la hermana del Sr. Brénis. En la intimidad se la
llamaba Zouzou: era dulce y orgullosa aún, a pesar de sus numerosas desgracias, una
lamentable odisea.
Ténard se casó con Marguerite. Después de cinco años, tres pequeños mocosos
correteaban por el miserable apartamento de la calle Saint-Jacques. Había que alimentar
a los pequeños, ayudar al suegro, y el obrero estañador no sentía fuerzas para cumplir
tamaña tarea.
Pierre esgrimía razonamientos que arrancaban lágrimas a Marguerite.
Según él, se había casado a fin de poder descansar de las preocupaciones de la
vida material sobre una esposa laboriosa; ya no iba al taller porque reconocía que su
futuro estaba roto. ¡Ah! si hubiese sabido permanecer soltero, habría partido para el
extranjero; pero no, el deber estaba ahí…
–El deber – decía con voz reflexiva, razonando cual filósofo – El corazón
humano… que gran broma…
En sus horas de turbación, cuando las visiones de fortuna que lo habían invadido
durante su infancia lo volvían a envolver, una nube pasaba sobre su frente y una sonrisa
extraña crispaba sus labios.
Sin embargo, trató de resistir a sus malos instintos y retornó al taller.
Una noche en la que Ténard traía la paga de la semana a su esposa, fue tomado
por dos amigos riendo y filosofando.
–¿Y bien, Ténard, nos dejas? – dijo un alegre compañero de rostro alerta y cuerpo
delgado.
–Cuando se tiene esposa y se tienen hijos…
–Hijos en plural, sin duda, – intervino un gran diablo de ajustador de hierro cuya
barba roja, quemada aquí y allá por los estallidos del fuego, provocaba falsas
luminosidades.
–Sí… en plural… tres hijos… tres hijos…
–¿Y eres capaz de alimentar a tus mocosos?
–Ahorrando…
–Digno de un premio Montyon… Haré mi propuesta a la Academia francesa.
–Vamos, ven a tomar un vaso – dijo Françonnet, el primer interlocutor.
Pierre se dejó arrastrar; y, cuando los tres amigos estuvieron instalados en el
establecimiento del tío Huriot, situado en la calle Saint-Jacques, a algunos metros de la
casa de Ténard, Gallichet, el ajustador de hierro, tomó la palabra.
–Pierre, eres tres veces idiota por privarte de todo para educar a tus hijos…
–No puedo matarlos…– murmuró Ténard con voz sorda.
–No… pero puedes desembarazarte de ellos… Los hospicios no están hechos para
los perros…
–Yo, yo no estoy casado – dijo Françonnet– pero sé que no tiraría de la cola del
diablo para dar de comer a mis pequeños.
Siguieron bebiendo, y Gallichet retomó la conversación con la pipa entre los
dientes:
–Los ricos no son tan tontos… Un hijo… Nunca tienen más a fin de no verse
obligados a dividir la fortuna; han de ser los pobres los que pueblen la nación…
Después de haber sudado sangre y agua para educar a los hombres, se les envía a la
11. carnicería… para hacer paté en las guerras… Fijaos, ayer he ido a una conferencia… Un
ciudadano pronunció un discurso soberbio sobre la ley de Malthus…
–¿Qué es la ley de Malthus? – preguntó Françonnet.
–Espera.
Y solemnemente, el ajustador de hierro extrajo de su bolsillo un pequeño
periódico ennegrecido por el humo del taller.
–Tú eres inteligente e instruido, Pierre, tú nos explicarás lo que no podamos
comprender… –Esto es: «El aumento de los medios de subsistencia no es en absoluto
proporcional al aumento de la natalidad…»
–Eso es cierto,– exclamó Françonnet.
–No me interrumpas… «La población crece en progresión geométrica de veinte
años en veinte años, como de 1 a 2, a 4, a 8, a 16, mientras que los medios de
subsistencia no aumentan más que en progresión de 1 a 2, a 3, a 4, a 5…»
–Así pues – dijo Ténard pensativo – algún día llegaremos a morir de hambre…
–Tú lo has dicho… Continuo:… «En el interés general, el Estado debe emplear la
coacción para limitar el crecimiento de la población…»
Gallichet se levantó.
–Eso es demasiado fuerte, mi viejo colega… Me gustaría ver como el gobierno se
las ingenia para impedir a las mujeres tener hijos…
–Eso es imposible, en efecto,– objetó Pierre…
–Con multas se conseguirá el objetivo – continúo el lector – pero esa no es la
cuestión… Yo estoy casado; no tengo heredero… solo dos bocas a alimentar… Ténard
no gana más que yo y educa a tres ciudadanos para la patria… Ténard es un imbécil que
trabaja para el rey de Prusia…
–El estado debería alimentar a los niños – vociferó Françonnet lleno de
entusiasmo – ¡Tío Huirot, otra ronda, por favor!
–Aquí está, señores.
Y el tío Huriot, un hombre grueso y rojizo, llenó de nuevo los vasos de vermut.
–¿De qué estáis hablando? – preguntó el tabernero.
–Hablamos de política – respondió Françonnet que no le gustaba que ajenos se
mezclasen en la conversación.
El tío Huriot giró los talones esbozando una sonrisa.
–¡Vete moscón! – concluyó el ajustador de hierro.
Ténard mantenía apoyados los codos sobre la mesa y parecía reflexionar
profundamente:
–El Estado debe alimentar a los niños…
–Cuando se les entrega…
–El gobierno tendría que cumplir una gran misión –continuaba Ténard – habría
que crear una inmensa guardería fuera del perímetro de París…
–Pero eso ya existe – respondió el partidario de la ley de Malthus… los
hospicios… la administración de los niños asistidos…
–¡Bonita administración!... se confían los hijos a madrastras y, más tarde, se les
coloca como criados… Si los niños son inteligentes están perdidos para la sociedad…
–Gallichet sacudía la cabeza.
–Todo eso son tonterías… Lo mejor es no tener hijos… Abogo por Malthus… ¡A
la salud de Malthus!... ¡a la memoria del gran filosofo!… ¡Un tipo sabio!...
Los obreros permanecieron allí hasta la noche; y, cuando Pierre Ténard se levantó
de la mesa, a medias borracho, balbuceó:
–Si no tuviese mocosos… si no me hubiese casado… haría prodigios… viajaría…
me convertiría en alguien…
12. Gallichet daba el brazo al yerno del escribano público:
–Estoy seguro que si fueses libre, lo conseguirías… Tus conocimientos… tu
saber…
–Haría falta no tener corazón…
–El socio del patrón, el Sr. Weil, decía el otro día hablando de ti: «Ese muchacho
no es un hombre común, ha sido un loco en casarse; sus espíritu aventurero le destinaba
de un modo natural a audaces especulaciones…»
Ténard acompañó a sus amigos hasta su domicilio: quisieron llevarlo. El se negó.
Tenía necesidad de estar solo para reflexionar seriamente.
A lo largo de las calles, las ideas que acababa de emitir se revolvían en su cabeza.
Se decía que Malthus tenía razón… Los hijos eran la ruina de un padre. Un hombre no
podía llegar a algo excepto a condición de dirigir sus actos y de regular su conducta
según sus propias inspiraciones… Las preocupaciones por la familia, las necesidades de
la pareja, todo ello llevaba a un obrero inteligente a la miseria y al embrutecimiento…
¡Ah! había sido un loco al enamorarse de una muchacha, él, que había partido de
Auvernia con la intención formal de vivir soltero, de reunir algunos ahorros e ir un día
al extranjero a intentar fortuna… Triple idiota. En el Château-Rouge se había
comportado como un caballero galante; había arrancado a una joven de los brazos de un
macarra; resultado social: dos viejos, tres hijos y una mujer… Solo, estaba solo para
ganar el pan de todos… Las bocas a alimentar estaban allí, abiertas, hambrientas… Se
mataba a trabajar, y todos los grandes proyectos que en sus noches turbulentas había
preparad, y todas esas tierras soberbias donde la fortuna se obtenía sin esfuerzo, no los
ejecutaría ya, no los vería jamás…
¡Inteligente! Todos le decían que era inteligente, y que estaba condenado a
arrinconar todos sus sueños… Casado, padre de familia, he ahí las cadenas que debía
romper… Sentía en él un alma de filósofo; sabía que su poder intelectual no pedía más
que probar… ¿No era libre?.. Pues bien, habría que solucionarlo… Para tener éxito en
este mundo hace falta ser egoísta y poner una plancha de hierro en el lugar del
corazón… Batir los calderos de cobre, dar nuevo uso a las cacerolas viajes, quemarse el
rostro con las chispas de la forja, todo eso no disponía Ténard para la poesía
sentimental… Era un hombre práctico en toda la brutalidad de la palabra y lo
demostraría.
Hacía muchas horas que Marguerite esperaba a su esposo en la gran estancia fría y
desnuda que ocupaban en el quinto piso de una casa de la calle Saint-Jacques. La
habitación, antaño dividida por una celosía, aparecía con sus grietas a la altura del
zócalo. El propietario se negaba a hacer reparaciones. A pesar de todo, algunos muebles
de la familia estaban limpiamente mantenidos. La mujer estaba santeada junto a una
ventana que daba al patio y remendaba el jersey de su hijo más joven. Marguerite
prestaba oídos a los ruidos del corredor y, llena de angustia, retomaba su tarea,
levantándose de vez en cuando para escuchar dormir a sus pequeños, acostados los tres
en la misma cama.
Ya no era la joven encantadora y tímida del Château-Rouge. Una máscara de
dolor resignado había invadido sus rasgos; los ojos fatigados por las noches en vela
perdían poco a poco su brillo, y la boca, antes sonriente, adoptaba súbitas contorsiones,
mientras que la cintura, deformada por la maternidad, parecía desplomarse bajo el peso
de un fardo invisible. Solo la cabellera de oro conservaba sus brillos soberbios bajo el
casto gorro blanco que la cubría.
Se escuchó un paso y la puerta se abrió suavemente. Ténard no vio a su esposa,
sin duda; pues, sin hablar, se instaló junto a la chimenea, donde se extinguían algunas
brasas de madera.
13. –Pierre – dijo Marguerite – me has tenido muy preocupada.
El obrero estañador hacía rodar un cigarro entre sus dedos; tomó una brasa del
hogar y siguió con atención el humo que se escapaba de su boca.
–¿No me respondes?...
Marguerite se acercó a Ténard y lo tomó de la mano.
–Pareces muy absorto…
–Sí… muy absorto… Hoy he ido de juerga. Ya tengo bastante de esta vida de
prisionero… No quiero seguir siendo un tonto…
Se levantó bruscamente.
–Marguerite, ¿tú eres una mujer inteligente, sí o no?
