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CUENTO CERREÑO
Linda Bravo Ambrocio
La niña de la gruta negra
Cuando pasen delante de aquel enorme
cerro que se abre mirando al poniente y
baja hasta los bordes del legendario barrio
de Uliachin, van a encontrar una lúgubre
caverna negra. Cuentan que allí moraban
por los años en que la ciudad nacía, los
gimientes espíritus de una joven mujer y su
hijo.
Sus desgarradores lamentos se
escuchaban en las escarchadas noches,
cuando el silencio acunaba el sueño de los
dirigentes mineros. Dicen que de lo
recóndito del antro surgía el eco de
inacabables armonías gemebundas que se
extendían impelidas por el silencio de la
soledad.
Los arrieros que andaban por estos
andurriales se estremecía y, penetrados
de supersticioso recogimiento, se
santiguaban musitando:
¡Dios mío, es la niña de la Gruta Negra!.
Un día, cansados de los lamentos
plañideros, hombres y mujeres de
Uliachin, le pidieron al milagroso
fray Sancho de Córdoba, que
desencantara la cueva.
Dicen que al trasponer la entrada,
encontraron la osamenta de una
mujer en cuyo regazo, mantenía
el momificado cuerpo de su
pequeño hijo. El fraile rezó
interminables oraciones en latín,
y después de sepultar los restos
de los atormentados seres,
asperjar agua bendita por todos
los rincones de la cueva, cesando
desde entonces los escalofriantes
gemidos.
Más tarde, las ancianas sibilinas y
confidentes hicieron conocer el
acontecimiento que todavía el
pueblo recuerda con estremecida
reverencia.
Las continuas cartas que recibía del Perú
magnificando las proverbiales riquezas
que en él se daban, terminaron por
exacerbar su ambición. La reiterada
invitación para que embarca a hacerse
rico, decidió su viaje.
Reunió sus escasas pertenencias, algún magro ahorro y
abordó el barco en compañía de su mujer y su pequeña
hija.
Llegado al Callao, tras larga travesía, luchando contra la
nieve, el frío glacial y la inconmensurable soledad del
páramo, llegó a la Villa de Pasco sobre resistentes
carretas haladas por fuertes garañones.
Un corro de guitarras, zampoñas,
castañuelas y pitos, celebró su llegada;
se bebió abundante vino, se hizo
nostálgicas remembranzas y se bailó
bastante. Rendido por el jolgorio
descansó dos días, al final de los cuales,
le adjudicaron un yacimiento cercano al
naciente Cerro de Pasco para iniciar su
trabajo.
Tras tomar posesión de la mina –la
primera propiedad de su vida- trabajó de
sol a sol para construir una casita de
barro apisonada con cimiento de piedras,
ventanas pequeñas y elevado techo a dos
aguas, cariñosa reminiscencia de una
vivienda vasca.
A esta casita, muy cerca de la mina, llevó a su
esposa, a su pequeña hija y a cinco hombres del
lugar que trabajaban para él.
Los primeros afloramientos que encontró pagaron
con creces su expectativa. Obtuvo buenos doblones
por la venta de su plata.
Alentado por el hallazgo, duplicó sus
esfuerzos que comenzaban con los
primeros rayos del alba y sólo
terminaban cuando la oscuridad cubría el
páramo. A muy poco tiempo, ya era un
hombre de consolidado prestigio
económico que había logrado ganarse el
respeto y el cariño de sus coterráneos.
Dos veces al mes acudía a las tertulias y fiestas que
se daban en la Villa con gran contento de los
asistentes. En las soleadas tardes de verano,
competía en emotivos encuentros de pelotaris; en
alegre corro de paisanos bebían vino, bailaban,
cantaban y, en esa lengua dulce y traviesa que los
pasqueños no entendían, conversaban
animadamente al calor de la amistad.
Al comienzo vivió satisfecho con su
holgura económica y los jugosos ahorros
que aliviaría su vejez. Sin embargo,
llevado por una desmedida codicia,
concibió la idea de reunir todo el oro que
fuera capaz para retornar triunfante a su
amada Vizcaya.
Quería demostrar a sus paisanos que era un
triunfador. Trabajó con tanta tenacidad
tratando malamente a los japiris que
laboraban para él. Ni tiempo le quedaba
para compartir con su esposa los momentos
de su descanso. Hasta en las noches,
provisto de un débil candil, entraba en el
subsuelo a controlar los malacates y
proyectar el trabajo del día siguiente.
