1. Tema 1: ¿Por qué soy creyente?
Curso en línea "Catequesis básica para padres".
Autor: Michel Esparza | Fuente: http://sontushijos.org
LAS RAZONES DEL CREYENTE
(Breve introducción a la fe católica)
(Existencia de Dios y Revelación)
(No prestamos nuestra adhesión a discursos vacíos;
no nos dejamos seducir por pasajeros impulsos del corazón;
como tampoco por el encanto de discursos elocuentes;
pero no negamos nuestra fe a las palabras pronunciadas por el Poder
divino)
(S. Hipólito, Refutación de todas las herejías, C. 10, 33: PG 16, 3452)
Introducción
Durante las últimas décadas, la formación religiosa ha dejado mucho
que desear. De ahí la importancia actual de dejar bien sentadas las
bases de la fe. Como sacerdote, me aflige constatar la falta de
información objetiva en tan importante materia, empeorada tantas
veces por la desinformación. Esta manipulación resulta especialmente
nociva en una cultura dominada por ese pensamiento débil que
conduce a vivir sin hacerse muchas preguntas, o a dejarse llevar por
vagas razones de tipo sentimental.
Al considerar que la mayoría de mis semejantes, al menos en
Occidente, tienen una formación religiosa muy deficiente, he pensado
que valdría la pena escribir una breve introducción al cristianismo,
destinada no sólo a quienes ya lo conocen y desean vivirlo mejor,
sino también a personas poco o nada familiarizadas con la fe católica.
Por eso, empezaremos de cero, desde la razón, sin dar nada por
supuesto. Por tanto, estas líneas no van sólo dirigidas a quienes
albergan dudas de fe, sino también a aquellos católicos que la
practican pero que quizá no sabrían explicar a otros por qué su fe
contiene la verdad más plena. De los cristianos se espera que sepan
dar un testimonio coherente de su fe.
Nadie está obligado a creer, pero, para poder decidir, tiene que saber
de qué va. La libertad, propia y ajena, merece el mayor aprecio, pero
también es verdad que la información facilita la mejor elección: no se
puede elegir lo que se desconoce. Conviene, pues, proponer, sin
imponer, una serie de datos especialmente útiles a la hora de decidir
qué valores inspirarán nuestra vida. La decisión última depende de
cada uno, pero antes hay que informarse. A lo largo de cinco
capítulos sobre los aspectos más básicos de la fe católica, me
2. propongo explicar por qué, según mi experiencia, la propuesta
católica resulta ser la mejor.
A lo largo de estas páginas abordaremos temas de perpetua
actualidad: las garantías de la fe católica, el problema del mal en el
mundo, el más allá y la eficacia de los sacramentos. En cada sesión,
empezaremos poniendo el acento en los datos objetivos y, al final,
nos detendremos en algunas consideraciones sobre las que podemos
meditar: ¿a qué se debe la incredulidad?, ¿qué sentido tiene el
sufrimiento?, ¿podemos imaginar el Cielo?, ¿qué aporta la vida
cristiana a la calidad de mis relaciones de amor?
Las cuestiones que abordaremos tienen, sin duda, una gran
trascendencia, pues guardan relación con los interrogantes de mayor
calado en nuestra vida. Obviamente, las respuestas no podrán ser
definitivas: por mucho que avancemos en el camino hacia la verdad,
siempre es posible un mayor acercamiento. No obstante, nos
enfrentaremos a esos grandes retos con valentía, sin actitud vacilante
ni resignada. Me dirijo, por tanto, a cualquier persona que esté
dispuesta a reflexionar dejando de lado sus prejuicios. Espero que
sepamos abordar estos temas con honestidad, abriéndose
sinceramente a todas las posibilidades. Con sano espíritu crítico,
huiremos de los autoengaños, tanto personales como colectivos. Si es
preciso, nos sublevaremos contra los dictados de lo políticamente
correcto. Queremos ante todo la verdad, que consiste en la
adecuación entre lo que está en nuestra mente y en la realidad. Y
precisamente porque sólo nos satisface la verdad, optaremos por
abrirnos a la realidad, por muy incómoda que pueda resultar.
La deseable brevedad y el deseo de asegurar un tono divulgativo, me
obliga a dejar en el tintero muchos matices. Para permitir una lectura
rápida, los aspectos más especializados son relegados a notas a pie
de página. Espero que sirva de aperitivo para abrir el hambre: que
este libro incite al lector a una ulterior profundización 1. Sin duda, esta
metodología tiene sus limitaciones, pero facilita que estas páginas
sean asequibles a un amplio espectro de personas, sin importar cuál
sea su bagaje intelectual y religioso.
Será, en definitiva, como realizar un viaje en busca de las razones
por la que más vale la pena complicarse la vida. A quien quiera
embarcarse en este viaje, lo único que se le pide es esa actitud de
apertura ante la realidad que lleva a no eludir ninguna cuestión vital.
La importancia de lo objetivo
La fe, bien entendida, nunca está reñida con la razón. «No nos
dejamos seducir por pasajeros impulsos del corazón», escribía San
Hipólito hace 17 siglos. Vale la pena subrayarlo pues vivimos en un
mundo donde prima lo sentimental, como si toda creencia
3. perteneciese a un ámbito meramente subjetivo. Y es que la filosofía
está en crisis. Existe una gran desconfianza respecto a la capacidad
humana de alcanzar la verdad. Nuestro intelecto es limitado pero no
incapaz. Si se desconfía sistemáticamente de la capacidad de la
razón, entonces todo son opiniones más o menos útiles. Uno
confecciona sus propias creencias o se vende al mejor postor; basta
con que esté de moda. Vale la pena abrirse a la realidad, buscar la
verdad objetiva, con independencia de los estados de ánimo. Nuestra
inteligencia sólo se aquieta cuando abraza la verdad.
Sin duda, los sentimientos son importantes, pero es preciso tener
siempre los pies en la tierra y dar prioridad a la verdad objetiva. ¿De
qué serviría sentirse bien si se vive en un mundo ilusorio? Sin puntos
de referencia objetivos, uno podría caer en un autoengaño. Tener los
pies en el suelo no significa ser cuadriculado. Si bien la verdad
objetiva tiene preferencia respecto a los sentimientos, no se trata de
menospreciar lo subjetivo. La fe ilumina la inteligencia pero tiene que
iluminar también el corazón y la vida.