–No lo sé… ¿Qué quieres decir?... Tu mirada me asusta…
–Ha llegado la hora de tomar una decisión. Nuestros hijos nos arruinan… Hay que
enviarlos…
–¿Enviarlos?...
–Al hospicio…
–¡Oh, Dios mío! ¿Eres tú, Pierre, quién hablas así? No. Es imposible…
–Muy posible… Escucha…
Se sentaron los dos en un banco de madera situado en el marco de la ventana y
Ténard expuso fríamente su plan… Él no quería ser desgraciado; si su esposa consentía
en desembarazarse de los mocosos, él la llevaría con él en los viajes que contaba
emprender muy próximamente…
La mujer no le dejó acabar la exposición de su plan:
–No… no… Moriré de pena, pero me quedaré con mis pequeños…
–¿Marguerite?...
–No… No…
–Tus hijos están destinados a morir de hambre… Allí se les dará de comer…
–Una vez más, no.
–Comencemos por entregar uno… Luego veremos…
–¡Desgraciado¡… ¿es que no tienes corazón?...
–Tal vez…
Ella lo miró tristemente:
–Ténard, han sido tus camaradas los que te han perdido…
–Vamos, los camaradas… Yo soy un filósofo, eso es todo… La familia me
estorba para alcanzar mi objetivo. Me voy…
–¿Y tú quieres enviar a los Expósitos uno de nuestros pequeños ángeles?... ¿Y
cuál elegirías? – ¿Al más pequeño, al que más necesita a su madre?… Tú sabes como
mueren en los hospicios… Son acostados en la cama… No me atrevo a mirarte…
–Hay que acabar – intervino Ténard con voz estridente.
–Pues bien, puesto que lo quieres, elige… ¡Yo te desafío!...
Y la madre, enloquecida, se dirigió hacia la cama y apartó vivamente las sábanas.
Los pequeños seres estaban allí, tranquilos y reposados… Sus cabezas se tocaban
y se tenían cogidos de las manos como para defenderse los unos de los otros.
El padre se alzó de hombros y sobre ese rostro de hombre ningún músculo se
estremeció.
–¡Ténard!... ¡Ah! me matas…
Marguerite se arrodilló junto a la cama de sus hijos.
–Ruego a Dios que te devuelva la razón…
–Eso es, ruega a Dios… te garantizo que te enviará pan… Yo voy a dormir….
Veo que no hay nada que hacer con las almas sensibles… Puedes gimotear todo lo que
quieras…
14. Se echó en la cama y no tardó en dormir bajo la pesadez de la borrachera.
La madre permanecía allí, guardiana vigilante de la cuna. En un momento, el
mayor de los pequeños, aquel que entraba en su cuarto año, abrió los ojos. Con voz
temblorosa preguntó:
–Mamá… mamita… ¿Por qué papá quiere enviarnos al hospicio?
–¿Qué dices, desdichado? – suspiró Marguerite espantada.
–¡Oh! yo escuché… no dormía… Y tú sabes, mamá, si hay que elegir a uno, más
vale que sea yo… Yo soy más fuerte… Mi hermanito Jean moriría como una mosca…
Y al recuerdo de la cruel visión, el niño se puso a llorar desconsoladamente; una
convulsión lo sacudía y sus brazos suplicantes se elevaban hacia su madre, como a la
aparición de los ángeles, que por las noches pasaban entre sus sueños.
–Querido mío, no llores… Dios tendrá piedad de nosotros…
–Pero papá…
–Tu padre no piensa ya en esas malas ideas… Vamos, Charlot, hay que dormir…
duerme ángel mío… Tu madre os quiere a todos, con toda su alma… Ella vela por
vosotros…
Al día siguiente, como Marguerite había salido muy temprano para llevar a su
almacén la tarea que era urgente, Pierre se despertó. Buscó a su esposa… No estaba
allí… El hombre se frotó las manos y – según su lenguaje del taller – tuvo una sucia
mirada. Se visitó rápidamente, se acercó a la cama. Los niños dormían… Un chal estaba
extendido sobre una silla junto a la chimenea…. Ténard logró retirar al pequeño Jean de
los brazos de sus hermanos y lo envolvió en el chal…
Hecho eso, bajó a la calle provisto de su fardo.
–Con dos hijos solamente, – murmuró, – la madre podrá aún ganar el pan.
Continuaba con su plan. Si dejaba al niño en un hospicio de Paris, acabarían por
encontrarlo: tenía que llevarlo lejos. Se dirigió a la estación de Orleans y tomó un billete
para Limoges. Durante el camino, algunos viajeros de tercera clase parecieron
sorprendidos de ver a Ténard mecer al pequeño: contó que la madre esperaba a su hijo
en Limousin. Se bromeó sobre su rol de nodriza. El aceptó las bromas y se lanzó en un
elogio extraordinario de la paternidad, y, cayendo la noche, llegó a Limoges.
Conocía la ciudad par haber trabajado allí con tu tío Lamoureux; sabía las calles
casi desiertas que debía seguir para llegar al hospicio y depositar allí al recién nacido.
Marguerite había regresado a su habitación, donde faltaba uno de sus pequeños…
Grito, gritó tan fuerte la pobre que pronto toda la casa estuvo a pie… Los inquilinos,
espantados, miraban a la mujer que emitía aullidos salvajes, rodeada de dos niños que
también lloraban y gritaban con su madre:
–Mi hijo… Quiero a mi hijo…
Se retorcía los brazos; y ese pobre cuerpo de mujer iba y venía, como en una
danza macabra, sacudido y martirizado hasta en sus entrañas…
Se apeló a la justicia… Ayer aún, Ténard había dicho a su esposa que quería
desprenderse de uno de sus hijos… Las investigaciones no condujeron a nada.
Marguerite a punto estuvo de perder la razón; pero Charles, su hijo mayor, rodeándole
el cuello con sus brazos, le recordó que todavía era madre. Se enfrentó al dolor,
sufriendo siempre de un vacío que se había hecho en ella por el trozo de su corazón, del
pedazo de su carne que se le había arrancado.
En cuanto a Pierre Ténard, tras haber abandonado a su hijo en el hospicio de
Limoges, se dirigió a Burdeos y se embarcó en un trasatlántico. Algunos meses más
tarde, el obrero de París se hacía naturalizar ciudadano americano.
–¿La familia?... ¿La patria?... Todo eso eran bagatelas, – gruñía – Mi pequeño
Ténard, tú eres un hombre muy fuerte…
15. II
No hay región de Francia donde el hombre se aferre tanto al suelo natal como en
esas tierras un poco desheredadas del Limousin. Mientras los habitantes de la Creuse
van a buscar fortuna en París en calidad de albañiles, y los de la Dordoña abandonan los
campos para dedicarse a un oficio cualquiera, el campesino limousin vive con su tierra,
y el hijo sucede a sus antepasados en esos sombríos dominios demasiado a menudo
anegados por las lluvias de invierno. Amplios brezales, terrenos cuidadosamente
preparados por los abonos calcáreos; tallos sombríos, cortados por rutas blancas, y en
medio de las praderas, los estanques que duermen bajo los senderos de los iris y los
nenúfares, dan a ese país un aspecto solemne y desolado. Las tardes de invierno, en
medio de las avenidas de los castaños, se perciben cabañas hechas de madera seca y de
hojas, donde se refugian unos hombres que vigilan unos montículos enormes: allí se
prepara el carbón, y desgraciado el aldeano descuidado que no ha vigilado bien su
horno: el pan de la familia está en juego. La madera arde lentamente en la profunda
noche y los espesos copos que caen del cielo alejan los pájaros de presa que huyen a lo
lejos con graznidos y aleteos.
Pero cuando regresa la primavera, el paisaje se ilumina con un aspecto
completamente nuevo. El sol dora los floridos brezales, los cerros llenos de verdor
contrastan con los manteles de agua silenciosos y las tierras de labor que desparecen
bajo la lujuriosa cosecha. La vida está por todas partes, hasta en esos rincones de
sombra donde las chiquillas llevan a pacer sus ovejas, hasta en esas malezas seculares
que retienen mil ruidos de la naturaleza desplegada al sol.
Si la cosecha es buena, la alegría esta en todos los rostros; hace falta poco para vivir
en esos lejanos aislamientos.
En 1880, en una cálida jornada de septiembre, dos jóvenes aldeanos, sentados a la
sombra de los castaños que bordeaban el camino del pueblo de Nègre-Combe, charlaban
de sus amores. La muchacha, alta, esbelta, de caballos tan negros como las alas de los
cuervos que graznaban en las altas ramas de loa árboles, parecía hundirse en la mirada
del joven que la contemplaba. Vestida con una blusa de algodón gris, la cabellera
adornada con un puñado de margaritas arrancadas en un jardincillo vecino, hablaba
dulcemente a su enamorado:
–Debes disculpar a mi padre: el pobre hombre ha trabajado tanto…
–Si supieses, mi pequeñina, que feliz soy de que se hayan terminado todas las
negociaciones… No tenía en los oídos más que: «La mitad del prado de los
Granges;»… «Tanto para la boda»… « tanto para los trajes»… llegué a ver el momento
en el que tu familia me rechazaba porque no tenía dinero.. – Vosotros sois ricos…
–No bromees…
–Que importa; eres tú a quien yo amo y no tus bienes…
–¡Oh! por eso, amigo mí, pienso lo mismo, y, cuando no tenga ni un centavo…
–¡Querida Blanchette!...
–¿Me querrás siempre cuando sea tu esposa?
–¿Si te querré?... Tú llevas la dicha a todos los que te rodean… Eras el hada buena
del pueblo; me gustaría ser soldado: la suerte ha decidido que no haré más que un año
de servicio… A mi regreso de Limoges, te he encontrado tan devota y tan amante… y
más bonita que nunca…
–Sí, sé que desearías ser militar, convertirte en oficial…
–Y tú has sido bien feliz de que no hubiese formado parte del segundo
contingente... En fin, no tengo de que quejarme puesto que has sabido convencer a tu
padre a tomar por yerno a un bastardo, a un expósito…
16. –¿Un bastardo?... Pareces un marqués…
–Tú siempre me adulas… Pero ya está cayendo el sol …quiero terminar mi surco…
Unos se vuelve perezoso en el regimiento…
–Mi pequeño Jean, debías aburrirte mucho en ese cuartel…
–Trabajaba mucho… Es una gran satisfacción instruirse, y luego pensaba en mi
Blanchette y eso me daba valor…
Y, con los ojos llenos de amor, el joven aldeano arrojó su uniforme y se puso
audazmente a la tarea. Su azada se hundía en el suelo y salía enseguida para romper los
gruesos terrones.
Blanchette seguía el trabajo con aire inquieto.
