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UN AMERICANO DE PARIS 
JEAN-LOUIS DUBUT DE LAFOREST
UN AMERICANO DE PARÍS 
POR 
DUBUT DE LAFOREST 
«… Millonario y sin corazón, ¡tú eres el rey del mundo!...» 
Paris 
Calmann Lévy, editor 
Antigua casa Michel Lévy hermanos 
Calle Auber, 3 
1884
Se celebraba el baile del Château Rouge: se festejaba el Grand Prix de Paris, y la 
administración de la avenida Clignancourt no había reparado en gastos para competir en 
gracia y animación con Mabille, el baile de las casquivanas maquilladas y los príncipes 
ociosos. 
Allá, la alta sociedad, la aristocracia del placer; aquí, el pueblo con sus alegrías y 
sus escandalosas risas. 
El jardín, plantado de árboles verdes en los que se iluminaban farolillos 
venecianos y globos de cristal multicolor, tenía un aspecto mágico: las paseos estaban 
repletos de paseantes. Se bailaba en todos los rincones al son de la orquesta dispuesta en 
la rotonda. Algunos jóvenes, de pie sobre una barca, haciendo equilibrios sobre un mar 
negruzco, golpeaban con unas ramas una caseta de ladrillo donde un jabalí legendario 
emitía sordos gruñidos. Muy cerca del estanque y a la derecha de la rotonda, aparecían 
las montañas rusas hundiéndose en el abismo y remontando hacia el cielo, para gran 
satisfacción de las muchachitas asustadas. 
Por todas partes la animación era muy intensa, roces de vestidos, gritos y 
estribillos de cancioncillas de moda que la majestad del director de la orquesta se veía 
impotente en conjurar. 
En medio de un grupo, se encontraba una joven cuya fisonomía relajada 
contrastaba singularmente con los rostros radiantes de sus compañeras. 
Se iniciaba la introducción de un vals, y aunque las bailarinas ya estuviesen en 
brazos de los bailarines, la chiquilla permanecía allí, inmóvil y apoyada en uno de los 
pilares de la rotonda. 
–Marguerite… vamos, mi pequeña Margot… 
–Octavie, no insistas… no sé bailar… 
–¿Señorita? – dijo de pronto un individuo alto con voz ronca – ¿Señorita?... 
–Señor… Señor… 
Y el hombre, una especie de gigante flaco, repetía su petición, mientras que los 
torbellinos pasaban y volvían a pasar cada vez más impetuosos y atrevidos. 
–No puedes rechazar a papi… Un pequeño giro solamente… señorita… 
–Se lo suplico… 
–No te hagas la estrecha…Yo te llevo…. ¡Vamos!... ¡Que suene la música!... 
Dos brazos vigorosos enlazaron a la joven y la transportaron en medio del baile, 
bajo las risas y los bravos de los espectadores. 
–¡Ligera como una pluma!... ¡soberbia!... La… la… la… i… la la… tin la… la. 
i… tin… la… la… la… 
Marguerite se sentía desfallecer; sus brazos se aferraban al bailarín en una 
convulsión suprema; su rubia cabeza se movía a un rítmico balanceo, y sus ojos grandes 
vacios parecían buscar un protector. 
De pronto, sonó un bofetón; el hombre dio un traspié y la chiquilla se sintió 
liberada. 
–¡Me las vas a pagar, perro auvernés! 
–No me insultes o te machaco – respondió el recién llegado que mantenía a su 
adversario agarrándole la muñeca derecha. 
–¡Suéltame! 
–¡No! 
–¿Ténard?... 
–¡No! 
–Una… dos… 
–¡No!
–¡Pues bien, toma!... 
–Y con la mano que le quedaba libre, el bailarín asestó un formidable puñetazo a 
su adversario. 
El dolor fue intenso. Ténard no pestañeó. 
–Simon, no te soltaré hasta que te disculpes ante la señorita… 
–¿Disculpas?... 
–Sí… disculpas… 
Los bailarines se habían detenido bruscamente y formaban un círculo alrededor de 
los luchadores… 
Marguerite se había reunido con sus amigos; y, aún emocionada, trataba de 
interponerse; pero las mujeres, que encontraban aquello divertido, le cortaban el paso y 
aplaudían. 
Escuchar a Simon pedir disculpas, ese Simon, un obrero despedido de todos los 
talleres, un buscabulla con el que había que contar las noches de baile, era para las 
bailarinas una verdadera fiesta. 
Las muchachas iban a ser vengadas asistiendo a la corrección infligida a ese 
macarra; y cantaban, gritaban, saludaban el castigo; y parecía que a esa bendita hora, 
fuesen liberadas del fango y que un rayo de alegría iluminaba en una risa idiota esos 
rostros marchitos por el miedo y la humillación. 
–Excusas y enseguida… 
–No. 
–Discúlpate o te rompo el brazo… 
Se oyó un crujido y el dolor del vencido se exhaló en una risa forzada llena de 
angustia. 
Intervinieron los agentes. 
–Seguidnos… Vamos… 
Ténard no trató de resistir; pero al atravesar la fila de espectadores que clamaban 
por su inocencia, busco los ojos de la joven a la que había socorrido. Marguerite ya no 
estaba allí. 
Mientras los agentes se llevaban a Ténard a la comisaría de policía del barrio, 
Simon se había dirigido a una farmacia de la calle de Clignancourt. 
El comisario procedía al interrogatorio del detenido: 
–¿Cuál es su nombre? 
–Pierre Ténard. 
–¿Edad? 
–Veinticinco años. 
–¿Dónde trabaja? 
–Soy empleado del Sr. Bélador, en la calle Saint-Jacques. 
–¿Natural de?... 
–Roquebrou. 
–¿Roquebrou?... ¿Dónde está eso?... 
–Roquebrou… Cantal. 
–¿Así que es usted auvernés?... Habla demasiado bien el parisino, muchacho. 
–Vivo en París hace cinco años.
–Vamos a ver… ¿Con qué derecho ha intervenido usted en el asunto Simon?... 
Bastaba que la jovencita llamase a un agente de policía… Esa persona no es ni su 
esposa, ni su hermana… ni su amante, supongo… 
En ese momento, la puerta de la comisaría se abrió bruscamente y apareció 
Marguerite. 
–Señor Comisario… le juro que este señor no es culpable… 
El representante de la ley se levantó de su asiento. 
–Señorita, no he autorizado su presencia aquí… Le ruego que salga. 
El comisario se desdijo. 
–No… quédese… tal vez nos pueda ser útil… Decía a su defensor que no había 
tenido ningún pretexto para intervenir en sus asuntos con el señor Simon… ¿Acaso 
conocía ya ese muchacho? 
–No, señor… 
–Si aún fuese usted la amante de Ténard… Dese luego, no sería una excusa, pero 
en fin… 
–Señor, yo soy su amante. 
El comisario no se dejó engañar. 
–Esa es una bondadosa mentira, señorita, por lo que voy a pasarla por alto. Acaba 
de probarme que usted tiene un buen corazón y que no olvida los favores; su decente 
acto me dice también que no es una habitual del vicio… Todo esto habla singularmente 
en su favor… Está bien… muy bien… Su disposición parece sincera… Se lo 
agradezco… Puede retirarse. En cuanto a usted, Pierre Ténard, es libre, pero dispóngase 
a comparecer mañana ante el juez de instrucción… 
Ambos jóvenes salieron de la comisaría de policía, y los agentes que charlaban del 
incidente, parecieron sorprendidos de ver a Ténard en libertad. 
Pierre bajaba la cabeza. 
–No ha debido comprometerse por mí, señorita… 
–No lamento nada de lo que he hecho, señor Pierre… Usted tal vez no me crea, 
pero le juro que no soy una mala chica… 
Diciendo esto, la voz de Marguerite se había alterado; la conversación decayó. 
Cuando llegaron a la calle de los Mártires, la joven pareció inquieta: 
–Son las once… Me van a regañar… 
–¿Sería muy atrevido por mi parte, pedirle permiso para acompañarla hasta su 
casa, señorita? 
–Gracias, señor, pero no quiero molestarle más… Usted no sabe quién soy… Mi 
padre es escribano público… Vivimos en la calle Cardinal-Lemoine… muy lejos de 
aquí, como usted ve… 
–Yo vivo en la calle Saint-Jacques; casi somos vecinos, señorita… 
–Entonces, señor Pierre, estaré encantada de presentarle a mi viejo padre… Somos 
pobres. ¿No le espantará la visión de la miseria? 
–La miseria me conoce, señorita, y a mendo me ha tratado como a un niño 
mimado… 
Ténard quería tomar el ómnibus; la joven se negó. Los incidentes de la velada la 
habían impresionado intensamente. El aire libre le haría bien y quería recuperar sus 
sentidos, pues temía alarmar a su familia con el rostro todavía tenso. 
Pierre se volvió hablador, y, ambos demostraban gran interés en contarse su 
historia, el camino no pareció largo. 
En lo alto de la calle Cardinal-Lemoine, en el mismo lugar donde se acababa de 
construir el edififico de la Escuela Politécnica, se elevaban en 1853 unas barracas de
madera que servían de refugio a algunos vendedores de periódicos y de juguetes para 
niños. Sobre una de las puertas se leían estas palabras: 
M. BRENIS 
Escribano público 
Habían llegado a los doce metros cuadrados de fachada de madera pintada de 
verde donde vivía la familia de Marguerite. 
–No es un palacio – dijo la joven abriendo la puerta, – pero aquí vivimos felices. 
Un anciano estaba sentado ante una mesa repleta de papeles e iluminada por una 
lámpara cuya tulipa había sido parcheada con viejos manuscritos. 
–Buenas noches, padre – dijo Marguerite – tratando de sonreír. 
–Buenas noches, hijita; regresas muy tarde… La señora Courtois no es muy 
razonable reteniéndote un domingo tanto tiempo. 
Y como Pierre Ténard permanecía en el umbral de la puerta contemplando la 
austera figura del escribano público, escuchó la voz de la chiquilla que contestaba: 
–Padre, tengo que decirte toda la verdad. No vengo de casa de la señora Courtois. 
La patrona lo ha pensado mejor… no debemos trabajar los domingos por la tarde… 
Tenemos permiso… He ido al baile… 
–¿Al baile? 
–Sí… al baile… a un lugar un poco sórdido… en el Château-Rouge… No tengo 
nada que ocultar… Tu hija ha sido debidamente castigada por su curiosidad… 
Entonces, Marguerite se puso a contar al anciano la escena del Château-Rouge, la 
intervención de Ténard, la comparecencia ante el comisario de la calle de Clignancourt. 
El Sr. Brénis oscilaba la cabeza. 
–Me habías prometido no frecuentar a Alice y a Octavie… dos malas 
influencias… Que esto te sirva de lección… ¡Oh! si pudiese tenerte conmigo, habrías 
acabado con el taller de la señora Courtois… Pero hay que vivir… 
–Querido padre… 
–Hay que vivir – repitió dolorosamente. – En fin, tu defensor es un muchacho 
valiente y estaría orgulloso de estrecharle la mano. 
–Está ahí… 
–¿Cómo, señor, se ha permitido? – dijo el padre Brénis dirigiéndose duramente a 
Ténard quién, con los ojos mojados de lágrimas, no había perdido palabra de la escena. 
–No te enfades, padre. 
El escribano público se fue tranquilizando. 
–Perdón, señor… Hay tantos miserables en la gran ciudad… Le agradezco… No 
somos ricos… pero tenemos honor… Ha hecho usted bien en defender a una desdichada 
muchacha… 
–He cumplido con mi deber, señor; eso es todo. 
–Hay que esperar que el asunto no tenga consecuencias… 
–No se preocupe… seré sin duda absuelto, aunque tenga que pasar algunos días en 
prisión… 
–¿Prisión? – interrumpió vivamente Marguerite. 
–¡Oh! señorita, no se preocupe por eso… Hay prisiones y prisiones… Pero usted 
no ha contado todo… debo hablar a mi vez. 
El obrero de la casa Bélador tomó asiento al lado del padre Brénis e hizo un 
cuadro tan vivo y pintoresco de la súbita aparición de la joven en la comisaría de 
policía, que el escribano público tuvo un impulso de orgullo. 
–Sí… sí… – decía el Sr. Brénis, nuestra Marguerite es el ángel del hogar…
–¿Me permite usted venir a verlos? – preguntó Ténard levantándose para 
despedirse… 
–Se lo pido incluso, mi bravo muchacho… Estamos interesados en que su 
abnegación no le comporte una desgracia. 
No se produjo persecución judicial; y, como Ténard tomó por costumbre ir a 
charlar con el Sr. Brénis, se estableció entre ambos hombres una simpatía muy intensa. 
Pierre Ténard había nacido en plena Auvernia. – Muy pronto había abandonado su 
país natal para unirse a la compañía de obreros caldereros que dirigía su único pariente, 
François Lamoureux. 
No había hecho más que estañar las cacerolas y parchear los calderos de cobre. 
Pero ese muchacho de inteligencia delicada y voluntad férrea necesitaba otra ocupación. 
Huérfano, sin más obligación que sí mismo, soñaba con la fortuna; y, de vez en cuando, 
la mirada vigilante de su tío lo sorprendía con las manos desocupados y los ojos llenos 
de ensoñaciones. 
En la tienda recubierta de tela donde amontonaba los viejos estaños producto de 
los intercambios, Pierre ocultaba cuidadosamente libros de aritmética y de geografía. Y, 
durante las veladas de invierno, a medias acostado en las granjas del albergue, pasaba 
casi todas sus noches absorbido en lecturas, disimulando lo mejor que podía la lámpara 
que los muchachos le prestaban tras haber cuidado los caballos de los viajeros. Eran 
visiones de tierras lejanas y maravillosas donde el oro se ganaba a espuertas: geografía y 
matemáticas hacían aparecer a sus ojos deslumbrados teorías de tesoros inagotables que 
las sumas más expensan no lograban contar. 
¡Estar solo!... ¡estar solo!... 
Era necesario estar solo para revolver el problema que en su trabajadora 
imaginación había germinado. 
Pierre dejó a su tío en una feria del país natal y vino a París en calidad de obrero 
estañador de la casa Bélador. Por un momento, pensó que la soledad se hacía inútil 
cuando no creaba tiempo libre y pensó en casarse. 
Todo estaba calculado en esa singular organización. El joven se había dicho que 
su situación no le permitía casarse con una joven rica: sus largas conversaciones con la 
hija del escribano público le hicieron comprender que encontraría en Marguerite una 
mujer inteligente y laboriosa que lo ayudaría a cumplir sus amplios proyectos. 
El Sr. Brénis tenía cuarenta y dos años. Su vida no había sido feliz. Antiguo 
empleado en el ministerio de la marina, se vio obligado a abandonar su puesto para 
cuidar a su esposa, a la que una peritonitis se llevó algunos meses después de su parto. 
Entonces se convirtió en el protector de su hija Marguerite, dedicando sus jornadas a dar 
lecciones de música, hasta el momento en el que una parálisis de las dos piernas no le 
permitió desplazarse, instalándose en calidad de escribano púbico en la calle Cardinal- 
Lemoine. 
La habitación del Sr. Brénis era un auténtico museo. Se veían serpientes 
disecadas, jaulas llenas de pájaros cantores, una multitud de grabados, motivos 
romanos, italianos, ingleses, colgados de pequeños clavos de hierro; aquí y allá, una 
caja de violón, una linterna mágica, unas lozas y sobre todo un vaso de Bohemia que era 
la admiración de todos los visitantes. Ese vaso contenía agua destilada disimulada bajo 
un doble fondo. Cuando algún extraño se encontraba ante él, es escribano hacía el 
ademán de arrojarle el agua al rostro. El cliente retrocedía espantado, preguntándose si 
el hombre se había vuelto loco. Entonces, se veía el rostro del padre de Marguerite 
iluminarse con una amplia risa; y muy dulcemente, con una abundancia de detalles y 
una prolijidad de recuerdos penosos de escuchar, contaba la historia de su vaso que 
había sido entregado por un príncipe austriaco a un general francés, el cual se lo había
regalado a él…. En fin, el vaso se encontraba entre las manos del Sr. Brénis que por 
todo el oro del mundo no hubiese consentido en deshacerse de él. En sus escasos 
momentos de reposo, el escribano público soplaba un flautín aires que repetía un mirlo 
revoloteando en libertad sobre la mesa de trabajo. 
Desde hacía algunos meses, un nuevo huésped había venido a refugiarse en la 
pobre casa, la señora Zoé Bouleau, la hermana del Sr. Brénis. En la intimidad se la 
llamaba Zouzou: era dulce y orgullosa aún, a pesar de sus numerosas desgracias, una 
lamentable odisea. 
Ténard se casó con Marguerite. Después de cinco años, tres pequeños mocosos 
correteaban por el miserable apartamento de la calle Saint-Jacques. Había que alimentar 
a los pequeños, ayudar al suegro, y el obrero estañador no sentía fuerzas para cumplir 
tamaña tarea. 
Pierre esgrimía razonamientos que arrancaban lágrimas a Marguerite. 
Según él, se había casado a fin de poder descansar de las preocupaciones de la 
vida material sobre una esposa laboriosa; ya no iba al taller porque reconocía que su 
futuro estaba roto. ¡Ah! si hubiese sabido permanecer soltero, habría partido para el 
extranjero; pero no, el deber estaba ahí… 
–El deber – decía con voz reflexiva, razonando cual filósofo – El corazón 
humano… que gran broma… 
En sus horas de turbación, cuando las visiones de fortuna que lo habían invadido 
durante su infancia lo volvían a envolver, una nube pasaba sobre su frente y una sonrisa 
extraña crispaba sus labios. 
Sin embargo, trató de resistir a sus malos instintos y retornó al taller. 
Una noche en la que Ténard traía la paga de la semana a su esposa, fue tomado 
por dos amigos riendo y filosofando. 
–¿Y bien, Ténard, nos dejas? – dijo un alegre compañero de rostro alerta y cuerpo 
delgado. 
–Cuando se tiene esposa y se tienen hijos… 
–Hijos en plural, sin duda, – intervino un gran diablo de ajustador de hierro cuya 
barba roja, quemada aquí y allá por los estallidos del fuego, provocaba falsas 
luminosidades. 
–Sí… en plural… tres hijos… tres hijos… 
–¿Y eres capaz de alimentar a tus mocosos? 
–Ahorrando… 
–Digno de un premio Montyon… Haré mi propuesta a la Academia francesa. 
–Vamos, ven a tomar un vaso – dijo Françonnet, el primer interlocutor. 
Pierre se dejó arrastrar; y, cuando los tres amigos estuvieron instalados en el 
establecimiento del tío Huriot, situado en la calle Saint-Jacques, a algunos metros de la 
casa de Ténard, Gallichet, el ajustador de hierro, tomó la palabra. 
–Pierre, eres tres veces idiota por privarte de todo para educar a tus hijos… 
–No puedo matarlos…– murmuró Ténard con voz sorda. 
–No… pero puedes desembarazarte de ellos… Los hospicios no están hechos para 
los perros… 
–Yo, yo no estoy casado – dijo Françonnet– pero sé que no tiraría de la cola del 
diablo para dar de comer a mis pequeños. 
Siguieron bebiendo, y Gallichet retomó la conversación con la pipa entre los 
dientes: 
–Los ricos no son tan tontos… Un hijo… Nunca tienen más a fin de no verse 
obligados a dividir la fortuna; han de ser los pobres los que pueblen la nación… 
Después de haber sudado sangre y agua para educar a los hombres, se les envía a la
carnicería… para hacer paté en las guerras… Fijaos, ayer he ido a una conferencia… Un 
ciudadano pronunció un discurso soberbio sobre la ley de Malthus… 
–¿Qué es la ley de Malthus? – preguntó Françonnet. 
–Espera. 
Y solemnemente, el ajustador de hierro extrajo de su bolsillo un pequeño 
periódico ennegrecido por el humo del taller. 
–Tú eres inteligente e instruido, Pierre, tú nos explicarás lo que no podamos 
comprender… –Esto es: «El aumento de los medios de subsistencia no es en absoluto 
proporcional al aumento de la natalidad…» 
–Eso es cierto,– exclamó Françonnet. 
–No me interrumpas… «La población crece en progresión geométrica de veinte 
años en veinte años, como de 1 a 2, a 4, a 8, a 16, mientras que los medios de 
subsistencia no aumentan más que en progresión de 1 a 2, a 3, a 4, a 5…» 
–Así pues – dijo Ténard pensativo – algún día llegaremos a morir de hambre… 
–Tú lo has dicho… Continuo:… «En el interés general, el Estado debe emplear la 
coacción para limitar el crecimiento de la población…» 
Gallichet se levantó. 
–Eso es demasiado fuerte, mi viejo colega… Me gustaría ver como el gobierno se 
las ingenia para impedir a las mujeres tener hijos… 
–Eso es imposible, en efecto,– objetó Pierre… 
–Con multas se conseguirá el objetivo – continúo el lector – pero esa no es la 
cuestión… Yo estoy casado; no tengo heredero… solo dos bocas a alimentar… Ténard 
no gana más que yo y educa a tres ciudadanos para la patria… Ténard es un imbécil que 
trabaja para el rey de Prusia… 
–El estado debería alimentar a los niños – vociferó Françonnet lleno de 
entusiasmo – ¡Tío Huirot, otra ronda, por favor! 
–Aquí está, señores. 
Y el tío Huriot, un hombre grueso y rojizo, llenó de nuevo los vasos de vermut. 
–¿De qué estáis hablando? – preguntó el tabernero. 
–Hablamos de política – respondió Françonnet que no le gustaba que ajenos se 
mezclasen en la conversación. 
El tío Huriot giró los talones esbozando una sonrisa. 
–¡Vete moscón! – concluyó el ajustador de hierro. 
Ténard mantenía apoyados los codos sobre la mesa y parecía reflexionar 
profundamente: 
–El Estado debe alimentar a los niños… 
–Cuando se les entrega… 
–El gobierno tendría que cumplir una gran misión –continuaba Ténard – habría 
que crear una inmensa guardería fuera del perímetro de París… 
–Pero eso ya existe – respondió el partidario de la ley de Malthus… los 
hospicios… la administración de los niños asistidos… 
–¡Bonita administración!... se confían los hijos a madrastras y, más tarde, se les 
coloca como criados… Si los niños son inteligentes están perdidos para la sociedad… 
–Gallichet sacudía la cabeza. 
–Todo eso son tonterías… Lo mejor es no tener hijos… Abogo por Malthus… ¡A 
la salud de Malthus!... ¡a la memoria del gran filosofo!… ¡Un tipo sabio!... 
Los obreros permanecieron allí hasta la noche; y, cuando Pierre Ténard se levantó 
de la mesa, a medias borracho, balbuceó: 
–Si no tuviese mocosos… si no me hubiese casado… haría prodigios… viajaría… 
me convertiría en alguien…
Gallichet daba el brazo al yerno del escribano público: 
–Estoy seguro que si fueses libre, lo conseguirías… Tus conocimientos… tu 
saber… 
–Haría falta no tener corazón… 
–El socio del patrón, el Sr. Weil, decía el otro día hablando de ti: «Ese muchacho 
no es un hombre común, ha sido un loco en casarse; sus espíritu aventurero le destinaba 
de un modo natural a audaces especulaciones…» 
Ténard acompañó a sus amigos hasta su domicilio: quisieron llevarlo. El se negó. 
Tenía necesidad de estar solo para reflexionar seriamente. 
A lo largo de las calles, las ideas que acababa de emitir se revolvían en su cabeza. 
Se decía que Malthus tenía razón… Los hijos eran la ruina de un padre. Un hombre no 
podía llegar a algo excepto a condición de dirigir sus actos y de regular su conducta 
según sus propias inspiraciones… Las preocupaciones por la familia, las necesidades de 
la pareja, todo ello llevaba a un obrero inteligente a la miseria y al embrutecimiento… 
¡Ah! había sido un loco al enamorarse de una muchacha, él, que había partido de 
Auvernia con la intención formal de vivir soltero, de reunir algunos ahorros e ir un día 
al extranjero a intentar fortuna… Triple idiota. En el Château-Rouge se había 
comportado como un caballero galante; había arrancado a una joven de los brazos de un 
macarra; resultado social: dos viejos, tres hijos y una mujer… Solo, estaba solo para 
ganar el pan de todos… Las bocas a alimentar estaban allí, abiertas, hambrientas… Se 
mataba a trabajar, y todos los grandes proyectos que en sus noches turbulentas había 
preparad, y todas esas tierras soberbias donde la fortuna se obtenía sin esfuerzo, no los 
ejecutaría ya, no los vería jamás… 
¡Inteligente! Todos le decían que era inteligente, y que estaba condenado a 
arrinconar todos sus sueños… Casado, padre de familia, he ahí las cadenas que debía 
romper… Sentía en él un alma de filósofo; sabía que su poder intelectual no pedía más 
que probar… ¿No era libre?.. Pues bien, habría que solucionarlo… Para tener éxito en 
este mundo hace falta ser egoísta y poner una plancha de hierro en el lugar del 
corazón… Batir los calderos de cobre, dar nuevo uso a las cacerolas viajes, quemarse el 
rostro con las chispas de la forja, todo eso no disponía Ténard para la poesía 
sentimental… Era un hombre práctico en toda la brutalidad de la palabra y lo 
demostraría. 