Como es natural, esta desmedida
actividad lo fue convirtiendo en un
hombre hosco y silencioso; más tarde, en
agresivo y desconsiderado. Su mal
carácter era alimentado por las
eventuales frustraciones mineras que
significaban la pérdida de filones y
afloramientos.
Entretanto, su mujer se sumía en una desventura
terrible que sólo en su hija hallaba consuelo.
Así las cosas, llegada una quincena, se negó a
acompañar a su mujer a comprar las provisiones
para su casa, como era costumbre.
La señora tuvo que ir sola en el carretón
llevando a su niña. Él entró en el socavón
y tanto se sumió en su laboreo que no
advirtió la tremenda borrasca de nieve
que afuera estaba cayendo. Al salir,
cerrada la noche, advirtió aterrado que
su esposa no había retornado.
Desesperado tomó el rumbo de la ciudad
minera con la esperanza de encontrarla
en el trayecto. La nieve era tan espesa
que nada podía distinguirse a un paso;
sin embargo, tras penosos esfuerzos,
avanzó hasta encontrar el carromato que
se había atascado en el barro.
La pobre mujer, terriblemente empapada
de pies a cabeza, pugnaba por empujar
la carreta y hacer avanzar a la mula que
la halaba; para tener más libertad de
acción, se había despojado de su pañolón
de Alaska y la chompa de lana con los
que había arropado a la niña bajo un
improvisado toldo de lona.
Con la ayuda de unos tablones y sus recios brazos,
sacaron el carretón del atolladero y siguieron
avanzando.
Llegados a la barraca, la señora temblaba de frío al
borde del pasmo con una tos inquebrantable y una
fiebre despiadada que se acentuaba cada vez que el
dolor, como aguzados puñales, le traspasaba los
La desesperada impotencia del minero
era dramática. La distancia que lo
separaba tanto del Cerro de Pasco, como
de la Villa de Pasco, era tan grande, que
no podría ir en busca de auxilio. Además,
se le presentaba un dilema ¿Cómo dejar
a su mujer e hija solas?.
La nieve caía afuera lenta, continua,
inmisericorde, en tanto el rostro de la
mujer iba tomando una coloración
amoratada; la tos agresiva y seca la
sacudía con violencia de pies a cabeza;
sentía que el corazón se le estremecía al
oír el seco ronquido del pecho que se
desgarraba.
Al amanecer, la afiebrada trató de
incorporarse y decir algo. No pudo. Sus
intensos ojos verdes se quedaron fríos y
petrificados en una mirada fija, larga e
inmóvil. El minero la llamó, le frotó las
manos, la besó y en su desesperación la
sacudió con violencia y nada. La débil
mujer acababa de morir.
Aquella desgracia lo marcó con terribles
signos de fuego por el resto de sus días.
Acosado por un sentimiento de culpa, ya
no tuvo sosiego en su vida. Se sentía el
causante de la muerte de su esposa.
No había hecho otra cosa con su
indiferencia para con la buena mujer que
no sólo había sido para él, compañera,
esposa y colaboradora, sino
fundamentalmente impulso motor de sus
empresas. Su lacerante soledad le
estimuló amar a su hija con una entrega
total, con un exclusivismo enfermizo,
lindante con la idolatría.
Quería dar a su hija lo que había mezquinado a su
mujer.
Tardó mucho en sobreponerse de aquel patético
acontecimiento. Para sobrellevar la crianza de su
hija, llevó a una madura nodriza que, abnegada, la
crió con todo su amor.
Entretanto él, atormentado, ya no volvió
a ser el mismo. Su temperamento se hizo
más áspero y taciturno. A su avaricia fue
sumando una agresividad cada vez más
enervante. Con los años, esta actitud fue
tomando caracteres verdaderamente
dramáticos.
Y así pasaron los años.
Llegada a su juventud, la niña tomó formas de mujer, y se
hizo más hermosa. Sus ojos de un glauco intenso resaltaban
en su dulce rostro capulí que, enmarcado por una catarata de
encrespadas guedejas negras, le daba una belleza dulce; sus
labios sonrosados y alegres, siempre se mostraban risueños e
inquietos; sus manos suaves y delicadas, nunca estaban en
reposo;
el taconeo de sus abrigadoras botas
cerreñas se escuchaba en todo momento
en el ir y venir de su hacendoso
comedimiento hogareño. Todo su mundo
lo constituía su hogar, su padre y la
buena anciana que con mucho cariño
trataba de ocupar el lugar de la madre.
