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El Maestro de vida
M
ientras tararea hermosas melodías, la madre recorre la casa de un
lado para otro. No sé cómo lo hace, pero al mismo tiempo que
canta también prepara el desayuno, baña a los niños y, de paso, le
echa una regañadita al esposo. El más pequeño llora; otro discute con su
hermana; el papá no encuentra su sandalia... Sin embargo, a pesar del aje­
treo, todos lucen muy emocionados, se atavían con su mejor ropa y salen de
la casa.
El lugar de reunión les queda relativamente cerca. El délo, que parece ha­
berse colocado su más bella vestidura azul, luce despejado y refrescante. La
brisa suave toca con ternura el rostro de todos. El estrés de una ajetreada sema­
na laboral da paso al insondable deseo de escuchar un mensaje alentador, que
nutra su gastada consciencia y que alimente sus más indescifrables anhelos.
Mientras caminan, van saludando e invitando a los vednos. Finalmente, han
llegado temprano al auditorio; los asientos delanteros están vados, pero ellos
no reúnen las condidones que se requieren para ocuparlos. Solo los que inte­
gran la élite espiritual se pueden sentar allí.
Tras un momento de expectación y reverencia el orador hace su entrada
triunfal. Aunque sube a la plataforma con la elegancia de un caballo de paso
fino, su rostro revela la insensibilidad de su gélido corazón. Su mirada es im­
placable e inquisidora. Pero los oyentes parecen soslayar todo esto; su atendón
está centrada en el mensaje y no en el mensajero. Se han reunido con la espe­
ranza de recibir una bocana de aire fresco que refrigere su vida espiritual. El
predicador se sienta en su cátedra (allí no predican de pie) y da inido a su es­
perada presentación:
104 • Lucas: El Evangelio de la gracia
«Estos son los nudos por los que se hace uno culpable (si los hace en sábado):
el nudo de los camelleros y el nudo de los marineros. Del mismo modo que
uno se hace culpable realizando el nudo, se hace también culpable desatándo­
lo. Rabí Meír decía: por cualquier nudo que pueda ser deshecho con una sola
mano no se es culpable.
«Existen nudos por los que no se adquiere culpabilidad como en el caso de los
nudos de los camelleros y marineros. Una mujer puede atar la abertura de su
camisa, los cordones de la redecilla o de la cintura, las correas de los zapatos o
de las sandalias, los pellejos de vino o aceite, o una olla con carne. Rabí Eliezer
ben Jacob decía: se puede atar una cuerda ante el ganado para que este no salga.
Un cubo puede ser atado a un cíngulo, pero no a una cuerda. Rabí Yehuda lo
permite. Rabí Yehudá daba una regla general: por un nudo que no es firme no
se hace uno culpable».
Si usted hubiera estado presente, ¿qué opinión habría tenido de ese ser­
món? ¿En qué le hubiera beneficiado escuchar tal mensaje? ¿En qué porción de
la Palabra de Dios se basó el predicador? Sospecho que la familia de nuestro
relato debió de quedar muy desencantada luego de haber oído esa incalificable
perorata. Si yo hubiera estado allí, seguramente hubiese creído que perdí mi
tiempo, y que mi esfuerzo para llegar a la sinagoga no sirvió de nada.
Amigo lector, no vaya usted a creer que le estoy mencionando un caso hipo­
tético. Lo que acaba de leer es una parte del tratado Shabbat, una colección de
las enseñanzas sobre el día de reposo que circulaban en los siglos I a. C. y 1d. C.
que fueron aglutinadas en La Misná.
El Maestro de vida
Afortunadamente, no todo está perdido para esa familia que vivió a prin­
cipios de nuestra era. Sus miembros han oído que un nuevo Maestro ha llega­
do a la ciudad. Dicen que su mensaje es radicalmente distinto al que suelen
escuchar cuando asisten a la sinagoga, puesto que no se parece en nada a las
marañas casuísticas de los rabinos. Ese Maestro itinerante no se fundamenta
en las disquisiciones doctas de los escribas. Sus sermones no están empacha­
dos de declaraciones imprecisas y triviales, más bien están llenos de vida. Al
hablar da la impresión de que un poder especial fluye de sus labios.
Cuando este nuevo maestro habla, la gente queda maravillada «de las pala­
bras de gracia que [salen] de su boca» (Luc. 4: 22). Sí, «palabras de gracia». Sus
9. El maestro de vida • 105
oyentes «se admiraban de su doctrina, porque su palabra tenía autoridad»
(Luc. 4: 31). Sus enseñanzas no se explayaban en nimiedades ni en asuntos
de poca monta, él «les hablaba del reino de Dios» (Luc. 9: 11). Por fin ha
llegado un Maestro bueno; ese maestro es Jesús.
La gracia de su instrucción radica en que enseña a vivir de la manera en
que Dios quiere que lo hagamos. Su mensaje es subversivo. Aunque como
buen judío, sus preceptos están enraizados en el Antiguo Testamento, no
tienen nada que ver con la religiosidad que propugnan los maestros espiri­
tuales de la época. Sus palabras distan mucho de las tradiciones antiquísi­
mas que corroyeron el mensaje de amor que Dios había enviado a través de
los patriarcas y profetas.
Mientras que las instrucciones de los rabinos, escribas y fariseos no eran
más que cargas pesadas, imposibles de cumplir; las demandas de este nuevo
maestro son fáciles y ligeras. Lo que Jesús enseña no es teoría seca, desprovis­
ta de vida y de sentido común; sus palabras ponen de manifiesto la íntima co­
munión que sostiene con su Padre. Al esto con el Dios de la vida, de sus la­
bios salen palabras de vida. Por ello multitudes viajan de «toda Judea, de Je-
msalén y de la costa de Tiro y Sidón» únicamente para oírlo (Luc. 6: 17).
//acérvale más que saber
Sin denigrar a los ciegos, no olvidemos que ellos recibieron los beneficios
de su ministerio sanador, Cristo compara a los maestros de su época con
«ciegos que guían a otros ciegos». ¿Qué sucede cuando un ciego guía a otro
ciego? «Caerán ambos en el hoyo» (Luc. 6: 39). En otras palabras, para dirigir
a los demás hay que conocer el camino correcto, y ese es el camino que Jesús
enseña. Todavía más, él mismo es el camino (Juan 14; 6).