Hacía muchas horas que Marguerite esperaba a su esposo en la gran estancia fría y 
desnuda que ocupaban en el quinto piso de una casa de la calle Saint-Jacques. La 
habitación, antaño dividida por una celosía, aparecía con sus grietas a la altura del 
zócalo. El propietario se negaba a hacer reparaciones. A pesar de todo, algunos muebles 
de la familia estaban limpiamente mantenidos. La mujer estaba santeada junto a una 
ventana que daba al patio y remendaba el jersey de su hijo más joven. Marguerite 
prestaba oídos a los ruidos del corredor y, llena de angustia, retomaba su tarea, 
levantándose de vez en cuando para escuchar dormir a sus pequeños, acostados los tres 
en la misma cama. 
Ya no era la joven encantadora y tímida del Château-Rouge. Una máscara de 
dolor resignado había invadido sus rasgos; los ojos fatigados por las noches en vela 
perdían poco a poco su brillo, y la boca, antes sonriente, adoptaba súbitas contorsiones, 
mientras que la cintura, deformada por la maternidad, parecía desplomarse bajo el peso 
de un fardo invisible. Solo la cabellera de oro conservaba sus brillos soberbios bajo el 
casto gorro blanco que la cubría. 
Se escuchó un paso y la puerta se abrió suavemente. Ténard no vio a su esposa, 
sin duda; pues, sin hablar, se instaló junto a la chimenea, donde se extinguían algunas 
brasas de madera.
–Pierre – dijo Marguerite – me has tenido muy preocupada. 
El obrero estañador hacía rodar un cigarro entre sus dedos; tomó una brasa del 
hogar y siguió con atención el humo que se escapaba de su boca. 
–¿No me respondes?... 
Marguerite se acercó a Ténard y lo tomó de la mano. 
–Pareces muy absorto… 
–Sí… muy absorto… Hoy he ido de juerga. Ya tengo bastante de esta vida de 
prisionero… No quiero seguir siendo un tonto… 
Se levantó bruscamente. 
–Marguerite, ¿tú eres una mujer inteligente, sí o no? 
–No lo sé… ¿Qué quieres decir?... Tu mirada me asusta… 
–Ha llegado la hora de tomar una decisión. Nuestros hijos nos arruinan… Hay que 
enviarlos… 
–¿Enviarlos?... 
–Al hospicio… 
–¡Oh, Dios mío! ¿Eres tú, Pierre, quién hablas así? No. Es imposible… 
–Muy posible… Escucha… 
Se sentaron los dos en un banco de madera situado en el marco de la ventana y 
Ténard expuso fríamente su plan… Él no quería ser desgraciado; si su esposa consentía 
en desembarazarse de los mocosos, él la llevaría con él en los viajes que contaba 
emprender muy próximamente… 
La mujer no le dejó acabar la exposición de su plan: 
–No… no… Moriré de pena, pero me quedaré con mis pequeños… 
–¿Marguerite?... 
–No… No… 
–Tus hijos están destinados a morir de hambre… Allí se les dará de comer… 
–Una vez más, no. 
–Comencemos por entregar uno… Luego veremos… 
–¡Desgraciado¡… ¿es que no tienes corazón?... 
–Tal vez… 
Ella lo miró tristemente: 
–Ténard, han sido tus camaradas los que te han perdido… 
–Vamos, los camaradas… Yo soy un filósofo, eso es todo… La familia me 
estorba para alcanzar mi objetivo. Me voy… 
–¿Y tú quieres enviar a los Expósitos uno de nuestros pequeños ángeles?... ¿Y 
cuál elegirías? – ¿Al más pequeño, al que más necesita a su madre?… Tú sabes como 
mueren en los hospicios… Son acostados en la cama… No me atrevo a mirarte… 
–Hay que acabar – intervino Ténard con voz estridente. 
–Pues bien, puesto que lo quieres, elige… ¡Yo te desafío!... 
Y la madre, enloquecida, se dirigió hacia la cama y apartó vivamente las sábanas. 
Los pequeños seres estaban allí, tranquilos y reposados… Sus cabezas se tocaban 
y se tenían cogidos de las manos como para defenderse los unos de los otros. 
El padre se alzó de hombros y sobre ese rostro de hombre ningún músculo se 
estremeció. 
–¡Ténard!... ¡Ah! me matas… 
Marguerite se arrodilló junto a la cama de sus hijos. 
–Ruego a Dios que te devuelva la razón… 
–Eso es, ruega a Dios… te garantizo que te enviará pan… Yo voy a dormir…. 
Veo que no hay nada que hacer con las almas sensibles… Puedes gimotear todo lo que 
quieras…
Se echó en la cama y no tardó en dormir bajo la pesadez de la borrachera. 
La madre permanecía allí, guardiana vigilante de la cuna. En un momento, el 
mayor de los pequeños, aquel que entraba en su cuarto año, abrió los ojos. Con voz 
temblorosa preguntó: 
–Mamá… mamita… ¿Por qué papá quiere enviarnos al hospicio? 
–¿Qué dices, desdichado? – suspiró Marguerite espantada. 
–¡Oh! yo escuché… no dormía… Y tú sabes, mamá, si hay que elegir a uno, más 
vale que sea yo… Yo soy más fuerte… Mi hermanito Jean moriría como una mosca… 
Y al recuerdo de la cruel visión, el niño se puso a llorar desconsoladamente; una 
convulsión lo sacudía y sus brazos suplicantes se elevaban hacia su madre, como a la 
aparición de los ángeles, que por las noches pasaban entre sus sueños. 
–Querido mío, no llores… Dios tendrá piedad de nosotros… 
–Pero papá… 
–Tu padre no piensa ya en esas malas ideas… Vamos, Charlot, hay que dormir… 
duerme ángel mío… Tu madre os quiere a todos, con toda su alma… Ella vela por 
vosotros… 
Al día siguiente, como Marguerite había salido muy temprano para llevar a su 
almacén la tarea que era urgente, Pierre se despertó. Buscó a su esposa… No estaba 
allí… El hombre se frotó las manos y – según su lenguaje del taller – tuvo una sucia 
mirada. Se visitó rápidamente, se acercó a la cama. Los niños dormían… Un chal estaba 
extendido sobre una silla junto a la chimenea…. Ténard logró retirar al pequeño Jean de 
los brazos de sus hermanos y lo envolvió en el chal… 
Hecho eso, bajó a la calle provisto de su fardo. 
–Con dos hijos solamente, – murmuró, – la madre podrá aún ganar el pan. 
Continuaba con su plan. Si dejaba al niño en un hospicio de Paris, acabarían por 
encontrarlo: tenía que llevarlo lejos. Se dirigió a la estación de Orleans y tomó un billete 
para Limoges. Durante el camino, algunos viajeros de tercera clase parecieron 
sorprendidos de ver a Ténard mecer al pequeño: contó que la madre esperaba a su hijo 
en Limousin. Se bromeó sobre su rol de nodriza. El aceptó las bromas y se lanzó en un 
elogio extraordinario de la paternidad, y, cayendo la noche, llegó a Limoges. 
Conocía la ciudad par haber trabajado allí con tu tío Lamoureux; sabía las calles 
casi desiertas que debía seguir para llegar al hospicio y depositar allí al recién nacido. 
Marguerite había regresado a su habitación, donde faltaba uno de sus pequeños… 
Grito, gritó tan fuerte la pobre que pronto toda la casa estuvo a pie… Los inquilinos, 
espantados, miraban a la mujer que emitía aullidos salvajes, rodeada de dos niños que 
también lloraban y gritaban con su madre: 
–Mi hijo… Quiero a mi hijo… 
Se retorcía los brazos; y ese pobre cuerpo de mujer iba y venía, como en una 
danza macabra, sacudido y martirizado hasta en sus entrañas… 
Se apeló a la justicia… Ayer aún, Ténard había dicho a su esposa que quería 
desprenderse de uno de sus hijos… Las investigaciones no condujeron a nada. 
Marguerite a punto estuvo de perder la razón; pero Charles, su hijo mayor, rodeándole 
el cuello con sus brazos, le recordó que todavía era madre. Se enfrentó al dolor, 
sufriendo siempre de un vacío que se había hecho en ella por el trozo de su corazón, del 
pedazo de su carne que se le había arrancado. 
En cuanto a Pierre Ténard, tras haber abandonado a su hijo en el hospicio de 
Limoges, se dirigió a Burdeos y se embarcó en un trasatlántico. Algunos meses más 
tarde, el obrero de París se hacía naturalizar ciudadano americano. 
–¿La familia?... ¿La patria?... Todo eso eran bagatelas, – gruñía – Mi pequeño 
Ténard, tú eres un hombre muy fuerte…
II 
No hay región de Francia donde el hombre se aferre tanto al suelo natal como en 
esas tierras un poco desheredadas del Limousin. Mientras los habitantes de la Creuse 
van a buscar fortuna en París en calidad de albañiles, y los de la Dordoña abandonan los 
campos para dedicarse a un oficio cualquiera, el campesino limousin vive con su tierra, 
y el hijo sucede a sus antepasados en esos sombríos dominios demasiado a menudo 
anegados por las lluvias de invierno. Amplios brezales, terrenos cuidadosamente 
preparados por los abonos calcáreos; tallos sombríos, cortados por rutas blancas, y en 
medio de las praderas, los estanques que duermen bajo los senderos de los iris y los 
nenúfares, dan a ese país un aspecto solemne y desolado. Las tardes de invierno, en 
medio de las avenidas de los castaños, se perciben cabañas hechas de madera seca y de 
hojas, donde se refugian unos hombres que vigilan unos montículos enormes: allí se 
prepara el carbón, y desgraciado el aldeano descuidado que no ha vigilado bien su 
horno: el pan de la familia está en juego. La madera arde lentamente en la profunda 
noche y los espesos copos que caen del cielo alejan los pájaros de presa que huyen a lo 
lejos con graznidos y aleteos. 
Pero cuando regresa la primavera, el paisaje se ilumina con un aspecto 
completamente nuevo. El sol dora los floridos brezales, los cerros llenos de verdor 
contrastan con los manteles de agua silenciosos y las tierras de labor que desparecen 
bajo la lujuriosa cosecha. La vida está por todas partes, hasta en esos rincones de 
sombra donde las chiquillas llevan a pacer sus ovejas, hasta en esas malezas seculares 
que retienen mil ruidos de la naturaleza desplegada al sol. 
Si la cosecha es buena, la alegría esta en todos los rostros; hace falta poco para vivir 
en esos lejanos aislamientos. 
En 1880, en una cálida jornada de septiembre, dos jóvenes aldeanos, sentados a la 
sombra de los castaños que bordeaban el camino del pueblo de Nègre-Combe, charlaban 
de sus amores. La muchacha, alta, esbelta, de caballos tan negros como las alas de los 
cuervos que graznaban en las altas ramas de loa árboles, parecía hundirse en la mirada 
del joven que la contemplaba. Vestida con una blusa de algodón gris, la cabellera 
adornada con un puñado de margaritas arrancadas en un jardincillo vecino, hablaba 
dulcemente a su enamorado: 
–Debes disculpar a mi padre: el pobre hombre ha trabajado tanto… 
–Si supieses, mi pequeñina, que feliz soy de que se hayan terminado todas las 
negociaciones… No tenía en los oídos más que: «La mitad del prado de los 
Granges;»… «Tanto para la boda»… « tanto para los trajes»… llegué a ver el momento 
en el que tu familia me rechazaba porque no tenía dinero.. – Vosotros sois ricos… 
–No bromees… 
–Que importa; eres tú a quien yo amo y no tus bienes… 
–¡Oh! por eso, amigo mí, pienso lo mismo, y, cuando no tenga ni un centavo… 
–¡Querida Blanchette!... 
–¿Me querrás siempre cuando sea tu esposa? 
–¿Si te querré?... Tú llevas la dicha a todos los que te rodean… Eras el hada buena 
del pueblo; me gustaría ser soldado: la suerte ha decidido que no haré más que un año 
de servicio… A mi regreso de Limoges, te he encontrado tan devota y tan amante… y 
más bonita que nunca… 
–Sí, sé que desearías ser militar, convertirte en oficial… 
–Y tú has sido bien feliz de que no hubiese formado parte del segundo 
contingente... En fin, no tengo de que quejarme puesto que has sabido convencer a tu 
padre a tomar por yerno a un bastardo, a un expósito…
–¿Un bastardo?... Pareces un marqués… 
–Tú siempre me adulas… Pero ya está cayendo el sol …quiero terminar mi surco… 
Unos se vuelve perezoso en el regimiento… 
–Mi pequeño Jean, debías aburrirte mucho en ese cuartel… 
–Trabajaba mucho… Es una gran satisfacción instruirse, y luego pensaba en mi 
Blanchette y eso me daba valor… 
Y, con los ojos llenos de amor, el joven aldeano arrojó su uniforme y se puso 
audazmente a la tarea. Su azada se hundía en el suelo y salía enseguida para romper los 
gruesos terrones. 
Blanchette seguía el trabajo con aire inquieto. 
–Jean, vas a ponerte malo, – murmuraba, mientras los grandes trigos de España a 
los que el joven hombre daba el último toque, se llenaban poco a poco de esa dulce luz 
de la tarde que invita al reposo a los rudos trabajadores del día. 
Erguido como un roble, los cabellos rizados, la tez mate, el novio de Blanchette 
trabajaba en mangas de camisa, vigoroso, casi elegante en su poderosa musculatura. El 
año pasado en el regimiento le autorizaban a llevar gigote, distinción bastante rara entre 
los aldeanos del Limousin. 
Una vez terminada la tarea, los jóvenes retomaron el camino que llevaba al pueblo. 
Él, con la azada sobre el hombro, el aire atento y afectuoso; ella, con las mejillas 
rosadas, los ojos llenos de llamas, coqueta bajo su blusa de campesina, caminaban 
ebrios de sol. 
–¿Recuerdas, Jean, el día en el que buey de los Ridoin saltó las barreras del prado 
Gardel?... Corría tras de mí porque yo tenía un fular rojo… Fuiste tú quien me salvó… 
–No hablemos más de eso… 
–Sí, hablemos… Sin ti estaría muerta. 
–Entonces, tengo que besarte… Una vez por el padre Mathurin… Otra vez por la 
madre Nicole, que te quiere tanto… A mi vez, queridita… 
–Me estoy poniendo colorada… 
–Es que eres muy bonita, amor mío. 
–Ahora ya no tengo tristes pensamientos. Había temido a la señorita Suzette. 
–La señorita Suzette, la hija del alcalde… ¡Oh! celosilla… ¿Acaso crees que ella 
iba a querer a un aldeano?... 
–¿Y si te quisiera?... 
–Entonces… entonces… sería yo quién no quisiese. 
Se detuvieron antes de llegar a la casa; y, en el gran silencio del campo que dormía, 
se miraron a los ojos fijamente. 
–Soy dichosa… mi Jean amado… feliz de pensar que dentro de algunos días 
perteneceré a un hombre leal e inteligente… Me siento orgullosa de ti y no puedo 
manifestar todo el orgullo que siento al confiarte mis alegrías y mis esperanzas… 
–Sin embargo tenías donde elegir, mi Pequeñina; los pretendientes no te faltaban. 
–Solo te amo a ti – dijo ella, alegre.– Sé bien que en la ciudad uno se burla de los 
amores de una aldeana; pues que se sepa bien, la aldeana tal vez carezca de buenos 
modales, pero tiene corazón como las demás… 
–Querida Blanchette… 
Cuando los Mathurin, pequeños propietarios del pueblo de Nègre-Combe, 
perdieron a su hijo, la madre Nicole pidió y obtuvo del hospicio de Limoges la custodia 
de un lactante. Fue un jueves, un día de mercado, cuando la Nicole fue a la ciudad y 
volvió con un ser sufriente y moribundo entre sus brazos, cuya carita pálida revelaba 
mudos dolores.
–¡Mujer, habrías podido elegir a otro más fuerte… A este niño no le quedan dos 
días de vida!… 
Nicole respondió: 
–Mírale, hombre… ¿No se te parece al mismísimo difunto?... La misma boca, los 
mismos ojos, la misma sonrisa… Incluso se podrían confundir… Es por eso por lo que 
lo he tomado… No se sabe de dónde viene… Cuando fue abandonado en el hospicio, se 
encontró alrededor de su cuello un trozo de papel sobre el que estaban inscritos su 
nombre de pila y la primera letra se su apellido de familia: Jean T. 
–Pequeño Jean… Pequeño Jean… 
Y el campesino, muy conmovido por el recuerdo del hijo que había perdido, 
acariciaba al niño con dulzura. 
–¡Pobres expósitos!, – dijo Nicole – se dice que Dios los protege y que llevan la 
felicidad a las familias que los recogen… 
Los vecinos que examinaban los frágiles miembros del niño, aconsejaron a los 
Mathurin que lo devolviesen al hospicio. 
–Por supuesto se va a morir… Os vais a meter en un lío… A los inspectores no les 
gusta eso… 
–Si fuese el nuestro – concluyó Nicole – tendríamos que educarlo bien… 
El niño creció y se obtuvo de la administración el derecho de conservarlo pagando 
la cuota anual. 
Dotado de una actividad increíble, el joven aldeano siguió cursos de adultos en la 
escuela primaria; se convirtió en un sabio, permaneciendo siendo el primer trabajador 
de la tierra. Supo el secreto de su nacimiento el día mismo en que los ancianos de la 
comuna le dieron el nombre del pueblo, convirtiéndose en Jean Nègre-Combe. 
La velada era admirablemente hermosa en el pueblo de Nègre-Combe, medio 
perdido entre la sombra y el verdor. Bajo las ramas de los grandes robles, los aldeanos 
charlaban entre ellos, y las mujeres, sentadas sobre sus sillas de paja, soñaban con los 
recuerdos de antaño y también con las alegrías presentes. Pero la conversación versaba 
sobre todo acerca del próximo matrimonio que iba a tener lugar. ¡Oh! todos los vecinos 
querrían estar en la fiesta; pues, en esa región donde los hombres no son todos buenos y 
donde algunas ancianas son malvadas, los unos y los otros eran unánimes en reconocer 
que Jean Négre-Combe era el hijo adoptivo del pueblo. 
En un instante, todos los conversadores estuvieron de pie y los rostros radiantes se 
volvieron sombríos. Acaban de observar, llegando por el camino de Négre Combre, un 
jinete que cabalgaba con las bridas tensas,. Corría tan rápido que se creyó que había 
ocurrido una desgracia o un incendio. 
Dos jóvenes se levantaron sobre el techo de una granja; y, como se esperaba con 
impaciencia el resultado de sus observaciones, hacían señales con la mano de que no 
podían aun decir nada y que el horizonte azul sobre el cual se destacaban las blancas 
estrellas no había perdido nada de su esplendor. 
Rodearon al mensajero y se le acosó a preguntas. 
Un anciano, que había servido bajo el Imperio, levantó al aire su bastón: 
–¡Vive Dios! Se nos anuncia el regreso de la emperatriz… 
Otro viejo gritó: ¡Viva el Emperador!... 
El jinete, que acababa de confiar su montura a uno de los hijos de los Bernot, 
golpeó la puerta de Mathurin. 
Nicole se presentó. 
–Mi marido está acostado… ¿Qué quiere usted?... 
–Hola, tía… usted me conoce bien… 
–Sí… eres el hijo de Le Hallier, el posadero…
–Eso es, tía… 
–¡Habla!… 
–Vengo a decirle… necesito poner en orden mis ideas. Es mi padre… no, es un 
caballero… un caballero rico quien me envía aquí… El conde ha dicho algo así a mi 
padre: «¿Tiene usted un caballo? –Sí, señor conde. – Hay que enviar al crío al pueblo de 
Négre-Combe… Es muy urgente… muy urgente…» Eso es… Luego el caballero me ha 
dado una moneda de cinco francos, añadiendo: «Es importante que el tío Mathurin 
venga aquí…» Y eso es todo… 
Los comentarios amenazaban con convertirse eternos… Jean quería seguir a su 
padre a casa de los le Hallier. 
–No– dijo Mathurin – puesto que ese caballero tiene algo serio que decirme, le 
molestaría ver gente… Me esperarás en lo alto del cerro… 
–No tarde demasiado… 
En el fondo, Mathurin no se iba con el corazón tranquilo. Intentaba sonsacar algo a 
su conductor y no encontraba explicación. El muchacho le ofreció su montura. Él se 
negó para pensar mejor a su gusto, y ambos, charlando de otras cosas, hicieron la ruta a 
pie, el hijo de Le Hallier tirando por la cuerda del animal que había apretado tan 
intensamente antes. 
El albergue regentado por Le Hallier está situado en la encrucijada de cuatro 
caminos que proceden del pueblo. Encima de la puerta principal, un bastidor soporta 
una plancha de hierro representando unos jinetes magníficamente montados. Los jinetes 
elevan sus estandartes de color rojo donde se leen estas palabras: 
–«¿Adónde vais? A casa Le Hallier. – Buen albergue. – Buena mesa y lo demás.» 
Era ahí donde los aldeanos se reunían los domingos y se jugaban los billetes en un 
billar, un billar ajado, sucio, deshilachado, donde se hacía secar la ropa de la colada y 
cuya tapiz, antaño verde, tenía el aspecto entristecido de una pradera segada cocida por 
el sol. 
El posadero esperaba a Mathurin. Con aire misterioso, tomó del brazo al aldeano y 
pronunció lentamente estas palabras: 
–Lo esperan ahí… en el saloncito… 
Lo que Le Hallier llamaba saloncito era la única habitación empapelada del 
establecimiento. Sobre la chimenea de madera imitando mármol, unos jarrones 
descascarillados llenos de flores artificiales; en el marco, un espejo dorado, unos 
cuadros de santos, una cruz, y a lo largo de las paredes, grabados de Epinal disimulando 
aquí y allá, los desgarros hechos en el papel de un dudoso azul. 
Mathurin atravesó la cocina, donde algunas aldeanos jugaban a las cartas bebiendo 
vino blanco, y penetró en la estancia contigua. Le Hallier lo había introducido: a una 
señal del personaje que se encontraba allí, el posadero desapareció saludando 
obsequisamente. 
–Quiere sentarse, amigo mío – dijo de un modo afectuoso el desconocido 
caballero.– Soy el conde de Tinders, y si le he hecho venir aquí a pesar de la hora un 
poco intempestiva, es que los asuntos de los que tenemos que ocuparnos son de la 
mayor importancia. 
El marido de Nicole tomó sitio sobre la silla que le era señalada, y, haciendo girar 
su sombrero entre los dedos, esperó a lo que su interlocutor tenía que decirle. 
El conde parecía tener una cincuentena de años. Alto, un poco delgado, cabellos 
rizados, brillantes, la tez que da la vida pasada en países cálidos: una especie de máscara 
grisácea.
–Mathurin, siempre he llevado abiertamente mis asuntos y voy a ir directo al grano: 
El hospicio de Limoges, - la administración de los expósitos, si usted lo prefiere – le 
confío, hace veinte y un años, la custodia de un lactante… 
El aldeano tuvo un sobresalto; pero la mirada benevolente del conde le hizo retomar 
su compostura. 
–Sí… sí… nuestro Nègre-Combe… un gran chico y un valiente, se lo aseguro, 
señor conde. 
–¿Cuándo el niño fue destetado, usted obtuvo la autorización para mantenerlo?... 
–Así es, señor conde, nosotros acabábamos de perder a nuestro querubín, y una casa 
que no tiene un hijo es como un pájaro sin alas… Entonces el señor alcalde y el señor 
cura hicieron las gestiones necesarias… En resumen, el pequeño abandonado se 
convirtió en nuestro hijo… Somos felices: va a tomar esposa… 
–¡Ah! ¿Se casa?... 
–Y toma un buen partido… 
–¿Usted quiere mucho a su hijo adoptivo?... 
–¿Cómo me pregunta eso?... Cuando la Nicole, mi querida esposa, estuvo enferma, 
el Nègre-Combe partió en medio de la nieve para ir a buscar al médico… Mi mujer 
sangraba por la nariz tanto como podía… Yo había puesto unas llaves en su cuello, nada 
conseguí… Finalmente, el Nègre-Combe trajo al señor Guinchamp y el doctor dijo: «Su 
hijo es un muchacho valiente, ha corrido de tal modo que al llegar a mi casa cayó como 
un fardo… Algunos minutos de retraso y yo hubiese sido impotente: su esposa hubiese 
muerto…» Así pues, mire usted, mientras el médico contaba eso y la Nicole volvía a 
renacer, tomé al muchacho entre mis brazos y me puse a llorar como un animal… 
También hay que ver como lo quiere ella, a su salvador… En la casa, él es siempre el 
primero en levantarse y el último en acostarse… es guapo… sabio… Sería muy difícil 
superarlo en escritura y cálculo. ¡Si lo hubiese visto con uniforme de militar!... 
