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PUÑETAZOS 
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JORGE ARAYA POBLETE 
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2014
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Puñetazos por Jorge Araya Poblete se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. 
Permitida su distribución gratuita como archivo digital íntegro. 
Prohibida su distribución parcial. 
Prohibida su impresión por cualquier medio sin permiso escrito del autor. 
Prohibida su comercialización por cualquier medio sin permiso escrito del autor. 
©2014 Jorge Araya Poblete. Todos los derechos reservados.
JORGE ARAYA 
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Presentación 
Pedro Montoya es un guardia de seguridad de locales nocturnos, con un glorioso pasado en el boxeo profesional, que se vio abruptamente truncado en la pelea más importante de su vida. Un hecho fortuito en uno de los baños de la discoteque donde trabajaba lo lleva a descubrir un extraño don: la capacidad de guiar a almas en pena hacia la eternidad. Dicho don lo pondrá cara a cara con una trama de dos siglos de historia, tendiente a liberar a las fuerzas del mal sobre la faz de la Tierra. Con la ayuda de un barman, una parapsicóloga y una monja, intentará cooperar en la lucha contra las huestes del infierno, tratando de salvar el destino de la humanidad. 
Este relato no tiene otro norte que entretener, entregando un texto de lectura rápida y liviana, sin mayores pretensiones. Ojalá disfruten al leerlo, como yo disfruté al escribirlo 
Jorge Araya Poblete 
Septiembre de 2014
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Pedro Montoya salió del baño del bar notoriamente nervioso, como fijándose que nadie lo viera salir en ese instante del lugar. La música afuera sonaba a gran volumen, haciendo que todos tuvieran que gritar y acercarse para intentar escuchar a sus incidentales interlocutores, lo cual tranquilizó al hombre al sentir que pasaba desapercibido. Montoya volvió al sitio en que estaba ubicado hacía ya media hora, en uno de los extremos de la corta barra, tratando que nadie notara su presencia, y bebiendo con calma un gran vaso de ginebra de dudosa procedencia: mientras no tuviera gusto a aguardiente aromatizado como el ron o el pisco que servían en el lugar, ni el sabor a nada del vodka, el apagado hombre bebería sin molestar a nadie, intentando olvidar el pasado y que nadie en el presente lo recordara a él. 
Montoya se divertía mirando la fauna que a esa hora llenaba el bar; pese a los años que frecuentaba ese lugar y muchos otros, nunca terminaba de maravillarse con los tipos de personas que aparecían de tanto en tanto, buscando llamar la atención de cualquier modo con tal de salir temporalmente del rutinario anonimato de la vida diaria, el mismo que Montoya necesitaba para ser feliz. De pronto se dio cuenta que el barman no estaba, haciendo que los pedidos de las mesas empezaran a acumularse, y el ánimo de los parroquianos a alterarse; justo cuando creía que el ambiente del lugar empeoraría irreversiblemente, vio al barman salir del baño y dirigirse presto y con cara de enojo hacia él: instintivamente apuró el contenido del vaso para luego meter las manos en sus bolsillos, pues suponía que la conversación que vendría terminaría mal. 
—Muéstrame las manos—dijo el barman, tomando las muñecas de Montoya para poder ver sus nudillos y sus dedos, mientras la gente bajaba el volumen de los reclamos por la atención, para saber el porqué del enojo del indispensable hombre a esas horas de la noche—. Por la cresta, ¿qué te dije cuando llegaste?—preguntó el barman a Montoya, quien fijó su vista en el piso. 
—¿Necesitas ayuda?—preguntó tras él un obeso hombre de piel curtida y mirada fría, que trabajaba como guardia en el bar. 
—No, a este lo arreglo yo—respondió el barman, para luego voltear hacia Montoya, sin soltar sus muñecas—. Te he dicho hasta el cansancio que no agarres a puñetazos las paredes del baño. Eres tan bruto que las golpeas hasta sangrar, y dejas tu sangre impregnada en las paredes. Te dije lo que iba a pasar si te pillaba de nuevo, ¿cierto? 
—Responde huevón, te están hablando—dijo el guardia con voz de enojado, sin lograr que Montoya despegara su vista del suelo. 
—Déjalo, si este huevón no habla. Ya, te fuiste del bar, y no te quiero de vuelta hasta que se te pase la tontera, huevón idiota—dijo el barman,
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para luego llevar por las muñecas a Montoya hasta la entrada y dejarlo parado en el lugar, mirando concentrado el piso. 
—Yo no sé por qué le perdonas tanto a ese loco de mierda, yo ya le hubiera sacado la chucha hace tiempo, y lo hubiera vetado para siempre del lugar—dijo el guardia, contrariado. 
—Porque el tipo no es malo, solamente es loco—respondió el barman—. Además, el tipo estará a más tardar en tres días de vuelta, pagando la cuenta y dejando una propina decente. 
Montoya se alejó del lugar, algo amargado por haber sido nuevamente sacado del bar que más le gustaba. Su deambular era errático, producto en parte del vaso de ginebra, y de no saber a dónde ir; de pronto, sus pies parecieron adquirir vida propia, por lo que se dejó llevar al destino que fuera que le tenían deparado. Cinco minutos más tarde Montoya estaba parado en la puerta de un club elegante, al que entró sin que el portero o el guardia pudieran siquiera alcanzar a reaccionar. Sin pensar en acercarse a la barra o a alguna mesa, el hombre se dirigió al baño de mujeres, provocando la estampida de sus usuarias, al ver al mal vestido hombre que entró al lugar y de la nada empezó a lanzar puñetazos al aire, para luego terminar por golpear con violencia uno de los pilares del gran espejo que adornaba la lujosa habitación, el cual inmediatamente quedó salpicado de sangre. Apenas veinte segundos más tarde dos enormes tipos lo tomaron bajo los brazos y lo sacaron del lugar por la puerta posterior; justo cuando se disponían a darle la golpiza de su vida, el portero los detuvo, dejando que Montoya se fuera caminando cabizbajo, como siempre. 
—¿Qué mierda te pasa, acaso no viste el escándalo que armó ese degenerado, huevón?—dijo el guardia más añoso y más agresivo—. Ese tipo es conocido, anda de pub en pub haciendo shows de boxeo en los baños, y nadie hace nada para ponerle un alto definitivo. 
—Cálmate, a Montoya lo conozco hace tiempo, de cuando era famoso. El tipo es un loco inofensivo, y aunque no lo parezca es más útil que cualquiera de nosotros para la sobrevivencia de nuestros trabajos—dijo el portero, para luego agregar—. Si alguna vez yo no estoy, y él entra a algún baño, deja que le pegue a las paredes y cuando termine, sácalo sin hacerle nada. 
Montoya seguía caminando sin rumbo fijo. Luego de pasar por dos bares aún no lograba emborracharse; ese era el único modo que tenía para dejar de ver a los fantasmas de los fallecidos en cada bar, a quienes reducía a puñetazos para que pudieran reaccionar y seguir de una vez por todas sus caminos hacia lo que fuera que significara la palabra eternidad.
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Pedro Montoya era un hombre con un pasado doloroso de recordar. El hombre había sido uno de los mejores boxeadores de peso crucero de la historia deportiva del país, y uno de los pocos que había logrado vivir de las ganancias del deporte. Luego de una explosiva carrera de tres años en el profesionalismo, en que batió por nocaut a todos sus rivales, Montoya recibió el esperado contrato para pelear el título mundial de su categoría contra el mejor de los campeones mundiales, quien ya había unificado títulos de cuatro distintas asociaciones de boxeo: el campeón necesitaba una pelea con un desconocido, para luego abocarse a preparar la última unificación que le faltaba, para convertirse en el campeón indiscutido a nivel planetario. Montoya sabía que esa podría ser tal vez su única oportunidad, así que preparó casi exageradamente los cuatro meses que separaron la firma del contrato con la fecha de la pelea: si llegaba a perder, deberían sacarlo en camilla del ring. 
El día de la pelea por fin había llegado. Junto con su entrenador había preparado una estrategia casi infalible, pues habían descubierto en los videos del campeón un error técnico que lo dejaba descubierto luego de lanzar el gancho con la izquierda, por lo que se había preparado físicamente para ser capaz de aguantar dicho golpe y sobre el mismo contragolpear con la derecha. Luego de toda la parafernalia propia de la presentación de los púgiles empezó el combate; justo cuando faltaban treinta segundos para el término del primer round, el campeón mundial lanzó su gancho de izquierda. Montoya se mentalizó en ese único momento, soportó la violencia del impacto, y gracias al trabajo de meses lanzó con todo el peso de su cuerpo y casi como reflejo un gancho lateral de derecha a la sien del campeón, el cual cayó como petrificado a la lona. Montoya lo había logrado, había noqueado al mejor campeón de la historia de su categoría, y estaba inscribiendo su nombre en los anales de la historia deportiva mundial. Diez segundos después, y mientras Montoya estaba encaramado en la segunda cuerda de su esquina celebrando, algunos gritos destemplados y el silencio del estadio le indicaron que algo malo pasaba: tras él, el ahora ex campeón mundial empezó a convulsionar incontrolablemente, debiendo ser sacado en una camilla hacia la ambulancia dispuesta para la ocasión. Una vez terminada la entrega del cinturón, Montoya y su equipo se dirigieron al hospital para saber de su rival: en cuanto llegó, se encontró con la esposa del ex campeón, quien lloraba desconsolada frente a varias cámaras de televisión, de las cuales Montoya no pudo escapar, y por las cuales se enteró de la muerte del joven boxeador. Así, con veinticuatro años Pedro Montoya había llegado al pináculo, y al mismo tiempo al final de su carrera deportiva.
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Diez años después, Montoya había agotado todos sus ahorros, y había conseguido un trabajo de guardia en una disco acomodada, en donde unos pocos parroquianos de mayor edad recordaban su meteórica carrera deportiva; gracias a ellos, el pasar del ex boxeador era relativamente tranquilo, pues su pasado era suficiente tarjeta de presentación para que todos evitaran conflictos con él. La vida empezaba lentamente a sonreírle a Montoya, permitiéndole el extraño lujo de soñar con un presente seguro y un futuro levemente esperanzador. 
Una madrugada de viernes, Montoya estaba haciendo labores de vigilancia dentro del recinto junto a otro compañero, quedado el tercero de turno en portería a una hora en que la gente empezaba lentamente a retirarse. De pronto, en un instante en que la música bajó un poco de volumen para engancharse con la siguiente pista, Montoya escuchó un golpe seco que venía del baño de hombres; sin tener tiempo para avisarle a su compañero por el intercomunicador, se dirigió corriendo al lugar, para ver si alguien se había caído y necesitaba auxilio, o si se había iniciado una riña que requiriera su intervención. Cuando entró, se encontró con un tipo evidentemente ebrio, vestido con una anticuada chaqueta de cuero, pantalones de mezclilla de pierna ancha y botas con puntas metálicas. Montoya intentó acercarse, siendo de inmediato recibido con una andanada de golpes de puño, que fácilmente logró controlar gracias a su experiencia como boxeador profesional; antes que el extraño tipo de mirada desorbitada y gestos descontrolados alcanzara a reaccionar, Montoya lanzó dos ganchos al mentón que lo derribaron, pero que el ex deportista no sintió con fuerza en sus manos. Sin darle más vueltas al asunto, Montoya vio al tipo afirmarse contra la pared, y decidió rematarlo con un potente gancho de izquierda al hígado, para dejarlo fuera de combate sin lesionarle más la cara, y poder sacarlo del lugar sin causar mayor conmoción. El peleador se acercó, contrajo la mitad izquierda de su cuerpo, y descargó con violencia un gancho ascendente al hígado de su incidental rival; en ese instante Montoya se llevó la sorpresa más extraña de su vida: en vez de impactar el cuerpo de su contrincante, el puñetazo atravesó al hombre y dio de lleno en el muro del baño, generándole un dolor incontrolable al romper sus nudillos, y dejando rastros de sangre en la pared donde se apoyaba el extraño individuo. Justo en ese instante, la sorpresa del puñetazo pasó a segundo plano al ver lo que le sucedía al anacrónico hombre. 
Montoya instintivamente miró su puño para asegurarse de sólo haber roto su piel y no haberse fracturado; al mirar al muro vio cómo su sangre salpicada en la pared de azulejos del baño pareció empezar a brillar, al mismo tiempo que una sonrisa llenaba la cara del tipo con el que había peleado. El brillo de su sangre empezó a crecer hasta convertirse en un enorme círculo luminoso de dos metros de diámetro, por el cual entró el ahora transparente cuerpo del sonriente hombre, no sin antes voltear a mirarlo y gesticular aparatosamente con su boca un “gracias”. En cuanto
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el hombre desapareció dentro de la luz el círculo en la pared se desvaneció, y los compañeros de turno de Montoya aparecieron en el baño, tomaron uno de cada brazo al ex boxeador, y lo llevaron raudos a la oficina del dueño. 
—Siéntate Montoya—dijo el obeso hombre de cara vestimenta con voz inexpresiva—. Un cliente dijo que estabas dándole puñetazos al aire y a las murallas del baño, ¿qué pasó, estás drogado? Te he dicho varias veces que si quieres consumir seguro, yo te consigo buena mercadería. 
—Jefe… sí, estoy drogado—dijo Montoya, mirando al piso. 
—No huevón, no estás drogado—dijo el dueño del local—. Estás demasiado consciente para eso. Ya, suelta la lengua y cuenta qué te pasa. 
—Jefe, mejor dejémoslo así… le presento mi renuncia y me voy, no tiene que pagarme nada—respondió Montoya sin despegar la mirada del piso. 
—No te quiero echar, quiero que me digas qué cresta te pasó en el baño—dijo el hombre, ahora con marcada rabia contenida en sus palabras. 
—Jefe, en serio… no quiero que crea que estoy loco, después no voy a poder conseguir pega… en serio, me voy por las buenas, no pienso armar atados ni hablar mal de usted ni de nadie, le juro que nunca volverá a saber de mi—dijo Montoya poniéndose de pie con lentitud, sin atreverse a mirar al hombre a sus ojos. 
—Te lo voy a preguntar por última vez por las buenas Montoya—dijo el dueño del local, abriendo su chaqueta y dejando ver una pistolera con un arma semiautomática en su interior—, dime por favor qué mierda pasó en mi baño. 
El ex boxeador se dejó caer en su silla; en su mente quedaba claro que no podría librar de esa situación, y que luego de contar su increíble historia, quedaría cesante y con una mala fama tal, que le sería imposible seguir trabajando en el rubro. Sin ver escapatoria alguna posible, Montoya relató con lujo de detalles lo que había sucedido momentos antes. Para sorpresa suya, el dueño del local escuchó atentamente el relato, sin siquiera esbozar una sonrisa cuando llegó a la parte del puñetazo a la pared a través del aparente fantasma, y sólo dejando entrever algo de sorpresa al contarle lo del agujero luminoso en el muro. Al terminar el relato, el obeso hombre pareció resoplar, con una mezcla de rabia y resignación; mientras se acercaba a su escritorio y abría el cajón de más abajo, le preguntó a Montoya: 
—¿Estás seguro que esa es toda la verdad, nadie te contó nada acerca del pasado de este local? 
—Sí señor, eso es todo lo que pasó en su baño—respondió Montoya, para luego agregar—. Y respecto del pasado de este local, no tengo la más mínima idea, nunca he preguntado, y no me interesa saberlo. Todos
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tenemos un pasado, y usted sabe que el mío es lo suficientemente doloroso como para no querer intrusear en el pasado de otros. 
El dueño de la disco escuchó sin mirar a Montoya, mientras hurgueteaba en el cajón. De pronto se enderezó, se paró frente al guardia, y poniendo una foto ante sus ojos preguntó directamente: 
—¿Cuál de los tres es el tipo al que golpeaste? 
—El del medio señor—respondió el ex boxeador, sorprendido al ver una fotografía instantánea en formato Polaroid, algo desteñida, en que se veía nítidamente al hombre al que había enfrentado con la misma vestimenta, acompañado por dos hombres, uno de los cuales tenía las mismas facciones que el dueño del lugar, pero con el doble de cabellera y la mitad del peso.
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Pedro Montoya parecía estar pegado a la silla frente al escritorio de su jefe; mientras tanto, el obeso hombre se había dejado caer en el sitial del otro lado de la mesa, se había tomado casi al seco un vaso de whisky sin hielo, y ahora miraba la luz de la ampolleta a través de los dos cubos de su segundo vaso. Luego de suspirar aparatosamente dejó el vaso sobre la mesa y miró al guardia, quien no alcanzó a desviar la mirada a tiempo. 
—¿Sabes por qué el negocio se llama Sociedad de Eventos Disco DYN? Esas son las iniciales de los tres dueños originales, Donoso, Yáñez y Narváez. Como sabes yo soy Donoso, y mi socio es Narváez. La foto que te mostré es de 1969, cuando inauguramos este local. 
—¿El señor Yáñez está… muerto?—preguntó nervioso Montoya. 
—En 1978 el negocio cayó bruscamente, por el toque de queda. Narváez y yo ya habíamos diversificado nuestras inversiones, y hacía años que habíamos dejado las motos y las tenidas de motoqueros rebeldes. Yáñez creía que el negocio sobreviviría gracias a la mística y no sé qué otras huevadas, y no entendía lo que estaba pasando. Pese a que Narváez y yo incluimos a Yáñez en la sociedad, y que él recibía sagradamente su parte de las ganancias, sentía que su vida perdía sentido al ver que la disco no podía funcionar sino como restaurante durante el día. Hace exactamente 36 años Yáñez se cortó las venas de noche en la pista de baile en desuso… lo encontramos a la mañana siguiente en una posa de sangre, con la misma tenida de la foto. Desde esa fecha el personal se queja que en el baño y en la cocina se escuchan ruidos cuando los clientes se van. 
—Jefe, ¿usted cree que yo golpeé a su amigo… al fantasma de su amigo? 
—No sé qué mierda hiciste Montoya, la verdad no sé qué mierda hiciste… ándate a tu casa, mañana hablamos—respondió Donoso. 
—¿Mañana jefe? ¿No me va a despedir de inmediato?—preguntó extrañado el guardia. 
—No sé cómo despedirte aún, no creo que en la Inspección del Trabajo esté registrada como causal válida de despido la riña con un fantasma. Ahora ándate y deja cerrado por fuera—dijo el hombre, para empezar a mirar la vieja foto a través del vaso de whisky. 
La helada madrugada no parecía hacer mella en el ex boxeador. El hombre caminaba con su chaqueta en la mano, vistiendo apenas un delgado polerón sin nada debajo: luego de la extraña experiencia vivida, casi nada podría alterar su relación con la realidad. 
Esa noche fue interminable para Montoya. En su mente sabía que había dormido, pero el cansancio no se había quedado enredado en sus sábanas como de costumbre, sino atrapado en su cuello y su espalda:
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cinco horas había pasado acostado reviviendo una tras otra vez el episodio en su trabajo, tratando en cada ocasión de reaccionar distinto, pero terminando siempre del mismo modo. Ese día terminó siendo la eterna continuidad de la noche anterior, por lo que agradeció ver en su reloj que había llegado la hora de irse al trabajo, a sabiendas que ese sería su último día en ese lugar. 
—Montoya, el jefe te está esperando—le dijo en cuanto llegó el jefe de seguridad. 
—¿Qué condoro te mandaste huevón, es cierto que estabas volado y agarraste a puñetes las paredes del baño?—preguntó uno de los guardias que venía llegando al turno. 
—No lo huevees, mira que volado y todo dejó hundida la muralla— respondió su compañero, mirando con cierta lejanía al ex boxeador. 
Montoya no respondió, y se dirigió de inmediato a la oficina de Donoso; cuando entró, se encontró con que éste estaba acompañado por su socio, Narváez. 
—Buenas… 
—Siéntate Montoya—dijo de inmediato Narváez—. Parece que hubo una psicosis colectiva anoche en este hoyo. Me dicen que le pegaste al fantasma de Yánez anoche. 
—Señor… 
—El Señor está en los cielos pelotudo, no acá—interrumpió Narváez, mientras Donoso miraba impertérrito la escena—. ¿Le pegaste o no al fantasma de Yáñez? 
—Creo que sí. 
—¿Desde cuándo eres capaz de pegarle a los fantasmas, huevoncito? Porque cuando te contratamos lo hicimos porque le pegabas a la gente. 
—Es mi primera vez—respondió Montoya, sacando un esbozo de sonrisa a Donoso. 
—Yo no creo en fantasmas Montoya—dijo Narváez—, el asunto es que el resto de la gente que trabaja acá sí, incluyendo a mi socio. Y esto nos generó un problema con tu despido. 
—Si quiere puedo renunciar, con tal que no se siga hablando del tema. A mí me interesa conseguir trabajo, y si el rumor se extiende no lo lograré. 
—La gente no quiere que te vayas—dijo de pronto Donoso. 
—Las viejas del aseo y de la cocina, y tus colegas guardias, dicen que anoche nadie penó, lo que sea que esa mierda signifique—dijo Narváez— . El asunto es que supieron que quiero echarte, y tienen ganas de sublevarse. Lo bueno es que te pago poco, así que tampoco me molesta mucho seguir pagándote por hacer nada. 
—¿Por hacer nada?—preguntó Montoya extrañado. 
—El huevón que te vio anoche cree que eres psicótico, y no quiere verte dentro del local. Ya conversé con el abogado, y lo mejor para dejar felices a ese idiota y a la gente de acá, es dejarte como portero.
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—En sí no es ser portero…—empezó a decir Donoso. 
—No te pongas latero huevón, lo que me interesa es que este tipo no esté dentro de la disco de nuevo, no cómo se llame ese cargo—interrumpió Narváez, para luego dirigirse a Montoya—. Estamos claros entonces, a partir de hoy eres portero, maestro de ceremonias, vigilante externo, o como le quieras poner a tu nueva pega. Y trata de no volver a pegarle a un fantasma, si le quieres sacar la chucha a alguien hasta soy capaz de pagarte el abogado, pero si sales con una nueva sorpresa, te echo de una. 
—¿No que no creías en fantasmas?—preguntó irónico Donoso. 
—Puta que te has puesto mina para tus comentarios con la edad, huevón—dijo Narváez, para luego irse del lugar sin despedirse de nadie. 
—Ya escuchaste a mi socio Montoya, te quedas pero sin volver a armar atados—dijo Donoso. 
—Gracias jefe—dijo Montoya, saliendo raudo del lugar antes que alguien cambiara de opinión, para instalarse lo antes posible en la puerta de la disco. 
Ese turno de noche fue uno de los más extraños que le tocó vivir, sólo comparable con el día en que llegó al trabajo luego de años de haber desparecido del ring, cuando todos se acercaban a preguntarle qué había hecho en sus años de ostracismo, y a sacarse fotos con él. En esa ocasión las miradas de miedo y admiración se multiplicaban entre sus compañeros de trabajo; varias de las señoras encargadas del aseo y de la cocina intentaban atarle hilos de lana roja en las muñecas, mientras otras le regalaban rosarios y matitas de ruda. Inclusive una de las meseras se acercó algo nerviosa, lo abrazó, y metió en uno de sus bolsillos un pequeño librito, que resultó ser una edición resumida del nuevo testamento de las iglesias cristianas. Así, desde esa noche el ex boxeador tuvo un nuevo renacer en su complicada vida, que esperaba que por fin fuera el último. 
Dos meses después, Pedro Montoya se encontraba cumpliendo su turno de guardia en portería. Luego de aquietadas las aguas le habían permitido volver a ingresar al local en funcionamiento, pero el ex boxeador ya se había acostumbrado a trabajar a la intemperie, lo que le acomodaba más, le permitía hacer una labor de seguridad más bien preventiva, y lo mantenía alejado de los conflictos mayores que se presentaban en la pista de baile y en la barra, producto del alcohol y los malos entendidos; su máxima preocupación en su nuevo puesto era detectar a quienes intentaban ingresar alcohol comprado fuera del recinto, y a quienes se querían colar en la fila aduciendo parentescos con los dueños o alcurnia farandulera. 
Esa madrugada, luego que el local quedara desocupado, Montoya encendió un cigarro para pasar el frío. De pronto vio que en uno de los bares ubicado al frente de su lugar de trabajo, algunas mujeres salieron
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corriendo despavoridas. Dentro de ese grupo venía una joven, a la que habían contratado para ayudar con la seguridad en el sector del baño de mujeres, la cual se dirigió directamente donde el ex boxeador, agitada. 
