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Marríía de lla Esperranza Herrmiida Morreno
          Ma a de a Espe anza He m da Mo eno




PESADILLA DE UNA LIBERTAD




                              Jornaleros de Jaén, aceituneros altivos.
                   Decidme en el alma quién, quién levantó los olivos?
                       No los levantó el arado, no los levantó el calor,
                            sino la tierra mojada, el trabajo y el sudor.

                                    Miguel Hernández, “Aceituneros” 1937
En la acera frente a la entrada del Edificio, incluso en medio de la calle,
siempre se veía a una pequeña multitud agolpada. Alrededor de las diez de la
mañana, el tránsito de los vehículos era religiosamente detenido por la acción
coordinada de los fiscales de tránsito y los custodios de los presos. El objetivo de
esta paralización vehicular, era estacionar, bajo un despliegue a veces exagerado
de armamento y de otras medidas de seguridad, a los enrejados autobuses
provenientes de los recintos penales más emblemáticos de Caracas, que eran el
“Retén de Catia”, “La Planta” y “El Junquito”. Además, los custodios de los presos
los hacían descender, cruzar frente a los autobuses e introducirse, a paso de trote,
en el estrecho túnel que conducía al sótano donde debían permanecer hasta ser
llevados a los Tribunales.


      En la Planta Baja del Edificio, la gente se ordenaba en forma curvilínea,
frente a los viejos ascensores “con capacidad para 8 personas”. Los corredores de
presos, están regados por todas partes. Después supe que se trataba de unos
extraños personajes, mitad abogados profesionales mitad falsos “doctores”
estafadores, que se ocupaban de preguntar y luego de responder, aunque fuese
con una mentira, a quienes desesperadamente se interesaban por la suerte de los
procesados penales, por el estado de la causa o por cualquier otra situación que
brindase alguna esperanza de libertad del preso. La tarifa que cobraban por esa
labor, oscilaba entre lo posible y lo inimaginable. Los corredores de presos eran
requeridos por mujeres y hombres, en su mayoría tan o más pobres, que los
mismos detenidos.


      Las anchas escaleras del Edificio, casi siempre estaban llenas de personas
de todos los colores, de todos los tamaños y de todas las edades, subiendo y
bajando, bajando y subiendo, que se confundían con Guardias Nacionales, con los
funcionarios de la Dirección de Prisiones del Ministerio de Justicia y con los
esposados. En cada piso, frente a cada Tribunal o Defensoría, la mixtura del
público era aún más extravagante que en la calle o en las escaleras. Encopetadas
damas y finos caballeros, portando elegantes maletines que les dotaban de la
apariencia de profesionales del derecho, casi siempre de pie o recostados sobre
paredes que hace años habían sido pintadas de beige y marrón, alternaban en
conversaciones pródigas de un léxico jurídico pocas veces comprensible por sus
interlocutores o en trámites de intercambio de un sin fin de papeles, igualmente
absurdos, con vendedores ambulantes, prostitutas, desempleados profesionales,
delincuentes, analfabetas y con otra gente que, a duras penas, había logrado un
permiso en el trabajo, para ir a ver a su familiar o a su amigo, involucrado en algún
delito.


          Pululaban los trajes de vestir, masculinos y femeninos, de lino, de seda y de
marca, junto a los jeans desteñidos, las batas de casa manchadas de grasa, las
bragas de mecánico, los uniformes de labor de las empresas y los atavíos de
diario que se adquirían en “oferta” en las tiendas por departamento o en los
mercados de la ciudad. Las fragancias de Dior y Rabanne peleaban con la colonia
Meneen, con los desodorantes perfumados anti transpirantes y con el mal sudor.
Al final, ninguno de los olores, personalidades o colores se imponía.


          Las personas eran una mancha, simplemente. Las manchas, el piso de un
escenario donde las vestimentas y maquillaje gestual de las almas, tapaban sus
miradas.


          Ese ambiente no me era extraño. Había correteado por allí hacía años,
porque mi madre trabajó en el Ministerio de Justicia. Pero esta visión del
funcionamiento de la administración de justicia penal, me despertó una
apasionada curiosidad de arqueólogo.


          El Tribunal estaba al final del pasillo, en un piso intermedio del Edificio, en
el ala oeste. La primera interrogante que me hice, cuando iba a ingresar, y que
afortunadamente nunca formulé en alta voz, fue ¿qué es un auto? Empezando el
período de prueba, la Secretaría me dio un expediente en cuya carátula se leía
que el delito era contra las personas. Me suministró el “modelo” de un auto de
detención, el Código Penal y el Código de Enjuiciamiento Criminal. Sus
instrucciones estaban contenidas en una minuta manuscrita, engrapada a la
carátula: “Homicidio Calificado”. Yo debía hacer, con base al modelo, el auto de
detención. No fue difícil. Sin embargo, tuve que quedarme hasta muy tarde en la
noche, ya que la orden de encarcelación se había librado y el procesado iba a
comparecer, para imponerlo de la decisión, al día siguiente. Ese día descubrí que
mi curiosidad por escudriñar el funcionamiento del sistema judicial, tendría que ir
aparejada con la tarea de aprehender el conocimiento básico para sobrevivir en
un ambiente laboral signado por la urgencia de respuestas bien sustentadas y
rápidas.


       Cuando se llega a sentir que en cada causa judicial y en cada expediente,
se plantea un nuevo reto o la apasionada aventura de contrastar el texto de la ley
con la “verdad” procesal, con la “verdad verdadera” o con la vida real de los
personajes que manchan de letras los folios amarillentos y llenos de polvo, donde
consta que la justicia y la injusticia actúan con sus manos implacables, en paralelo
y casi simultáneamente, no se produce ese tedioso aburrimiento que
generalmente tiñe de gris la existencia laboral a raíz de una cierta rutina diaria.


       Cuantas “verdades”... Las almas se tapan tras cada una.


       El alguacil nos solicitaba, al final de la mañana, la entrega del listado para
procesar los traslados del día siguiente. El “Negro” empezaba con su cancioncita
como a las once y media: “traslados”, “traslados”, “me voy a ir”. Pasaba escritorio
por escritorio, acopiando la identificación y centro de reclusión de las personas
que los escribientes necesitábamos para tomarles la declaración informativa o la
indagatoria, o para que designaran defensor provisorio. La “flaca”, como
cariñosamente le decíamos a una compañera escribiente, pasaba por las mesas
de trabajo de cada uno de nosotros, después de la una de la tarde, para recoger la
información que se asentaría en el Libro Diario del Tribunal.