¡Soberbio, señor!… ¡Estaba soberbio!... 
–Así pues, tío Mahturin, usted considera al Nègre-Combe como su hijo, ¿y nunca 
ha pesando que sus auténticos padres vendrían a reclamarlo?... 
–Jamás, señor conde… 
–Sin embargo, mi buen amigo, usted no debe ignorar que ese joven tiene un padre, 
una madre, tal vez vivos todavía… 
–Un hijo abandonado no tiene ni padre ni madre. 
–En fin, si sus padres… 
–Habría que ver… 
–Desde luego, sería una injusticia no indemnizarle por los cuidados que usted y su 
esposa han dado al niño… 
–¿Indemnizarnos?...El Nègre-Combe nos ha dado más de lo que ha costado… Y, 
por lo demás, señor conde, jamás hemos pensado… 
–Lo que usted acaba de decir, Mathurin, honra su carácter… Pero, una vez más, 
Nègre-Combe no es su hijo… 
–Es como si lo fuese… 
–¿Y si su padre viniese a reclamarlo? 
–Me negaría a entregárselo. 
–La ley… 
–Me paso la ley por el forro… 
–Vamos, tío Mahturin, tenemos que acabar con esto… 
–¿Y bien? 
–Yo conozco a su padre… 
–¿Y?
–… Que me ha dado la orden de llevarlo inmediatamente a París. 
–¿Su padre? ¿El padre de Nègre-Combe?... Usted se burla de mi… ¡Qué venga él a 
buscarlo!... ¡Maldita sea! Le rompo la cabeza… 
Mathurin se había levantado: sus ojos brillaban como brasas, y, con los brazos 
cruzados, su bastón pasado por su axila derecha, miraba fieramente a su interlocutor. 
–Sí… ¡dígale que venga él!... 
–Tío Mahturin, ¡el padre… soy yo! 
–¿Usted, señor conde?... No…no puede ser… no, usted no lo hubiese 
abandonado… Soy yo… el padre… La Nicole es su madre…Él no conoce más que a 
nosotros… 
–Tio Mahturin… 
–Ya no hay tío Mathurin que valga, aquí hay un hombre contra un hombre – 
exclamó el aldeano golpeando la mesa con su bastón. 
Pero de pronto, el habitante del campo cruzó su mirada con la de su interlocutor, y, 
a su pesar, el hábito del respeto, o tal vez algún temor, le hizo curvar la cabeza. 
–Usted ha querido burlarse de mí, señor conde… gastarme una broma… Yo no soy 
más que un aldeano; debe excusarme… Cuando me ha dicho que el Nègre-Combe 
estaba perdido para nosotros, no he comprendido el asunto… Era para ponerme a 
prueba… He sentido que se me iba la cabeza… No estoy loco, señor conde… He 
pasado la prueba… 
–Yo soy el padre de Nègre-Combe, Mathurin. 
–¡Bueno!... vuelta a empezar… Usted quiere enfermarme… 
–Yo no bromeo… Usted y su esposa serán pagados, generosamente pagados, y mi 
agradecimiento por ustedes será eterno… Para comenzar les daré diez mil francos… 
–Diez mil… 
–Veinte mil… treinta mil, incluso, para evitar toda dificultad… 
–Un hijo no se vende – dijo Mathurin inclinando dolorosamente la cabeza. 
–¿Cómo puede ustee suponer, mi bravo amigo, que yo haya querido reírme de 
usted?--- Eso no hubiese sido gentil de mi parte… En otras palabras, esta es mi historia. 
Yo era estudiante en París: había conocido a una joven obrera, bella, decente tanto como 
modesta… Por desgracia murió dando a luz un niño, y mi familia, que, por las 
indiscreciones de un amigo, sabía lo que pasaba, me obligó a abandonar la capital. Se 
inventó un cuento y se me hizo creer que mi hijo había seguido a su madre a la tumba… 
Yo viajé, buscando en el extranjero, en China, en América, en Australia, el olvido de un 
dolor que no podía ser consolado… Me casé en Saigon, donde ejercí las funciones de 
intérprete en un tribunal civil.. De mi unión con una joven inglesa nació un desdichado 
ser deforme, odioso, por el cual la existencia no es más que un suplico y que me deja sin 
esperanza… Vivo en Francia desde apenas hace seis meses. Hace algunos días 
solamente, y por una providencial casualidad, he sabido que mi hijo estaba vivo y que 
uno de mis tíos, para sustraerlo a mis búsquedas, había tenido la crueldad de llevarlo de 
Paris y depositarlo en el hospicio de Limoges… Dios ha castigado a mi pariente que ha 
muerto demente; fue por una nota escrita de su mano que supe la verdad… Dudaba 
aún…. Finalmente, en Limoges la administración ha buscado en sus archivos… Jean, 
mi pequeño Jean, había sido recogido por una familia honrada. – Mathurin, no se 
preocupe, el chico no los olvidara.. Lo llevo a Paris para darle la situación que le 
pertenece… Regresara a menudo al pueblo… Usted será siempre su padre… 
Le Hallier, por orden del conde, había traído licores, pero Mathurin no quiso beber. 
–Gracias… No… No tengo el corazón para la bebida… Es usted el padre de Nègre- 
Combe… ¿Un caballero, nuestro Nègre-Combe?... ¿Quién lo habría dicho?... Cuando 
Nicole lo trajo de allí no era nada… Tan solo un bebé enfermo…
–Fue en 1859, ¿no es así, Mathurin? 
–Sí… 1859… 
–En noviembre… 
–Un poco antes de Santa Catalina… Hacía un frio de perros y la Nicole lo había 
envuelto en mi capa… 
El hombre se detuvo bruscamente, y luego de las palabras salió un estertor de su 
pecho oprimido: 
–¡Oh Dios mío!… ¿usted no sabe?... Preferiría que el fuego del cielo hubiese 
incendiado nuestras granjas… ¡Ah!...me esperan en este momento… todos, en lo alto 
del cerro… Nicole, Nègre-Combe, la Pequeñina, los vecinos también… todos… Van a 
creer que me he vuelto loco… 
–Es mejor que los prepare para la noticia, tío Mahturin… el golpe será menos 
duro… Regresará aquí mañana por la mañana con …. nuestro hijo… Amigo mío, tenga 
valor… Vamos, usted es un hombre, ¡qué diablos!.. y un hombre valiente… 
El conde le estrechó las manos y el campesino quedó aturdido como si un martillo 
le hubiese destrozado el cráneo. 
Cuando atravesó la cocina del albergue trastabillaba. Los campesinos sentados lo 
vieron tan pálido que insistieron en acompañarle. 
Él no quiso. 
El camino era blanco y los grandes árboles de los taludes, bañados de una suave 
luz, destacaban como sombras en movimiento a los turbados ojos del aldeano. 
Caminaba con la cabeza baja, pareciendo ignorar el camino o más bien retrardando su 
marcha. Se hubiese dicho que unos seres fantásticos le cortaban el paso. Lleno de 
angustia, permanecía en medio del camino, en una especie de extraña inmovilidad. 
Conocía todos esos grandes árboles como si fuesen suyos, y sin embargo parecía pisar 
una tierra desconocida. 
Mathurin tenía miedo de llegar a casa, él, que los días de fiesta apresuraba el paso y 
siempre llegaba antes de ocultarse el sol… Ahora se hacía el remolón, enjugando sus 
lágrimas, escrutando el horizonte. 
–Devolver a Nègre-Combe… eso no es posible… 
Y gritaba en voz alta: 
–¿Quién ha dicho eso? ¡Ah! ¡Eso habrá que verlo!... 
Y como en la profunda noche nadie le respondía, se decía a sí mismo: 
–Sin duda he soñado… Mis ideas no están claras… Reflexionemos un poco: han 
venido a buscarme… He ido al albergue de Le Hallier… ¿He bebido? No… En la 
cocina, los Bérias, los Moreau, los Vincent jugaban a la brisca… Pero ¿el conde?... ¡Ah! 
sí… Me ha hecho hablar de mi Nègre-Combe… ¡Oh!... Nègre-Combe es su hijo… Él 
debe obediencia a su padre… Sí, obediencia… Ya estoy llegando, voy a verles allá 
arriba… ¡Ah! ojalá un trueno me fulminase… 
En el pueblo comenzaban a estar preocupados. Mathurin no regresaba; hombres y 
mujeres se habían sentado en el talud del camino: 
–Ya sabéis como es Le Hallier… Seguro que están bebiendo con el caballero… 
–Tengo un mal presentimiento – dijo la Pequeñina a Nègre-Combe. 
–Vamos un poco más lejos – murmuró Nicole. 
Todo el mundo se levantó, y, casi al mismo tiempo, observaron a Mathurin que 
regresaba a paso lento. 
Entonces comenzaron las bromas. 
–¡Eh! ¡eh! tía Nicole, el padrecito se hace viejo. 
–Cojea de una pierna – grito Berlureau.
–Cuando regresemos del mercado – dijo otro – nos veremos obligados a sacar la 
lengua para seguirle… 
Mathurin vio a su gente de pie y se puso a llorar; no se veía claramente su rostro y 
todavía se divertían. 
–Viejo pícaro, habrá encontrado algún conocido en el camino. 
–Es que de joven era todo un galán. 
–Un vigoroso mozo… 
Las risas cesaron en el momento en que el aldeano apareció, sudoroso, con el rostro 
deshecho. Estaba tan pálido que todos quedaron mudos y tan pálidos como él. 
–¿Se encuentra mal, padre? – preguntó Nègre-Combe temblando. 
–Por supuesto, se trata de una mala noticia – dijo Blanchette. 
–¡Ven! –dijo la Nicole tomando violentamente a su marido por el brazo… 
Los vecinos se habían dado cuenta que su presencia podía molestar a la familia y 
permanecían en el camino. 
–Los bueyes vendidos habrán tenido algún problema – dijeron los Boulard. 
–Los Mahturin también son un poco presuntuosos – murmuró el gran Vigier – Se 
oculta de nosotros… Eso es embarazoso… 
–Es sabido – continuó el mayor de los Boulard – que Mathurin se infla como un 
buey dese que su hijo se va a casar con la señorita Blanchette… 
–Bah! el matrimonio todavía no ha tenido lugar… 
Sin pronunciar palabra, los Mahturin, seguidos de la Pequeñina, que se la 
consideraba ya como de la familia, habían regresado a la casa. 
Nicole depositó la lámpara sobre la mesa; y, como Mathurin todavía guardaba 
silencio, Blanchette quiso retirarse. 
–Tal vez les moleste… 
El aldeano levantó la cabeza: 
–No… no… Tu presencia me permite llorar… Amigos míos… Nicole…Nègre- 
Combe… Pequeñina… mis pobres amigos… somos muy desgraciados… ¡muy 
desgraciados!... 
Algo lo sofocaba… Hacía señales con la mano de que quería hablar y que no podía. 
Se sentó en una de las sillas de la cocina y luego se levantó con un gran suspiro de 
niño. 
Apoyó su dolorida cabeza entre sus manos y lloró tan fuerte, él, el hombre de los 
trabajos duros, que desde el camino se podían oír sus sollozos semejantes a gemidos de 
animal herido. Por fin, se creyó más fuerte. 
–Esto ocurre… Nègre-Combe ya no es nuestro hijo… Su padre ha venido a 
buscarle… Va a abandonarnos… 
Había dicho eso de un tirón para aligerarse de inmediato de ese peso. 
Se produjo un silencio tras el cual Nicole tomó la palabra: 
–Han querido reírse de ti, hombre. 
–Ya sabía que me tomarías por un loco. Tengo mis razones…nuestro Jean es el hijo 
de un conde… ¡nuestro hijo está muerto para nosotros!... 
–¡Hijo de un conde! – exclamó la Pequeñina. 
Y los bellos ojos de la chiquilla, que se habían dirigido a su novio, adoptaron una 
expresión de tristeza y orgullo. 
–Lo han engañado, padre – dijo Nègre-Combe con gran serenidad – Yo no tengo 
más familia que la suya… No reconozco a nadie el derecho… 
–Tu padre es rico… 
–¡Eh! ¡Poco importa su fortuna!... El hombre que me abandonó en un hospicio no 
podría ser mi padre…
–El conde de Tinders dice que jamás hubiese consentido en separarse de ti… Tu 
madre ha muerto… Se hizo correr también el rumor de tu muerte… Fue un pariente del 
conde que te localizó en Limoges… ¡Oh! ya no sé lo que digo… 
–Lo que sé – respondió el joven aldeano – es que usted es mi padre… que la Nicole 
es mi madre… que Blanchette será mi esposa… 
–Vamos a acostarnos, hijo mío. Mañana… 
–¿Mañana?... 
–Te dirigirás a la posada de Le Hallier con Nicole… 
–¡Qué desgracia!... 
Y Blanchette, deplorada, se arrojó en los brazos de la madre de Nègre-Combe. 
Por la mañana, el conde de Tinders se paseaba tranquilamente ante la puerta del 
albergue, cuando vio venir a un joven con rostro dulce y distinguido. Detrás, el aldeano 
caminaba con una vieja aldeana que enjugaba sus ojos rojos. 
–¡Ah! Señor – suspiró el joven aldeano – me ha destrozado la vida… 
–¿Su padre no le ha dicho…? 
–Lo sé todo, señor… 
–¿Y esas son las únicas palabras que se le ocurre decirme? 
–Vamos, mi Nègre-Combe – dijo la Nicole, con un tono de dulce reproche – no hay 
que ser así… 
–Perdóneme, señor; pero esta extraña revelación… 
El conde consideró a su hijo con benevolencia. 
–Todavía no me atrevo a llamarle hijo mío; pero si hay algo en el mundo que pueda 
convencerle de todo el amor que tengo por usted, es la profunda emoción que me 
embarga en este momento… Es usted la viva imagen de su pobre madre… ¡Oh! 
comprendo sus sentimientos de gratitud por sus padres adoptivos… No los 
abandonará… volverá al pueblo todas las veces que lo desee… 
–Sí… regresarás –decía la Nicole. 
Jean Nègre-Combe habló así al conde: 
–Escúcheme, señor… No me está permitido dudar… Usted es mi padre… yo le 
obedeceré… Déjeme tan solo decirle que he prometido unir mi vida a la de una joven 
muchacha digna de mi amor… 
–Usted cumplirá con sus compromisos… 
–¿Me dejaría…? ¡Oh! no, Señor… no quisiera partir con esta esperanza, si más 
tarde… 
–Usted será libre, señor… 
–Entonces… es usted bueno… Yo lo quiero… 
Y, con un abandono completamente filial, Nègre-Combre se dejó caer en los brazos 
que su padre tendía hacia él. 
–Y tú, madre… – dijo enseguida oprimiendo contra su corazón a la vieja Nicole – 
Di, di a todos que los quiero mucho… que sigo siendo su hijo… 
Una calesa alquilada en Limoges por el conde de Tinders esperaba ante el albergue. 
Se pusieron el camino para tomar el tren que partía, esa misma tarde, para París.
III 
El conde de Tinders vivía en un palacete de la avenida de los Campos Elíseos. Era 
uno de eses exhuberantes extranjeros, – uno de esos hombres de fortuna exóticos que 
plantan bruscamente su tienda en la capital. Venidos de no se sabe dónde, titulados no 
se sabe por quién, su fortuna sirve de máscara a su pasado, y aquellos que los frecuentan 
con asiduidad no tienen derecho a ser curiosos. Viven en la gran ciudad unos meses 
apenas y ya son considerados como parisinos de toda la vida. Alegres vividores en su 
mayoría, saben un poco de todo y mantienen ocultos sus antecedentes, mirando por 
encima del hombro a los nuevos ricos. 
Una especie de laboriosa intuición les mantiene al corriente de todo lo que se dice, 
de todo lo que se prepara; y, como pagan generosamente a los que lo rodean y como las 
personas serias no tienen nada que decir con su labia escandalosa, unos los admiran y 
los otros se callan. 
El conde era inmensamente rico. En París se decía que, independientemente del 
considerable territorio que poseía en la baja Conchinchina, era propietario de varias 
minas de oro en América. El noble extranjero había sido invitado en el «Círculo de los 
Mirlitons» por uno de sus amigos, el joven barón de Boistel; y, desde hacía varias 
semanas, se había divertido perdiendo grandes sumas de dinero en la ruleta y en el 
bacarrá. La mala racha se le presentó como un hada bienhechora: arrojaba oro a manos 
llenas, y los jugadores, de ordinario impasibles, miraban con una especie de inquietud a 
ese hombre de rostro trágico, largos dientes blancos y barba gris, que se daba un 
enfermizo placer viendo como la fortuna se cebaba contra él. 
–¡Eh! querido conde, es usted uno de los príncipes de la tierra, y el nabab, el 
famoso nabab del segundo imperio, apenas sería digno… 
–¿El nabab?... No lo conozco – interrumpía con su voz brusca. – Un político, sin 
duda… Yo desprecio la política… Francia necesita transformarse; ahora representa al 
viejo mundo; hace falta que América le dé un poco de sangre nueva… Soy americano y 
me vanaglorio de ello. 
El americano sentía un deseo imperioso de provocar que hablasen de él. Ya se 
citaban algunas de sus excentricidades. Así, un día, había invitado a un numeroso grupo 
de amigos a cenar, y cada invitado había salido del palacete provisto de un soberbio 
lingote de oro sobre el que había sido grabado el menú de la cena; otra vez, había escrito 
al prefecto del Sena para obtener la autorización para iluminar el Arco del Triunfo. Se le 
hizo observar que el Arco del Triunfo era un monumento nacional y que solamente se 
iluminaba con ocasión de las fiestas públicas… El conde pareció muy contrariado con la 
respuesta. 
–¡Pues bien! Que me lo vendan – escribió al prefecto con una sangre fría que 
maravilló a los periodistas parisinos. 
El palacete de la avenida de los Campos Elíseos había sido amueblado de un modo 
principesco. A su regreso de Saigón, el conde se había instalado allí en compañía de su 
hijo, un niño de doce años, un ser deforme al que los criados, entre ellos, llamaban el 
príncipe Tam Tam, en recuerdo de los aventureros viajes que el amito les había contado: 
una vieja dama inglesa, mistress Jackson, le servía de gobernanta en el apartamento que 
ocupaba en el segundo piso. Todo el mundo en París ignoraba que el conde Tinders 
tenía un hijo, de tal modo se había esmerado en sustraerlo a las miradas de sus 
invitados. El principito vivía solo con la abnegada mujer que había jurado a la 
moribunda madre dedicar su vida al niño maltratado por la naturaleza. 
Sin embargo, desde hacía algunos días, el rostro del enano se había iluminado de 
alegría. Su gobernanta le había confiado que su padre pronto traería un hermano, un
hermano mayor, y el príncipe presentía que encontraría en ese desconocido un sostén y 
un protector. 
–Hector, este es tu hermano – dijo el conde dirigiéndose al niño. 
Jean Nègre-Combre – al que llamaremos a partir de ahora el vizconde Jean de 
Tinders – observó al pequeño con una especie de terror. 
Un metro de altura, un cuello de jirafa soportando una cabeza enorme, dos ojos 
negros, seguramente muy hermosos en otra persona, pero espantosos sobre esa frente, a 
causa de su desproporción con el resto del cuerpo: de tal modo se presentaba el príncipe 
Tam Tam. Se había levantado a la llegada de su padre. Su espalda quedó curvada como 
las alas de un pájaro replegadas antes del vuelo. 
Un corazón de oro latía bajo esa envoltura tan informe; una inteligencia muy 
intensa brillaba bajo ese cráneo que presentaba todos los estigmas de una vergonzosa 
herencia. El niño había nacido en la baja Conchinchina, y se decía que su madre, 
durante el embarazo, había tenido miedo de las horribles caricaturas de las pagodas 
chinas. 
El vizconde pareció vencer una repulsión instintiva; pero los grandes ojos negros 
que se fijaban en él tenían una expresión tan dulce, que avanzó hacia su hermano y le 
abrazó. 
El enano sintió un estremecimiento correr a través de su ser; levantó la cabeza y se 
echó a llorar. 
–¿Por qué lloras, Hector? – preguntó el hermano mayor con bondad. 
–Jamás… jamás nadie me ha abrazado como usted acaba de hacerlo… Yo lo querré 
siempre… ¡Oh! lo querré con todo mi corazón, señor… 
–Fíjese si soy desgraciado – dijo el conde que parecía insensible a esta escena 
fraternal. – Vamos, venga, Jean… Habría dado todo el oro del mundo para ahorrarle la 
vista del monstruo… 
–Padre… 
–¿Se imagina como es toda una vida permaneciendo frente a frente con él?... 
Quisiera separarme… Más tarde, tal vez… Ahora, dejemos esas siniestras ideas y venga 
conmigo. Voy a mostrarle el único lugar apacible donde se desarrolla mi desolada 
existencia. 
El conde y su hijo acababan de atravesar una suntuosa galería de cristal donde las 
plantas trepadoras formaban una cortina de verdor; unos árboles, grandes árboles, 
extendían sus ramas hasta lo alto del vidrio y las pasifloras arrojaban allí sus lianas en 
un amoroso abrazo. Aquí y allá, en medio de verde césped, podían verse unos macizos 
de azaleas, de camelias, de pivonias, de primaveras de la China, resedas y brezales 
floridos. Todas esas flores vivían en plena tierra y la suave temperatura del invernadero 
estaba embalsamada por los más dulces perfumes. 
El conde levantó un gran paño que se encontraba oculto por una palmera gigantesca 
e invitó a su hijo a penetrar en una pequeña habitación de la que cerró la puerta de 
inmediato. Las paredes cubiertas con papel blanco de flores rosas, amueblada con 
algunas sillas de paja. La habitación tenía un aspecto de chocante humildad, desde las 
cortinas de muselina blanca que recubrían una cama de acajú hasta el reloj de péndulo 
de porcelana y las mil naderías que encumbraban la chimenea de mármol. 
Frente a la chimenea y encima de una ventana enrejada y destinada sin duda a 
servir de refugio a los pájaros, aparecía un retrato al oleo; era la imagen de una mujer 
llena de juventud y vida. 
–Su madre – suspiró el conde descubriéndose. 
La mujer era bella, con esa belleza radiante que posee un alma tranquila. Llevaba 
un gorro blanco, y sus cabellos de oro pálido recogidos en trenzas sobre su frente,
enmarcaban su dulce rostro. Sus ojos tenían una expresión maternal y sus delicadas 
manos estaban ocupadas en un bordado. 
–Esta habitación representa exactamente la que su madre ocupaba en la calle Saint- 
Jacques; mi memoria ha sido bastante fiel para no olvidar nada… Solamente los pájaros 
de la ventana ya no cantan al haber desparecido de la tierra la que yo amaba; las horas 
se han detenido; las flores de los jarrones están muertas; muertas también mis 
esperanzas y mis alegrías… A menudo, estoy cansado del ajetreo y del lujo, harto de 
París; y solo vengo aquí a rezar por ella. La calma de este retrato me hace descansar de 
mi existencia pasada… Jean, he aquí el oratorio que su madre bordó durante los días de 
nuestra felicidad; he aquí el sofá donde tenía por costumbre sentarse durante sus 
laboriosas veladas… 
La rigidez del aldeano se sumió en un impulso de ternura y apretó con efusión las 
manos del hombre que le hablaba, de ese hombre tan frío y tan altivo en su amplio 
chaleco abotonado y que, en ese momento, sollozaba como un niño. 
–Usted ha sufrido mucho, padre… 
–He sido muy desdichado, muy desdichado… Pero bendigo al Cielo que me ha 
permitido encontrar el hijo que creía perdido para siempre. Jean, esta casa es la suya… 
A partir de ese día, el vizconde comenzó su metamorfosis. Se le encargó a uno de 
los más prestigiosos sastres de la capital que lo vistiese; Jean tuvo profesores de esgrima 
y equitación. 
El joven no había olvidado el pueblo. Escribió a los Mathurin y a la Pequeñina que 
era feliz y que su padre pronto le autorizaría a ir a pasar algunos días a Nègre-Combe. 
Una mañana, el conde de Tinders recibió la visita del director de una agencia de la 
calle Montmartre, al que acababa de enviar una carta muy urgente. 
–¡El Señor Lejet! – anunció un criado con librea azul y oro. 
El visitante era un hombre viejo delgado, con la frente abombada y la mirada 
cautelosa. Llevaba una perilla blanca en punta y tenía el resto de su rostro perfectamente 
afeitado. Era un parisino, un auténtico parisino del bulevar Montmartre, así como él 
mismo lo decía con una risilla metálica. 