—Pedrito por favor, échanos una mano—dijo la joven con cara de asustada—. Al frente hay una pandilla de no sé qué chucha que están atacando a los guardias, y los pacos no llegan nunca. Los huevones están desarmados pero son muchos, y los cabros no le pegan tanto al cuento como tú. 
Montoya sin titubear le avisó a su compañero para que lo cubriera, y partió corriendo al bar a ayudar como pudiera. En cuanto entró, un tipo de chaqueta de cuero y casi calvo le lanzó una patada a la cabeza y unos cuantos puñetazos desordenados, recibiendo de vuelta un gancho al mentón que lo noqueó inmediatamente. Rápidamente el ex boxeador ubicó a los guardias, y empezó a ayudar a aquellos que eran golpeados por más de un agresor, para así emparejar las cosas tratando de no meterse en demasiados problemas para cuando llegara carabineros. De pronto vio que uno de los tipos corría hacia él descontrolado con una botella rota en su mano, listo a usarla como arma; Montoya sin problemas bloqueó el brazo con el gollete, y le lanzó una andanada de rápidos golpes cortos al abdomen arrinconándolo contra la muralla, para rematarlo con un violento puñetazo a la cabeza, que dio de lleno en la pared que daba a la barra. Justo cuando vio que tanto guardias como pandilleros estaban parados mirándolo perplejos, la sangre de sus nudillos impregnada en la muralla se iluminó, abriendo nuevamente un portal redondo de dos metros de diámetro por donde el tipo de la botella rota entró sonriendo, dejando caer el trozo de vidrio que se desvaneció antes de tocar el piso, al mismo tiempo que la luminosa puerta se apagaba y se cerraba sólo para sus ojos. En el momento en que los pandilleros pretendían recomenzar su agresión, se escucharon varias voces gritando desordenadas: 
—¡Carabineros, nadie se mueva!
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III 
El sargento Rivas miraba con cara de cansancio la escena de la que formaba parte. Luego de detener a todos los pandilleros y enviarlos a la comisaría en varios vehículos policiales, se encontraba en la oficina del dueño del bar junto a éste, al jefe de seguridad y a Pedro Montoya, quien cubría su mano con un vistoso pañuelo que le había prestado la guardia que lo había contactado. En cuanto Donoso y Narváez aparecieron en la oficina, avisados por el administrador de la disco, Rivas cerró la puerta por dentro y le puso pestillo. 
—No podían ponerse a huevear al principio del turno, o esperar a que empezara el turno siguiente, ¿cierto? 
—Sargento, los pandilleros nos atacaron cuando quisieron, no cuando nosotros queríamos—respondió el jefe de seguridad. 
—No me refiero a eso Carlos, me refiero a lo que esos huevones dijeron, que este loco agarró a puñetes el aire y luego la muralla—respondió con firmeza el sargento. 
—Sargento Rivas, esto es mi culpa—dijo el dueño del bar—. Yo me equivoqué al armar los turnos de los guardias, debí haber contratado a más gente, o tal vez mejor… 
—¿Van a seguir haciéndose los huevones?—dijo enojado Rivas—. ¿O quieren que me los lleve a todos detenidos acaso? 
—Sargento, yo soy el culpable de todo esto—dijo Montoya—. Me descontrolé al venir a ayudar a los colegas, y por eso me puse a hacer leseras. 
—Conozco tu historia Montoya, siempre he sido fanático del boxeo— respondió el sargento—. Y como soy fanático, sé que nunca te pegaron tanto como para dejarte tonto, así que estás drogado o estás loco; porque supongo que no esperarás que crea ese rumor que anda dando vueltas en el sector, que eres poco menos que un caza fantasmas que noquea almas. 
—Sargento, necesito hablar con usted en privado—dijo Narváez—. Mi socio, el señor Gutiérrez y la gente de seguridad nos esperarán acá. 
—Está bien Narváez, vamos—respondió el sargento Rivas—. Ojalá se pongan de acuerdo en la mentira que me van a contar cuando vuelva. 
Montoya volvió a fijar su vista en el piso cuando su jefe y el sargento salieron de la oficina, pues sabía que sus locas visiones habían metido en problemas a todos en esa habitación. 
—Gracias por tu ayuda Pedrito, me salvaste a los guardias pencas que tengo—dijo el jefe de seguridad. 
—Pero te metí en problemas a ti y al señor Gutiérrez, Carlos—respondió el ex boxeador.
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—Todavía no entiendo por qué mierda pasa todo esto—dijo Donoso, molesto—. Entiendo lo que ocurrió en nuestra disco, por el suicidio de Yáñez en la pista de baile. Pero hasta donde recuerdo, no hay ninguna historia parecida en este bar, ¿o me equivoco, Gutiérrez? 
—En el bar nunca ha muerto nadie, Donoso—respondió el dueño del bar, incómodo con la costumbre de su vecino de tratar a toda la gente por su apellido—. Pero por si no te has dado cuenta, en el poste de luz hay una animita… 
—Sé la historia de la animita, ese tipo murió atropellado hace no más de diez años—interrumpió Donoso. 
—¿Te acuerdas por qué lo atropellaron?—preguntó Gutiérrez. 
—Claro, el tipo estaba discutiendo con alguien en tu bar y le llegó un cornete que le rompió la nariz; el tipo se descontroló y salió corriendo con una botella quebrada en la mano para vengarse del que le pegó, cruzó la calle sin mirar y lo atropelló una camioneta. 
—¿Y te fijaste cuando Pedro le contó a Carlos a quién le pegó?— preguntó Gutiérrez, generando una mirada de estupor en Donoso. 
—Huevón, ¿estás ayudando a las almas en pena a encontrar el camino?—preguntó Donoso a Montoya. 
—Más que eso, creo que estoy pagando con este castigo por la muerte del campeón mundial—respondió Montoya, sin despegar la vista del piso. 
—¿Todavía te culpas por eso, cabro?—preguntó Carlos—. Ese fue un accidente deportivo, nada más, tú no eres un asesino, y lo sabes. 
—Tú no viste la cara de la viuda cuando llegamos al hospital… era una lolita, con suerte tenía más de dieciocho… si no me hubiera vuelto loco entrenando ese maldito golpe él aún estaría vivo, y yo aún podría estar boxeando—dijo Montoya. 
—Cierto, y si las vacas volaran llovería leche y mierda, pero no vuelan— dijo Donoso—. El asunto es que estás guiando a las almas en pena a la luz… pucha, podríamos hacer el medio negocio ofreciendo el servicio a casas del barrio alto que no hayan podido vender por… 
—¿En serio Donoso, eso es todo lo que ves, un nuevo negocio?— interrumpió Gutiérrez—. Eres un conchesumadre huevón, el cabro puede caer preso, no sabe qué le pasa ni por qué le pasa, y tú estás viendo cómo sacarle provecho económico a esa huevada. 
—¿Y qué quieres que haga, que llore por la muerte de un huevón que se ganaba la vida sacándole la chucha y dejando tontos a otros?—respondió Donoso—. Ese huevón murió en su ley, y este pendejo fue el verdugo, punto. Y sí, le veo el lado económico porque eso sacaría a este cabro de la pobreza y de mi negocio, sin tener que indemnizarlo, ¿conforme? 
Justo en ese momento Narváez y el sargento Rivas volvieron a la habitación. 
—Señores, ya aclaramos la situación con el señor Narváez—dijo el sargento—. Tanto él como los pandilleros llegaron a un acuerdo, nadie levantará cargos contra nadie, y como ya no hay denuncia ni cargos, mi
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presencia sobra acá. Buenos días, y traten de no meterse en más problemas. 
—Te pasaste… —empezó a decir Donoso. 
—Nada que te pasaste, tuve que mojar a esos huevones para que no hablen ni vuelvan por acá, y esa plata la voy a descontar de tus ganancias, a ver si aprendes a ponerte los pantalones en la pega—dijo Narváez, para luego dirigirse a Montoya—. Tú estás despedido, no quiero huevones raros en mi negocio. Anda a buscar tus cosas, y vuelve mañana a mediodía a buscar tu finiquito y tu indemnización. Ah, me importa una raja si alguien quiere interceder por él, mi decisión es irrevocable, no quiero huevones con poderes mágicos, ni brujas ni ninguna huevada, quiero gente normal haciendo una pega rutinaria y normal. 
—No hay problema Pedro, te vienes a trabajar con nosotros—intervino de inmediato Gutiérrez—. Tú te llevas super bien con Carlos, y a nuestro equipo de seguridad le hace falta alguien como tú; de hecho si no hubiera sido por nuestra culpa, aún tendrías tu trabajo. 
—Ya Pedrito, te vienes a la noche para acá, te enseño el cuento administrativo y tú me enseñas a boxear—agregó el jefe de seguridad del bar, esbozando una sonrisa. 
—Gracias… pero antes de aceptar necesito un tiempo, ni siquiera yo sé por qué me está pasando… lo que me está pasando—dijo Montoya, poniéndose de pie y saliendo de la oficina. 
Pedro Montoya salió cabizbajo del bar en que había tenido su segundo encuentro con un fantasma. En ese momento su mente estaba enfocada en entender por qué de un día para otro había adquirido esa capacidad de lidiar con almas desencarnadas que habían tenido muertes violentas, más que en su cesantía. Mientras los primeros rayos del sol empezaban a iluminar las calles de la ciudad, Montoya sentía que su realidad se oscurecía, pues dentro de su entendimiento de la vida, no sabía quién lo podría ayudar a entender su don, castigo, o problema; mal que mal, dentro de los círculos en que se había desenvuelto laboralmente, no parecía haber alguien capaz de decirle siquiera dónde o a quién preguntarle. Luego de descartar a psicólogos, sacerdotes y médicos, Montoya se decidió a consultar con alguna bruja, tarotista o adivina que no cobrara muy caro, y cuyo nombre le diera confianza. 
Ese mismo día después del mediodía, y luego de haber cobrado el cheque de la indemnización y haber guardado el dinero en casa de su hermano, Montoya salió a caminar por las calles a ver si lograba encontrar algún aviso que cumpliera sus expectativas, y así poder averiguar de una vez por todas el origen de su problema. El ex boxeador no le había contado nada a su familia, por miedo a ser tildado de loco; además, la esposa de su hermano lo consideraba una mala influencia por su pasado deportivo y su presente laboral y económico, por lo que no podía comentar frente a ella lo que le estaba pasando, pues de inmediato
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lo asociaría con una secuela del boxeo, deteriorando aún más su débil red familiar. Del mismo modo, si llegaba a mencionar que estaba buscando a una bruja o tarotista, firmaría automáticamente su exilio de la casa de su hermano de por vida. 
Luego de caminar varias cuadras, y de mirar en cada negocio, árbol o poste de alumbrado donde hubiera algún cartel pegado promocionando o vendiendo algo, se decidió por una tal Señora Beatriz, pues no aparecía en la fotografía con ningún disfraz, usaba su nombre, no se anteponía ningún título rimbombante, y su imagen se alejaba radicalmente de todos los estereotipos que conocía y de los prejuicios que él tenía. Después de llamar por teléfono, averiguar que el precio de la consulta estaba al alcance de su bolsillo, y concertar cita casi al instante, se dirigió raudo a la dirección impresa en el anuncio, con la esperanza de salir del lugar con sus dudas aclaradas, y con alguna guía para reencauzar su precario futuro. 
Montoya llegó a una vieja casa sin antejardín de fachada blanca y con los marcos de las ventanas pintados de color burdeos, que resaltaban como en todas las casas del barrio. Cuando tocó el timbre, una señora que apenas superaba el metro cincuenta apareció por la puerta, lo saludó, y sin decir palabra alguna lo guió a la primera habitación, que daba a una de las vistosas ventanas. La mujer se sentó en un escritorio enorme, sacó un mazo de naipes desde una pañoleta morada y empezó a recitar los precios de sus servicios. 
—Señora, la verdad es que necesito otro tipo de ayuda, no una lectura de naipes para saber mi futuro económico o amoroso. 
—A ver señor, en el aviso dice claramente lo que hago. Si necesita algo que no aparece ahí, yo no soy quien usted necesita—respondió la mujer, envolviendo el mazo de cartas con el pañuelo. 
—Disculpe, es que en la foto aparecía confiable, por eso me atreví a venir sin necesitar de lo que usted promociona—dijo Montoya, poniéndose de pie—. ¿Usted conoce a alguien que me pueda ayudar con un caso de fantasmas? 
—Siéntese—dijo la mujer, sacando nuevamente el mazo, pidiéndole a Montoya que eligiera varias cartas, para luego distribuirlas en una forma rectangular sobre la pañoleta extendida—. No, esto está mal, las cartas hablan de una maldición, no de fantasmas—agregó la mujer, para luego guardar el mazo de cartas envuelto en la pañoleta, tomar las manos de Montoya y cerrar los ojos. 
—¿Qué pasa?—preguntó el ex boxeador, cuando vio que la mujer sonreía. 
—Fantasmas y maldición no es una buena mezcla, y es bastante infrecuente señor. Parece que la vida dejará de sonreírle—respondió la pequeña mujer.
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IV 
La señora Beatriz miraba con ojos cansados a Montoya producto del esfuerzo requerido para escudriñar en su alma; por su parte, Montoya intentaba entender lo que la pequeña mujer había querido decirle. 
—¿Es necesario que le cuente lo que me está pasando?—preguntó Montoya. 
—No señor, ya vi qué es lo que le sucede, y también pude ver por qué le sucede—respondió la señora Beatriz—. Esta capacidad de ver almas desencarnadas que no han encontrado su camino y ayudarlas abriendo un portal hacia el más allá, es producto de una maldición. 
—¿Pero quién querría echarme una maldición a estas alturas de mi vida?—dijo Montoya, notoriamente amargado—. Le creo cuando tenía fama y fortuna, pero ahora soy un pobre diablo con un trabajo sacrificado pero normal dentro de todo. 
—No toda maldición pasa porque alguien lo embruje. En su caso la maldición la adquirió con su última pelea—dijo la menuda mujer. 
—Lo sabía… sabía que esto tenía que ser un castigo por haber muerto a ese pobre hombre—dijo Montoya, apesadumbrado. 
—No señor, no es así—respondió la mujer—, lo que está pasando no es un castigo, ni es una maldición en su contra. Su rival era satanista, tenía un pacto con las fuerzas del mal. Cuando él murió producto de su golpe, la energía maligna que tenía en él se liberó, y se canalizó de modo inverso hacia usted. Una vez pasó el tiempo necesario para que su alma estuviera lista para utilizar su poder positivo, éste se activó. 
—¿Poder positivo?—preguntó Montoya—. ¿O sea que esto es casi una bendición? 
—Por si no se ha dado cuenta, lo es. Gracias a este don, usted es capaz de ayudar a esas almas a dejar de sufrir en un plano tortuoso, para seguir su camino hacia la eternidad—dijo la señora Beatriz, con voz esperanzadora. 
—¿Y qué puedo hacer para dejar de… ayudar a estas almas en pena?— preguntó derechamente Montoya. 
—Nada, no hay nada que usted, yo o alguien más pueda hacer para que usted pierda esta capacidad—dijo la mujer. 
—¿Entonces estoy condenado a golpear fantasmas, y a abrirles puertas al más allá con la sangre de mis puños, por todo lo que me queda de vida?—preguntó nervioso el ex boxeador. 
—Sí, así es—dijo la mujer—. Pero hay algo más que es… 
—Creo que no quiero saber más—interrumpió Montoya—. Muchas gracias señora Beatriz, tome, acá está el precio de la consulta. 
—Gracias señor Montoya. Y si alguna vez necesita saber… 
—No, lo que sea que vaya a pasar, no lo quiero saber. Adiós—dijo el ex boxeador, saliendo raudo del lugar.
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Pedro Montoya caminaba cabizbajo sin rumbo fijo, alejándose de la casa de la adivina y acercándose paso a paso al dolor de la revelación de su terrible futuro. Tal vez el único consuelo que podía tener era que su rival era un hombre consagrado al mal, por tanto el acabar con su vida no debería implicar un pecado mayor, lo que de un u otro modo lo dejaba algo más en paz consigo mismo; sin embargo, ello no alcanzaba para sacarlo de la pesadumbre que implicaba ir por la vida golpeando seres que sólo él podía ver, y tener que romperse la piel y sangrar para abrir un portal para cada uno de ellos. Desde ese instante en adelante, su relación con la gente normal probablemente empeoraría más y más, convirtiéndolo en el paria que sentía ser desde que dio muerte al campeón mundial y acabó con su juventud y su alegría de vivir. 
Montoya iba pasando frente a una cocinería medio vacía. La avalancha de olores de comida casera le trajo agradables recuerdos de infancia, y lo hizo revisar su billetera, a ver si le alcanzaba para almorzar una cazuela de vacuno o un plato enorme de porotos con rienda y longaniza. Justo cuando su economía le había dado el vamos, una fuerza incontrolable movió sus pies y lo llevó, sin que él pudiera resistirse, a la cocina del lugar; luego de mirar a su alrededor, supo que no podría almorzar en ese agradable local. 
La cocinera y su hermana, encargada de atender las mesas y administrar el negocio, se encontraban en la cocina ordenando los escasos pedidos de esa hora de la tarde, en que llegaban los rezagados y uno que otro curioso, a probar comida casera a precio casero. Mientras las mujeres se coordinaban para sacar rápido los pedidos y no hacer esperar de más a los comensales, un tipo alto y macizo de mirada extraviada entró a la cocina sin saludar, y empezó a lanzar puñetazos a la altura de la cintura a algún rival invisible, para finalmente lanzar un violento golpe a la muralla cubierta de azulejos, quebrando uno de ellos y dejando todo cubierto de sangre. El hombre se quedó tieso unos segundos mirando su sangre en la muralla, para en seguida voltear hacia las mujeres; la cocinera tomó de inmediato el cuchillo carnicero más grande que tenía a mano, apuntándolo hacia el extraño hombre, quien les dijo, mientras cubría su puño sangrante: 
—Una señora bajita y gordita, de cabello largo y ondulado, de manos gruesas y sin el meñique de la mano izquierda, antes de partir dijo “perdón”—dijo Montoya, mirando al piso. 
—La mamá—dijo la cocinera, dejando el cuchillo sobre la mesa y rompiendo en llanto—, la mamá no pudo hacer una despedida antes de suicidarse… no sabía leer ni escribir… 
—No la lloren más, ya se fue—dijo Montoya, saliendo del lugar mientras ambas mujeres se fundían en un abrazo llorando desconsoladamente.
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El ex boxeador estaba desconcertado, pues esta tercera vez había sido muy distinta de las dos anteriores: ahora sus piernas lo llevaron casi inconscientemente al lugar donde estaba el fantasma, sin necesidad de cruzarse en su camino. La sensación de no poder controlar sus acciones le era demasiado ajena, lo que lo tenía inclusive algo asustado: en ese momento no sabía si acudir donde el señor Gutiérrez para aceptar su oferta de trabajo en el bar, o volver a la casa de su hermano, a aguantar las pesadeces de su cuñada pero dentro de lo más cercano que podía estar de una familia. 
Luego de no dormir esa noche pensando en qué hacer y curando la piel de su mano izquierda, y teniendo en claro lo precario y cambiante de su situación, Montoya decidió empezar a vivir el día, y tratar de conseguir el dinero suficiente para solventar sus gastos en un entorno lo más amistoso posible; así, a mediodía fue a hablar con el señor Gutiérrez para cobrarle la palabra, con la certeza que en ese bar se sentiría seguro, pues ya conocían en parte su secreto, y dentro de todo sus servicios serían útiles, al menos por un tiempo.
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V 
Dos meses después, Pedro Montoya estaba nuevamente desempleado. Pese a no haber tenido ningún problema en el trabajo ni haberse encontrado con otro fantasma cerca del lugar, Gutiérrez notó que desde que llegó Montoya a trabajar, la gente empezó a cambiar de bar, tal vez por miedo, tal vez por rumores esparcidos maliciosamente por su ex empleador: ello, sumado a que desde la pelea con la pandilla nunca más aparecieron personas agresivas en el local, y que las ganancias no alcanzaban para sostener a tantos guardias, llevó al dueño del bar a despedirlo, pese a los ruegos del resto del personal del lugar. De todos modos, y para no perjudicarlo, Gutiérrez le dio el dato de tres o cuatro bares que sí necesitaban guardias, todos ubicados en distintas comunas de la ciudad para evitar que los comentarios llegaran demasiado rápido, y le hizo una aparatosa carta de presentación ensalzando su pasado deportivo y obviando su presente paranormal. 
Esa tarde, Montoya estaba llamando por teléfono a dos de los bares, ubicados en comunas contiguas, para tratar de coordinar en la misma jornada un par de entrevistas y así ahorrar algo de dinero en transporte; mientras tanto su hermano Ernesto, su cuñada Ester, y su sobrino Arturo, tomaban onces en la mesa del comedor. 
—¡Onto!—dijo de pronto una voz bajo la mesa. 
—¿Qué estás haciendo ahí loquillo?—dijo Ernesto a su hijo de dos años, Manuel. 
—¡Onto!—repitió el niño, sonriendo e indicando a Montoya. 
—¿Qué es eso de “onto”? Él es el tío Pedro—dijo Ernesto, tomando en brazos al pequeño. 
—¡Onto!—volvió a repetir el niño. 
—¿Y de dónde sacaste esa palabra?—preguntó Ernesto. 
—De la mamá—dijo Arturo—. La mamá dice que el tío Pedro quedó tonto porque le pegaron mucho en la cabeza, y por eso Arturito le dice “onto”. 
—¿En qué quedamos la otra vez Ester?—preguntó Ernesto a su mujer, algo molesto. 
—¿Quedamos? Nosotros no quedamos en nada, tú dijiste lo que se te antojó decir y creíste que eso era ley—respondió la mujer—. Amor, tú y yo sabemos que el boxeo dejó tonto a tu hermano, por eso no puede encontrar trabajo, por eso vive con nosotros a los 34 años, y por eso aún no es capaz de formar su propia familia y mantenerla. 
—Pero si sabes que al Pedro nunca lo noquearon ni le pegaron tanto. Míralo, ni siquiera tiene la nariz chata, nunca se la quebraron—respondió Ernesto. 
—Voy saliendo, tengo dos entrevistas de trabajo ahora—dijo Montoya, poniéndose de pie—. Y no discutan por mí, me gusta cuando Manuel dice “onto”.
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Montoya ya no se amargaba con las pesadeces de su cuñada, pues tenía claro que su presencia en esa casa limitaba de varios modos la vida en pareja y en familia de su hermano; lamentablemente para todos, su independencia económica era inexistente, y no tenía otro lugar donde quedarse sin que le cobraran alojamiento. 
Esa noche Montoya no volvió a la casa, pues en el segundo bar en que se presentó necesitaban urgente a quien fuera que se quedara al menos por aquella jornada, pues minutos antes había renunciado el único guardia que quedaba. El administrador le prometió pagarle el doble si se quedaba esa noche, y un sueldo bastante más alto que los que había recibido hasta ese entonces, con tal que le asegurara quedarse el mayor tiempo posible, a lo que el ex boxeador accedió de inmediato, a sabiendas que no renunciaría antes de ser despedido; lo único que esperaba era que el fantasma de quien hubiera muerto en ese sitio se demorara lo más posible en aparecer, para así poder ahorrar algo de dinero y sostenerse en los futuros meses de cesantía. 
Una hora más tarde el guardia había comprendido por qué toda la gente renunciaba de ese lugar: los precios de los tragos eran extremadamente bajos, pues el fuerte del negocio era el tráfico de drogas. Así, el sitio se llenaba de gente que consumía grandes cantidades de alcohol y se embriagaba rápido, y de consumidores de drogas que al poco rato de ingresar ya estaban consumiendo en el mismo local; antes de las doce de la noche había tenido que intervenir en tres riñas, y había tenido que rescatar a una niña que estaba tirada en el baño ahogándose en su propio vómito. Al amanecer, Montoya estaba con el cuerpo molido, pero con una buena paga por su trabajo en una mano, con un contrato indefinido en la otra, y con los nudillos inflamados de tanto golpear gente de carne y hueso. Sin querer ilusionarse, Pedro Montoya se sentía feliz, al menos esa mañana. 