Hasta sus enemigos reconocían la pureza de sus instrucciones y le decían:
«Maestro, sabemos que dices y enseñas rectamente, y que no haces acepción
de persona, sino que enseñas el camino de Dios con verdad» (Luc. 20; 21). Sus
preceptos van más allá de simplemente presento un conocimiento teórico de
la revelación divina. Su método de instrucción se centra más en hacer que en
saber. No hay que memorizar grandes porciones de pasajes; en cambio, sí hay
que hacer pequeñas cosas. Su mensaje es pragmático, sencillo, útil; sus frases
no precisan interpretación; más bien lo que exigen es que sean practicadas:
106 • Lucas: El Evangelio oe la gracia
ama a tus enemigos; al que te pida, dale; haz el bien a todos; no juzgues; ama
a Dios; ama a tu prójimo; comparte lo que tienes con los pobres (ver Luc. 6:
27-41; 10: 27; 18: 22). Por supuesto, para seres como nosotros, proclives al
mal, es mucho más fácil seguir los inventos de los hombres antes que acatar
lo que pide Jesús. Sin embargo, hacer estas cosas es la mejor manera de vivir
en esta tierra y de preparamos para disfrutar del reino venidero
Cada uno de estos mandatos de Jesús merece ser estudiado de forma
exhaustiva. Lamentablemente, aquí no podemos hacerlo. Ahora bien, ¿será
posible encontrar un ejemplo concreto en el que podamos topamos con
alguien que haya hecho lo que el Maestro ha pedido en Lucas 6? Me parece
que en la parábola del Buen Samaritano disponemos de un excelente com­
pendio de las enseñanzas del Maestro de Galilea. Abordemos brevemente
ese hermoso relato, que durante dos mil años ha captado la atención de
niños, jóvenes y adultos, se ha ganado la admiración de los grandes poetas
y ha despertado la imaginación de dotados artistas.
El Maestro de los maestros
Es innegable que como maestro de la gracia divina Jesús no tiene parangón.
El era capaz de impartir las más sublimes instrucciones valiéndose de las más
sencillas historias. Como ya dijimos, una de las más conocidas es la parábola
del Buen Samaritano, registrada en Lucas 10: 25-37. La historia que Jesús narra
es magistral, no anda con elucubraciones ininteligibles que solo sirven para
hacer tortuoso el relato. El relato es tan simple, tan claro, que cualquiera puede
comprender la lección que transmite.1
La parábola está dividida en dos secciones. Cada sección está integrada por
cuatro componentes.2La primera sección abarca los versículos 25-28; la segun­
da, los versículos 29-37. En ambas secciones los componentes son idénticos:
1. Pregunta del intérprete de la Ley (vers. 25, 29).
2. Pregunta de Jesús (vers. 26, 30-36).
3. Respuesta del intérprete (vers. 27, 37).
4. Mandato de Jesús (vers. 28, 37).
Fíjese que todo comenzó cuando «un maestro de la Ley», también cono­
cido como «escriba», intentó poner a prueba la sabiduría de Jesús. En la
época del Nuevo Testamento los escribas eran los encargados de escribir,
9. El maestro de vida • 107
copiar y conservar los manuscritos que integraban lo que ahora conocemos
como el Antiguo Testamento.3 En realidad, nadie conocía mejor que ellos
el contenido de los escritos sagrados, lo cual los ponía en una posición
privilegiada en el ámbito espiritual judío. No obstante, este maestro de la
Ley acude a Jesús y le pregunta: «Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la
vida eterna?» (Luc. 10: 25).
Hasta el versado escriba reconoce a Jesús como «Maestro». Tras escuchar
la pregunta, el Señor le da a la conversación un tono académico y le plantea
una pregunta que era bastante común en las escuelas rabínicas de aquel en­
tonces: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?». Como el Señor conocía de
antemano que el intérprete ya sabía la respuesta a la pregunta, lo empujó a
que él mismo respondiera su interrogante.4 El escriba no pudo contenerse y
puso de manifiesto su conocimiento de la Torá y, basado en Deuteronomio
6: 5 y Levítico 19: 18, aseguró que todo el que quiera heredar la vida eterna
nada más tenía que amar a Dios y a su prójimo (Luc. 10: 27).
Resulta evidente que su declaración está en sintonía con lo que Jesús le ha­
bía dicho a otro «maestro de la Ley» en Mateo 22: 37-39. Entonces, no debe
sorprendemos que el Maestro se haya limitado a decirle a nuestro intérprete
que pusiera en práctica lo que ya creía, dándole este mandato: «Haz esto y vi­
virás» (Luc. 10: 28). El escriba precisaba entender «que no basta con leer la Ley,
sino que hay que cumplir lo que dice».5Ahí termina la primera parte
Sin embargo, las cosas no acabaron en ese punto. Tratando de llevartodavía
más lejos el debate, basándose en su propia respuesta, el escriba esgrime otra
pregunta. Por supuesto, un «intérprete de la Ley» no se pondría en ridículo
preguntando a qué Dios se debía amar. Él sabía quién era Dios; pero no sabía
quién era su prójimo. Interesante, ¿no le parece? Suponer que conocemos a un
Dios que no vemos mientras ignoramos quién es el prójimo al que vemos
diariamente. Así que «queriendo justificar su pregunta, dijo a Jesús: "¿Y quién
es mi prójimo?"» (Luc. 10: 29, DHH).
Esta cuestión había generado grandes debates entre los rabinos. Por ejem­
plo, para un fariseo nada más eran «prójimos» los demás fariseos.6Los esenios
no consideraban «prójimo» a los hijos de las tinieblas y, además, argumenta­
ban que era un deber sagrado odiar a los impíos. Ciertos rabinos consideraban
que los herejes, los delatores y los degenerados no eran «prójimos», y por eso
había que arrojarlos en una fosa y nadie debía sacarlos de allí. También decían
108 • Lucas: El Evangelio de la gracia
que tu enemigo no era tu prójimo.7 En fin, el maestro de la Ley quiere co­
nocer la posición de Jesús en tomo a esa cuestión.