–Jean, vas a ponerte malo, – murmuraba, mientras los grandes trigos de España a
los que el joven hombre daba el último toque, se llenaban poco a poco de esa dulce luz
de la tarde que invita al reposo a los rudos trabajadores del día.
Erguido como un roble, los cabellos rizados, la tez mate, el novio de Blanchette
trabajaba en mangas de camisa, vigoroso, casi elegante en su poderosa musculatura. El
año pasado en el regimiento le autorizaban a llevar gigote, distinción bastante rara entre
los aldeanos del Limousin.
Una vez terminada la tarea, los jóvenes retomaron el camino que llevaba al pueblo.
Él, con la azada sobre el hombro, el aire atento y afectuoso; ella, con las mejillas
rosadas, los ojos llenos de llamas, coqueta bajo su blusa de campesina, caminaban
ebrios de sol.
–¿Recuerdas, Jean, el día en el que buey de los Ridoin saltó las barreras del prado
Gardel?... Corría tras de mí porque yo tenía un fular rojo… Fuiste tú quien me salvó…
–No hablemos más de eso…
–Sí, hablemos… Sin ti estaría muerta.
–Entonces, tengo que besarte… Una vez por el padre Mathurin… Otra vez por la
madre Nicole, que te quiere tanto… A mi vez, queridita…
–Me estoy poniendo colorada…
–Es que eres muy bonita, amor mío.
–Ahora ya no tengo tristes pensamientos. Había temido a la señorita Suzette.
–La señorita Suzette, la hija del alcalde… ¡Oh! celosilla… ¿Acaso crees que ella
iba a querer a un aldeano?...
–¿Y si te quisiera?...
–Entonces… entonces… sería yo quién no quisiese.
Se detuvieron antes de llegar a la casa; y, en el gran silencio del campo que dormía,
se miraron a los ojos fijamente.
–Soy dichosa… mi Jean amado… feliz de pensar que dentro de algunos días
perteneceré a un hombre leal e inteligente… Me siento orgullosa de ti y no puedo
manifestar todo el orgullo que siento al confiarte mis alegrías y mis esperanzas…
–Sin embargo tenías donde elegir, mi Pequeñina; los pretendientes no te faltaban.
–Solo te amo a ti – dijo ella, alegre.– Sé bien que en la ciudad uno se burla de los
amores de una aldeana; pues que se sepa bien, la aldeana tal vez carezca de buenos
modales, pero tiene corazón como las demás…
–Querida Blanchette…
Cuando los Mathurin, pequeños propietarios del pueblo de Nègre-Combe,
perdieron a su hijo, la madre Nicole pidió y obtuvo del hospicio de Limoges la custodia
de un lactante. Fue un jueves, un día de mercado, cuando la Nicole fue a la ciudad y
volvió con un ser sufriente y moribundo entre sus brazos, cuya carita pálida revelaba
mudos dolores.
17. –¡Mujer, habrías podido elegir a otro más fuerte… A este niño no le quedan dos
días de vida!…
Nicole respondió:
–Mírale, hombre… ¿No se te parece al mismísimo difunto?... La misma boca, los
mismos ojos, la misma sonrisa… Incluso se podrían confundir… Es por eso por lo que
lo he tomado… No se sabe de dónde viene… Cuando fue abandonado en el hospicio, se
encontró alrededor de su cuello un trozo de papel sobre el que estaban inscritos su
nombre de pila y la primera letra se su apellido de familia: Jean T.
–Pequeño Jean… Pequeño Jean…
Y el campesino, muy conmovido por el recuerdo del hijo que había perdido,
acariciaba al niño con dulzura.
–¡Pobres expósitos!, – dijo Nicole – se dice que Dios los protege y que llevan la
felicidad a las familias que los recogen…
Los vecinos que examinaban los frágiles miembros del niño, aconsejaron a los
Mathurin que lo devolviesen al hospicio.
–Por supuesto se va a morir… Os vais a meter en un lío… A los inspectores no les
gusta eso…
–Si fuese el nuestro – concluyó Nicole – tendríamos que educarlo bien…
El niño creció y se obtuvo de la administración el derecho de conservarlo pagando
la cuota anual.
Dotado de una actividad increíble, el joven aldeano siguió cursos de adultos en la
escuela primaria; se convirtió en un sabio, permaneciendo siendo el primer trabajador
de la tierra. Supo el secreto de su nacimiento el día mismo en que los ancianos de la
comuna le dieron el nombre del pueblo, convirtiéndose en Jean Nègre-Combe.
La velada era admirablemente hermosa en el pueblo de Nègre-Combe, medio
perdido entre la sombra y el verdor. Bajo las ramas de los grandes robles, los aldeanos
charlaban entre ellos, y las mujeres, sentadas sobre sus sillas de paja, soñaban con los
recuerdos de antaño y también con las alegrías presentes. Pero la conversación versaba
sobre todo acerca del próximo matrimonio que iba a tener lugar. ¡Oh! todos los vecinos
querrían estar en la fiesta; pues, en esa región donde los hombres no son todos buenos y
donde algunas ancianas son malvadas, los unos y los otros eran unánimes en reconocer
que Jean Négre-Combe era el hijo adoptivo del pueblo.
En un instante, todos los conversadores estuvieron de pie y los rostros radiantes se
volvieron sombríos. Acaban de observar, llegando por el camino de Négre Combre, un
jinete que cabalgaba con las bridas tensas,. Corría tan rápido que se creyó que había
ocurrido una desgracia o un incendio.
Dos jóvenes se levantaron sobre el techo de una granja; y, como se esperaba con
impaciencia el resultado de sus observaciones, hacían señales con la mano de que no
podían aun decir nada y que el horizonte azul sobre el cual se destacaban las blancas
estrellas no había perdido nada de su esplendor.
Rodearon al mensajero y se le acosó a preguntas.
Un anciano, que había servido bajo el Imperio, levantó al aire su bastón:
–¡Vive Dios! Se nos anuncia el regreso de la emperatriz…
Otro viejo gritó: ¡Viva el Emperador!...
El jinete, que acababa de confiar su montura a uno de los hijos de los Bernot,
golpeó la puerta de Mathurin.
Nicole se presentó.
–Mi marido está acostado… ¿Qué quiere usted?...
–Hola, tía… usted me conoce bien…
–Sí… eres el hijo de Le Hallier, el posadero…
18. –Eso es, tía…
–¡Habla!…
–Vengo a decirle… necesito poner en orden mis ideas. Es mi padre… no, es un
caballero… un caballero rico quien me envía aquí… El conde ha dicho algo así a mi
padre: «¿Tiene usted un caballo? –Sí, señor conde. – Hay que enviar al crío al pueblo de
Négre-Combe… Es muy urgente… muy urgente…» Eso es… Luego el caballero me ha
dado una moneda de cinco francos, añadiendo: «Es importante que el tío Mathurin
venga aquí…» Y eso es todo…
Los comentarios amenazaban con convertirse eternos… Jean quería seguir a su
padre a casa de los le Hallier.
–No– dijo Mathurin – puesto que ese caballero tiene algo serio que decirme, le
molestaría ver gente… Me esperarás en lo alto del cerro…
–No tarde demasiado…
En el fondo, Mathurin no se iba con el corazón tranquilo. Intentaba sonsacar algo a
su conductor y no encontraba explicación. El muchacho le ofreció su montura. Él se
negó para pensar mejor a su gusto, y ambos, charlando de otras cosas, hicieron la ruta a
pie, el hijo de Le Hallier tirando por la cuerda del animal que había apretado tan
intensamente antes.
El albergue regentado por Le Hallier está situado en la encrucijada de cuatro
caminos que proceden del pueblo. Encima de la puerta principal, un bastidor soporta
una plancha de hierro representando unos jinetes magníficamente montados. Los jinetes
elevan sus estandartes de color rojo donde se leen estas palabras:
–«¿Adónde vais? A casa Le Hallier. – Buen albergue. – Buena mesa y lo demás.»
Era ahí donde los aldeanos se reunían los domingos y se jugaban los billetes en un
billar, un billar ajado, sucio, deshilachado, donde se hacía secar la ropa de la colada y
cuya tapiz, antaño verde, tenía el aspecto entristecido de una pradera segada cocida por
el sol.
El posadero esperaba a Mathurin. Con aire misterioso, tomó del brazo al aldeano y
pronunció lentamente estas palabras:
–Lo esperan ahí… en el saloncito…
Lo que Le Hallier llamaba saloncito era la única habitación empapelada del
establecimiento. Sobre la chimenea de madera imitando mármol, unos jarrones
descascarillados llenos de flores artificiales; en el marco, un espejo dorado, unos
cuadros de santos, una cruz, y a lo largo de las paredes, grabados de Epinal disimulando
aquí y allá, los desgarros hechos en el papel de un dudoso azul.
Mathurin atravesó la cocina, donde algunas aldeanos jugaban a las cartas bebiendo
vino blanco, y penetró en la estancia contigua. Le Hallier lo había introducido: a una
señal del personaje que se encontraba allí, el posadero desapareció saludando
obsequisamente.
–Quiere sentarse, amigo mío – dijo de un modo afectuoso el desconocido
caballero.– Soy el conde de Tinders, y si le he hecho venir aquí a pesar de la hora un
poco intempestiva, es que los asuntos de los que tenemos que ocuparnos son de la
mayor importancia.
El marido de Nicole tomó sitio sobre la silla que le era señalada, y, haciendo girar
su sombrero entre los dedos, esperó a lo que su interlocutor tenía que decirle.
El conde parecía tener una cincuentena de años. Alto, un poco delgado, cabellos
rizados, brillantes, la tez que da la vida pasada en países cálidos: una especie de máscara
grisácea.
19. –Mathurin, siempre he llevado abiertamente mis asuntos y voy a ir directo al grano:
El hospicio de Limoges, - la administración de los expósitos, si usted lo prefiere – le
confío, hace veinte y un años, la custodia de un lactante…
El aldeano tuvo un sobresalto; pero la mirada benevolente del conde le hizo retomar
su compostura.
–Sí… sí… nuestro Nègre-Combe… un gran chico y un valiente, se lo aseguro,
señor conde.
–¿Cuándo el niño fue destetado, usted obtuvo la autorización para mantenerlo?...
–Así es, señor conde, nosotros acabábamos de perder a nuestro querubín, y una casa
que no tiene un hijo es como un pájaro sin alas… Entonces el señor alcalde y el señor
cura hicieron las gestiones necesarias… En resumen, el pequeño abandonado se
convirtió en nuestro hijo… Somos felices: va a tomar esposa…
–¡Ah! ¿Se casa?...
–Y toma un buen partido…
–¿Usted quiere mucho a su hijo adoptivo?...