Ni amigas, ni vecinos, ni parientes.
Soledad, nada más que soledad.
Los encontrados pensamientos de sus
largas vigilias hacían en el minero, cifrar
sus más caras esperanzas en su hija.
Abrigaba la confianza que, en unos años,
podría efectuar el viaje de retorno a su
lejana tierra, a la que no había podido
olvidar, caso contrario –meditaba- podía
casarla con un rico minero cerreño;
mientras tanto, seguiría trabajando en su
mina, ahorrando lo necesario para el
triunfal retorno. Era verdad que ya
estaba cansado, sus músculos ayer
prestos y ágiles, eran ahora más laxos y
reacios. No había duda, necesitaba un
ayudante.
En una oportunidad, conoció a un hombre
joven y amable que le había ayudado a
descargar sus bolsas de plata. Todo fue
que se vieron y una entrañable amistad
nació entre los hombres.
Como el desconocido se encontraba sin
trabajo, le ofreció el puesto y un lugar en
su casa. Total, necesitaba la ayuda de
unos brazos jóvenes.
Llegado a su casa que más parecía una isla
en medio de la desolada puna cerreña, el
joven se impresionó con la belleza de la
damisela que ruborizada y temblorosa,
estrechó la cálida mano del recién llegado.
Ese fue el comienzo.
Guitarrero y decidor, el joven entonaba
emotivas coplas, cada tarde a la salida de
la mina. El encanto de los versos y la
dulce cadencia de las notas pronto
tuvieron el sortilegio de conquistar la
candidez de la niña que, con la intención
de escuchar mejor las trovas, asomaba a
la ventana de su recámara.
Su huérfano corazón, tan sediento de
cariño, de comprensión y apoyo, halló en
las vivaces charlas del joven minero, el
entretenimiento ameno que poco a poco
fue envolviendola en un sentimiento
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Cuento cerreño

  • 2. La niña de la gruta negra Cuando pasen delante de aquel enorme cerro que se abre mirando al poniente y baja hasta los bordes del legendario barrio de Uliachin, van a encontrar una lúgubre caverna negra. Cuentan que allí moraban por los años en que la ciudad nacía, los gimientes espíritus de una joven mujer y su hijo.
  • 3. Sus desgarradores lamentos se escuchaban en las escarchadas noches, cuando el silencio acunaba el sueño de los dirigentes mineros. Dicen que de lo recóndito del antro surgía el eco de inacabables armonías gemebundas que se extendían impelidas por el silencio de la soledad.
  • 4. Los arrieros que andaban por estos andurriales se estremecía y, penetrados de supersticioso recogimiento, se santiguaban musitando: ¡Dios mío, es la niña de la Gruta Negra!.
  • 5. Un día, cansados de los lamentos plañideros, hombres y mujeres de Uliachin, le pidieron al milagroso fray Sancho de Córdoba, que desencantara la cueva.
  • 6. Dicen que al trasponer la entrada, encontraron la osamenta de una mujer en cuyo regazo, mantenía el momificado cuerpo de su pequeño hijo. El fraile rezó interminables oraciones en latín,
  • 7. y después de sepultar los restos de los atormentados seres, asperjar agua bendita por todos los rincones de la cueva, cesando desde entonces los escalofriantes gemidos.
  • 8. Más tarde, las ancianas sibilinas y confidentes hicieron conocer el acontecimiento que todavía el pueblo recuerda con estremecida reverencia.
  • 9. Las continuas cartas que recibía del Perú magnificando las proverbiales riquezas que en él se daban, terminaron por exacerbar su ambición. La reiterada invitación para que embarca a hacerse rico, decidió su viaje.
  • 10. Reunió sus escasas pertenencias, algún magro ahorro y abordó el barco en compañía de su mujer y su pequeña hija. Llegado al Callao, tras larga travesía, luchando contra la nieve, el frío glacial y la inconmensurable soledad del páramo, llegó a la Villa de Pasco sobre resistentes carretas haladas por fuertes garañones.