Para avanzar adecuadamente en la vida cristiana, han de participar
en igual medida la reflexión y la vivencia. Hace falta tanto vida de
oración como formación doctrinal (conocimiento de la Revelación,
esto es, de aquellas verdades objetivamente reveladas por Dios
mismo). Por un lado, no llegaría muy lejos quien aspirara a tres
doctorados en teología y descuidara la oración y los sacramentos.
Entre otras razones, porque hay profundidades en las verdades
reveladas que sólo se entienden si se viven. Incluso quienes más
tiempo han dedicado al estudio corroboran la importancia de la
vivencia. El periodista y escritor italiano Vittorio Messori, por ejemplo,
recuerda que «a quien le preguntaba quién era, Jesús no le dio
opúsculos o tratados de teología, sino que le propuso una experiencia
concreta, tangible y visual: “Venid y veréis”»2.
Por otro lado, la vivencia necesita un contrapunto objetivo. Sin una
buena base de formación religiosa, se podría terminar viviendo en un
mundo ilusorio. Quien se conforma sólo con rezar, olvidando la
formación religiosa, corre el riesgo de quedar atrapado en un
ensueño. Es cierto que Dios ayuda a quien no ha podido recibir
formación, pero lo normal es empezar con el catecismo. Dios puede
darnos las luces necesarias para comprender los misterios
sobrenaturales con más claridad que la que nos aportaría una
enciclopedia teológica. Piénsese en la teofanía que experimentó
André Frossard. Pero esas inspiraciones privadas, al estar filtradas
por la subjetividad, que no siempre es fiable, ofrecen menor certeza.
En la misma línea, es un hecho que la mayor experiencia mística de
una persona puede dejar indiferente a otra que no quiere creer 3.
Si la religión tiene aspectos objetivos y subjetivos, la formación
4. religiosa debe dirigirse tanto a la cabeza (teología) como al corazón
(oración). Pienso que conviene empezar con la cabeza sin descuidar
el corazón. La fe es un don de Dios, pero, para poder creer, primero
hay que evangelizar.
Una de las mejores bazas de la fe cristiana consiste en no estar
reñida con la razón. Aún es más, cuanto más se piensa, más fácil es
creer. Cuenta Vittorio Messori que una encuesta realizada en una
importante diócesis sobre los católicos que asisten a Misa reveló que
quienes menos asisten a Misa son los que no tienen ni poca ni mucha
instrucción; la práctica dominical resultó ser la más alta entre la
gente sencilla y la gente con alto nivel de instrucción. Respecto a la
gente sencilla, comenta Messori, la encuesta «confirma la advertencia
del Nuevo Testamento sobre el privilegio otorgado a los "sencillos", a
los "ignorantes para el mundo". En cuanto a la elevación
correspondiente a los “niveles altos” viene a la memoria lo que ya en
el siglo XIX escribía John Henry Newman: "Un poco de cultura puede
alejarnos de Dios, un poco más de cultura puede reconducirnos a
Él"»4.
Para quienes no se conforman con la “fe del carbonero”, esta primera
sesión contiene un resumen, lo más breve posible, de las razones por
las que la fe católica es la más verdadera. Si no fuera el caso, no
sería realmente católica, es decir, para todos. «Si la religión católica
no está destinada a todos, entonces es un fraude: o es católica o no
es nada», afirmaba Robert Hugh Benson (1871-1914), el hijo de uno
de los más importantes dignatarios anglicanos5; cuando se convirtió
al catolicismo en 1903, se extrañó muchísimo de que hubiese algunos
católicos sin celo proselitista, sin el deseo de que todos tuviesen la
dicha de abrazar la verdadera fe. Benson, como Newman y tantos
otros ingleses, se hizo católico no por entusiasmo, sino, en medio de
grandes sacrificios personales, sencillamente porque se percató de
que la Iglesia Católica contiene la verdad más plena. Estos conversos
ingleses nos ayudan a los católicos a dar gracias a Dios por tener la
fe más razonable que existe. Bien lo expresaba otro converso inglés,
Gilbert K. Chesterton (1874-1936), hombre de aguda inteligencia y
gran defensor del sentido común, respondiendo a la pregunta «¿Por
qué cree Usted?», que un periodista le formuló en una entrevista
para un semanario inglés: «Porque percibo que la vida es lógica y
viable con estas creencias, e ilógica e inviable sin ellas» 6.
Los primeros dos capítulos forman una unidad en la que cabe
distinguir tres etapas: la existencia de Dios, la divinidad de Cristo y
su perpetuación en la Iglesia Católica: cómo saber que Dios existe,
que Cristo es Dios y que la Iglesia Católica ofrece las mayores
garantías de credibilidad. En este primer capítulo, nos centramos en
las dos primeras etapas: cómo se puede demostrar la existencia de
Dios y por qué ser cristiano.
5. ¿Es posible demostrar la existencia de Dios?
Basta ver la belleza de un paisaje para intuir que detrás del mundo
visible hay algo que lo transciende: una Belleza de la que procede
toda belleza. Basta reconocer nuestra necesidad de ser amados
plenamente y nuestra incapacidad de amar así, para intuir que, sin el
Amor de Dios, nuestra vida estaría siempre incompleta. Pero la
existencia de Dios no es sólo algo que se intuye. El análisis racional,
junto a una actitud honesta y abierta a la realidad, confirman el
presentimiento de lo divino. Con los argumentos de la razón podemos
llegar a saber que Dios existe y a conocer algunos de sus atributos.
Basta con considerar el maravilloso orden del universo para
percatarnos de que necesita una inteligencia superior que lo haya
planificado, del mismo modo que no podemos imaginar el software de
un ordenador sin alguien que lo haya programado: los átomos, al
igual que los bytes, son incapaces de organizarse a sí mismos al
carecer de inteligencia.