       Trabajábamos desde muy temprano, a pesar de que el horario para la
atención al público era a partir de las ocho y media de la mañana. Teníamos que
recoger en el Archivo, los expedientes que nos tocaba instruir o decidir ese día y
anotarlos en la hoja de control. También debíamos anotarnos en otro control, el de
asistencia diaria. Allí colocábamos la hora de llegada. Siempre llegábamos antes
del inicio “oficial” de las actividades diarias, pues si no, el auxiliar de secretaría se
encargaba de pasar una línea, con bolígrafo o marcador rojo, a partir de las ocho y
media, lo que impedía que cualquiera que llegara con retardo, pudiese firmar. En
nuestro cuaderno individual de asientos diarios, colocábamos los números de las
causas que nos asignaban, el nombre del o los procesados, la naturaleza del
delito que se investigaba y una síntesis de la actuación que se hacía. Con base a
esta información, la “diarista” transcribía en esa memoria tribunalicia de cada día,
lo que se hacía en el Juzgado y dejaba asentada a mano, la información de cada
drama humano que pasaba por nuestros ojos, nuestros oídos y por nuestras
máquinas de escribir.


       Yo tenía cierta aptitud para investigar las causas que generaban la comisión
de los diferentes tipos de delito, las motivaciones que tenían sus autores, reales o
presuntos y para analizar su entorno social. El asunto no era simple. No se trataba
sólo encuadrar el delito en el marco pautado por el Código Penal, sino de ir a la
raíz de su génesis y entonces, discernir acerca de la culpabilidad y de la
pertinencia de una calificación.


       Por suerte, la Jueza compartía esa visión y el tratamiento de los
expedientes se me hizo, más bien, un permanente aprendizaje, intercambiando
ideas con ella, con el auxiliar de secretaría y con la misma Secretaria, que al
principio casi me revienta con aquel auto de detención “de hoy y para hoy”.
Esa mañana hice lo de todos los días. Empecé a leer el expediente 85-392
y desde el comienzo sentí que era muy diferente a cualquier otro caso que
hubiese instruido. Oficié solicitando todos los recaudos y por supuesto, a la hora
en que el “Negro” pasó por mi escritorio a buscar los traslados, le di la
participación dirigida a la Comisaría de El Paraíso, para que al día siguiente se
hiciera presente la detenida.


      En la noche, cuando me acosté, pensé en Ella. Traté de hacerme una idea
de su rostro y de su personalidad. No recuerdo cuánto dormí, sólo sé que varias
veces me desperté y que el insomnio, hizo que finalmente me levantara más
temprano de lo usual y que me fuera al Tribunal.


      Trataba de otear su alma, que como todas las demás, estaba tapada.


      Al llegar no había nadie aún y para matar el tiempo, bajé a desayunar al
restaurante de al lado del Edificio. Normalmente, compraba el desayuno para
llevar y comía encima del primer expediente que me tocaba leer ese día. Casi
siempre ingería una empanada de queso que, muchas veces, se me quedaba
atorada en la garganta, debido a las grotescas fotos que estaban contenidas en
los folios que relataban las vicisitudes de los casos de homicidio. En esas
situaciones, tenía que empujar la empanada con el café o con un jugo de naranja
generalmente desabrido y después, seguía leyendo.


      Esa mañana no. Nada se atarugó. Hasta compré un ejemplar de uno de los
periódicos de circulación nacional y lo leí completo. Su última página informaba
con un gran titular, que la “Asesina de Plan de Manzano” sería llevada a los
Tribunales. Un extraño dolor –tipo presentimiento- apareció en la boca de mi
estómago. La tranquilidad del pausado desayuno, se convirtió en una angustia
desesperante por subir al Tribunal. De hecho, ni siquiera esperé el ascensor. A
pasos agigantados subí las escaleras, atravesé el pasillo y crucé el umbral de la
puerta del Juzgado, para, casi corriendo, tirar mis pertenencias sobre el escritorio
que me asignaron, ir al archivo, extraer el expediente y preparar las preguntas de
la declaración informativa en el caso número 85-392.


      Mis compañeros dijeron que esa mañana, abajo, a las puertas del Edificio,
se estaba aglomerando una multitud más grande que lo usual, armada con palos y
piedras, esperando a una detenida, acusada de homicidio, con intención de
lincharla. Más tarde, me informó el alguacil del Tribunal de al lado, que estaban
llamando a todos los alguaciles penales para que bajaran a reforzar la seguridad
en Planta Baja, porque iban a trasladar a una procesada a la que estaba
esperando mucha gente para agredirla. Al rato, otra compañera llegó al Tribunal y
le informó a la Secretaria, que había llegado la prensa y que un enjambre de
periodistas estaba subiendo para entrevistar a la Doctora sobre el caso de la
“Asesina de Plan de Manzano”. La Jueza telefoneó de inmediato a seguridad y
solicitó el cierre del acceso al pasillo contiguo a la puerta del Juzgado.
Lamentablemente, la acción de resguardo fue tardía y contradictoria, pues
mientras unos funcionarios decían que debía cerrarse el acceso del pasillo, otros
decían que se debía cuidar la entrada del Tribunal, pues la Jueza había dado
órdenes estrictas de no permitir el ingreso a la prensa.


      El escenario del guión de la muerte estaba vivo...


      Lo cierto es que, bien por las escaleras o por el ascensor, subieron varios
integrantes de la turba que gritaban “muerte a la asesina”, así como también se
hicieron presentes algunos      reporteros gráficos, camarógrafos y periodistas.
Prácticamente cubrían todo el piso donde estaba ubicado el Tribunal. La alharaca
obedecía a la inminente llegada de Ella, la procesada del expediente 85-392.
Ahora, cuando ha pasado tanto tiempo, me preguntó dónde estará, qué
será de sus hijos, de su vida... Dónde estará el alma de esa vestimenta y de esos
gestos. Acaso me sigue como entonces la seguí a Ella?


