Capitulo 11 | Complementario | Los pacientes no juran | Escuela Sabática
1. Los pacientes no juran
Prometió volver. No dijo la fecha, pero lo aseguró a todos aquellos que tuvimos el privilegio de verlo resucitado. ¿Lo juró? No, no necesitaba hacerlo. Para nosotros, su palabra era suficiente.
Y no es que él tuviera algo en contra el juramento de índole judicial o legal. De hecho, aunque condenó las prácticas de mis contemporáneos que habían hecho del juramento una práctica deshonesta, durante su juicio ante el Sanedrín Jesús no se negó a dar testimonio bajo juramento. Quienes presenciaron dicho juicio me dicen que Jesús guardó silencio la mayor parte del tiempo, tal como lo había predicho el profeta Isaías (53: 7). Lo hizo así, hasta que Caifás, el sumo sacerdote, pronunciara aquellas solemnes palabras: «Te conjuro por el Dios viviente que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios» (Mat. 26: 63).
Mi hermano no podía guardar silencio ante este cuestionamiento. Sabía que hay momentos en los que es preciso callar y otros en que hay que hablar. Aunque presagiaba que contestar aquella pregunta le acarrearía la muerte, su relación con el Padre había sido puesta en tela de juicio y era su deber presentar claramente su identidad y carácter. Así, mientras todos estaban atentos a lo que diría, una luz pareció iluminar su rostro cuando respondió: «Tú lo has dicho. Y además os digo que desde ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder de Dios y viniendo en las nubes del cielo» (Mat. 26: 64).
¡Qué diferente fue el caso de uno de sus discípulos! Sí, me refiero a Pedro, quien aquella misma noche, al ser interrogado por una de las siervas de Caifás por su relación con Cristo, no solo negó tres veces ser su discípulo, sino que incluso juró no conocerlo. ¡Ojalá hubiera velado y orado cuando Jesús se lo pidió! ¡Si hubiera entendido que depender de sus propias fuerzas no era suficiente, no habría negado al Señor!
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Pero, a pesar del dolor que le causó, la mirada que Cristo le dirigió a Pedro tras su negación no mostró ira, sino compasión y perdón. Y es que quienes han de temer el rostro de Cristo no son sus discípulos, sino los que lo rechazan, especialmente aquellos que, debido a lo que le hicieron, serán testigos del cumplimiento de sus palabras: «Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder de Dios y viniendo en las nubes del cielo».
Sí, no me canso de decirlo: ¡Jesús prometió regresar! Solo que, cuando lo haga, no vendrá como un ser indefenso, sino como el juez de toda la tierra, ante quien sus homicidas comparecerán una vez que hayan resucitado (Apo. 1: 7); algo que, pese a ir en contra de sus creencias como saduceo, Caifás nunca olvidó y se estremecía solo de recordarlo.
Pero, Cristo no regresará solamente para cumplir lo que le prometió a Caifás. De ahí que, en lugar de ascender al cielo inmediatamente tras su resurrección, decidiera permanecer cuarenta días más entre nosotros (periodo en el que también se encontró personalmente conmigo), a fin de que pudiésemos familiarizarnos con aquel Salvador, vivo y glorificado, que necesitaba capacitarnos antes de partir.
Tras ese periodo, Jesús condujo a sus discípulos al mismo lugar que fue testigo de sus oraciones y lágrimas, al monte de los Olivos. Y allí, recordándoles que durante treinta y tres años había vivido en carne propia lo que es ser insultado y rechazado, su promesa para quienes también sufrirían por su causa fue: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mat. 28: 20). Luego, extendiendo sus manos como si quisiera asegurarles su cuidado protector, Cristo ascendió lentamente hacia el cielo. Y mientras los discípulos estaban todavía mirando hacia arriba, dos ángeles aparecieron para asegurarles que Jesús regresaría por ellos, y de esa forma restablecería para siempre la justicia que tanta falta hace en esta tierra.