Por tanto, para pensadores inteligentes y honestos, la existencia de
Dios no es sólo un presentimiento, sino también una evidencia
racional. Se puede demostrar que hay una Causa última de todos los
seres, a la que llamamos Dios. Mientras no se ponga
sistemáticamente en duda la capacidad cognoscitiva de la inteligencia
humana7, la existencia de Dios resulta tan evidente como la
existencia de la realidad tangible que nos rodea.
En efecto, sin entrar en pormenores filosóficos8, basta admitir que
todo efecto tiene una causa proporcionada. Nada es tan irreal y
repugna tanto a la inteligencia como un efecto sin causa. Si algo se
mueve, o se mueve por sí mismo o es movido por otro. Si veo que la
luz de una lámpara se enciende, aunque no vea quién la enciende,
puedo estar seguro de que algo o alguien exterior a la lámpara la ha
encendido. Jugando recientemente al tenis, se nos perdió una bola.
Estuvimos quince minutos buscando la bola perdida, pero no la
encontramos. No supimos cómo se había perdido, pero no
dudábamos de que alguna explicación tendría.
Algo así sucede con el universo. Es evidente que existe, pero no
encontramos nada dentro de él capaz de causar su existencia (su
paso del no-ser al ser); por tanto, su causa última de ser habrá que
buscarla fuera de él. Se puede quizá explicar su evolución histórica
una vez que ya existe (“big-bang”, etc.), pero no su última razón de
ser. Según las hipótesis cosmológicas presentadas a partir del año
2000, que pretenden corregir inexactitudes en los cálculos de
Einstein, antes de la explosión inicial no había la nada, sino un vacío;
por tanto, algo. ¿Y cómo es posible que existiera ese algo? El hombre
puede sacar unas cosas a partir de otras, pero es incapaz de crear.
Nadie da lo que no tiene. Además, la causa tiene que ser
6. proporcionada al efecto. Para poder dar el ser, hay que tenerlo por sí
mismo, no haberlo recibido de nadie. En última instancia, pues, la
Causa primera tiene que ser una causa incausada, Suma Perfección
de ser y origen de toda perfección.
Hay quienes tratan de justificar su ateísmo extendiéndose en
complicadas explicaciones sobre la evolución del universo. Dichas
hipótesis son cuestionables y podrían ser rebatidas científicamente,
pero no es esa la cuestión. La pregunta no es cómo ha evolucionado
todo, sino de donde procede lo que empezó a evolucionar. «Hace
algunos años -cuenta Cronin en sus memorias-, en Londres, donde en
mi tiempo libre organicé un club para chicos obreros, invité a un
destacado zoólogo para que pronunciara una conferencia. Era un
brillante orador, aunque al final resultara bastante diferente de lo que
yo me esperaba. Animado sin duda por la idea de que a la juventud
había que decirle “la verdad”, mi amigo escogió como tema el de “el
principio del mundo” y, desde un punto de vista completamente ateo,
describió cómo hace millones de siglos las poderosas aguas
prehistóricas situadas sobre la primitiva corteza terrestre habían
generado, gracias a cierta reacción físico-química, una sustancia
vibrante de la cual brotó -no se sabe cómo- la primera forma
primitiva de la vida, la célula protoplasmática. Algo difícil de digerir
para unos muchachos que habían crecido a base de dietas mucho
más ligeras. Cuando concluyó, se escuchó un cortés aplauso; y, en
medio del embarazoso silencio que siguió, un educado jovencito de
los menos de edad se levantó algo nervioso.
-Perdone, señor -dijo con un leve tartamudeo-: ya nos ha explicado
usted cómo aquellas enormes olas golpeaban la orilla, pe...pe... pero
¿de dónde salió el agua que había allí?
Esta pregunta tan ingenua y opuesta a la orientación científica dada a
la conferencia cogió a todos por sorpresa. Hubo un silencio. El orador
pareció primero molesto, luego vaciló y por último, lentamente, se
fue poniendo rojo. Entonces, sin darle tiempo a responder, el club
entero estalló en una carcajada. La elaborada estructura lógica
ofrecida por aquel realismo de tubo de ensayo se había venido abajo
gracias a una sola palabra de desafío pronunciada por un muchacho
ingenuo»9.
En definitiva, si hay universo, hay Dios; es evidente que hay
universo, luego hay Dios. Como afirma José Ramón Ayllón, «aunque
está claro que Dios no entra por los ojos, tenemos de Él la misma
evidencia racional que nos permite ver detrás de una vasija al
alfarero, detrás de un edificio al constructor, detrás de un cuadro al
pintor, detrás de una página escrita al autor»10.
7. Además de poder demostrar la existencia de Dios, es posible también
mostrar racionalmente que esa Causa última es Alguien y no Algo:
una Persona dotada de inteligencia y voluntad. En efecto, la Suma
perfección de ser tiene que ser autosuficiente: no necesita crear; si lo
ha hecho, ha tenido que ser con voluntad libre, no por necesidad.
También debe tener inteligencia, puesto que del mismo modo que un
programa de ordenador requiere un programador capaz de
programarlo, hace falta ser muy inteligente para concebir el orden
que impera en el universo. De modo análogo, descubrimos otros
atributos divinos: Omnipotencia, Omnisciencia, Omnipresencia y
Eternidad, etc.
El universo nos habla de su Creador. Mirando el universo obtenemos
información de su Artífice. Hay una rama de la filosofía, la Teodicea o
Teología Natural, que se ocupa de todo ello, partiendo del principio
clásico de que «todo agente obra conforme a su modo de ser». Del
mismo modo que un artista deja su huella en lo que produce,
también el universo nos habla de su Creador. Comentando esta
analogía, Juan Pablo II afirma que la naturaleza es como «otro libro
sagrado» que, junto a la Biblia, permite descubrir la belleza de Dios11.