Un mes y medio después, el guardia estaba separando en un rincón de la barra a dos clientes que se estaban golpeando por una mujer; de pronto un tercero se abalanzó sobre él, recibiendo al instante dos puñetazos a la cara que lo dejaron paralizado. Montoya sintió nuevamente esa terrible sensación de golpear casi al vacío, y se dio cuenta que la ropa de su agresor estaba en desuso hacía ya más de cuarenta años: el ex boxeador sabía exactamente lo que tenía que hacer, y las consecuencias que ello traería, pero a sabiendas que no había otro camino, arrinconó al alma en pena contra uno de los muros, para abrir un portal al más allá con su sangre. Luego de cerrado el portal, los dos tipos a los que estaba separando seguían peleando, y sólo el barman parecía haberse dado cuenta de lo sucedido. Después de inmovilizar a los ebrios peleadores y sacarlos del local, se acercó a la barra.
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—¿Quieres un trago de cortesía?—preguntó el barman. 
—¿Viste lo que pasó recién?—preguntó directamente Montoya. 
—Sí, sacaste a dos borrachos enamorados por el copete—respondió el barman, mientras hacía una mezcla en la coctelera. 
—¿Viste qué pasó entre medio de la pelea?—volvió a preguntar el guardia. 
—¿Que le tiraste puñetes al aire y te rompiste la mano en la muralla? No, no lo vi—respondió el barman, para de inmediato agregar—. ¿Sabes por qué estoy acá trabajando quince años? Porque no veo lo que no debo ver y lo que no me interesa. Si le pegas al aire, a las murallas, a los parroquianos o al jefe, a mí me da lo mismo, mientras eso no me deje sin trabajo. Vive tu vida como se te antoje, y no te metas en la mía, esa es mi regla. Permiso, voy a servir esto antes que se derrita el hielo. 
Montoya se quedó pensando en el barman mientras éste se preocupaba de seguir con su trabajo. El guardia no quiso sentirse esperanzado, pero al menos se dio el gusto de respirar con tranquilidad mientras vendaba su mano para cubrir su sangre, y partía asacar a una mujer drogada del baño de hombres.
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VI 
—Se te pasó la mano huevón, ni yo me puedo hacer el loco con lo de hoy—dijo dentro de la abombada cabeza de Montoya una voz lejanamente conocida—. Si el jefe se entera cagaste, así que hay que ver cómo salimos de esta—dijo nuevamente la voz, que ahora sí se hizo reconocible. 
—¿Dónde estoy, Antonio?—preguntó el boxeador al barman. 
—Este es el rincón donde me oculto del mundo en este hoyo de mierda. ¿Te acuerdas qué fue lo que pasó?—preguntó el hombre de semblante serio. 
—Sólo sé que me duele demasiado la cabeza—respondió el guardia. 
—Quédate aquí y haz memoria, a ver si más rato podemos inventar una excusa creíble para el jefe. 
El guardia estaba acostado en un sofá cama, sin luz, intentando no pensar para que el dolor de cabeza desapareciera luego. Poco a poco su mente empezó a aclararse y a dar luces de lo que había sucedido cerca de una hora antes. Montoya recordaba estar vigilando el sector de la cocina y los baños, cuando de pronto una muchacha se acercó a él y lo empezó a mirar con curiosidad; el guardia pensó, por su vestimenta, que podría ser otra fantasma, pero no se atrevió a golpearla temiendo que fuera una persona normal que gustaba de vestirse a la usanza de los años ochenta. Un par de minutos después el hombre confirmó su sospecha cuando una de las meseras pasó a través de la imagen de la chica, la cual se rió a carcajadas al ver la cara de Montoya. El guardia se preocupó que nadie lo viera para evitar comentarios, y cuando todo pareció aquietarse en ese lado del local, lanzó un puñetazo a la muralla, desde el cual de inmediato se abrió el portal desde su sangre impregnada en la madera. La chica lo miró, le lanzó un beso al aire, y antes de entrar a la luz abrió la boca y pronunció un sonido ensordecedor, luego de cual despertó en la sala de estar del barman. 
A los pocos minutos Antonio volvió al lugar, y le preguntó a Montoya de qué se acordaba. Una vez el guardia hubo terminado su relato, el barman lo miró fijamente. 
—¿Y no recuerdas nada más? Qué conveniente, dejas la cagada y culpas a la fantasma de una pendeja—dijo Antonio. 
—No entiendo a qué te refieres—respondió Montoya. 
—¿Quieres que yo te cuente lo que olvidaste?—dijo el barman, en tono casi irónico—. Pues bien, después del puñetazo a la muralla empezaste a gritar como loco y a tomarte la cabeza. De pronto te arrodillaste, golpeaste como bestia el piso con tu puño roto hasta que casi sangró a chorros, y de ahí te pusiste a escribir una frase con tu sangre en el piso frente a la cocina.
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—¿Una frase? ¿Qué frase?—preguntó consternado Montoya. 
—Ni idea, en cuanto te recogieron pesqué un trapero y yo mismo la limpié, antes que empezaran a sacarle fotos con los teléfonos, o a hacer algún video y que terminaras en youtube. De ahí te trajeron acá— respondió el barman. 
—¿Y hace cuánto rato fue eso?—preguntó Montoya. 
—Ya hace como una hora. Ya, déjate de preguntar huevadas y concentrémonos en inventar una buena chiva para el jefe—dijo el barman, haciendo gestos de estar apurado. 
—Eso, inventen una buena chiva para engrupirse al huevón del jefe—dijo tras los hombres Aurelio Henríquez, el dueño del local—. Para mala cueva de ustedes mi hermana estaba en el local cuando le dio la huevada al guardia, y grabó el video con su celular. 
—Don Aurelio… 
—¿Qué cresta fue eso Montoya, una posesión demoníaca acaso, o alguna droga nueva?—preguntó el dueño del local, haciendo oídos sordos al intento de intervención del barman. 
—Eso fue… eh.., epilepsia—respondió el guardia, mientras miraba cómo el barman gesticulaba tras él la palabra en sus labios mientras hacía temblar su cuerpo entero para hacerlo entender. 
—¿Epilepsia? ¿Y cómo cresta puedes ser guardia con epilepsia?— preguntó Henríquez. 
—Eso… me quedó después del boxeo… es que se me olvidó tomarme las pastillas don Aurelio…—dijo el guardia, sin dejar de mirar los gestos del barman. 
—¿Sabes Montoya? No te creo nada—respondió Henríquez, dibujando una mueca de amargura en el rostro del ex boxeador—. Pero para suerte tuya estoy cagado, nadie se quiere venir para acá por la mala fama del lugar… te salvaste jabonado huevón, pero para la otra te vas cagando de acá, aunque tenga que venir a quedarme yo a sacar borrachos de mi negocio. Cuando te sientas mejor te vas a tu casa, y mañana te quiero con todas las pastillas tomadas. Y tú déjate de hacer morisquetas a mis espaldas, Antonio—dijo Henríquez antes de salir de la habitación y cerrar de un portazo. 
—Gracias Antonio, me salvaste la pega—dijo Montoya—. ¿Por qué me ayudaste? 
—Porque eres raro, eres diferente a la escoria que había llegado hasta ahora a trabajar por acá. Todavía tienes esa extraña costumbre de saludar, de pedir permiso, por favor y dar las gracias—dijo el barman, para de inmediato agregar—. Y porque tengo ganas de saber qué diablos te pasó en realidad. 
—Ni yo sé qué me pasó, y la verdad es que no quiero averiguarlo Antonio—dijo Montoya, poniéndose de pie y recordando la insistencia de la señora Beatriz por contarle ese algo más que en su momento no quiso escuchar—. Ya me siento mejor, ¿no quieres que me quede por si llegara a haber algún problema?
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—El jefe dijo que te fueras, así que mejor te vas—respondió el barman—. Además, en media hora más cerramos, así que ya no queda demasiada gente que se ponga a hacer huevadas. Cuídate camino a casa, y cuando te decidas a hablar me ubicas en la barra. 
Pedro Montoya enfiló hacia la casa de su hermano, tratando de demorarse lo más posible para llegar a la hora de costumbre y no levantar sospechas en su familia. A esa hora de la madrugada sólo quería acostarse a dormir para que desapareciera el dolor de cabeza, y poder olvidar el desagradable incidente que había echado a perder el tranquilo oasis en que llevaba viviendo esos meses. 
Luego de un almuerzo relativamente normal, gracias a que logró llegar a una hora que no levantara sospechas, y a la disminución en las tensiones en la casa gracias a poder aportar más dinero a la economía del hogar, Montoya se sentó en el living a ver televisión y descansar un rato antes de prepararse para su turno en el local. Esa tarde tenía pensado dormir una siesta, pero la reaparición del dolor de cabeza lo tenía bastante nervioso, pues si presentaba una reacción apenas parecida a lo que le había ocurrido en el trabajo la noche anterior, se vería rápidamente en la calle y con un nuevo problema sin solución en su estrecho horizonte. Para intentar distraerse y en el peor de los casos, disimular cualquier descontrol, Montoya tomó el diario del día anterior y un lápiz, a ver si podía hacer el crucigrama del día: nunca había sido bueno para llenarlos, pero al menos quería probar algo distinto que lo hiciera pensar en algo que no fuera su cabeza. 
Algunos minutos después Montoya despertó sobresaltado: se había quedado dormido con el diario en las piernas, y el lápiz estaba a medio metro suyo, en el suelo. A su lado estaba sentado su sobrino Arturo. 
—¿Pasa algo, Arturito?—preguntó Montoya, a ver si en el sueño había hecho alguna estupidez. 
—Parece que de verdad fueras tonto, tío—dijo el niño—. Mira como rayaste el diario, así no se hace un crucigrama. Y ya estás grandecito para esos juegos. 
Montoya miró el diario, y vio que había escrito una serie de letras inconexas en los cuadros del crucigrama, dejando espacios al azar entre ellas. 
—Estaba jugando Arturito, tú sabes que no sé hacer estas cosas. Simplemente cerré los ojos y me puse a tirar letras a tontas y a locas— dijo el guardia. 
—Eso no son letras a tontas y a locas tío, a mí no me puedes hacer tonto con ese juego—respondió el niño, poniendo cara de seriedad.
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—Claro que son letras a tontas y a locas Arturo, ¿o acaso sabes qué significa… “etreum al ed onreibog led”?—preguntó Montoya, algo extrañado. 
—Tío, a mi edad ya jugamos a escribir al revés para hacer mensajes secretos, pero tú ya estás viejo para eso—dijo el niño para de inmediato ponerse de pie—. Que mi mamá no te vea, o te va a retar de nuevo por tonto. 
Montoya miró lo que había escrito, y por un momento compartió el comentario de su cuñada: frente a la inteligencia de su sobrino, él parecía un tonto. Si no hubiera sido por el niño, Montoya no habría logrado jamás entender la frase que había escrito automáticamente mientras dormía. Con cuidado ordenó todas las letras al revés, y ante sus ojos apareció una perturbadora y extraña frase: 
“del gobierno de la muerte”
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VII 
—¿Estás seguro que no estás consumiendo ninguna cosa rara, Pedro?— preguntó Antonio al guardia, quien parecía estar mirando a la nada. 
—No Antonio, yo no consumo nada, de repente me tomo algunos copetes para ver si olvido toda esta mierda que me está pasando, pero nunca he consumido drogas—respondió Montoya, desviando la mirada hacia el piso de madera. 
—¿Y sigues viendo fantasmas y esas huevadas acaso?—preguntó nuevamente el barman. 
—Antonio, yo sé que tú no te metes en las cosas de nadie, y que pareces aceptar lo que sea mientras ello no te genere conflictos—dijo Montoya—. Sé también que nunca has creído en lo que me pasa, y como hasta ahora no te había afectado, simplemente no me tomabas en cuenta. Creo que lo más sano es que sigas sin tomarme en cuenta, y no te vuelvas a echar encima la responsabilidad de cubrirme. 
—No te estoy cubriendo, me estoy protegiendo—respondió el barman—. Los otros guardias ni siquiera podían cuidarse ellos mismos, eran unas mierdas llenas de músculos grandes y bonitos pero que servían sólo para mostrárselos al resto; ni te imaginas las veces que tuve que tomar un bate de madera que tengo debajo de la barra para salvar a esos cobardes cabezas de músculo. Desde que llegaste no se te ha ido nadie en collera, y los parroquianos ya saben que no se te pueden tirar a choros porque tú no echas la choreada, pegas y después preguntas. Así que prefiero tener a un loco que cree cazar fantasmas a puñetazos y que hace bien su pega, a cualquier huevón cuerdo que arranca a la primera de cambio. 
—Supongo que debo darte las gracias por eso—respondió Montoya, sin despegar la vista del piso—, pero de todos modos no te preocupes de volver a cubrirme las espaldas. Esta historia se está poniendo cada vez más rara, y no quiero meter en líos a nadie. 
—Bueno, si no quieres que te ayude haz mal tu trabajo, te aseguro que en menos de media hora te cago con el jefe—dijo el barman, para luego despachar el trago que estaba preparando e ir a preocuparse del resto de los pedidos de los clientes. 
Pedro Montoya levantó la cabeza y empezó a fijarse en los clientes, a ver si notaba algo extraño que requiriera su intervención, para dejar de pensar en la frase que parecía haber inyectado en su cerebro la sonriente fantasma la noche anterior. Todo en esa aparición había sido extraño: la niña lo buscó sin violencia, no requirió tampoco que la golpeara, y parecía estar esperando a que el guardia notara su presencia para entregarle el mensaje escrito al revés. Montoya necesitaba pensar que había sido una simple casualidad, pero lo claro del sentido de la frase, y las palabras inconclusas de la señora Beatriz tiempo atrás, le daban a entender que debería estar preparado para que en cualquier momento otro fantasma le entregara una nueva frase, que aclarara el sentido de la primera. Lo único
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que deseaba era que las siguientes entregas fueran sin tanta parafernalia, como la de la noche anterior. De pronto el ruido de un golpe seco seguido de un grito, y de vidrios golpeando el piso, devolvieron a Montoya al mundo real y lo llevaron a ayudar al muchacho que acababa de recibir un botellazo en la cabeza. 
Montoya llevaba un mes sin tener ningún encuentro, lo que lo tenía bastante nervioso, pues sabía que en cualquier instante aparecería un alma necesitada de sus servicios, o peor aún, presta a entregarle un nuevo mensaje para aclarar el primero. Durante ese período había mejorado un poco su situación en la casa de su hermano, y su jefe no había vuelto a aparecerse por el local, por lo que todo parecía estar preparado para la siguiente crisis, que llegaría tan de improviso como las anteriores. Junto con ello, el parco barman parecía seguir interesado en lo que le sucedía, aunque cada vez que se lo preguntaba éste lo negara; gracias a ello se hacía cada vez más habitual que Montoya recibiera uno que otro trago de cortesía, que le ayudaban a calentar el cuerpo en las largas noches de turno, sin llegar a provocarle problemas para desempeñar sus labores de seguridad. 
Una noche cualquiera, anormalmente tranquila como para servir de excepción que confirma la regla, o de calma previa a la tempestad, Montoya estaba de pie al lado de la barra, con un vaso largo lleno de ginebra, licor que le agradaba bastante y que además tenía poca venta en el local, mirando a su alrededor. De pronto el temido y esperado momento de volver a los problemas se presentó, en la forma de un muchacho de pelo corto, terno cruzado y zapatos de gamuza, que caminaba como extraviado en el lugar; el guardia entendió lo que se venía, por lo que apuró el contenido del vaso para poder culpar al alcohol si es que algo salía mal. En cuanto dejó el vaso vacío en la barra, vio que la imagen del muchacho estaba casi completamente transparente; sin pensarlo dos veces Montoya se metió tras la barra, llenó nuevamente el vaso, lo bebió, y para sorpresa suya la imagen del joven desapareció por completo. El guardia se dirigió al lugar en que había estado el alma del muchacho, no encontrando rastro alguno de su presencia; sin desearlo, había encontrado el modo de bloquear la aparición de los espectros, o al menos postergarla hasta otro momento. 
—Hace sed parece—dijo Antonio, mirando al guardia que empezaba a evidenciar el efecto del licor—, ¿o echabas de menos a tus amigos los fantasmas y los invocaste con la ginebra? 
—Sé que no me crees nada, pero por si te interesa, acabo de descubrir que el trago bloquea las visiones—respondió el guardia, algo mareado. 
—Ah ya, sobrio ves fantasmas y los agarras a puñetes, y curado ves la realidad. Déjame anotarlo en mi libro de chivas novedosas—respondió el barman, mientras volvía a su trabajo y dejaba a Montoya afirmado en la barra y tratando de recuperar el equilibrio.
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A la noche siguiente Montoya llegó al trabajo esperando lo inevitable. En cuanto entró al vacío local se encontró de frente con el muchacho de vestimenta formal y peinado engominado, que lo miraba con cara de tristeza y resignación. El guardia, casi sin mirarlo, le dio un violento puñetazo a la muralla, abriendo el portal para que el joven siguiera el rumbo necesario mas aún no encontrado, lo que iluminó su rostro y normalizó de inmediato su triste semblante. Tal como había sucedido la vez anterior con la fantasma de la coqueta muchacha, el joven abrió la boca para llenar los oídos de Montoya de un ensordecedor ruido, que casi lo hace perder el conocimiento como la ocasión previa; sin embargo en esta oportunidad el guardia había tomado la precaución de sentarse en cuanto golpeó la muralla, para evitar la caída y toda la parafernalia que ello implicaba. Del mismo modo había dejado a mano papel y lápiz, para no necesitar escribir nada con sangre en el piso, y tener registro inmediato del mensaje que aclararía el anterior. 
—¿Llegaste curado, o no dormiste bien anoche?—dijo la voz de Antonio, despertándolo en el acto. 
—Dormí mal anoche, por eso me senté a cabecear un rato antes de abrir—respondió Montoya, guardando papel y lápiz antes que el barman siguiera haciendo preguntas. 
—Sí, no andas con tufo ni con los ojos raros. Ya, te queda un cuarto de hora para dormir, abrimos en veinte minutos—dijo Antonio, dejando a Montoya solo en el lugar, mientras salía a fumar al estacionamiento antes de empezar a funcionar. 
El guardia sacó el papel que había dispuesto para la ocasión; efectivamente en él había una serie incomprensible de letras escrita por su aún temblorosa mano. Luego de invertir el orden de las letras se encontró con una nueva frase que en nada aclaraba el sentido de la anterior: 
“de vivir el instante atroz” 
Montoya estaba confundido: ni la nueva frase por sí sola, ni ambas juntas parecían tener mucho sentido, pese a que sonaba mejor la antigua al final y la nueva al principio. El guardia sentía que estaba iniciando un camino desagradable, en que de vez en cuando se agregarían más y más frases para completar alguna suerte de mensaje que alguien no vivo quería entregarle. Tal vez ese mensaje era la explicación de su extraña capacidad, pero también cabía la posibilidad que dicha capacidad le hubiera sido entregada para poder recibir ese mensaje que estaba dando vueltas en un plano en que no podía ser entregado. Montoya se dio cuenta que no le quedaba más opción que sacrificar algunas horas de sueño y algo de dinero para pedir una hora con la señora Beatriz, y escuchar lo que la primera vez se negó a saber.
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VIII 
—¿Usted de nuevo por acá? ¿Qué pasó, la curiosidad no lo dejó tranquilo?—preguntó la señora Beatriz al ver a Pedro Montoya en la puerta de su casa. 
—No, los fantasmas y sus mensajes no me dejan tranquilo—respondió el guardia. 
—Ya veo, esto está pasando más rápido que lo que yo creía. Pase, vamos a mi consulta para conversar con tranquilidad—dijo la mujer, guiando a Montoya a la misma habitación de la primera vez. En esta ocasión la mujer no sacó paños ni cartas ni nada especial para hablar con el atribulado guardia. 
—¿Cuántos mensajes ha recibido ya?—preguntó sin preámbulos la señora Beatriz. 
—Dos, uno de una niña… del alma de una niña algo coqueta, y el otro del alma de un joven de tenida formal—respondió Montoya. 
—Los mensajeros son intrascendentes, lo importante es el mensaje y su origen—dijo la mujer—. ¿Puedo ver qué mensajes le han dado? 
—El primero decía “del gobierno de la muerte” y el segundo “de vivir el instante atroz”—dijo de memoria el guardia. 
—De vivir el instante atroz del gobierno de la muerte… faltan al menos dos mensajes más—dijo la señora Beatriz—, pero probablemente no sean sólo cuatro líneas. 
—No entiendo nada—dijo Montoya. 
—La mayoría de los mensajes son en rima—empezó a explicar la señora Beatriz—, pues están basados en escritos antiguos originados en la época del medioevo, en que se solían utilizar fórmulas alfabéticas para conjurar demonios. En ese entonces se consideraba un lenguaje más elevado el de la rima consonante, y es por ello que casi todas estas fórmulas están hechas del mismo modo. 
—Eso quiere decir que con cuatro líneas habrá dos rimas consonantes— dijo Montoya, dejando boquiabierta a la adivina—. Es que cuando chico me gustaba leer a Gabriela Mistral, y ella era una maestra en esas rimas—agregó algo sonrojado el ex boxeador. 
—La culpa es mía por prejuzgarlo… lo bueno es que ahora sabe que las siguientes líneas probablemente rimarán con una de las dos que usted ya tiene, y con ello podrá tener un patrón para saber cómo seguirlas—dijo la aún sorprendida señora Beatriz. 
—¿Sirve de algo que le diga que los mensajes venían al revés, que la última letra era la primera de la frase, así que tengo que escribir las letras en orden inverso para que se entienda?—preguntó Montoya. 
—Claro, eso explica por qué tiene más sentido poniendo la primera al final—dijo la adivina—. Eso quiere decir que deberemos esperar a que lleguen todas las líneas para poder armar el mensaje. 
—¿Y cuándo sabré si se acabaron los mensajes?—preguntó algo preocupado Montoya—. El problema es que aparecen de vez en cuando,
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sin un tiempo definido entre uno y otro. Capaz que pase harto tiempo y yo crea que se acabaron, y no sea así. 
—No tengo esa respuesta ahora señor Montoya, eso lo sabremos en la medida que vayan apareciendo las frases—respondió la señora Beatriz—. Es muy probable que dentro de la fórmula venga especificado. 
—¿Por qué dijo “sabremos”?—preguntó Montoya. 
—Porque es muy probable que vuelva más adelante a preguntar sus dudas, y a ver para qué sirve la fórmula que le dan las almas que no encuentran su camino—respondió la adivina. 
—Lo que no logro entender es por qué estas almas que necesitan mi ayuda me dan este poema, fórmula, conjuro o lo que sea—dijo Montoya. 
—¿Recuerda que le conté que el boxeador que usted derrotó tenía pacto con las fuerzas del mal?—preguntó la adivina—. Pues bien, el pacto no se hace con todas las fuerzas del mal, ni con el príncipe de las tinieblas como tal. La mayoría de los pactos se hacen con algún demonio específico. 
—Ya entiendo, algún demonio que esté dispuesto a hacer un pacto en ese instante—dijo Montoya—. ¿Y con qué demonio se hizo este pacto? 
—No puedo pronunciar su nombre, pues nombrarlo es invocarlo— respondió la adivina—. Este demonio tiene la potestad de ocultar la luz que sale del camino al más allá, dejando a las almas a la intemperie, entre nuestro plano y el superior. Todas las almas incapaces de encontrar el camino, están en ese estado por su culpa. 
—¿Y a sabiendas de eso el campeón mundial hizo un pacto con ese demonio?—preguntó espantado Montoya. 
—De hecho nadie sabe con qué demonio hace pacto, pues todos se presentan como “el demonio”—respondió la señora Beatriz—. Además, son miles los seres de oscuridad que andan buscando energía como sea y donde sea, así que es imposible saber a la entidad a la que se enfrenta, a menos que le pregunte el nombre, y sepa lo que ese nombre significa. Recuerde que el mal se basa en el engaño y la seducción. 
—¿Y por qué entonces esas almas me dan esas frases?—volvió a preguntar Montoya. 