Desde hacía treinta años, dirigía una oficina de información; había pasado toda su 
vida sumido en el estudio de ambiguos documentos, enseñando a los unos el modo de 
hacer valer sus derechos en las sucesiones no heredadas, investigando las filiaciones, 
ennobleciendo a estos, enriqueciendo a aquellos. Era conocido por los caballeros más 
destacados de la capital como un auxiliar de los más preciosos. Allá, en su despacho de 
la calle Montmartre, donde el sol jamás entraba, y donde su frágil cuerpecillo parecía 
gritar contra el aire enrarecido, su cabeza de pájaro se hundía entre los polvorientos 
documentos, y de allí siempre salía algo para mayor gloria del sumarial francés. Incluso 
se decía en voz baja en el barrio, que la prefectura de policía había recurrido a él en 
casos difíciles. 
Ese hombre era al que el conde había encargado que se informase sobre el destino 
de Jean Nègre-Combe. 
El conde de Tinders mentía al tío Mathurin cuando afirmaba que la administración 
de los expósitos de Limoges le había proporcionado las informaciones precisas al 
respecto de la residencia de su hijo. Un incendio reciente había hecho desparecer los 
documentos de los niños recogidos, por lo que el inspector departamental dedicado a la 
recuperación de los registros, tan solo pudo dirigir al palacete de la avenida de los 
Campos Elíseos, unas cartas poco definitivas. 
El riquísimo americano se había confiado al Sr. Lejet. La delicada situación exigía 
toda la atención del hombre. Un error sobre la persona hubiese tenido consecuencias 
desastrosas… El Sr. Lejet no se sintió incapaz de acometer la tarea; le gustaban los
asuntos un poco tenebrosos; y, desde que el padre le contó la historia que más tarde 
debía confiar al tío Mathurin, el director de la agencia se dirigió a la provincia de la Alta 
Viena. 
En las condiciones en las que el conde había afirmado que el niño había sido dejado 
en el hospicio de Limoges, este entraba en la categoría de los abandonados y no en la 
de los asistidos, siendo estos últimos reconocidos por la madre e inscritos en un registro 
especial en el mismo momento de efectuar el depósito. 
Al no poder contar con la recuperación de los documentos del hospicio, decidió 
resolver el problema por la vía del razonamiento. Un hombre muy avispado, el tal Sr. 
Lejet. 
Con la fría lógica de un estadístico, llegó a convencerse que había cien 
posibilidades contra diez de que el lactante hubiese sido adoptado en las proximidades 
de Limoges, y eso a causa precisamente de la naturaleza enfermiza del recién nacido. La 
estadística, ese testigo brutal pero irrecusable de toda verdad, le indicó aún que, sobre 
cien lactantes, mueren treinta; que, entre los setenta restantes, hay cincuenta que 
continúan viviendo hasta los veinte años con sus padres adoptivos… Pero el niño había 
sobrepasado esa edad y no quedaban más que diez posibilidades sobre cien de que 
todavía estuviese en los alrededores de Limoges. Ausente, era soldado o criado en 
alguna provincia vecina: los asistidos o los abandonados no se resignan a permanecer 
en la región donde su triste historia es conocida. 
Lejet se dedicó a explorar los pueblos, preguntando a los aldeanos, y, de 
investigación en investigación, después de dos meses de estancia en Limousin, llegó al 
pueblo de Nègre-Combe. 
El que lo había contratado le había dado órdenes tajantes: una vez bien seguro de 
que el joven era el hijo del conde, debía averiguar si el campesino era inteligente y 
susceptible de una completa transformación que le permitiese hacer honor a su apellido. 
En caso contrario, el cliente se reservaba el derecho de actuar a su guisa. 
Lejet actuó con un gran tacto en su misión, pues los Mathurin jamás pudieron 
sospechar que el comprador de nueces, cuya cosecha aún no se había recogido, era un 
enviado del padre de Nègre-Combe. Una vez completada su tarea, el director regresó a 
París, orgulloso de los resultados obtenidos. El conde de Tinders se dispuso a asegurarse 
por sí mismo de la verdad de los hechos alegados por su investigador. 
–Estoy muy satisfecho de sus servicios – mi querido señor Lejet – dijo el conde al 
director de la agencia; por desgracia, nos queda todavía mucho que hacer… Soy un 
extranjero… me burlo de todo esa gente que viene a mis fiestas… Raramente puedo 
llegar a amar a alguien: es precisamente a este egoísmo salvaje del trabajador a lo que 
debo mi fortuna y mis secretas alegrías… Pues bien, hoy, que he encontrado a mi hijo, y 
que más que nunca espero modelar esa joven inteligencia, me invaden súbitos 
temores… Tengo miedo de que ese muchacho eche de menos la miserable vida que 
llevaba en esa aldea… Ese tonto enamoramiento del que le he hablado parece tenerlo 
enganchado… Hay que quitarle esa idea de la cabeza. 
–¡Bien! – afirmó Lejet – pero ¿cómo?... 
–¿Cómo?... No conozco la alta sociedad de París, aunque los periódicos repitan mi 
nombre y mis pretendidas extravagancias… Señor Lejet, quiero casar a mi hijo y lo 
antes posible… 
–Señor conde – dijo Lejet – estoy por entero a sus servicios. 
–¿Conoce alguna familia que esté dispuesta a actuar rápidamente?... 
–¿El señor conde quiere a alguien de la nobleza? 
–¡Por supuesto! 
–Tengo lo que necesita.
–¿Cómo es eso?... 
–En primer lugar, no hay dote. 
–Me burlo de la fortuna. 
–Una joven bonita como un ramillete de flores… Monta a caballo como el difunto 
Franconi… Una perla… una auténtica perla… 
–¿Cómo conoce usted a esa señorita? 
–Por la amazona que le da las lecciones… 
–¡Ah!... 
–Sí, señor conde. 
–¿Cuál es el nombre de esa persona? 
–Señorita Lucienne de Dives-Laram… Su madre es una mujer de mucho arrojo a la 
cual ya he hecho algunos pequeños servicios financieros. 
–Muy bien… ¿Cuántos años tiene la señorita Lucienne? 
–Dieciocho años… Rubia como el maíz… ojos de zafiro… una cintura de avispa… 
–Habla usted como un poeta, señor Lejet… 
–Se hace lo que se puede… Afirmo, señor conde, que su hijo se enamorará de la 
señorita. 
–Pero… ¿la entrevista?... 
–Si usted quiere, señor conde, le diré dos palabras a la amazona… 
–Tal vez no sea de buen gusto mezclar a un tercero… Aunque en realidad no tengo 
tiempo para esperar… 
–Nadie sabrá nada… 
–Señor Lejet, actúe como quiera, no olvidaré sus servicios. 
–El señor conde ha sido demasiado bueno conmigo… 
–Está bien… ¿Cuándo cree que mi hijo puede encontrarse con la señorita?... 
–¿La amazona?... 
–No… la otra… 
–Cuando haya visto a la señora Raphaël, tendré el honor de avisar al señor 
conde…La señora Raphaël acompaña a veces a esas señoritas a Maisons-Laffite… a 
Boulogne-sur-Seine. Dos jovencitas de la mejor sociedad… un escuadrón soberbio… 
–¿Su amazona es honrada? 
–¡Oh! señor conde – dio el Sr. Lejet sonriendo – soy yo quién le ha conseguido el 
puesto… 
–Entonces, apresure la entrevista… es necesario que el vizconde deje atrás sus 
tonterías y que envíe a todos los diablos el recuerdo de la aldeana… 
–Se desprenderá de ella como de sus botas… Yo me encargo de ello – concluyó el 
director de la agencia, con un gesto de vanidad. 
–¿Sabe usted, querido señor, que es usted muy fuerte… sí, muy fuerte? 
–El señor conde me halaga… 
–Apuesto a que no tiene familia… ni cargas… nadie que le preocupe… Si fuese de 
otro modo, le sería imposible servir con tanta diligencia e inteligencia. 
–Estoy solo en el mundo… 
–¡Eh! Señor, en eso reside su fuerza… 
El director de la agencia pareció reflexionar con esa frase e hizo con la cabeza un 
ademán de aquiescencia. 
Jean Tinders se adaptaba a su nuevo mundo; y si el rudo envoltorio de campesino 
carecía aún de la elegancia aristocrática, los miembros bien formados, el pecho 
admirablemente desarrollado, la esbelta figura, el cabello negro, la belleza del rostro 
tostado por el sol meridional revelaban que pronto la metamorfosis soñada por el conde 
sería una realidad.
En el palacete de la avenida de los Campos Elíseos, el joven aldeano había sido 
acogido con una cortesía de la que poco podía imaginarse. Pensaba que su padre tenía 
que tener una autoridad enorme sobre los criados que le servían para que esos rostros 
plácidos no se inmutasen antes las torpezas del joven. A veces no se atrevía a dar 
órdenes a esos hombres correctos, siempre correctos, que se inclinaban a su paso: 
recordaba la inocente admiración de su infancia hacia los elegantes criados de los 
castillos de Limousin. 
El conde trataba sobre todo de eliminar la envoltura campesina; a continuación se 
ocuparía de reformar su moral. 
Cada mañana, un profesor de equitación venía a impartir lecciones al vizconde en el 
gran patio del palacete. Y el alumno, que antaño montaba con una sola mano sobre el 
jumento de los Le Hallier, asombraba a su maestro por su solidez y audacia. Las 
lecciones solamente estaban dedicadas a la elegancia de la monta, y el profesor afirmaba 
que, en algunas semanas, el vizconde estaría preparado para pasear por el Bois. 
Igualmente ocurría con los ejercicios de esgrima; el puño, demasiado rápido aún, 
acabaría por aligerarse; la respuesta era viva y la resistencia física sorprendente. 
El joven ya había visitado la mayor parte de los monumentos de la capital; y, como 
a veces su ingenua admiración se había expresado ruidosamente, el conde le había 
repetido que él pertenecía a un mundo donde la discreción y el escepticismo están de 
moda. 
–Fíjese, Jean – continuaba el padre – habrá que ser reservado con algunos amigos a 
los que le presentaré… Si se le pregunta sobre su pasada existencia, deberá responder 
que perdió a sus padres a una edad en la que no podía conocerlos… Añadirá que fue 
confiado al cuidado de una tía que vive en la Alta Viena… Para todos, su juventud la ha 
pasado en el campo; debe hablar de agricultura, abonos calcáreos, todas esas cosas que 
usted domina a las mil maravillas… Hablará de sus bosques, de sus tierras, de sus 
estanques, de sus praderas… En París se admira a las personas que son propietarios… 
Bastará que cuente esta historia una o dos veces a sus camaradas para que estos la 
propaguen desde el café de la Paz hasta Tortoni. 
–Pero padre, me autorizará a regresar al pueblo… Están preocupados… Mi novia 
me ha escrito una carta que me ha entristecido mucho… 
–¿Cómo? ¿Todavía piensa en esa aldeana estúpida?... 
–Un juramento… 
–Jean, usted tiene el deber de obedecer a su padre… 
–Usted me prometió… 
–Mantendré mi promesa… Regresaremos juntos a Nègre-Combre… Sus padres 
adoptivos han tenido veinte años de su vida… Y yo, que lo he encontrado después de 
una existencia atormentada, tengo derecho a gozar un poco de la presencia de mi hijo… 
Jean era vencido por esas palabras pronunciadas con tono tan afectuoso, y ponía 
todo su valor en rechazar en el fondo de su corazón el pesar que el recuerdo del pueblo 
le invadía. Cuando el sastre acudió a llevarle el chaleco negro y el pantalón de color que 
debían sustituir a su traje de los domingos; cuando su sombrero de fieltro de amplias 
alas reemplazado por un sombrero de copa; cuando sus pesados zapatos planos dieron 
paso a unos botines puntiagudos; cuando las camisas de batista sucedieron a las gruesas 
camisas de tela almidonadas por la madre Nicole; cuando sus manos, aún callosas, 
desaparecieron bajo unos guantes de piel, molestos a veces, pero siempre soportados, el 
vizconde depositó religiosamente sus viejos enseres en el armario de espejo de su cuarto 
de baño. Estaban allí, en el estante más elevado, los trajes del campesino, bien doblados, 
bien extendidos entre ropa muy blanca: el sombrero y los zapatos habían sido 
recubiertos de papel; el reloj también fue colgado de un clavo desde que el joven hubo
estado en posesión de un reloj Luis XV, un reloj de familia, según había dicho el Sr. de 
Tinders. 
A veces, por la noche, después de un paseo en coche o una visita al «Círculo de los 
Mirlitons», en el momento en que el vizconde se retiraba a sus suntuosos aposentos y 
abría las ventanas que daban al jardín del palacete, se sentía invadido por los recuerdos. 
Las tuyas que se estremecían suavemente, los macizos de flores en todo su apogeo en 
medio de la noche constantemente turbada por el murmullo que procedía de la avenida, 
le sugerían mil pensamientos… Esos árboles polvorientos simétricamente podados, esa 
arena fina que sembraba de tintes de oro las avenidas del jardín, esas largas murallas 
recubiertas de un verdor oscuro, encerradas entre unos refuerzos de hierro, todo eso no 
valía el Limousin. 
Volvía a ver las profundas masas de helechos, las frondosidades más claras de las 
colinas verdes; le parecía escuchar los aullidos de los lobos en el bosque Jamae, donde 
iba a cazar los domingos en compañía de sus amigos. Los grandes estanques 
silenciosos, las praderas completamente verdes, las canciones de los vaqueros, los 
alegres resplandores del invierno, el esplendor de los cielos favoreciendo la cosecha, los 
árboles sucumbiendo bajo el peso de los frutos, las danzas locas y tantas otras visiones 
enervantes!... El espectáculo que se ofrecía a su vista le parecía pobre y 
empequeñecido… Se ahogaba en ese magnífico domicilio… 
Sin duda, comenzaba a expulsar el temor que obsesionaba su espíritu, con motivo 
de los primeros días de su llegada a París, donde apenas se atrevía a sentarse en las sillas 
de alto respaldo tapizadas de cuero del comedor; donde él, acostumbrado a beber en los 
vasos de vidrio grueso, temblaba de espanto elevando el cristal de muselina conteniendo 
vinos hasta entonces desconocidos… Qué valor y atención había que desplegar en cada 
momento para vencer las malas costumbres, para vigilar sus codos dispuestos siempre a 
invadir la mesa, para servirse convenientemente con el tenedor y el cuchillo de plata y 
resistir al deseo de levantarse de la mesa para tomar a su derecha el pan que el vigilante 
criado presentaba a la izquierda en una panera de plata. 
–Míreme – decía el conde – Haga como yo… 
El vizconde no perdía de vista los movimientos de su padre; y, a pesar de eso, no 
había día en el que su educador no frunciese el ceño ante alguna torpeza. 
Desde su habitación, miraba el cielo, del que no percibía más que un pedacito, y se 
decía que en Nègre-Combre se veía más alto y más lejos. Poco le importaba, después de 
todo, los colores deslumbrantes de las flores artísticamente dispuestas. A las sombras 
perfumadas de los arbustos de hojas acharoladas que percibía en ese momento, prefería 
el acre olor de los bosques en los que amaba perderse con su Blanchette y donde, 
ambos, habían dormido tomados de las manos para despertarse mirándose a los ojos. 
Cuando tomaba un baño en la sala adornada con estatuas de mármoles y pavimento 
de mosaico, salía de la bañera envuelto en un péplum de satén azul, y las esencias 
traídas del lejano país del pequeño príncipe Tam Tam lo sumían en una extraña 
embriaguez; a menudo, el mayordomo, preocupado por el tiempo que su amo 
permanecía en la gran bañera de mármol, entraba en la sala. De una manera 
inconsciente, el joven salía del baño, se dejaba pasar la esponja, calzar, vestir, sin 
pronunciar una sola palabra. Todo lo que veía, todo lo que sentía era tan ajeno a sus 
pasadas costumbres, que en ocasiones se preguntaba si no era el juguete de alguna 
alucinación. 
A veces el sentimiento de lo real lo atenazaba por completo: consideraba fríamente 
los objetos de lujo que lo rodeaban, y echaba de menos su vida de campesino… ¡Ah! el 
joven aldeano había perdido su alegría y sonreía con amargura al recuerdo de las 
bromas maliciosas que los muchachos del pueblo hacían a las chiquillas en la estación
de los baños… Se les ocultaban los vestidos bajo los montículos de alfalfa 
recientemente levantados, y en medio de los arbustos de clemátides y de los sauces 
llorones se dirigían las bonitas bañistas, semejantes a náyades a ocultarse entre los 
rosales… 
En sus horas de mayor turbación, el hijo adoptivo de los Mathurin se acordaba del 
singular examen del que fue objeto en el albergue del pueblo: en verdad, su propio 
padre lo había sometido a una verificación como la que los ganaderos imponían a los 
bueyes, con motivo de las ferias de Saint-Georges y de Saint-Michel. No olvidaba 
algunas preguntas indiscretas sobre su constitución, a las cuales había respondido 
enrojeciendo y de las que el conde había extraído la siguiente conclusión: «El apellido 
Tinders no morirá con nosotros.» 
¿Qué habría ocurrido si hubiese tenido una deformidad como el príncipe Tam Tam? 
Sin duda su padre no hubiese querido encargarse de un nuevo monstruo… El conde 
había ido a tomarlo porque su hijo más joven le producía horror y tenía necesidad de 
alguien para perpetuar su apellido… Pues bien, él lamentaba haber obedecido a su 
padre: habría debido huir bien lejos con la Pequeñina, allá, al Poitou, del lado de Civray, 
donde Blanchette tenía parientes… Todas las investigaciones hubiesen sido infructuosas 
para descubrir su retiro; se casaría; el conde acabaría por olvidarle. 
Así pensaba Jean de Tinders. No disfrutaba de las bellas veladas parisinas con las 
que se pretendía entretenerlo y que ya conocía por los relatos que se publicaban en los 
periódicos y en los libros: echaba de menos el pueblo; y en su cerebro añorante, pasaba 
aún la visión de los bailes de casa Vincent, donde se acompañaba el violón del músico 
con palmas. … Ahora estaría en el baile en compañía de los camaradas y las buenas 
granjeras dispuesta a los lados de la enguirnaldada sala. 
Hubiese sido aun espectáculo a la vez cómico y doloroso escuchar a ese apuesto 
joven ricamente vestido, tarareando los aires de las canciones de su región. 
Sucumbiendo bajo los efluvios que dilataban su enfermo corazón, el campesino 
buscaba en su armario de espejo los vestidos de antaño que había depositado allí, y, 
durante una gran parte de la noche, quedaba a llorar sus pérdidas alegrías. Por la 
mañana, el conde viendole los párpados enrojecidos, trataba de darle ánimos. 
–Le obedeceré, padre. 
–Cuento con ello, Señor. 
Sin embargo el hábito del bienestar comenzó a ganar esa naturaleza primitiva. Las 
lecciones de esgrima y de equitación las interrumpía cuando lo deseaba, y sus propios 
maestros parecían sorprendidos que pudiese mantener tan largo tiempo la fatiga. ¿Por 
qué gritar contra la suerte?... había que ser razonable, y, puesto que toda su vida pasada 
se representaba en su espíritu, el hijo no debía olvidar que antes, había protestado contra 
Dios, cuando en medio de los rudos trabajos del invierno, se sentía tomado por el 
cansancio y gemido bajo el peso de los infortunios que pesan tan rudamente sobre los 
trabajadores de la tierra. A partir de ahora, ya no habría que temer los sabañones y podía 
burlarse de las mordeduras más crueles del sol meridional. 
Y, poco a poco, el vizconde vio desparecer la sonrisa obligada que crispaba sus 
labios; se dejo vivir. Su existencia se hizo menos pesada, su risa se modeló y fue de 
buen tono; su acento se volvió menos arrastrado; su continencia más asegurada; sus 
manos perdieron un poco de su rugosidad; y, en el lenguaje parisino, hizo amplia 
provisión de banalidades. 
Él se decía que su familia adoptiva debía comprender su nueva situación; que, por 
añadidura, él no olvidaba a nadie, comprando hoy una gargantilla de oro a la madre 
Nicole y enviando mañana una colcha bordada a Blanchette. Y, se hacía servir con un 
poco menos de timidez, imitando a veces los altivos aires de su padre, hablando a los
criados; adoptando finalmente los modales del mundo al que pertenecía. Pero en él 
había algo que no podía combatir y que su primera educación había enraizado 
profundamente, algo que el habitante del campo lleva en él y que se aferra a su vida 
como un vestido de Nessus: el espíritu de parquedad. 
El aldeano, en efecto, está habituado al ahorro: el hijo adoptivo de los Mathurin 
había aprendido que el dinero se gana con esfuerzo y vacilaba en seguir al conde en sus 
fastuosas prodigalidades. Contaba las monedas de oro que guardaba en su bolsillo con 
una especie de religiosidad que daba risa a su padre: 
–Somos ricos, extraordinariamente ricos – afirmaba el conde de Tinders. 
Y, como su hijo no parecía convencido, el americano desplegaba ante él los 
periódicos parisinos y leía en voz alta los artículos de los reporteros pagados 
anunciando a Francia que un riquísimo extranjero, Mecenas de las Artes, honraba Paris 
con su presencia. 
Acabada la lectura, se frotaba las manos añadiendo: 
–La prensa estará aún muy por debajo de la verdad… Propietario en China, 
propietario en América, propietario en Francia… ¡Rico!... ¡rico!... Hijo mío, podemos 
hacer el bien y el mal… 
Jean quería hacer el bien; sabía que su viejo maestro de escuela, el Sr. Gauffier, era 
pobre y que deseaba ardientemente comprar una casita en el pueblo. Escribió al notario, 
pagó la casa e hizo entregar los títulos de propiedad al viejo instructor. 
El conde de Tinders suscribía todas las generosas intenciones de su hijo. 
–Los Mathurin no quieren dinero… Envíele regalos… Compre todo lo que le pase 
por la cabeza. 
El buen corazón del vizconde le conducía a menudo a los aposentos del segundo 
piso del palacete, del cual la mayor parte estaba reservada a su desdichado hermano, el 
príncipe Tam Tam. 
A su partida de Saigón, el Sr. de Tinders manifestó el deseo de confiar su hijo a los 
cuidados de una familia francesa de la baja Conchinchina; debió ceder a instancias de 
mistress Jackson, la gobernanta del príncipe. 
Fue convenido que el enano fuese a Francia, pero que viviría en París rodeado de 
una especie de misterio, bajo la custodia de mistress Jackson. El padre no quería 
exponer a su hijo a las burlas de sus amigos. 
De alta talla, el rostro alargado, los rasgos fuertemente marcados, unas mechas 
rubias aún a pesar del inevitable envejecimiento, ojos azules y unos modales 
majestuosos y decididos, daban el aspecto de una reina exótica a la excelente mistress 
Jackson. El príncipe la llamaba «mamá Josué», y era la única persona que él amaba en 
el mundo. 
Para distraer al pequeño prisionero, la gobernanta había tratado de reproducir la 
instalación que él poseía en China. Las mismas alfombras donde el niño se tumbaba en 
su vestido estampado, las mismas imágenes de colores deslumbrantes, las mismas 
sombrillas pintadas, los quemadores de perfumes de bronce, la colección de armas 
antiguas, los tinteros, las copas de concha, los minúsculos cofres, los juegos de ajedrez, 
los abanicos, los instrumentos musicales con las cuerdas toscamente extendidas sobre 
tallos de bambú, y hasta el palanquín en el que al príncipe le gustaba reposar. 
Hector sabía que se le llamaba el príncipe Tam Tam. Reía con ese nombre, tanto 
como está permitido reír a un infortunado cuya vida se pasa entre cuatro parees, tras 
haber atravesado el mar más bien como un paquete que como un ser vivo. El enano 
comprendía que era objeto de horror; y, cuando, por descuido, se acercaba a un espejo y 
se veía tan feo, el niño se mostraba el puño a si mismo; luego, bruscamente, estallaba en 
sollozos.
El palacete de la avenida de los Campos Elíseos había sido comprado por 
correspondencia según las indicaciones el Sr. Lejet, ese diablo de hombre que se 
encontraba por todas partes. Desde Marsella, se había venido directamente a París; unos 
coches muy cerrados habían tomado a los viajeros en la estación y el enano había 
circulado por la ciudad, hundido en una semioscuriad. Se le había prohibido ver París, 
por temor a que se expusiese a las miradas indiscretas de la muchedumbre. 
El vizconde Jean acababa de llamar a la puerta del apartamento del pequeño 
príncipe. 
Fue la propia mistress Jackson quién abrió. 
–¿Puedo ver a mi hermano, mistress Jackson?... Hace tiempo que quería venir… No 
es mi culpa… 
El visitante había dejado caer esas palabras con un acento de sinceridad tan 
convincente, que la digna mujer se emocionó. Ya había podido convencerse de la 
generosidad de carácter de su joven amo, y ella le sabía de buen grado el ir a ver a ese 
monstruo, cuyo desnaturalizado padre no se atrevía a mirar y que el aldeano llamaba 
simplemente su hermano. 
–¡Oh! señor vizconde… Hector estará muy contento… muy contento… ¡Qué bueno 
ha sido usted al pensar en él!... 