Nuevamente, el Señor rehúsa dar una respuesta concreta a la interrogan­
te del jurista. En esta ocasión narró la historia del Buen Samaritano, y al
finalizar le preguntó al escriba: «¿Quién, pues, de estos tres te parece que
fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?». Una vez más el
intérprete respondió lo que él mismo había preguntado: «El que tuvo com­
pasión de él». Y una vez más el Señor le ordenó: «Pues ve y haz tú lo mis­
mo» (Luc. 10: 36, 37, DHH).
Todo parece indicar que lo que el escriba necesitaba no era más conoci­
miento; puesto que él mismo dio la respuesta acertada a sus dos inquietu­
des. Lo que este hombre precisaba era hacer, vivir y practicar lo que ya había
aprendido leyendo y escribiendo los escritos sagrados.
En otro sentido, el maestro de la Ley había fallado en un punto clave: su
pregunta partió de una premisa falsa. ¿Por qué? Porque aunque la vida eterna
se hereda, él parece ignorar que una herencia no se gana, simplemente se reci­
be. Kenneth E. Bailey lo expresa con estas palabras: «Por su propia naturaleza,
una herencia es un regalo de un familiar (o de un amigo). Se puede recibir
herencia si se es miembro de una familia, pero no se trata de un pago realizado
a cambio de unos servicios prestados».8El fallo del escriba radicó en creer que
esa herencia la podía ganar haciendo algo.
Al contar la historia del Buen Samaritano, Jesús pondría las cosas en su co­
rrecta perspectiva: la vida eterna no se gana, solo se recibe.
Ei Maestro de la compasión divina
Acerquémonos al relato del Buen Samaritano echando un breve vistazo
a los personajes protagónicos de nuestra historia.
Un hombre. Mientras recorría el peligroso camino de casi treinta kilóme­
tros que va de Jerusalén a Jericó, Lucas nos dice que «un hombre» fue asal­
tado, golpeado y dejado medio muerto en medio de un charco de sangre.
El Evangelio no dice cuál es la nacionalidad del personaje. Es alguien inde­
finido, «un hombre». No tiene rostro, no tiene color, no tiene idioma. «Un
hombre» nada más que eso. Su tragedia es universal. Lo que le pasó a él le
puede suceder a cualquiera con independencia de que sea judío o gentil,
9. El maestro de vida • 109
blanco o negro, latino o caucásico. Es «un hombre». Alguien como tú y como
yo. Basta su condición de humano para que sea merecedor de nuestra ayu­
da. Es uno que quedó tendido en el camino de la vida expuesto a la com­
pasión de otro ser humano como él.
Mientras los oyentes se compadecen y se lamentan por la condición del
hombre, Jesús pone en el escenario a dos encumbrados personajes del esta­
mento religioso de Israel.
Un sacerdote y un levita. Tras haber cumplido con los requerimientos
sacerdotales en el templo de Jerusalén, ahora estos dos «varones de Dios»
se disponían a regresar a casa, a Jericó, la ciudad en la que vivía una gran
cantidad de sacerdotes. Ambos personajes representan al sector «más con­
sagrado» de la religión judía. Acababan de trabajar en la purificación de la
vida de cientos de personas, que habían ofrecido el sacrificio por sus peca­
dos; pero ahora se encuentran con «un hombre» ensangrentado. ¿Estará
vivo o muerto? ¿Será judío o gentil? Es mejor no averiguarlo. Quizás ambos
personajes se dijeron a sí mismo: «Mejor hagámonos la idea de que está
muerto». De hecho, les convenía más que estuviera muerto porque de ese
modo podrían ampararse en un «así está escrito», y con ello podrían justi­
ficar la razón por la cual los dos pasaron de largo (Luc. 10: 31).
Levítico 21: 1 prescribía que un sacerdote no debía contaminarse «por
un muerto». Sin embargo, ¿no señalaba el mismo libro de Levítico: «Ama­
rás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev. 19: 18)? Tanto el sacerdote como
el levita tuvieron que decidir cuál de los dos preceptos era más importante
en ese momento. Y, como siempre, resulta más fácil apegarse a un precepto
religioso que amar al prójimo; en nombre de la santa Ley de Dios escogieron
no contaminarse con su prójimo antes que amarlo. Estaban tan ocupados
en los «negocios de la religión» que habían perdido de vista el verdadero
sentido de lo que significa ser servidores de Dios. Para desgracia del sacer­
dote y del levita, aquel hombre sin rostro ni nacionalidad no estaba muer­
to. Por tanto, no existía riesgo alguno de contaminación. Con su proceder
ignoraron que «la vida de un moribundo es más importante que un ritual
de pureza».9
Indignados por la indeferencia de estos líderes de los religiosos, los oyen­
tes esperan con expectación el desenlace del relato.
Un samaritano. Jesús era un genio dando lecciones. Ante el fracaso del
sacerdote y del levita, es muy probable que sus oyentes supusieran que el
110 • Lucas: El Evangelio de la gracia
próximo en pasar sería un laico judío. En cambio, el Señor sacude la mente
de todos con tan solo mencionar que el próximo en pasar por allí fue un
«samaritano». Tal vez los mismos discípulos quedaron atónitos al oír la
declaración del Maestro. En el capítulo anterior, Lucas había dicho que lo
menos que los apóstoles querían para los samaritanos era que descendiera
«fuego del cielo, como hizo Elias, y los consuma» (Luc. 9: 54).
Siendo que los samaritanos eran considerados «herejes», los oyentes de la
parábola dan por sentado que estos «bastardos» deberían estar encerrados en
un foso y no desempeñando un papel protagónico en el relato. No podemos
soslayar que la enemistad entre judíos y samaritanos había sido memorable
durante cientos de años. La hostilidad llegaba hasta el punto de que todos
sabían que «judíos y samaritanos no se tratan entre sí» (Juan 4: 9). Una de las
razones, entre muchas, para tal enemistad radicaba en que, según Flavio Jo-
sefo, los samaritanos entraron al templo y esparcieron huesos humanos en el
recinto sagrado, con la intención de impedir que los judíos celebraran la
Pascua. ¿Cómo perdonar un sacrilegio de esa naturaleza?
Me imagino que cuando los oyentes escucharon la mención del samarita­
no, razonaron de esta manera: «Bueno, Jesús ha sido coherente al relatar la
historia. Cuando pasó el sacerdote vio y siguió de largo. Cuando pasó el levita
vio y siguió de largo. Por ende, como un malvado samaritano nunca será mejor
que un sacerdote o un levita, lo que esperamos es que el samaritano haga lo
mismo: vea y siga de largo».