—Por venganza, probablemente contra el demonio que los encerró en la nada, y en parte en agradecimiento por el camino que usted les abre con su sangre—respondió la señora Beatriz—. Algo hay en usted, algo que aún desconozco, que le permitió derrotar al campeón mundial pese a su pacto, y que le permite abrir un camino al más allá con su sangre. 
—¿Y tiene que ser con sangre, no hay otro modo por casualidad?— preguntó el guardia, acariciando nerviosa e instintivamente sus nudillos. 
—No lo sé, probablemente no, probablemente su sangre sirva de energía para que la luz de la puerta se canalice a través de ella—respondió la mujer—. Tal vez sea el modo que tiene su cuerpo de abrir el portal debido a su pasado deportivo, tal vez haya sido algo accidental, la verdad es que es así y no de otro modo.
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—El otro día me bebí media botella de ginebra, y con eso el fantasma que me dio el segundo mensaje despareció, reapareciendo al día siguiente, ¿por qué pasó eso? 
—No lo sé, no sé qué relación pueda tener el alcohol con su don, señor Montoya—respondió la señora Beatriz, algo preocupada—. ¿Acaso pretende huir de su destino bebiendo? 
—Lo único que pretendo es tener una vida mínimamente normal, nada más—respondió el ex boxeador, mientras se levantaba—. Bueno, creo que eso es suficiente por hoy, ya no tengo más preguntas. Creo que volveré cuando tenga este mensaje más avanzado, para que me ayude a traducirlo. ¿Cuánto le debo, lo mismo que la otra vez? 
—No me debe nada señor Montoya, lo ayudaré gratis con este asunto— respondió la mujer, para luego entregarle una tarjeta—. Ahí está mi número de celular personal, cualquier problema que tenga respecto de los fantasmas o del mensaje no dude en llamarme, y yo veré si está en mis manos ayudarlo. Cuídese señor Montoya. 
Luego de agradecer su deferencia, Montoya salió de la casa de la señora Beatriz con rumbo a la de su hermano. La situación se estaba poniendo extremadamente compleja, pues la presencia de un demonio de por medio, y de una especie de maldición o conjuro en desarrollo, ponía en riesgo a su familia: la única decisión segura para sus seres queridos era irse de la casa, arrendar una pieza en alguna pensión barata, y así alejar el peligro que implicaba estar cerca de él en esos momentos. Además, ello permitiría a su hermano y su esposa hacer la vida en familia que necesitaban para poder ser felices, y lo obligaría de una vez por todas a empezar a hacerse responsable de su futuro. Si las cosas resultaban bien en su trabajo, y lograba mantener alejados a los fantasmas de su horario laboral, tenía posibilidades de lograr algo de estabilidad económica. 
Un par de meses después, Montoya estaba viviendo en la calle. Luego de irse de la casa de su hermano y arrendar una pieza en una enorme y vieja casona destinada al subarriendo, los fantasmas empezaron a acosarlo día y noche, sin dejarlo en paz casi en ninguna circunstancia; ello lo llevó a darle de puñetazos al aire a casi todas las habitaciones de la casona, por lo que terminó siendo desalojado, quedando sus cosas retenidas en el lugar como parte de pago por los destrozos que causó en el sitio. La vergüenza le impidió recurrir nuevamente a su familia, por lo que decidió vivir a la intemperie durante el día, mientras pasaba las noches en su trabajo, el que a cada instante se ponía peor: Antonio, el único nexo con la realidad que le quedaba, renunció agotado de tantas peleas y malos ratos, yéndose a un bar tan malo como en el que trabajaba pero sin tantas riñas y con mejores propinas. Montoya ahora estaba en un lugar inhóspito, con un nuevo barman que parecía tanto o más peligroso que los mismos clientes, y cuyo actuar generaba más que nada desconfianza en el guardia, pues el hombre estaba más dedicado al microtráfico que a la preparación de tragos y atención a los clientes; lo único positivo era
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que el nuevo barman no se preocupaba del licor que sacaran los trabajadores del local, y como andaba armado no tomaba en cuenta la presencia o ausencia de Montoya. Así, preso de una vida con muy poco sentido, y con una responsabilidad adquirida de la nada y que ya no quería asumir, Montoya empezó a beber cada vez más, con tal de no ver a los fantasmas a su alrededor, luchando por conseguir que les abriera la puerta que un demonio les había negado. 
Esa madrugada el local había cerrado temprano producto de un tiroteo que terminó con la muerte de uno de los clientes a manos de una supuesta prostituta, que terminó siendo policía encubierta. Montoya estaba a las 4 de la mañana en la calle, sobrio, a merced de cualquier alma desencarnada que lo buscara para poder encontrar su camino, y sin tener dónde llegar, pues aún no había encontrado un lugar para arrendar. Cuando creía que en cualquier instante debería romper sus nudillos contra alguna muralla, vio un viejo bar que aún tenía sus puertas abiertas. Luego que el guardia lo dejara pasar, Montoya se dirigió de inmediato a la barra; de pronto y sin que alcanzara a darse cuenta, un vaso largo lleno de ginebra estaba frente a él. 
—¿No es ese el trago de los boxeadores cazafantasmas acaso? 
—Antonio, qué gusto verte—dijo Montoya, reconociendo a su amigo el barman. 
—¿Cómo estás Pedro, no te has metido en más problemas que los de costumbre, cierto?—preguntó el barman mientras seguía preparando tragos. 
—No, no me he metido en más problemas. 
—¿Te dejaron tranquilos los fantasmas, o los estás conjurando con trago acaso?—preguntó Antonio. 
—El barman que te reemplaza es cosa seria, trafica, anda armado, y no le interesan los tragos—dijo Montoya—, así que no tengo problemas en mantener conjurados a los fantasmas, como tú dices. 
—Estás cagado Pedrito, por salir de una vas a caer a otra peor—dijo Antonio—. Yo no voy a ser parte de eso amigo mío, no te voy a cobrar el trago, pero tampoco te voy a vender más, así que si te quieres quedar, lo haces durar o te tomas una bebida. 
—No te preocupes Antonio, no te daré problemas, me tomo el ginebra y me voy—dijo Montoya, apurando el contenido del vaso y dejando de propina el valor del trago. 
El guardia salió a la calle, resignado. Faltaban al menos dos horas para que despuntara el alba, y no tenía dónde ir. Sabía que esa era la noche propicia para una nueva aparición, así que andaba armado con papel y lápiz, listo a escribir el mensaje que ayudaría a completar parcialmente la estrofa del poema.
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A esa hora de la madrugada, en que la noche y el día luchan por apoderarse del saludo, las sombras parecen cobrar vida y convertirse en personas o fantasmas. Ya sin miedo por la experiencia adquirida, pero con la precaución de no confundir un alma desencarnada con un cuerpo vivo, Montoya miraba a su paso todo aquello que pudiera corresponder a un alma en busca de ayuda, encontrando sólo hombres y mujeres vivos, ebrios o drogados; de pronto una sombra apareció de la nada, tomando la forma de un hombre enjuto y temeroso. Montoya lo miró, y vio en esa alma la posibilidad de hacer una prueba: 
—¿Necesitas ayuda para encontrar la luz?—preguntó Montoya al alma, que pareció no inmutarse con las palabras del guardia—. Abriré para ti la luz, pero antes necesito que me dictes el mensaje. 
De inmediato el alma abrió la boca, haciendo que Montoya perdiera toda noción de sí durante un tiempo indeterminado. En cuanto se recuperó miró el papel, y vio en él las letras de la siguiente frase; cuando levantó la cabeza, el alma seguía en el mismo lugar y en la misma posición, sólo que ahora parecía estar más nervioso que antes, por lo recogido de su cuello y la postura rígida de sus manos. Montoya guardó el papel, y de inmediato le dio un feroz golpe a la muralla; mientras la luz empezaba a manar de la sangre en la pared, miró al fantasma que parecía mucho más relajado. 
—Gracias por la frase, ojalá que la luz te lleve donde necesites llegar. 
Luego que el fantasma entrara a la luz y ésta se desvaneciera tal como había aparecido momentos antes, Montoya abrió el papel, invirtió las letras y pudo leer el mensaje: 
“para que tengas la suerte” 
—Vaya, parece que la señora Beatriz sabe algo de esto—murmuró mirando el papel, al ver que “suerte” tenía rima consonante con la última palabra del primer mensaje: “muerte”.
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IX 
Las calles de la capital son una suerte de desafío para el raciocinio. Pese a estar plagadas de gente, la sensación de soledad que se puede llegar a sentir en ese enjambre que murmura un secreto que todos poseen de modo inconcluso, y que no son capaces de descubrir ni compartir pues nadie sabe quién posee la pieza del rompecabezas que encaja con la suya, es simplemente desoladora. Nadie parece ver más allá del espacio que está por delante de sus zapatos, a menos que ello reporte algún tipo de ganancia. Dicha sensación de soledad desoladora se hace más evidente y agresiva en quienes viven en la calle; ellos son un mobiliario urbano casi invisible, que de tanto en tanto dificulta la marcha, y a que a veces inclusive interrumpe los pensamientos egoístas con una canción, un baile, o la petición de una limosna. 
Pedro Montoya estaba sentado en un banco de la plaza, mirando a todos pasar demasiado apurados y concentrados en sus mundos, tanto como para no poder darse cuenta si estaban vivos o muertos; luego de los meses rescatando almas en pena, había llegado a pensar que muchas de ellas no se habían dado cuenta que habían muerto, y seguían transitando por la realidad en la ignorancia de su estado real, luchando por seguir integrados a un plano de la existencia que los había rechazado. A veces Montoya pensaba que él mismo estaba muerto, y que por eso era capaz de ver a las almas en pena; sin embargo, cada vez que rompía su piel contra algún muro, recordaba lo vivo que estaba, y la responsabilidad que la vida le había dado sin que él pudiera siquiera dar su opinión al respecto. Luego de terminar de engullir las cuatro sopaipillas que había comprado para desayunar esa mañana, enfiló sus pasos a la casa de la señora Beatriz, para contarle las novedades. 
—Adelante señor Montoya, asiento—dijo la menuda mujer, luego de guiar al guardia a la habitación de costumbre—. Estuvo varios meses desaparecido, ¿qué le había pasado? 
—Pasaron muchas cosas… la verdad es que preferí esperar a tener algo más de información en vez de aparecerme con cada frase que los fantasmas me entregaran, señora Beatriz—respondió Montoya, entregándole a la mujer un papel con dos estrofas de cuatro frases cada una—. Vine ahora porque creo que esas frases dan una parte del mensaje, pero no soy capaz de interpretarlo. 
—Déjeme ver qué dice esto—dijo la mujer, poniéndose unos gruesos anteojos y leyendo en voz alta: 
“La reunión de las dieciséis 
en cuatro familias de cuatro 
harán el conjuro que veréis 
y dará cumplimiento al trato
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Junta las frases veloz 
para que tengas la suerte 
de vivir el instante atroz 
del gobierno de la muerte” 
—¿Qué significa eso de la reunión de las dieciséis en cuatro familias de cuatro?—preguntó de inmediato Montoya. 
—La verdad es que no sé—respondió la señora Beatriz—. Puede significar cualquier cosa… lo único que se me ocurre a primera vista es que cuatro por cuatro es dieciséis, pero no sé qué pueda querer decir eso. 
—Pucha, yo creí que en brujería eso significaba algo—dijo Montoya, algo desilusionado. 
—Señor Montoya, yo no soy una bruja, soy parapsicóloga con estudios en artes adivinatorias—respondió algo contrariada la pequeña mujer—. No me gano la vida haciendo embrujos, sino descubriéndolos y contrarrestándolos. 
—Disculpe mi ignorancia, yo sólo sé golpear gente y fantasmas— respondió ruborizado el guardia. 
—También sabe de poesía de Gabriela Mistral—dijo la mujer, para luego quedar inmóvil y pensativa. 
—¿Pasa algo?—preguntó el guardia, preocupado. 
—Gabriela Mistral—dijo la señora Beatriz, mientras empezaba a sonreír. 
—No entiendo qué tiene que ver Gabriela Mistral con la brujería—dijo Montoya. 
—Con la brujería nada, con la poesía todo—respondió la mujer—. La reunión de las dieciséis en cuatro familias de cuatro quiere decir que ha recibido la mitad de las frases que conforman el conjuro. 
—Disculpe mi estupidez, pero aún no lo entiendo—dijo el guardia, aún confundido. 
—Se refiere a que el texto tiene dieciséis líneas, agrupadas en cuatro estrofas de cuatro líneas cada una—dijo la señora Beatriz, sonriendo—. Usted ya ha recibido ocho líneas, agrupadas en dos estrofas de cuatro líneas, por lo tanto faltan ocho líneas más para completar las dos estrofas faltantes. 
—Bueno, al menos ya sé cuántos fantasmas me faltan—dijo el ex boxeador, algo apesadumbrado—. Y también sé que apenas voy a la mitad de esta maldición. 
—Ya tiene un objetivo señor Montoya, ahora está algo más claro de lo que debe hacer que hace un rato. Eso debería al menos tranquilizarlo, y en una de esas hasta alegrarlo—dijo la mujer, con cara de satisfacción. 
—Sí, supongo que debo alegrarme porque sólo me faltan ocho puñetazos a las paredes para terminar este conjuro, o como se llame—dijo el guardia, quedando luego pensativo unos segundos—. ¿Y usted me puede asegurar que después de terminar de conseguir las líneas que me faltan, dejaré de ver almas en pena y volveré a tener una vida común y corriente, tal como antes?
JORGE ARAYA 
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—Pucha señor Montoya, yo no le puedo asegurar nada, si apenas estoy empezando a entender todo este lío junto a usted—respondió la señora Beatriz—. Por lo menos estaré esperando a que usted complete de reunir las frases para ayudarlo a interpretarlas en su conjunto, y ver para qué sirve el conjuro. 
—Gracias señora Beatriz, sin su ayuda jamás hubiera sabido para qué estoy haciendo esto, y ahora al fin sé cuánto me falta por hacer. ¿Cuánto le debo? 
—Nada señor Montoya, ya le dije que no le voy a cobrar por esto. Soy una mujer de palabra—dijo la mujer, sonriendo. 
Pedro Montoya se fue de la casa de la señora Beatriz con el papel con las estrofas y una extraña mezcla de sentimientos. Pese a todo lo que le había tocado vivir, el saber cuál era su objetivo facilitaba un poco soportar lo que le faltaba para completar de una vez por todas con el conjuro, y ver si una vez terminado ello podría volver a buscar un camino algo más terrestre en su existencia. Por ahora sólo debía abocarse a encontrar las almas que le faltaban, por lo que debería permanecer sobrio la mayor cantidad de tiempo posible, lo cual no era problema para él: pese a gustarle la ginebra, la sensación de embriaguez le era demasiado incómoda, y sólo lo hacía para poder dejar de ver a los fantasmas. Antes de seguir rumbo a cualquier parte, el guardia buscó una farmacia para comprar un desinfectante para tener a mano luego de abrir cada portal, y así evitar dañar irreversiblemente la piel de sus manos. 
Tres meses después, la vida de Montoya se parecía cada vez más a la de un ser humano normal. El guardia había conseguido una pieza en arriendo, y gracias a permanecer sobrio, había logrado agregar más frases al conjuro que los fantasmas le dictaban; además seguía aplicando su técnica de hablarle a las almas en pena, para poder guiarlas a algún lugar deshabitado, conseguir la frase y abrirles el portal, evitando problemas con la gente que lo rodeaba y por ende, dándole algo más de estabilidad a su existencia, y permitiéndole soñar en que algo bueno recibiría luego de tanto tiempo apoyando a almas desencarnadas de desconocidos. 
En la medida que el tiempo pasaba, la ansiedad se apoderaba de Montoya. Cada frase nueva que recibía era una línea menos pendiente del conjuro, dejándolo a cada instante más cerca del momento en que se liberaría de esa maldita carga que le había acarreado la disputa del título mundial hacía ya una década. La esperanza de volver a una vida rutinaria, sin sobresaltos, sólo con aquellos propios de seres vivos, era aliciente suficiente para casi andar buscando fantasmas a quienes abrirles portal a cambio de una frase más para el conjuro; en un par de ocasiones se encontró con entidades que no parecían entender a qué se refería con lo de las frases, a las que de todos modos les abrió un portal, y que se fueron igual de agradecidas que todas las almas anteriores, pero
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mirándolo a la distancia con desconfianza, como si temieran que al no tener nada para darle a cambio les negaría el camino a la luz. 
Esa mañana Montoya iba a casa de vuelta del trabajo. Las madrugadas lluviosas generaban en los habitantes de la ciudad una suerte de necesidad por permanecer en sus hogares, o prolongar su estadía en sitios techados y secos, por lo que la urbe parecía despertar más tarde y más lento; eso le permitía al guardia disfrutar de una caminata en paz, y facilitaba la aparición de espectros ávidos de ayuda. De pronto un tipo enorme apareció frente a él bloqueándole el paso; sin mediar provocación el voluminoso hombre empezó a lanzarle certeros puñetazos que apenas alcanzó a bloquear, y que debió contrarrestar utilizando su mejor técnica. La levedad en los golpes del hombre y en el impacto en sus puños le hizo notar de inmediato que se trataba de un espectro, y lo depurada de su técnica le permitió reconocer en él a un boxeador. En ese instante un nudo apretó su garganta, y sin pensarlo dos veces se agazapó para recibir un gancho de izquierda y de inmediato responder con un violento golpe lateral a la sien del fantasma, que cayó petrificado al suelo: el alma en pena del ex campeón mundial, que había muerto por su mano hacía ya más de diez años, lo había encontrado para reclamarle su paso al más allá. Montoya se acercó nervioso al espectro en el suelo, pero antes de poder dirigirle la palabra su boca se abrió, haciéndole perder momentáneamente el conocimiento, para luego rehacerse con la nueva frase en el papel, que había escrito automáticamente. El alma del ex campeón mundial estaba de espaldas a Montoya, quien no intentó hablarle, sino simplemente rompió su puño contra el muro más cercano para abrirle el portal al motivo de todos sus pesares. El guardia vio con extrañeza su sangre impregnada en el muro, que no se iluminaba luego de pasados varios segundos; de pronto una puerta se abrió, dejando ver la oscuridad más profunda que ojo humano hubiera visto hasta ese momento en el planeta. El alma del ex campeón mundial de boxeo se acercó y se paró en su borde, para luego voltear y dejar ver a Montoya su rostro, donde sus ojos estaban ocupados por dos agujeros tan oscuros como la densa negrura que manaba del extraño portal. El alma desencarnada esbozó una leve sonrisa, y luego simplemente se dejó caer en la nada, la cual se desvaneció en el instante. 
—¿Quién es?—preguntó a través de la puerta la mujer. 
—Soy yo señora Beatriz, Pedro Montoya. 
—Señor Montoya… son las seis y media de la mañana, ¿no podría haber esperado a una hora algo más prudente?—preguntó la señora Beatriz, abriendo la puerta de su casa cubierta por una vieja bata de levantar de toalla. 
—Lo tengo señora Beatriz… 
—¿Qué tiene?—preguntó la mujer, aún algo aturdida. 
—El conjuro, tengo completo el conjuro.
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X 
El café tiene muchas cualidades químicas demostradas y demostrables en el organismo humano; sin embargo, el efecto de quitar el frío y el sueño en la mente colectiva, es más poderoso que cualquier estudio científico. Pedro Montoya bebía con cuidado el café para no quemar su lengua, mientras la señora Beatriz intentaba despejar el sueño de su mente y de sus ojos, para poder hablar lo más racionalmente posible con el ex boxeador. 
—¿Está seguro de tener el conjuro completo, señor Montoya?—preguntó aparentemente algo más despierta la señora Beatriz. 
—Sí, ya tengo las dieciséis líneas en cuatro estrofas de cuatro. Al leerlo suena lógico, aunque no entiendo del todo para qué podría servir este conjuro—respondió el boxeador, sacando de su bolsillo una hoja donde había escrito el texto ordenado—. No se imagina cuántas veces conté las líneas para asegurarme que no faltara ninguna. Esta cosa completa podría significar mi libertad, al fin. 
—¿Hubo algo especial con la última entrega, con la de la primera línea del conjuro?—preguntó la señora Beatriz. 
—Sí, el fantasma que me la dio era el del campeón mundial que… ya sabe… 
—O sea que se cerró el ciclo por completo—comentó la mujer—. Qué bien por usted señor Montoya, supongo que haber visto esa alma partir lo dejó un poco más conforme. 
—Sí, creo que las cosas cambiarán de ahora en adelante—dijo Montoya, sonriendo. 
—Bueno, supongo que si vino a esta hora es para mostrarme el conjuro, a ver si lo puedo ayudar a entender para qué sirve—dijo la mujer, sacando sus gruesos anteojos del cajón del escritorio. 
—Por supuesto señora Beatriz, acá está—dijo Montoya, entregándole el papel. 
—Veamos qué dice acá, a ver si lo logro recitar como un poema de la Mistral: 
“Para acabar este mundo 
Profano, humano e inmundo 
Estas letras has de pronunciar 
Para esta victoria lograr. 
Demonios de sur y norte 
Maleficios de oeste y este 
Despiertan a la hembra consorte 
Para dejar todo agreste.
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La reunión de las dieciséis 
En cuatro familias de cuatro 
Harán el conjuro que veréis 
Y dará cumplimiento al trato. 
Junta las frases veloz 
Para que tengas la suerte 
De vivir el instante atroz 
Del gobierno de la muerte” 
—Vaya, suena terrible al escucharlo recitado—dijo Montoya. 
—Sí, es terrible este conjuro—dijo la mujer, luego de sacarse los lentes. 
—¿Y sabe qué significa?—preguntó Montoya, intrigado. 
—Sí, que serviste a nuestro cometido, sin darte cuenta que nos estabas entregando la fórmula para darle las llaves de la Tierra al verdadero dios de la humanidad, el gran señor Lucifer—dijo la mujer poniéndose de pie, y lanzando el papel arrugado a la cara de Montoya—. Ahora vete de mi templo, humano estúpido y asqueroso, y ruega porque mi señor Lucifer tenga piedad de tu alma y te acepte en su reino de perdición. 
—Pero… señora Beatriz… 
—¡Sal de mi templo, pedazo de mierda!—pronunció una voz salida de la boca de la menuda mujer, que llenó la cabeza del ex boxeador, hasta el punto de sentir que le iba a estallar sobre el cuello, el cual se vio obligado a salir lo antes posible para salvar su vida e integridad mental. 
Montoya estaba confundido y adolorido. Sentado en la acera mientras intentaba borrar el sonido que aún le hacía zumbar los oídos, pensaba en todo lo que había vivido hasta ese instante, e intentaba comprender el porqué de su extraña suerte. Lo peor de todo era que su único nexo con alguna explicación racional de lo que le estaba pasando no era lo que decía ser, y lo había utilizado para obtener el conjuro y utilizarlo para su beneficio personal. Justo cuando el ex boxeador creía que ya nada podría empeorar, su cuerpo sintió la imperiosa necesidad de dirigirse a un almacén situado a media cuadra de donde estaba sentado. Sin ser capaz de controlar sus actos, el hombre llegó al almacén y se encontró de sopetón con una mujer vestida con ropas que parecían sacadas de una tienda de atuendos de finales del siglo XIX. A sabiendas de lo que se vendría, Montoya simplemente cerró los ojos y le dio un violento golpe de puño a una de las paredes del local, abriendo el portal para la agradecida alma en pena, mientras la dependiente del local sacaba un bate de madera para espantar al extraño hombre, quien se fue del lugar tan rápidamente como había llegado. 
Montoya caminaba cabizbajo alejándose de la casa de Beatriz y del almacén. Su cabeza se sentía casi tan mal como cuando la voz salida de la boca de la mujer había inundado todo; en esos momentos parecía que sus piernas eran atraídas de todos lados. El ex boxeador quería llegar
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luego a su pieza para esconderse, y se negaba a mirar a su alrededor; sabía el panorama que encontraría cuando levantara su cabeza, y no quería seguir metido en esa anómala realidad. Esquivando postes, árboles, perros, personas y fantasmas, el ex boxeador llegó a la casa donde estaba alojado y se encerró en su pieza, a pensar qué diablos hacer con la avalancha de almas en pena que aguardaban por él en todos lados, y dónde buscar ayuda para saber qué diablos significaban las palabras de la señora Beatriz.