  • 11. Un corro de guitarras, zampoñas, castañuelas y pitos, celebró su llegada; se bebió abundante vino, se hizo nostálgicas remembranzas y se bailó bastante. Rendido por el jolgorio descansó dos días, al final de los cuales, le adjudicaron un yacimiento cercano al naciente Cerro de Pasco para iniciar su trabajo.
  • 12. Tras tomar posesión de la mina –la primera propiedad de su vida- trabajó de sol a sol para construir una casita de barro apisonada con cimiento de piedras, ventanas pequeñas y elevado techo a dos aguas, cariñosa reminiscencia de una vivienda vasca.
  • 13. A esta casita, muy cerca de la mina, llevó a su esposa, a su pequeña hija y a cinco hombres del lugar que trabajaban para él. Los primeros afloramientos que encontró pagaron con creces su expectativa. Obtuvo buenos doblones por la venta de su plata.
  • 14. Alentado por el hallazgo, duplicó sus esfuerzos que comenzaban con los primeros rayos del alba y sólo terminaban cuando la oscuridad cubría el páramo. A muy poco tiempo, ya era un hombre de consolidado prestigio económico que había logrado ganarse el respeto y el cariño de sus coterráneos.
  • 15. Dos veces al mes acudía a las tertulias y fiestas que se daban en la Villa con gran contento de los asistentes. En las soleadas tardes de verano, competía en emotivos encuentros de pelotaris; en alegre corro de paisanos bebían vino, bailaban, cantaban y, en esa lengua dulce y traviesa que los pasqueños no entendían, conversaban animadamente al calor de la amistad.
  • 16. Al comienzo vivió satisfecho con su holgura económica y los jugosos ahorros que aliviaría su vejez. Sin embargo, llevado por una desmedida codicia, concibió la idea de reunir todo el oro que fuera capaz para retornar triunfante a su amada Vizcaya.
  • 17. Quería demostrar a sus paisanos que era un triunfador. Trabajó con tanta tenacidad tratando malamente a los japiris que laboraban para él. Ni tiempo le quedaba para compartir con su esposa los momentos de su descanso. Hasta en las noches, provisto de un débil candil, entraba en el subsuelo a controlar los malacates y proyectar el trabajo del día siguiente.
  • 18. Como es natural, esta desmedida actividad lo fue convirtiendo en un hombre hosco y silencioso; más tarde, en agresivo y desconsiderado. Su mal carácter era alimentado por las eventuales frustraciones mineras que significaban la pérdida de filones y afloramientos.
  • 19. Entretanto, su mujer se sumía en una desventura terrible que sólo en su hija hallaba consuelo. Así las cosas, llegada una quincena, se negó a acompañar a su mujer a comprar las provisiones para su casa, como era costumbre.
  • 20. La señora tuvo que ir sola en el carretón llevando a su niña. Él entró en el socavón y tanto se sumió en su laboreo que no advirtió la tremenda borrasca de nieve que afuera estaba cayendo. Al salir, cerrada la noche, advirtió aterrado que su esposa no había retornado.
  • 21. Desesperado tomó el rumbo de la ciudad minera con la esperanza de encontrarla en el trayecto. La nieve era tan espesa que nada podía distinguirse a un paso; sin embargo, tras penosos esfuerzos, avanzó hasta encontrar el carromato que se había atascado en el barro.
  • 22. La pobre mujer, terriblemente empapada de pies a cabeza, pugnaba por empujar la carreta y hacer avanzar a la mula que la halaba; para tener más libertad de acción, se había despojado de su pañolón de Alaska y la chompa de lana con los que había arropado a la niña bajo un improvisado toldo de lona.
  • 23. Con la ayuda de unos tablones y sus recios brazos, sacaron el carretón del atolladero y siguieron avanzando. Llegados a la barraca, la señora temblaba de frío al borde del pasmo con una tos inquebrantable y una fiebre despiadada que se acentuaba cada vez que el dolor, como aguzados puñales, le traspasaba los
  • 24. La desesperada impotencia del minero era dramática. La distancia que lo separaba tanto del Cerro de Pasco, como de la Villa de Pasco, era tan grande, que no podría ir en busca de auxilio. Además, se le presentaba un dilema ¿Cómo dejar a su mujer e hija solas?.