–¿Cómo me pregunta eso?... Cuando la Nicole, mi querida esposa, estuvo enferma,
el Nègre-Combe partió en medio de la nieve para ir a buscar al médico… Mi mujer
sangraba por la nariz tanto como podía… Yo había puesto unas llaves en su cuello, nada
conseguí… Finalmente, el Nègre-Combe trajo al señor Guinchamp y el doctor dijo: «Su
hijo es un muchacho valiente, ha corrido de tal modo que al llegar a mi casa cayó como
un fardo… Algunos minutos de retraso y yo hubiese sido impotente: su esposa hubiese
muerto…» Así pues, mire usted, mientras el médico contaba eso y la Nicole volvía a
renacer, tomé al muchacho entre mis brazos y me puse a llorar como un animal…
También hay que ver como lo quiere ella, a su salvador… En la casa, él es siempre el
primero en levantarse y el último en acostarse… es guapo… sabio… Sería muy difícil
superarlo en escritura y cálculo. ¡Si lo hubiese visto con uniforme de militar!...
¡Soberbio, señor!… ¡Estaba soberbio!...
–Así pues, tío Mahturin, usted considera al Nègre-Combe como su hijo, ¿y nunca
ha pesando que sus auténticos padres vendrían a reclamarlo?...
–Jamás, señor conde…
–Sin embargo, mi buen amigo, usted no debe ignorar que ese joven tiene un padre,
una madre, tal vez vivos todavía…
–Un hijo abandonado no tiene ni padre ni madre.
–En fin, si sus padres…
–Habría que ver…
–Desde luego, sería una injusticia no indemnizarle por los cuidados que usted y su
esposa han dado al niño…
–¿Indemnizarnos?...El Nègre-Combe nos ha dado más de lo que ha costado… Y,
por lo demás, señor conde, jamás hemos pensado…
–Lo que usted acaba de decir, Mathurin, honra su carácter… Pero, una vez más,
Nègre-Combe no es su hijo…
–Es como si lo fuese…
–¿Y si su padre viniese a reclamarlo?
–Me negaría a entregárselo.
–La ley…
–Me paso la ley por el forro…
–Vamos, tío Mahturin, tenemos que acabar con esto…
–¿Y bien?
–Yo conozco a su padre…
–¿Y?
20. –… Que me ha dado la orden de llevarlo inmediatamente a París.
–¿Su padre? ¿El padre de Nègre-Combe?... Usted se burla de mi… ¡Qué venga él a
buscarlo!... ¡Maldita sea! Le rompo la cabeza…
Mathurin se había levantado: sus ojos brillaban como brasas, y, con los brazos
cruzados, su bastón pasado por su axila derecha, miraba fieramente a su interlocutor.
–Sí… ¡dígale que venga él!...
–Tío Mahturin, ¡el padre… soy yo!
–¿Usted, señor conde?... No…no puede ser… no, usted no lo hubiese
abandonado… Soy yo… el padre… La Nicole es su madre…Él no conoce más que a
nosotros…
–Tio Mahturin…
–Ya no hay tío Mathurin que valga, aquí hay un hombre contra un hombre –
exclamó el aldeano golpeando la mesa con su bastón.
Pero de pronto, el habitante del campo cruzó su mirada con la de su interlocutor, y,
a su pesar, el hábito del respeto, o tal vez algún temor, le hizo curvar la cabeza.
–Usted ha querido burlarse de mí, señor conde… gastarme una broma… Yo no soy
más que un aldeano; debe excusarme… Cuando me ha dicho que el Nègre-Combe
estaba perdido para nosotros, no he comprendido el asunto… Era para ponerme a
prueba… He sentido que se me iba la cabeza… No estoy loco, señor conde… He
pasado la prueba…
–Yo soy el padre de Nègre-Combe, Mathurin.
–¡Bueno!... vuelta a empezar… Usted quiere enfermarme…
–Yo no bromeo… Usted y su esposa serán pagados, generosamente pagados, y mi
agradecimiento por ustedes será eterno… Para comenzar les daré diez mil francos…
–Diez mil…
–Veinte mil… treinta mil, incluso, para evitar toda dificultad…
–Un hijo no se vende – dijo Mathurin inclinando dolorosamente la cabeza.
–¿Cómo puede ustee suponer, mi bravo amigo, que yo haya querido reírme de
usted?--- Eso no hubiese sido gentil de mi parte… En otras palabras, esta es mi historia.
Yo era estudiante en París: había conocido a una joven obrera, bella, decente tanto como
modesta… Por desgracia murió dando a luz un niño, y mi familia, que, por las
indiscreciones de un amigo, sabía lo que pasaba, me obligó a abandonar la capital. Se
inventó un cuento y se me hizo creer que mi hijo había seguido a su madre a la tumba…
Yo viajé, buscando en el extranjero, en China, en América, en Australia, el olvido de un
dolor que no podía ser consolado… Me casé en Saigon, donde ejercí las funciones de
intérprete en un tribunal civil.. De mi unión con una joven inglesa nació un desdichado
ser deforme, odioso, por el cual la existencia no es más que un suplico y que me deja sin
esperanza… Vivo en Francia desde apenas hace seis meses. Hace algunos días
solamente, y por una providencial casualidad, he sabido que mi hijo estaba vivo y que
uno de mis tíos, para sustraerlo a mis búsquedas, había tenido la crueldad de llevarlo de
Paris y depositarlo en el hospicio de Limoges… Dios ha castigado a mi pariente que ha
muerto demente; fue por una nota escrita de su mano que supe la verdad… Dudaba
aún…. Finalmente, en Limoges la administración ha buscado en sus archivos… Jean,
mi pequeño Jean, había sido recogido por una familia honrada. – Mathurin, no se
preocupe, el chico no los olvidara.. Lo llevo a Paris para darle la situación que le
pertenece… Regresara a menudo al pueblo… Usted será siempre su padre…
Le Hallier, por orden del conde, había traído licores, pero Mathurin no quiso beber.
–Gracias… No… No tengo el corazón para la bebida… Es usted el padre de Nègre-
Combe… ¿Un caballero, nuestro Nègre-Combe?... ¿Quién lo habría dicho?... Cuando
Nicole lo trajo de allí no era nada… Tan solo un bebé enfermo…
21. –Fue en 1859, ¿no es así, Mathurin?
–Sí… 1859…
–En noviembre…
–Un poco antes de Santa Catalina… Hacía un frio de perros y la Nicole lo había
envuelto en mi capa…
El hombre se detuvo bruscamente, y luego de las palabras salió un estertor de su
pecho oprimido:
–¡Oh Dios mío!… ¿usted no sabe?... Preferiría que el fuego del cielo hubiese
incendiado nuestras granjas… ¡Ah!...me esperan en este momento… todos, en lo alto
del cerro… Nicole, Nègre-Combe, la Pequeñina, los vecinos también… todos… Van a
creer que me he vuelto loco…
–Es mejor que los prepare para la noticia, tío Mahturin… el golpe será menos
duro… Regresará aquí mañana por la mañana con …. nuestro hijo… Amigo mío, tenga
valor… Vamos, usted es un hombre, ¡qué diablos!.. y un hombre valiente…
El conde le estrechó las manos y el campesino quedó aturdido como si un martillo
le hubiese destrozado el cráneo.
Cuando atravesó la cocina del albergue trastabillaba. Los campesinos sentados lo
vieron tan pálido que insistieron en acompañarle.
Él no quiso.
El camino era blanco y los grandes árboles de los taludes, bañados de una suave
luz, destacaban como sombras en movimiento a los turbados ojos del aldeano.
Caminaba con la cabeza baja, pareciendo ignorar el camino o más bien retrardando su
marcha. Se hubiese dicho que unos seres fantásticos le cortaban el paso. Lleno de
angustia, permanecía en medio del camino, en una especie de extraña inmovilidad.
Conocía todos esos grandes árboles como si fuesen suyos, y sin embargo parecía pisar
una tierra desconocida.
Mathurin tenía miedo de llegar a casa, él, que los días de fiesta apresuraba el paso y
siempre llegaba antes de ocultarse el sol… Ahora se hacía el remolón, enjugando sus
lágrimas, escrutando el horizonte.
–Devolver a Nègre-Combe… eso no es posible…
Y gritaba en voz alta:
–¿Quién ha dicho eso? ¡Ah! ¡Eso habrá que verlo!...
Y como en la profunda noche nadie le respondía, se decía a sí mismo:
–Sin duda he soñado… Mis ideas no están claras… Reflexionemos un poco: han
venido a buscarme… He ido al albergue de Le Hallier… ¿He bebido? No… En la
cocina, los Bérias, los Moreau, los Vincent jugaban a la brisca… Pero ¿el conde?... ¡Ah!
sí… Me ha hecho hablar de mi Nègre-Combe… ¡Oh!... Nègre-Combe es su hijo… Él
debe obediencia a su padre… Sí, obediencia… Ya estoy llegando, voy a verles allá
arriba… ¡Ah! ojalá un trueno me fulminase…
En el pueblo comenzaban a estar preocupados. Mathurin no regresaba; hombres y
mujeres se habían sentado en el talud del camino:
–Ya sabéis como es Le Hallier… Seguro que están bebiendo con el caballero…
–Tengo un mal presentimiento – dijo la Pequeñina a Nègre-Combe.
–Vamos un poco más lejos – murmuró Nicole.
Todo el mundo se levantó, y, casi al mismo tiempo, observaron a Mathurin que
regresaba a paso lento.
Entonces comenzaron las bromas.
–¡Eh! ¡eh! tía Nicole, el padrecito se hace viejo.
–Cojea de una pierna – grito Berlureau.
22. –Cuando regresemos del mercado – dijo otro – nos veremos obligados a sacar la
lengua para seguirle…
Mathurin vio a su gente de pie y se puso a llorar; no se veía claramente su rostro y
todavía se divertían.
–Viejo pícaro, habrá encontrado algún conocido en el camino.
–Es que de joven era todo un galán.
–Un vigoroso mozo…
Las risas cesaron en el momento en que el aldeano apareció, sudoroso, con el rostro
deshecho. Estaba tan pálido que todos quedaron mudos y tan pálidos como él.
–¿Se encuentra mal, padre? – preguntó Nègre-Combe temblando.
–Por supuesto, se trata de una mala noticia – dijo Blanchette.
–¡Ven! –dijo la Nicole tomando violentamente a su marido por el brazo…
Los vecinos se habían dado cuenta que su presencia podía molestar a la familia y
permanecían en el camino.
–Los bueyes vendidos habrán tenido algún problema – dijeron los Boulard.