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Puñetazos

  • 1.
  • 2. PUÑETAZOS 2 JORGE ARAYA POBLETE PUÑETAZOS 2014
  • 3. PUÑETAZOS 3 Puñetazos por Jorge Araya Poblete se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Permitida su distribución gratuita como archivo digital íntegro. Prohibida su distribución parcial. Prohibida su impresión por cualquier medio sin permiso escrito del autor. Prohibida su comercialización por cualquier medio sin permiso escrito del autor. ©2014 Jorge Araya Poblete. Todos los derechos reservados.
  • 4. JORGE ARAYA 4 Presentación Pedro Montoya es un guardia de seguridad de locales nocturnos, con un glorioso pasado en el boxeo profesional, que se vio abruptamente truncado en la pelea más importante de su vida. Un hecho fortuito en uno de los baños de la discoteque donde trabajaba lo lleva a descubrir un extraño don: la capacidad de guiar a almas en pena hacia la eternidad. Dicho don lo pondrá cara a cara con una trama de dos siglos de historia, tendiente a liberar a las fuerzas del mal sobre la faz de la Tierra. Con la ayuda de un barman, una parapsicóloga y una monja, intentará cooperar en la lucha contra las huestes del infierno, tratando de salvar el destino de la humanidad. Este relato no tiene otro norte que entretener, entregando un texto de lectura rápida y liviana, sin mayores pretensiones. Ojalá disfruten al leerlo, como yo disfruté al escribirlo Jorge Araya Poblete Septiembre de 2014
  • 6. JORGE ARAYA 6 0 Pedro Montoya salió del baño del bar notoriamente nervioso, como fijándose que nadie lo viera salir en ese instante del lugar. La música afuera sonaba a gran volumen, haciendo que todos tuvieran que gritar y acercarse para intentar escuchar a sus incidentales interlocutores, lo cual tranquilizó al hombre al sentir que pasaba desapercibido. Montoya volvió al sitio en que estaba ubicado hacía ya media hora, en uno de los extremos de la corta barra, tratando que nadie notara su presencia, y bebiendo con calma un gran vaso de ginebra de dudosa procedencia: mientras no tuviera gusto a aguardiente aromatizado como el ron o el pisco que servían en el lugar, ni el sabor a nada del vodka, el apagado hombre bebería sin molestar a nadie, intentando olvidar el pasado y que nadie en el presente lo recordara a él. Montoya se divertía mirando la fauna que a esa hora llenaba el bar; pese a los años que frecuentaba ese lugar y muchos otros, nunca terminaba de maravillarse con los tipos de personas que aparecían de tanto en tanto, buscando llamar la atención de cualquier modo con tal de salir temporalmente del rutinario anonimato de la vida diaria, el mismo que Montoya necesitaba para ser feliz. De pronto se dio cuenta que el barman no estaba, haciendo que los pedidos de las mesas empezaran a acumularse, y el ánimo de los parroquianos a alterarse; justo cuando creía que el ambiente del lugar empeoraría irreversiblemente, vio al barman salir del baño y dirigirse presto y con cara de enojo hacia él: instintivamente apuró el contenido del vaso para luego meter las manos en sus bolsillos, pues suponía que la conversación que vendría terminaría mal. —Muéstrame las manos—dijo el barman, tomando las muñecas de Montoya para poder ver sus nudillos y sus dedos, mientras la gente bajaba el volumen de los reclamos por la atención, para saber el porqué del enojo del indispensable hombre a esas horas de la noche—. Por la cresta, ¿qué te dije cuando llegaste?—preguntó el barman a Montoya, quien fijó su vista en el piso. —¿Necesitas ayuda?—preguntó tras él un obeso hombre de piel curtida y mirada fría, que trabajaba como guardia en el bar. —No, a este lo arreglo yo—respondió el barman, para luego voltear hacia Montoya, sin soltar sus muñecas—. Te he dicho hasta el cansancio que no agarres a puñetazos las paredes del baño. Eres tan bruto que las golpeas hasta sangrar, y dejas tu sangre impregnada en las paredes. Te dije lo que iba a pasar si te pillaba de nuevo, ¿cierto? —Responde huevón, te están hablando—dijo el guardia con voz de enojado, sin lograr que Montoya despegara su vista del suelo. —Déjalo, si este huevón no habla. Ya, te fuiste del bar, y no te quiero de vuelta hasta que se te pase la tontera, huevón idiota—dijo el barman,
  • 7. PUÑETAZOS 7 para luego llevar por las muñecas a Montoya hasta la entrada y dejarlo parado en el lugar, mirando concentrado el piso. —Yo no sé por qué le perdonas tanto a ese loco de mierda, yo ya le hubiera sacado la chucha hace tiempo, y lo hubiera vetado para siempre del lugar—dijo el guardia, contrariado. —Porque el tipo no es malo, solamente es loco—respondió el barman—. Además, el tipo estará a más tardar en tres días de vuelta, pagando la cuenta y dejando una propina decente. Montoya se alejó del lugar, algo amargado por haber sido nuevamente sacado del bar que más le gustaba. Su deambular era errático, producto en parte del vaso de ginebra, y de no saber a dónde ir; de pronto, sus pies parecieron adquirir vida propia, por lo que se dejó llevar al destino que fuera que le tenían deparado. Cinco minutos más tarde Montoya estaba parado en la puerta de un club elegante, al que entró sin que el portero o el guardia pudieran siquiera alcanzar a reaccionar. Sin pensar en acercarse a la barra o a alguna mesa, el hombre se dirigió al baño de mujeres, provocando la estampida de sus usuarias, al ver al mal vestido hombre que entró al lugar y de la nada empezó a lanzar puñetazos al aire, para luego terminar por golpear con violencia uno de los pilares del gran espejo que adornaba la lujosa habitación, el cual inmediatamente quedó salpicado de sangre. Apenas veinte segundos más tarde dos enormes tipos lo tomaron bajo los brazos y lo sacaron del lugar por la puerta posterior; justo cuando se disponían a darle la golpiza de su vida, el portero los detuvo, dejando que Montoya se fuera caminando cabizbajo, como siempre. —¿Qué mierda te pasa, acaso no viste el escándalo que armó ese degenerado, huevón?—dijo el guardia más añoso y más agresivo—. Ese tipo es conocido, anda de pub en pub haciendo shows de boxeo en los baños, y nadie hace nada para ponerle un alto definitivo. —Cálmate, a Montoya lo conozco hace tiempo, de cuando era famoso. El tipo es un loco inofensivo, y aunque no lo parezca es más útil que cualquiera de nosotros para la sobrevivencia de nuestros trabajos—dijo el portero, para luego agregar—. Si alguna vez yo no estoy, y él entra a algún baño, deja que le pegue a las paredes y cuando termine, sácalo sin hacerle nada. Montoya seguía caminando sin rumbo fijo. Luego de pasar por dos bares aún no lograba emborracharse; ese era el único modo que tenía para dejar de ver a los fantasmas de los fallecidos en cada bar, a quienes reducía a puñetazos para que pudieran reaccionar y seguir de una vez por todas sus caminos hacia lo que fuera que significara la palabra eternidad.
  • 8. JORGE ARAYA 8 I Pedro Montoya era un hombre con un pasado doloroso de recordar. El hombre había sido uno de los mejores boxeadores de peso crucero de la historia deportiva del país, y uno de los pocos que había logrado vivir de las ganancias del deporte. Luego de una explosiva carrera de tres años en el profesionalismo, en que batió por nocaut a todos sus rivales, Montoya recibió el esperado contrato para pelear el título mundial de su categoría contra el mejor de los campeones mundiales, quien ya había unificado títulos de cuatro distintas asociaciones de boxeo: el campeón necesitaba una pelea con un desconocido, para luego abocarse a preparar la última unificación que le faltaba, para convertirse en el campeón indiscutido a nivel planetario. Montoya sabía que esa podría ser tal vez su única oportunidad, así que preparó casi exageradamente los cuatro meses que separaron la firma del contrato con la fecha de la pelea: si llegaba a perder, deberían sacarlo en camilla del ring. El día de la pelea por fin había llegado. Junto con su entrenador había preparado una estrategia casi infalible, pues habían descubierto en los videos del campeón un error técnico que lo dejaba descubierto luego de lanzar el gancho con la izquierda, por lo que se había preparado físicamente para ser capaz de aguantar dicho golpe y sobre el mismo contragolpear con la derecha. Luego de toda la parafernalia propia de la presentación de los púgiles empezó el combate; justo cuando faltaban treinta segundos para el término del primer round, el campeón mundial lanzó su gancho de izquierda. Montoya se mentalizó en ese único momento, soportó la violencia del impacto, y gracias al trabajo de meses lanzó con todo el peso de su cuerpo y casi como reflejo un gancho lateral de derecha a la sien del campeón, el cual cayó como petrificado a la lona. Montoya lo había logrado, había noqueado al mejor campeón de la historia de su categoría, y estaba inscribiendo su nombre en los anales de la historia deportiva mundial. Diez segundos después, y mientras Montoya estaba encaramado en la segunda cuerda de su esquina celebrando, algunos gritos destemplados y el silencio del estadio le indicaron que algo malo pasaba: tras él, el ahora ex campeón mundial empezó a convulsionar incontrolablemente, debiendo ser sacado en una camilla hacia la ambulancia dispuesta para la ocasión. Una vez terminada la entrega del cinturón, Montoya y su equipo se dirigieron al hospital para saber de su rival: en cuanto llegó, se encontró con la esposa del ex campeón, quien lloraba desconsolada frente a varias cámaras de televisión, de las cuales Montoya no pudo escapar, y por las cuales se enteró de la muerte del joven boxeador. Así, con veinticuatro años Pedro Montoya había llegado al pináculo, y al mismo tiempo al final de su carrera deportiva.
  • 9. PUÑETAZOS 9 Diez años después, Montoya había agotado todos sus ahorros, y había conseguido un trabajo de guardia en una disco acomodada, en donde unos pocos parroquianos de mayor edad recordaban su meteórica carrera deportiva; gracias a ellos, el pasar del ex boxeador era relativamente tranquilo, pues su pasado era suficiente tarjeta de presentación para que todos evitaran conflictos con él. La vida empezaba lentamente a sonreírle a Montoya, permitiéndole el extraño lujo de soñar con un presente seguro y un futuro levemente esperanzador. Una madrugada de viernes, Montoya estaba haciendo labores de vigilancia dentro del recinto junto a otro compañero, quedado el tercero de turno en portería a una hora en que la gente empezaba lentamente a retirarse. De pronto, en un instante en que la música bajó un poco de volumen para engancharse con la siguiente pista, Montoya escuchó un golpe seco que venía del baño de hombres; sin tener tiempo para avisarle a su compañero por el intercomunicador, se dirigió corriendo al lugar, para ver si alguien se había caído y necesitaba auxilio, o si se había iniciado una riña que requiriera su intervención. Cuando entró, se encontró con un tipo evidentemente ebrio, vestido con una anticuada chaqueta de cuero, pantalones de mezclilla de pierna ancha y botas con puntas metálicas. Montoya intentó acercarse, siendo de inmediato recibido con una andanada de golpes de puño, que fácilmente logró controlar gracias a su experiencia como boxeador profesional; antes que el extraño tipo de mirada desorbitada y gestos descontrolados alcanzara a reaccionar, Montoya lanzó dos ganchos al mentón que lo derribaron, pero que el ex deportista no sintió con fuerza en sus manos. Sin darle más vueltas al asunto, Montoya vio al tipo afirmarse contra la pared, y decidió rematarlo con un potente gancho de izquierda al hígado, para dejarlo fuera de combate sin lesionarle más la cara, y poder sacarlo del lugar sin causar mayor conmoción. El peleador se acercó, contrajo la mitad izquierda de su cuerpo, y descargó con violencia un gancho ascendente al hígado de su incidental rival; en ese instante Montoya se llevó la sorpresa más extraña de su vida: en vez de impactar el cuerpo de su contrincante, el puñetazo atravesó al hombre y dio de lleno en el muro del baño, generándole un dolor incontrolable al romper sus nudillos, y dejando rastros de sangre en la pared donde se apoyaba el extraño individuo. Justo en ese instante, la sorpresa del puñetazo pasó a segundo plano al ver lo que le sucedía al anacrónico hombre. Montoya instintivamente miró su puño para asegurarse de sólo haber roto su piel y no haberse fracturado; al mirar al muro vio cómo su sangre salpicada en la pared de azulejos del baño pareció empezar a brillar, al mismo tiempo que una sonrisa llenaba la cara del tipo con el que había peleado. El brillo de su sangre empezó a crecer hasta convertirse en un enorme círculo luminoso de dos metros de diámetro, por el cual entró el ahora transparente cuerpo del sonriente hombre, no sin antes voltear a mirarlo y gesticular aparatosamente con su boca un “gracias”. En cuanto
  • 10. JORGE ARAYA 10 el hombre desapareció dentro de la luz el círculo en la pared se desvaneció, y los compañeros de turno de Montoya aparecieron en el baño, tomaron uno de cada brazo al ex boxeador, y lo llevaron raudos a la oficina del dueño. —Siéntate Montoya—dijo el obeso hombre de cara vestimenta con voz inexpresiva—. Un cliente dijo que estabas dándole puñetazos al aire y a las murallas del baño, ¿qué pasó, estás drogado? Te he dicho varias veces que si quieres consumir seguro, yo te consigo buena mercadería. —Jefe… sí, estoy drogado—dijo Montoya, mirando al piso. —No huevón, no estás drogado—dijo el dueño del local—. Estás demasiado consciente para eso. Ya, suelta la lengua y cuenta qué te pasa. —Jefe, mejor dejémoslo así… le presento mi renuncia y me voy, no tiene que pagarme nada—respondió Montoya sin despegar la mirada del piso. —No te quiero echar, quiero que me digas qué cresta te pasó en el baño—dijo el hombre, ahora con marcada rabia contenida en sus palabras. —Jefe, en serio… no quiero que crea que estoy loco, después no voy a poder conseguir pega… en serio, me voy por las buenas, no pienso armar atados ni hablar mal de usted ni de nadie, le juro que nunca volverá a saber de mi—dijo Montoya poniéndose de pie con lentitud, sin atreverse a mirar al hombre a sus ojos. —Te lo voy a preguntar por última vez por las buenas Montoya—dijo el dueño del local, abriendo su chaqueta y dejando ver una pistolera con un arma semiautomática en su interior—, dime por favor qué mierda pasó en mi baño. El ex boxeador se dejó caer en su silla; en su mente quedaba claro que no podría librar de esa situación, y que luego de contar su increíble historia, quedaría cesante y con una mala fama tal, que le sería imposible seguir trabajando en el rubro. Sin ver escapatoria alguna posible, Montoya relató con lujo de detalles lo que había sucedido momentos antes. Para sorpresa suya, el dueño del local escuchó atentamente el relato, sin siquiera esbozar una sonrisa cuando llegó a la parte del puñetazo a la pared a través del aparente fantasma, y sólo dejando entrever algo de sorpresa al contarle lo del agujero luminoso en el muro. Al terminar el relato, el obeso hombre pareció resoplar, con una mezcla de rabia y resignación; mientras se acercaba a su escritorio y abría el cajón de más abajo, le preguntó a Montoya: —¿Estás seguro que esa es toda la verdad, nadie te contó nada acerca del pasado de este local? —Sí señor, eso es todo lo que pasó en su baño—respondió Montoya, para luego agregar—. Y respecto del pasado de este local, no tengo la más mínima idea, nunca he preguntado, y no me interesa saberlo. Todos
  • 11. PUÑETAZOS 11 tenemos un pasado, y usted sabe que el mío es lo suficientemente doloroso como para no querer intrusear en el pasado de otros. El dueño de la disco escuchó sin mirar a Montoya, mientras hurgueteaba en el cajón. De pronto se enderezó, se paró frente al guardia, y poniendo una foto ante sus ojos preguntó directamente: —¿Cuál de los tres es el tipo al que golpeaste? —El del medio señor—respondió el ex boxeador, sorprendido al ver una fotografía instantánea en formato Polaroid, algo desteñida, en que se veía nítidamente al hombre al que había enfrentado con la misma vestimenta, acompañado por dos hombres, uno de los cuales tenía las mismas facciones que el dueño del lugar, pero con el doble de cabellera y la mitad del peso.
  • 12. JORGE ARAYA 12 II Pedro Montoya parecía estar pegado a la silla frente al escritorio de su jefe; mientras tanto, el obeso hombre se había dejado caer en el sitial del otro lado de la mesa, se había tomado casi al seco un vaso de whisky sin hielo, y ahora miraba la luz de la ampolleta a través de los dos cubos de su segundo vaso. Luego de suspirar aparatosamente dejó el vaso sobre la mesa y miró al guardia, quien no alcanzó a desviar la mirada a tiempo. —¿Sabes por qué el negocio se llama Sociedad de Eventos Disco DYN? Esas son las iniciales de los tres dueños originales, Donoso, Yáñez y Narváez. Como sabes yo soy Donoso, y mi socio es Narváez. La foto que te mostré es de 1969, cuando inauguramos este local. —¿El señor Yáñez está… muerto?—preguntó nervioso Montoya. —En 1978 el negocio cayó bruscamente, por el toque de queda. Narváez y yo ya habíamos diversificado nuestras inversiones, y hacía años que habíamos dejado las motos y las tenidas de motoqueros rebeldes. Yáñez creía que el negocio sobreviviría gracias a la mística y no sé qué otras huevadas, y no entendía lo que estaba pasando. Pese a que Narváez y yo incluimos a Yáñez en la sociedad, y que él recibía sagradamente su parte de las ganancias, sentía que su vida perdía sentido al ver que la disco no podía funcionar sino como restaurante durante el día. Hace exactamente 36 años Yáñez se cortó las venas de noche en la pista de baile en desuso… lo encontramos a la mañana siguiente en una posa de sangre, con la misma tenida de la foto. Desde esa fecha el personal se queja que en el baño y en la cocina se escuchan ruidos cuando los clientes se van. —Jefe, ¿usted cree que yo golpeé a su amigo… al fantasma de su amigo? —No sé qué mierda hiciste Montoya, la verdad no sé qué mierda hiciste… ándate a tu casa, mañana hablamos—respondió Donoso. —¿Mañana jefe? ¿No me va a despedir de inmediato?—preguntó extrañado el guardia. —No sé cómo despedirte aún, no creo que en la Inspección del Trabajo esté registrada como causal válida de despido la riña con un fantasma. Ahora ándate y deja cerrado por fuera—dijo el hombre, para empezar a mirar la vieja foto a través del vaso de whisky. La helada madrugada no parecía hacer mella en el ex boxeador. El hombre caminaba con su chaqueta en la mano, vistiendo apenas un delgado polerón sin nada debajo: luego de la extraña experiencia vivida, casi nada podría alterar su relación con la realidad. Esa noche fue interminable para Montoya. En su mente sabía que había dormido, pero el cansancio no se había quedado enredado en sus sábanas como de costumbre, sino atrapado en su cuello y su espalda:
  • 13. PUÑETAZOS 13 cinco horas había pasado acostado reviviendo una tras otra vez el episodio en su trabajo, tratando en cada ocasión de reaccionar distinto, pero terminando siempre del mismo modo. Ese día terminó siendo la eterna continuidad de la noche anterior, por lo que agradeció ver en su reloj que había llegado la hora de irse al trabajo, a sabiendas que ese sería su último día en ese lugar. —Montoya, el jefe te está esperando—le dijo en cuanto llegó el jefe de seguridad. —¿Qué condoro te mandaste huevón, es cierto que estabas volado y agarraste a puñetes las paredes del baño?—preguntó uno de los guardias que venía llegando al turno. —No lo huevees, mira que volado y todo dejó hundida la muralla— respondió su compañero, mirando con cierta lejanía al ex boxeador. Montoya no respondió, y se dirigió de inmediato a la oficina de Donoso; cuando entró, se encontró con que éste estaba acompañado por su socio, Narváez. —Buenas… —Siéntate Montoya—dijo de inmediato Narváez—. Parece que hubo una psicosis colectiva anoche en este hoyo. Me dicen que le pegaste al fantasma de Yánez anoche. —Señor… —El Señor está en los cielos pelotudo, no acá—interrumpió Narváez, mientras Donoso miraba impertérrito la escena—. ¿Le pegaste o no al fantasma de Yáñez? —Creo que sí. —¿Desde cuándo eres capaz de pegarle a los fantasmas, huevoncito? Porque cuando te contratamos lo hicimos porque le pegabas a la gente. —Es mi primera vez—respondió Montoya, sacando un esbozo de sonrisa a Donoso. —Yo no creo en fantasmas Montoya—dijo Narváez—, el asunto es que el resto de la gente que trabaja acá sí, incluyendo a mi socio. Y esto nos generó un problema con tu despido. —Si quiere puedo renunciar, con tal que no se siga hablando del tema. A mí me interesa conseguir trabajo, y si el rumor se extiende no lo lograré. —La gente no quiere que te vayas—dijo de pronto Donoso. —Las viejas del aseo y de la cocina, y tus colegas guardias, dicen que anoche nadie penó, lo que sea que esa mierda signifique—dijo Narváez— . El asunto es que supieron que quiero echarte, y tienen ganas de sublevarse. Lo bueno es que te pago poco, así que tampoco me molesta mucho seguir pagándote por hacer nada. —¿Por hacer nada?—preguntó Montoya extrañado. —El huevón que te vio anoche cree que eres psicótico, y no quiere verte dentro del local. Ya conversé con el abogado, y lo mejor para dejar felices a ese idiota y a la gente de acá, es dejarte como portero.
  • 14. JORGE ARAYA 14 —En sí no es ser portero…—empezó a decir Donoso. —No te pongas latero huevón, lo que me interesa es que este tipo no esté dentro de la disco de nuevo, no cómo se llame ese cargo—interrumpió Narváez, para luego dirigirse a Montoya—. Estamos claros entonces, a partir de hoy eres portero, maestro de ceremonias, vigilante externo, o como le quieras poner a tu nueva pega. Y trata de no volver a pegarle a un fantasma, si le quieres sacar la chucha a alguien hasta soy capaz de pagarte el abogado, pero si sales con una nueva sorpresa, te echo de una. —¿No que no creías en fantasmas?—preguntó irónico Donoso. —Puta que te has puesto mina para tus comentarios con la edad, huevón—dijo Narváez, para luego irse del lugar sin despedirse de nadie. —Ya escuchaste a mi socio Montoya, te quedas pero sin volver a armar atados—dijo Donoso. —Gracias jefe—dijo Montoya, saliendo raudo del lugar antes que alguien cambiara de opinión, para instalarse lo antes posible en la puerta de la disco. Ese turno de noche fue uno de los más extraños que le tocó vivir, sólo comparable con el día en que llegó al trabajo luego de años de haber desparecido del ring, cuando todos se acercaban a preguntarle qué había hecho en sus años de ostracismo, y a sacarse fotos con él. En esa ocasión las miradas de miedo y admiración se multiplicaban entre sus compañeros de trabajo; varias de las señoras encargadas del aseo y de la cocina intentaban atarle hilos de lana roja en las muñecas, mientras otras le regalaban rosarios y matitas de ruda. Inclusive una de las meseras se acercó algo nerviosa, lo abrazó, y metió en uno de sus bolsillos un pequeño librito, que resultó ser una edición resumida del nuevo testamento de las iglesias cristianas. Así, desde esa noche el ex boxeador tuvo un nuevo renacer en su complicada vida, que esperaba que por fin fuera el último. Dos meses después, Pedro Montoya se encontraba cumpliendo su turno de guardia en portería. Luego de aquietadas las aguas le habían permitido volver a ingresar al local en funcionamiento, pero el ex boxeador ya se había acostumbrado a trabajar a la intemperie, lo que le acomodaba más, le permitía hacer una labor de seguridad más bien preventiva, y lo mantenía alejado de los conflictos mayores que se presentaban en la pista de baile y en la barra, producto del alcohol y los malos entendidos; su máxima preocupación en su nuevo puesto era detectar a quienes intentaban ingresar alcohol comprado fuera del recinto, y a quienes se querían colar en la fila aduciendo parentescos con los dueños o alcurnia farandulera. Esa madrugada, luego que el local quedara desocupado, Montoya encendió un cigarro para pasar el frío. De pronto vio que en uno de los bares ubicado al frente de su lugar de trabajo, algunas mujeres salieron
  • 15. PUÑETAZOS 15 corriendo despavoridas. Dentro de ese grupo venía una joven, a la que habían contratado para ayudar con la seguridad en el sector del baño de mujeres, la cual se dirigió directamente donde el ex boxeador, agitada. —Pedrito por favor, échanos una mano—dijo la joven con cara de asustada—. Al frente hay una pandilla de no sé qué chucha que están atacando a los guardias, y los pacos no llegan nunca. Los huevones están desarmados pero son muchos, y los cabros no le pegan tanto al cuento como tú. Montoya sin titubear le avisó a su compañero para que lo cubriera, y partió corriendo al bar a ayudar como pudiera. En cuanto entró, un tipo de chaqueta de cuero y casi calvo le lanzó una patada a la cabeza y unos cuantos puñetazos desordenados, recibiendo de vuelta un gancho al mentón que lo noqueó inmediatamente. Rápidamente el ex boxeador ubicó a los guardias, y empezó a ayudar a aquellos que eran golpeados por más de un agresor, para así emparejar las cosas tratando de no meterse en demasiados problemas para cuando llegara carabineros. De pronto vio que uno de los tipos corría hacia él descontrolado con una botella rota en su mano, listo a usarla como arma; Montoya sin problemas bloqueó el brazo con el gollete, y le lanzó una andanada de rápidos golpes cortos al abdomen arrinconándolo contra la muralla, para rematarlo con un violento puñetazo a la cabeza, que dio de lleno en la pared que daba a la barra. Justo cuando vio que tanto guardias como pandilleros estaban parados mirándolo perplejos, la sangre de sus nudillos impregnada en la muralla se iluminó, abriendo nuevamente un portal redondo de dos metros de diámetro por donde el tipo de la botella rota entró sonriendo, dejando caer el trozo de vidrio que se desvaneció antes de tocar el piso, al mismo tiempo que la luminosa puerta se apagaba y se cerraba sólo para sus ojos. En el momento en que los pandilleros pretendían recomenzar su agresión, se escucharon varias voces gritando desordenadas: —¡Carabineros, nadie se mueva!