Nos ayudamos de este tipo de comparaciones para entrar en el
conocimiento de Dios y abundar en los misterios revelados. Al fin y al
cabo, todo lo humano es un punto de partida para acercarnos de
algún modo a lo divino. Además, según el primer libro del Antiguo
Testamento, Dios nos ha creado «a su imagen y semejanza» 12. Por
eso, el razonamiento analógico nos permite formular afirmaciones
verdaderas sobre Dios, aunque sin olvidar la imposibilidad de
comprenderlo plenamente. Se puede atribuir a Dios, por ejemplo,
todo lo que implica perfección y excluye imperfección. Es algo así
como afirmar que dos hombres tienen dinero aunque uno tenga sólo
un euro y el otro miles de millones. Así también, podemos decir que
Dios es bueno, sin caer en un concepto vacío de contenido, a pesar
de que no podemos comprender plenamente su Bondad.
En conclusión, como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, «a
partir de la Creación, esto es, del mundo y de la persona humana, el
hombre, con la sola razón, puede con certeza conocer a Dios como
origen y fin del universo y como sumo bien, verdad y belleza
infinita»13.
Sólo Dios es infalible
Es muy difícil hacerse una idea precisa del número de estrellas que
hay en el firmamento. Se necesita algo más que capacidad espacial y
de cálculo para visualizar que sólo en nuestra galaxia existen unos
100 millones de estrellas y que, además, hay otros 12 billones de
galaxias. Tuve que echar mano de los conocimientos de un experto
en astronomía para hacerme cargo de estas cifras tan enormes.
8. Como buen pedagogo, recurrió a una comparación que me simplificó
mucho las cosas: si cada estrella del universo tuviese el tamaño de
una pelota de tenis -me dijo-, la superficie de la tierra no sería
suficiente para contenerlas todas.
Algo parecido sucede con las inescrutables realidades divinas: Dios
«habita en una luz inaccesible»14 y Cristo es su «signo legible»15.
Todo lo divino, por ser inconmensurable, nos resulta demasiado
elevado: siempre está envuelto en el misterio. De ahí que la
Revelación sea necesaria tantas veces y de agradecer siempre.
Consciente de nuestra limitación, Dios decide hablarnos de Sí mismo.
Como buen pedagogo, nos pone escalones intermedios. En el Antiguo
Testamento, se reveló a través de metáforas humanas; a través del
profeta Isaías, por ejemplo, nos dice que Él nunca se olvida de
nosotros: que nos quiere más que la mejor de las madres 16. Con la
Encarnación fue mucho más lejos: Él mismo se hizo hombre y nos
reveló su vida íntima. Como afirma San Juan, «a Dios nadie le ha
visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él
mismo lo dio a conocer»17. Jesucristo es, en efecto, la máxima
revelación del Padre. Nos enseña que Dios es Uno y Trino, que en Él
se da una perfecta Unidad de naturaleza a la vez que una Trinidad de
personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Reflexionando sobre
esos datos revelados, intuimos que tras la unidad de la Deidad se
esconde una inefable comunión de amor entre las Personas divinas:
una plenitud de Vida ante la que palidece lo que llamamos vida.
Hemos visto que la existencia de Dios, en sentido estricto, no es
objeto de fe. Creer significa asentir una verdad que no se ve
basándose en el testimonio de una persona fidedigna que revela lo
que estaba oculto. Si bien nuestra inteligencia es capaz de descubrir
bastantes verdades, hay realidades estrictamente sobrenaturales que
superan nuestra capacidad cognoscitiva. Respecto a misterios como
el de Santísima Trinidad (que Dios es Uno y Trino: tres Personas
consustanciales), nuestra inteligencia sólo puede mostrar que esa
verdad revelada no repugna a la razón. Nuestro intelecto es limitado.
Dios, en cambio, es el único que jamás se equivoca, el único que no
puede engañarse ni engañarnos: que es plenamente infalible y
fidedigno. Sólo Él, por tanto, es el criterio último de veracidad. El
hombre que, no admitiendo su limitación intelectual, se proclama
medida última de verdad y se cierra ante realidades que le superan,
adopta una postura irracional, fanática.
Contrariamente a otras religiones, que han surgido como
consecuencia de la búsqueda de Dios por parte del hombre, la
religión cristiana es la única en la que es Dios quien busca al hombre.
La Biblia contiene la progresiva Revelación de Dios al hombre, que
culmina en Cristo. Si Dios, que es infalible, se revela, no nos
9. equivocamos al creer en verdades que exceden nuestra inteligencia.
Pero ¿cómo estar seguros de que es Dios quien ha hablado? La
revelación divina tiene que ser objetivamente fiable. Dios es invisible.
Si habla a través de un hombre, como en el caso de los profetas, no
tenemos suficientes garantías de credibilidad, pues todo pasa a
través de la subjetividad del profeta en cuestión. Sólo Dios merece
confianza absoluta. Un hombre, no. Si un hombre afirma que Dios se
le reveló, ¿cómo estar seguros de que no tuvo alucinaciones? Si yo
fuese musulmán, toda mi fe dependería de mi confianza en un
hombre (Mahoma), que afirmó que le habían entregado un libro de
parte de Dios (el Corán). Pero un hombre se puede equivocar. Luego,
para que la revelación ofrezca plenas garantías, tiene que ser
objetiva, visible, tangible. Si no, se presta a engaño.
Revelación tangible en Cristo
Hay gente que cree en Dios, pero se trata de un Dios que se fabrican
a medida; ignoran quizás; que Dios se ha revelado de modo objetivo.
Tal vez nacieron en el seno de una familia católica, pero se han
alejado de la práctica religiosa. Para ellos, casi siempre por falta de
formación, tanto la Santa Misa como las rosquillas de San Blas son
“ritos” pertenecientes a cierta tradición. He aquí, a título de ejemplo,
lo que afirma una escritora zaragozana nacida en 1947: «Mi madre
creía en la existencia de Dios y siempre le dolió que sus hijas, cada
una a nuestro modo, nos alejáramos de la fe de la Iglesia católica.
Para no herirla, me casé y, más tarde, bauticé a mis hijos [...] ella
me lo pidió y a mí no me costaba nada complacerla. Tampoco me
siento absolutamente descreída, aunque nunca llegamos a hablar
mucho de eso. [...] Le dolía que los ritos no se cumplieran»18.
Vayamos al grano: el cristianismo es la única religión que afirma
haber sido fundada directamente por Dios. Hace veinte siglos, el
Verbo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, se hizo carne.