Y a continuación exclamó: 
–¡Señor Hector!... ¡señor Hector!... Es su hermano quién viene a verle… Ya sabe… 
el hermano Jean… el hermano mayor… 
En ese momento, el enano estaba ocupado dibujando los árboles del jardín; sobre 
sus rodillas estaba posada una plancha de marfil recubierta de numerosos croquis. Trató 
de levantarse. Con un gesto afectuoso, el vizconde la rogó que permaneciese sentado, al 
comprender que las pequeñas piernas no debían fatigarse. 
El campesino tomó entre sus manos enguantadas las manos delicadas que se 
tendían hacia él, y la presión que les dio fue tan dulce y tan fraternal, que el príncipe 
mostró una risa de bebé. 
–Es usted muy bueno… hermano, yo le quiero – decía con voz temblorosa. 
–Soy tu hermano… 
La gobernanta se había retirado. 
Hector miraba a su interlocutor con ojos escrutadores. 
–Oh, qué alto es, que grande; usted, que tiene rostro de hombre, dígame aún que 
soy su hermano… ¿No tiene miedo de este monstruo? – continuó con los dientes 
estrechados y el rostro completamente pálido. 
–Héctor, tú eres mi hermano… Cuanto más te veo, más me siento presa de 
compasión por ti, cuya vida es tan triste… Vendré a menudo a charlar contigo de tu 
hermoso país… Traeré a nuestro padre… 
–Nuestro padre… 
–Sí… sabré convencerle para que ame a su hijo. 
–Nuestro padre tiene miedo de mí… ¡El amo!… ¡oh! ¡el amo!... –suspiró, 
temeroso. 
–Mi Hector, te equivocas… 
–¡No… no!... 
–No quiero que llores. 
Entonces fue el propio enano que, enardecido por esas buenas palabras, se arrojó en 
los brazos del campesino. 
–No… pequeño… no llorarás más… 
–Nuestro padre me dijo: «Cuando lleguemos a Francia, te daré un hermano mayor.» 
Enseguida pensé que era Dios quién te enviaba a mí para protegerme…
–¿Protegerte?... 
–¡Oh! sí, usted no sabe nada, señor… Mamá Josué es buena; pero no es la más 
fuerte y el amo quería dejarme allá, solo, ¡completamente solo! 
La vocecilla se había alterado, e, inclinando su enorme cabeza, el enano añadió: 
–Dios bien podría haberme hecho menos feo… 
–Tu hermano te ama… 
–¿Es entonces cierto que se puede amar a un monstruo?.... ¿En serio que no le 
produzco horror, señor Jean… ? 
–No me llames así… Llámame Jean… Soy tu hermano… ¿Echas de menos tu país? 
–Sí… era muy bonito… con grandes árboles de hojas brillantes… casas 
completamente blancas… 
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para quererme… Allá había grandes fuentes… Y luego todo el mundo estaba vestido 
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Mistress Jackson entraba en la habitación. 
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Un americano de parís

  • 1. UN AMERICANO DE PARIS JEAN-LOUIS DUBUT DE LAFOREST
  • 2.
  • 3. UN AMERICANO DE PARÍS POR DUBUT DE LAFOREST «… Millonario y sin corazón, ¡tú eres el rey del mundo!...» Paris Calmann Lévy, editor Antigua casa Michel Lévy hermanos Calle Auber, 3 1884
  • 4.
  • 5. Se celebraba el baile del Château Rouge: se festejaba el Grand Prix de Paris, y la administración de la avenida Clignancourt no había reparado en gastos para competir en gracia y animación con Mabille, el baile de las casquivanas maquilladas y los príncipes ociosos. Allá, la alta sociedad, la aristocracia del placer; aquí, el pueblo con sus alegrías y sus escandalosas risas. El jardín, plantado de árboles verdes en los que se iluminaban farolillos venecianos y globos de cristal multicolor, tenía un aspecto mágico: las paseos estaban repletos de paseantes. Se bailaba en todos los rincones al son de la orquesta dispuesta en la rotonda. Algunos jóvenes, de pie sobre una barca, haciendo equilibrios sobre un mar negruzco, golpeaban con unas ramas una caseta de ladrillo donde un jabalí legendario emitía sordos gruñidos. Muy cerca del estanque y a la derecha de la rotonda, aparecían las montañas rusas hundiéndose en el abismo y remontando hacia el cielo, para gran satisfacción de las muchachitas asustadas. Por todas partes la animación era muy intensa, roces de vestidos, gritos y estribillos de cancioncillas de moda que la majestad del director de la orquesta se veía impotente en conjurar. En medio de un grupo, se encontraba una joven cuya fisonomía relajada contrastaba singularmente con los rostros radiantes de sus compañeras. Se iniciaba la introducción de un vals, y aunque las bailarinas ya estuviesen en brazos de los bailarines, la chiquilla permanecía allí, inmóvil y apoyada en uno de los pilares de la rotonda. –Marguerite… vamos, mi pequeña Margot… –Octavie, no insistas… no sé bailar… –¿Señorita? – dijo de pronto un individuo alto con voz ronca – ¿Señorita?... –Señor… Señor… Y el hombre, una especie de gigante flaco, repetía su petición, mientras que los torbellinos pasaban y volvían a pasar cada vez más impetuosos y atrevidos. –No puedes rechazar a papi… Un pequeño giro solamente… señorita… –Se lo suplico… –No te hagas la estrecha…Yo te llevo…. ¡Vamos!... ¡Que suene la música!... Dos brazos vigorosos enlazaron a la joven y la transportaron en medio del baile, bajo las risas y los bravos de los espectadores. –¡Ligera como una pluma!... ¡soberbia!... La… la… la… i… la la… tin la… la. i… tin… la… la… la… Marguerite se sentía desfallecer; sus brazos se aferraban al bailarín en una convulsión suprema; su rubia cabeza se movía a un rítmico balanceo, y sus ojos grandes vacios parecían buscar un protector. De pronto, sonó un bofetón; el hombre dio un traspié y la chiquilla se sintió liberada. –¡Me las vas a pagar, perro auvernés! –No me insultes o te machaco – respondió el recién llegado que mantenía a su adversario agarrándole la muñeca derecha. –¡Suéltame! –¡No! –¿Ténard?... –¡No! –Una… dos… –¡No!
  • 6. –¡Pues bien, toma!... –Y con la mano que le quedaba libre, el bailarín asestó un formidable puñetazo a su adversario. El dolor fue intenso. Ténard no pestañeó. –Simon, no te soltaré hasta que te disculpes ante la señorita… –¿Disculpas?... –Sí… disculpas… Los bailarines se habían detenido bruscamente y formaban un círculo alrededor de los luchadores… Marguerite se había reunido con sus amigos; y, aún emocionada, trataba de interponerse; pero las mujeres, que encontraban aquello divertido, le cortaban el paso y aplaudían. Escuchar a Simon pedir disculpas, ese Simon, un obrero despedido de todos los talleres, un buscabulla con el que había que contar las noches de baile, era para las bailarinas una verdadera fiesta. Las muchachas iban a ser vengadas asistiendo a la corrección infligida a ese macarra; y cantaban, gritaban, saludaban el castigo; y parecía que a esa bendita hora, fuesen liberadas del fango y que un rayo de alegría iluminaba en una risa idiota esos rostros marchitos por el miedo y la humillación. –Excusas y enseguida… –No. –Discúlpate o te rompo el brazo… Se oyó un crujido y el dolor del vencido se exhaló en una risa forzada llena de angustia. Intervinieron los agentes. –Seguidnos… Vamos… Ténard no trató de resistir; pero al atravesar la fila de espectadores que clamaban por su inocencia, busco los ojos de la joven a la que había socorrido. Marguerite ya no estaba allí. Mientras los agentes se llevaban a Ténard a la comisaría de policía del barrio, Simon se había dirigido a una farmacia de la calle de Clignancourt. El comisario procedía al interrogatorio del detenido: –¿Cuál es su nombre? –Pierre Ténard. –¿Edad? –Veinticinco años. –¿Dónde trabaja? –Soy empleado del Sr. Bélador, en la calle Saint-Jacques. –¿Natural de?... –Roquebrou. –¿Roquebrou?... ¿Dónde está eso?... –Roquebrou… Cantal. –¿Así que es usted auvernés?... Habla demasiado bien el parisino, muchacho. –Vivo en París hace cinco años.
  • 7. –Vamos a ver… ¿Con qué derecho ha intervenido usted en el asunto Simon?... Bastaba que la jovencita llamase a un agente de policía… Esa persona no es ni su esposa, ni su hermana… ni su amante, supongo… En ese momento, la puerta de la comisaría se abrió bruscamente y apareció Marguerite. –Señor Comisario… le juro que este señor no es culpable… El representante de la ley se levantó de su asiento. –Señorita, no he autorizado su presencia aquí… Le ruego que salga. El comisario se desdijo. –No… quédese… tal vez nos pueda ser útil… Decía a su defensor que no había tenido ningún pretexto para intervenir en sus asuntos con el señor Simon… ¿Acaso conocía ya ese muchacho? –No, señor… –Si aún fuese usted la amante de Ténard… Dese luego, no sería una excusa, pero en fin… –Señor, yo soy su amante. El comisario no se dejó engañar. –Esa es una bondadosa mentira, señorita, por lo que voy a pasarla por alto. Acaba de probarme que usted tiene un buen corazón y que no olvida los favores; su decente acto me dice también que no es una habitual del vicio… Todo esto habla singularmente en su favor… Está bien… muy bien… Su disposición parece sincera… Se lo agradezco… Puede retirarse. En cuanto a usted, Pierre Ténard, es libre, pero dispóngase a comparecer mañana ante el juez de instrucción… Ambos jóvenes salieron de la comisaría de policía, y los agentes que charlaban del incidente, parecieron sorprendidos de ver a Ténard en libertad. Pierre bajaba la cabeza. –No ha debido comprometerse por mí, señorita… –No lamento nada de lo que he hecho, señor Pierre… Usted tal vez no me crea, pero le juro que no soy una mala chica… Diciendo esto, la voz de Marguerite se había alterado; la conversación decayó. Cuando llegaron a la calle de los Mártires, la joven pareció inquieta: –Son las once… Me van a regañar… –¿Sería muy atrevido por mi parte, pedirle permiso para acompañarla hasta su casa, señorita? –Gracias, señor, pero no quiero molestarle más… Usted no sabe quién soy… Mi padre es escribano público… Vivimos en la calle Cardinal-Lemoine… muy lejos de aquí, como usted ve… –Yo vivo en la calle Saint-Jacques; casi somos vecinos, señorita… –Entonces, señor Pierre, estaré encantada de presentarle a mi viejo padre… Somos pobres. ¿No le espantará la visión de la miseria? –La miseria me conoce, señorita, y a mendo me ha tratado como a un niño mimado… Ténard quería tomar el ómnibus; la joven se negó. Los incidentes de la velada la habían impresionado intensamente. El aire libre le haría bien y quería recuperar sus sentidos, pues temía alarmar a su familia con el rostro todavía tenso. Pierre se volvió hablador, y, ambos demostraban gran interés en contarse su historia, el camino no pareció largo. En lo alto de la calle Cardinal-Lemoine, en el mismo lugar donde se acababa de construir el edififico de la Escuela Politécnica, se elevaban en 1853 unas barracas de
  • 8. madera que servían de refugio a algunos vendedores de periódicos y de juguetes para niños. Sobre una de las puertas se leían estas palabras: M. BRENIS Escribano público Habían llegado a los doce metros cuadrados de fachada de madera pintada de verde donde vivía la familia de Marguerite. –No es un palacio – dijo la joven abriendo la puerta, – pero aquí vivimos felices. Un anciano estaba sentado ante una mesa repleta de papeles e iluminada por una lámpara cuya tulipa había sido parcheada con viejos manuscritos. –Buenas noches, padre – dijo Marguerite – tratando de sonreír. –Buenas noches, hijita; regresas muy tarde… La señora Courtois no es muy razonable reteniéndote un domingo tanto tiempo. Y como Pierre Ténard permanecía en el umbral de la puerta contemplando la austera figura del escribano público, escuchó la voz de la chiquilla que contestaba: –Padre, tengo que decirte toda la verdad. No vengo de casa de la señora Courtois. La patrona lo ha pensado mejor… no debemos trabajar los domingos por la tarde… Tenemos permiso… He ido al baile… –¿Al baile? –Sí… al baile… a un lugar un poco sórdido… en el Château-Rouge… No tengo nada que ocultar… Tu hija ha sido debidamente castigada por su curiosidad… Entonces, Marguerite se puso a contar al anciano la escena del Château-Rouge, la intervención de Ténard, la comparecencia ante el comisario de la calle de Clignancourt. El Sr. Brénis oscilaba la cabeza. –Me habías prometido no frecuentar a Alice y a Octavie… dos malas influencias… Que esto te sirva de lección… ¡Oh! si pudiese tenerte conmigo, habrías acabado con el taller de la señora Courtois… Pero hay que vivir… –Querido padre… –Hay que vivir – repitió dolorosamente. – En fin, tu defensor es un muchacho valiente y estaría orgulloso de estrecharle la mano. –Está ahí… –¿Cómo, señor, se ha permitido? – dijo el padre Brénis dirigiéndose duramente a Ténard quién, con los ojos mojados de lágrimas, no había perdido palabra de la escena. –No te enfades, padre. El escribano público se fue tranquilizando. –Perdón, señor… Hay tantos miserables en la gran ciudad… Le agradezco… No somos ricos… pero tenemos honor… Ha hecho usted bien en defender a una desdichada muchacha… –He cumplido con mi deber, señor; eso es todo. –Hay que esperar que el asunto no tenga consecuencias… –No se preocupe… seré sin duda absuelto, aunque tenga que pasar algunos días en prisión… –¿Prisión? – interrumpió vivamente Marguerite. –¡Oh! señorita, no se preocupe por eso… Hay prisiones y prisiones… Pero usted no ha contado todo… debo hablar a mi vez. El obrero de la casa Bélador tomó asiento al lado del padre Brénis e hizo un cuadro tan vivo y pintoresco de la súbita aparición de la joven en la comisaría de policía, que el escribano público tuvo un impulso de orgullo. –Sí… sí… – decía el Sr. Brénis, nuestra Marguerite es el ángel del hogar…
  • 9. –¿Me permite usted venir a verlos? – preguntó Ténard levantándose para despedirse… –Se lo pido incluso, mi bravo muchacho… Estamos interesados en que su abnegación no le comporte una desgracia. No se produjo persecución judicial; y, como Ténard tomó por costumbre ir a charlar con el Sr. Brénis, se estableció entre ambos hombres una simpatía muy intensa. Pierre Ténard había nacido en plena Auvernia. – Muy pronto había abandonado su país natal para unirse a la compañía de obreros caldereros que dirigía su único pariente, François Lamoureux. No había hecho más que estañar las cacerolas y parchear los calderos de cobre. Pero ese muchacho de inteligencia delicada y voluntad férrea necesitaba otra ocupación. Huérfano, sin más obligación que sí mismo, soñaba con la fortuna; y, de vez en cuando, la mirada vigilante de su tío lo sorprendía con las manos desocupados y los ojos llenos de ensoñaciones. En la tienda recubierta de tela donde amontonaba los viejos estaños producto de los intercambios, Pierre ocultaba cuidadosamente libros de aritmética y de geografía. Y, durante las veladas de invierno, a medias acostado en las granjas del albergue, pasaba casi todas sus noches absorbido en lecturas, disimulando lo mejor que podía la lámpara que los muchachos le prestaban tras haber cuidado los caballos de los viajeros. Eran visiones de tierras lejanas y maravillosas donde el oro se ganaba a espuertas: geografía y matemáticas hacían aparecer a sus ojos deslumbrados teorías de tesoros inagotables que las sumas más expensan no lograban contar. ¡Estar solo!... ¡estar solo!... Era necesario estar solo para revolver el problema que en su trabajadora imaginación había germinado. Pierre dejó a su tío en una feria del país natal y vino a París en calidad de obrero estañador de la casa Bélador. Por un momento, pensó que la soledad se hacía inútil cuando no creaba tiempo libre y pensó en casarse. Todo estaba calculado en esa singular organización. El joven se había dicho que su situación no le permitía casarse con una joven rica: sus largas conversaciones con la hija del escribano público le hicieron comprender que encontraría en Marguerite una mujer inteligente y laboriosa que lo ayudaría a cumplir sus amplios proyectos. El Sr. Brénis tenía cuarenta y dos años. Su vida no había sido feliz. Antiguo empleado en el ministerio de la marina, se vio obligado a abandonar su puesto para cuidar a su esposa, a la que una peritonitis se llevó algunos meses después de su parto. Entonces se convirtió en el protector de su hija Marguerite, dedicando sus jornadas a dar lecciones de música, hasta el momento en el que una parálisis de las dos piernas no le permitió desplazarse, instalándose en calidad de escribano púbico en la calle Cardinal- Lemoine. La habitación del Sr. Brénis era un auténtico museo. Se veían serpientes disecadas, jaulas llenas de pájaros cantores, una multitud de grabados, motivos romanos, italianos, ingleses, colgados de pequeños clavos de hierro; aquí y allá, una caja de violón, una linterna mágica, unas lozas y sobre todo un vaso de Bohemia que era la admiración de todos los visitantes. Ese vaso contenía agua destilada disimulada bajo un doble fondo. Cuando algún extraño se encontraba ante él, es escribano hacía el ademán de arrojarle el agua al rostro. El cliente retrocedía espantado, preguntándose si el hombre se había vuelto loco. Entonces, se veía el rostro del padre de Marguerite iluminarse con una amplia risa; y muy dulcemente, con una abundancia de detalles y una prolijidad de recuerdos penosos de escuchar, contaba la historia de su vaso que había sido entregado por un príncipe austriaco a un general francés, el cual se lo había
  • 10. regalado a él…. En fin, el vaso se encontraba entre las manos del Sr. Brénis que por todo el oro del mundo no hubiese consentido en deshacerse de él. En sus escasos momentos de reposo, el escribano público soplaba un flautín aires que repetía un mirlo revoloteando en libertad sobre la mesa de trabajo. Desde hacía algunos meses, un nuevo huésped había venido a refugiarse en la pobre casa, la señora Zoé Bouleau, la hermana del Sr. Brénis. En la intimidad se la llamaba Zouzou: era dulce y orgullosa aún, a pesar de sus numerosas desgracias, una lamentable odisea. Ténard se casó con Marguerite. Después de cinco años, tres pequeños mocosos correteaban por el miserable apartamento de la calle Saint-Jacques. Había que alimentar a los pequeños, ayudar al suegro, y el obrero estañador no sentía fuerzas para cumplir tamaña tarea. Pierre esgrimía razonamientos que arrancaban lágrimas a Marguerite. Según él, se había casado a fin de poder descansar de las preocupaciones de la vida material sobre una esposa laboriosa; ya no iba al taller porque reconocía que su futuro estaba roto. ¡Ah! si hubiese sabido permanecer soltero, habría partido para el extranjero; pero no, el deber estaba ahí… –El deber – decía con voz reflexiva, razonando cual filósofo – El corazón humano… que gran broma… En sus horas de turbación, cuando las visiones de fortuna que lo habían invadido durante su infancia lo volvían a envolver, una nube pasaba sobre su frente y una sonrisa extraña crispaba sus labios. Sin embargo, trató de resistir a sus malos instintos y retornó al taller. Una noche en la que Ténard traía la paga de la semana a su esposa, fue tomado por dos amigos riendo y filosofando. –¿Y bien, Ténard, nos dejas? – dijo un alegre compañero de rostro alerta y cuerpo delgado. –Cuando se tiene esposa y se tienen hijos… –Hijos en plural, sin duda, – intervino un gran diablo de ajustador de hierro cuya barba roja, quemada aquí y allá por los estallidos del fuego, provocaba falsas luminosidades. –Sí… en plural… tres hijos… tres hijos… –¿Y eres capaz de alimentar a tus mocosos? –Ahorrando… –Digno de un premio Montyon… Haré mi propuesta a la Academia francesa. –Vamos, ven a tomar un vaso – dijo Françonnet, el primer interlocutor. Pierre se dejó arrastrar; y, cuando los tres amigos estuvieron instalados en el establecimiento del tío Huriot, situado en la calle Saint-Jacques, a algunos metros de la casa de Ténard, Gallichet, el ajustador de hierro, tomó la palabra. –Pierre, eres tres veces idiota por privarte de todo para educar a tus hijos… –No puedo matarlos…– murmuró Ténard con voz sorda. –No… pero puedes desembarazarte de ellos… Los hospicios no están hechos para los perros… –Yo, yo no estoy casado – dijo Françonnet– pero sé que no tiraría de la cola del diablo para dar de comer a mis pequeños. Siguieron bebiendo, y Gallichet retomó la conversación con la pipa entre los dientes: –Los ricos no son tan tontos… Un hijo… Nunca tienen más a fin de no verse obligados a dividir la fortuna; han de ser los pobres los que pueblen la nación… Después de haber sudado sangre y agua para educar a los hombres, se les envía a la
  • 11. carnicería… para hacer paté en las guerras… Fijaos, ayer he ido a una conferencia… Un ciudadano pronunció un discurso soberbio sobre la ley de Malthus… –¿Qué es la ley de Malthus? – preguntó Françonnet. –Espera. Y solemnemente, el ajustador de hierro extrajo de su bolsillo un pequeño periódico ennegrecido por el humo del taller. –Tú eres inteligente e instruido, Pierre, tú nos explicarás lo que no podamos comprender… –Esto es: «El aumento de los medios de subsistencia no es en absoluto proporcional al aumento de la natalidad…» –Eso es cierto,– exclamó Françonnet. –No me interrumpas… «La población crece en progresión geométrica de veinte años en veinte años, como de 1 a 2, a 4, a 8, a 16, mientras que los medios de subsistencia no aumentan más que en progresión de 1 a 2, a 3, a 4, a 5…» –Así pues – dijo Ténard pensativo – algún día llegaremos a morir de hambre… –Tú lo has dicho… Continuo:… «En el interés general, el Estado debe emplear la coacción para limitar el crecimiento de la población…» Gallichet se levantó. –Eso es demasiado fuerte, mi viejo colega… Me gustaría ver como el gobierno se las ingenia para impedir a las mujeres tener hijos… –Eso es imposible, en efecto,– objetó Pierre… –Con multas se conseguirá el objetivo – continúo el lector – pero esa no es la cuestión… Yo estoy casado; no tengo heredero… solo dos bocas a alimentar… Ténard no gana más que yo y educa a tres ciudadanos para la patria… Ténard es un imbécil que trabaja para el rey de Prusia… –El estado debería alimentar a los niños – vociferó Françonnet lleno de entusiasmo – ¡Tío Huirot, otra ronda, por favor! –Aquí está, señores. Y el tío Huriot, un hombre grueso y rojizo, llenó de nuevo los vasos de vermut. –¿De qué estáis hablando? – preguntó el tabernero. –Hablamos de política – respondió Françonnet que no le gustaba que ajenos se mezclasen en la conversación. El tío Huriot giró los talones esbozando una sonrisa. –¡Vete moscón! – concluyó el ajustador de hierro. Ténard mantenía apoyados los codos sobre la mesa y parecía reflexionar profundamente: –El Estado debe alimentar a los niños… –Cuando se les entrega… –El gobierno tendría que cumplir una gran misión –continuaba Ténard – habría que crear una inmensa guardería fuera del perímetro de París… –Pero eso ya existe – respondió el partidario de la ley de Malthus… los hospicios… la administración de los niños asistidos… –¡Bonita administración!... se confían los hijos a madrastras y, más tarde, se les coloca como criados… Si los niños son inteligentes están perdidos para la sociedad… –Gallichet sacudía la cabeza. –Todo eso son tonterías… Lo mejor es no tener hijos… Abogo por Malthus… ¡A la salud de Malthus!... ¡a la memoria del gran filosofo!… ¡Un tipo sabio!... Los obreros permanecieron allí hasta la noche; y, cuando Pierre Ténard se levantó de la mesa, a medias borracho, balbuceó: –Si no tuviese mocosos… si no me hubiese casado… haría prodigios… viajaría… me convertiría en alguien…
  • 12. Gallichet daba el brazo al yerno del escribano público: –Estoy seguro que si fueses libre, lo conseguirías… Tus conocimientos… tu saber… –Haría falta no tener corazón… –El socio del patrón, el Sr. Weil, decía el otro día hablando de ti: «Ese muchacho no es un hombre común, ha sido un loco en casarse; sus espíritu aventurero le destinaba de un modo natural a audaces especulaciones…» Ténard acompañó a sus amigos hasta su domicilio: quisieron llevarlo. El se negó. Tenía necesidad de estar solo para reflexionar seriamente. A lo largo de las calles, las ideas que acababa de emitir se revolvían en su cabeza. Se decía que Malthus tenía razón… Los hijos eran la ruina de un padre. Un hombre no podía llegar a algo excepto a condición de dirigir sus actos y de regular su conducta según sus propias inspiraciones… Las preocupaciones por la familia, las necesidades de la pareja, todo ello llevaba a un obrero inteligente a la miseria y al embrutecimiento… ¡Ah! había sido un loco al enamorarse de una muchacha, él, que había partido de Auvernia con la intención formal de vivir soltero, de reunir algunos ahorros e ir un día al extranjero a intentar fortuna… Triple idiota. En el Château-Rouge se había comportado como un caballero galante; había arrancado a una joven de los brazos de un macarra; resultado social: dos viejos, tres hijos y una mujer… Solo, estaba solo para ganar el pan de todos… Las bocas a alimentar estaban allí, abiertas, hambrientas… Se mataba a trabajar, y todos los grandes proyectos que en sus noches turbulentas había preparad, y todas esas tierras soberbias donde la fortuna se obtenía sin esfuerzo, no los ejecutaría ya, no los vería jamás… ¡Inteligente! Todos le decían que era inteligente, y que estaba condenado a arrinconar todos sus sueños… Casado, padre de familia, he ahí las cadenas que debía romper… Sentía en él un alma de filósofo; sabía que su poder intelectual no pedía más que probar… ¿No era libre?.. Pues bien, habría que solucionarlo… Para tener éxito en este mundo hace falta ser egoísta y poner una plancha de hierro en el lugar del corazón… Batir los calderos de cobre, dar nuevo uso a las cacerolas viajes, quemarse el rostro con las chispas de la forja, todo eso no disponía Ténard para la poesía sentimental… Era un hombre práctico en toda la brutalidad de la palabra y lo demostraría. Hacía muchas horas que Marguerite esperaba a su esposo en la gran estancia fría y desnuda que ocupaban en el quinto piso de una casa de la calle Saint-Jacques. La habitación, antaño dividida por una celosía, aparecía con sus grietas a la altura del zócalo. El propietario se negaba a hacer reparaciones. A pesar de todo, algunos muebles de la familia estaban limpiamente mantenidos. La mujer estaba santeada junto a una ventana que daba al patio y remendaba el jersey de su hijo más joven. Marguerite prestaba oídos a los ruidos del corredor y, llena de angustia, retomaba su tarea, levantándose de vez en cuando para escuchar dormir a sus pequeños, acostados los tres en la misma cama. Ya no era la joven encantadora y tímida del Château-Rouge. Una máscara de dolor resignado había invadido sus rasgos; los ojos fatigados por las noches en vela perdían poco a poco su brillo, y la boca, antes sonriente, adoptaba súbitas contorsiones, mientras que la cintura, deformada por la maternidad, parecía desplomarse bajo el peso de un fardo invisible. Solo la cabellera de oro conservaba sus brillos soberbios bajo el casto gorro blanco que la cubría. Se escuchó un paso y la puerta se abrió suavemente. Ténard no vio a su esposa, sin duda; pues, sin hablar, se instaló junto a la chimenea, donde se extinguían algunas brasas de madera.