A su regreso a Jerusalén, quienes los veían pasar pensaban que los notarían abatidos y avergonzados. Pero, en vez de eso, sus rostros denotaban alegría y triunfo. Y eso fue precisamente lo que el resto de nosotros también pudo notar cuando llegaron al aposento alto (Hech. 1: 14). Verlos y oírlos nos llenó de confianza en el futuro, pero también nos hizo reflexionar detenidamente en la gran misión que teníamos por delante. Saber que nuestras palabras y hechos habían de atraer la atención al poder transformador de Cristo no era cosa liviana. ¿Lograríamos cumplir sus expectativas? Una cosa era segura: El mismo que había prometido estar con nosotros hasta el fin, también nos capacitaría para hacerlo.
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¿Qué hemos de hacer?
Una vez que hemos confirmado que Santiago no tiene nada bueno que decir de los ricos, que Dios reprueba que opriman y exploten a sus hijos, hay una pregunta que queda en el aire: ¿Qué actitud habían de adoptar los cristianos ante esto? ¿Qué se esperaba que hicieran?
Aunque, como vimos en el capítulo 8, la reacción natural de algunos fue encauzar su rabia involucrándose en movimientos como el de los zelotes, esto no era lo que Santiago, ni mucho menos Dios, esperaban que hicieran.1 No puede serlo porque, en primer lugar, tanto en aquellos días como en la actualidad, nuestro sentido de la justicia está sumamente deteriorado. Por ejemplo, hace poco escuché que alguien contaba con orgullo la forma en que cree estar contrarrestando la "injusticia" que lo rodea. Su método es simple y consiste en llevar siempre en su automóvil monedas para dar a las personas que, pese a su edad avanzada, se sostienen de las propinas recibidas al trabajar en el estacionamiento del supermercado.
Empleó ese método sin problema hasta que, en cierta ocasión, el comportamiento de una de estas personas le hizo dudar de la pertinencia del mismo. Sin hacer el menor esfuerzo por señalarle el momento en que podía poner la marcha atrás o cuál era la mejor forma de maniobrar para salir del estacionamiento tal como siempre, aquel hombre se limitó a acercarse a la ventanilla para pedir las monedas acostumbradas. «Ya que este hombre no recibe un sueldo por lo que hace», razonó el conductor, «si no le doy este dinero, probablemente tampoco tendrá suficiente para comer hoy». Acto seguido, a fin de contrarrestar la "injusticia" que representan las carencias de este hombre, le dio el dinero.
Cierto, el hecho de que alguien no tenga recursos para comer puede ser un síntoma de las condiciones de injusticia social que nos rodean. Sin embargo, la cuestión aquí es si la acción de esta persona, aparte de caritativa, en realidad también puede calificarse de justa, tal como él creía. ¿Qué sucede con aquello de que «el que no trabaja que tampoco coma»? (2 Tes. 3: 10). ¿Qué es justo?
¿Y qué decir de aquella peculiar declaración con la que el abogado de una poderosa empresa "justificó" su actuación ante los medios de comunicación que tuvo que emitir tras saberse que la empresa a la que representaba, a fin de evitar pérdidas millonarias, realizó operaciones bancadas que perjudicaron a todo un país?: «Sí», reconoció aquel abogado, «lo que hizo la empresa era inmoral, pero no ilegal». ¡Qué consuelo!
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Definir y aplicar la justicia, como se ve, no es lo que mejor sabemos hacer. Por tanto, sería paradójico que las Escrituras promovieran la violencia como una solución para resolver la injusticia social.
En segundo lugar, y lo más importante, la Biblia no promueve una reacción violenta contra la injusticia por parte de los que la sufren, simplemente porque Dios ya les ha mostrado cuál es la forma correcta de enfrentarse a ella:
Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor. Mirad cómo el labrador espera el precioso fruto de la tierra, aguardando con paciencia hasta que reciba la lluvia temprana y la tardía. Tened también vosotros paciencia y afirmad vuestros corazones, porque la venida del Señor se acerca (San. 5: 7, 8).