  • 16. JORGE ARAYA 16 III El sargento Rivas miraba con cara de cansancio la escena de la que formaba parte. Luego de detener a todos los pandilleros y enviarlos a la comisaría en varios vehículos policiales, se encontraba en la oficina del dueño del bar junto a éste, al jefe de seguridad y a Pedro Montoya, quien cubría su mano con un vistoso pañuelo que le había prestado la guardia que lo había contactado. En cuanto Donoso y Narváez aparecieron en la oficina, avisados por el administrador de la disco, Rivas cerró la puerta por dentro y le puso pestillo. —No podían ponerse a huevear al principio del turno, o esperar a que empezara el turno siguiente, ¿cierto? —Sargento, los pandilleros nos atacaron cuando quisieron, no cuando nosotros queríamos—respondió el jefe de seguridad. —No me refiero a eso Carlos, me refiero a lo que esos huevones dijeron, que este loco agarró a puñetes el aire y luego la muralla—respondió con firmeza el sargento. —Sargento Rivas, esto es mi culpa—dijo el dueño del bar—. Yo me equivoqué al armar los turnos de los guardias, debí haber contratado a más gente, o tal vez mejor… —¿Van a seguir haciéndose los huevones?—dijo enojado Rivas—. ¿O quieren que me los lleve a todos detenidos acaso? —Sargento, yo soy el culpable de todo esto—dijo Montoya—. Me descontrolé al venir a ayudar a los colegas, y por eso me puse a hacer leseras. —Conozco tu historia Montoya, siempre he sido fanático del boxeo— respondió el sargento—. Y como soy fanático, sé que nunca te pegaron tanto como para dejarte tonto, así que estás drogado o estás loco; porque supongo que no esperarás que crea ese rumor que anda dando vueltas en el sector, que eres poco menos que un caza fantasmas que noquea almas. —Sargento, necesito hablar con usted en privado—dijo Narváez—. Mi socio, el señor Gutiérrez y la gente de seguridad nos esperarán acá. —Está bien Narváez, vamos—respondió el sargento Rivas—. Ojalá se pongan de acuerdo en la mentira que me van a contar cuando vuelva. Montoya volvió a fijar su vista en el piso cuando su jefe y el sargento salieron de la oficina, pues sabía que sus locas visiones habían metido en problemas a todos en esa habitación. —Gracias por tu ayuda Pedrito, me salvaste a los guardias pencas que tengo—dijo el jefe de seguridad. —Pero te metí en problemas a ti y al señor Gutiérrez, Carlos—respondió el ex boxeador.
  • 17. PUÑETAZOS 17 —Todavía no entiendo por qué mierda pasa todo esto—dijo Donoso, molesto—. Entiendo lo que ocurrió en nuestra disco, por el suicidio de Yáñez en la pista de baile. Pero hasta donde recuerdo, no hay ninguna historia parecida en este bar, ¿o me equivoco, Gutiérrez? —En el bar nunca ha muerto nadie, Donoso—respondió el dueño del bar, incómodo con la costumbre de su vecino de tratar a toda la gente por su apellido—. Pero por si no te has dado cuenta, en el poste de luz hay una animita… —Sé la historia de la animita, ese tipo murió atropellado hace no más de diez años—interrumpió Donoso. —¿Te acuerdas por qué lo atropellaron?—preguntó Gutiérrez. —Claro, el tipo estaba discutiendo con alguien en tu bar y le llegó un cornete que le rompió la nariz; el tipo se descontroló y salió corriendo con una botella quebrada en la mano para vengarse del que le pegó, cruzó la calle sin mirar y lo atropelló una camioneta. —¿Y te fijaste cuando Pedro le contó a Carlos a quién le pegó?— preguntó Gutiérrez, generando una mirada de estupor en Donoso. —Huevón, ¿estás ayudando a las almas en pena a encontrar el camino?—preguntó Donoso a Montoya. —Más que eso, creo que estoy pagando con este castigo por la muerte del campeón mundial—respondió Montoya, sin despegar la vista del piso. —¿Todavía te culpas por eso, cabro?—preguntó Carlos—. Ese fue un accidente deportivo, nada más, tú no eres un asesino, y lo sabes. —Tú no viste la cara de la viuda cuando llegamos al hospital… era una lolita, con suerte tenía más de dieciocho… si no me hubiera vuelto loco entrenando ese maldito golpe él aún estaría vivo, y yo aún podría estar boxeando—dijo Montoya. —Cierto, y si las vacas volaran llovería leche y mierda, pero no vuelan— dijo Donoso—. El asunto es que estás guiando a las almas en pena a la luz… pucha, podríamos hacer el medio negocio ofreciendo el servicio a casas del barrio alto que no hayan podido vender por… —¿En serio Donoso, eso es todo lo que ves, un nuevo negocio?— interrumpió Gutiérrez—. Eres un conchesumadre huevón, el cabro puede caer preso, no sabe qué le pasa ni por qué le pasa, y tú estás viendo cómo sacarle provecho económico a esa huevada. —¿Y qué quieres que haga, que llore por la muerte de un huevón que se ganaba la vida sacándole la chucha y dejando tontos a otros?—respondió Donoso—. Ese huevón murió en su ley, y este pendejo fue el verdugo, punto. Y sí, le veo el lado económico porque eso sacaría a este cabro de la pobreza y de mi negocio, sin tener que indemnizarlo, ¿conforme? Justo en ese momento Narváez y el sargento Rivas volvieron a la habitación. —Señores, ya aclaramos la situación con el señor Narváez—dijo el sargento—. Tanto él como los pandilleros llegaron a un acuerdo, nadie levantará cargos contra nadie, y como ya no hay denuncia ni cargos, mi
  • 18. JORGE ARAYA 18 presencia sobra acá. Buenos días, y traten de no meterse en más problemas. —Te pasaste… —empezó a decir Donoso. —Nada que te pasaste, tuve que mojar a esos huevones para que no hablen ni vuelvan por acá, y esa plata la voy a descontar de tus ganancias, a ver si aprendes a ponerte los pantalones en la pega—dijo Narváez, para luego dirigirse a Montoya—. Tú estás despedido, no quiero huevones raros en mi negocio. Anda a buscar tus cosas, y vuelve mañana a mediodía a buscar tu finiquito y tu indemnización. Ah, me importa una raja si alguien quiere interceder por él, mi decisión es irrevocable, no quiero huevones con poderes mágicos, ni brujas ni ninguna huevada, quiero gente normal haciendo una pega rutinaria y normal. —No hay problema Pedro, te vienes a trabajar con nosotros—intervino de inmediato Gutiérrez—. Tú te llevas super bien con Carlos, y a nuestro equipo de seguridad le hace falta alguien como tú; de hecho si no hubiera sido por nuestra culpa, aún tendrías tu trabajo. —Ya Pedrito, te vienes a la noche para acá, te enseño el cuento administrativo y tú me enseñas a boxear—agregó el jefe de seguridad del bar, esbozando una sonrisa. —Gracias… pero antes de aceptar necesito un tiempo, ni siquiera yo sé por qué me está pasando… lo que me está pasando—dijo Montoya, poniéndose de pie y saliendo de la oficina. Pedro Montoya salió cabizbajo del bar en que había tenido su segundo encuentro con un fantasma. En ese momento su mente estaba enfocada en entender por qué de un día para otro había adquirido esa capacidad de lidiar con almas desencarnadas que habían tenido muertes violentas, más que en su cesantía. Mientras los primeros rayos del sol empezaban a iluminar las calles de la ciudad, Montoya sentía que su realidad se oscurecía, pues dentro de su entendimiento de la vida, no sabía quién lo podría ayudar a entender su don, castigo, o problema; mal que mal, dentro de los círculos en que se había desenvuelto laboralmente, no parecía haber alguien capaz de decirle siquiera dónde o a quién preguntarle. Luego de descartar a psicólogos, sacerdotes y médicos, Montoya se decidió a consultar con alguna bruja, tarotista o adivina que no cobrara muy caro, y cuyo nombre le diera confianza. Ese mismo día después del mediodía, y luego de haber cobrado el cheque de la indemnización y haber guardado el dinero en casa de su hermano, Montoya salió a caminar por las calles a ver si lograba encontrar algún aviso que cumpliera sus expectativas, y así poder averiguar de una vez por todas el origen de su problema. El ex boxeador no le había contado nada a su familia, por miedo a ser tildado de loco; además, la esposa de su hermano lo consideraba una mala influencia por su pasado deportivo y su presente laboral y económico, por lo que no podía comentar frente a ella lo que le estaba pasando, pues de inmediato
  • 19. PUÑETAZOS 19 lo asociaría con una secuela del boxeo, deteriorando aún más su débil red familiar. Del mismo modo, si llegaba a mencionar que estaba buscando a una bruja o tarotista, firmaría automáticamente su exilio de la casa de su hermano de por vida. Luego de caminar varias cuadras, y de mirar en cada negocio, árbol o poste de alumbrado donde hubiera algún cartel pegado promocionando o vendiendo algo, se decidió por una tal Señora Beatriz, pues no aparecía en la fotografía con ningún disfraz, usaba su nombre, no se anteponía ningún título rimbombante, y su imagen se alejaba radicalmente de todos los estereotipos que conocía y de los prejuicios que él tenía. Después de llamar por teléfono, averiguar que el precio de la consulta estaba al alcance de su bolsillo, y concertar cita casi al instante, se dirigió raudo a la dirección impresa en el anuncio, con la esperanza de salir del lugar con sus dudas aclaradas, y con alguna guía para reencauzar su precario futuro. Montoya llegó a una vieja casa sin antejardín de fachada blanca y con los marcos de las ventanas pintados de color burdeos, que resaltaban como en todas las casas del barrio. Cuando tocó el timbre, una señora que apenas superaba el metro cincuenta apareció por la puerta, lo saludó, y sin decir palabra alguna lo guió a la primera habitación, que daba a una de las vistosas ventanas. La mujer se sentó en un escritorio enorme, sacó un mazo de naipes desde una pañoleta morada y empezó a recitar los precios de sus servicios. —Señora, la verdad es que necesito otro tipo de ayuda, no una lectura de naipes para saber mi futuro económico o amoroso. —A ver señor, en el aviso dice claramente lo que hago. Si necesita algo que no aparece ahí, yo no soy quien usted necesita—respondió la mujer, envolviendo el mazo de cartas con el pañuelo. —Disculpe, es que en la foto aparecía confiable, por eso me atreví a venir sin necesitar de lo que usted promociona—dijo Montoya, poniéndose de pie—. ¿Usted conoce a alguien que me pueda ayudar con un caso de fantasmas? —Siéntese—dijo la mujer, sacando nuevamente el mazo, pidiéndole a Montoya que eligiera varias cartas, para luego distribuirlas en una forma rectangular sobre la pañoleta extendida—. No, esto está mal, las cartas hablan de una maldición, no de fantasmas—agregó la mujer, para luego guardar el mazo de cartas envuelto en la pañoleta, tomar las manos de Montoya y cerrar los ojos. —¿Qué pasa?—preguntó el ex boxeador, cuando vio que la mujer sonreía. —Fantasmas y maldición no es una buena mezcla, y es bastante infrecuente señor. Parece que la vida dejará de sonreírle—respondió la pequeña mujer.
  • 20. JORGE ARAYA 20 IV La señora Beatriz miraba con ojos cansados a Montoya producto del esfuerzo requerido para escudriñar en su alma; por su parte, Montoya intentaba entender lo que la pequeña mujer había querido decirle. —¿Es necesario que le cuente lo que me está pasando?—preguntó Montoya. —No señor, ya vi qué es lo que le sucede, y también pude ver por qué le sucede—respondió la señora Beatriz—. Esta capacidad de ver almas desencarnadas que no han encontrado su camino y ayudarlas abriendo un portal hacia el más allá, es producto de una maldición. —¿Pero quién querría echarme una maldición a estas alturas de mi vida?—dijo Montoya, notoriamente amargado—. Le creo cuando tenía fama y fortuna, pero ahora soy un pobre diablo con un trabajo sacrificado pero normal dentro de todo. —No toda maldición pasa porque alguien lo embruje. En su caso la maldición la adquirió con su última pelea—dijo la menuda mujer. —Lo sabía… sabía que esto tenía que ser un castigo por haber muerto a ese pobre hombre—dijo Montoya, apesadumbrado. —No señor, no es así—respondió la mujer—, lo que está pasando no es un castigo, ni es una maldición en su contra. Su rival era satanista, tenía un pacto con las fuerzas del mal. Cuando él murió producto de su golpe, la energía maligna que tenía en él se liberó, y se canalizó de modo inverso hacia usted. Una vez pasó el tiempo necesario para que su alma estuviera lista para utilizar su poder positivo, éste se activó. —¿Poder positivo?—preguntó Montoya—. ¿O sea que esto es casi una bendición? —Por si no se ha dado cuenta, lo es. Gracias a este don, usted es capaz de ayudar a esas almas a dejar de sufrir en un plano tortuoso, para seguir su camino hacia la eternidad—dijo la señora Beatriz, con voz esperanzadora. —¿Y qué puedo hacer para dejar de… ayudar a estas almas en pena?— preguntó derechamente Montoya. —Nada, no hay nada que usted, yo o alguien más pueda hacer para que usted pierda esta capacidad—dijo la mujer. —¿Entonces estoy condenado a golpear fantasmas, y a abrirles puertas al más allá con la sangre de mis puños, por todo lo que me queda de vida?—preguntó nervioso el ex boxeador. —Sí, así es—dijo la mujer—. Pero hay algo más que es… —Creo que no quiero saber más—interrumpió Montoya—. Muchas gracias señora Beatriz, tome, acá está el precio de la consulta. —Gracias señor Montoya. Y si alguna vez necesita saber… —No, lo que sea que vaya a pasar, no lo quiero saber. Adiós—dijo el ex boxeador, saliendo raudo del lugar.
  • 21. PUÑETAZOS 21 Pedro Montoya caminaba cabizbajo sin rumbo fijo, alejándose de la casa de la adivina y acercándose paso a paso al dolor de la revelación de su terrible futuro. Tal vez el único consuelo que podía tener era que su rival era un hombre consagrado al mal, por tanto el acabar con su vida no debería implicar un pecado mayor, lo que de un u otro modo lo dejaba algo más en paz consigo mismo; sin embargo, ello no alcanzaba para sacarlo de la pesadumbre que implicaba ir por la vida golpeando seres que sólo él podía ver, y tener que romperse la piel y sangrar para abrir un portal para cada uno de ellos. Desde ese instante en adelante, su relación con la gente normal probablemente empeoraría más y más, convirtiéndolo en el paria que sentía ser desde que dio muerte al campeón mundial y acabó con su juventud y su alegría de vivir. Montoya iba pasando frente a una cocinería medio vacía. La avalancha de olores de comida casera le trajo agradables recuerdos de infancia, y lo hizo revisar su billetera, a ver si le alcanzaba para almorzar una cazuela de vacuno o un plato enorme de porotos con rienda y longaniza. Justo cuando su economía le había dado el vamos, una fuerza incontrolable movió sus pies y lo llevó, sin que él pudiera resistirse, a la cocina del lugar; luego de mirar a su alrededor, supo que no podría almorzar en ese agradable local. La cocinera y su hermana, encargada de atender las mesas y administrar el negocio, se encontraban en la cocina ordenando los escasos pedidos de esa hora de la tarde, en que llegaban los rezagados y uno que otro curioso, a probar comida casera a precio casero. Mientras las mujeres se coordinaban para sacar rápido los pedidos y no hacer esperar de más a los comensales, un tipo alto y macizo de mirada extraviada entró a la cocina sin saludar, y empezó a lanzar puñetazos a la altura de la cintura a algún rival invisible, para finalmente lanzar un violento golpe a la muralla cubierta de azulejos, quebrando uno de ellos y dejando todo cubierto de sangre. El hombre se quedó tieso unos segundos mirando su sangre en la muralla, para en seguida voltear hacia las mujeres; la cocinera tomó de inmediato el cuchillo carnicero más grande que tenía a mano, apuntándolo hacia el extraño hombre, quien les dijo, mientras cubría su puño sangrante: —Una señora bajita y gordita, de cabello largo y ondulado, de manos gruesas y sin el meñique de la mano izquierda, antes de partir dijo “perdón”—dijo Montoya, mirando al piso. —La mamá—dijo la cocinera, dejando el cuchillo sobre la mesa y rompiendo en llanto—, la mamá no pudo hacer una despedida antes de suicidarse… no sabía leer ni escribir… —No la lloren más, ya se fue—dijo Montoya, saliendo del lugar mientras ambas mujeres se fundían en un abrazo llorando desconsoladamente.
  • 22. JORGE ARAYA 22 El ex boxeador estaba desconcertado, pues esta tercera vez había sido muy distinta de las dos anteriores: ahora sus piernas lo llevaron casi inconscientemente al lugar donde estaba el fantasma, sin necesidad de cruzarse en su camino. La sensación de no poder controlar sus acciones le era demasiado ajena, lo que lo tenía inclusive algo asustado: en ese momento no sabía si acudir donde el señor Gutiérrez para aceptar su oferta de trabajo en el bar, o volver a la casa de su hermano, a aguantar las pesadeces de su cuñada pero dentro de lo más cercano que podía estar de una familia. Luego de no dormir esa noche pensando en qué hacer y curando la piel de su mano izquierda, y teniendo en claro lo precario y cambiante de su situación, Montoya decidió empezar a vivir el día, y tratar de conseguir el dinero suficiente para solventar sus gastos en un entorno lo más amistoso posible; así, a mediodía fue a hablar con el señor Gutiérrez para cobrarle la palabra, con la certeza que en ese bar se sentiría seguro, pues ya conocían en parte su secreto, y dentro de todo sus servicios serían útiles, al menos por un tiempo.
  • 23. PUÑETAZOS 23 V Dos meses después, Pedro Montoya estaba nuevamente desempleado. Pese a no haber tenido ningún problema en el trabajo ni haberse encontrado con otro fantasma cerca del lugar, Gutiérrez notó que desde que llegó Montoya a trabajar, la gente empezó a cambiar de bar, tal vez por miedo, tal vez por rumores esparcidos maliciosamente por su ex empleador: ello, sumado a que desde la pelea con la pandilla nunca más aparecieron personas agresivas en el local, y que las ganancias no alcanzaban para sostener a tantos guardias, llevó al dueño del bar a despedirlo, pese a los ruegos del resto del personal del lugar. De todos modos, y para no perjudicarlo, Gutiérrez le dio el dato de tres o cuatro bares que sí necesitaban guardias, todos ubicados en distintas comunas de la ciudad para evitar que los comentarios llegaran demasiado rápido, y le hizo una aparatosa carta de presentación ensalzando su pasado deportivo y obviando su presente paranormal. Esa tarde, Montoya estaba llamando por teléfono a dos de los bares, ubicados en comunas contiguas, para tratar de coordinar en la misma jornada un par de entrevistas y así ahorrar algo de dinero en transporte; mientras tanto su hermano Ernesto, su cuñada Ester, y su sobrino Arturo, tomaban onces en la mesa del comedor. —¡Onto!—dijo de pronto una voz bajo la mesa. —¿Qué estás haciendo ahí loquillo?—dijo Ernesto a su hijo de dos años, Manuel. —¡Onto!—repitió el niño, sonriendo e indicando a Montoya. —¿Qué es eso de “onto”? Él es el tío Pedro—dijo Ernesto, tomando en brazos al pequeño. —¡Onto!—volvió a repetir el niño. —¿Y de dónde sacaste esa palabra?—preguntó Ernesto. —De la mamá—dijo Arturo—. La mamá dice que el tío Pedro quedó tonto porque le pegaron mucho en la cabeza, y por eso Arturito le dice “onto”. —¿En qué quedamos la otra vez Ester?—preguntó Ernesto a su mujer, algo molesto. —¿Quedamos? Nosotros no quedamos en nada, tú dijiste lo que se te antojó decir y creíste que eso era ley—respondió la mujer—. Amor, tú y yo sabemos que el boxeo dejó tonto a tu hermano, por eso no puede encontrar trabajo, por eso vive con nosotros a los 34 años, y por eso aún no es capaz de formar su propia familia y mantenerla. —Pero si sabes que al Pedro nunca lo noquearon ni le pegaron tanto. Míralo, ni siquiera tiene la nariz chata, nunca se la quebraron—respondió Ernesto. —Voy saliendo, tengo dos entrevistas de trabajo ahora—dijo Montoya, poniéndose de pie—. Y no discutan por mí, me gusta cuando Manuel dice “onto”.
  • 24. JORGE ARAYA 24 Montoya ya no se amargaba con las pesadeces de su cuñada, pues tenía claro que su presencia en esa casa limitaba de varios modos la vida en pareja y en familia de su hermano; lamentablemente para todos, su independencia económica era inexistente, y no tenía otro lugar donde quedarse sin que le cobraran alojamiento. Esa noche Montoya no volvió a la casa, pues en el segundo bar en que se presentó necesitaban urgente a quien fuera que se quedara al menos por aquella jornada, pues minutos antes había renunciado el único guardia que quedaba. El administrador le prometió pagarle el doble si se quedaba esa noche, y un sueldo bastante más alto que los que había recibido hasta ese entonces, con tal que le asegurara quedarse el mayor tiempo posible, a lo que el ex boxeador accedió de inmediato, a sabiendas que no renunciaría antes de ser despedido; lo único que esperaba era que el fantasma de quien hubiera muerto en ese sitio se demorara lo más posible en aparecer, para así poder ahorrar algo de dinero y sostenerse en los futuros meses de cesantía. Una hora más tarde el guardia había comprendido por qué toda la gente renunciaba de ese lugar: los precios de los tragos eran extremadamente bajos, pues el fuerte del negocio era el tráfico de drogas. Así, el sitio se llenaba de gente que consumía grandes cantidades de alcohol y se embriagaba rápido, y de consumidores de drogas que al poco rato de ingresar ya estaban consumiendo en el mismo local; antes de las doce de la noche había tenido que intervenir en tres riñas, y había tenido que rescatar a una niña que estaba tirada en el baño ahogándose en su propio vómito. Al amanecer, Montoya estaba con el cuerpo molido, pero con una buena paga por su trabajo en una mano, con un contrato indefinido en la otra, y con los nudillos inflamados de tanto golpear gente de carne y hueso. Sin querer ilusionarse, Pedro Montoya se sentía feliz, al menos esa mañana. Un mes y medio después, el guardia estaba separando en un rincón de la barra a dos clientes que se estaban golpeando por una mujer; de pronto un tercero se abalanzó sobre él, recibiendo al instante dos puñetazos a la cara que lo dejaron paralizado. Montoya sintió nuevamente esa terrible sensación de golpear casi al vacío, y se dio cuenta que la ropa de su agresor estaba en desuso hacía ya más de cuarenta años: el ex boxeador sabía exactamente lo que tenía que hacer, y las consecuencias que ello traería, pero a sabiendas que no había otro camino, arrinconó al alma en pena contra uno de los muros, para abrir un portal al más allá con su sangre. Luego de cerrado el portal, los dos tipos a los que estaba separando seguían peleando, y sólo el barman parecía haberse dado cuenta de lo sucedido. Después de inmovilizar a los ebrios peleadores y sacarlos del local, se acercó a la barra.