      Ella, desde el momento en que leí por primera vez el expediente, no me
pareció culpable. Tenía veintidós años. Era prácticamente analfabeta. Había
parido cuatro criaturas, dos hembras y dos varones. Estaba embarazada por
quinta vez. Su único marido y por ende el padre de todos sus hijos, había sido su
padrastro hasta los doce años. En sus deposiciones ante el Cuerpo Técnico de
Policía Judicial, Ella había confesado el delito y dijo que el arma utilizada fue un
cuchillo, el más grande que tenía, el cual, regularmente, usaba para cortar la
carne. Fue una sola puñalada, certera, milimétricamente precisa, directa al centro
del corazón.


      El informe forense reveló que la muerte se produjo por una hemorragia
interna ocasionada por herida punzo penetrante en el músculo cardíaco. De
acuerdo al informe dactiloscópico, las huellas de la indiciada, estaban
perfectamente marcadas en la cacha del arma blanca usada. El protocolo de la
autopsia practicada en el cuerpo del occiso, indicaba que se encontraba bajo los
efectos del alcohol y la data de la muerte era de aproximadamente unos diez días
antes de yo leyera el expediente. Según la declaración de Ella, el ahora occiso,
estaba dormido para el momento del crimen. Se trataba del marido de la indiciada.


      Era un caso aparentemente sencillo, donde estaba demostrado el cuerpo
del delito y los indicios de culpabilidad. La calificación del delito podía ser
relativamente fácil. Además había evidencia de múltiples agravantes, como la
alevosía y la ventaja. Para colmo el occiso era marido de la indiciada y Ella estaba
embarazada.
Pero ... por qué lo mató? Por qué esperó a que estuviera dormido? Por qué
se aprovechó de su borrachera? Sería que el occiso no la embarazó? Si el último
embarazo era producto de relaciones con otro hombre, cómo mantendría a sus
otros hijos, ahora huérfanos? Estas preguntas me martillaban la mente, porque era
demasiado fácil hablar de homicidio y muy difícil responderlas. Pero por otra parte,
Ella no me parecía culpable.


      La angustia inicial se transformó en una aliviada actitud escrutadora al
tenerla frente a mí. Llegué a pensar que nunca atravesaría la puerta. Creí que la
matarían en la entrada. En momentos me invadía un cierto miedo al pensar que
luego de salir del Tribunal, su vida podía correr peligro. Ella era de baja estatura,
no mayor de un metro cincuenta centímetros y estaba más bien muy delgada, a
pesar de su estado de gravidez. Cualquiera diría que presentaba algunos signos
de desnutrición, al verle sobresalir tantos huesos de manera de manera
prominente. Sus ojos marrones no tenían rastro de haber brillado de alegría
alguna vez y estaban cargados de unas dolorosas lágrimas, que amenazaban con
reblandecer los cimientos de cualquier teoría jurídica sobre la culpa y la
culpabilidad, los indicios, el valor de la confesión, los agravantes y sobre el cuerpo
del delito. Una asesina que inspiraba un profundo sentimiento de compasión. Una
asesina humilde. Una asesina cuya tristeza iba más allá de esa muerte, porque no
tenía nada que ver con la muerte, sino con la vida. Una asesina a la que no sé por
qué yo no encontraba culpable.


      Pero nuestra conversación oral no comenzó de inmediato. Empezamos a
comunicarnos a través de gestos. Le facilité unas servilletas para que se secara la
cara y luego, un vaso de agua. Ella me devolvió una mirada fría y distante.
Después la saludé, llamándola por su nombre y Ella me dijo, muy rápido tal vez,
sin preguntárselo, sin que yo deseara escucharlo, con muchos detalles, como para
convencerme que había matado a su marido, que no se arrepentía, que era
preferible estar en una cárcel, que seguir en ese rancho, con ese hombre.
Yo no había empezado a escribir en la máquina. No tenía intención de
hacerlo, en esos momentos iniciales. Sólo la estaba escuchando y observando.
Estaba tratando de entender por qué una mujer con diez años de concubinato con
un mismo hombre, cuatro hijos y uno en camino, desocupada y sin formación,
había decidido asesinar a su marido. Sabemos que en esta y en muchas otras
culturas, un marido es como una especie de un trofeo para cualquier mujer y si
hay maltrato en la relación o cualquier otro tipo de situación insatisfactoria,
simplemente debe cumplirse ese código invisible –pero más poderoso que la ley
escrita- que ordena la sumisión femenina. Pero yo la veía y mi mente hacía
elucubraciones sociológicas, Ella sólo se limitaba a repetir y repetir que lo había
matado porque no quería vivir más con él.


       Buscaba y buscaba, insistente y pertinaz, un alma que sentía agonizante en
un susurro débil y casi imperceptible. Su alma... dónde estaba? Por qué no era
culpable para mí? Ella... Ella... Me llamaba a gritos, detrás de su ropa, debajo de
su piel.


       Creo que fue como una hora después cuando empecé a golpear el teclado
y a vaciar las respuestas que Ella daba a las preguntas que yo le hacía. Me
paraba, iba al baño y regresaba. Volvía a detenerme y reiniciaba el interrogatorio.
Ella insistía en lo mismo. Parecía como si un secreto profundo y grande no la
dejaba hablar. Yo tenía la extraña sensación de que, a pesar de estarla
escuchando y de escribir lo que Ella decía, en el fondo había un absoluto silencio.
Tal vez las palabras y el ruido de mi máquina manual de escribir, sólo acrecentaba
ese raro, pero imponente silencio. Percibía que no se podía conocer la causa real
de este homicidio, solamente a través de ese procedimiento inquisidor absurdo y
solitario, que más se asemejaba a un diálogo de sordos, que a una investigación
científica. Presentía que Ella sí sabía por qué había perpetrado el delito y que no
lo quería o no lo podía decir. Estuvimos jugando a las escondidas durante horas.
Varias veces le pregunté lo mismo de distinta manera y Ella me vaciaba en los
oídos cántaros repletos de su monótono argumento causal.


      El ocaso se apropió del tiempo ese día y tanto la Jueza, como la Secretaria,
el auxiliar de secretaría, el “Negro”, la flaca y yo, seguíamos allí, escuchando
aquella terca e inexplicable repetición. El hambre y la sed se hicieron presentes y
la Doctora envió por comida y refrescos. La multitud, los gritos y los periodistas, se
habían retirado del Edificio. Hasta los funcionarios de la Comisaría de El Paraíso
habían reducido su número y estaba por llegar la siguiente guardia que relevaría a
quienes habían trasladado a la indiciada del expediente 85-392 horas atrás.