–Los Mahturin también son un poco presuntuosos – murmuró el gran Vigier – Se
oculta de nosotros… Eso es embarazoso…
–Es sabido – continuó el mayor de los Boulard – que Mathurin se infla como un
buey dese que su hijo se va a casar con la señorita Blanchette…
–Bah! el matrimonio todavía no ha tenido lugar…
Sin pronunciar palabra, los Mahturin, seguidos de la Pequeñina, que se la
consideraba ya como de la familia, habían regresado a la casa.
Nicole depositó la lámpara sobre la mesa; y, como Mathurin todavía guardaba
silencio, Blanchette quiso retirarse.
–Tal vez les moleste…
El aldeano levantó la cabeza:
–No… no… Tu presencia me permite llorar… Amigos míos… Nicole…Nègre-
Combe… Pequeñina… mis pobres amigos… somos muy desgraciados… ¡muy
desgraciados!...
Algo lo sofocaba… Hacía señales con la mano de que quería hablar y que no podía.
Se sentó en una de las sillas de la cocina y luego se levantó con un gran suspiro de
niño.
Apoyó su dolorida cabeza entre sus manos y lloró tan fuerte, él, el hombre de los
trabajos duros, que desde el camino se podían oír sus sollozos semejantes a gemidos de
animal herido. Por fin, se creyó más fuerte.
–Esto ocurre… Nègre-Combe ya no es nuestro hijo… Su padre ha venido a
buscarle… Va a abandonarnos…
Había dicho eso de un tirón para aligerarse de inmediato de ese peso.
Se produjo un silencio tras el cual Nicole tomó la palabra:
–Han querido reírse de ti, hombre.
–Ya sabía que me tomarías por un loco. Tengo mis razones…nuestro Jean es el hijo
de un conde… ¡nuestro hijo está muerto para nosotros!...
–¡Hijo de un conde! – exclamó la Pequeñina.
Y los bellos ojos de la chiquilla, que se habían dirigido a su novio, adoptaron una
expresión de tristeza y orgullo.
–Lo han engañado, padre – dijo Nègre-Combe con gran serenidad – Yo no tengo
más familia que la suya… No reconozco a nadie el derecho…
–Tu padre es rico…
–¡Eh! ¡Poco importa su fortuna!... El hombre que me abandonó en un hospicio no
podría ser mi padre…
23. –El conde de Tinders dice que jamás hubiese consentido en separarse de ti… Tu
madre ha muerto… Se hizo correr también el rumor de tu muerte… Fue un pariente del
conde que te localizó en Limoges… ¡Oh! ya no sé lo que digo…
–Lo que sé – respondió el joven aldeano – es que usted es mi padre… que la Nicole
es mi madre… que Blanchette será mi esposa…
–Vamos a acostarnos, hijo mío. Mañana…
–¿Mañana?...
–Te dirigirás a la posada de Le Hallier con Nicole…
–¡Qué desgracia!...
Y Blanchette, deplorada, se arrojó en los brazos de la madre de Nègre-Combe.
Por la mañana, el conde de Tinders se paseaba tranquilamente ante la puerta del
albergue, cuando vio venir a un joven con rostro dulce y distinguido. Detrás, el aldeano
caminaba con una vieja aldeana que enjugaba sus ojos rojos.
–¡Ah! Señor – suspiró el joven aldeano – me ha destrozado la vida…
–¿Su padre no le ha dicho…?
–Lo sé todo, señor…
–¿Y esas son las únicas palabras que se le ocurre decirme?
–Vamos, mi Nègre-Combe – dijo la Nicole, con un tono de dulce reproche – no hay
que ser así…
–Perdóneme, señor; pero esta extraña revelación…
El conde consideró a su hijo con benevolencia.
–Todavía no me atrevo a llamarle hijo mío; pero si hay algo en el mundo que pueda
convencerle de todo el amor que tengo por usted, es la profunda emoción que me
embarga en este momento… Es usted la viva imagen de su pobre madre… ¡Oh!
comprendo sus sentimientos de gratitud por sus padres adoptivos… No los
abandonará… volverá al pueblo todas las veces que lo desee…
–Sí… regresarás –decía la Nicole.
Jean Nègre-Combe habló así al conde:
–Escúcheme, señor… No me está permitido dudar… Usted es mi padre… yo le
obedeceré… Déjeme tan solo decirle que he prometido unir mi vida a la de una joven
muchacha digna de mi amor…
–Usted cumplirá con sus compromisos…
–¿Me dejaría…? ¡Oh! no, Señor… no quisiera partir con esta esperanza, si más
tarde…
–Usted será libre, señor…
–Entonces… es usted bueno… Yo lo quiero…
Y, con un abandono completamente filial, Nègre-Combre se dejó caer en los brazos
que su padre tendía hacia él.
–Y tú, madre… – dijo enseguida oprimiendo contra su corazón a la vieja Nicole –
Di, di a todos que los quiero mucho… que sigo siendo su hijo…
Una calesa alquilada en Limoges por el conde de Tinders esperaba ante el albergue.
Se pusieron el camino para tomar el tren que partía, esa misma tarde, para París.
24.
25. III
El conde de Tinders vivía en un palacete de la avenida de los Campos Elíseos. Era
uno de eses exhuberantes extranjeros, – uno de esos hombres de fortuna exóticos que
plantan bruscamente su tienda en la capital. Venidos de no se sabe dónde, titulados no
se sabe por quién, su fortuna sirve de máscara a su pasado, y aquellos que los frecuentan
con asiduidad no tienen derecho a ser curiosos. Viven en la gran ciudad unos meses
apenas y ya son considerados como parisinos de toda la vida. Alegres vividores en su
mayoría, saben un poco de todo y mantienen ocultos sus antecedentes, mirando por
encima del hombro a los nuevos ricos.
Una especie de laboriosa intuición les mantiene al corriente de todo lo que se dice,
de todo lo que se prepara; y, como pagan generosamente a los que lo rodean y como las
personas serias no tienen nada que decir con su labia escandalosa, unos los admiran y
los otros se callan.
El conde era inmensamente rico. En París se decía que, independientemente del
considerable territorio que poseía en la baja Conchinchina, era propietario de varias
minas de oro en América. El noble extranjero había sido invitado en el «Círculo de los
Mirlitons» por uno de sus amigos, el joven barón de Boistel; y, desde hacía varias
semanas, se había divertido perdiendo grandes sumas de dinero en la ruleta y en el
bacarrá. La mala racha se le presentó como un hada bienhechora: arrojaba oro a manos
llenas, y los jugadores, de ordinario impasibles, miraban con una especie de inquietud a
ese hombre de rostro trágico, largos dientes blancos y barba gris, que se daba un
enfermizo placer viendo como la fortuna se cebaba contra él.
–¡Eh! querido conde, es usted uno de los príncipes de la tierra, y el nabab, el
famoso nabab del segundo imperio, apenas sería digno…
–¿El nabab?... No lo conozco – interrumpía con su voz brusca. – Un político, sin
duda… Yo desprecio la política… Francia necesita transformarse; ahora representa al
viejo mundo; hace falta que América le dé un poco de sangre nueva… Soy americano y
me vanaglorio de ello.
El americano sentía un deseo imperioso de provocar que hablasen de él. Ya se
citaban algunas de sus excentricidades. Así, un día, había invitado a un numeroso grupo
de amigos a cenar, y cada invitado había salido del palacete provisto de un soberbio
lingote de oro sobre el que había sido grabado el menú de la cena; otra vez, había escrito
al prefecto del Sena para obtener la autorización para iluminar el Arco del Triunfo. Se le
hizo observar que el Arco del Triunfo era un monumento nacional y que solamente se
iluminaba con ocasión de las fiestas públicas… El conde pareció muy contrariado con la
respuesta.
–¡Pues bien! Que me lo vendan – escribió al prefecto con una sangre fría que
maravilló a los periodistas parisinos.
El palacete de la avenida de los Campos Elíseos había sido amueblado de un modo
principesco. A su regreso de Saigón, el conde se había instalado allí en compañía de su
hijo, un niño de doce años, un ser deforme al que los criados, entre ellos, llamaban el
príncipe Tam Tam, en recuerdo de los aventureros viajes que el amito les había contado:
una vieja dama inglesa, mistress Jackson, le servía de gobernanta en el apartamento que
ocupaba en el segundo piso. Todo el mundo en París ignoraba que el conde Tinders
tenía un hijo, de tal modo se había esmerado en sustraerlo a las miradas de sus
invitados. El principito vivía solo con la abnegada mujer que había jurado a la
moribunda madre dedicar su vida al niño maltratado por la naturaleza.
Sin embargo, desde hacía algunos días, el rostro del enano se había iluminado de
alegría. Su gobernanta le había confiado que su padre pronto traería un hermano, un
26. hermano mayor, y el príncipe presentía que encontraría en ese desconocido un sostén y
un protector.
–Hector, este es tu hermano – dijo el conde dirigiéndose al niño.
Jean Nègre-Combre – al que llamaremos a partir de ahora el vizconde Jean de
Tinders – observó al pequeño con una especie de terror.
Un metro de altura, un cuello de jirafa soportando una cabeza enorme, dos ojos
negros, seguramente muy hermosos en otra persona, pero espantosos sobre esa frente, a
causa de su desproporción con el resto del cuerpo: de tal modo se presentaba el príncipe
Tam Tam. Se había levantado a la llegada de su padre. Su espalda quedó curvada como
las alas de un pájaro replegadas antes del vuelo.
Un corazón de oro latía bajo esa envoltura tan informe; una inteligencia muy
intensa brillaba bajo ese cráneo que presentaba todos los estigmas de una vergonzosa
herencia. El niño había nacido en la baja Conchinchina, y se decía que su madre,
durante el embarazo, había tenido miedo de las horribles caricaturas de las pagodas
chinas.
El vizconde pareció vencer una repulsión instintiva; pero los grandes ojos negros
que se fijaban en él tenían una expresión tan dulce, que avanzó hacia su hermano y le
abrazó.
El enano sintió un estremecimiento correr a través de su ser; levantó la cabeza y se
echó a llorar.
–¿Por qué lloras, Hector? – preguntó el hermano mayor con bondad.
–Jamás… jamás nadie me ha abrazado como usted acaba de hacerlo… Yo lo querré
siempre… ¡Oh! lo querré con todo mi corazón, señor…
–Fíjese si soy desgraciado – dijo el conde que parecía insensible a esta escena
fraternal. – Vamos, venga, Jean… Habría dado todo el oro del mundo para ahorrarle la
vista del monstruo…
–Padre…
–¿Se imagina como es toda una vida permaneciendo frente a frente con él?...
Quisiera separarme… Más tarde, tal vez… Ahora, dejemos esas siniestras ideas y venga
conmigo. Voy a mostrarle el único lugar apacible donde se desarrolla mi desolada
existencia.
