ACERTIJO LA RUTA DEL MARATÓN OLÍMPICO DEL NÚMERO PI EN PARÍS. Por JAVIER SOL...
La violencia en colombia
1. La violencia en Colombia (I)
Escribí este trabajo como una contribución al debate en la Jornada de
Reflexión sobre Colombia, que tuvo lugar en Estocolmo el día 26 de abril de
1997. Yo esperaba que estas líneas estimularan una discusión abierta, franca,
fraternal y constructiva. Por desgracia no fue así. Mis opiniones fueron
recibidas con tergiversaciones, provocaciones de índole personal y amenazas
veladas. A pesar de esto, cada día recibo más y más manifestaciones de
simpatía y comprensión, así como muchas opiniones que enriquecen y
complementan mis puntos de vista. Por esta razón, creo de interés publicar
estas notas.
Cuando se habla de "la violencia en
Colombia" se corre el riesgo de emplear
una fórmula que muchas personas
entienden de muy diferentes modos.
Unos piensan en los horribles crímenes
del narcotráfico, con sus asesinos a
sueldo o "sicarios", sus bombas y sus
implacables atentados contra jueces,
periodistas y políticos honrados. Otros
piensan en los grupos paramilitares con
las espeluznantes masacres, mutilaciones y torturas de sus víctimas que son
casi siempre gente humilde del pueblo, trabajadores, campesinos, estudiantes,
sindicalistas. Otros evocan las emboscadas guerrilleras, los atentados contra
oleoductos y empresas extranjeras, los ajusticiamientos de "sapos" presuntos o
reales y, últimamente, las ejecuciones en masa de personas desarmadas de
diversa edad y condición. Otros, en fin, traen a la mente los secuestros, los
robos, la delincuencia brutal de las ciudades y los campos, en un país que
ostenta las más altas cifras de muertos por causas de violencia en todo el
continente americano, con 40.000 víctimas cada año.
Pero sea cual sea la imagen que uno tenga en la mente cuando pronuncia la
expresión "violencia en Colombia", quedan siempre en pie estos hechos
terribles: en las ciudades y regiones más densamente pobladas del país, la
primera causa de muerte es el asesinato o el homicidio y la segunda, el infarto
cardíaco. Colombia tiene el récord mundial de secuestros, con un índice de un
2. secuestro cada seis horas. Tiene también el récord mundial, en cifras
absolutas, de refugiados internos (desplazados): más que Ruanda o Zaire,
Bosnia, Afganistán, Kurdistán y Chechenia. Más del diez por ciento del total
de periodistas asesinados en el mundo entero en los últimos cinco años, son
colombianos. Colombia tiene el récord continental de asesinatos de maestros y
solamente es superada en este flagelo, a nivel mundial, por Argelia. Colombia
es el único país en el mundo que ha sufrido en un solo año (1989-1990) el
asesinato de tres candidatos a la Presidencia de la República (Luis Carlos
Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro). Por si esto fuera poco, todos los
expertos coinciden en pronosticar que el período pre-electoral 1997-98 será el
más violento en toda la historia de Colombia.
Estos datos son, por sí solos, terroríficos. Pero toda su horrenda significación
se pone al descubierto cuando se establece que cerca del 70 por ciento de
todas las violaciones de los Derechos Humanos que se cometen en el país, son
de responsabilidad de agentes del Estado colombiano, militares, policiales y
paramilitares.
(Aquí debo, por fuerza, hacer una precisión. Los representantes de una
guerrilla colombiana en Suecia han protestado por la publicación de
estas cifras porque, según ellos, lo que estoy afirmando en realidad es
que la guerrilla de ellos es responsable del 30 por ciento de las
violaciones de Derechos Humanos en Colombia. Su razonamiento es
éste: "Si se dice que el 70 por ciento de las violaciones de Derechos
Humanos en Colombia son de responsabilidad del estado, el 30 por
ciento restante deberá por lógica ser responsabilidad nuestra. Por lo
tanto, se nos está calumniando y en consecuencia se le está haciendo el
juego a los paramilitares". Así lo han expresado públicamente, por
consejo y asesoría de un viejo provocador profesional cuya labor
consiste en sembrar odios y recelos entre los colombianos residentes en
Suecia, a cambio de un sueldo que le pagan los inversionistas suecos
en Colombia.
Pero la realidad es otra. Si se dice que el 70 por ciento de las
violaciones de los Derechos Humanos en Colombia son de
responsabilidad del estado colombiano, se dice eso y nada más que
eso, repitiendo simplemente lo que dice Amnistía Internacional en su
informe de 1996, lo que dicen los juristas colombianos y lo que dijo en
su oportunidad el Defensor del Pueblo, doctor Jaime Córdova Triviño.