Desde entonces, como afirma Benedicto XVI, «la Palabra no sólo se
puede oír, no sólo tiene una voz, sino que tiene un rostro que
podemos ver: Jesús de Nazaret»19.
Con los ojos de la fe, la Encarnación es el hecho más importante de la
historia. El cristianismo es la única religión cuyo fundador afirma ser
Dios. Al principio, la más elemental prudencia llevó a Jesús a decirlo
de forma velada20 para contener una reacción airada de los judíos. No
olvidemos que lo mataron por hacerse igual a Dios 21. Ese mensaje,
sin embargo, era cada vez más nítido y al final de su vida lo aseveró
de modo contundente: «Yo y el Padre somos uno» 22. La respuesta de
sus interlocutores no deja lugar a equívocos: quisieron apedrearle
con el argumento de que era blasfemo que, siendo hombre, se hiciera
a sí mismo Dios23. La afirmación más explícita de su divinidad la hizo
Jesús durante la Última Cena en estos términos: «Si me habéis
10. conocido a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le
conocéis y le habéis visto. [...] El que me ha visto a mí ha visto al
Padre»24.
Cristo no afirma, pues, ser un sabio, un profeta o un iluminado, sino
Dios mismo. Ciertamente, la divinidad de Cristo da coherencia a toda
la fe cristiana. Si para decidir cuál es la religión más verdadera
tuviéramos que estudiarlas todas en detalle, necesitaríamos toda una
vida. «¿No habrá -se pregunta Louis de Wohl- otro medio más rápido,
pero seguro? Afortunadamente existe. Hay una sola religión cuyo
fundador se ha llamado a sí mismo Dios. Ni Mahoma, ni Buda, ni
Moisés, ni Zoroastro, ni Confucio ni Laotsé pretendieron ser dioses.
Sólo Cristo reivindicó este título»25.
El cristiano cree que Dios, que es invisible, inefable e inenarrable, se
ha manifestado de modo visible, audible y tangible en Cristo. «A Dios
-escribe San Juan- nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que
está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer»26. El misterio de
la Encarnación de Cristo consiste en tener dos naturalezas unidas en
la misma persona. Cristo no es menos Dios -Segunda Persona de la
Santísima Trinidad, consustancial con el Padre- por el hecho de
haberse hecho hombre, ni menos hombre por el hecho de ser Dios.
La Iglesia necesitó siglos para encontrar las palabras adecuadas para
expresar esta verdad revelada: que las dos naturalezas en Cristo
están unidas sin mezcla ni división en la Persona del Verbo. Si la
naturaleza divina fuera comparable a un océano, la naturaleza
humana de Cristo sería comparable a una gota de aceite: el océano,
sin dejar de serlo, se ha hecho una gota de aceite: ésta no se
disuelva en aquél. Con la Encarnación, Dios se ha rebajado a nuestro
nivel para que podamos entenderle y quererle con mayor facilidad.
Necesitamos que lo más sublime nos penetre a través de realidades
sensibles y tangibles.
Juan, uno de los testigos oculares más cualificados, hace hincapié en
esta “tangibilidad”, al afirmar que da testimonio de Quien no sólo vio
y oyó, sino incluso palpar con sus propias manos: «Lo que existía
desde el principio -escribe el Apóstol-, lo que hemos oído, lo que
hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon
nuestras manos acerca del Verbo de la vida»27.
La Revelación bíblica es única. Históricamente, Dios se reveló de
modo progresivo. En el Antiguo Testamento, Dios fue preparando al
pueblo judío con el fin disponerle a recibir esa plenitud de la
Revelación que Él mismo llevaría a cabo encarnándose. El Nuevo
Testamento ratifica y completa el Antiguo Testamento. El Dios
encarnado afirmó que no aboliría ni una «jota o tilde» de la antigua
ley28. Cristo culmina la revelación, aunque ésta es inagotable y
necesitamos la luz del Espíritu Santo para seguir profundizando en
11. ella.
Como escribe Clives Staples Lewis, Dios «escogió a un pueblo en
particular y pasó varios siglos metiéndoles en la cabeza la clase de
Dios que era -que sólo había uno como Él y que le interesaba la
buena conducta-. Ese pueblo era el pueblo judío, y el Antiguo
Testamento nos relata todo ese proceso. Pero entonces viene lo más
chocante. Entre los judíos aparece de pronto un hombre que va por
ahí hablando como si Él fuera Dios. Sostiene que Él perdona los
pecados. Dice que Él siempre ha existido. Dice que vendrá a juzgar al
mundo al final de los tiempos. Pero aclaremos una cosa. Entre los
panteístas, como los hindúes, cualquiera podría decir que él es parte
de Dios, o uno con Dios: no habría nada de extraño en ello. Pero este
hombre, dado que era judío, no podía referirse a esa clase de Dios.
Dios, en el lenguaje de los judíos, significaba el Ser aparte del mundo
que Él había creado y que era infinitamente diferente a todo lo
demás. Y cuando hayáis caído en la cuenta de ello veréis que lo que
ese hombre decía era, sencillamente, lo más impresionante que
jamás haya sido pronunciado por ningún ser humano»29.
Una vez se me acercaron dos hombres de negocios. Uno era católico
y otro musulmán. El católico, con afán de simpatizar, decía: «ya le he
dicho a mi amigo que hay un solo Dios, aunque unos le den un
nombre y otros otro». Hasta aquí todo iba bien, pero añadió: por los
demás, no hay gran diferencia entre nuestras religiones; ellos tienen
a un profeta llamado Mahoma y nosotros a otro llamado Jesucristo.
Ahí le tuve que corregir. El cristiano no cree por el testimonio de un
profeta: Jesucristo afirmó ser Dios. El musulmán no salía de su
asombro cuando le dije: -Sí, ¿no lo sabías?, hace veinte siglos Alá se
hizo hombre...
Hay gente que oculta su escepticismo bajo una capa de prudencia.