Cuán grande habrá sido la sorpresa al escuchar que el samaritano «al ver­
lo, fue movido a misericordia. Acercándose, vendó sus heridas echándoles
aceite y vino, lo puso en su cabalgadura, lo llevó al mesón y cuidó de él. Otro
día, al partir, sacó dos denarios, los dio al mesonero y le dijo: "Cuídamelo, y
todo lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando regrese"» (Luc. 10: 34, 35).
Paradójico, ¿verdad? El que cumple los requerimientos de la Ley es precisa­
mente el que había sido considerado como transgresor de la Ley.10
Al terminar el relato, Jesús hace un cambio rotundo a la pregunta del
maestro de la Ley: «¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo
del que cayó en manos de los ladrones?». Aunque su endeble consciencia le
aguijonea, el maestro de la Ley no se atrevió a ni siquiera mencionar la pala­
bra «samaritano»; tal nombre ni merece ser pronunciado. Usando una cir­
cunlocución solo atinó a decir: «El que tuvo misericordia» (Luc. 10: 36, 37).
9. El maestro de vida • 111
Jesús sonríe y le dice: «Ve y haz tú lo mismo». En otras palabras, «aprende del
hereje, del impío, del inculto. Aprende del samaritano».
«Tener misericordia»
El samaritano actuó como un verdadero discípulo de Jesús. Y, al trato al
golpeado de la forma en que lo hizo, demostró ser un embajador de la gracia
divina. Como si ya conociera las enseñanzas de Jesús esbozadas en Lucas 6,
el samaritano no emitió un juicio de valor contra los ladrones, el levita y el
sacerdote. No se detuvo a considerar si el herido merecía la paliza. En lugar
de ello, cumplió al pie de la letra las enseñanzas del Maestro, y no juzgó a
nadie (vers. 37). Con su ejemplo, demostró que él vivía esta declaración: «Amen
a sus enemigos, hagan bien a quienes los odian» (vers. 27, NVI). En todo mo­
mento, el samaritano constituye un ejemplo de lo que significa dar «no espe­
rando de ello nada» (vers. 35).
El samaritano hace algo más: tuvo «misericordia»; «compasión» (Luc. 10:
33, DHH). La palabra griega esplanchinisthe «no describe una piedad o compa­
sión ordinarias, sino una emoción que conmueve lo más recóndito del ser
humano. Esta es la palabra griega para expresar con mayor fuerza la idea de
compasión».11Es el mismo vocablo que se usa para indicar que el padre «fue
movido a misericordia» y salió a recibir al pródigo (Luc. 15: 20). El samari­
tano imitó el accionar divino. Hizo lo que Dios hubiera hecho.
El samaritano puso en acción la «misericordia» actuando en favor del heri­
do. Si bien es cierto que el uso del aceite y del vino en la curación de las heridas
era una práctica muy común en el siglo I, no podemos obviar que ambos ele­
mentos formaban parte del sacrificio diario que se ofrecía en el templo (Lev.
23: 13). Al mencionar estos ingredientes, quizá Lucas quiera decimos que el
samaritano le ofreció a Dios la mayor ofrenda que podamos enúegarle: ser
misericordiosos. Como dijo el profeta Oseas: «Misericordia quiero y no sacrifi­
cio» (Ose. 6: 6).
El samaritano actuó como un genuino discípulo de Jesús. No solo conocía
lo que era correcto, también lo hada. Él nos enseña que la verdadera perfecdón
de caráder no se encuentra en una estricta obedienda, sino en mostrarse cerca­
no y misericordioso, en ser prójimo de la gente que está en necesidad. Él de­
mostró que conoda al Dios invisible al hacerse visible para un herido junto al
112 • Lucas: El Evangelio de la gracia
camino. Si queremos aprender las enseñanzas de Jesús, fijémonos en el sama-
ritano. No cenemos los ojos ante el dolor del mundo. No sigamos el ejemplo
de la iglesia bizantina que, miemras Constantinopla caía en manos de los tur­
cos, sus líderes debatían en tomo al sexo de los ángeles.
Si bien hemos de evitar caer en las redes de la alegorizadón agustiniana de
la parábola,12 no podemos dejar de reconocer que Jesús es nuestro verdadero
samaritano. Cuando todos pasaron de largo, él se detuvo, vendó nuesñas heri­
das físicas y emocionales y nos trató con misericordia. Ahora nos toca a noso­
tros poner en práctica sus palabras: «Sean ustedes misericordiosos, así como su
Padre es misericordioso» (Luc. 6: 38, NBLH). Ahora tenemos que satisfacer las
necesidades de un mudo herido y castigado por Satanás. No podemos seguir
pasando de largo. Ahora nos corresponde demostrar que hemos entendido las
enseñanzas del Maestro. Ahora nos toca a nosotros ser samaritanos.
Referencias:
' Brad H. Young, The Parables: Jewish Tradition and Christian Interpretation (Grand Rapids: Michigan:
Baker Academic, 2012), p. 101.
2Charles H. Talbert Reading Luke: A Literary and Theological Commentary on the Third Gospel (Macón,
Georgia: Smyth & Helwys Publishing, Inc., 2002), p. 127.
3G. Tellman, «Scribes» en Dictionary of Jesús and the Gospel, Joel B. Green, ed. (Downers Grove: Inter-
Varsity Press, 2013), pp. 842-844.
4Michael Card, Luke: The Gospel ofAmazement, (Downers Grove, Illinois: InterVarsity Press, 2011), p. 138.
5Santiago Garda, Evangelio de Lucas (Henao: Desdée De Brouwer, 2012), p. 261.
6Joachim Jeremías, La interpretación de las parábolas (Estella: Verbo Divino, 1971), pp. 180, 181.
7Ibíd.
8Jesús a través de los ojos del Medio Oriente: Estudios culturales de los Evangelios (Nashville, Tennessee:
Grupo Nelson, 2012), p. 286.
9Young, The Parables, p. 112.
10John R. Donahue, El evangelio como parábola: Metáfora, narrativa y teología en los Evangelios sinópticos
(Bilbao: Ediciones Mensajeros, 1997), p. 173
11William Barday, Palabras griegas del Nuevo Testamento: su uso y su significado (El Paso, Texas: Casa Bau­
tista de Publicadones, 2006), p. 210.