Del 30 por ciento restante nada se ha dicho por ahora. Pero no tengo
ningún inconveniente en decir lo que me parece sobre ese punto: el 30
por ciento restante deben repartírselo entre la mafia del narcotráfico,
la delincuencia común, los agentes de alguna potencia extranjera y los
diversos grupos guerrilleros que operan en el país. Queda claro,
entonces, que una de las guerrillas no es responsable por el 30 por
3. ciento sino por menos. Y como no dispongo de cifras confiables al
respecto, prefiero no decir nada en ese particular.)
Paralelamente Colombia tiene, igualmente, el récord mundial en cantidad de
organizaciones independientes ocupadas en la defensa de los Derechos
Humanos. Hay comités regionales y locales, organizaciones de abogados y
centros que se especializan en la defensa de determinados grupos de la
población, por su identidad étnica o cultural, por su actividad profesional, etc.
Se pensaría que todos esos esfuerzos están coordinados a través de una red de
solidaridad nacional e internacional que garantiza la más amplia defensa de
los Derechos Humanos en Colombia. Pero, por desgracia, éste no es siempre
el caso. Con frecuencia se observa una celosa desconfianza mutua entre los
distintos grupos de activistas por los Derechos Humanos. La gran diversidad
de estos grupos no parece obedecer a la necesidad de extender la solidaridad a
todos los sectores de la población civil afectados por la violencia, sino más
bien a la urgencia que tiene cada grupo de asegurarse para sí y sus allegados
una defensa que los otros grupos no les ofrecen, por exclusión sectaria o por
otras razones ideológicas o políticas. En otras palabras, la enorme diversidad y
dispersión, la falta de unidad y de coordinación en los trabajos por los
Derechos Humanos, no son sino el reflejo de la trágica dispersión, división y
fraccionamiento de las fuerzas y corrientes políticas del pueblo colombiano.
A esta dispersión, caracterizada por la desconfianza recíproca, el recelo y la
endurecida negativa de unos y otros a asumir tareas conjuntas en bien del
pueblo, contribuyen los agentes provocadores del estado, dentro del país y en
el exilio. Estos agentes se infiltran en organizaciones de izquierda, siembran la
división, la arrogancia sectaria, la política del aislamiento y del desprecio
hacia los demás, exacerban la desconfianza mediante calumnias y rumores,
manipulan los sentimientos de personas honradas que han sido perseguidas o
torturadas y crean un clima de recelos y de odios personales que solamente
conviene y trae beneficios a los enemigos del pueblo. Y una vez que han
cumplido estos objetivos, salen frescamente de las organizaciones de
izquierda donde han actuado, aduciendo "discrepancias ideológicas" y corren
a recibir su salario de Judas, que en ocasiones se disfraza de "apoyo a la
investigación" pagado por las empresas extranjeras que tienen inversiones en
Colombia y que se lucran de la masacre diaria del
pueblo colombiano.
Ahora bien, la violencia que se ejerce en Colombia
es principalmente una violencia sistemática y
generalizada contra la población civil. Se mata
individualmente o en masa a estudiantes,
trabajadores, campesinos, colonos, indígenas, amas
de casa, ancianos y niños. Es una violencia que se
aplica con sadismo y con rituales de bestialidad
4. horripilantes. Los niños son degollados en presencia de sus padres. Se
arrancan los ojos y los órganos internos a campesinos y obreros. Se despedaza
a machete el feto en el vientre de su madre. Se hace todo esto para "castigar"
los delitos reales o supuestos del marido, del hermano, del padre o del tío, o
para "hacer justicia", porque a uno le han hecho lo mismo en su hermana, su
hijo o su madre. Detrás de todos estos horrores no hay una guerra sino muchas
guerras superpuestas, muchos odios transmitidos y ejercidos de generación en
generación. Los individuos armados y organizados, sea en las fuerzas
militares del estado, sea en las guerrillas, sea en los grupos paramilitares o en
las organizaciones criminales, ciertamente combaten y tienen sus muertos y
sus heridos. Pero esas bajas son una pequeña parte del total de muertos y
heridos en el proceso de la violencia colombiana. Como en Ruanda, la enorme
mayoría de las víctimas de la violencia en Colombia son gente desarmada y
pacífica, son población civil.
(Aquí va otra aclaración. Se me ha dicho que "la
población civil no existe". Según esta nueva teoría,
todos los colombianos son combatientes en una
guerra no declarada. Los defensores de esta
posición, digna de Pol Pot, han confundido el
concepto discutible de "sociedad civil"con el
concepto universalmente reconocido de "población
civil", es decir, la parte de la población que no lleva
armas, que no participa en enfrentamientos
armados, y que desde hace más de dos siglos tiene
derechos reconocidos por las normas y códigos de
guerra en Occidente. Negar la existencia -y por
ende los derechos- de la población civil, significa
automáticamente justificar, legalizar, aceptar los
crímenes y las masacres cometidas por los paramilitares y por otros grupos
armados en contra de campesinos pacíficos, mujeres, niños y ancianos.