      Ella comió como si tuviese muchos días sin saborear un pedazo de pan o
un vaso de agua. La Doctora le preguntó si en la Comisaría no le había dado
comida y Ella contestó que sí, que allí la habían tratado muy bien, que lo que
pasaba era que tenía hambre atrasada, que en su casa no comía casi, que no
podía salir a comprar ni a la bodega porque su marido no la dejaba, que tenía que
esperar a que él trajera la comida, que era poco lo que había y que Ella prefería
pasar hambre para darle de comer a sus hijos. La Secretaria le dijo que la
queríamos ayudar, pero que tenía que decirnos la verdad. Ella no dijo nada. La
flaca le preguntó por qué tenía tantos hijos, si no quería a su marido. Ella no dijo
nada. El auxiliar de secretaría le contó que conoció a una mujer en Brasil que
mató al marido porque que tenía una querida. Ella no dijo nada. El “Negro” le
preguntó sobre el oficio del marido y Ella no dijo nada. Yo le referí que en los
autos había una constancia de trabajo del ahora occiso. Ella no dijo nada.


      Sentíamos frustración. No quedaba aparentemente otra alternativa que
dictar el auto de detención. Ella se había ido casi a la media noche y nosotros nos
quedamos discutiendo el caso un rato más, sin encontrarle la lógica a un delito de
homicidio tan perfectamente planificado y tan contradictoriamente ejecutado por lo
tardío, pues si Ella no quería al marido, por qué esperó tanto tiempo para matarlo,
por qué estaba embarazada y por qué en vez de matarlo, no huyó llevándose a
sus hijos. Yo seguía pensando que Ella no era culpable.


      La Doctora empezó a releer algunos libros sobre crímenes parecidos en
otros países y me explicó que la actitud de la indiciada podría comportar una
venganza, por alguna inexpugnable razón. Por eso, al día siguiente el Tribunal
acordó la reconstrucción del delito, lo que se instrumentó de inmediato. Al llegar al
lugar donde se perpetró el homicidio, la miseria golpeaba brutalmente la
conciencia. Las personas que habitaban ese sitio no vivían como seres humanos,
sólo tenían signos vitales.


      La policía cercó el área. Junto a la Fiscalía del Ministerio Público, la Jueza,
la Secretaria, y yo, se levantó el acta donde se dejó constancia de lo sucedido. Un
compañero escribiente del Tribunal haría el papel del marido muerto. Cuando Ella
llegó, se le informó el objeto de la actividad y nuevamente, guardó silencio.
Empezamos.


      Ella, al principio estaba un poco nerviosa y luego, poco a poco fue
relatándonos cómo había sido todo. Mientras describía los hechos hubo un
momento en el que se detuvo pensativa durante un largo rato, después nos miró y
enseguida preguntó si decir lo que sentía ayudaba en algo. La Doctora le dijo que
sí. Ella dijo que su padrastro se acostaba con su mamá y con Ella
simultáneamente desde que tenía ocho años de edad, que a los doce se la llevó
de la casa y le montó el rancho, porque Ella estaba embarazada. Contó que no
sabía nada de eso de ser madre y que una mujer de su marido que no podía tener
hijos, la ayudó a criar a su primer varón. Dijo que quería estudiar y que su marido
se lo prohibió. Que le dio una golpiza y que después le explicó, forzándola a tener
sexo con él, que las mujeres no necesitaban estudiar. Relató que así salió
embarazada por segunda vez y que tuvo una hembra. Cuando la niña nació, su
marido dijo que esa también sería su mujer. Ella quería mudarse de allí y tener
más comida para sus hijos, pero su marido le dijo que él no tenía plata y que se
conformara con lo que tenía, ya que si no fuese por él, Ella tendría que ser
prostituta para poder comer. Que gracias a él, Ella era una “mujer decente”.
Señaló que un día él llegó borracho y Ella le reclamó que gastaba el dinero en
bebidas alcohólicas, mientras sus hijos pasaban hambre. Que él la golpeó hasta
hacerla perder el conocimiento, que después la violó y que por eso quedó
embarazada otra vez. Al nacer el segundo varón, su marido dijo que Ella tenía la
obligación de embarazarse de nuevo, ya que a él sólo le gustaban las mujeres.
Que por eso, nació la segunda hembra. Después relató que una noche, cuando su
marido llegó acompañado de unos amigos para seguir bebiendo y jugar dominó, el
niño mayor se puso a llorar del hambre que no lo dejaba dormir. Que su marido lo
golpeó salvajemente y lo echó de la casa. Esa misma noche, su marido la violó
nuevamente y quedó embarazada de la criatura que próximamente nacería.


      Se limpió una lágrima y volvió a retomar su papel dentro de la
reconstrucción del delito. Agarró un pedazo de plástico que simulaba el cuchillo,
observó el movimiento del pecho desnudo en el cuerpo del escribiente que hacía
el rol del occiso y lo clavó en el lugar donde Ella creía que estaba ubicado el
corazón, jurando que nunca más volvería a violarla y que nunca más traería un
hijo de ese hombre al mundo.