12C. H. Dodd, Las parábolas del reino (Madrid: Edidones Cristiandad, 2001), pp. 22, 23.

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Libro Complementario | Capitulo 9 | El maestro de vida | Escuela Sabática

  • 1. 9 El Maestro de vida M ientras tararea hermosas melodías, la madre recorre la casa de un lado para otro. No sé cómo lo hace, pero al mismo tiempo que canta también prepara el desayuno, baña a los niños y, de paso, le echa una regañadita al esposo. El más pequeño llora; otro discute con su hermana; el papá no encuentra su sandalia... Sin embargo, a pesar del aje­ treo, todos lucen muy emocionados, se atavían con su mejor ropa y salen de la casa. El lugar de reunión les queda relativamente cerca. El délo, que parece ha­ berse colocado su más bella vestidura azul, luce despejado y refrescante. La brisa suave toca con ternura el rostro de todos. El estrés de una ajetreada sema­ na laboral da paso al insondable deseo de escuchar un mensaje alentador, que nutra su gastada consciencia y que alimente sus más indescifrables anhelos. Mientras caminan, van saludando e invitando a los vednos. Finalmente, han llegado temprano al auditorio; los asientos delanteros están vados, pero ellos no reúnen las condidones que se requieren para ocuparlos. Solo los que inte­ gran la élite espiritual se pueden sentar allí. Tras un momento de expectación y reverencia el orador hace su entrada triunfal. Aunque sube a la plataforma con la elegancia de un caballo de paso fino, su rostro revela la insensibilidad de su gélido corazón. Su mirada es im­ placable e inquisidora. Pero los oyentes parecen soslayar todo esto; su atendón está centrada en el mensaje y no en el mensajero. Se han reunido con la espe­ ranza de recibir una bocana de aire fresco que refrigere su vida espiritual. El predicador se sienta en su cátedra (allí no predican de pie) y da inido a su es­ perada presentación:
  • 2. 104 • Lucas: El Evangelio de la gracia «Estos son los nudos por los que se hace uno culpable (si los hace en sábado): el nudo de los camelleros y el nudo de los marineros. Del mismo modo que uno se hace culpable realizando el nudo, se hace también culpable desatándo­ lo. Rabí Meír decía: por cualquier nudo que pueda ser deshecho con una sola mano no se es culpable. «Existen nudos por los que no se adquiere culpabilidad como en el caso de los nudos de los camelleros y marineros. Una mujer puede atar la abertura de su camisa, los cordones de la redecilla o de la cintura, las correas de los zapatos o de las sandalias, los pellejos de vino o aceite, o una olla con carne. Rabí Eliezer ben Jacob decía: se puede atar una cuerda ante el ganado para que este no salga. Un cubo puede ser atado a un cíngulo, pero no a una cuerda. Rabí Yehuda lo permite. Rabí Yehudá daba una regla general: por un nudo que no es firme no se hace uno culpable». Si usted hubiera estado presente, ¿qué opinión habría tenido de ese ser­ món? ¿En qué le hubiera beneficiado escuchar tal mensaje? ¿En qué porción de la Palabra de Dios se basó el predicador? Sospecho que la familia de nuestro relato debió de quedar muy desencantada luego de haber oído esa incalificable perorata. Si yo hubiera estado allí, seguramente hubiese creído que perdí mi tiempo, y que mi esfuerzo para llegar a la sinagoga no sirvió de nada. Amigo lector, no vaya usted a creer que le estoy mencionando un caso hipo­ tético. Lo que acaba de leer es una parte del tratado Shabbat, una colección de las enseñanzas sobre el día de reposo que circulaban en los siglos I a. C. y 1d. C. que fueron aglutinadas en La Misná. El Maestro de vida Afortunadamente, no todo está perdido para esa familia que vivió a prin­ cipios de nuestra era. Sus miembros han oído que un nuevo Maestro ha llega­ do a la ciudad. Dicen que su mensaje es radicalmente distinto al que suelen escuchar cuando asisten a la sinagoga, puesto que no se parece en nada a las marañas casuísticas de los rabinos. Ese Maestro itinerante no se fundamenta en las disquisiciones doctas de los escribas. Sus sermones no están empacha­ dos de declaraciones imprecisas y triviales, más bien están llenos de vida. Al hablar da la impresión de que un poder especial fluye de sus labios. Cuando este nuevo maestro habla, la gente queda maravillada «de las pala­ bras de gracia que [salen] de su boca» (Luc. 4: 22). Sí, «palabras de gracia». Sus
  • 3. 9. El maestro de vida • 105 oyentes «se admiraban de su doctrina, porque su palabra tenía autoridad» (Luc. 4: 31). Sus enseñanzas no se explayaban en nimiedades ni en asuntos de poca monta, él «les hablaba del reino de Dios» (Luc. 9: 11). Por fin ha llegado un Maestro bueno; ese maestro es Jesús. La gracia de su instrucción radica en que enseña a vivir de la manera en que Dios quiere que lo hagamos. Su mensaje es subversivo. Aunque como buen judío, sus preceptos están enraizados en el Antiguo Testamento, no tienen nada que ver con la religiosidad que propugnan los maestros espiri­ tuales de la época. Sus palabras distan mucho de las tradiciones antiquísi­ mas que corroyeron el mensaje de amor que Dios había enviado a través de los patriarcas y profetas. Mientras que las instrucciones de los rabinos, escribas y fariseos no eran más que cargas pesadas, imposibles de cumplir; las demandas de este nuevo maestro son fáciles y ligeras. Lo que Jesús enseña no es teoría seca, desprovis­ ta de vida y de sentido común; sus palabras ponen de manifiesto la íntima co­ munión que sostiene con su Padre. Al esto con el Dios de la vida, de sus la­ bios salen palabras de vida. Por ello multitudes viajan de «toda Judea, de Je- msalén y de la costa de Tiro y Sidón» únicamente para oírlo (Luc. 6: 17). //acérvale más que saber Sin denigrar a los ciegos, no olvidemos que ellos recibieron los beneficios de su ministerio sanador, Cristo compara a los maestros de su época con «ciegos que guían a otros ciegos». ¿Qué sucede cuando un ciego guía a otro ciego? «Caerán ambos en el hoyo» (Luc. 6: 39). En otras palabras, para dirigir a los demás hay que conocer el camino correcto, y ese es el camino que Jesús enseña. Todavía más, él mismo es el camino (Juan 14; 6). Hasta sus enemigos reconocían la pureza de sus instrucciones y le decían: «Maestro, sabemos que dices y enseñas rectamente, y que no haces acepción de persona, sino que enseñas el camino de Dios con verdad» (Luc. 20; 21). Sus preceptos van más allá de simplemente presento un conocimiento teórico de la revelación divina. Su método de instrucción se centra más en hacer que en saber. No hay que memorizar grandes porciones de pasajes; en cambio, sí hay que hacer pequeñas cosas. Su mensaje es pragmático, sencillo, útil; sus frases no precisan interpretación; más bien lo que exigen es que sean practicadas:
  • 4. 106 • Lucas: El Evangelio oe la gracia ama a tus enemigos; al que te pida, dale; haz el bien a todos; no juzgues; ama a Dios; ama a tu prójimo; comparte lo que tienes con los pobres (ver Luc. 6: 27-41; 10: 27; 18: 22). Por supuesto, para seres como nosotros, proclives al mal, es mucho más fácil seguir los inventos de los hombres antes que acatar lo que pide Jesús. Sin embargo, hacer estas cosas es la mejor manera de vivir en esta tierra y de preparamos para disfrutar del reino venidero Cada uno de estos mandatos de Jesús merece ser estudiado de forma exhaustiva. Lamentablemente, aquí no podemos hacerlo. Ahora bien, ¿será posible encontrar un ejemplo concreto en el que podamos topamos con alguien que haya hecho lo que el Maestro ha pedido en Lucas 6? Me parece que en la parábola del Buen Samaritano disponemos de un excelente com­ pendio de las enseñanzas del Maestro de Galilea. Abordemos brevemente ese hermoso relato, que durante dos mil años ha captado la atención de niños, jóvenes y adultos, se ha ganado la admiración de los grandes poetas y ha despertado la imaginación de dotados artistas. El Maestro de los maestros Es innegable que como maestro de la gracia divina Jesús no tiene parangón. El era capaz de impartir las más sublimes instrucciones valiéndose de las más sencillas historias. Como ya dijimos, una de las más conocidas es la parábola del Buen Samaritano, registrada en Lucas 10: 25-37. La historia que Jesús narra es magistral, no anda con elucubraciones ininteligibles que solo sirven para hacer tortuoso el relato. El relato es tan simple, tan claro, que cualquiera puede comprender la lección que transmite.1 La parábola está dividida en dos secciones. Cada sección está integrada por cuatro componentes.2La primera sección abarca los versículos 25-28; la segun­ da, los versículos 29-37. En ambas secciones los componentes son idénticos: 1. Pregunta del intérprete de la Ley (vers. 25, 29). 2. Pregunta de Jesús (vers. 26, 30-36). 3. Respuesta del intérprete (vers. 27, 37). 4. Mandato de Jesús (vers. 28, 37). Fíjese que todo comenzó cuando «un maestro de la Ley», también cono­ cido como «escriba», intentó poner a prueba la sabiduría de Jesús. En la época del Nuevo Testamento los escribas eran los encargados de escribir,
  • 5. 9. El maestro de vida • 107 copiar y conservar los manuscritos que integraban lo que ahora conocemos como el Antiguo Testamento.3 En realidad, nadie conocía mejor que ellos el contenido de los escritos sagrados, lo cual los ponía en una posición privilegiada en el ámbito espiritual judío. No obstante, este maestro de la Ley acude a Jesús y le pregunta: «Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?» (Luc. 10: 25). Hasta el versado escriba reconoce a Jesús como «Maestro». Tras escuchar la pregunta, el Señor le da a la conversación un tono académico y le plantea una pregunta que era bastante común en las escuelas rabínicas de aquel en­ tonces: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?». Como el Señor conocía de antemano que el intérprete ya sabía la respuesta a la pregunta, lo empujó a que él mismo respondiera su interrogante.4 El escriba no pudo contenerse y puso de manifiesto su conocimiento de la Torá y, basado en Deuteronomio 6: 5 y Levítico 19: 18, aseguró que todo el que quiera heredar la vida eterna nada más tenía que amar a Dios y a su prójimo (Luc. 10: 27). Resulta evidente que su declaración está en sintonía con lo que Jesús le ha­ bía dicho a otro «maestro de la Ley» en Mateo 22: 37-39. Entonces, no debe sorprendemos que el Maestro se haya limitado a decirle a nuestro intérprete que pusiera en práctica lo que ya creía, dándole este mandato: «Haz esto y vi­ virás» (Luc. 10: 28). El escriba precisaba entender «que no basta con leer la Ley, sino que hay que cumplir lo que dice».5Ahí termina la primera parte Sin embargo, las cosas no acabaron en ese punto. Tratando de llevartodavía más lejos el debate, basándose en su propia respuesta, el escriba esgrime otra pregunta. Por supuesto, un «intérprete de la Ley» no se pondría en ridículo preguntando a qué Dios se debía amar. Él sabía quién era Dios; pero no sabía quién era su prójimo. Interesante, ¿no le parece? Suponer que conocemos a un Dios que no vemos mientras ignoramos quién es el prójimo al que vemos diariamente. Así que «queriendo justificar su pregunta, dijo a Jesús: "¿Y quién es mi prójimo?"» (Luc. 10: 29, DHH). Esta cuestión había generado grandes debates entre los rabinos. Por ejem­ plo, para un fariseo nada más eran «prójimos» los demás fariseos.6Los esenios no consideraban «prójimo» a los hijos de las tinieblas y, además, argumenta­ ban que era un deber sagrado odiar a los impíos. Ciertos rabinos consideraban que los herejes, los delatores y los degenerados no eran «prójimos», y por eso había que arrojarlos en una fosa y nadie debía sacarlos de allí. También decían
  • 6. 108 • Lucas: El Evangelio de la gracia que tu enemigo no era tu prójimo.7 En fin, el maestro de la Ley quiere co­ nocer la posición de Jesús en tomo a esa cuestión. Nuevamente, el Señor rehúsa dar una respuesta concreta a la interrogan­ te del jurista. En esta ocasión narró la historia del Buen Samaritano, y al finalizar le preguntó al escriba: «¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?». Una vez más el intérprete respondió lo que él mismo había preguntado: «El que tuvo com­ pasión de él». Y una vez más el Señor le ordenó: «Pues ve y haz tú lo mis­ mo» (Luc. 10: 36, 37, DHH). Todo parece indicar que lo que el escriba necesitaba no era más conoci­ miento; puesto que él mismo dio la respuesta acertada a sus dos inquietu­ des. Lo que este hombre precisaba era hacer, vivir y practicar lo que ya había aprendido leyendo y escribiendo los escritos sagrados. En otro sentido, el maestro de la Ley había fallado en un punto clave: su pregunta partió de una premisa falsa. ¿Por qué? Porque aunque la vida eterna se hereda, él