Significa justificar el genocidio, los crímenes contra la humanidad.)
Al mismo tiempo, al lado de la sociedad ensangrentada, funciona otra
Colombia: en importantes regiones del país se trabaja y se vive en una relativa
calma, las grandes empresas nacionales y extranjeras recogen enormes
ganancias y el movimiento sindical, marcado por la división y por una cierta
inercia, parece haberse conformado con los salarios mínimos, la extrema
pobreza y la superexplotación de la fuerza de trabajo. La violencia desatada y
la paz del conformismo coexisten en la misma nación de mil modos
increíbles. Se convive con la muerte y con la fiesta, se trabaja con ahínco y se
hace vida social intensa sin dejar de desconfiar de todo el mundo y sin hacerse
muchas ilusiones. En cualquier momento puede pasar lo peor, pero se trata de
vivir lo mejor posible.
5. ¿Cómo se ha podido llegar a esta situación? ¿Cuáles han sido los factores que
han convertido al Estado colombiano, independientemente de sus sucesivos
gobiernos transitorios, en una máquina de asesinar ciudadanos? ¿Cómo es
posible que una nación latinoamericana, de estructura republicana, tenga
simultáneamente el récord de asesinatos y los mejores rendimientos e índices
macroeconómicos de la región?
Las injusticias sociales
Desde ya quisiera mencionar el factor que, en mi opinión, constituye la base
fundamental y la fuente primaria de la violencia colombiana: la empecinada
injusticia social, ejercida con feroz intolerancia por las clases dominantes del
país desde los orígenes mismos de la república. Esto significa que, a mi
entender, lo que ha producido y sigue produciendo tantas muertes en el país
no es una supuesta "cultura de la violencia"que nos haría algo así como un
pueblo diferente de nuestros vecinos, sino que han sido las desigualdades, las
discriminaciones, las humillaciones, las postergaciones y las marginaciones a
que se ha sometido a las mayorías nacionales, al pueblo raso, a lo largo de la
historia del país, lo que constituyen la causa fundamental de nuestra violencia.
Los individuos y grupos que iniciaron, dirigieron y financiaron la empresa de
la independencia, se consolidaron en el poder al amparo de una política que
implicaba tres estrategias entrelazadas e indisolubles:
1. Culminación de la obra de la conquista: despojo definitivo de las
poblaciones indígenas (en algunos casos, exterminio total de esa
población) y sometimiento absoluto de todas las clases y estamentos
"inferiores";
2. Establecimiento de una república oligárquica, antipopular,
autoritaria;
3. Integración del país al mercado internacional y a los intereses de sus
fuerzas dominantes, el gran capital industrial, minero y mercantil.
A la sombra de ese "desarrollo" se han forjado, a lo largo de casi dos siglos de
injusticias clamorosas, odios terribles que se cobran cada día en los campos y
en las ciudades del país, aunque con frecuencia ni las víctimas ni los
victimarios tengan clara conciencia de ello.
Muchos grupos y sectores explotados entendieron o intuyeron, desde el primer
momento, que la "independencia" era un asunto de los señores hacendados y
de los grandes comerciantes. Los negros de la costa colombo-venezolana se
6. alzaron en armas para luchar por el rey de España y en contra de la
emancipación. En los valles y montañas del sur, en Pasto, en el Cauca, en las
llanuras del Huila y en la montaña antioqueña, millares de pequeños
agricultores y colonos combatieron ferozmente contra los ejércitos de la Gran
Hacienda. La guerra social se extendió por todo el territorio de lo que más
tarde se llamaría "La Gran Colombia" pero de esto solamente ha quedado
constancia documental en la provincia venezolana y en algunas regiones del
sur de Colombia.
Paralelamente, los ejércitos libertadores
organizados con tenacidad sobrehumana por
Simón Bolívar, aplicaron la Guerra a Muerte en
Venezuela y Colombia, desde 1813 hasta 1820.
Durante esos siete años no se hicieron
prisioneros ni hubo sobrevivientes entre los
vencidos de una batalla o una escaramuza.
Todos los españoles capturados por los patriotas
eran pasados por las armas. Todos los patriotas
capturados por los españoles eran pasados por las armas. Se arrasaban pueblos
enteros, incluyendo ancianos mujeres y niños. No se hizo distinción alguna
entre los combatientes y la población civil. En Pasto, Simón Bolívar dio orden
de lanzar al abismo, desde las alturas de la cordillera, a centenares de
muchachos adolescentes cuyos padres habían expresado su oposición a la
independencia. En esa misma región se ofreció amnistía absoluta a las partidas
guerrilleras campesinas que entregaran sus armas, y una vez obtenida la paz se
procedió a exterminarlas implacablemente. Detrás de esta felonía había una
clara conciencia de clase: se trataba de la lucha de la gran hacienda contra el
minifundio, de los señores contra la plebe, de una estrategia de autoridad
contra una expresión de libertad.