  • 13. –Pierre – dijo Marguerite – me has tenido muy preocupada. El obrero estañador hacía rodar un cigarro entre sus dedos; tomó una brasa del hogar y siguió con atención el humo que se escapaba de su boca. –¿No me respondes?... Marguerite se acercó a Ténard y lo tomó de la mano. –Pareces muy absorto… –Sí… muy absorto… Hoy he ido de juerga. Ya tengo bastante de esta vida de prisionero… No quiero seguir siendo un tonto… Se levantó bruscamente. –Marguerite, ¿tú eres una mujer inteligente, sí o no? –No lo sé… ¿Qué quieres decir?... Tu mirada me asusta… –Ha llegado la hora de tomar una decisión. Nuestros hijos nos arruinan… Hay que enviarlos… –¿Enviarlos?... –Al hospicio… –¡Oh, Dios mío! ¿Eres tú, Pierre, quién hablas así? No. Es imposible… –Muy posible… Escucha… Se sentaron los dos en un banco de madera situado en el marco de la ventana y Ténard expuso fríamente su plan… Él no quería ser desgraciado; si su esposa consentía en desembarazarse de los mocosos, él la llevaría con él en los viajes que contaba emprender muy próximamente… La mujer no le dejó acabar la exposición de su plan: –No… no… Moriré de pena, pero me quedaré con mis pequeños… –¿Marguerite?... –No… No… –Tus hijos están destinados a morir de hambre… Allí se les dará de comer… –Una vez más, no. –Comencemos por entregar uno… Luego veremos… –¡Desgraciado¡… ¿es que no tienes corazón?... –Tal vez… Ella lo miró tristemente: –Ténard, han sido tus camaradas los que te han perdido… –Vamos, los camaradas… Yo soy un filósofo, eso es todo… La familia me estorba para alcanzar mi objetivo. Me voy… –¿Y tú quieres enviar a los Expósitos uno de nuestros pequeños ángeles?... ¿Y cuál elegirías? – ¿Al más pequeño, al que más necesita a su madre?… Tú sabes como mueren en los hospicios… Son acostados en la cama… No me atrevo a mirarte… –Hay que acabar – intervino Ténard con voz estridente. –Pues bien, puesto que lo quieres, elige… ¡Yo te desafío!... Y la madre, enloquecida, se dirigió hacia la cama y apartó vivamente las sábanas. Los pequeños seres estaban allí, tranquilos y reposados… Sus cabezas se tocaban y se tenían cogidos de las manos como para defenderse los unos de los otros. El padre se alzó de hombros y sobre ese rostro de hombre ningún músculo se estremeció. –¡Ténard!... ¡Ah! me matas… Marguerite se arrodilló junto a la cama de sus hijos. –Ruego a Dios que te devuelva la razón… –Eso es, ruega a Dios… te garantizo que te enviará pan… Yo voy a dormir…. Veo que no hay nada que hacer con las almas sensibles… Puedes gimotear todo lo que quieras…
  • 14. Se echó en la cama y no tardó en dormir bajo la pesadez de la borrachera. La madre permanecía allí, guardiana vigilante de la cuna. En un momento, el mayor de los pequeños, aquel que entraba en su cuarto año, abrió los ojos. Con voz temblorosa preguntó: –Mamá… mamita… ¿Por qué papá quiere enviarnos al hospicio? –¿Qué dices, desdichado? – suspiró Marguerite espantada. –¡Oh! yo escuché… no dormía… Y tú sabes, mamá, si hay que elegir a uno, más vale que sea yo… Yo soy más fuerte… Mi hermanito Jean moriría como una mosca… Y al recuerdo de la cruel visión, el niño se puso a llorar desconsoladamente; una convulsión lo sacudía y sus brazos suplicantes se elevaban hacia su madre, como a la aparición de los ángeles, que por las noches pasaban entre sus sueños. –Querido mío, no llores… Dios tendrá piedad de nosotros… –Pero papá… –Tu padre no piensa ya en esas malas ideas… Vamos, Charlot, hay que dormir… duerme ángel mío… Tu madre os quiere a todos, con toda su alma… Ella vela por vosotros… Al día siguiente, como Marguerite había salido muy temprano para llevar a su almacén la tarea que era urgente, Pierre se despertó. Buscó a su esposa… No estaba allí… El hombre se frotó las manos y – según su lenguaje del taller – tuvo una sucia mirada. Se visitó rápidamente, se acercó a la cama. Los niños dormían… Un chal estaba extendido sobre una silla junto a la chimenea…. Ténard logró retirar al pequeño Jean de los brazos de sus hermanos y lo envolvió en el chal… Hecho eso, bajó a la calle provisto de su fardo. –Con dos hijos solamente, – murmuró, – la madre podrá aún ganar el pan. Continuaba con su plan. Si dejaba al niño en un hospicio de Paris, acabarían por encontrarlo: tenía que llevarlo lejos. Se dirigió a la estación de Orleans y tomó un billete para Limoges. Durante el camino, algunos viajeros de tercera clase parecieron sorprendidos de ver a Ténard mecer al pequeño: contó que la madre esperaba a su hijo en Limousin. Se bromeó sobre su rol de nodriza. El aceptó las bromas y se lanzó en un elogio extraordinario de la paternidad, y, cayendo la noche, llegó a Limoges. Conocía la ciudad par haber trabajado allí con tu tío Lamoureux; sabía las calles casi desiertas que debía seguir para llegar al hospicio y depositar allí al recién nacido. Marguerite había regresado a su habitación, donde faltaba uno de sus pequeños… Grito, gritó tan fuerte la pobre que pronto toda la casa estuvo a pie… Los inquilinos, espantados, miraban a la mujer que emitía aullidos salvajes, rodeada de dos niños que también lloraban y gritaban con su madre: –Mi hijo… Quiero a mi hijo… Se retorcía los brazos; y ese pobre cuerpo de mujer iba y venía, como en una danza macabra, sacudido y martirizado hasta en sus entrañas… Se apeló a la justicia… Ayer aún, Ténard había dicho a su esposa que quería desprenderse de uno de sus hijos… Las investigaciones no condujeron a nada. Marguerite a punto estuvo de perder la razón; pero Charles, su hijo mayor, rodeándole el cuello con sus brazos, le recordó que todavía era madre. Se enfrentó al dolor, sufriendo siempre de un vacío que se había hecho en ella por el trozo de su corazón, del pedazo de su carne que se le había arrancado. En cuanto a Pierre Ténard, tras haber abandonado a su hijo en el hospicio de Limoges, se dirigió a Burdeos y se embarcó en un trasatlántico. Algunos meses más tarde, el obrero de París se hacía naturalizar ciudadano americano. –¿La familia?... ¿La patria?... Todo eso eran bagatelas, – gruñía – Mi pequeño Ténard, tú eres un hombre muy fuerte…
  • 15. II No hay región de Francia donde el hombre se aferre tanto al suelo natal como en esas tierras un poco desheredadas del Limousin. Mientras los habitantes de la Creuse van a buscar fortuna en París en calidad de albañiles, y los de la Dordoña abandonan los campos para dedicarse a un oficio cualquiera, el campesino limousin vive con su tierra, y el hijo sucede a sus antepasados en esos sombríos dominios demasiado a menudo anegados por las lluvias de invierno. Amplios brezales, terrenos cuidadosamente preparados por los abonos calcáreos; tallos sombríos, cortados por rutas blancas, y en medio de las praderas, los estanques que duermen bajo los senderos de los iris y los nenúfares, dan a ese país un aspecto solemne y desolado. Las tardes de invierno, en medio de las avenidas de los castaños, se perciben cabañas hechas de madera seca y de hojas, donde se refugian unos hombres que vigilan unos montículos enormes: allí se prepara el carbón, y desgraciado el aldeano descuidado que no ha vigilado bien su horno: el pan de la familia está en juego. La madera arde lentamente en la profunda noche y los espesos copos que caen del cielo alejan los pájaros de presa que huyen a lo lejos con graznidos y aleteos. Pero cuando regresa la primavera, el paisaje se ilumina con un aspecto completamente nuevo. El sol dora los floridos brezales, los cerros llenos de verdor contrastan con los manteles de agua silenciosos y las tierras de labor que desparecen bajo la lujuriosa cosecha. La vida está por todas partes, hasta en esos rincones de sombra donde las chiquillas llevan a pacer sus ovejas, hasta en esas malezas seculares que retienen mil ruidos de la naturaleza desplegada al sol. Si la cosecha es buena, la alegría esta en todos los rostros; hace falta poco para vivir en esos lejanos aislamientos. En 1880, en una cálida jornada de septiembre, dos jóvenes aldeanos, sentados a la sombra de los castaños que bordeaban el camino del pueblo de Nègre-Combe, charlaban de sus amores. La muchacha, alta, esbelta, de caballos tan negros como las alas de los cuervos que graznaban en las altas ramas de loa árboles, parecía hundirse en la mirada del joven que la contemplaba. Vestida con una blusa de algodón gris, la cabellera adornada con un puñado de margaritas arrancadas en un jardincillo vecino, hablaba dulcemente a su enamorado: –Debes disculpar a mi padre: el pobre hombre ha trabajado tanto… –Si supieses, mi pequeñina, que feliz soy de que se hayan terminado todas las negociaciones… No tenía en los oídos más que: «La mitad del prado de los Granges;»… «Tanto para la boda»… « tanto para los trajes»… llegué a ver el momento en el que tu familia me rechazaba porque no tenía dinero.. – Vosotros sois ricos… –No bromees… –Que importa; eres tú a quien yo amo y no tus bienes… –¡Oh! por eso, amigo mí, pienso lo mismo, y, cuando no tenga ni un centavo… –¡Querida Blanchette!... –¿Me querrás siempre cuando sea tu esposa? –¿Si te querré?... Tú llevas la dicha a todos los que te rodean… Eras el hada buena del pueblo; me gustaría ser soldado: la suerte ha decidido que no haré más que un año de servicio… A mi regreso de Limoges, te he encontrado tan devota y tan amante… y más bonita que nunca… –Sí, sé que desearías ser militar, convertirte en oficial… –Y tú has sido bien feliz de que no hubiese formado parte del segundo contingente... En fin, no tengo de que quejarme puesto que has sabido convencer a tu padre a tomar por yerno a un bastardo, a un expósito…
  • 16. –¿Un bastardo?... Pareces un marqués… –Tú siempre me adulas… Pero ya está cayendo el sol …quiero terminar mi surco… Unos se vuelve perezoso en el regimiento… –Mi pequeño Jean, debías aburrirte mucho en ese cuartel… –Trabajaba mucho… Es una gran satisfacción instruirse, y luego pensaba en mi Blanchette y eso me daba valor… Y, con los ojos llenos de amor, el joven aldeano arrojó su uniforme y se puso audazmente a la tarea. Su azada se hundía en el suelo y salía enseguida para romper los gruesos terrones. Blanchette seguía el trabajo con aire inquieto. –Jean, vas a ponerte malo, – murmuraba, mientras los grandes trigos de España a los que el joven hombre daba el último toque, se llenaban poco a poco de esa dulce luz de la tarde que invita al reposo a los rudos trabajadores del día. Erguido como un roble, los cabellos rizados, la tez mate, el novio de Blanchette trabajaba en mangas de camisa, vigoroso, casi elegante en su poderosa musculatura. El año pasado en el regimiento le autorizaban a llevar gigote, distinción bastante rara entre los aldeanos del Limousin. Una vez terminada la tarea, los jóvenes retomaron el camino que llevaba al pueblo. Él, con la azada sobre el hombro, el aire atento y afectuoso; ella, con las mejillas rosadas, los ojos llenos de llamas, coqueta bajo su blusa de campesina, caminaban ebrios de sol. –¿Recuerdas, Jean, el día en el que buey de los Ridoin saltó las barreras del prado Gardel?... Corría tras de mí porque yo tenía un fular rojo… Fuiste tú quien me salvó… –No hablemos más de eso… –Sí, hablemos… Sin ti estaría muerta. –Entonces, tengo que besarte… Una vez por el padre Mathurin… Otra vez por la madre Nicole, que te quiere tanto… A mi vez, queridita… –Me estoy poniendo colorada… –Es que eres muy bonita, amor mío. –Ahora ya no tengo tristes pensamientos. Había temido a la señorita Suzette. –La señorita Suzette, la hija del alcalde… ¡Oh! celosilla… ¿Acaso crees que ella iba a querer a un aldeano?... –¿Y si te quisiera?... –Entonces… entonces… sería yo quién no quisiese. Se detuvieron antes de llegar a la casa; y, en el gran silencio del campo que dormía, se miraron a los ojos fijamente. –Soy dichosa… mi Jean amado… feliz de pensar que dentro de algunos días perteneceré a un hombre leal e inteligente… Me siento orgullosa de ti y no puedo manifestar todo el orgullo que siento al confiarte mis alegrías y mis esperanzas… –Sin embargo tenías donde elegir, mi Pequeñina; los pretendientes no te faltaban. –Solo te amo a ti – dijo ella, alegre.– Sé bien que en la ciudad uno se burla de los amores de una aldeana; pues que se sepa bien, la aldeana tal vez carezca de buenos modales, pero tiene corazón como las demás… –Querida Blanchette… Cuando los Mathurin, pequeños propietarios del pueblo de Nègre-Combe, perdieron a su hijo, la madre Nicole pidió y obtuvo del hospicio de Limoges la custodia de un lactante. Fue un jueves, un día de mercado, cuando la Nicole fue a la ciudad y volvió con un ser sufriente y moribundo entre sus brazos, cuya carita pálida revelaba mudos dolores.
  • 17. –¡Mujer, habrías podido elegir a otro más fuerte… A este niño no le quedan dos días de vida!… Nicole respondió: –Mírale, hombre… ¿No se te parece al mismísimo difunto?... La misma boca, los mismos ojos, la misma sonrisa… Incluso se podrían confundir… Es por eso por lo que lo he tomado… No se sabe de dónde viene… Cuando fue abandonado en el hospicio, se encontró alrededor de su cuello un trozo de papel sobre el que estaban inscritos su nombre de pila y la primera letra se su apellido de familia: Jean T. –Pequeño Jean… Pequeño Jean… Y el campesino, muy conmovido por el recuerdo del hijo que había perdido, acariciaba al niño con dulzura. –¡Pobres expósitos!, – dijo Nicole – se dice que Dios los protege y que llevan la felicidad a las familias que los recogen… Los vecinos que examinaban los frágiles miembros del niño, aconsejaron a los Mathurin que lo devolviesen al hospicio. –Por supuesto se va a morir… Os vais a meter en un lío… A los inspectores no les gusta eso… –Si fuese el nuestro – concluyó Nicole – tendríamos que educarlo bien… El niño creció y se obtuvo de la administración el derecho de conservarlo pagando la cuota anual. Dotado de una actividad increíble, el joven aldeano siguió cursos de adultos en la escuela primaria; se convirtió en un sabio, permaneciendo siendo el primer trabajador de la tierra. Supo el secreto de su nacimiento el día mismo en que los ancianos de la comuna le dieron el nombre del pueblo, convirtiéndose en Jean Nègre-Combe. La velada era admirablemente hermosa en el pueblo de Nègre-Combe, medio perdido entre la sombra y el verdor. Bajo las ramas de los grandes robles, los aldeanos charlaban entre ellos, y las mujeres, sentadas sobre sus sillas de paja, soñaban con los recuerdos de antaño y también con las alegrías presentes. Pero la conversación versaba sobre todo acerca del próximo matrimonio que iba a tener lugar. ¡Oh! todos los vecinos querrían estar en la fiesta; pues, en esa región donde los hombres no son todos buenos y donde algunas ancianas son malvadas, los unos y los otros eran unánimes en reconocer que Jean Négre-Combe era el hijo adoptivo del pueblo. En un instante, todos los conversadores estuvieron de pie y los rostros radiantes se volvieron sombríos. Acaban de observar, llegando por el camino de Négre Combre, un jinete que cabalgaba con las bridas tensas,. Corría tan rápido que se creyó que había ocurrido una desgracia o un incendio. Dos jóvenes se levantaron sobre el techo de una granja; y, como se esperaba con impaciencia el resultado de sus observaciones, hacían señales con la mano de que no podían aun decir nada y que el horizonte azul sobre el cual se destacaban las blancas estrellas no había perdido nada de su esplendor. Rodearon al mensajero y se le acosó a preguntas. Un anciano, que había servido bajo el Imperio, levantó al aire su bastón: –¡Vive Dios! Se nos anuncia el regreso de la emperatriz… Otro viejo gritó: ¡Viva el Emperador!... El jinete, que acababa de confiar su montura a uno de los hijos de los Bernot, golpeó la puerta de Mathurin. Nicole se presentó. –Mi marido está acostado… ¿Qué quiere usted?... –Hola, tía… usted me conoce bien… –Sí… eres el hijo de Le Hallier, el posadero…
  • 18. –Eso es, tía… –¡Habla!… –Vengo a decirle… necesito poner en orden mis ideas. Es mi padre… no, es un caballero… un caballero rico quien me envía aquí… El conde ha dicho algo así a mi padre: «¿Tiene usted un caballo? –Sí, señor conde. – Hay que enviar al crío al pueblo de Négre-Combe… Es muy urgente… muy urgente…» Eso es… Luego el caballero me ha dado una moneda de cinco francos, añadiendo: «Es importante que el tío Mathurin venga aquí…» Y eso es todo… Los comentarios amenazaban con convertirse eternos… Jean quería seguir a su padre a casa de los le Hallier. –No– dijo Mathurin – puesto que ese caballero tiene algo serio que decirme, le molestaría ver gente… Me esperarás en lo alto del cerro… –No tarde demasiado… En el fondo, Mathurin no se iba con el corazón tranquilo. Intentaba sonsacar algo a su conductor y no encontraba explicación. El muchacho le ofreció su montura. Él se negó para pensar mejor a su gusto, y ambos, charlando de otras cosas, hicieron la ruta a pie, el hijo de Le Hallier tirando por la cuerda del animal que había apretado tan intensamente antes. El albergue regentado por Le Hallier está situado en la encrucijada de cuatro caminos que proceden del pueblo. Encima de la puerta principal, un bastidor soporta una plancha de hierro representando unos jinetes magníficamente montados. Los jinetes elevan sus estandartes de color rojo donde se leen estas palabras: –«¿Adónde vais? A casa Le Hallier. – Buen albergue. – Buena mesa y lo demás.» Era ahí donde los aldeanos se reunían los domingos y se jugaban los billetes en un billar, un billar ajado, sucio, deshilachado, donde se hacía secar la ropa de la colada y cuya tapiz, antaño verde, tenía el aspecto entristecido de una pradera segada cocida por el sol. El posadero esperaba a Mathurin. Con aire misterioso, tomó del brazo al aldeano y pronunció lentamente estas palabras: –Lo esperan ahí… en el saloncito… Lo que Le Hallier llamaba saloncito era la única habitación empapelada del establecimiento. Sobre la chimenea de madera imitando mármol, unos jarrones descascarillados llenos de flores artificiales; en el marco, un espejo dorado, unos cuadros de santos, una cruz, y a lo largo de las paredes, grabados de Epinal disimulando aquí y allá, los desgarros hechos en el papel de un dudoso azul. Mathurin atravesó la cocina, donde algunas aldeanos jugaban a las cartas bebiendo vino blanco, y penetró en la estancia contigua. Le Hallier lo había introducido: a una señal del personaje que se encontraba allí, el posadero desapareció saludando obsequisamente. –Quiere sentarse, amigo mío – dijo de un modo afectuoso el desconocido caballero.– Soy el conde de Tinders, y si le he hecho venir aquí a pesar de la hora un poco intempestiva, es que los asuntos de los que tenemos que ocuparnos son de la mayor importancia. El marido de Nicole tomó sitio sobre la silla que le era señalada, y, haciendo girar su sombrero entre los dedos, esperó a lo que su interlocutor tenía que decirle. El conde parecía tener una cincuentena de años. Alto, un poco delgado, cabellos rizados, brillantes, la tez que da la vida pasada en países cálidos: una especie de máscara grisácea.
  • 19. –Mathurin, siempre he llevado abiertamente mis asuntos y voy a ir directo al grano: El hospicio de Limoges, - la administración de los expósitos, si usted lo prefiere – le confío, hace veinte y un años, la custodia de un lactante… El aldeano tuvo un sobresalto; pero la mirada benevolente del conde le hizo retomar su compostura. –Sí… sí… nuestro Nègre-Combe… un gran chico y un valiente, se lo aseguro, señor conde. –¿Cuándo el niño fue destetado, usted obtuvo la autorización para mantenerlo?... –Así es, señor conde, nosotros acabábamos de perder a nuestro querubín, y una casa que no tiene un hijo es como un pájaro sin alas… Entonces el señor alcalde y el señor cura hicieron las gestiones necesarias… En resumen, el pequeño abandonado se convirtió en nuestro hijo… Somos felices: va a tomar esposa… –¡Ah! ¿Se casa?... –Y toma un buen partido… –¿Usted quiere mucho a su hijo adoptivo?... –¿Cómo me pregunta eso?... Cuando la Nicole, mi querida esposa, estuvo enferma, el Nègre-Combe partió en medio de la nieve para ir a buscar al médico… Mi mujer sangraba por la nariz tanto como podía… Yo había puesto unas llaves en su cuello, nada conseguí… Finalmente, el Nègre-Combe trajo al señor Guinchamp y el doctor dijo: «Su hijo es un muchacho valiente, ha corrido de tal modo que al llegar a mi casa cayó como un fardo… Algunos minutos de retraso y yo hubiese sido impotente: su esposa hubiese muerto…» Así pues, mire usted, mientras el médico contaba eso y la Nicole volvía a renacer, tomé al muchacho entre mis brazos y me puse a llorar como un animal… También hay que ver como lo quiere ella, a su salvador… En la casa, él es siempre el primero en levantarse y el último en acostarse… es guapo… sabio… Sería muy difícil superarlo en escritura y cálculo. ¡Si lo hubiese visto con uniforme de militar!... ¡Soberbio, señor!… ¡Estaba soberbio!... –Así pues, tío Mahturin, usted considera al Nègre-Combe como su hijo, ¿y nunca ha pesando que sus auténticos padres vendrían a reclamarlo?... –Jamás, señor conde… –Sin embargo, mi buen amigo, usted no debe ignorar que ese joven tiene un padre, una madre, tal vez vivos todavía… –Un hijo abandonado no tiene ni padre ni madre. –En fin, si sus padres… –Habría que ver… –Desde luego, sería una injusticia no indemnizarle por los cuidados que usted y su esposa han dado al niño… –¿Indemnizarnos?...El Nègre-Combe nos ha dado más de lo que ha costado… Y, por lo demás, señor conde, jamás hemos pensado… –Lo que usted acaba de decir, Mathurin, honra su carácter… Pero, una vez más, Nègre-Combe no es su hijo… –Es como si lo fuese… –¿Y si su padre viniese a reclamarlo? –Me negaría a entregárselo. –La ley… –Me paso la ley por el forro… –Vamos, tío Mahturin, tenemos que acabar con esto… –¿Y bien? –Yo conozco a su padre… –¿Y?