  • 25. La nieve caía afuera lenta, continua, inmisericorde, en tanto el rostro de la mujer iba tomando una coloración amoratada; la tos agresiva y seca la sacudía con violencia de pies a cabeza; sentía que el corazón se le estremecía al oír el seco ronquido del pecho que se desgarraba.
  • 26. Al amanecer, la afiebrada trató de incorporarse y decir algo. No pudo. Sus intensos ojos verdes se quedaron fríos y petrificados en una mirada fija, larga e inmóvil. El minero la llamó, le frotó las manos, la besó y en su desesperación la sacudió con violencia y nada. La débil mujer acababa de morir.
  • 27. Aquella desgracia lo marcó con terribles signos de fuego por el resto de sus días. Acosado por un sentimiento de culpa, ya no tuvo sosiego en su vida. Se sentía el causante de la muerte de su esposa.
  • 28. No había hecho otra cosa con su indiferencia para con la buena mujer que no sólo había sido para él, compañera, esposa y colaboradora, sino fundamentalmente impulso motor de sus empresas. Su lacerante soledad le estimuló amar a su hija con una entrega total, con un exclusivismo enfermizo, lindante con la idolatría.
  • 29. Quería dar a su hija lo que había mezquinado a su mujer. Tardó mucho en sobreponerse de aquel patético acontecimiento. Para sobrellevar la crianza de su hija, llevó a una madura nodriza que, abnegada, la crió con todo su amor.
  • 30. Entretanto él, atormentado, ya no volvió a ser el mismo. Su temperamento se hizo más áspero y taciturno. A su avaricia fue sumando una agresividad cada vez más enervante. Con los años, esta actitud fue tomando caracteres verdaderamente dramáticos.
  • 31. Y así pasaron los años. Llegada a su juventud, la niña tomó formas de mujer, y se hizo más hermosa. Sus ojos de un glauco intenso resaltaban en su dulce rostro capulí que, enmarcado por una catarata de encrespadas guedejas negras, le daba una belleza dulce; sus labios sonrosados y alegres, siempre se mostraban risueños e inquietos; sus manos suaves y delicadas, nunca estaban en reposo;
  • 32. el taconeo de sus abrigadoras botas cerreñas se escuchaba en todo momento en el ir y venir de su hacendoso comedimiento hogareño. Todo su mundo lo constituía su hogar, su padre y la buena anciana que con mucho cariño trataba de ocupar el lugar de la madre. Ni amigas, ni vecinos, ni parientes. Soledad, nada más que soledad.
  • 33. Los encontrados pensamientos de sus largas vigilias hacían en el minero, cifrar sus más caras esperanzas en su hija. Abrigaba la confianza que, en unos años, podría efectuar el viaje de retorno a su lejana tierra, a la que no había podido olvidar, caso contrario –meditaba- podía casarla con un rico minero cerreño;
  • 34. mientras tanto, seguiría trabajando en su mina, ahorrando lo necesario para el triunfal retorno. Era verdad que ya estaba cansado, sus músculos ayer prestos y ágiles, eran ahora más laxos y reacios. No había duda, necesitaba un ayudante.
  • 35. En una oportunidad, conoció a un hombre joven y amable que le había ayudado a descargar sus bolsas de plata. Todo fue que se vieron y una entrañable amistad nació entre los hombres.
  • 36. Como el desconocido se encontraba sin trabajo, le ofreció el puesto y un lugar en su casa. Total, necesitaba la ayuda de unos brazos jóvenes.
  • 37. Llegado a su casa que más parecía una isla en medio de la desolada puna cerreña, el joven se impresionó con la belleza de la damisela que ruborizada y temblorosa, estrechó la cálida mano del recién llegado. Ese fue el comienzo.
  • 38. Guitarrero y decidor, el joven entonaba emotivas coplas, cada tarde a la salida de la mina. El encanto de los versos y la dulce cadencia de las notas pronto tuvieron el sortilegio de conquistar la candidez de la niña que, con la intención de escuchar mejor las trovas, asomaba a la ventana de su recámara.
  • 39. Su huérfano corazón, tan sediento de cariño, de comprensión y apoyo, halló en las vivaces charlas del joven minero, el entretenimiento ameno que poco a poco fue envolviendola en un sentimiento dulce y extraño que le obligaba a buscarlo para la plática diaria.