(Otra aclaración debe hacerse aquí, para eludir equívocos y
tergiversaciones. Las masacres de los pastusos están documentadas en
las cartas de informes que los oficiales en campaña dirigían al
Libertador. Pero constatar el horror de la Guerra a Muerte o las
infamias cometidas contra los pastusos no significa en modo alguno
negar que Simón Bolívar es la figura más grande y esclarecida de
nuestra independencia y que sus méritos militares, políticos y morales
sobrepasan con exceso sus errores, su gestos autoritarios y sus
injusticias. Inútilmente se me podría exigir una posición de servilismo
incondicional frente a ese hombre extraordinario, ocultando hechos ya
comprobados por la historia, así como tampoco se me podría acusar
de ser un "enemigo" de Bolívar por el hecho de respetar la verdad
histórica.)
7. Por una de esas ironías terribles de la historia, las masas oprimidas terminaron
apoyando a los señores libertadores, no porque éstos hayan hecho concesión
alguna en materia de justicia social, sino porque los ejércitos españoles de la
Reconquista cometieron crímenes y masacres tan horrendos que se ganaron el
odio de los mismos pueblos que los habían apoyado en un comienzo.
La herencia de la emancipación
Como en la mayoría de las nuevas repúblicas latinoamericanas la
emancipación creó, o desató las fuerzas y preparó las condiciones de las
guerras civiles que sacudieron a la sociedad durante los primeros decenios de
vida institucional. Clericalismo contra librepensamiento, tradición contra
renovación, proteccionismo contra librecambio, autoritarismo contra
democracia, federalismo contra centralismo. Todas esas fueron, de una o de
otra manera, luchas en el interior de los grupos y clases dominantes, que si
bien arrastraron a todas las clases sociales en las turbulencias de las guerras
civiles, no pretendieron nunca resolver el problema fundamental: la suerte de
esa enorme cantidad de grupos étnicos y sociales oprimidos, superexplotados,
discriminados, marginados y despreciados a los que llamamos aquí, de manera
genérica, el pueblo trabajador.
La violencia de la guerra emancipadora había destruido casi totalmente a las
clases cultas, letradas, del último período colonial. Los mejores exponentes de
la intelectualidad colombiana se consumieron en esa hoguera. Pero en cambio
se creó una nueva oligarquía de hacendados, guerreros, comerciantes,
leguleyos de provincia, aprendices de legisladores, todos unidos por
complicadas redes de compadrazgos, negocios y matrimonios entrelazados
hasta el infinito. Esa nueva nomenclatura se encargó de mantener silenciados
los reclamos populares a cualquier costo. Las peticiones eran atendidas con
balas. La represión brutal fue el único idioma que se habló con las clases
trabajadoras.
Aquí es preciso hacer un alcance. La Guerra a Muerte decretada por Bolívar
en 1813 contra los españoles afectó, según la letra del decreto, a la provincia
venezolana. Pero se aplicó de hecho también en territorio colombiano. Cuando
la guerra fue regularizada por los tratados de 1820, la Guerra a Muerte cesó de
hecho y de derecho en la provincia venezolana, pero continuó aplicándose de
hecho en Colombia. Los Tratados de Regularización de la Guerra, que fueron
fruto de arduas negociaciones entre Simón Bolívar y el Pacificador Morillo, se
vieron siempre entorpecidos por las iniciativas particulares de muchos
oficiales de ambos bandos, que continuaban ejecutando militares y civiles a
discreción. Como la oligarquía dirigente local no había querido formalizar
jamás, "por razones humanitarias", una guerra de exterminio que no tenía
8. ningún inconveniente en aplicar sistemáticamente, siempre que no se hablara
de ella, tampoco se sintió obligada a dejar de practicar estos métodos. Tal fue
el triunfo de la arbitrariedad y de la hipocresía políticas. Francisco de Paula
Santander, el prócer que en nuestro país ha recibido el nombre de "El Hombre
de las Leyes" se caracterizó por ordenar fusilamientos sin fórmula de juicio,
sin proceso alguno, ni siquiera sumario, y se complacía en organizar
personalmente la puesta en escena de las ejecuciones, que se realizaban en la
Plaza Mayor, a pocos metros de su despacho presidencial.
Esta disposición arbitraria de la vida ajena ha
sido, desde aquellos días, una constante de la
vida nacional. No puede sorprender,
entonces, que en Colombia siga aplicándose
aún hoy, en campos y ciudades, la guerra a
muerte que dejó de tener vigencia en
Venezuela en 1820.
Continuación
Carlos Vidales
Estocolmo, 1997.