Estas palabras, por supuesto, no pretenden minimizar en modo alguno la situación por la que atraviesan los lectores de la epístola. Al contrario, las circunstancias que enfrentan son tan claras y de tal magnitud para Santiago que la solución que les presenta no solo es viable y necesaria, sino también definitiva. Dado que la injusticia no terminará mientras haya seres humanos que la practiquen, esto es, mientras exista el pecado, Santiago les da un motivo más para esperar con ansia la segunda venida de Cristo.
No es casualidad, pues, que la palabra que se refiere al regreso de Jesús aquí (parousía), como en muchas otras partes del Nuevo Testamento, se usara normalmente para describir la llegada (y el gozo que producía) de alguien importante, por ejemplo, cuando un rey o algún alto dignatario visitaba alguna provincia del imperio. En consecuencia, que Santiago haga uso de esta palabra implica que, esperar a Jesús, equivale a esperar la llegada del Rey del universo, Aquel que restituirá la justicia en este mundo, a fin de que sus hijos jamás vuelvan a ser defraudados o explotados.
¿Esperar a Jesús? Sí, es algo que los cristianos no solo sabemos, sino que también tenemos que hacer.
Cuando el que espera no desespera
La espera de dicha aparición requiere, por lo tanto, una actitud que nuevamente nos lleva al tema de la paciencia.2 Habiendo aprendido, capítulos atrás, que una mejor traducción de esta palabra es "perseverancia", Santiago estaría diciendo aquí que, pese a las adversidades, sus lectores tenían que perseverar y mantenerse firmes en la fe hasta el regreso de Cristo. Puesto que Dios
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se toma muy en serio lo que se hace en contra de sus hijos (Zac. 2: 8), saber que el día en que sus opresores serían juzgados llegaría pronto había de animarlos a mantener una actitud semejante (San. 5: 9).
Sin embargo, en Santiago 5: 7-9 nuestro autor utiliza una palabra griega distinta para hablarnos de la paciencia (makrothuméo) que en esta ocasión sí tiene mayor relación con nuestro concepto de tal virtud, pero que, sobre todo, describe una expectativa capaz de prevalecer vibrante pese a la demora o incluso la actitud negativa de la persona a la que se espera. He aquí dos versículos que me parecen los más claros y llamativos al respecto:
El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento (2 Ped. 3: 9; la cursiva es nuestra).
El amor tiene paciencia y es bondadoso. El amor no es celoso (1 Cor. 13: 4; la cursiva es nuestra).
De ahí que Santiago ilustre este tipo de paciencia con la espera de un agricultor que depende de la lluvia para que la tierra dé su fruto, especialmente del efecto crucial que tienen sobre sus sembrados las lluvias de mediados de octubre («la temprana») y las de principios de primavera («la tardía»). Espera que, sin embargo, no está a expensas del capricho de la naturaleza, sino que se basa en la confianza de la intervención de un Dios que, fiel al pacto con su pueblo, prometió cuidar siempre de él: «Yo daré la lluvia a vuestra tierra a su tiempo, la temprana y la tardía, y tú recogerás tu grano, tu vino y tu aceite» (Deu. 11: 14).3
Teniendo en cuenta esto, ¿a qué se refiere Santiago cuando nos anima a tener paciencia ante las injusticias? La siguiente cita viene en nuestra ayuda:
Esperar con paciencia el reino de Dios es siempre constancia en anticipar su llegada, pero a la luz de principios que se viven en el aquí y ahora. El reino de Dios es el criterio sobre el cual el cristiano forma pautas para reorganizar su vida en todos los ámbitos, incluyendo lo tocante a sus relaciones laborales.*
En otras palabras, esperar con paciencia es nuevamente intentar vivir como lo hizo Cristo, y aprender a responder tal como él lo hizo, diferenciándonos así de las actitudes y acciones de un mundo que exalta y practica los males que él mismo dice condenar.5 Una actitud que, dadas las condiciones de la sociedad y el tiempo en el que vivimos, tiene que cobrar sentido especial para aquellos que creen a Dios cuando dice: «No os venguéis vosotros mismos,
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amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios, porque escrito está: "Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor". [...] No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal» (Rom. 12: 19, 21, vea también Deu. 32: 35).6
Quejas y sugerencias
Concluidas sus observaciones respecto a lo relacionado con los ricos y puesto el marco de la segunda venida de Cristo, Santiago retoma el tema de la conducta de sus lectores, especialmente el del control de la lengua: «Hermanos, no os quejéis unos contra otros, para que no seáis condenados; el Juez ya está delante de la puerta» (San. 5: 9).
