1. AUTOBIOGRAFÍAS POSIBLES, I
- ¡Hola Abuela! Ya he dado la vuelta al pantano.
- Hola hijo, sin derramarlo espero, que el agua es escasa.
- Gra-cio-sa…
El chaval, aún sólo rollizo, en lontananza la esperanza de deshacerse de una vez de unos pocos
kilogramos de peso y grasa, se va a la ducha. Viene de volar, algo más de hora y media a solas por
el camino entre el agua y la dehesa, y luego por el arcén de la carretera que le devuelve al pueblo, y
eso es tiempo suficiente para que sueñe.
Lomas arriba y lomas abajo hasta llegar a la vieja ermita, a la que como templo espúreo cerca le han
hecho una placita de toros. Después, a la derecha tierras resecas y sólo el verde de las copas de las
encinas, y a la izquierda las aguas cegadoras al sol del pantanito, la mayor masa de agua de los
alrededores.
…
El cielo es siempre, eternamente azul. Años pasan, vuelta al pantano tras vuelta al pantano, sin que
el chaval, ya directamente gordo e irrecuperable, vea una sola nube. El verano es así allí, calor,
sudor que ya no requiere que se revista de plástico por debajo de la camiseta. En el fondo sabe que
tampoco sirve de nada. Piensa en mundos en que hubiera ido desde niño, los tres meses del verano,
y no sólo aquellas pocas semanas desde que terminó el instituto, pero no se pierde en ellos.
Ya no vuela tanto, aunque el paseo dure parecido. También ha explorado otras zonas de la dehesa,
pero aquel camino es el más conocido, el más abierto y el más propicio para despegar de su vida.
Quiere subir, volar, despegar, sabe que tiene potencial, o al menos aún lo cree. Se analiza y se ve,
muy generosamente, lleno de todo lo que hay que tener: ganas y buenos sentimientos, capacidad de
trabajo e ilusión.
Y el camino sigue incitándole, porque solo uno es capaz de volar con que sólo le dejen tiempo para
caminar, y en vacaciones eso es todo lo que hay, tiempo y dehesa.
…
Ha volado. Lo ha intentado al menos. Se ha ido de casa, ha tropezado y se ha levantado. El tren de
aterrizaje se plegó correctamente, al menos unos años. Pero las prisas son malas consejeras y él se
dejó guiar por las suyas. Tanto tiempo deseando volar, pero algo lo hizo aterrizar nuevamente, y
sería así cada vez; unas más, otras menos suavemente.
Las formas de las nubes. Qué encanto. Mientras volaba, aunque en realidad apenas planeaba, varias
nubes captaron su atención y atrajeron el timón hacia sí. Ah, los conocimientos avanzados… Ah,
aquella compañera… Ah, el trabajo… No hay vuelo sin combustible, y perseguir aquellas bellezas
de nubes se llevó unas veces el tiempo, otras las ganas y otras la visión de sí mismo. Hombre
empírico podía soñar, sí, podía dejarse llevar al mundo onírico del camino despierto, pero no podía
negar la propia experiencia. Cada teoría sobre sí mismo era falsada en el aterrizaje correspondiente.
2. Sus sueños científicos de la primera dehesa se esfumaron, pero otros los sustituyeron.
…
Sueños de amar y de ser amado. Los vuelos más felices se recreaban, se pre-creaban, en su cerebro,
a medias enfocado en seguir el camino, loma arriba, loma abajo, a la izquierda hasta la carretera,
luego bajo el Sol, y en el bello objeto de sus anhelos. Quizá desigual de un año a otros, pero
siempre perfecta para él.
Pero pasaron los años, la carretera fue asfaltada de nuevo, vio incluso nubes y temió una vez que lo
calase una tormenta aún lejos del pueblo, y siguió aterrizando solo, ya no estaba Abuela. Unas veces
el tren de aterrizaje venía preparado desde las alturas, otras… bueno, siniestro total.
Pero el camino siempre le ha sido fiel, la vuelta al pantano.
...
Ahora se cree algo menos necio. Fíjate, me dice. Regresa desde la ermita. Ya lleva gafas de Sol y
sombrero -con lo que él ha sido-. Mira esa encina. Se trata de un ejemplar majestuoso. Viejo pero no
antediluviano. Enorme pero aún no retorcido y los rayos la han respetado. El tiempo y el clima le
han permitido desarrollarse en todo el potencial contenido en sus genes. Ralentiza su paso para
pasar algún segundo más bajo la fresca sombra que es una isla entre los treinta o treinta y cuatro
grados de alrededor. Fíjate: ninguna encina quiso jamás volar, pero ésa es la más alta del lugar y la
que mejor sombra nos da…
Pero echa la mirada hacia atrás, hacia el paisaje cuasi lunar de aquella parte de la vuelta al pantano,
y el camino lo sigue abrazando y llevando a caminar. Poco amigo de salirse de la senda, él camina y
el camino lo lleva.
A soñar. A volar. Qué importa lo que la próxima vez le haga aterrizar.
* * * * *
José Gregorio del Sol Cobos, Monroy, 29 – VII - 2018