  • 25. PUÑETAZOS 25 —¿Quieres un trago de cortesía?—preguntó el barman. —¿Viste lo que pasó recién?—preguntó directamente Montoya. —Sí, sacaste a dos borrachos enamorados por el copete—respondió el barman, mientras hacía una mezcla en la coctelera. —¿Viste qué pasó entre medio de la pelea?—volvió a preguntar el guardia. —¿Que le tiraste puñetes al aire y te rompiste la mano en la muralla? No, no lo vi—respondió el barman, para de inmediato agregar—. ¿Sabes por qué estoy acá trabajando quince años? Porque no veo lo que no debo ver y lo que no me interesa. Si le pegas al aire, a las murallas, a los parroquianos o al jefe, a mí me da lo mismo, mientras eso no me deje sin trabajo. Vive tu vida como se te antoje, y no te metas en la mía, esa es mi regla. Permiso, voy a servir esto antes que se derrita el hielo. Montoya se quedó pensando en el barman mientras éste se preocupaba de seguir con su trabajo. El guardia no quiso sentirse esperanzado, pero al menos se dio el gusto de respirar con tranquilidad mientras vendaba su mano para cubrir su sangre, y partía asacar a una mujer drogada del baño de hombres.
  • 26. JORGE ARAYA 26 VI —Se te pasó la mano huevón, ni yo me puedo hacer el loco con lo de hoy—dijo dentro de la abombada cabeza de Montoya una voz lejanamente conocida—. Si el jefe se entera cagaste, así que hay que ver cómo salimos de esta—dijo nuevamente la voz, que ahora sí se hizo reconocible. —¿Dónde estoy, Antonio?—preguntó el boxeador al barman. —Este es el rincón donde me oculto del mundo en este hoyo de mierda. ¿Te acuerdas qué fue lo que pasó?—preguntó el hombre de semblante serio. —Sólo sé que me duele demasiado la cabeza—respondió el guardia. —Quédate aquí y haz memoria, a ver si más rato podemos inventar una excusa creíble para el jefe. El guardia estaba acostado en un sofá cama, sin luz, intentando no pensar para que el dolor de cabeza desapareciera luego. Poco a poco su mente empezó a aclararse y a dar luces de lo que había sucedido cerca de una hora antes. Montoya recordaba estar vigilando el sector de la cocina y los baños, cuando de pronto una muchacha se acercó a él y lo empezó a mirar con curiosidad; el guardia pensó, por su vestimenta, que podría ser otra fantasma, pero no se atrevió a golpearla temiendo que fuera una persona normal que gustaba de vestirse a la usanza de los años ochenta. Un par de minutos después el hombre confirmó su sospecha cuando una de las meseras pasó a través de la imagen de la chica, la cual se rió a carcajadas al ver la cara de Montoya. El guardia se preocupó que nadie lo viera para evitar comentarios, y cuando todo pareció aquietarse en ese lado del local, lanzó un puñetazo a la muralla, desde el cual de inmediato se abrió el portal desde su sangre impregnada en la madera. La chica lo miró, le lanzó un beso al aire, y antes de entrar a la luz abrió la boca y pronunció un sonido ensordecedor, luego de cual despertó en la sala de estar del barman. A los pocos minutos Antonio volvió al lugar, y le preguntó a Montoya de qué se acordaba. Una vez el guardia hubo terminado su relato, el barman lo miró fijamente. —¿Y no recuerdas nada más? Qué conveniente, dejas la cagada y culpas a la fantasma de una pendeja—dijo Antonio. —No entiendo a qué te refieres—respondió Montoya. —¿Quieres que yo te cuente lo que olvidaste?—dijo el barman, en tono casi irónico—. Pues bien, después del puñetazo a la muralla empezaste a gritar como loco y a tomarte la cabeza. De pronto te arrodillaste, golpeaste como bestia el piso con tu puño roto hasta que casi sangró a chorros, y de ahí te pusiste a escribir una frase con tu sangre en el piso frente a la cocina.
  • 27. PUÑETAZOS 27 —¿Una frase? ¿Qué frase?—preguntó consternado Montoya. —Ni idea, en cuanto te recogieron pesqué un trapero y yo mismo la limpié, antes que empezaran a sacarle fotos con los teléfonos, o a hacer algún video y que terminaras en youtube. De ahí te trajeron acá— respondió el barman. —¿Y hace cuánto rato fue eso?—preguntó Montoya. —Ya hace como una hora. Ya, déjate de preguntar huevadas y concentrémonos en inventar una buena chiva para el jefe—dijo el barman, haciendo gestos de estar apurado. —Eso, inventen una buena chiva para engrupirse al huevón del jefe—dijo tras los hombres Aurelio Henríquez, el dueño del local—. Para mala cueva de ustedes mi hermana estaba en el local cuando le dio la huevada al guardia, y grabó el video con su celular. —Don Aurelio… —¿Qué cresta fue eso Montoya, una posesión demoníaca acaso, o alguna droga nueva?—preguntó el dueño del local, haciendo oídos sordos al intento de intervención del barman. —Eso fue… eh.., epilepsia—respondió el guardia, mientras miraba cómo el barman gesticulaba tras él la palabra en sus labios mientras hacía temblar su cuerpo entero para hacerlo entender. —¿Epilepsia? ¿Y cómo cresta puedes ser guardia con epilepsia?— preguntó Henríquez. —Eso… me quedó después del boxeo… es que se me olvidó tomarme las pastillas don Aurelio…—dijo el guardia, sin dejar de mirar los gestos del barman. —¿Sabes Montoya? No te creo nada—respondió Henríquez, dibujando una mueca de amargura en el rostro del ex boxeador—. Pero para suerte tuya estoy cagado, nadie se quiere venir para acá por la mala fama del lugar… te salvaste jabonado huevón, pero para la otra te vas cagando de acá, aunque tenga que venir a quedarme yo a sacar borrachos de mi negocio. Cuando te sientas mejor te vas a tu casa, y mañana te quiero con todas las pastillas tomadas. Y tú déjate de hacer morisquetas a mis espaldas, Antonio—dijo Henríquez antes de salir de la habitación y cerrar de un portazo. —Gracias Antonio, me salvaste la pega—dijo Montoya—. ¿Por qué me ayudaste? —Porque eres raro, eres diferente a la escoria que había llegado hasta ahora a trabajar por acá. Todavía tienes esa extraña costumbre de saludar, de pedir permiso, por favor y dar las gracias—dijo el barman, para de inmediato agregar—. Y porque tengo ganas de saber qué diablos te pasó en realidad. —Ni yo sé qué me pasó, y la verdad es que no quiero averiguarlo Antonio—dijo Montoya, poniéndose de pie y recordando la insistencia de la señora Beatriz por contarle ese algo más que en su momento no quiso escuchar—. Ya me siento mejor, ¿no quieres que me quede por si llegara a haber algún problema?
  • 28. JORGE ARAYA 28 —El jefe dijo que te fueras, así que mejor te vas—respondió el barman—. Además, en media hora más cerramos, así que ya no queda demasiada gente que se ponga a hacer huevadas. Cuídate camino a casa, y cuando te decidas a hablar me ubicas en la barra. Pedro Montoya enfiló hacia la casa de su hermano, tratando de demorarse lo más posible para llegar a la hora de costumbre y no levantar sospechas en su familia. A esa hora de la madrugada sólo quería acostarse a dormir para que desapareciera el dolor de cabeza, y poder olvidar el desagradable incidente que había echado a perder el tranquilo oasis en que llevaba viviendo esos meses. Luego de un almuerzo relativamente normal, gracias a que logró llegar a una hora que no levantara sospechas, y a la disminución en las tensiones en la casa gracias a poder aportar más dinero a la economía del hogar, Montoya se sentó en el living a ver televisión y descansar un rato antes de prepararse para su turno en el local. Esa tarde tenía pensado dormir una siesta, pero la reaparición del dolor de cabeza lo tenía bastante nervioso, pues si presentaba una reacción apenas parecida a lo que le había ocurrido en el trabajo la noche anterior, se vería rápidamente en la calle y con un nuevo problema sin solución en su estrecho horizonte. Para intentar distraerse y en el peor de los casos, disimular cualquier descontrol, Montoya tomó el diario del día anterior y un lápiz, a ver si podía hacer el crucigrama del día: nunca había sido bueno para llenarlos, pero al menos quería probar algo distinto que lo hiciera pensar en algo que no fuera su cabeza. Algunos minutos después Montoya despertó sobresaltado: se había quedado dormido con el diario en las piernas, y el lápiz estaba a medio metro suyo, en el suelo. A su lado estaba sentado su sobrino Arturo. —¿Pasa algo, Arturito?—preguntó Montoya, a ver si en el sueño había hecho alguna estupidez. —Parece que de verdad fueras tonto, tío—dijo el niño—. Mira como rayaste el diario, así no se hace un crucigrama. Y ya estás grandecito para esos juegos. Montoya miró el diario, y vio que había escrito una serie de letras inconexas en los cuadros del crucigrama, dejando espacios al azar entre ellas. —Estaba jugando Arturito, tú sabes que no sé hacer estas cosas. Simplemente cerré los ojos y me puse a tirar letras a tontas y a locas— dijo el guardia. —Eso no son letras a tontas y a locas tío, a mí no me puedes hacer tonto con ese juego—respondió el niño, poniendo cara de seriedad.
  • 29. PUÑETAZOS 29 —Claro que son letras a tontas y a locas Arturo, ¿o acaso sabes qué significa… “etreum al ed onreibog led”?—preguntó Montoya, algo extrañado. —Tío, a mi edad ya jugamos a escribir al revés para hacer mensajes secretos, pero tú ya estás viejo para eso—dijo el niño para de inmediato ponerse de pie—. Que mi mamá no te vea, o te va a retar de nuevo por tonto. Montoya miró lo que había escrito, y por un momento compartió el comentario de su cuñada: frente a la inteligencia de su sobrino, él parecía un tonto. Si no hubiera sido por el niño, Montoya no habría logrado jamás entender la frase que había escrito automáticamente mientras dormía. Con cuidado ordenó todas las letras al revés, y ante sus ojos apareció una perturbadora y extraña frase: “del gobierno de la muerte”
  • 30. JORGE ARAYA 30 VII —¿Estás seguro que no estás consumiendo ninguna cosa rara, Pedro?— preguntó Antonio al guardia, quien parecía estar mirando a la nada. —No Antonio, yo no consumo nada, de repente me tomo algunos copetes para ver si olvido toda esta mierda que me está pasando, pero nunca he consumido drogas—respondió Montoya, desviando la mirada hacia el piso de madera. —¿Y sigues viendo fantasmas y esas huevadas acaso?—preguntó nuevamente el barman. —Antonio, yo sé que tú no te metes en las cosas de nadie, y que pareces aceptar lo que sea mientras ello no te genere conflictos—dijo Montoya—. Sé también que nunca has creído en lo que me pasa, y como hasta ahora no te había afectado, simplemente no me tomabas en cuenta. Creo que lo más sano es que sigas sin tomarme en cuenta, y no te vuelvas a echar encima la responsabilidad de cubrirme. —No te estoy cubriendo, me estoy protegiendo—respondió el barman—. Los otros guardias ni siquiera podían cuidarse ellos mismos, eran unas mierdas llenas de músculos grandes y bonitos pero que servían sólo para mostrárselos al resto; ni te imaginas las veces que tuve que tomar un bate de madera que tengo debajo de la barra para salvar a esos cobardes cabezas de músculo. Desde que llegaste no se te ha ido nadie en collera, y los parroquianos ya saben que no se te pueden tirar a choros porque tú no echas la choreada, pegas y después preguntas. Así que prefiero tener a un loco que cree cazar fantasmas a puñetazos y que hace bien su pega, a cualquier huevón cuerdo que arranca a la primera de cambio. —Supongo que debo darte las gracias por eso—respondió Montoya, sin despegar la vista del piso—, pero de todos modos no te preocupes de volver a cubrirme las espaldas. Esta historia se está poniendo cada vez más rara, y no quiero meter en líos a nadie. —Bueno, si no quieres que te ayude haz mal tu trabajo, te aseguro que en menos de media hora te cago con el jefe—dijo el barman, para luego despachar el trago que estaba preparando e ir a preocuparse del resto de los pedidos de los clientes. Pedro Montoya levantó la cabeza y empezó a fijarse en los clientes, a ver si notaba algo extraño que requiriera su intervención, para dejar de pensar en la frase que parecía haber inyectado en su cerebro la sonriente fantasma la noche anterior. Todo en esa aparición había sido extraño: la niña lo buscó sin violencia, no requirió tampoco que la golpeara, y parecía estar esperando a que el guardia notara su presencia para entregarle el mensaje escrito al revés. Montoya necesitaba pensar que había sido una simple casualidad, pero lo claro del sentido de la frase, y las palabras inconclusas de la señora Beatriz tiempo atrás, le daban a entender que debería estar preparado para que en cualquier momento otro fantasma le entregara una nueva frase, que aclarara el sentido de la primera. Lo único
  • 31. PUÑETAZOS 31 que deseaba era que las siguientes entregas fueran sin tanta parafernalia, como la de la noche anterior. De pronto el ruido de un golpe seco seguido de un grito, y de vidrios golpeando el piso, devolvieron a Montoya al mundo real y lo llevaron a ayudar al muchacho que acababa de recibir un botellazo en la cabeza. Montoya llevaba un mes sin tener ningún encuentro, lo que lo tenía bastante nervioso, pues sabía que en cualquier instante aparecería un alma necesitada de sus servicios, o peor aún, presta a entregarle un nuevo mensaje para aclarar el primero. Durante ese período había mejorado un poco su situación en la casa de su hermano, y su jefe no había vuelto a aparecerse por el local, por lo que todo parecía estar preparado para la siguiente crisis, que llegaría tan de improviso como las anteriores. Junto con ello, el parco barman parecía seguir interesado en lo que le sucedía, aunque cada vez que se lo preguntaba éste lo negara; gracias a ello se hacía cada vez más habitual que Montoya recibiera uno que otro trago de cortesía, que le ayudaban a calentar el cuerpo en las largas noches de turno, sin llegar a provocarle problemas para desempeñar sus labores de seguridad. Una noche cualquiera, anormalmente tranquila como para servir de excepción que confirma la regla, o de calma previa a la tempestad, Montoya estaba de pie al lado de la barra, con un vaso largo lleno de ginebra, licor que le agradaba bastante y que además tenía poca venta en el local, mirando a su alrededor. De pronto el temido y esperado momento de volver a los problemas se presentó, en la forma de un muchacho de pelo corto, terno cruzado y zapatos de gamuza, que caminaba como extraviado en el lugar; el guardia entendió lo que se venía, por lo que apuró el contenido del vaso para poder culpar al alcohol si es que algo salía mal. En cuanto dejó el vaso vacío en la barra, vio que la imagen del muchacho estaba casi completamente transparente; sin pensarlo dos veces Montoya se metió tras la barra, llenó nuevamente el vaso, lo bebió, y para sorpresa suya la imagen del joven desapareció por completo. El guardia se dirigió al lugar en que había estado el alma del muchacho, no encontrando rastro alguno de su presencia; sin desearlo, había encontrado el modo de bloquear la aparición de los espectros, o al menos postergarla hasta otro momento. —Hace sed parece—dijo Antonio, mirando al guardia que empezaba a evidenciar el efecto del licor—, ¿o echabas de menos a tus amigos los fantasmas y los invocaste con la ginebra? —Sé que no me crees nada, pero por si te interesa, acabo de descubrir que el trago bloquea las visiones—respondió el guardia, algo mareado. —Ah ya, sobrio ves fantasmas y los agarras a puñetes, y curado ves la realidad. Déjame anotarlo en mi libro de chivas novedosas—respondió el barman, mientras volvía a su trabajo y dejaba a Montoya afirmado en la barra y tratando de recuperar el equilibrio.
  • 32. JORGE ARAYA 32 A la noche siguiente Montoya llegó al trabajo esperando lo inevitable. En cuanto entró al vacío local se encontró de frente con el muchacho de vestimenta formal y peinado engominado, que lo miraba con cara de tristeza y resignación. El guardia, casi sin mirarlo, le dio un violento puñetazo a la muralla, abriendo el portal para que el joven siguiera el rumbo necesario mas aún no encontrado, lo que iluminó su rostro y normalizó de inmediato su triste semblante. Tal como había sucedido la vez anterior con la fantasma de la coqueta muchacha, el joven abrió la boca para llenar los oídos de Montoya de un ensordecedor ruido, que casi lo hace perder el conocimiento como la ocasión previa; sin embargo en esta oportunidad el guardia había tomado la precaución de sentarse en cuanto golpeó la muralla, para evitar la caída y toda la parafernalia que ello implicaba. Del mismo modo había dejado a mano papel y lápiz, para no necesitar escribir nada con sangre en el piso, y tener registro inmediato del mensaje que aclararía el anterior. —¿Llegaste curado, o no dormiste bien anoche?—dijo la voz de Antonio, despertándolo en el acto. —Dormí mal anoche, por eso me senté a cabecear un rato antes de abrir—respondió Montoya, guardando papel y lápiz antes que el barman siguiera haciendo preguntas. —Sí, no andas con tufo ni con los ojos raros. Ya, te queda un cuarto de hora para dormir, abrimos en veinte minutos—dijo Antonio, dejando a Montoya solo en el lugar, mientras salía a fumar al estacionamiento antes de empezar a funcionar. El guardia sacó el papel que había dispuesto para la ocasión; efectivamente en él había una serie incomprensible de letras escrita por su aún temblorosa mano. Luego de invertir el orden de las letras se encontró con una nueva frase que en nada aclaraba el sentido de la anterior: “de vivir el instante atroz” Montoya estaba confundido: ni la nueva frase por sí sola, ni ambas juntas parecían tener mucho sentido, pese a que sonaba mejor la antigua al final y la nueva al principio. El guardia sentía que estaba iniciando un camino desagradable, en que de vez en cuando se agregarían más y más frases para completar alguna suerte de mensaje que alguien no vivo quería entregarle. Tal vez ese mensaje era la explicación de su extraña capacidad, pero también cabía la posibilidad que dicha capacidad le hubiera sido entregada para poder recibir ese mensaje que estaba dando vueltas en un plano en que no podía ser entregado. Montoya se dio cuenta que no le quedaba más opción que sacrificar algunas horas de sueño y algo de dinero para pedir una hora con la señora Beatriz, y escuchar lo que la primera vez se negó a saber.
  • 33. PUÑETAZOS 33 VIII —¿Usted de nuevo por acá? ¿Qué pasó, la curiosidad no lo dejó tranquilo?—preguntó la señora Beatriz al ver a Pedro Montoya en la puerta de su casa. —No, los fantasmas y sus mensajes no me dejan tranquilo—respondió el guardia. —Ya veo, esto está pasando más rápido que lo que yo creía. Pase, vamos a mi consulta para conversar con tranquilidad—dijo la mujer, guiando a Montoya a la misma habitación de la primera vez. En esta ocasión la mujer no sacó paños ni cartas ni nada especial para hablar con el atribulado guardia. —¿Cuántos mensajes ha recibido ya?—preguntó sin preámbulos la señora Beatriz. —Dos, uno de una niña… del alma de una niña algo coqueta, y el otro del alma de un joven de tenida formal—respondió Montoya. —Los mensajeros son intrascendentes, lo importante es el mensaje y su origen—dijo la mujer—. ¿Puedo ver qué mensajes le han dado? —El primero decía “del gobierno de la muerte” y el segundo “de vivir el instante atroz”—dijo de memoria el guardia. —De vivir el instante atroz del gobierno de la muerte… faltan al menos dos mensajes más—dijo la señora Beatriz—, pero probablemente no sean sólo cuatro líneas. —No entiendo nada—dijo Montoya. —La mayoría de los mensajes son en rima—empezó a explicar la señora Beatriz—, pues están basados en escritos antiguos originados en la época del medioevo, en que se solían utilizar fórmulas alfabéticas para conjurar demonios. En ese entonces se consideraba un lenguaje más elevado el de la rima consonante, y es por ello que casi todas estas fórmulas están hechas del mismo modo. —Eso quiere decir que con cuatro líneas habrá dos rimas consonantes— dijo Montoya, dejando boquiabierta a la adivina—. Es que cuando chico me gustaba leer a Gabriela Mistral, y ella era una maestra en esas rimas—agregó algo sonrojado el ex boxeador. —La culpa es mía por prejuzgarlo… lo bueno es que ahora sabe que las siguientes líneas probablemente rimarán con una de las dos que usted ya tiene, y con ello podrá tener un patrón para saber cómo seguirlas—dijo la aún sorprendida señora Beatriz. —¿Sirve de algo que le diga que los mensajes venían al revés, que la última letra era la primera de la frase, así que tengo que escribir las letras en orden inverso para que se entienda?—preguntó Montoya. —Claro, eso explica por qué tiene más sentido poniendo la primera al final—dijo la adivina—. Eso quiere decir que deberemos esperar a que lleguen todas las líneas para poder armar el mensaje. —¿Y cuándo sabré si se acabaron los mensajes?—preguntó algo preocupado Montoya—. El problema es que aparecen de vez en cuando,
  • 34. JORGE ARAYA 34 sin un tiempo definido entre uno y otro. Capaz que pase harto tiempo y yo crea que se acabaron, y no sea así. —No tengo esa respuesta ahora señor Montoya, eso lo sabremos en la medida que vayan apareciendo las frases—respondió la señora Beatriz—. Es muy probable que dentro de la fórmula venga especificado. —¿Por qué dijo “sabremos”?—preguntó Montoya. —Porque es muy probable que vuelva más adelante a preguntar sus dudas, y a ver para qué sirve la fórmula que le dan las almas que no encuentran su camino—respondió la adivina. —Lo que no logro entender es por qué estas almas que necesitan mi ayuda me dan este poema, fórmula, conjuro o lo que sea—dijo Montoya. —¿Recuerda que le conté que el boxeador que usted derrotó tenía pacto con las fuerzas del mal?—preguntó la adivina—. Pues bien, el pacto no se hace con todas las fuerzas del mal, ni con el príncipe de las tinieblas como tal. La mayoría de los pactos se hacen con algún demonio específico. —Ya entiendo, algún demonio que esté dispuesto a hacer un pacto en ese instante—dijo Montoya—. ¿Y con qué demonio se hizo este pacto? —No puedo pronunciar su nombre, pues nombrarlo es invocarlo— respondió la adivina—. Este demonio tiene la potestad de ocultar la luz que sale del camino al más allá, dejando a las almas a la intemperie, entre nuestro plano y el superior. Todas las almas incapaces de encontrar el camino, están en ese estado por su culpa. —¿Y a sabiendas de eso el campeón mundial hizo un pacto con ese demonio?—preguntó espantado Montoya. —De hecho nadie sabe con qué demonio hace pacto, pues todos se presentan como “el demonio”—respondió la señora Beatriz—. Además, son miles los seres de oscuridad que andan buscando energía como sea y donde sea, así que es imposible saber a la entidad a la que se enfrenta, a menos que le pregunte el nombre, y sepa lo que ese nombre significa. Recuerde que el mal se basa en el engaño y la seducción. —¿Y por qué entonces esas almas me dan esas frases?—volvió a preguntar Montoya. —Por venganza, probablemente contra el demonio que los encerró en la nada, y en parte en agradecimiento por el camino que usted les abre con su sangre—respondió la señora Beatriz—. Algo hay en usted, algo que aún desconozco, que le permitió derrotar al campeón mundial pese a su pacto, y que le permite abrir un camino al más allá con su sangre. —¿Y tiene que ser con sangre, no hay otro modo por casualidad?— preguntó el guardia, acariciando nerviosa e instintivamente sus nudillos. —No lo sé, probablemente no, probablemente su sangre sirva de energía para que la luz de la puerta se canalice a través de ella—respondió la mujer—. Tal vez sea el modo que tiene su cuerpo de abrir el portal debido a su pasado deportivo, tal vez haya sido algo accidental, la verdad es que es así y no de otro modo.