Dicen que la religión (cristiana) es ciertamente importante, pero que
no hay que exagerar. Habría que replicarles que si Cristo es Dios, no
caben medias tintas. Como decía Lewis, «el cristianismo es una
afirmación que, si es falsa, no tiene ninguna importancia. Lo único
que no puede ser es moderadamente importante» 30. Toda la
credibilidad de la doctrina cristiana depende de la divinidad de Cristo.
En un libro-entrevista a Bono (el cantante de U2), el entrevistador
dice que, sin duda, «Cristo tiene su lugar dentro de los grandes
pensadores de la Humanidad. Pero Hijo de Dios... ¿no es un poco
exagerado?». El cantante, responde: «No, para mí no es exagerado.
Mira, la respuesta laica a la historia de Cristo siempre es la misma:
fue un gran profeta, un tío evidentemente muy interesante, tenía
muchas cosas que decir, al igual que otros grandes profetas, ya sean
Elías, Mahoma, Buda o Confucio. Pero Cristo no te deja verlo así. No
te lo pone fácil. Cristo dice: “No, no digo que yo sea un maestro, no
12. me llaméis maestro. No digo que sea un profeta, digo que soy el
Mesías. Digo que soy la encarnación de Dios”. Y la gente dice: “No,
no, por favor, sé sólo un profeta. Podemos con un profeta” [...]. Y
sólo te quedan dos cosas: o Cristo era quien decía ser -el Mesías-, o
un chiflado de la cabeza a los pies. [...] La idea de que todo el curso
de la civilización en medio planeta pudo cambiar su destino y
volverse del revés por obra de un chalado, para mí eso es
exagerado»31.
¿Se puede demostrar que Cristo es Dios?
Hay datos suficientes que muestran la divinidad de Cristo, pero no se
puede demostrar de forma apodíctica, como era el caso con la
existencia de Dios. Si se pudiese demostrar la divinidad de Cristo, la
fe ya no sería un libre asentimiento (creo porque decido
personalmente fiarme de Cristo que afirma que es Dios). Cristo es un
personaje histórico que, como hemos visto, afirma ser Dios; además,
lo corrobora con toda clase de milagros presenciados durante tres
años, a plena luz del día, por miles de personas. Si se tratase de
hechos misteriosos realizados por una especie de mago ante un
auditorio de “iluminados” que miran de noche hacia las estrellas,
podríamos con razón dudar de la veracidad de dichos
acontecimientos. Además, estos testimonios son fidedignos puesto
que los testigos no estaban locos y prefirieron dejarse martirizar
antes que negar lo que habían visto y oído. En sentido negativo,
tampoco se puede demostrar que Cristo no sea Dios, y eso que hay
muchos que lo han intentado. Pero detengámonos más bien en los
argumentos positivos.
En cuanto a la historicidad del Nuevo Testamento, son muy
sugestivas estas palabras con las que Lucas introduce su Evangelio:
«Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas
que se han verificado entre nosotros, tal como nos las han
transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares y
servidores de la Palabra, he decidido yo también, después de haber
investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelo por
su orden, ilustre Teófilo, para que conozcas la solidez de las
enseñanzas que has recibido»32. Imaginemos que alguien relata en su
diario una visita que ha hecho a un amigo suyo y comienza diciendo:
«Hoy fui en autobús a casa de Pablo López para charlar sobre los
exámenes de finales de junio...». Quien descubra veinte siglos más
tarde ese documento, quizá se pregunte qué significa la palabra
“autobús” y haya que aclararle que es un antiguo medio de
transporte que se usaba en el siglo XX, pero en principio no pondrá
en duda que el autor del diario fue a visitar a un tal Pablo López para
hablar de unos exámenes. Del estilo del documento se desprende que
se trata de algo realmente acaecido, no de un cuento o de una
leyenda.
13. Hasta el siglo XIX, nadie había puesto en duda la historicidad de los
Evangelios. En ese siglo, hubo quienes, sin demostración alguna,
lanzaron dudas al respecto. Esos enemigos de la fe eran conscientes
de que, si atentaban contra la historicidad de los Evangelios,
socavaban el fundamento último de la fe cristiana: la divinidad de
Cristo. Ha costado más de un siglo de trabajo científico, por parte de
exegetas y arqueólogos, desmentir esos ataques. Quizá por eso, no
pudiendo ya atacar la historicidad de los evangelios de un modo
científico, presenciamos hoy en día otro tipo de ataques (por ejemplo,
la novela de ficción “El Código Da Vinci”, que ha hecho mucho daño
entre incultos porque busca, entre otras cosas, sembrar dudas al
respecto).
No quiero extenderme en muchos detalles, pero hoy en día ningún
historiador serio y honesto puede albergar dudas acerca de la
historicidad del Nuevo Testamento. Messori, tras 10 años estudiando
el tema, concluyó, en su libro Hipótesis sobre Jesús, que no caben
dudas. Se conocen, en efecto, cerca de cinco mil manuscritos del
Nuevo Testamento, algunos de los cuales datan de los siglos II y III.
Las diferencias son mínimas y atañen detalles secundarios. Los
Evangelios cuentan esencialmente lo mismo. Que haya algunas
pequeñas diferencias -como, por ejemplo, el rótulo escrito en la Cruz-
no hace más que corroborar la autenticidad de su testimonio. Para
comprender la inaudita fiabilidad histórica de esos textos, bastaría
compararlo con los clásicos griegos y latinos, cuyas copias más
antiguas son escasas y están separadas de los originales por más de
mil años. En el caso de Platón, por ejemplo, esa separación es de
trece siglos.
Como recuerda Ronald Knox, «tenemos manuscritos enteros del
Nuevo Testamento que se remontan al siglo IV, mientras que los más
antiguos manuscritos de Tácito, por ejemplo, escritos
aproximadamente en la misma época, datan del siglo IX. [...] Se
puede construir, sobre principios críticos, una estructura de
conocimientos sobre las creencias de los cristianos de mediados del
siglo I a cuyo lado todo nuestro otro conocimiento de tan remota
época resulte una tontería. ¡Imaginad si supiéramos tanto de la vida
de Sócrates como sabemos de la de Cristo! ¿Si supiéramos tanto del
culto a Mitras como del culto a Cristo!»33. Jesucristo es, por tanto, un
personaje histórico. «Lo que nos ha llegado por medio de los
Apóstoles -afirma Juan Pablo II- es una visión de fe, basada en un
testimonio histórico preciso. Es un testimonio verdadero que los
evangelios, no obstante su compleja redacción y con una intención
primordialmente catequética, nos transmitieron de una manera
plenamente comprensible»34.