parece ignorar que una herencia no se gana, simplemente se reci­ be. Kenneth E. Bailey lo expresa con estas palabras: «Por su propia naturaleza, una herencia es un regalo de un familiar (o de un amigo). Se puede recibir herencia si se es miembro de una familia, pero no se trata de un pago realizado a cambio de unos servicios prestados».8El fallo del escriba radicó en creer que esa herencia la podía ganar haciendo algo. Al contar la historia del Buen Samaritano, Jesús pondría las cosas en su co­ rrecta perspectiva: la vida eterna no se gana, solo se recibe. Ei Maestro de la compasión divina Acerquémonos al relato del Buen Samaritano echando un breve vistazo a los personajes protagónicos de nuestra historia. Un hombre. Mientras recorría el peligroso camino de casi treinta kilóme­ tros que va de Jerusalén a Jericó, Lucas nos dice que «un hombre» fue asal­ tado, golpeado y dejado medio muerto en medio de un charco de sangre. El Evangelio no dice cuál es la nacionalidad del personaje. Es alguien inde­ finido, «un hombre». No tiene rostro, no tiene color, no tiene idioma. «Un hombre» nada más que eso. Su tragedia es universal. Lo que le pasó a él le puede suceder a cualquiera con independencia de que sea judío o gentil,
  • 7. 9. El maestro de vida • 109 blanco o negro, latino o caucásico. Es «un hombre». Alguien como tú y como yo. Basta su condición de humano para que sea merecedor de nuestra ayu­ da. Es uno que quedó tendido en el camino de la vida expuesto a la com­ pasión de otro ser humano como él. Mientras los oyentes se compadecen y se lamentan por la condición del hombre, Jesús pone en el escenario a dos encumbrados personajes del esta­ mento religioso de Israel. Un sacerdote y un levita. Tras haber cumplido con los requerimientos sacerdotales en el templo de Jerusalén, ahora estos dos «varones de Dios» se disponían a regresar a casa, a Jericó, la ciudad en la que vivía una gran cantidad de sacerdotes. Ambos personajes representan al sector «más con­ sagrado» de la religión judía. Acababan de trabajar en la purificación de la vida de cientos de personas, que habían ofrecido el sacrificio por sus peca­ dos; pero ahora se encuentran con «un hombre» ensangrentado. ¿Estará vivo o muerto? ¿Será judío o gentil? Es mejor no averiguarlo. Quizás ambos personajes se dijeron a sí mismo: «Mejor hagámonos la idea de que está muerto». De hecho, les convenía más que estuviera muerto porque de ese modo podrían ampararse en un «así está escrito», y con ello podrían justi­ ficar la razón por la cual los dos pasaron de largo (Luc. 10: 31). Levítico 21: 1 prescribía que un sacerdote no debía contaminarse «por un muerto». Sin embargo, ¿no señalaba el mismo libro de Levítico: «Ama­ rás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev. 19: 18)? Tanto el sacerdote como el levita tuvieron que decidir cuál de los dos preceptos era más importante en ese momento. Y, como siempre, resulta más fácil apegarse a un precepto religioso que amar al prójimo; en nombre de la santa Ley de Dios escogieron no contaminarse con su prójimo antes que amarlo. Estaban tan ocupados en los «negocios de la religión» que habían perdido de vista el verdadero sentido de lo que significa ser servidores de Dios. Para desgracia del sacer­ dote y del levita, aquel hombre sin rostro ni nacionalidad no estaba muer­ to. Por tanto, no existía riesgo alguno de contaminación. Con su proceder ignoraron que «la vida de un moribundo es más importante que un ritual de pureza».9 Indignados por la indeferencia de estos líderes de los religiosos, los oyen­ tes esperan con expectación el desenlace del relato. Un samaritano. Jesús era un genio dando lecciones. Ante el fracaso del sacerdote y del levita, es muy probable que sus oyentes supusieran que el
  • 8. 110 • Lucas: El Evangelio de la gracia próximo en pasar sería un laico judío. En cambio, el Señor sacude la mente de todos con tan solo mencionar que el próximo en pasar por allí fue un «samaritano». Tal vez los mismos discípulos quedaron atónitos al oír la declaración del Maestro. En el capítulo anterior, Lucas había dicho que lo menos que los apóstoles querían para los samaritanos era que descendiera «fuego del cielo, como hizo Elias, y los consuma» (Luc. 9: 54). Siendo que los samaritanos eran considerados «herejes», los oyentes de la parábola dan por sentado que estos «bastardos» deberían estar encerrados en un foso y no desempeñando un papel protagónico en el relato. No podemos soslayar que la enemistad entre judíos y samaritanos había sido memorable durante cientos de años. La hostilidad llegaba hasta el punto de que todos sabían que «judíos y samaritanos no se tratan entre sí» (Juan 4: 9). Una de las razones, entre muchas, para tal enemistad radicaba en que, según Flavio Jo- sefo, los samaritanos entraron al templo y esparcieron huesos humanos en el recinto sagrado, con la intención de impedir que los judíos celebraran la Pascua. ¿Cómo perdonar un sacrilegio de esa naturaleza? Me imagino que cuando los oyentes escucharon la mención del samarita­ no, razonaron de esta manera: «Bueno, Jesús ha sido coherente al relatar la historia. Cuando pasó el sacerdote vio y siguió de largo. Cuando pasó el levita vio y siguió de largo. Por ende, como un malvado samaritano nunca será mejor que un sacerdote o un levita, lo que esperamos es que el samaritano haga lo mismo: vea y siga de largo». Cuán grande habrá sido la sorpresa al escuchar que el samaritano «al ver­ lo, fue movido a misericordia. Acercándose, vendó sus heridas echándoles aceite y vino, lo puso en su cabalgadura, lo llevó al mesón y cuidó de él. Otro día, al partir, sacó dos denarios, los dio al mesonero y le dijo: "Cuídamelo, y todo lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando regrese"» (Luc. 10: 34, 35). Paradójico, ¿verdad? El que cumple los requerimientos de la Ley es precisa­ mente el que había sido considerado como transgresor de la Ley.10 Al terminar el relato, Jesús hace un cambio rotundo a la pregunta del maestro de la Ley: «¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?». Aunque su endeble consciencia le aguijonea, el maestro de la Ley no se atrevió a ni siquiera mencionar la pala­ bra «samaritano»; tal nombre ni merece ser pronunciado. Usando una cir­ cunlocución solo atinó a decir: «El que tuvo misericordia» (Luc. 10: 36, 37).