Aunque se suele traducir como "gemir" (Rom. 8: 23; 2 Cor. 5: 2, 4), es claro que la acción de quejarse contra sus hermanos que se esconde detrás de esta imagen, por más que las circunstancias adversas los impulsen a hacerlo, tendría que dejar de ser la práctica de quienes esperan el regreso de Cristo y conocen la certeza del juicio divino: «Pues Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa oculta, sea buena o sea mala» (Ecl. 12: 14).7
Santiago está preocupado por demostrar a sus lectores que no vivir de acuerdo con lo que dicen creer es la causa de muchas de las dificultades que enfrentan. Por eso anhela que este consejo contribuya a contrarrestar los problemas internos de la iglesia, así como a enfrentar correctamente los que vienen del exterior. Esta intención lo lleva a retomar el tema con el que inició su epístola, a saber, la actitud correcta del cristiano ante el sufrimiento: «Hermanos míos, tomad como ejemplo de aflicción y de paciencia8 a los profetas que hablaron en nombre del Señor. Nosotros tenemos por bienaventurados a los que sufren» (5: 10, 11).
¿Consideramos felices a los que sufren? ¿Qué quiere decir Santiago con esto? ¿Es esta declaración una especie de elogio al masoquismo? En tal caso, si Santiago se estuviera refiriendo aquí a que dicho sufrimiento es resultado de hacer lo correcto, esta afirmación parecería tener cierto sentido; pero, ¿nuestro autor se refiere a eso?
Comparar esta declaración (en el idioma en que se escribió) con aquellas relacionadas a este mismo tema, al inicio de la epístola, hace que su sentido sea más fácil de captar. Al igual que en el capítulo 1, Santiago usa (retoma) en este versículo su palabra favorita para 'paciencia' (jupomoné). Por lo tanto, una mejor traducción de este pasaje diría: «Consideramos bienaventurados a los que perseveran» (compare San. 5: 11 con 1: 3, 4, 12; la cursiva es nuestra).5
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A continuación esta palabra se usa de nuevo (y ahora sí es evidente en la traducción), al referirse al caso de )ob: «Habéis oído de la paciencia de Job, y habéis visto el fin que le dio el Señor, porque el Señor es muy misericordioso y compasivo» (San. 5: 11, compare con Éxo. 4: 6).10 ¡Y qué mejor ejemplo que el libro de Job para mostrar la estrecha relación que existe entre la sabiduría, el sufrimiento y la perseverancia!11
Sin embargo, por más que siempre fuera sabio e íntegro, tan loables características de Job no evitaron que en cierto momento se cuestionara si realmente valía la pena seguir «esperando»: «¿Cuál es mi fuerza para seguir esperando? ¿Cuál es mi fin para seguir teniendo paciencia?» (Job 6: 11).