      El caso de la “Asesina de Plan de Manzano” tuvo el status de escándalo
gracias a cierta prensa amarillista. Además motivó la participación de
organizaciones defensoras de los derechos humanos de las mujeres, cuando
trascendió a la opinión pública, que el verdadero motivo del delito era el abuso
sexual del marido. La percepción de la sociedad sobre esta mujer, varió sólo
entonces. Mientras tanto, yo preparaba la sentencia exculpándola. La Doctora
corrigió y volvió a revisar, tachó, agregó textos y finalmente me pidió que leyera en
voz alta la redacción definitiva. El homicidio dejó de ser aquel delito frío y alevoso,
con el que venía predispuesto el expediente 85-392, responsabilizando a la
presunta indiciada, para convertirse en un acto realizado en legítima defensa,
frente a la comisión continuada y agravada del delito de violación por parte del
occiso, y frente a la imposición violenta y forzosa de la condición de esclavitud en
perjuicio de la encausada. Se demostró el abandono injustificable de las
obligaciones alimentarias que el occiso había contraído como padre y como
marido, máxime cuando que le prohibía a Ella ejercer su derecho al trabajo.
Seguidamente se libró la boleta de excarcelación y de manera inmediata el
“Negro” se fue a la Comisaría de El Paraíso, para que Ella fuese liberada. Ese
mismo día, la Doctora ofreció una conferencia de prensa en la cual explicó los
razonamientos que la habían llevado a tomar la decisión. Recuerdo que yo vi la
entrevista por televisión, cuando llegué en la noche a mi casa. Una gran alegría
me embargó, al escuchar que la Jueza reconoció el trabajo del personal judicial y
en especial mi trabajo como escribiente en el caso, sin mencionar –por supuesto-
mi identificación real. También fue muy emocionante escucharla cuando afirmó
que un Juez, sin la labor y colaboración de su personal, es poco menos que un
maestro sin alumnos. Vi las declaraciones de una defensora de los derechos de la
mujer, que clamaba por la realización de un acto de desagravio que le restituyera
a Ella, por lo menos de algún modo, el prestigio personal lesionado por la
arbitrariedad amarillista. Apagué el televisor y me acosté con la tranquilidad de
saber que mi presentimiento se había corroborado, pues desde el primer momento
pensé que Ella no era culpable.


      El día en que debía asistir para firmar el libro de presentaciones del
Tribunal, Ella no estaba precisamente alegre.


      Nos dijo que su familia sacó a sus hijos del rancho, porque una turba de
vecinos lo quemó, horas después de que la televisión informó sobre su libertad.
Con los ojos llorosos y acompañada por sus cuatro hijos, le pidió a la Secretaria
que le anunciara con la Doctora.
Todos pensamos que se trataba, tal vez, de una conversación para
expresar agradecimiento por la sentencia.


      Ella ahora era totalmente libre y se enfrentaría a la vida de una manera
diferente. A pesar de que en lo inmediato, sería le difícil conseguir trabajo, casa y
medios para estudiar, no sería imposible.


      Mientras    esperaba    para   hablar   con   la   Doctora   me   le    acerqué
amistosamente para saludarla. Sin embargo, aquellos ojos que antes me habían
trasmitido un sin fin de penurias y que yo había aprendido a leer hasta el fondo,
esos ojos que me permitieron descubrir el día de la declaración informativa, que
Ella no estaba diciendo toda la verdad, esta vez, me helaron la sangre.


      La mirada que emanaba de ellos, me causó miedo.


      Estaba cargada de rencor. Ella me dijo con sus ojos que me odiaba. Con
lentos pasos en retroceso y con una sensación de espanto, me retiré
silenciosamente en dirección hacia mi escritorio.


      Ella, sin apartarme sus ojos marrones de encima, me perseguía por todo el
espacio que yo recorría dentro del Tribunal. Me seguía, me acosaba. Me
hostigaba y torturaba. De pronto sentí aquél puñal. Fue igual que cuando mató a
su marido. Calculó la fuerza, midió la distancia y realizó, con una enorme y
descomunal fuerza física, un movimiento rápido, violento, certero y mortal.


      Huí. Trató de matarme.


      No soporté sus ojos oscuros y el pavor de mi alma frente al espectro que
miré en aquellos faros surgidos de una desconocida cavidad negra, pudo más que
la vestimenta lenta de mi cuerpo.
Tomé mis cosas. Me marché sin pedir permiso.


       Estando ya en mi casa, pensaba en las motivaciones que Ella podría tener
para mirarme así. Varias ideas inconexas cruzaron mi mente. Sin embargo, no
pude descifrar por qué tanta rabia y por qué hacia mí. Una y otra vez me
preguntaba qué había hecho mal, si mi intención había sido no dejarme llevar por
las apariencias, sino ir a la raíz.


       Creía firmemente en la tesis de no llenarme de prejuicios a priori con los
solos elementos que contenían los expedientes instruidos por la policía, sino
profundizar en la investigación. Pensaba que era correcto desentrañar las teorías
de la culpabilidad. No dormí en paz esa vez.


       La culpabilidad era una tal verdad más de las tantas teorías con que las
almas se tapaban. Yo buscaba tontamente esa verdad. Una verdad que
demostraba que no existía culpabilidad.


       Ella le pidió a la Doctora que cambiara la decisión y que la declarara
culpable. La amenazó diciéndole que un “doctor” (corredor de presos) le informó
que el expediente sería revisado en un Tribunal de Primera Instancia y que si la
Doctora no la declaraban culpable, Ella buscaría que lo hiciera el Superior.


       La Jueza le dijo que no lo haría y que mucho menos actuaría bajo
chantajes, que el expediente ya estaba en Primera Instancia y que Ella podía
hacer lo que quisiera. Pero, una pregunta natural surgió de los labios de la
Doctora. Por qué razón Ella solicitaba ese aparente absurdo.


       La indiciada en el expediente 85-392 le contestó que no había dicho algo
durante la reconstrucción del homicidio. “¿Qué?”, volvió a preguntarle la Jueza.
Ella dijo que una señora vecina, que había estado presa muchos años, le
había comentado que si iba a la cárcel de mujeres, podía comer, estudiar, trabajar
y hasta criar a sus hijos.


       Ella había pensado que la única manera de ir a la cárcel y librarse de su
marido, era matándolo.


       Dijo que cuando no le creímos que el motivo del homicidio era el desamor y
la llevamos a decir las verdaderas razones del delito, para terminar declarándola
inocente porque había matado al marido en defensa propia, la obligábamos a
perder la posibilidad de disfrutar los supuestos beneficios que le proporcionaría
una larga condena por “asesina”, en la cárcel de mujeres.


       La Doctora le dijo que era imposible cambiar la verdad que Ella nos había
dicho, no sólo por haberlo dicho, sino porque esa había sido su historia y que no
podía tener una vida distinta al infierno anterior, si empezaba sus días de libertad,
con una mentira.


       Ella dijo que ahora sí se moriría de hambre junto con sus hijos. La Doctora
dijo que buscara un trabajo.


       Al volver al Tribunal, el ambiente presagiaba algo. Pregunté qué sucedía y
la respuesta de la Secretaria, sobre la base de la información suministrada por la
Doctora, una vez que Ella se había marchado, me explicó la mirada de odio que
aquella indiciada me había lanzado.