El conde y su hijo acababan de atravesar una suntuosa galería de cristal donde las
plantas trepadoras formaban una cortina de verdor; unos árboles, grandes árboles,
extendían sus ramas hasta lo alto del vidrio y las pasifloras arrojaban allí sus lianas en
un amoroso abrazo. Aquí y allá, en medio de verde césped, podían verse unos macizos
de azaleas, de camelias, de pivonias, de primaveras de la China, resedas y brezales
floridos. Todas esas flores vivían en plena tierra y la suave temperatura del invernadero
estaba embalsamada por los más dulces perfumes.
El conde levantó un gran paño que se encontraba oculto por una palmera gigantesca
e invitó a su hijo a penetrar en una pequeña habitación de la que cerró la puerta de
inmediato. Las paredes cubiertas con papel blanco de flores rosas, amueblada con
algunas sillas de paja. La habitación tenía un aspecto de chocante humildad, desde las
cortinas de muselina blanca que recubrían una cama de acajú hasta el reloj de péndulo
de porcelana y las mil naderías que encumbraban la chimenea de mármol.
Frente a la chimenea y encima de una ventana enrejada y destinada sin duda a
servir de refugio a los pájaros, aparecía un retrato al oleo; era la imagen de una mujer
llena de juventud y vida.
–Su madre – suspiró el conde descubriéndose.
La mujer era bella, con esa belleza radiante que posee un alma tranquila. Llevaba
un gorro blanco, y sus cabellos de oro pálido recogidos en trenzas sobre su frente,
27. enmarcaban su dulce rostro. Sus ojos tenían una expresión maternal y sus delicadas
manos estaban ocupadas en un bordado.
–Esta habitación representa exactamente la que su madre ocupaba en la calle Saint-
Jacques; mi memoria ha sido bastante fiel para no olvidar nada… Solamente los pájaros
de la ventana ya no cantan al haber desparecido de la tierra la que yo amaba; las horas
se han detenido; las flores de los jarrones están muertas; muertas también mis
esperanzas y mis alegrías… A menudo, estoy cansado del ajetreo y del lujo, harto de
París; y solo vengo aquí a rezar por ella. La calma de este retrato me hace descansar de
mi existencia pasada… Jean, he aquí el oratorio que su madre bordó durante los días de
nuestra felicidad; he aquí el sofá donde tenía por costumbre sentarse durante sus
laboriosas veladas…
La rigidez del aldeano se sumió en un impulso de ternura y apretó con efusión las
manos del hombre que le hablaba, de ese hombre tan frío y tan altivo en su amplio
chaleco abotonado y que, en ese momento, sollozaba como un niño.
–Usted ha sufrido mucho, padre…
–He sido muy desdichado, muy desdichado… Pero bendigo al Cielo que me ha
permitido encontrar el hijo que creía perdido para siempre. Jean, esta casa es la suya…
A partir de ese día, el vizconde comenzó su metamorfosis. Se le encargó a uno de
los más prestigiosos sastres de la capital que lo vistiese; Jean tuvo profesores de esgrima
y equitación.
El joven no había olvidado el pueblo. Escribió a los Mathurin y a la Pequeñina que
era feliz y que su padre pronto le autorizaría a ir a pasar algunos días a Nègre-Combe.
Una mañana, el conde de Tinders recibió la visita del director de una agencia de la
calle Montmartre, al que acababa de enviar una carta muy urgente.
–¡El Señor Lejet! – anunció un criado con librea azul y oro.
El visitante era un hombre viejo delgado, con la frente abombada y la mirada
cautelosa. Llevaba una perilla blanca en punta y tenía el resto de su rostro perfectamente
afeitado. Era un parisino, un auténtico parisino del bulevar Montmartre, así como él
mismo lo decía con una risilla metálica.
Desde hacía treinta años, dirigía una oficina de información; había pasado toda su
vida sumido en el estudio de ambiguos documentos, enseñando a los unos el modo de
hacer valer sus derechos en las sucesiones no heredadas, investigando las filiaciones,
ennobleciendo a estos, enriqueciendo a aquellos. Era conocido por los caballeros más
destacados de la capital como un auxiliar de los más preciosos. Allá, en su despacho de
la calle Montmartre, donde el sol jamás entraba, y donde su frágil cuerpecillo parecía
gritar contra el aire enrarecido, su cabeza de pájaro se hundía entre los polvorientos
documentos, y de allí siempre salía algo para mayor gloria del sumarial francés. Incluso
se decía en voz baja en el barrio, que la prefectura de policía había recurrido a él en
casos difíciles.
Ese hombre era al que el conde había encargado que se informase sobre el destino
de Jean Nègre-Combe.
El conde de Tinders mentía al tío Mathurin cuando afirmaba que la administración
de los expósitos de Limoges le había proporcionado las informaciones precisas al
respecto de la residencia de su hijo. Un incendio reciente había hecho desparecer los
documentos de los niños recogidos, por lo que el inspector departamental dedicado a la
recuperación de los registros, tan solo pudo dirigir al palacete de la avenida de los
Campos Elíseos, unas cartas poco definitivas.
El riquísimo americano se había confiado al Sr. Lejet. La delicada situación exigía
toda la atención del hombre. Un error sobre la persona hubiese tenido consecuencias
desastrosas… El Sr. Lejet no se sintió incapaz de acometer la tarea; le gustaban los
28. asuntos un poco tenebrosos; y, desde que el padre le contó la historia que más tarde
debía confiar al tío Mathurin, el director de la agencia se dirigió a la provincia de la Alta
Viena.
En las condiciones en las que el conde había afirmado que el niño había sido dejado
en el hospicio de Limoges, este entraba en la categoría de los abandonados y no en la
de los asistidos, siendo estos últimos reconocidos por la madre e inscritos en un registro
especial en el mismo momento de efectuar el depósito.
Al no poder contar con la recuperación de los documentos del hospicio, decidió
resolver el problema por la vía del razonamiento. Un hombre muy avispado, el tal Sr.
Lejet.
Con la fría lógica de un estadístico, llegó a convencerse que había cien
posibilidades contra diez de que el lactante hubiese sido adoptado en las proximidades
de Limoges, y eso a causa precisamente de la naturaleza enfermiza del recién nacido. La
estadística, ese testigo brutal pero irrecusable de toda verdad, le indicó aún que, sobre
cien lactantes, mueren treinta; que, entre los setenta restantes, hay cincuenta que
continúan viviendo hasta los veinte años con sus padres adoptivos… Pero el niño había
sobrepasado esa edad y no quedaban más que diez posibilidades sobre cien de que
todavía estuviese en los alrededores de Limoges. Ausente, era soldado o criado en
alguna provincia vecina: los asistidos o los abandonados no se resignan a permanecer
en la región donde su triste historia es conocida.
Lejet se dedicó a explorar los pueblos, preguntando a los aldeanos, y, de
investigación en investigación, después de dos meses de estancia en Limousin, llegó al
pueblo de Nègre-Combe.
El que lo había contratado le había dado órdenes tajantes: una vez bien seguro de
que el joven era el hijo del conde, debía averiguar si el campesino era inteligente y
susceptible de una completa transformación que le permitiese hacer honor a su apellido.
En caso contrario, el cliente se reservaba el derecho de actuar a su guisa.
Lejet actuó con un gran tacto en su misión, pues los Mathurin jamás pudieron
sospechar que el comprador de nueces, cuya cosecha aún no se había recogido, era un
enviado del padre de Nègre-Combe. Una vez completada su tarea, el director regresó a
París, orgulloso de los resultados obtenidos. El conde de Tinders se dispuso a asegurarse
por sí mismo de la verdad de los hechos alegados por su investigador.
–Estoy muy satisfecho de sus servicios – mi querido señor Lejet – dijo el conde al
director de la agencia; por desgracia, nos queda todavía mucho que hacer… Soy un
extranjero… me burlo de todo esa gente que viene a mis fiestas… Raramente puedo
llegar a amar a alguien: es precisamente a este egoísmo salvaje del trabajador a lo que
debo mi fortuna y mis secretas alegrías… Pues bien, hoy, que he encontrado a mi hijo, y
que más que nunca espero modelar esa joven inteligencia, me invaden súbitos
temores… Tengo miedo de que ese muchacho eche de menos la miserable vida que
llevaba en esa aldea… Ese tonto enamoramiento del que le he hablado parece tenerlo
enganchado… Hay que quitarle esa idea de la cabeza.
–¡Bien! – afirmó Lejet – pero ¿cómo?...
–¿Cómo?... No conozco la alta sociedad de París, aunque los periódicos repitan mi
nombre y mis pretendidas extravagancias… Señor Lejet, quiero casar a mi hijo y lo
antes posible…
–Señor conde – dijo Lejet – estoy por entero a sus servicios.
–¿Conoce alguna familia que esté dispuesta a actuar rápidamente?...
–¿El señor conde quiere a alguien de la nobleza?
–¡Por supuesto!
–Tengo lo que necesita.
29. –¿Cómo es eso?...
–En primer lugar, no hay dote.
–Me burlo de la fortuna.
–Una joven bonita como un ramillete de flores… Monta a caballo como el difunto
Franconi… Una perla… una auténtica perla…
–¿Cómo conoce usted a esa señorita?
–Por la amazona que le da las lecciones…
–¡Ah!...
–Sí, señor conde.
–¿Cuál es el nombre de esa persona?
–Señorita Lucienne de Dives-Laram… Su madre es una mujer de mucho arrojo a la
cual ya he hecho algunos pequeños servicios financieros.
–Muy bien… ¿Cuántos años tiene la señorita Lucienne?
–Dieciocho años… Rubia como el maíz… ojos de zafiro… una cintura de avispa…
–Habla usted como un poeta, señor Lejet…
–Se hace lo que se puede… Afirmo, señor conde, que su hijo se enamorará de la
señorita.
–Pero… ¿la entrevista?...
–Si usted quiere, señor conde, le diré dos palabras a la amazona…
–Tal vez no sea de buen gusto mezclar a un tercero… Aunque en realidad no tengo
tiempo para esperar…
–Nadie sabrá nada…
–Señor Lejet, actúe como quiera, no olvidaré sus servicios.
–El señor conde ha sido demasiado bueno conmigo…
–Está bien… ¿Cuándo cree que mi hijo puede encontrarse con la señorita?...
–¿La amazona?...
–No… la otra…
–Cuando haya visto a la señora Raphaël, tendré el honor de avisar al señor
conde…La señora Raphaël acompaña a veces a esas señoritas a Maisons-Laffite… a
Boulogne-sur-Seine. Dos jovencitas de la mejor sociedad… un escuadrón soberbio…
–¿Su amazona es honrada?