Al igual que Job, Santiago también sabe que perseverar no arreglará todos nuestros problemas ni las situaciones adversas que nos agobian. Sin embargo, a ambos les consta que vivir así es la mejor evidencia de ejercitar una fe sabia que, ciertamente, produce frutos (San. 1: 3):12
La desconfianza hacia Dios es producto natural del corazón irregenerado, que está en enemistad con él. Pero la fe es inspirada por el Espíritu Santo y no florecerá más que a medida que se la fomente. Nadie puede robustecer su fe sin un esfuerzo determinado. [...] Pero los que dudan de las promesas de Dios y desconfían de las seguridades de su gracia, le deshonran; y su influencia, en lugar de atraer a otros hacia Cristo, tiende a apartarlos de él; son como los árboles estériles que extienden a lo lejos sus tupidas ramas, las cuales privan de la luz del sol a otras plantas y hacen que estas languidezcan y mueran bajo la fria sombra.13
Así como para Job fue útil no dejar de confiar en Dios en medio de sus sufrimientos, seguro de que el regreso de Cristo acabaría por poner todo en el lugar correcto (Job 19: 25, 26), quienes vivimos en la última etapa del gran conflicto entre el bien y el mal haríamos bien en notar cómo intervino Dios en su caso.14 Lejos de brindarle detalles respecto del porqué estaba sufriendo o las causas exactas de su dolor, el Señor lo bombardeó con una serie de preguntas semejantes a estas:
¿Podrás tú anudar los lazos de las Pléyades? ¿Desatarás las ligaduras de Orion? ¿Haces salir a su tiempo las constelaciones de los cielos? ¿Guias a la Osa Mayor con sus hijos? ¿Conoces las leyes de los cielos? ¿Dispones tú su dominio en la tierra? (Job 38:31-33)
Y aunque en primera instancia pueda parecer que la manera como Dios se dirige a Job es más severa que amable, es un hecho que la intención del
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Señor no era decirle hasta qué punto estaba apurado atendiendo a los muchos asuntos que un universo con millones de galaxias debe tener. Al contrario, sabiendo que el dolor a menudo limita nuestra visión espiritual provocando que no veamos más allá de lo que nos aflige, que el Señor actuara de esta forma fue de mucha ayuda para Job. Dado que Dios es el único que tiene las respuestas a todas estas preguntas y, de hecho, el único capaz de hacerlo todo, su intención con Job era llevarlo a preguntarse: ¿Crees que puedo ocuparme de tu caso? ¿Puedes confiar en que tengo la forma y el poder para resolverlo?
Pese a que en medio del sufrimiento nos resulta mucho más fácil preguntarnos: «Si de verdad Dios existe y es justo, ¿por qué parece que en ocasiones no le importa mi dolor? ¿Por qué parece esconderse cuando más lo necesito? »,15 las preguntas que Dios planteó a Job son las mismas que nosotros también tendríamos que respondernos. Sobre todo cuando hay tantos a nuestro alrededor que, al no entender ni el carácter ni la obra de Dios, se atreven a maltratar a quienes sí confían plenamente en él:
Jesús amaba a sus hermanos y Los trataba con bondad inagotable; pero ellos sentían celos de él y manifestaban La incredulidad y el desprecio más decididos. No podían comprender su conducta. [...] Poseía una dignidad e individualidad completamente distintas del orgullo y arrogancia terrenales; no contendia por la grandeza mundanal; y estaba contento aun en la posición más humilde. Esto airaba a sus hermanos. No podian explicar su constante serenidad bajo las pruebas y las privaciones. No sabían que por nuestra causa se habia hecho pobre, a fin de que «con su pobreza» fuésemos «enriquecidos ». No podían comprender el misterio de su misión mejor de lo que los amigos de Job podian comprender su humillación y sufrimiento.16
No, Santiago no intenta darnos todas las razones por las que Dios permite que sus hijos sufran, pero sí nos recuerda que la gracia y las promesas de Dios siempre están a nuestro alcance, a fin de fortalecer nuestra fe y mantenernos firmes hasta el fin.17 En efecto, la fe del cristiano no se basa solamente en el reconocimiento de la existencia de Dios, sino también en la certeza de su intervención al final del tiempo, la cual traerá vindicación y recompensa a sus hijos fieles (San. 1: 12).