14. Los evangelistas no interpretan. Escriben de modo conciso y cuentan
simplemente lo que han visto y oído. Hasta un niño puede
entenderles. En su predicación, los apóstoles dicen que no pueden
negar algo que es evidente porque ellos mismos lo han visto y oído.
Por ejemplo, cuando las autoridades judías mandaron a Pedro y a
Juan «que de ninguna manera hablasen o enseñasen en el nombre de
Jesús», éstos les contestan: «Juzgad si es justo delante de Dios
obedeceros a vosotros más que a Dios. No podemos nosotros dejar
de hablar de lo que hemos visto y oído»35. Presenciar esos hechos no
conduce automáticamente a la fe. El Apóstol Tomás, por ejemplo,
creyó únicamente en la Resurrección y en la Divinidad de Cristo
después de haber comprobado el prodigio36, porque se predispuso
libremente a recibir el don de la fe. Como afirma Juan Pablo II, «en
realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía
franquear el misterio de aquel rostro»37.
El hecho histórico de la Resurrección de Cristo fundamenta toda la fe
cristiana38. No puede ser un mito o una leyenda. Jean Guitton, tras
revisar todas las posibilidades, concluye: «Los Apóstoles me dicen
que vieron a Cristo fuera de la tumba. No es leyenda, no hay tiempo,
los Apóstoles hablan de ello desde los primeros días. Tampoco entra
dentro del orden del mito, como si dijéramos: después de la lluvia
llega el buen tiempo, después del invierno, la primavera. Creo que es
un hecho histórico, milagroso y misterioso»39. A quienes sugieren que
los Apóstoles se lo inventaron, Guitton replica: «O acepto el misterio
o de lo contrario tengo que volverme hacia un absurdo más oscuro
que todos los misterios y que ni da cuenta de los hechos normales.
Imagine doce hombres, y hasta quinientos, que, sabiendo que su
maestro no ha resucitado, deciden ir todos a convencer al mundo de
lo contrario. ¿Y la mayoría terminan haciéndose cortar el cuello por
fidelidad a lo que saben que es una broma, sin que ni uno de ellos se
vaya de la lengua y termine con ella?40»
¿Qué han oído los apóstoles del mismo Cristo? Ya hemos visto que,
en numerosas ocasiones, Jesucristo afirmó su divinidad. A los judíos,
les anima a estudiar las Escrituras, puesto que en Él se cumplen
todas las profecías del Antiguo Testamento. Para nosotros, el
testimonio más evidente de la divinidad de Cristo lo constituyen sus
milagros. Los patentes milagros de Cristo son “signo” de su divinidad:
dan testimonio visible de su divinidad invisible. Cristo realizó en
nombre propio toda clase de milagros, desde dominar las leyes físicas
de la naturaleza hasta curar toda clase de enfermedades. En tres
ocasiones, devuelve la vida a difuntos. El caso más clamoroso es la
resurrección de Lázaro. Aquello fue tan claro, que los jefes judíos
decidieron matar a Jesús, y a Lázaro, pues por su causa muchos
creían que Jesucristo era el Mesías prometido, y los jefes judíos
temían una rebelión popular y el consiguiente castigo romano 41.
15. Algunos dudan de la historicidad de hechos sobrenaturales porque a
priori no admiten nada que supere su propia capacidad. Afirman, por
ejemplo, que quizá las personas resucitadas por Cristo no estaban
verdaderamente muertas. Los médicos saben, en efecto, que hay
enfermedades en las que el paciente parece estar muerto pero está
vivo: su corazón, aunque lentamente, late todavía. Teóricamente, se
podría enterrar a alguien que vive todavía. No por nada hay culturas
en las que, cuando alguien muere, se tocan tambores durante toda
una noche. Se puede responder que en esos casos no hay signos de
descomposición del cuerpo, mientras que en el caso de Lázaro los
testigos oculares afirman taxativamente que el cadáver estaba ya
putrefacto. «Señor, ¡ya huele!», dicen a Jesús cuando éste pide que
abran el sepulcro42.
Quienes niegan a priori la posibilidad de los milagros, suelen buscar
toda clase de sinrazones para apoyar su falta de fe. Llama la atención
la debilidad de sus argumentos. Les recuerdas que cada vez que la
Iglesia canoniza a un santo, se prueba la existencia de un hecho
científicamente inexplicable, y ves que tienen que hacerse violencia
para no aceptar lo que ha sucedido. Al descartar a priori la existencia
de Dios, necesitan ponerse anteojeras. Parece que, en el fondo, ni
ellos mismos se creen lo que afirman.
Pasan de no aceptar la simple posibilidad, a afirmar que en el fondo
un “milagro” es algo muy corriente. Te ponen ejemplos, fuera de todo
contexto religioso, de fenómenos paranormales, o te dicen que un día
la ciencia sabrá explicar lo que los creyentes llamamos milagros.
Parecen fanáticos que necesitan adherirse a una fe irracional en la
ciencia.
En cualquier caso, sólo el creyente es verdaderamente libre al pensar
sobre los milagros. Si me dicen que ha sucedido un milagro en
Lourdes, veo los datos y me formo una opinión. Si no me convence,
soy libre para no creerlo. Al cristiano sólo se le pide que crea en un
milagro: el de la resurrección de Cristo, de ahí proviene toda su fe.
En cambio, de nada sirve que el incrédulo examine esos datos, pues
antes de empezar tiene que descartar que haya sido un milagro; si
no, se viene abajo todo su sistema. Ya lo decía Chesterton: «Un
creyente es un hombre que acepta un milagro si la evidencia le obliga
a ello. En cambio, un no creyente es un señor que no acepta ni
siquiera discutir los milagros, porque es a lo que le obliga la doctrina
que profesa a la que no puede desmentir»43.