       Esperé la llegada de la Doctora para intercambiar criterios sobre ese
kafkiano proceso de una persona que había sido prácticamente calificada como
culpable y que habíamos liberado, pero que, contradictoriamente, pedía ser
declarada judicialmente culpable, por motivos socio económicos.
La Doctora, segura que nuestra decisión se ajustaba a la verdad verdadera
y al derecho, consideraba improbable que se revocara o anulara en Primera
Instancia o en el Superior.


       Los motivos de Ella para pedir ser encarcelada, no eran más que miedo a la
libertad.


       Siempre había estado presa, pero la sentencia la obligaba a asumir una
vida en libertad y no estaba preparada para eso.


       Nos reunimos a reflexionar en voz alta acerca de las dificultades de la vida
en libertad, que exigía sacrificios y trabajo constante. Hablamos sobre la
culpabilidad. Acaso era posible que la indiciada en el expediente 85-392 pudiera
ser culpable de homicidio, por querer estar presa para poder comer, estudiar,
trabajar y criar a sus hijos?


       Les comenté a que Ella me había mirado con odio y que después de todo,
al fin había entendido su rencor, pues las causas de muchos delitos están mucho
más allá de sola voluntad que expresan sus autores en sus “verdades”.


       Odio... Otra verdad?


       Hay quienes que claman por justicia, pero cuando las decisiones no son
acordes con determinados intereses (“verdades”), la justicia es profundamente
temida. Sigo pensando que hicimos lo que teníamos que hacer. Actuamos como
un equipo.


       Ella, quizás piense diferente. Tal vez su alma siga tapada... como la mía.