  • 35. PUÑETAZOS 35 —El otro día me bebí media botella de ginebra, y con eso el fantasma que me dio el segundo mensaje despareció, reapareciendo al día siguiente, ¿por qué pasó eso? —No lo sé, no sé qué relación pueda tener el alcohol con su don, señor Montoya—respondió la señora Beatriz, algo preocupada—. ¿Acaso pretende huir de su destino bebiendo? —Lo único que pretendo es tener una vida mínimamente normal, nada más—respondió el ex boxeador, mientras se levantaba—. Bueno, creo que eso es suficiente por hoy, ya no tengo más preguntas. Creo que volveré cuando tenga este mensaje más avanzado, para que me ayude a traducirlo. ¿Cuánto le debo, lo mismo que la otra vez? —No me debe nada señor Montoya, lo ayudaré gratis con este asunto— respondió la mujer, para luego entregarle una tarjeta—. Ahí está mi número de celular personal, cualquier problema que tenga respecto de los fantasmas o del mensaje no dude en llamarme, y yo veré si está en mis manos ayudarlo. Cuídese señor Montoya. Luego de agradecer su deferencia, Montoya salió de la casa de la señora Beatriz con rumbo a la de su hermano. La situación se estaba poniendo extremadamente compleja, pues la presencia de un demonio de por medio, y de una especie de maldición o conjuro en desarrollo, ponía en riesgo a su familia: la única decisión segura para sus seres queridos era irse de la casa, arrendar una pieza en alguna pensión barata, y así alejar el peligro que implicaba estar cerca de él en esos momentos. Además, ello permitiría a su hermano y su esposa hacer la vida en familia que necesitaban para poder ser felices, y lo obligaría de una vez por todas a empezar a hacerse responsable de su futuro. Si las cosas resultaban bien en su trabajo, y lograba mantener alejados a los fantasmas de su horario laboral, tenía posibilidades de lograr algo de estabilidad económica. Un par de meses después, Montoya estaba viviendo en la calle. Luego de irse de la casa de su hermano y arrendar una pieza en una enorme y vieja casona destinada al subarriendo, los fantasmas empezaron a acosarlo día y noche, sin dejarlo en paz casi en ninguna circunstancia; ello lo llevó a darle de puñetazos al aire a casi todas las habitaciones de la casona, por lo que terminó siendo desalojado, quedando sus cosas retenidas en el lugar como parte de pago por los destrozos que causó en el sitio. La vergüenza le impidió recurrir nuevamente a su familia, por lo que decidió vivir a la intemperie durante el día, mientras pasaba las noches en su trabajo, el que a cada instante se ponía peor: Antonio, el único nexo con la realidad que le quedaba, renunció agotado de tantas peleas y malos ratos, yéndose a un bar tan malo como en el que trabajaba pero sin tantas riñas y con mejores propinas. Montoya ahora estaba en un lugar inhóspito, con un nuevo barman que parecía tanto o más peligroso que los mismos clientes, y cuyo actuar generaba más que nada desconfianza en el guardia, pues el hombre estaba más dedicado al microtráfico que a la preparación de tragos y atención a los clientes; lo único positivo era
  • 36. JORGE ARAYA 36 que el nuevo barman no se preocupaba del licor que sacaran los trabajadores del local, y como andaba armado no tomaba en cuenta la presencia o ausencia de Montoya. Así, preso de una vida con muy poco sentido, y con una responsabilidad adquirida de la nada y que ya no quería asumir, Montoya empezó a beber cada vez más, con tal de no ver a los fantasmas a su alrededor, luchando por conseguir que les abriera la puerta que un demonio les había negado. Esa madrugada el local había cerrado temprano producto de un tiroteo que terminó con la muerte de uno de los clientes a manos de una supuesta prostituta, que terminó siendo policía encubierta. Montoya estaba a las 4 de la mañana en la calle, sobrio, a merced de cualquier alma desencarnada que lo buscara para poder encontrar su camino, y sin tener dónde llegar, pues aún no había encontrado un lugar para arrendar. Cuando creía que en cualquier instante debería romper sus nudillos contra alguna muralla, vio un viejo bar que aún tenía sus puertas abiertas. Luego que el guardia lo dejara pasar, Montoya se dirigió de inmediato a la barra; de pronto y sin que alcanzara a darse cuenta, un vaso largo lleno de ginebra estaba frente a él. —¿No es ese el trago de los boxeadores cazafantasmas acaso? —Antonio, qué gusto verte—dijo Montoya, reconociendo a su amigo el barman. —¿Cómo estás Pedro, no te has metido en más problemas que los de costumbre, cierto?—preguntó el barman mientras seguía preparando tragos. —No, no me he metido en más problemas. —¿Te dejaron tranquilos los fantasmas, o los estás conjurando con trago acaso?—preguntó Antonio. —El barman que te reemplaza es cosa seria, trafica, anda armado, y no le interesan los tragos—dijo Montoya—, así que no tengo problemas en mantener conjurados a los fantasmas, como tú dices. —Estás cagado Pedrito, por salir de una vas a caer a otra peor—dijo Antonio—. Yo no voy a ser parte de eso amigo mío, no te voy a cobrar el trago, pero tampoco te voy a vender más, así que si te quieres quedar, lo haces durar o te tomas una bebida. —No te preocupes Antonio, no te daré problemas, me tomo el ginebra y me voy—dijo Montoya, apurando el contenido del vaso y dejando de propina el valor del trago. El guardia salió a la calle, resignado. Faltaban al menos dos horas para que despuntara el alba, y no tenía dónde ir. Sabía que esa era la noche propicia para una nueva aparición, así que andaba armado con papel y lápiz, listo a escribir el mensaje que ayudaría a completar parcialmente la estrofa del poema.
  • 37. PUÑETAZOS 37 A esa hora de la madrugada, en que la noche y el día luchan por apoderarse del saludo, las sombras parecen cobrar vida y convertirse en personas o fantasmas. Ya sin miedo por la experiencia adquirida, pero con la precaución de no confundir un alma desencarnada con un cuerpo vivo, Montoya miraba a su paso todo aquello que pudiera corresponder a un alma en busca de ayuda, encontrando sólo hombres y mujeres vivos, ebrios o drogados; de pronto una sombra apareció de la nada, tomando la forma de un hombre enjuto y temeroso. Montoya lo miró, y vio en esa alma la posibilidad de hacer una prueba: —¿Necesitas ayuda para encontrar la luz?—preguntó Montoya al alma, que pareció no inmutarse con las palabras del guardia—. Abriré para ti la luz, pero antes necesito que me dictes el mensaje. De inmediato el alma abrió la boca, haciendo que Montoya perdiera toda noción de sí durante un tiempo indeterminado. En cuanto se recuperó miró el papel, y vio en él las letras de la siguiente frase; cuando levantó la cabeza, el alma seguía en el mismo lugar y en la misma posición, sólo que ahora parecía estar más nervioso que antes, por lo recogido de su cuello y la postura rígida de sus manos. Montoya guardó el papel, y de inmediato le dio un feroz golpe a la muralla; mientras la luz empezaba a manar de la sangre en la pared, miró al fantasma que parecía mucho más relajado. —Gracias por la frase, ojalá que la luz te lleve donde necesites llegar. Luego que el fantasma entrara a la luz y ésta se desvaneciera tal como había aparecido momentos antes, Montoya abrió el papel, invirtió las letras y pudo leer el mensaje: “para que tengas la suerte” —Vaya, parece que la señora Beatriz sabe algo de esto—murmuró mirando el papel, al ver que “suerte” tenía rima consonante con la última palabra del primer mensaje: “muerte”.
  • 38. JORGE ARAYA 38 IX Las calles de la capital son una suerte de desafío para el raciocinio. Pese a estar plagadas de gente, la sensación de soledad que se puede llegar a sentir en ese enjambre que murmura un secreto que todos poseen de modo inconcluso, y que no son capaces de descubrir ni compartir pues nadie sabe quién posee la pieza del rompecabezas que encaja con la suya, es simplemente desoladora. Nadie parece ver más allá del espacio que está por delante de sus zapatos, a menos que ello reporte algún tipo de ganancia. Dicha sensación de soledad desoladora se hace más evidente y agresiva en quienes viven en la calle; ellos son un mobiliario urbano casi invisible, que de tanto en tanto dificulta la marcha, y a que a veces inclusive interrumpe los pensamientos egoístas con una canción, un baile, o la petición de una limosna. Pedro Montoya estaba sentado en un banco de la plaza, mirando a todos pasar demasiado apurados y concentrados en sus mundos, tanto como para no poder darse cuenta si estaban vivos o muertos; luego de los meses rescatando almas en pena, había llegado a pensar que muchas de ellas no se habían dado cuenta que habían muerto, y seguían transitando por la realidad en la ignorancia de su estado real, luchando por seguir integrados a un plano de la existencia que los había rechazado. A veces Montoya pensaba que él mismo estaba muerto, y que por eso era capaz de ver a las almas en pena; sin embargo, cada vez que rompía su piel contra algún muro, recordaba lo vivo que estaba, y la responsabilidad que la vida le había dado sin que él pudiera siquiera dar su opinión al respecto. Luego de terminar de engullir las cuatro sopaipillas que había comprado para desayunar esa mañana, enfiló sus pasos a la casa de la señora Beatriz, para contarle las novedades. —Adelante señor Montoya, asiento—dijo la menuda mujer, luego de guiar al guardia a la habitación de costumbre—. Estuvo varios meses desaparecido, ¿qué le había pasado? —Pasaron muchas cosas… la verdad es que preferí esperar a tener algo más de información en vez de aparecerme con cada frase que los fantasmas me entregaran, señora Beatriz—respondió Montoya, entregándole a la mujer un papel con dos estrofas de cuatro frases cada una—. Vine ahora porque creo que esas frases dan una parte del mensaje, pero no soy capaz de interpretarlo. —Déjeme ver qué dice esto—dijo la mujer, poniéndose unos gruesos anteojos y leyendo en voz alta: “La reunión de las dieciséis en cuatro familias de cuatro harán el conjuro que veréis y dará cumplimiento al trato
  • 39. PUÑETAZOS 39 Junta las frases veloz para que tengas la suerte de vivir el instante atroz del gobierno de la muerte” —¿Qué significa eso de la reunión de las dieciséis en cuatro familias de cuatro?—preguntó de inmediato Montoya. —La verdad es que no sé—respondió la señora Beatriz—. Puede significar cualquier cosa… lo único que se me ocurre a primera vista es que cuatro por cuatro es dieciséis, pero no sé qué pueda querer decir eso. —Pucha, yo creí que en brujería eso significaba algo—dijo Montoya, algo desilusionado. —Señor Montoya, yo no soy una bruja, soy parapsicóloga con estudios en artes adivinatorias—respondió algo contrariada la pequeña mujer—. No me gano la vida haciendo embrujos, sino descubriéndolos y contrarrestándolos. —Disculpe mi ignorancia, yo sólo sé golpear gente y fantasmas— respondió ruborizado el guardia. —También sabe de poesía de Gabriela Mistral—dijo la mujer, para luego quedar inmóvil y pensativa. —¿Pasa algo?—preguntó el guardia, preocupado. —Gabriela Mistral—dijo la señora Beatriz, mientras empezaba a sonreír. —No entiendo qué tiene que ver Gabriela Mistral con la brujería—dijo Montoya. —Con la brujería nada, con la poesía todo—respondió la mujer—. La reunión de las dieciséis en cuatro familias de cuatro quiere decir que ha recibido la mitad de las frases que conforman el conjuro. —Disculpe mi estupidez, pero aún no lo entiendo—dijo el guardia, aún confundido. —Se refiere a que el texto tiene dieciséis líneas, agrupadas en cuatro estrofas de cuatro líneas cada una—dijo la señora Beatriz, sonriendo—. Usted ya ha recibido ocho líneas, agrupadas en dos estrofas de cuatro líneas, por lo tanto faltan ocho líneas más para completar las dos estrofas faltantes. —Bueno, al menos ya sé cuántos fantasmas me faltan—dijo el ex boxeador, algo apesadumbrado—. Y también sé que apenas voy a la mitad de esta maldición. —Ya tiene un objetivo señor Montoya, ahora está algo más claro de lo que debe hacer que hace un rato. Eso debería al menos tranquilizarlo, y en una de esas hasta alegrarlo—dijo la mujer, con cara de satisfacción. —Sí, supongo que debo alegrarme porque sólo me faltan ocho puñetazos a las paredes para terminar este conjuro, o como se llame—dijo el guardia, quedando luego pensativo unos segundos—. ¿Y usted me puede asegurar que después de terminar de conseguir las líneas que me faltan, dejaré de ver almas en pena y volveré a tener una vida común y corriente, tal como antes?
  • 40. JORGE ARAYA 40 —Pucha señor Montoya, yo no le puedo asegurar nada, si apenas estoy empezando a entender todo este lío junto a usted—respondió la señora Beatriz—. Por lo menos estaré esperando a que usted complete de reunir las frases para ayudarlo a interpretarlas en su conjunto, y ver para qué sirve el conjuro. —Gracias señora Beatriz, sin su ayuda jamás hubiera sabido para qué estoy haciendo esto, y ahora al fin sé cuánto me falta por hacer. ¿Cuánto le debo? —Nada señor Montoya, ya le dije que no le voy a cobrar por esto. Soy una mujer de palabra—dijo la mujer, sonriendo. Pedro Montoya se fue de la casa de la señora Beatriz con el papel con las estrofas y una extraña mezcla de sentimientos. Pese a todo lo que le había tocado vivir, el saber cuál era su objetivo facilitaba un poco soportar lo que le faltaba para completar de una vez por todas con el conjuro, y ver si una vez terminado ello podría volver a buscar un camino algo más terrestre en su existencia. Por ahora sólo debía abocarse a encontrar las almas que le faltaban, por lo que debería permanecer sobrio la mayor cantidad de tiempo posible, lo cual no era problema para él: pese a gustarle la ginebra, la sensación de embriaguez le era demasiado incómoda, y sólo lo hacía para poder dejar de ver a los fantasmas. Antes de seguir rumbo a cualquier parte, el guardia buscó una farmacia para comprar un desinfectante para tener a mano luego de abrir cada portal, y así evitar dañar irreversiblemente la piel de sus manos. Tres meses después, la vida de Montoya se parecía cada vez más a la de un ser humano normal. El guardia había conseguido una pieza en arriendo, y gracias a permanecer sobrio, había logrado agregar más frases al conjuro que los fantasmas le dictaban; además seguía aplicando su técnica de hablarle a las almas en pena, para poder guiarlas a algún lugar deshabitado, conseguir la frase y abrirles el portal, evitando problemas con la gente que lo rodeaba y por ende, dándole algo más de estabilidad a su existencia, y permitiéndole soñar en que algo bueno recibiría luego de tanto tiempo apoyando a almas desencarnadas de desconocidos. En la medida que el tiempo pasaba, la ansiedad se apoderaba de Montoya. Cada frase nueva que recibía era una línea menos pendiente del conjuro, dejándolo a cada instante más cerca del momento en que se liberaría de esa maldita carga que le había acarreado la disputa del título mundial hacía ya una década. La esperanza de volver a una vida rutinaria, sin sobresaltos, sólo con aquellos propios de seres vivos, era aliciente suficiente para casi andar buscando fantasmas a quienes abrirles portal a cambio de una frase más para el conjuro; en un par de ocasiones se encontró con entidades que no parecían entender a qué se refería con lo de las frases, a las que de todos modos les abrió un portal, y que se fueron igual de agradecidas que todas las almas anteriores, pero
  • 41. PUÑETAZOS 41 mirándolo a la distancia con desconfianza, como si temieran que al no tener nada para darle a cambio les negaría el camino a la luz. Esa mañana Montoya iba a casa de vuelta del trabajo. Las madrugadas lluviosas generaban en los habitantes de la ciudad una suerte de necesidad por permanecer en sus hogares, o prolongar su estadía en sitios techados y secos, por lo que la urbe parecía despertar más tarde y más lento; eso le permitía al guardia disfrutar de una caminata en paz, y facilitaba la aparición de espectros ávidos de ayuda. De pronto un tipo enorme apareció frente a él bloqueándole el paso; sin mediar provocación el voluminoso hombre empezó a lanzarle certeros puñetazos que apenas alcanzó a bloquear, y que debió contrarrestar utilizando su mejor técnica. La levedad en los golpes del hombre y en el impacto en sus puños le hizo notar de inmediato que se trataba de un espectro, y lo depurada de su técnica le permitió reconocer en él a un boxeador. En ese instante un nudo apretó su garganta, y sin pensarlo dos veces se agazapó para recibir un gancho de izquierda y de inmediato responder con un violento golpe lateral a la sien del fantasma, que cayó petrificado al suelo: el alma en pena del ex campeón mundial, que había muerto por su mano hacía ya más de diez años, lo había encontrado para reclamarle su paso al más allá. Montoya se acercó nervioso al espectro en el suelo, pero antes de poder dirigirle la palabra su boca se abrió, haciéndole perder momentáneamente el conocimiento, para luego rehacerse con la nueva frase en el papel, que había escrito automáticamente. El alma del ex campeón mundial estaba de espaldas a Montoya, quien no intentó hablarle, sino simplemente rompió su puño contra el muro más cercano para abrirle el portal al motivo de todos sus pesares. El guardia vio con extrañeza su sangre impregnada en el muro, que no se iluminaba luego de pasados varios segundos; de pronto una puerta se abrió, dejando ver la oscuridad más profunda que ojo humano hubiera visto hasta ese momento en el planeta. El alma del ex campeón mundial de boxeo se acercó y se paró en su borde, para luego voltear y dejar ver a Montoya su rostro, donde sus ojos estaban ocupados por dos agujeros tan oscuros como la densa negrura que manaba del extraño portal. El alma desencarnada esbozó una leve sonrisa, y luego simplemente se dejó caer en la nada, la cual se desvaneció en el instante. —¿Quién es?—preguntó a través de la puerta la mujer. —Soy yo señora Beatriz, Pedro Montoya. —Señor Montoya… son las seis y media de la mañana, ¿no podría haber esperado a una hora algo más prudente?—preguntó la señora Beatriz, abriendo la puerta de su casa cubierta por una vieja bata de levantar de toalla. —Lo tengo señora Beatriz… —¿Qué tiene?—preguntó la mujer, aún algo aturdida. —El conjuro, tengo completo el conjuro.
  • 42. JORGE ARAYA 42 X El café tiene muchas cualidades químicas demostradas y demostrables en el organismo humano; sin embargo, el efecto de quitar el frío y el sueño en la mente colectiva, es más poderoso que cualquier estudio científico. Pedro Montoya bebía con cuidado el café para no quemar su lengua, mientras la señora Beatriz intentaba despejar el sueño de su mente y de sus ojos, para poder hablar lo más racionalmente posible con el ex boxeador. —¿Está seguro de tener el conjuro completo, señor Montoya?—preguntó aparentemente algo más despierta la señora Beatriz. —Sí, ya tengo las dieciséis líneas en cuatro estrofas de cuatro. Al leerlo suena lógico, aunque no entiendo del todo para qué podría servir este conjuro—respondió el boxeador, sacando de su bolsillo una hoja donde había escrito el texto ordenado—. No se imagina cuántas veces conté las líneas para asegurarme que no faltara ninguna. Esta cosa completa podría significar mi libertad, al fin. —¿Hubo algo especial con la última entrega, con la de la primera línea del conjuro?—preguntó la señora Beatriz. —Sí, el fantasma que me la dio era el del campeón mundial que… ya sabe… —O sea que se cerró el ciclo por completo—comentó la mujer—. Qué bien por usted señor Montoya, supongo que haber visto esa alma partir lo dejó un poco más conforme. —Sí, creo que las cosas cambiarán de ahora en adelante—dijo Montoya, sonriendo. —Bueno, supongo que si vino a esta hora es para mostrarme el conjuro, a ver si lo puedo ayudar a entender para qué sirve—dijo la mujer, sacando sus gruesos anteojos del cajón del escritorio. —Por supuesto señora Beatriz, acá está—dijo Montoya, entregándole el papel. —Veamos qué dice acá, a ver si lo logro recitar como un poema de la Mistral: “Para acabar este mundo Profano, humano e inmundo Estas letras has de pronunciar Para esta victoria lograr. Demonios de sur y norte Maleficios de oeste y este Despiertan a la hembra consorte Para dejar todo agreste.
  • 43. PUÑETAZOS 43 La reunión de las dieciséis En cuatro familias de cuatro Harán el conjuro que veréis Y dará cumplimiento al trato. Junta las frases veloz Para que tengas la suerte De vivir el instante atroz Del gobierno de la muerte” —Vaya, suena terrible al escucharlo recitado—dijo Montoya. —Sí, es terrible este conjuro—dijo la mujer, luego de sacarse los lentes. —¿Y sabe qué significa?—preguntó Montoya, intrigado. —Sí, que serviste a nuestro cometido, sin darte cuenta que nos estabas entregando la fórmula para darle las llaves de la Tierra al verdadero dios de la humanidad, el gran señor Lucifer—dijo la mujer poniéndose de pie, y lanzando el papel arrugado a la cara de Montoya—. Ahora vete de mi templo, humano estúpido y asqueroso, y ruega porque mi señor Lucifer tenga piedad de tu alma y te acepte en su reino de perdición. —Pero… señora Beatriz… —¡Sal de mi templo, pedazo de mierda!—pronunció una voz salida de la boca de la menuda mujer, que llenó la cabeza del ex boxeador, hasta el punto de sentir que le iba a estallar sobre el cuello, el cual se vio obligado a salir lo antes posible para salvar su vida e integridad mental. Montoya estaba confundido y adolorido. Sentado en la acera mientras intentaba borrar el sonido que aún le hacía zumbar los oídos, pensaba en todo lo que había vivido hasta ese instante, e intentaba comprender el porqué de su extraña suerte. Lo peor de todo era que su único nexo con alguna explicación racional de lo que le estaba pasando no era lo que decía ser, y lo había utilizado para obtener el conjuro y utilizarlo para su beneficio personal. Justo cuando el ex boxeador creía que ya nada podría empeorar, su cuerpo sintió la imperiosa necesidad de dirigirse a un almacén situado a media cuadra de donde estaba sentado. Sin ser capaz de controlar sus actos, el hombre llegó al almacén y se encontró de sopetón con una mujer vestida con ropas que parecían sacadas de una tienda de atuendos de finales del siglo XIX. A sabiendas de lo que se vendría, Montoya simplemente cerró los ojos y le dio un violento golpe de puño a una de las paredes del local, abriendo el portal para la agradecida alma en pena, mientras la dependiente del local sacaba un bate de madera para espantar al extraño hombre, quien se fue del lugar tan rápidamente como había llegado. Montoya caminaba cabizbajo alejándose de la casa de Beatriz y del almacén. Su cabeza se sentía casi tan mal como cuando la voz salida de la boca de la mujer había inundado todo; en esos momentos parecía que sus piernas eran atraídas de todos lados. El ex boxeador quería llegar
  • 44. JORGE ARAYA 44 luego a su pieza para esconderse, y se negaba a mirar a su alrededor; sabía el panorama que encontraría cuando levantara su cabeza, y no quería seguir metido en esa anómala realidad. Esquivando postes, árboles, perros, personas y fantasmas, el ex boxeador llegó a la casa donde estaba alojado y se encerró en su pieza, a pensar qué diablos hacer con la avalancha de almas en pena que aguardaban por él en todos lados, y dónde buscar ayuda para saber qué diablos significaban las palabras de la señora Beatriz.