Los hechos son claros: alguien afirma ser Dios y lo confirma con
muchos milagros, públicamente conocidos. Ante esos datos, sólo cabe
una explicación lógica: creer sencillamente en la divinidad de Cristo.
Otras explicaciones se desmontan con facilidad. La alternativa sería
decir que Cristo afirmó ser Dios por estar loco, y que los presuntos
16. milagros no eran más que una especie de trucos de magia hechos por
un estafador tan listo que engañó a miles de personas rudas. Pero
eso contrasta con los hechos históricos. Jesús no estaba loco porque
su comportamiento y su profunda doctrina lo contradicen. Tampoco
era un embaucador porque cuando alguien engaña, lo hace para
obtener alguna ganancia, mientras que Cristo nunca buscó provecho
personal. Cuando, por ejemplo, le quieren coronar rey, Él les disuade
y se va a otro sitio. Luego si Cristo no es ni loco ni mentiroso, es
Dios. Lo que no cabe decir, es que Cristo es simplemente un buen
hombre. Porque ese hombre afirmó ser Dios, y si no lo es, es un loco
o un sinvergüenza.
En conclusión, conociendo estos datos, cada uno tiene que tomar
partido. Siendo fidedignos los testigos, no aceptar la divinidad de
Cristo equivale a afirmar que miente. «Si aceptamos el testimonio de
los hombres -escribe San Juan-, mayor es el testimonio de Dios (...)
Quien no cree a Dios le hace mentiroso, porque no ha creído en el
testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo»44. «Esta revelación -
escribe Juan Pablo II- es definitiva, sólo se la puede aceptar o
rechazar»45.
Logroño, junio de 2011
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1. Un buen libro que permite ahondar más es: A. Aguiló, ¿Es
razonable ser creyente?, Palabra, Madrid 2004.
2. V. Messori, Por qué creo. Una vida para dar razón de la fe, Libros
Libres, Madrid 2009, p. 120.
3. Así se entiende, por ejemplo, que sea ateo Jean Baruzi, uno de los
más autorizados conocedores de San Juan de la Cruz (cfr. H. Arts,
Een Kluizenaar in New York, De Nederlandsche Boekhandel, Amberes
1986, p. 119).
4. V. Messori, Los desafíos del católico, Planeta, Barcelona 1997, pp.
135-136.
5. R. H. Benson, Confesiones de un converso, Rialp, Madid 1998, p.
111.
6. Introducción a G.K. Chesterton, La incredulidad del padre Brown,
Encuentro, Madrid 1999, p. 13.
7. Como esos escépticos que dudan incluso de la realidad visible,
preguntándose si todo lo que ven no será una especie de sueño. No
se puede dialogar con alguien que niega lo evidente. Hay que tener
una sana confianza en nuestra inteligencia, conocer tanto sus
posibilidades como sus limitaciones. Su capacidad no es ilimitada,
pero puede acercarse progresivamente a la verdad. La razón humana
es, por ejemplo, capaz de demostrar un cierto número de verdades
17. no evidentes: podemos demostrar racionalmente la existencia de
Dios, la inmortalidad del alma (que no todo acaba tras la muerte) y la
existencia de un código ético universal (que existen normas morales
universales: vigentes para hombres de todo tiempo y lugar).
8. Cfr. las demostraciones de la existencia de Dios de Tomás de
Aquino, Summa Theologiae, I, q. 2, a. 3.
9. A. J. Cronin, Aventuras en dos mundos, Palabra, Madrid 1997, pp.
366-367.
10. J. R. Ayllón, Dios y los náufragos, Belacqua, Barcelona 2002, p.
155.
11. Juan Pablo II, Audiencia del 30 de enero de 2002.
12. Gen. 1, 26-27.
13. Catecismo de la Iglesia Católica. Compendio, Asociación de
editores del catecismo, Madrid 2005, p. 24.
14. 1 Tim. 6, 16.
15. Juan Pablo II, Dives in misericordia, n. 3.
16. Cfr. Is. 49, 15.
17. Jn. 1, 18
18. Soledad Puértolas, Con mi madre, Anagrama, Barcelona 2001,
pp. 12-13.
19. Benedicto XVI, Exhortación apostólica Verbum Domini, 30 de
septiembre de 2010, n. 12
20. Cfr. Jn. 8, 24, 28 y 58.
21. Cfr. Mt. 26, 64 y Mc. 14, 62.
22. Jn. 10, 30.
23. Cfr. Jn. 10, 33.
24. Jn. 14, 7 y 9.
25. L. De Wohl, Adán, Eva y el mono, Palabra, Madrid 1984, pp. 162-
163.
26. Jn., 1, 18.
27. 1 Jn., 1, 1.
28. Cfr. Mt. 5, 18.
29. C.S. Lewis, Mero cristianismo, Rialp, Madrid 1995, pp. 67-68.
30. C.S. Lewis, Lo eterno sin disimulo, Rialp, Madrid 1999, p. 37.
31. M. Assayas, Conversaciones con Bono, Alba, Barcelona 2005, pp.
42-243.< br /> 32. Lc. 1, 1-4.
33. R. A. Knox, El torrente oculto, Rialp, Madrid 2000, pp. 108-109.
34. Juan Pablo II, Novo millenio ineunte, n. 17.
35. Hechos de los Ap., 4, 18-20.
36. Cfr. Jn. 20, 24-29.
37. Juan Pablo II, Novo millenio ineunte, n. 19.
38. Cfr. 1 Cor. 15, 14-15.
39. J. Guitton, Mi testamento filosófico, Encuentro, Madrid 1998, p.
57.
40. Ibidem, p. 60.
41. Cfr. Jn. 11, 45-53.
42. Cfr. Jn. 11, 39.
43. En V. Messori, Por qué creo. Una vida parea dar razón de la fe,
18. o.c., p. 242.
44. 1 Jn. 5, 9-10.
45. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés,
Barcelona 1994, p. 32.
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Taller:
•¿Es posible demostrar la existencia de Dios?
•¿De qué modo se reveló Dios al hombre?
•¿Cuál es el fundamento de la credibilidad de la doctrina cristiana?
•¿Cómo se prueba la divinidad de Jesús?