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Pesadilla de libertad

  • 1. Marríía de lla Esperranza Herrmiida Morreno Ma a de a Espe anza He m da Mo eno PESADILLA DE UNA LIBERTAD Jornaleros de Jaén, aceituneros altivos. Decidme en el alma quién, quién levantó los olivos? No los levantó el arado, no los levantó el calor, sino la tierra mojada, el trabajo y el sudor. Miguel Hernández, “Aceituneros” 1937
  • 2. En la acera frente a la entrada del Edificio, incluso en medio de la calle, siempre se veía a una pequeña multitud agolpada. Alrededor de las diez de la mañana, el tránsito de los vehículos era religiosamente detenido por la acción coordinada de los fiscales de tránsito y los custodios de los presos. El objetivo de esta paralización vehicular, era estacionar, bajo un despliegue a veces exagerado de armamento y de otras medidas de seguridad, a los enrejados autobuses provenientes de los recintos penales más emblemáticos de Caracas, que eran el “Retén de Catia”, “La Planta” y “El Junquito”. Además, los custodios de los presos los hacían descender, cruzar frente a los autobuses e introducirse, a paso de trote, en el estrecho túnel que conducía al sótano donde debían permanecer hasta ser llevados a los Tribunales. En la Planta Baja del Edificio, la gente se ordenaba en forma curvilínea, frente a los viejos ascensores “con capacidad para 8 personas”. Los corredores de presos, están regados por todas partes. Después supe que se trataba de unos extraños personajes, mitad abogados profesionales mitad falsos “doctores” estafadores, que se ocupaban de preguntar y luego de responder, aunque fuese con una mentira, a quienes desesperadamente se interesaban por la suerte de los procesados penales, por el estado de la causa o por cualquier otra situación que brindase alguna esperanza de libertad del preso. La tarifa que cobraban por esa labor, oscilaba entre lo posible y lo inimaginable. Los corredores de presos eran requeridos por mujeres y hombres, en su mayoría tan o más pobres, que los mismos detenidos. Las anchas escaleras del Edificio, casi siempre estaban llenas de personas de todos los colores, de todos los tamaños y de todas las edades, subiendo y bajando, bajando y subiendo, que se confundían con Guardias Nacionales, con los funcionarios de la Dirección de Prisiones del Ministerio de Justicia y con los esposados. En cada piso, frente a cada Tribunal o Defensoría, la mixtura del público era aún más extravagante que en la calle o en las escaleras. Encopetadas
  • 3. damas y finos caballeros, portando elegantes maletines que les dotaban de la apariencia de profesionales del derecho, casi siempre de pie o recostados sobre paredes que hace años habían sido pintadas de beige y marrón, alternaban en conversaciones pródigas de un léxico jurídico pocas veces comprensible por sus interlocutores o en trámites de intercambio de un sin fin de papeles, igualmente absurdos, con vendedores ambulantes, prostitutas, desempleados profesionales, delincuentes, analfabetas y con otra gente que, a duras penas, había logrado un permiso en el trabajo, para ir a ver a su familiar o a su amigo, involucrado en algún delito. Pululaban los trajes de vestir, masculinos y femeninos, de lino, de seda y de marca, junto a los jeans desteñidos, las batas de casa manchadas de grasa, las bragas de mecánico, los uniformes de labor de las empresas y los atavíos de diario que se adquirían en “oferta” en las tiendas por departamento o en los mercados de la ciudad. Las fragancias de Dior y Rabanne peleaban con la colonia Meneen, con los desodorantes perfumados anti transpirantes y con el mal sudor. Al final, ninguno de los olores, personalidades o colores se imponía. Las personas eran una mancha, simplemente. Las manchas, el piso de un escenario donde las vestimentas y maquillaje gestual de las almas, tapaban sus miradas. Ese ambiente no me era extraño. Había correteado por allí hacía años, porque mi madre trabajó en el Ministerio de Justicia. Pero esta visión del funcionamiento de la administración de justicia penal, me despertó una apasionada curiosidad de arqueólogo. El Tribunal estaba al final del pasillo, en un piso intermedio del Edificio, en el ala oeste. La primera interrogante que me hice, cuando iba a ingresar, y que afortunadamente nunca formulé en alta voz, fue ¿qué es un auto? Empezando el
  • 4. período de prueba, la Secretaría me dio un expediente en cuya carátula se leía que el delito era contra las personas. Me suministró el “modelo” de un auto de detención, el Código Penal y el Código de Enjuiciamiento Criminal. Sus instrucciones estaban contenidas en una minuta manuscrita, engrapada a la carátula: “Homicidio Calificado”. Yo debía hacer, con base al modelo, el auto de detención. No fue difícil. Sin embargo, tuve que quedarme hasta muy tarde en la noche, ya que la orden de encarcelación se había librado y el procesado iba a comparecer, para imponerlo de la decisión, al día siguiente. Ese día descubrí que mi curiosidad por escudriñar el funcionamiento del sistema judicial, tendría que ir aparejada con la tarea de aprehender el conocimiento básico para sobrevivir en un ambiente laboral signado por la urgencia de respuestas bien sustentadas y rápidas. Cuando se llega a sentir que en cada causa judicial y en cada expediente, se plantea un nuevo reto o la apasionada aventura de contrastar el texto de la ley con la “verdad” procesal, con la “verdad verdadera” o con la vida real de los personajes que manchan de letras los folios amarillentos y llenos de polvo, donde consta que la justicia y la injusticia actúan con sus manos implacables, en paralelo y casi simultáneamente, no se produce ese tedioso aburrimiento que generalmente tiñe de gris la existencia laboral a raíz de una cierta rutina diaria. Cuantas “verdades”... Las almas se tapan tras cada una. El alguacil nos solicitaba, al final de la mañana, la entrega del listado para procesar los traslados del día siguiente. El “Negro” empezaba con su cancioncita como a las once y media: “traslados”, “traslados”, “me voy a ir”. Pasaba escritorio por escritorio, acopiando la identificación y centro de reclusión de las personas que los escribientes necesitábamos para tomarles la declaración informativa o la indagatoria, o para que designaran defensor provisorio. La “flaca”, como cariñosamente le decíamos a una compañera escribiente, pasaba por las mesas
  • 5. de trabajo de cada uno de nosotros, después de la una de la tarde, para recoger la información que se asentaría en el Libro Diario del Tribunal. Trabajábamos desde muy temprano, a pesar de que el horario para la atención al público era a partir de las ocho y media de la mañana. Teníamos que recoger en el Archivo, los expedientes que nos tocaba instruir o decidir ese día y anotarlos en la hoja de control. También debíamos anotarnos en otro control, el de asistencia diaria. Allí colocábamos la hora de llegada. Siempre llegábamos antes del inicio “oficial” de las actividades diarias, pues si no, el auxiliar de secretaría se encargaba de pasar una línea, con bolígrafo o marcador rojo, a partir de las ocho y media, lo que impedía que cualquiera que llegara con retardo, pudiese firmar. En nuestro cuaderno individual de asientos diarios, colocábamos los números de las causas que nos asignaban, el nombre del o los procesados, la naturaleza del delito que se investigaba y una síntesis de la actuación que se hacía. Con base a esta información, la “diarista” transcribía en esa memoria tribunalicia de cada día, lo que se hacía en el Juzgado y dejaba asentada a mano, la información de cada drama humano que pasaba por nuestros ojos, nuestros oídos y por nuestras máquinas de escribir. Yo tenía cierta aptitud para investigar las causas que generaban la comisión de los diferentes tipos de delito, las motivaciones que tenían sus autores, reales o presuntos y para analizar su entorno social. El asunto no era simple. No se trataba sólo encuadrar el delito en el marco pautado por el Código Penal, sino de ir a la raíz de su génesis y entonces, discernir acerca de la culpabilidad y de la pertinencia de una calificación. Por suerte, la Jueza compartía esa visión y el tratamiento de los expedientes se me hizo, más bien, un permanente aprendizaje, intercambiando ideas con ella, con el auxiliar de secretaría y con la misma Secretaria, que al principio casi me revienta con aquel auto de detención “de hoy y para hoy”.