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Hechos, no palabras
Dado que la fe ha de ser práctica y útil en todos los ámbitos de la vida, que Santiago intercale magistral mente en esta sección los temas de la paciencia y el control de nuestras palabras demuestra un orden deliberado, el cual puede apreciarse mejor con la ayuda del siguiente cuadro:
Lo que hív one bstr
CmuuumiJu....
Coa jgau
A. Taiefpt' si:
tivstaddSetaqv. 7,8)
«nitela púbca (alfas»!
B. Comía Ib ¡otara
quenpazyaatAib pnettfvj;
oo» a taita
(KoaaqiqtÉ)
A. Tese psoeata:
dajopb tata paitas Job (v. 10, m
iotaa’ poflfcslnnapetu&ni])
B. Calata la pataca
dejanploif nojunrú, ‘
■> »*—*taato
Así, deseoso de que sus lectores hayan captado y, sobre todo, lleven a la práctica lo que ha expuesto a lo largo de su libro, Santiago concluye esta sección esperando que puedan hacer evidente lo aprendido nuevamente mediante el uso correcto de sus palabras: «Sobre todo, hermanos míos, no juréis, ni por el cielo ni por la tierra ni por ningún otro juramento; sino que vuestro "sí" sea sí, y vuestro "no" sea no, para que no caigáis en condenación» (San. 5: 12).
Que este versículo empiece con la expresión 'sobre todo' inquieta a varios comentaristas pues no pueden explicarse por qué la importancia de esta instrucción tendría que ser mayor. La mejor solución parece ser que dicha expresión no se utiliza aquí para destacar lo que Santiago dirá a continuación, sino para enmarcarlo como una declaración sumaria del contenido de la epístola, algo equivalente a decir: «Finalmente, antes de que se me olvide...». Esa es una aclaración que se acostumbraba hacer precisamente hacia el final de documentos como este.18
Ahora bien, puesto que el uso de juramentos denunciado aquí probablemente fuera una más de las formas que tenían sus lectores de mostrar su impaciencia, la exhortación de Santiago nuevamente se presenta mediante un categórico imperativo, cuyo objetivo es que abandonen esta práctica. Se trata de una orden prácticamente idéntica a la mencionada en Levítico 19, capítulo que, como notamos en otro momento, también está íntimamente relacionado
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con otras partes de la epístola: «No juraréis en falso por mi nombre, profanando así el nombre de tu Dios. Yo, Jehová» (Lev. 19: 12).
No es que los juramentos en aquellos días fueran malos en sí mismos o que la Biblia prohíba el uso del verbo 'jurar'.19 No cabe duda de que, si en un tribunal el acusado, los abogados y el juez pudiesen estar seguros de que cada palabra que se dice es absolutamente cierta, el uso del juramento sería innecesario. Pero, dado que muchos acostumbran matizar la verdad y falsificar los hechos en consideración, en tales casos, el uso del juramento pretende ser útil.
En los días de Santiago, pese a su empleo en asuntos oficiales y civiles, el uso excesivo e incorrecto que algunos estaban haciendo de los juramentos no solo contribuyó a restarles importancia, sino también utilidad. Sin embargo, el marco en el que hemos de entender lo que Santiago dice sobre los juramentos es, sin duda, el de las palabras que Jesús pronunciara al respecto en el Sermón del Monte:
Pero yo os digo: No juréis de ninguna manera: ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies. [...] Pero sea vuestro hablar: «Sí, sí» o «No, no», porque lo que es más de esto, de mal procede (Mat. 5: 34-38).