  • 9. 9. El maestro de vida • 111 Jesús sonríe y le dice: «Ve y haz tú lo mismo». En otras palabras, «aprende del hereje, del impío, del inculto. Aprende del samaritano». «Tener misericordia» El samaritano actuó como un verdadero discípulo de Jesús. Y, al trato al golpeado de la forma en que lo hizo, demostró ser un embajador de la gracia divina. Como si ya conociera las enseñanzas de Jesús esbozadas en Lucas 6, el samaritano no emitió un juicio de valor contra los ladrones, el levita y el sacerdote. No se detuvo a considerar si el herido merecía la paliza. En lugar de ello, cumplió al pie de la letra las enseñanzas del Maestro, y no juzgó a nadie (vers. 37). Con su ejemplo, demostró que él vivía esta declaración: «Amen a sus enemigos, hagan bien a quienes los odian» (vers. 27, NVI). En todo mo­ mento, el samaritano constituye un ejemplo de lo que significa dar «no espe­ rando de ello nada» (vers. 35). El samaritano hace algo más: tuvo «misericordia»; «compasión» (Luc. 10: 33, DHH). La palabra griega esplanchinisthe «no describe una piedad o compa­ sión ordinarias, sino una emoción que conmueve lo más recóndito del ser humano. Esta es la palabra griega para expresar con mayor fuerza la idea de compasión».11Es el mismo vocablo que se usa para indicar que el padre «fue movido a misericordia» y salió a recibir al pródigo (Luc. 15: 20). El samari­ tano imitó el accionar divino. Hizo lo que Dios hubiera hecho. El samaritano puso en acción la «misericordia» actuando en favor del heri­ do. Si bien es cierto que el uso del aceite y del vino en la curación de las heridas era una práctica muy común en el siglo I, no podemos obviar que ambos ele­ mentos formaban parte del sacrificio diario que se ofrecía en el templo (Lev. 23: 13). Al mencionar estos ingredientes, quizá Lucas quiera decimos que el samaritano le ofreció a Dios la mayor ofrenda que podamos enúegarle: ser misericordiosos. Como dijo el profeta Oseas: «Misericordia quiero y no sacrifi­ cio» (Ose. 6: 6). El samaritano actuó como un genuino discípulo de Jesús. No solo conocía lo que era correcto, también lo hada. Él nos enseña que la verdadera perfecdón de caráder no se encuentra en una estricta obedienda, sino en mostrarse cerca­ no y misericordioso, en ser prójimo de la gente que está en necesidad. Él de­ mostró que conoda al Dios invisible al hacerse visible para un herido junto al
  • 10. 112 • Lucas: El Evangelio de la gracia camino. Si queremos aprender las enseñanzas de Jesús, fijémonos en el sama- ritano. No cenemos los ojos ante el dolor del mundo. No sigamos el ejemplo de la iglesia bizantina que, miemras Constantinopla caía en manos de los tur­ cos, sus líderes debatían en tomo al sexo de los ángeles. Si bien hemos de evitar caer en las redes de la alegorizadón agustiniana de la parábola,12 no podemos dejar de reconocer que Jesús es nuestro verdadero samaritano. Cuando todos pasaron de largo, él se detuvo, vendó nuesñas heri­ das físicas y emocionales y nos trató con misericordia. Ahora nos toca a noso­ tros poner en práctica sus palabras: «Sean ustedes misericordiosos, así como su Padre es misericordioso» (Luc. 6: 38, NBLH). Ahora tenemos que satisfacer las necesidades de un mudo herido y castigado por Satanás. No podemos seguir pasando de largo. Ahora nos corresponde demostrar que hemos entendido las enseñanzas del Maestro. Ahora nos toca a nosotros ser samaritanos. Referencias: ' Brad H. Young, The Parables: Jewish Tradition and Christian Interpretation (Grand Rapids: Michigan: Baker Academic, 2012), p. 101. 2Charles H. Talbert Reading Luke: A Literary and Theological Commentary on the Third Gospel (Macón, Georgia: Smyth & Helwys Publishing, Inc., 2002), p. 127. 3G. Tellman, «Scribes» en Dictionary of Jesús and the Gospel, Joel B. Green, ed. (Downers Grove: Inter- Varsity Press, 2013), pp. 842-844. 4Michael Card, Luke: The Gospel ofAmazement, (Downers Grove, Illinois: InterVarsity Press, 2011), p. 138. 5Santiago Garda, Evangelio de Lucas (Henao: Desdée De Brouwer, 2012), p. 261. 6Joachim Jeremías, La interpretación de las parábolas (Estella: Verbo Divino, 1971), pp. 180, 181. 7Ibíd. 8Jesús a través de los ojos del Medio Oriente: Estudios culturales de los Evangelios (Nashville, Tennessee: Grupo Nelson, 2012), p. 286. 9Young, The Parables, p. 112. 10John R. Donahue, El evangelio como parábola: Metáfora, narrativa y teología en los Evangelios sinópticos (Bilbao: Ediciones Mensajeros, 1997), p. 173 11William Barday, Palabras griegas del Nuevo Testamento: su uso y su significado (El Paso, Texas: Casa Bau­ tista de Publicadones, 2006), p. 210. 12C. H. Dodd, Las parábolas del reino (Madrid: Edidones Cristiandad, 2001), pp. 22, 23.