–¡Oh! señor conde – dio el Sr. Lejet sonriendo – soy yo quién le ha conseguido el
puesto…
–Entonces, apresure la entrevista… es necesario que el vizconde deje atrás sus
tonterías y que envíe a todos los diablos el recuerdo de la aldeana…
–Se desprenderá de ella como de sus botas… Yo me encargo de ello – concluyó el
director de la agencia, con un gesto de vanidad.
–¿Sabe usted, querido señor, que es usted muy fuerte… sí, muy fuerte?
–El señor conde me halaga…
–Apuesto a que no tiene familia… ni cargas… nadie que le preocupe… Si fuese de
otro modo, le sería imposible servir con tanta diligencia e inteligencia.
–Estoy solo en el mundo…
–¡Eh! Señor, en eso reside su fuerza…
El director de la agencia pareció reflexionar con esa frase e hizo con la cabeza un
ademán de aquiescencia.
Jean Tinders se adaptaba a su nuevo mundo; y si el rudo envoltorio de campesino
carecía aún de la elegancia aristocrática, los miembros bien formados, el pecho
admirablemente desarrollado, la esbelta figura, el cabello negro, la belleza del rostro
tostado por el sol meridional revelaban que pronto la metamorfosis soñada por el conde
sería una realidad.
30. En el palacete de la avenida de los Campos Elíseos, el joven aldeano había sido
acogido con una cortesía de la que poco podía imaginarse. Pensaba que su padre tenía
que tener una autoridad enorme sobre los criados que le servían para que esos rostros
plácidos no se inmutasen antes las torpezas del joven. A veces no se atrevía a dar
órdenes a esos hombres correctos, siempre correctos, que se inclinaban a su paso:
recordaba la inocente admiración de su infancia hacia los elegantes criados de los
castillos de Limousin.
El conde trataba sobre todo de eliminar la envoltura campesina; a continuación se
ocuparía de reformar su moral.
Cada mañana, un profesor de equitación venía a impartir lecciones al vizconde en el
gran patio del palacete. Y el alumno, que antaño montaba con una sola mano sobre el
jumento de los Le Hallier, asombraba a su maestro por su solidez y audacia. Las
lecciones solamente estaban dedicadas a la elegancia de la monta, y el profesor afirmaba
que, en algunas semanas, el vizconde estaría preparado para pasear por el Bois.
Igualmente ocurría con los ejercicios de esgrima; el puño, demasiado rápido aún,
acabaría por aligerarse; la respuesta era viva y la resistencia física sorprendente.
El joven ya había visitado la mayor parte de los monumentos de la capital; y, como
a veces su ingenua admiración se había expresado ruidosamente, el conde le había
repetido que él pertenecía a un mundo donde la discreción y el escepticismo están de
moda.
–Fíjese, Jean – continuaba el padre – habrá que ser reservado con algunos amigos a
los que le presentaré… Si se le pregunta sobre su pasada existencia, deberá responder
que perdió a sus padres a una edad en la que no podía conocerlos… Añadirá que fue
confiado al cuidado de una tía que vive en la Alta Viena… Para todos, su juventud la ha
pasado en el campo; debe hablar de agricultura, abonos calcáreos, todas esas cosas que
usted domina a las mil maravillas… Hablará de sus bosques, de sus tierras, de sus
estanques, de sus praderas… En París se admira a las personas que son propietarios…
Bastará que cuente esta historia una o dos veces a sus camaradas para que estos la
propaguen desde el café de la Paz hasta Tortoni.
–Pero padre, me autorizará a regresar al pueblo… Están preocupados… Mi novia
me ha escrito una carta que me ha entristecido mucho…
–¿Cómo? ¿Todavía piensa en esa aldeana estúpida?...
–Un juramento…
–Jean, usted tiene el deber de obedecer a su padre…
–Usted me prometió…
–Mantendré mi promesa… Regresaremos juntos a Nègre-Combre… Sus padres
adoptivos han tenido veinte años de su vida… Y yo, que lo he encontrado después de
una existencia atormentada, tengo derecho a gozar un poco de la presencia de mi hijo…
Jean era vencido por esas palabras pronunciadas con tono tan afectuoso, y ponía
todo su valor en rechazar en el fondo de su corazón el pesar que el recuerdo del pueblo
le invadía. Cuando el sastre acudió a llevarle el chaleco negro y el pantalón de color que
debían sustituir a su traje de los domingos; cuando su sombrero de fieltro de amplias
alas reemplazado por un sombrero de copa; cuando sus pesados zapatos planos dieron
paso a unos botines puntiagudos; cuando las camisas de batista sucedieron a las gruesas
camisas de tela almidonadas por la madre Nicole; cuando sus manos, aún callosas,
desaparecieron bajo unos guantes de piel, molestos a veces, pero siempre soportados, el
vizconde depositó religiosamente sus viejos enseres en el armario de espejo de su cuarto
de baño. Estaban allí, en el estante más elevado, los trajes del campesino, bien doblados,
bien extendidos entre ropa muy blanca: el sombrero y los zapatos habían sido
recubiertos de papel; el reloj también fue colgado de un clavo desde que el joven hubo
31. estado en posesión de un reloj Luis XV, un reloj de familia, según había dicho el Sr. de
Tinders.
A veces, por la noche, después de un paseo en coche o una visita al «Círculo de los
Mirlitons», en el momento en que el vizconde se retiraba a sus suntuosos aposentos y
abría las ventanas que daban al jardín del palacete, se sentía invadido por los recuerdos.
Las tuyas que se estremecían suavemente, los macizos de flores en todo su apogeo en
medio de la noche constantemente turbada por el murmullo que procedía de la avenida,
le sugerían mil pensamientos… Esos árboles polvorientos simétricamente podados, esa
arena fina que sembraba de tintes de oro las avenidas del jardín, esas largas murallas
recubiertas de un verdor oscuro, encerradas entre unos refuerzos de hierro, todo eso no
valía el Limousin.
Volvía a ver las profundas masas de helechos, las frondosidades más claras de las
colinas verdes; le parecía escuchar los aullidos de los lobos en el bosque Jamae, donde
iba a cazar los domingos en compañía de sus amigos. Los grandes estanques
silenciosos, las praderas completamente verdes, las canciones de los vaqueros, los
alegres resplandores del invierno, el esplendor de los cielos favoreciendo la cosecha, los
árboles sucumbiendo bajo el peso de los frutos, las danzas locas y tantas otras visiones
enervantes!... El espectáculo que se ofrecía a su vista le parecía pobre y
empequeñecido… Se ahogaba en ese magnífico domicilio…
Sin duda, comenzaba a expulsar el temor que obsesionaba su espíritu, con motivo
de los primeros días de su llegada a París, donde apenas se atrevía a sentarse en las sillas
de alto respaldo tapizadas de cuero del comedor; donde él, acostumbrado a beber en los
vasos de vidrio grueso, temblaba de espanto elevando el cristal de muselina conteniendo
vinos hasta entonces desconocidos… Qué valor y atención había que desplegar en cada
momento para vencer las malas costumbres, para vigilar sus codos dispuestos siempre a
invadir la mesa, para servirse convenientemente con el tenedor y el cuchillo de plata y
resistir al deseo de levantarse de la mesa para tomar a su derecha el pan que el vigilante
criado presentaba a la izquierda en una panera de plata.
–Míreme – decía el conde – Haga como yo…
El vizconde no perdía de vista los movimientos de su padre; y, a pesar de eso, no
había día en el que su educador no frunciese el ceño ante alguna torpeza.
Desde su habitación, miraba el cielo, del que no percibía más que un pedacito, y se
decía que en Nègre-Combre se veía más alto y más lejos. Poco le importaba, después de
todo, los colores deslumbrantes de las flores artísticamente dispuestas. A las sombras
perfumadas de los arbustos de hojas acharoladas que percibía en ese momento, prefería
el acre olor de los bosques en los que amaba perderse con su Blanchette y donde,
ambos, habían dormido tomados de las manos para despertarse mirándose a los ojos.
Cuando tomaba un baño en la sala adornada con estatuas de mármoles y pavimento
de mosaico, salía de la bañera envuelto en un péplum de satén azul, y las esencias
traídas del lejano país del pequeño príncipe Tam Tam lo sumían en una extraña
embriaguez; a menudo, el mayordomo, preocupado por el tiempo que su amo
permanecía en la gran bañera de mármol, entraba en la sala. De una manera
inconsciente, el joven salía del baño, se dejaba pasar la esponja, calzar, vestir, sin
pronunciar una sola palabra. Todo lo que veía, todo lo que sentía era tan ajeno a sus
pasadas costumbres, que en ocasiones se preguntaba si no era el juguete de alguna
alucinación.
A veces el sentimiento de lo real lo atenazaba por completo: consideraba fríamente
los objetos de lujo que lo rodeaban, y echaba de menos su vida de campesino… ¡Ah! el
joven aldeano había perdido su alegría y sonreía con amargura al recuerdo de las
bromas maliciosas que los muchachos del pueblo hacían a las chiquillas en la estación
32. de los baños… Se les ocultaban los vestidos bajo los montículos de alfalfa
recientemente levantados, y en medio de los arbustos de clemátides y de los sauces
llorones se dirigían las bonitas bañistas, semejantes a náyades a ocultarse entre los
rosales…
En sus horas de mayor turbación, el hijo adoptivo de los Mathurin se acordaba del
singular examen del que fue objeto en el albergue del pueblo: en verdad, su propio
padre lo había sometido a una verificación como la que los ganaderos imponían a los
bueyes, con motivo de las ferias de Saint-Georges y de Saint-Michel. No olvidaba
algunas preguntas indiscretas sobre su constitución, a las cuales había respondido
enrojeciendo y de las que el conde había extraído la siguiente conclusión: «El apellido
Tinders no morirá con nosotros.»
¿Qué habría ocurrido si hubiese tenido una deformidad como el príncipe Tam Tam?
Sin duda su padre no hubiese querido encargarse de un nuevo monstruo… El conde
había ido a tomarlo porque su hijo más joven le producía horror y tenía necesidad de
alguien para perpetuar su apellido… Pues bien, él lamentaba haber obedecido a su
padre: habría debido huir bien lejos con la Pequeñina, allá, al Poitou, del lado de Civray,
donde Blanchette tenía parientes… Todas las investigaciones hubiesen sido infructuosas
para descubrir su retiro; se casaría; el conde acabaría por olvidarle.
Así pensaba Jean de Tinders. No disfrutaba de las bellas veladas parisinas con las
que se pretendía entretenerlo y que ya conocía por los relatos que se publicaban en los
periódicos y en los libros: echaba de menos el pueblo; y en su cerebro añorante, pasaba
aún la visión de los bailes de casa Vincent, donde se acompañaba el violón del músico
con palmas. … Ahora estaría en el baile en compañía de los camaradas y las buenas
granjeras dispuesta a los lados de la enguirnaldada sala.