Así, basándose en la autoridad de Jesús, en su carta Santiago condena vigorosamente la costumbre judía de reforzar sus afirmaciones con juramentos. Y es que, a fin de sacar provecho, los judíos habían establecido una distinción entre "juramentos obligatorios" y "no obligatorios", Distinción que esencialmente consistía en que, en vez de mencionar el nombre divino (lo cual haría "obligatorio" su juramento), quien juraba lo hiciera «por la tierra», «el cielo», o por cualquier otra cosa. Pese a que no pronunciaban el nombre de Dios, pero su intención seguía siendo aludir a él con el fin de dar credibilidad a sus promesas, tanto Jesús como Santiago denunciaron esta costumbre:
Los judíos entendían que el tercer mandamiento prohibía el uso profano del nombre de Dios; pero se creían libres para pronunciar otros juramentos.
Prestar juramento era común entre ellos. Por medio de Moisés se les prohibió jurar en falso; pero tenian muchos artificios para librarse de la obligación que entraña un juramento. No temían incurrir en lo que era realmente blasfemia ni les atemorizaba el perjurio, siempre que estuviera disfrazado por algún subterfugio técnico que les permitiera eludir la ley.10.
Así, habiendo hecho del asunto de los juramentos una especie de juego de palabras, algo ya suficientemente malo, el frecuente uso que se hacía de ellos
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también delata otro grave problema. Dado que un juramento pretende confirmar una declaración o una promesa poniendo a Dios como testigo, es obvio que la credibilidad de un juramento depende en gran medida del hecho de que este sea raramente utilizado. Por lo tanto, que Santiago denuncie la práctica frecuente de jurar lamentablemente también demostraba hasta qué punto habían llegado a ser común la mentira y el fraude entre algunos cristianos.
De ahí que los rabinos judíos recomendaran: «No te acostumbres a los votos, porque más tarde o más temprano harás falsos juramentos».21. Mientras que los esenios prohibían toda clase de juramentos al considerar que, si una persona necesitaba jurar para decir la verdad, es que no era digno de confianza. En efecto:
Las casas y edificios edificados sobre fundamentos firmes no requieren puntales que los sostengan. Del mismo modo, la persona cuyo fundamento es Jesucristo, con quien la misma mantiene una comunicación constante en oración, no necesita fortalecer sus palabras. Dice la verdad porque está fundamentada en Cristo, quien dijo: «Yo soy la verdad» (Juan. 14: 6).22.
O, en palabras de Elena G. de White:
Quienes hayan aprendido de Cristo no tendrán participación «en las obras infructuosas de las tinieblas». En su manera de hablar, tanto como en su vida, serán sencillos, sinceros y veraces porque se preparan para la comunión con los santos en cuyas «bocas no fue hallada mentira».23.
No, ni Santiago ni el Nuevo Testamento condenan el uso del verbo 'jurar', pero sí la tendencia humana a la falsedad que en ciertos ámbitos aún los hace necesarios. Pero, ya que a un cristiano se lo ha de conocer como persona de honor y puesto que es consciente de que todo lo que dice lo hace ante la presencia de Dios, jurar para él tendría que ser totalmente innecesario. La enseñanza es simple, el cristiano ha de ser honrado y decir la verdad en todo momento. Esta conducta se espera en todos aquellos que, a través de una evidente paciencia y perseverancia, manifiestan que el propósito y punto culminante de sus vidas es hallarse listos para «la venida del Señor» (San. 5: 7). En efecto, los pacientes no juran.
Referencias
1. E] ideal planteado aquí por Santiago es que aprendamos a actuar de acuerdo con «la ley de la libertad» (2: 12), no que intentemos obtener la libertad transgrediendo las leyes o mediante el uso de la fuerza.
2. El vocabulario que utiliza es una evidencia de que San. 5: 7-20 es una recapitulación y ampliación de los mismos temas abordados en el primer capítulo del libro {San. 1: 1-18), que giran alrededor de la forma
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correcta de responder a las pruebas y al sufrimiento, lo cual incluye: la paciencia, el control de la lengua y, en esencia, la práctica de la religión auténtica basada en el desarrollo de la sabiduría y la fe. Repasar el esquema de la epístola que vimos en el capítulo 1 puede ser de gran ayuda para visualizarlo mejor.