  • 20. –… Que me ha dado la orden de llevarlo inmediatamente a París. –¿Su padre? ¿El padre de Nègre-Combe?... Usted se burla de mi… ¡Qué venga él a buscarlo!... ¡Maldita sea! Le rompo la cabeza… Mathurin se había levantado: sus ojos brillaban como brasas, y, con los brazos cruzados, su bastón pasado por su axila derecha, miraba fieramente a su interlocutor. –Sí… ¡dígale que venga él!... –Tío Mahturin, ¡el padre… soy yo! –¿Usted, señor conde?... No…no puede ser… no, usted no lo hubiese abandonado… Soy yo… el padre… La Nicole es su madre…Él no conoce más que a nosotros… –Tio Mahturin… –Ya no hay tío Mathurin que valga, aquí hay un hombre contra un hombre – exclamó el aldeano golpeando la mesa con su bastón. Pero de pronto, el habitante del campo cruzó su mirada con la de su interlocutor, y, a su pesar, el hábito del respeto, o tal vez algún temor, le hizo curvar la cabeza. –Usted ha querido burlarse de mí, señor conde… gastarme una broma… Yo no soy más que un aldeano; debe excusarme… Cuando me ha dicho que el Nègre-Combe estaba perdido para nosotros, no he comprendido el asunto… Era para ponerme a prueba… He sentido que se me iba la cabeza… No estoy loco, señor conde… He pasado la prueba… –Yo soy el padre de Nègre-Combe, Mathurin. –¡Bueno!... vuelta a empezar… Usted quiere enfermarme… –Yo no bromeo… Usted y su esposa serán pagados, generosamente pagados, y mi agradecimiento por ustedes será eterno… Para comenzar les daré diez mil francos… –Diez mil… –Veinte mil… treinta mil, incluso, para evitar toda dificultad… –Un hijo no se vende – dijo Mathurin inclinando dolorosamente la cabeza. –¿Cómo puede ustee suponer, mi bravo amigo, que yo haya querido reírme de usted?--- Eso no hubiese sido gentil de mi parte… En otras palabras, esta es mi historia. Yo era estudiante en París: había conocido a una joven obrera, bella, decente tanto como modesta… Por desgracia murió dando a luz un niño, y mi familia, que, por las indiscreciones de un amigo, sabía lo que pasaba, me obligó a abandonar la capital. Se inventó un cuento y se me hizo creer que mi hijo había seguido a su madre a la tumba… Yo viajé, buscando en el extranjero, en China, en América, en Australia, el olvido de un dolor que no podía ser consolado… Me casé en Saigon, donde ejercí las funciones de intérprete en un tribunal civil.. De mi unión con una joven inglesa nació un desdichado ser deforme, odioso, por el cual la existencia no es más que un suplico y que me deja sin esperanza… Vivo en Francia desde apenas hace seis meses. Hace algunos días solamente, y por una providencial casualidad, he sabido que mi hijo estaba vivo y que uno de mis tíos, para sustraerlo a mis búsquedas, había tenido la crueldad de llevarlo de Paris y depositarlo en el hospicio de Limoges… Dios ha castigado a mi pariente que ha muerto demente; fue por una nota escrita de su mano que supe la verdad… Dudaba aún…. Finalmente, en Limoges la administración ha buscado en sus archivos… Jean, mi pequeño Jean, había sido recogido por una familia honrada. – Mathurin, no se preocupe, el chico no los olvidara.. Lo llevo a Paris para darle la situación que le pertenece… Regresara a menudo al pueblo… Usted será siempre su padre… Le Hallier, por orden del conde, había traído licores, pero Mathurin no quiso beber. –Gracias… No… No tengo el corazón para la bebida… Es usted el padre de Nègre- Combe… ¿Un caballero, nuestro Nègre-Combe?... ¿Quién lo habría dicho?... Cuando Nicole lo trajo de allí no era nada… Tan solo un bebé enfermo…
  • 21. –Fue en 1859, ¿no es así, Mathurin? –Sí… 1859… –En noviembre… –Un poco antes de Santa Catalina… Hacía un frio de perros y la Nicole lo había envuelto en mi capa… El hombre se detuvo bruscamente, y luego de las palabras salió un estertor de su pecho oprimido: –¡Oh Dios mío!… ¿usted no sabe?... Preferiría que el fuego del cielo hubiese incendiado nuestras granjas… ¡Ah!...me esperan en este momento… todos, en lo alto del cerro… Nicole, Nègre-Combe, la Pequeñina, los vecinos también… todos… Van a creer que me he vuelto loco… –Es mejor que los prepare para la noticia, tío Mahturin… el golpe será menos duro… Regresará aquí mañana por la mañana con …. nuestro hijo… Amigo mío, tenga valor… Vamos, usted es un hombre, ¡qué diablos!.. y un hombre valiente… El conde le estrechó las manos y el campesino quedó aturdido como si un martillo le hubiese destrozado el cráneo. Cuando atravesó la cocina del albergue trastabillaba. Los campesinos sentados lo vieron tan pálido que insistieron en acompañarle. Él no quiso. El camino era blanco y los grandes árboles de los taludes, bañados de una suave luz, destacaban como sombras en movimiento a los turbados ojos del aldeano. Caminaba con la cabeza baja, pareciendo ignorar el camino o más bien retrardando su marcha. Se hubiese dicho que unos seres fantásticos le cortaban el paso. Lleno de angustia, permanecía en medio del camino, en una especie de extraña inmovilidad. Conocía todos esos grandes árboles como si fuesen suyos, y sin embargo parecía pisar una tierra desconocida. Mathurin tenía miedo de llegar a casa, él, que los días de fiesta apresuraba el paso y siempre llegaba antes de ocultarse el sol… Ahora se hacía el remolón, enjugando sus lágrimas, escrutando el horizonte. –Devolver a Nègre-Combe… eso no es posible… Y gritaba en voz alta: –¿Quién ha dicho eso? ¡Ah! ¡Eso habrá que verlo!... Y como en la profunda noche nadie le respondía, se decía a sí mismo: –Sin duda he soñado… Mis ideas no están claras… Reflexionemos un poco: han venido a buscarme… He ido al albergue de Le Hallier… ¿He bebido? No… En la cocina, los Bérias, los Moreau, los Vincent jugaban a la brisca… Pero ¿el conde?... ¡Ah! sí… Me ha hecho hablar de mi Nègre-Combe… ¡Oh!... Nègre-Combe es su hijo… Él debe obediencia a su padre… Sí, obediencia… Ya estoy llegando, voy a verles allá arriba… ¡Ah! ojalá un trueno me fulminase… En el pueblo comenzaban a estar preocupados. Mathurin no regresaba; hombres y mujeres se habían sentado en el talud del camino: –Ya sabéis como es Le Hallier… Seguro que están bebiendo con el caballero… –Tengo un mal presentimiento – dijo la Pequeñina a Nègre-Combe. –Vamos un poco más lejos – murmuró Nicole. Todo el mundo se levantó, y, casi al mismo tiempo, observaron a Mathurin que regresaba a paso lento. Entonces comenzaron las bromas. –¡Eh! ¡eh! tía Nicole, el padrecito se hace viejo. –Cojea de una pierna – grito Berlureau.
  • 22. –Cuando regresemos del mercado – dijo otro – nos veremos obligados a sacar la lengua para seguirle… Mathurin vio a su gente de pie y se puso a llorar; no se veía claramente su rostro y todavía se divertían. –Viejo pícaro, habrá encontrado algún conocido en el camino. –Es que de joven era todo un galán. –Un vigoroso mozo… Las risas cesaron en el momento en que el aldeano apareció, sudoroso, con el rostro deshecho. Estaba tan pálido que todos quedaron mudos y tan pálidos como él. –¿Se encuentra mal, padre? – preguntó Nègre-Combe temblando. –Por supuesto, se trata de una mala noticia – dijo Blanchette. –¡Ven! –dijo la Nicole tomando violentamente a su marido por el brazo… Los vecinos se habían dado cuenta que su presencia podía molestar a la familia y permanecían en el camino. –Los bueyes vendidos habrán tenido algún problema – dijeron los Boulard. –Los Mahturin también son un poco presuntuosos – murmuró el gran Vigier – Se oculta de nosotros… Eso es embarazoso… –Es sabido – continuó el mayor de los Boulard – que Mathurin se infla como un buey dese que su hijo se va a casar con la señorita Blanchette… –Bah! el matrimonio todavía no ha tenido lugar… Sin pronunciar palabra, los Mahturin, seguidos de la Pequeñina, que se la consideraba ya como de la familia, habían regresado a la casa. Nicole depositó la lámpara sobre la mesa; y, como Mathurin todavía guardaba silencio, Blanchette quiso retirarse. –Tal vez les moleste… El aldeano levantó la cabeza: –No… no… Tu presencia me permite llorar… Amigos míos… Nicole…Nègre- Combe… Pequeñina… mis pobres amigos… somos muy desgraciados… ¡muy desgraciados!... Algo lo sofocaba… Hacía señales con la mano de que quería hablar y que no podía. Se sentó en una de las sillas de la cocina y luego se levantó con un gran suspiro de niño. Apoyó su dolorida cabeza entre sus manos y lloró tan fuerte, él, el hombre de los trabajos duros, que desde el camino se podían oír sus sollozos semejantes a gemidos de animal herido. Por fin, se creyó más fuerte. –Esto ocurre… Nègre-Combe ya no es nuestro hijo… Su padre ha venido a buscarle… Va a abandonarnos… Había dicho eso de un tirón para aligerarse de inmediato de ese peso. Se produjo un silencio tras el cual Nicole tomó la palabra: –Han querido reírse de ti, hombre. –Ya sabía que me tomarías por un loco. Tengo mis razones…nuestro Jean es el hijo de un conde… ¡nuestro hijo está muerto para nosotros!... –¡Hijo de un conde! – exclamó la Pequeñina. Y los bellos ojos de la chiquilla, que se habían dirigido a su novio, adoptaron una expresión de tristeza y orgullo. –Lo han engañado, padre – dijo Nègre-Combe con gran serenidad – Yo no tengo más familia que la suya… No reconozco a nadie el derecho… –Tu padre es rico… –¡Eh! ¡Poco importa su fortuna!... El hombre que me abandonó en un hospicio no podría ser mi padre…
  • 23. –El conde de Tinders dice que jamás hubiese consentido en separarse de ti… Tu madre ha muerto… Se hizo correr también el rumor de tu muerte… Fue un pariente del conde que te localizó en Limoges… ¡Oh! ya no sé lo que digo… –Lo que sé – respondió el joven aldeano – es que usted es mi padre… que la Nicole es mi madre… que Blanchette será mi esposa… –Vamos a acostarnos, hijo mío. Mañana… –¿Mañana?... –Te dirigirás a la posada de Le Hallier con Nicole… –¡Qué desgracia!... Y Blanchette, deplorada, se arrojó en los brazos de la madre de Nègre-Combe. Por la mañana, el conde de Tinders se paseaba tranquilamente ante la puerta del albergue, cuando vio venir a un joven con rostro dulce y distinguido. Detrás, el aldeano caminaba con una vieja aldeana que enjugaba sus ojos rojos. –¡Ah! Señor – suspiró el joven aldeano – me ha destrozado la vida… –¿Su padre no le ha dicho…? –Lo sé todo, señor… –¿Y esas son las únicas palabras que se le ocurre decirme? –Vamos, mi Nègre-Combe – dijo la Nicole, con un tono de dulce reproche – no hay que ser así… –Perdóneme, señor; pero esta extraña revelación… El conde consideró a su hijo con benevolencia. –Todavía no me atrevo a llamarle hijo mío; pero si hay algo en el mundo que pueda convencerle de todo el amor que tengo por usted, es la profunda emoción que me embarga en este momento… Es usted la viva imagen de su pobre madre… ¡Oh! comprendo sus sentimientos de gratitud por sus padres adoptivos… No los abandonará… volverá al pueblo todas las veces que lo desee… –Sí… regresarás –decía la Nicole. Jean Nègre-Combe habló así al conde: –Escúcheme, señor… No me está permitido dudar… Usted es mi padre… yo le obedeceré… Déjeme tan solo decirle que he prometido unir mi vida a la de una joven muchacha digna de mi amor… –Usted cumplirá con sus compromisos… –¿Me dejaría…? ¡Oh! no, Señor… no quisiera partir con esta esperanza, si más tarde… –Usted será libre, señor… –Entonces… es usted bueno… Yo lo quiero… Y, con un abandono completamente filial, Nègre-Combre se dejó caer en los brazos que su padre tendía hacia él. –Y tú, madre… – dijo enseguida oprimiendo contra su corazón a la vieja Nicole – Di, di a todos que los quiero mucho… que sigo siendo su hijo… Una calesa alquilada en Limoges por el conde de Tinders esperaba ante el albergue. Se pusieron el camino para tomar el tren que partía, esa misma tarde, para París.
  • 24.
  • 25. III El conde de Tinders vivía en un palacete de la avenida de los Campos Elíseos. Era uno de eses exhuberantes extranjeros, – uno de esos hombres de fortuna exóticos que plantan bruscamente su tienda en la capital. Venidos de no se sabe dónde, titulados no se sabe por quién, su fortuna sirve de máscara a su pasado, y aquellos que los frecuentan con asiduidad no tienen derecho a ser curiosos. Viven en la gran ciudad unos meses apenas y ya son considerados como parisinos de toda la vida. Alegres vividores en su mayoría, saben un poco de todo y mantienen ocultos sus antecedentes, mirando por encima del hombro a los nuevos ricos. Una especie de laboriosa intuición les mantiene al corriente de todo lo que se dice, de todo lo que se prepara; y, como pagan generosamente a los que lo rodean y como las personas serias no tienen nada que decir con su labia escandalosa, unos los admiran y los otros se callan. El conde era inmensamente rico. En París se decía que, independientemente del considerable territorio que poseía en la baja Conchinchina, era propietario de varias minas de oro en América. El noble extranjero había sido invitado en el «Círculo de los Mirlitons» por uno de sus amigos, el joven barón de Boistel; y, desde hacía varias semanas, se había divertido perdiendo grandes sumas de dinero en la ruleta y en el bacarrá. La mala racha se le presentó como un hada bienhechora: arrojaba oro a manos llenas, y los jugadores, de ordinario impasibles, miraban con una especie de inquietud a ese hombre de rostro trágico, largos dientes blancos y barba gris, que se daba un enfermizo placer viendo como la fortuna se cebaba contra él. –¡Eh! querido conde, es usted uno de los príncipes de la tierra, y el nabab, el famoso nabab del segundo imperio, apenas sería digno… –¿El nabab?... No lo conozco – interrumpía con su voz brusca. – Un político, sin duda… Yo desprecio la política… Francia necesita transformarse; ahora representa al viejo mundo; hace falta que América le dé un poco de sangre nueva… Soy americano y me vanaglorio de ello. El americano sentía un deseo imperioso de provocar que hablasen de él. Ya se citaban algunas de sus excentricidades. Así, un día, había invitado a un numeroso grupo de amigos a cenar, y cada invitado había salido del palacete provisto de un soberbio lingote de oro sobre el que había sido grabado el menú de la cena; otra vez, había escrito al prefecto del Sena para obtener la autorización para iluminar el Arco del Triunfo. Se le hizo observar que el Arco del Triunfo era un monumento nacional y que solamente se iluminaba con ocasión de las fiestas públicas… El conde pareció muy contrariado con la respuesta. –¡Pues bien! Que me lo vendan – escribió al prefecto con una sangre fría que maravilló a los periodistas parisinos. El palacete de la avenida de los Campos Elíseos había sido amueblado de un modo principesco. A su regreso de Saigón, el conde se había instalado allí en compañía de su hijo, un niño de doce años, un ser deforme al que los criados, entre ellos, llamaban el príncipe Tam Tam, en recuerdo de los aventureros viajes que el amito les había contado: una vieja dama inglesa, mistress Jackson, le servía de gobernanta en el apartamento que ocupaba en el segundo piso. Todo el mundo en París ignoraba que el conde Tinders tenía un hijo, de tal modo se había esmerado en sustraerlo a las miradas de sus invitados. El principito vivía solo con la abnegada mujer que había jurado a la moribunda madre dedicar su vida al niño maltratado por la naturaleza. Sin embargo, desde hacía algunos días, el rostro del enano se había iluminado de alegría. Su gobernanta le había confiado que su padre pronto traería un hermano, un
  • 26. hermano mayor, y el príncipe presentía que encontraría en ese desconocido un sostén y un protector. –Hector, este es tu hermano – dijo el conde dirigiéndose al niño. Jean Nègre-Combre – al que llamaremos a partir de ahora el vizconde Jean de Tinders – observó al pequeño con una especie de terror. Un metro de altura, un cuello de jirafa soportando una cabeza enorme, dos ojos negros, seguramente muy hermosos en otra persona, pero espantosos sobre esa frente, a causa de su desproporción con el resto del cuerpo: de tal modo se presentaba el príncipe Tam Tam. Se había levantado a la llegada de su padre. Su espalda quedó curvada como las alas de un pájaro replegadas antes del vuelo. Un corazón de oro latía bajo esa envoltura tan informe; una inteligencia muy intensa brillaba bajo ese cráneo que presentaba todos los estigmas de una vergonzosa herencia. El niño había nacido en la baja Conchinchina, y se decía que su madre, durante el embarazo, había tenido miedo de las horribles caricaturas de las pagodas chinas. El vizconde pareció vencer una repulsión instintiva; pero los grandes ojos negros que se fijaban en él tenían una expresión tan dulce, que avanzó hacia su hermano y le abrazó. El enano sintió un estremecimiento correr a través de su ser; levantó la cabeza y se echó a llorar. –¿Por qué lloras, Hector? – preguntó el hermano mayor con bondad. –Jamás… jamás nadie me ha abrazado como usted acaba de hacerlo… Yo lo querré siempre… ¡Oh! lo querré con todo mi corazón, señor… –Fíjese si soy desgraciado – dijo el conde que parecía insensible a esta escena fraternal. – Vamos, venga, Jean… Habría dado todo el oro del mundo para ahorrarle la vista del monstruo… –Padre… –¿Se imagina como es toda una vida permaneciendo frente a frente con él?... Quisiera separarme… Más tarde, tal vez… Ahora, dejemos esas siniestras ideas y venga conmigo. Voy a mostrarle el único lugar apacible donde se desarrolla mi desolada existencia. El conde y su hijo acababan de atravesar una suntuosa galería de cristal donde las plantas trepadoras formaban una cortina de verdor; unos árboles, grandes árboles, extendían sus ramas hasta lo alto del vidrio y las pasifloras arrojaban allí sus lianas en un amoroso abrazo. Aquí y allá, en medio de verde césped, podían verse unos macizos de azaleas, de camelias, de pivonias, de primaveras de la China, resedas y brezales floridos. Todas esas flores vivían en plena tierra y la suave temperatura del invernadero estaba embalsamada por los más dulces perfumes. El conde levantó un gran paño que se encontraba oculto por una palmera gigantesca e invitó a su hijo a penetrar en una pequeña habitación de la que cerró la puerta de inmediato. Las paredes cubiertas con papel blanco de flores rosas, amueblada con algunas sillas de paja. La habitación tenía un aspecto de chocante humildad, desde las cortinas de muselina blanca que recubrían una cama de acajú hasta el reloj de péndulo de porcelana y las mil naderías que encumbraban la chimenea de mármol. Frente a la chimenea y encima de una ventana enrejada y destinada sin duda a servir de refugio a los pájaros, aparecía un retrato al oleo; era la imagen de una mujer llena de juventud y vida. –Su madre – suspiró el conde descubriéndose. La mujer era bella, con esa belleza radiante que posee un alma tranquila. Llevaba un gorro blanco, y sus cabellos de oro pálido recogidos en trenzas sobre su frente,
  • 27. enmarcaban su dulce rostro. Sus ojos tenían una expresión maternal y sus delicadas manos estaban ocupadas en un bordado. –Esta habitación representa exactamente la que su madre ocupaba en la calle Saint- Jacques; mi memoria ha sido bastante fiel para no olvidar nada… Solamente los pájaros de la ventana ya no cantan al haber desparecido de la tierra la que yo amaba; las horas se han detenido; las flores de los jarrones están muertas; muertas también mis esperanzas y mis alegrías… A menudo, estoy cansado del ajetreo y del lujo, harto de París; y solo vengo aquí a rezar por ella. La calma de este retrato me hace descansar de mi existencia pasada… Jean, he aquí el oratorio que su madre bordó durante los días de nuestra felicidad; he aquí el sofá donde tenía por costumbre sentarse durante sus laboriosas veladas… La rigidez del aldeano se sumió en un impulso de ternura y apretó con efusión las manos del hombre que le hablaba, de ese hombre tan frío y tan altivo en su amplio chaleco abotonado y que, en ese momento, sollozaba como un niño. –Usted ha sufrido mucho, padre… –He sido muy desdichado, muy desdichado… Pero bendigo al Cielo que me ha permitido encontrar el hijo que creía perdido para siempre. Jean, esta casa es la suya… A partir de ese día, el vizconde comenzó su metamorfosis. Se le encargó a uno de los más prestigiosos sastres de la capital que lo vistiese; Jean tuvo profesores de esgrima y equitación. El joven no había olvidado el pueblo. Escribió a los Mathurin y a la Pequeñina que era feliz y que su padre pronto le autorizaría a ir a pasar algunos días a Nègre-Combe. Una mañana, el conde de Tinders recibió la visita del director de una agencia de la calle Montmartre, al que acababa de enviar una carta muy urgente. –¡El Señor Lejet! – anunció un criado con librea azul y oro. El visitante era un hombre viejo delgado, con la frente abombada y la mirada cautelosa. Llevaba una perilla blanca en punta y tenía el resto de su rostro perfectamente afeitado. Era un parisino, un auténtico parisino del bulevar Montmartre, así como él mismo lo decía con una risilla metálica. Desde hacía treinta años, dirigía una oficina de información; había pasado toda su vida sumido en el estudio de ambiguos documentos, enseñando a los unos el modo de hacer valer sus derechos en las sucesiones no heredadas, investigando las filiaciones, ennobleciendo a estos, enriqueciendo a aquellos. Era conocido por los caballeros más destacados de la capital como un auxiliar de los más preciosos. Allá, en su despacho de la calle Montmartre, donde el sol jamás entraba, y donde su frágil cuerpecillo parecía gritar contra el aire enrarecido, su cabeza de pájaro se hundía entre los polvorientos documentos, y de allí siempre salía algo para mayor gloria del sumarial francés. Incluso se decía en voz baja en el barrio, que la prefectura de policía había recurrido a él en casos difíciles. Ese hombre era al que el conde había encargado que se informase sobre el destino de Jean Nègre-Combe. El conde de Tinders mentía al tío Mathurin cuando afirmaba que la administración de los expósitos de Limoges le había proporcionado las informaciones precisas al respecto de la residencia de su hijo. Un incendio reciente había hecho desparecer los documentos de los niños recogidos, por lo que el inspector departamental dedicado a la recuperación de los registros, tan solo pudo dirigir al palacete de la avenida de los Campos Elíseos, unas cartas poco definitivas. El riquísimo americano se había confiado al Sr. Lejet. La delicada situación exigía toda la atención del hombre. Un error sobre la persona hubiese tenido consecuencias desastrosas… El Sr. Lejet no se sintió incapaz de acometer la tarea; le gustaban los
  • 28. asuntos un poco tenebrosos; y, desde que el padre le contó la historia que más tarde debía confiar al tío Mathurin, el director de la agencia se dirigió a la provincia de la Alta Viena. En las condiciones en las que el conde había afirmado que el niño había sido dejado en el hospicio de Limoges, este entraba en la categoría de los abandonados y no en la de los asistidos, siendo estos últimos reconocidos por la madre e inscritos en un registro especial en el mismo momento de efectuar el depósito. Al no poder contar con la recuperación de los documentos del hospicio, decidió resolver el problema por la vía del razonamiento. Un hombre muy avispado, el tal Sr. Lejet. Con la fría lógica de un estadístico, llegó a convencerse que había cien posibilidades contra diez de que el lactante hubiese sido adoptado en las proximidades de Limoges, y eso a causa precisamente de la naturaleza enfermiza del recién nacido. La estadística, ese testigo brutal pero irrecusable de toda verdad, le indicó aún que, sobre cien lactantes, mueren treinta; que, entre los setenta restantes, hay cincuenta que continúan viviendo hasta los veinte años con sus padres adoptivos… Pero el niño había sobrepasado esa edad y no quedaban más que diez posibilidades sobre cien de que todavía estuviese en los alrededores de Limoges. Ausente, era soldado o criado en alguna provincia vecina: los asistidos o los abandonados no se resignan a permanecer en la región donde su triste historia es conocida. Lejet se dedicó a explorar los pueblos, preguntando a los aldeanos, y, de investigación en investigación, después de dos meses de estancia en Limousin, llegó al pueblo de Nègre-Combe. El que lo había contratado le había dado órdenes tajantes: una vez bien seguro de que el joven era el hijo del conde, debía averiguar si el campesino era inteligente y susceptible de una completa transformación que le permitiese hacer honor a su apellido. En caso contrario, el cliente se reservaba el derecho de actuar a su guisa. Lejet actuó con un gran tacto en su misión, pues los Mathurin jamás pudieron sospechar que el comprador de nueces, cuya cosecha aún no se había recogido, era un enviado del padre de Nègre-Combe. Una vez completada su tarea, el director regresó a París, orgulloso de los resultados obtenidos. El conde de Tinders se dispuso a asegurarse por sí mismo de la verdad de los hechos alegados por su investigador. –Estoy muy satisfecho de sus servicios – mi querido señor Lejet – dijo el conde al director de la agencia; por desgracia, nos queda todavía mucho que hacer… Soy un extranjero… me burlo de todo esa gente que viene a mis fiestas… Raramente puedo llegar a amar a alguien: es precisamente a este egoísmo salvaje del trabajador a lo que debo mi fortuna y mis secretas alegrías… Pues bien, hoy, que he encontrado a mi hijo, y que más que nunca espero modelar esa joven inteligencia, me invaden súbitos temores… Tengo miedo de que ese muchacho eche de menos la miserable vida que llevaba en esa aldea… Ese tonto enamoramiento del que le he hablado parece tenerlo enganchado… Hay que quitarle esa idea de la cabeza. –¡Bien! – afirmó Lejet – pero ¿cómo?... –¿Cómo?... No conozco la alta sociedad de París, aunque los periódicos repitan mi nombre y mis pretendidas extravagancias… Señor Lejet, quiero casar a mi hijo y lo antes posible… –Señor conde – dijo Lejet – estoy por entero a sus servicios. –¿Conoce alguna familia que esté dispuesta a actuar rápidamente?... –¿El señor conde quiere a alguien de la nobleza? –¡Por supuesto! –Tengo lo que necesita.