Hubiese sido aun espectáculo a la vez cómico y doloroso escuchar a ese apuesto
joven ricamente vestido, tarareando los aires de las canciones de su región.
Sucumbiendo bajo los efluvios que dilataban su enfermo corazón, el campesino
buscaba en su armario de espejo los vestidos de antaño que había depositado allí, y,
durante una gran parte de la noche, quedaba a llorar sus pérdidas alegrías. Por la
mañana, el conde viendole los párpados enrojecidos, trataba de darle ánimos.
–Le obedeceré, padre.
–Cuento con ello, Señor.
Sin embargo el hábito del bienestar comenzó a ganar esa naturaleza primitiva. Las
lecciones de esgrima y de equitación las interrumpía cuando lo deseaba, y sus propios
maestros parecían sorprendidos que pudiese mantener tan largo tiempo la fatiga. ¿Por
qué gritar contra la suerte?... había que ser razonable, y, puesto que toda su vida pasada
se representaba en su espíritu, el hijo no debía olvidar que antes, había protestado contra
Dios, cuando en medio de los rudos trabajos del invierno, se sentía tomado por el
cansancio y gemido bajo el peso de los infortunios que pesan tan rudamente sobre los
trabajadores de la tierra. A partir de ahora, ya no habría que temer los sabañones y podía
burlarse de las mordeduras más crueles del sol meridional.
Y, poco a poco, el vizconde vio desparecer la sonrisa obligada que crispaba sus
labios; se dejo vivir. Su existencia se hizo menos pesada, su risa se modeló y fue de
buen tono; su acento se volvió menos arrastrado; su continencia más asegurada; sus
manos perdieron un poco de su rugosidad; y, en el lenguaje parisino, hizo amplia
provisión de banalidades.
Él se decía que su familia adoptiva debía comprender su nueva situación; que, por
añadidura, él no olvidaba a nadie, comprando hoy una gargantilla de oro a la madre
Nicole y enviando mañana una colcha bordada a Blanchette. Y, se hacía servir con un
poco menos de timidez, imitando a veces los altivos aires de su padre, hablando a los
33. criados; adoptando finalmente los modales del mundo al que pertenecía. Pero en él
había algo que no podía combatir y que su primera educación había enraizado
profundamente, algo que el habitante del campo lleva en él y que se aferra a su vida
como un vestido de Nessus: el espíritu de parquedad.
El aldeano, en efecto, está habituado al ahorro: el hijo adoptivo de los Mathurin
había aprendido que el dinero se gana con esfuerzo y vacilaba en seguir al conde en sus
fastuosas prodigalidades. Contaba las monedas de oro que guardaba en su bolsillo con
una especie de religiosidad que daba risa a su padre:
–Somos ricos, extraordinariamente ricos – afirmaba el conde de Tinders.
Y, como su hijo no parecía convencido, el americano desplegaba ante él los
periódicos parisinos y leía en voz alta los artículos de los reporteros pagados
anunciando a Francia que un riquísimo extranjero, Mecenas de las Artes, honraba Paris
con su presencia.
Acabada la lectura, se frotaba las manos añadiendo:
–La prensa estará aún muy por debajo de la verdad… Propietario en China,
propietario en América, propietario en Francia… ¡Rico!... ¡rico!... Hijo mío, podemos
hacer el bien y el mal…
Jean quería hacer el bien; sabía que su viejo maestro de escuela, el Sr. Gauffier, era
pobre y que deseaba ardientemente comprar una casita en el pueblo. Escribió al notario,
pagó la casa e hizo entregar los títulos de propiedad al viejo instructor.
El conde de Tinders suscribía todas las generosas intenciones de su hijo.
–Los Mathurin no quieren dinero… Envíele regalos… Compre todo lo que le pase
por la cabeza.
El buen corazón del vizconde le conducía a menudo a los aposentos del segundo
piso del palacete, del cual la mayor parte estaba reservada a su desdichado hermano, el
príncipe Tam Tam.
A su partida de Saigón, el Sr. de Tinders manifestó el deseo de confiar su hijo a los
cuidados de una familia francesa de la baja Conchinchina; debió ceder a instancias de
mistress Jackson, la gobernanta del príncipe.
Fue convenido que el enano fuese a Francia, pero que viviría en París rodeado de
una especie de misterio, bajo la custodia de mistress Jackson. El padre no quería
exponer a su hijo a las burlas de sus amigos.
De alta talla, el rostro alargado, los rasgos fuertemente marcados, unas mechas
rubias aún a pesar del inevitable envejecimiento, ojos azules y unos modales
majestuosos y decididos, daban el aspecto de una reina exótica a la excelente mistress
Jackson. El príncipe la llamaba «mamá Josué», y era la única persona que él amaba en
el mundo.
Para distraer al pequeño prisionero, la gobernanta había tratado de reproducir la
instalación que él poseía en China. Las mismas alfombras donde el niño se tumbaba en
su vestido estampado, las mismas imágenes de colores deslumbrantes, las mismas
sombrillas pintadas, los quemadores de perfumes de bronce, la colección de armas
antiguas, los tinteros, las copas de concha, los minúsculos cofres, los juegos de ajedrez,
los abanicos, los instrumentos musicales con las cuerdas toscamente extendidas sobre
tallos de bambú, y hasta el palanquín en el que al príncipe le gustaba reposar.
Hector sabía que se le llamaba el príncipe Tam Tam. Reía con ese nombre, tanto
como está permitido reír a un infortunado cuya vida se pasa entre cuatro parees, tras
haber atravesado el mar más bien como un paquete que como un ser vivo. El enano
comprendía que era objeto de horror; y, cuando, por descuido, se acercaba a un espejo y
se veía tan feo, el niño se mostraba el puño a si mismo; luego, bruscamente, estallaba en
sollozos.
34. El palacete de la avenida de los Campos Elíseos había sido comprado por
correspondencia según las indicaciones el Sr. Lejet, ese diablo de hombre que se
encontraba por todas partes. Desde Marsella, se había venido directamente a París; unos
coches muy cerrados habían tomado a los viajeros en la estación y el enano había
circulado por la ciudad, hundido en una semioscuriad. Se le había prohibido ver París,
por temor a que se expusiese a las miradas indiscretas de la muchedumbre.
El vizconde Jean acababa de llamar a la puerta del apartamento del pequeño
príncipe.
Fue la propia mistress Jackson quién abrió.
–¿Puedo ver a mi hermano, mistress Jackson?... Hace tiempo que quería venir… No
es mi culpa…
El visitante había dejado caer esas palabras con un acento de sinceridad tan
convincente, que la digna mujer se emocionó. Ya había podido convencerse de la
generosidad de carácter de su joven amo, y ella le sabía de buen grado el ir a ver a ese
monstruo, cuyo desnaturalizado padre no se atrevía a mirar y que el aldeano llamaba
simplemente su hermano.
–¡Oh! señor vizconde… Hector estará muy contento… muy contento… ¡Qué bueno
ha sido usted al pensar en él!...
Y a continuación exclamó:
–¡Señor Hector!... ¡señor Hector!... Es su hermano quién viene a verle… Ya sabe…
el hermano Jean… el hermano mayor…
En ese momento, el enano estaba ocupado dibujando los árboles del jardín; sobre
sus rodillas estaba posada una plancha de marfil recubierta de numerosos croquis. Trató
de levantarse. Con un gesto afectuoso, el vizconde la rogó que permaneciese sentado, al
comprender que las pequeñas piernas no debían fatigarse.
El campesino tomó entre sus manos enguantadas las manos delicadas que se
tendían hacia él, y la presión que les dio fue tan dulce y tan fraternal, que el príncipe
mostró una risa de bebé.
–Es usted muy bueno… hermano, yo le quiero – decía con voz temblorosa.
–Soy tu hermano…
La gobernanta se había retirado.
Hector miraba a su interlocutor con ojos escrutadores.
–Oh, qué alto es, que grande; usted, que tiene rostro de hombre, dígame aún que
soy su hermano… ¿No tiene miedo de este monstruo? – continuó con los dientes
estrechados y el rostro completamente pálido.
–Héctor, tú eres mi hermano… Cuanto más te veo, más me siento presa de
compasión por ti, cuya vida es tan triste… Vendré a menudo a charlar contigo de tu
hermoso país… Traeré a nuestro padre…
–Nuestro padre…
–Sí… sabré convencerle para que ame a su hijo.
–Nuestro padre tiene miedo de mí… ¡El amo!… ¡oh! ¡el amo!... –suspiró,
temeroso.
–Mi Hector, te equivocas…
–¡No… no!...
–No quiero que llores.
Entonces fue el propio enano que, enardecido por esas buenas palabras, se arrojó en
los brazos del campesino.
–No… pequeño… no llorarás más…
–Nuestro padre me dijo: «Cuando lleguemos a Francia, te daré un hermano mayor.»
Enseguida pensé que era Dios quién te enviaba a mí para protegerme…
35. –¿Protegerte?...
–¡Oh! sí, usted no sabe nada, señor… Mamá Josué es buena; pero no es la más
fuerte y el amo quería dejarme allá, solo, ¡completamente solo!
La vocecilla se había alterado, e, inclinando su enorme cabeza, el enano añadió:
–Dios bien podría haberme hecho menos feo…
–Tu hermano te ama…
–¿Es entonces cierto que se puede amar a un monstruo?.... ¿En serio que no le
produzco horror, señor Jean… ?
–No me llames así… Llámame Jean… Soy tu hermano… ¿Echas de menos tu país?
–Sí… era muy bonito… con grandes árboles de hojas brillantes… casas
completamente blancas…
–París es una ciudad magnífica…
–No la he visto…
–Es cierto, pobre hermano… ¿Y te acuerdas de tu mamá?
–¿Mamá?... Era hermosa… bella como la Virgen que está ahí, encima de la
chimenea… Muerta… El abuelo muerto también… Muertos… Solo queda mamá Josué
para quererme… Allá había grandes fuentes… Y luego todo el mundo estaba vestido
con trajes de color…
–¿Te gustaría sentarte a la mesa con nosotros?
–No…
–¿Por qué?...
–Mi padre… El amo…
–Hablaré con él…
–No hay más que dos seres en el mundo a los que miro sin tener miedo, a mamá
Josué y a ti…
–Querido hermano…
Mistress Jackson entraba en la habitación.
–Señor vizconde, el señor lo llama…
–Me gustaría permanecer aquí un rato más…
–No – dijo el príncipe – el amo se enfadaría…
–No debes llamarle el amo…
–Hector, tu hermano tiene razón – afirmó la gobernanta.
–Mamá Josué, ¿no sería mejor para mí estar muerto que vivir infundiendo horror a
mi padre?...