3. Aunque el agricultor y el cristiano no tienen control sobre la fecha exacta en que caerá la lluvia o regresará Cristo, la certeza de estos acontecimientos radica en que Dios ha prometido el cumplimiento de ambos,
4 Cassese, pág. 28.
5. Walter C. Kaiser, Peter H. Davis, F. F. Bruce, Manfred T. Brauch, Hará sayings of the Bible (Downers Grove, Illinois: Intervarsity Press, 1996), pág. 703.
6. Recuerde que las exhortaciones del Nuevo Testamento no se circunscriben a lo que pasa en el interior de la iglesia. Ponerlas en práctica también habría de tener implicaciones en nuestro comportamiento ante la sociedad.
7. Sobre porque esta expresión se usa para describir las quejas del pueblo israelita, pero en contra del maltrato de los egipcios (Éxo. 2:23), ¡no de sus hermanos!
8. Al usar nuevamente el término makrothumeo, este versículo tambiénnos remite a San. 5:8.
9. Las palabras griegas makrotumia (paciencia) y jupomoné (perseverancia) también aparecen juntas en Col. 1: 11, pero su uso en el Antiguo Testamento (en la LXX) nos resulta más útil. Como características de los fieles en tiempo de persecución y sufrimiento, ambas están asociadas en esta sección de las Escrituras con la certeza de que Dios vindicará a sus hijos, al final del tiempo.
10. El concepto que subyace a la palabra 'misericordioso' es más parecido a nuestro concepto de 'amable', adjetivo que describe a Dios de una manera que encaja perfectamente en el contexto de Santiago.
11. Usar este tipo de ejemplos como un recurso para la motivación es algo tradicional en la literatura judía. Heb. 11 puede ser considerado como un ejemplo bíblico.
12. Recuerde que un interés central de la epístola de Santiago es describir cómo tendría que ser nuestra respuesta ante el sufrimiento.
13. Elena G. de White, El conflicto de ¡os siglos, cap, 33, pág. 518.
14. Aunque no es totalmente seguro que haya sido escrito antes que Santiago, es interesante que el énfasis del libro El Testamento de Job no está en su «perfección», sino en su padenda (1: 5; 27: 7). Una investigadón muy útil sobre la reladón entre el sufrimiento de Job y las palabras griegas makrotumia y jupomoné es la de Maarten Wisse, «Scripture between Identity and Creativity: A Hermenéutica] Theory Building on Four In- terpretations of Job» (Tesis doctoral, Universidad de Utrecht, 2003), págs. 35-49.
15. Es común que quienes afrontan mucho dolor se planteen estas y otras preguntas similares, Si desea ver lo útil e interesante que Philip Yancey tiene que dedr al respecto, le recomiendo su libro Cuando la vida duele: ¿dónde está Dios cuando sufrimosl (Miami: Unilit, 2002).
16. El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 70.
17. La actitud de quien espera a Cristo, por lo tanto, no puede caracterizarse por ser pasiva ni por el fanatismo.
18. Aunque usa otra expresión, esto es parecido a lo que hace Pablo en varias de sus cartas (vea 2 Cor. 13: 11 y Fil. 3: 1). Para profundizar en el tema, vea Fred O. Francis, «The Form and Functíon of the Opening and Closing Paragraphs of lames and 1 )ohn», ZNW61 (1970), págs. 110-126. Era común que, al final de una carta griega, apareciera un juramento certificando que el contenido de la misma era verdad (Davids, pág. 1045).
19. A menos, daro, que un cristiano siguiera las costumbres romanas de invocar el nombre de sus divinidades y del emperador en sus juramentos, o que jurar fuera parte de su militancia como Zelote (compare con Hech. 23: 12-15).
20. Elena G. de White, El discurso maestro de Jesucristo, cap. 3, pág. 59.
21. Barday, pág. 60.
22. S. Kistemaker, pág. 134.
23. Elena G. de White, El discurso maestro de Jesucristo, cap. 3, pág. 61.