  • 29. –¿Cómo es eso?... –En primer lugar, no hay dote. –Me burlo de la fortuna. –Una joven bonita como un ramillete de flores… Monta a caballo como el difunto Franconi… Una perla… una auténtica perla… –¿Cómo conoce usted a esa señorita? –Por la amazona que le da las lecciones… –¡Ah!... –Sí, señor conde. –¿Cuál es el nombre de esa persona? –Señorita Lucienne de Dives-Laram… Su madre es una mujer de mucho arrojo a la cual ya he hecho algunos pequeños servicios financieros. –Muy bien… ¿Cuántos años tiene la señorita Lucienne? –Dieciocho años… Rubia como el maíz… ojos de zafiro… una cintura de avispa… –Habla usted como un poeta, señor Lejet… –Se hace lo que se puede… Afirmo, señor conde, que su hijo se enamorará de la señorita. –Pero… ¿la entrevista?... –Si usted quiere, señor conde, le diré dos palabras a la amazona… –Tal vez no sea de buen gusto mezclar a un tercero… Aunque en realidad no tengo tiempo para esperar… –Nadie sabrá nada… –Señor Lejet, actúe como quiera, no olvidaré sus servicios. –El señor conde ha sido demasiado bueno conmigo… –Está bien… ¿Cuándo cree que mi hijo puede encontrarse con la señorita?... –¿La amazona?... –No… la otra… –Cuando haya visto a la señora Raphaël, tendré el honor de avisar al señor conde…La señora Raphaël acompaña a veces a esas señoritas a Maisons-Laffite… a Boulogne-sur-Seine. Dos jovencitas de la mejor sociedad… un escuadrón soberbio… –¿Su amazona es honrada? –¡Oh! señor conde – dio el Sr. Lejet sonriendo – soy yo quién le ha conseguido el puesto… –Entonces, apresure la entrevista… es necesario que el vizconde deje atrás sus tonterías y que envíe a todos los diablos el recuerdo de la aldeana… –Se desprenderá de ella como de sus botas… Yo me encargo de ello – concluyó el director de la agencia, con un gesto de vanidad. –¿Sabe usted, querido señor, que es usted muy fuerte… sí, muy fuerte? –El señor conde me halaga… –Apuesto a que no tiene familia… ni cargas… nadie que le preocupe… Si fuese de otro modo, le sería imposible servir con tanta diligencia e inteligencia. –Estoy solo en el mundo… –¡Eh! Señor, en eso reside su fuerza… El director de la agencia pareció reflexionar con esa frase e hizo con la cabeza un ademán de aquiescencia. Jean Tinders se adaptaba a su nuevo mundo; y si el rudo envoltorio de campesino carecía aún de la elegancia aristocrática, los miembros bien formados, el pecho admirablemente desarrollado, la esbelta figura, el cabello negro, la belleza del rostro tostado por el sol meridional revelaban que pronto la metamorfosis soñada por el conde sería una realidad.
  • 30. En el palacete de la avenida de los Campos Elíseos, el joven aldeano había sido acogido con una cortesía de la que poco podía imaginarse. Pensaba que su padre tenía que tener una autoridad enorme sobre los criados que le servían para que esos rostros plácidos no se inmutasen antes las torpezas del joven. A veces no se atrevía a dar órdenes a esos hombres correctos, siempre correctos, que se inclinaban a su paso: recordaba la inocente admiración de su infancia hacia los elegantes criados de los castillos de Limousin. El conde trataba sobre todo de eliminar la envoltura campesina; a continuación se ocuparía de reformar su moral. Cada mañana, un profesor de equitación venía a impartir lecciones al vizconde en el gran patio del palacete. Y el alumno, que antaño montaba con una sola mano sobre el jumento de los Le Hallier, asombraba a su maestro por su solidez y audacia. Las lecciones solamente estaban dedicadas a la elegancia de la monta, y el profesor afirmaba que, en algunas semanas, el vizconde estaría preparado para pasear por el Bois. Igualmente ocurría con los ejercicios de esgrima; el puño, demasiado rápido aún, acabaría por aligerarse; la respuesta era viva y la resistencia física sorprendente. El joven ya había visitado la mayor parte de los monumentos de la capital; y, como a veces su ingenua admiración se había expresado ruidosamente, el conde le había repetido que él pertenecía a un mundo donde la discreción y el escepticismo están de moda. –Fíjese, Jean – continuaba el padre – habrá que ser reservado con algunos amigos a los que le presentaré… Si se le pregunta sobre su pasada existencia, deberá responder que perdió a sus padres a una edad en la que no podía conocerlos… Añadirá que fue confiado al cuidado de una tía que vive en la Alta Viena… Para todos, su juventud la ha pasado en el campo; debe hablar de agricultura, abonos calcáreos, todas esas cosas que usted domina a las mil maravillas… Hablará de sus bosques, de sus tierras, de sus estanques, de sus praderas… En París se admira a las personas que son propietarios… Bastará que cuente esta historia una o dos veces a sus camaradas para que estos la propaguen desde el café de la Paz hasta Tortoni. –Pero padre, me autorizará a regresar al pueblo… Están preocupados… Mi novia me ha escrito una carta que me ha entristecido mucho… –¿Cómo? ¿Todavía piensa en esa aldeana estúpida?... –Un juramento… –Jean, usted tiene el deber de obedecer a su padre… –Usted me prometió… –Mantendré mi promesa… Regresaremos juntos a Nègre-Combre… Sus padres adoptivos han tenido veinte años de su vida… Y yo, que lo he encontrado después de una existencia atormentada, tengo derecho a gozar un poco de la presencia de mi hijo… Jean era vencido por esas palabras pronunciadas con tono tan afectuoso, y ponía todo su valor en rechazar en el fondo de su corazón el pesar que el recuerdo del pueblo le invadía. Cuando el sastre acudió a llevarle el chaleco negro y el pantalón de color que debían sustituir a su traje de los domingos; cuando su sombrero de fieltro de amplias alas reemplazado por un sombrero de copa; cuando sus pesados zapatos planos dieron paso a unos botines puntiagudos; cuando las camisas de batista sucedieron a las gruesas camisas de tela almidonadas por la madre Nicole; cuando sus manos, aún callosas, desaparecieron bajo unos guantes de piel, molestos a veces, pero siempre soportados, el vizconde depositó religiosamente sus viejos enseres en el armario de espejo de su cuarto de baño. Estaban allí, en el estante más elevado, los trajes del campesino, bien doblados, bien extendidos entre ropa muy blanca: el sombrero y los zapatos habían sido recubiertos de papel; el reloj también fue colgado de un clavo desde que el joven hubo
  • 31. estado en posesión de un reloj Luis XV, un reloj de familia, según había dicho el Sr. de Tinders. A veces, por la noche, después de un paseo en coche o una visita al «Círculo de los Mirlitons», en el momento en que el vizconde se retiraba a sus suntuosos aposentos y abría las ventanas que daban al jardín del palacete, se sentía invadido por los recuerdos. Las tuyas que se estremecían suavemente, los macizos de flores en todo su apogeo en medio de la noche constantemente turbada por el murmullo que procedía de la avenida, le sugerían mil pensamientos… Esos árboles polvorientos simétricamente podados, esa arena fina que sembraba de tintes de oro las avenidas del jardín, esas largas murallas recubiertas de un verdor oscuro, encerradas entre unos refuerzos de hierro, todo eso no valía el Limousin. Volvía a ver las profundas masas de helechos, las frondosidades más claras de las colinas verdes; le parecía escuchar los aullidos de los lobos en el bosque Jamae, donde iba a cazar los domingos en compañía de sus amigos. Los grandes estanques silenciosos, las praderas completamente verdes, las canciones de los vaqueros, los alegres resplandores del invierno, el esplendor de los cielos favoreciendo la cosecha, los árboles sucumbiendo bajo el peso de los frutos, las danzas locas y tantas otras visiones enervantes!... El espectáculo que se ofrecía a su vista le parecía pobre y empequeñecido… Se ahogaba en ese magnífico domicilio… Sin duda, comenzaba a expulsar el temor que obsesionaba su espíritu, con motivo de los primeros días de su llegada a París, donde apenas se atrevía a sentarse en las sillas de alto respaldo tapizadas de cuero del comedor; donde él, acostumbrado a beber en los vasos de vidrio grueso, temblaba de espanto elevando el cristal de muselina conteniendo vinos hasta entonces desconocidos… Qué valor y atención había que desplegar en cada momento para vencer las malas costumbres, para vigilar sus codos dispuestos siempre a invadir la mesa, para servirse convenientemente con el tenedor y el cuchillo de plata y resistir al deseo de levantarse de la mesa para tomar a su derecha el pan que el vigilante criado presentaba a la izquierda en una panera de plata. –Míreme – decía el conde – Haga como yo… El vizconde no perdía de vista los movimientos de su padre; y, a pesar de eso, no había día en el que su educador no frunciese el ceño ante alguna torpeza. Desde su habitación, miraba el cielo, del que no percibía más que un pedacito, y se decía que en Nègre-Combre se veía más alto y más lejos. Poco le importaba, después de todo, los colores deslumbrantes de las flores artísticamente dispuestas. A las sombras perfumadas de los arbustos de hojas acharoladas que percibía en ese momento, prefería el acre olor de los bosques en los que amaba perderse con su Blanchette y donde, ambos, habían dormido tomados de las manos para despertarse mirándose a los ojos. Cuando tomaba un baño en la sala adornada con estatuas de mármoles y pavimento de mosaico, salía de la bañera envuelto en un péplum de satén azul, y las esencias traídas del lejano país del pequeño príncipe Tam Tam lo sumían en una extraña embriaguez; a menudo, el mayordomo, preocupado por el tiempo que su amo permanecía en la gran bañera de mármol, entraba en la sala. De una manera inconsciente, el joven salía del baño, se dejaba pasar la esponja, calzar, vestir, sin pronunciar una sola palabra. Todo lo que veía, todo lo que sentía era tan ajeno a sus pasadas costumbres, que en ocasiones se preguntaba si no era el juguete de alguna alucinación. A veces el sentimiento de lo real lo atenazaba por completo: consideraba fríamente los objetos de lujo que lo rodeaban, y echaba de menos su vida de campesino… ¡Ah! el joven aldeano había perdido su alegría y sonreía con amargura al recuerdo de las bromas maliciosas que los muchachos del pueblo hacían a las chiquillas en la estación
  • 32. de los baños… Se les ocultaban los vestidos bajo los montículos de alfalfa recientemente levantados, y en medio de los arbustos de clemátides y de los sauces llorones se dirigían las bonitas bañistas, semejantes a náyades a ocultarse entre los rosales… En sus horas de mayor turbación, el hijo adoptivo de los Mathurin se acordaba del singular examen del que fue objeto en el albergue del pueblo: en verdad, su propio padre lo había sometido a una verificación como la que los ganaderos imponían a los bueyes, con motivo de las ferias de Saint-Georges y de Saint-Michel. No olvidaba algunas preguntas indiscretas sobre su constitución, a las cuales había respondido enrojeciendo y de las que el conde había extraído la siguiente conclusión: «El apellido Tinders no morirá con nosotros.» ¿Qué habría ocurrido si hubiese tenido una deformidad como el príncipe Tam Tam? Sin duda su padre no hubiese querido encargarse de un nuevo monstruo… El conde había ido a tomarlo porque su hijo más joven le producía horror y tenía necesidad de alguien para perpetuar su apellido… Pues bien, él lamentaba haber obedecido a su padre: habría debido huir bien lejos con la Pequeñina, allá, al Poitou, del lado de Civray, donde Blanchette tenía parientes… Todas las investigaciones hubiesen sido infructuosas para descubrir su retiro; se casaría; el conde acabaría por olvidarle. Así pensaba Jean de Tinders. No disfrutaba de las bellas veladas parisinas con las que se pretendía entretenerlo y que ya conocía por los relatos que se publicaban en los periódicos y en los libros: echaba de menos el pueblo; y en su cerebro añorante, pasaba aún la visión de los bailes de casa Vincent, donde se acompañaba el violón del músico con palmas. … Ahora estaría en el baile en compañía de los camaradas y las buenas granjeras dispuesta a los lados de la enguirnaldada sala. Hubiese sido aun espectáculo a la vez cómico y doloroso escuchar a ese apuesto joven ricamente vestido, tarareando los aires de las canciones de su región. Sucumbiendo bajo los efluvios que dilataban su enfermo corazón, el campesino buscaba en su armario de espejo los vestidos de antaño que había depositado allí, y, durante una gran parte de la noche, quedaba a llorar sus pérdidas alegrías. Por la mañana, el conde viendole los párpados enrojecidos, trataba de darle ánimos. –Le obedeceré, padre. –Cuento con ello, Señor. Sin embargo el hábito del bienestar comenzó a ganar esa naturaleza primitiva. Las lecciones de esgrima y de equitación las interrumpía cuando lo deseaba, y sus propios maestros parecían sorprendidos que pudiese mantener tan largo tiempo la fatiga. ¿Por qué gritar contra la suerte?... había que ser razonable, y, puesto que toda su vida pasada se representaba en su espíritu, el hijo no debía olvidar que antes, había protestado contra Dios, cuando en medio de los rudos trabajos del invierno, se sentía tomado por el cansancio y gemido bajo el peso de los infortunios que pesan tan rudamente sobre los trabajadores de la tierra. A partir de ahora, ya no habría que temer los sabañones y podía burlarse de las mordeduras más crueles del sol meridional. Y, poco a poco, el vizconde vio desparecer la sonrisa obligada que crispaba sus labios; se dejo vivir. Su existencia se hizo menos pesada, su risa se modeló y fue de buen tono; su acento se volvió menos arrastrado; su continencia más asegurada; sus manos perdieron un poco de su rugosidad; y, en el lenguaje parisino, hizo amplia provisión de banalidades. Él se decía que su familia adoptiva debía comprender su nueva situación; que, por añadidura, él no olvidaba a nadie, comprando hoy una gargantilla de oro a la madre Nicole y enviando mañana una colcha bordada a Blanchette. Y, se hacía servir con un poco menos de timidez, imitando a veces los altivos aires de su padre, hablando a los
  • 33. criados; adoptando finalmente los modales del mundo al que pertenecía. Pero en él había algo que no podía combatir y que su primera educación había enraizado profundamente, algo que el habitante del campo lleva en él y que se aferra a su vida como un vestido de Nessus: el espíritu de parquedad. El aldeano, en efecto, está habituado al ahorro: el hijo adoptivo de los Mathurin había aprendido que el dinero se gana con esfuerzo y vacilaba en seguir al conde en sus fastuosas prodigalidades. Contaba las monedas de oro que guardaba en su bolsillo con una especie de religiosidad que daba risa a su padre: –Somos ricos, extraordinariamente ricos – afirmaba el conde de Tinders. Y, como su hijo no parecía convencido, el americano desplegaba ante él los periódicos parisinos y leía en voz alta los artículos de los reporteros pagados anunciando a Francia que un riquísimo extranjero, Mecenas de las Artes, honraba Paris con su presencia. Acabada la lectura, se frotaba las manos añadiendo: –La prensa estará aún muy por debajo de la verdad… Propietario en China, propietario en América, propietario en Francia… ¡Rico!... ¡rico!... Hijo mío, podemos hacer el bien y el mal… Jean quería hacer el bien; sabía que su viejo maestro de escuela, el Sr. Gauffier, era pobre y que deseaba ardientemente comprar una casita en el pueblo. Escribió al notario, pagó la casa e hizo entregar los títulos de propiedad al viejo instructor. El conde de Tinders suscribía todas las generosas intenciones de su hijo. –Los Mathurin no quieren dinero… Envíele regalos… Compre todo lo que le pase por la cabeza. El buen corazón del vizconde le conducía a menudo a los aposentos del segundo piso del palacete, del cual la mayor parte estaba reservada a su desdichado hermano, el príncipe Tam Tam. A su partida de Saigón, el Sr. de Tinders manifestó el deseo de confiar su hijo a los cuidados de una familia francesa de la baja Conchinchina; debió ceder a instancias de mistress Jackson, la gobernanta del príncipe. Fue convenido que el enano fuese a Francia, pero que viviría en París rodeado de una especie de misterio, bajo la custodia de mistress Jackson. El padre no quería exponer a su hijo a las burlas de sus amigos. De alta talla, el rostro alargado, los rasgos fuertemente marcados, unas mechas rubias aún a pesar del inevitable envejecimiento, ojos azules y unos modales majestuosos y decididos, daban el aspecto de una reina exótica a la excelente mistress Jackson. El príncipe la llamaba «mamá Josué», y era la única persona que él amaba en el mundo. Para distraer al pequeño prisionero, la gobernanta había tratado de reproducir la instalación que él poseía en China. Las mismas alfombras donde el niño se tumbaba en su vestido estampado, las mismas imágenes de colores deslumbrantes, las mismas sombrillas pintadas, los quemadores de perfumes de bronce, la colección de armas antiguas, los tinteros, las copas de concha, los minúsculos cofres, los juegos de ajedrez, los abanicos, los instrumentos musicales con las cuerdas toscamente extendidas sobre tallos de bambú, y hasta el palanquín en el que al príncipe le gustaba reposar. Hector sabía que se le llamaba el príncipe Tam Tam. Reía con ese nombre, tanto como está permitido reír a un infortunado cuya vida se pasa entre cuatro parees, tras haber atravesado el mar más bien como un paquete que como un ser vivo. El enano comprendía que era objeto de horror; y, cuando, por descuido, se acercaba a un espejo y se veía tan feo, el niño se mostraba el puño a si mismo; luego, bruscamente, estallaba en sollozos.
  • 34. El palacete de la avenida de los Campos Elíseos había sido comprado por correspondencia según las indicaciones el Sr. Lejet, ese diablo de hombre que se encontraba por todas partes. Desde Marsella, se había venido directamente a París; unos coches muy cerrados habían tomado a los viajeros en la estación y el enano había circulado por la ciudad, hundido en una semioscuriad. Se le había prohibido ver París, por temor a que se expusiese a las miradas indiscretas de la muchedumbre. El vizconde Jean acababa de llamar a la puerta del apartamento del pequeño príncipe. Fue la propia mistress Jackson quién abrió. –¿Puedo ver a mi hermano, mistress Jackson?... Hace tiempo que quería venir… No es mi culpa… El visitante había dejado caer esas palabras con un acento de sinceridad tan convincente, que la digna mujer se emocionó. Ya había podido convencerse de la generosidad de carácter de su joven amo, y ella le sabía de buen grado el ir a ver a ese monstruo, cuyo desnaturalizado padre no se atrevía a mirar y que el aldeano llamaba simplemente su hermano. –¡Oh! señor vizconde… Hector estará muy contento… muy contento… ¡Qué bueno ha sido usted al pensar en él!... Y a continuación exclamó: –¡Señor Hector!... ¡señor Hector!... Es su hermano quién viene a verle… Ya sabe… el hermano Jean… el hermano mayor… En ese momento, el enano estaba ocupado dibujando los árboles del jardín; sobre sus rodillas estaba posada una plancha de marfil recubierta de numerosos croquis. Trató de levantarse. Con un gesto afectuoso, el vizconde la rogó que permaneciese sentado, al comprender que las pequeñas piernas no debían fatigarse. El campesino tomó entre sus manos enguantadas las manos delicadas que se tendían hacia él, y la presión que les dio fue tan dulce y tan fraternal, que el príncipe mostró una risa de bebé. –Es usted muy bueno… hermano, yo le quiero – decía con voz temblorosa. –Soy tu hermano… La gobernanta se había retirado. Hector miraba a su interlocutor con ojos escrutadores. –Oh, qué alto es, que grande; usted, que tiene rostro de hombre, dígame aún que soy su hermano… ¿No tiene miedo de este monstruo? – continuó con los dientes estrechados y el rostro completamente pálido. –Héctor, tú eres mi hermano… Cuanto más te veo, más me siento presa de compasión por ti, cuya vida es tan triste… Vendré a menudo a charlar contigo de tu hermoso país… Traeré a nuestro padre… –Nuestro padre… –Sí… sabré convencerle para que ame a su hijo. –Nuestro padre tiene miedo de mí… ¡El amo!… ¡oh! ¡el amo!... –suspiró, temeroso. –Mi Hector, te equivocas… –¡No… no!... –No quiero que llores. Entonces fue el propio enano que, enardecido por esas buenas palabras, se arrojó en los brazos del campesino. –No… pequeño… no llorarás más… –Nuestro padre me dijo: «Cuando lleguemos a Francia, te daré un hermano mayor.» Enseguida pensé que era Dios quién te enviaba a mí para protegerme…
  • 35. –¿Protegerte?... –¡Oh! sí, usted no sabe nada, señor… Mamá Josué es buena; pero no es la más fuerte y el amo quería dejarme allá, solo, ¡completamente solo! La vocecilla se había alterado, e, inclinando su enorme cabeza, el enano añadió: –Dios bien podría haberme hecho menos feo… –Tu hermano te ama… –¿Es entonces cierto que se puede amar a un monstruo?.... ¿En serio que no le produzco horror, señor Jean… ? –No me llames así… Llámame Jean… Soy tu hermano… ¿Echas de menos tu país? –Sí… era muy bonito… con grandes árboles de hojas brillantes… casas completamente blancas… –París es una ciudad magnífica… –No la he visto… –Es cierto, pobre hermano… ¿Y te acuerdas de tu mamá? –¿Mamá?... Era hermosa… bella como la Virgen que está ahí, encima de la chimenea… Muerta… El abuelo muerto también… Muertos… Solo queda mamá Josué para quererme… Allá había grandes fuentes… Y luego todo el mundo estaba vestido con trajes de color… –¿Te gustaría sentarte a la mesa con nosotros? –No… –¿Por qué?... –Mi padre… El amo… –Hablaré con él… –No hay más que dos seres en el mundo a los que miro sin tener miedo, a mamá Josué y a ti… –Querido hermano… Mistress Jackson entraba en la habitación. –Señor vizconde, el señor lo llama… –Me gustaría permanecer aquí un rato más… –No – dijo el príncipe – el amo se enfadaría… –No debes llamarle el amo… –Hector, tu hermano tiene razón – afirmó la gobernanta. –Mamá Josué, ¿no sería mejor para mí estar muerto que vivir infundiendo horror a mi padre?...