  • 6. Esa mañana hice lo de todos los días. Empecé a leer el expediente 85-392 y desde el comienzo sentí que era muy diferente a cualquier otro caso que hubiese instruido. Oficié solicitando todos los recaudos y por supuesto, a la hora en que el “Negro” pasó por mi escritorio a buscar los traslados, le di la participación dirigida a la Comisaría de El Paraíso, para que al día siguiente se hiciera presente la detenida. En la noche, cuando me acosté, pensé en Ella. Traté de hacerme una idea de su rostro y de su personalidad. No recuerdo cuánto dormí, sólo sé que varias veces me desperté y que el insomnio, hizo que finalmente me levantara más temprano de lo usual y que me fuera al Tribunal. Trataba de otear su alma, que como todas las demás, estaba tapada. Al llegar no había nadie aún y para matar el tiempo, bajé a desayunar al restaurante de al lado del Edificio. Normalmente, compraba el desayuno para llevar y comía encima del primer expediente que me tocaba leer ese día. Casi siempre ingería una empanada de queso que, muchas veces, se me quedaba atorada en la garganta, debido a las grotescas fotos que estaban contenidas en los folios que relataban las vicisitudes de los casos de homicidio. En esas situaciones, tenía que empujar la empanada con el café o con un jugo de naranja generalmente desabrido y después, seguía leyendo. Esa mañana no. Nada se atarugó. Hasta compré un ejemplar de uno de los periódicos de circulación nacional y lo leí completo. Su última página informaba con un gran titular, que la “Asesina de Plan de Manzano” sería llevada a los Tribunales. Un extraño dolor –tipo presentimiento- apareció en la boca de mi estómago. La tranquilidad del pausado desayuno, se convirtió en una angustia desesperante por subir al Tribunal. De hecho, ni siquiera esperé el ascensor. A pasos agigantados subí las escaleras, atravesé el pasillo y crucé el umbral de la
  • 7. puerta del Juzgado, para, casi corriendo, tirar mis pertenencias sobre el escritorio que me asignaron, ir al archivo, extraer el expediente y preparar las preguntas de la declaración informativa en el caso número 85-392. Mis compañeros dijeron que esa mañana, abajo, a las puertas del Edificio, se estaba aglomerando una multitud más grande que lo usual, armada con palos y piedras, esperando a una detenida, acusada de homicidio, con intención de lincharla. Más tarde, me informó el alguacil del Tribunal de al lado, que estaban llamando a todos los alguaciles penales para que bajaran a reforzar la seguridad en Planta Baja, porque iban a trasladar a una procesada a la que estaba esperando mucha gente para agredirla. Al rato, otra compañera llegó al Tribunal y le informó a la Secretaria, que había llegado la prensa y que un enjambre de periodistas estaba subiendo para entrevistar a la Doctora sobre el caso de la “Asesina de Plan de Manzano”. La Jueza telefoneó de inmediato a seguridad y solicitó el cierre del acceso al pasillo contiguo a la puerta del Juzgado. Lamentablemente, la acción de resguardo fue tardía y contradictoria, pues mientras unos funcionarios decían que debía cerrarse el acceso del pasillo, otros decían que se debía cuidar la entrada del Tribunal, pues la Jueza había dado órdenes estrictas de no permitir el ingreso a la prensa. El escenario del guión de la muerte estaba vivo... Lo cierto es que, bien por las escaleras o por el ascensor, subieron varios integrantes de la turba que gritaban “muerte a la asesina”, así como también se hicieron presentes algunos reporteros gráficos, camarógrafos y periodistas. Prácticamente cubrían todo el piso donde estaba ubicado el Tribunal. La alharaca obedecía a la inminente llegada de Ella, la procesada del expediente 85-392.
  • 8. Ahora, cuando ha pasado tanto tiempo, me preguntó dónde estará, qué será de sus hijos, de su vida... Dónde estará el alma de esa vestimenta y de esos gestos. Acaso me sigue como entonces la seguí a Ella? Ella, desde el momento en que leí por primera vez el expediente, no me pareció culpable. Tenía veintidós años. Era prácticamente analfabeta. Había parido cuatro criaturas, dos hembras y dos varones. Estaba embarazada por quinta vez. Su único marido y por ende el padre de todos sus hijos, había sido su padrastro hasta los doce años. En sus deposiciones ante el Cuerpo Técnico de Policía Judicial, Ella había confesado el delito y dijo que el arma utilizada fue un cuchillo, el más grande que tenía, el cual, regularmente, usaba para cortar la carne. Fue una sola puñalada, certera, milimétricamente precisa, directa al centro del corazón. El informe forense reveló que la muerte se produjo por una hemorragia interna ocasionada por herida punzo penetrante en el músculo cardíaco. De acuerdo al informe dactiloscópico, las huellas de la indiciada, estaban perfectamente marcadas en la cacha del arma blanca usada. El protocolo de la autopsia practicada en el cuerpo del occiso, indicaba que se encontraba bajo los efectos del alcohol y la data de la muerte era de aproximadamente unos diez días antes de yo leyera el expediente. Según la declaración de Ella, el ahora occiso, estaba dormido para el momento del crimen. Se trataba del marido de la indiciada. Era un caso aparentemente sencillo, donde estaba demostrado el cuerpo del delito y los indicios de culpabilidad. La calificación del delito podía ser relativamente fácil. Además había evidencia de múltiples agravantes, como la alevosía y la ventaja. Para colmo el occiso era marido de la indiciada y Ella estaba embarazada.
  • 9. Pero ... por qué lo mató? Por qué esperó a que estuviera dormido? Por qué se aprovechó de su borrachera? Sería que el occiso no la embarazó? Si el último embarazo era producto de relaciones con otro hombre, cómo mantendría a sus otros hijos, ahora huérfanos? Estas preguntas me martillaban la mente, porque era demasiado fácil hablar de homicidio y muy difícil responderlas. Pero por otra parte, Ella no me parecía culpable. La angustia inicial se transformó en una aliviada actitud escrutadora al tenerla frente a mí. Llegué a pensar que nunca atravesaría la puerta. Creí que la matarían en la entrada. En momentos me invadía un cierto miedo al pensar que luego de salir del Tribunal, su vida podía correr peligro. Ella era de baja estatura, no mayor de un metro cincuenta centímetros y estaba más bien muy delgada, a pesar de su estado de gravidez. Cualquiera diría que presentaba algunos signos de desnutrición, al verle sobresalir tantos huesos de manera de manera prominente. Sus ojos marrones no tenían rastro de haber brillado de alegría alguna vez y estaban cargados de unas dolorosas lágrimas, que amenazaban con reblandecer los cimientos de cualquier teoría jurídica sobre la culpa y la culpabilidad, los indicios, el valor de la confesión, los agravantes y sobre el cuerpo del delito. Una asesina que inspiraba un profundo sentimiento de compasión. Una asesina humilde. Una asesina cuya tristeza iba más allá de esa muerte, porque no tenía nada que ver con la muerte, sino con la vida. Una asesina a la que no sé por qué yo no encontraba culpable. Pero nuestra conversación oral no comenzó de inmediato. Empezamos a comunicarnos a través de gestos. Le facilité unas servilletas para que se secara la cara y luego, un vaso de agua. Ella me devolvió una mirada fría y distante. Después la saludé, llamándola por su nombre y Ella me dijo, muy rápido tal vez, sin preguntárselo, sin que yo deseara escucharlo, con muchos detalles, como para convencerme que había matado a su marido, que no se arrepentía, que era preferible estar en una cárcel, que seguir en ese rancho, con ese hombre.
  • 10. Yo no había empezado a escribir en la máquina. No tenía intención de hacerlo, en esos momentos iniciales. Sólo la estaba escuchando y observando. Estaba tratando de entender por qué una mujer con diez años de concubinato con un mismo hombre, cuatro hijos y uno en camino, desocupada y sin formación, había decidido asesinar a su marido. Sabemos que en esta y en muchas otras culturas, un marido es como una especie de un trofeo para cualquier mujer y si hay maltrato en la relación o cualquier otro tipo de situación insatisfactoria, simplemente debe cumplirse ese código invisible –pero más poderoso que la ley escrita- que ordena la sumisión femenina. Pero yo la veía y mi mente hacía elucubraciones sociológicas, Ella sólo se limitaba a repetir y repetir que lo había matado porque no quería vivir más con él. Buscaba y buscaba, insistente y pertinaz, un alma que sentía agonizante en un susurro débil y casi imperceptible. Su alma... dónde estaba? Por qué no era culpable para mí? Ella... Ella... Me llamaba a gritos, detrás de su ropa, debajo de su piel. Creo que fue como una hora después cuando empecé a golpear el teclado y a vaciar las respuestas que Ella daba a las preguntas que yo le hacía. Me paraba, iba al baño y regresaba. Volvía a detenerme y reiniciaba el interrogatorio. Ella insistía en lo mismo. Parecía como si un secreto profundo y grande no la dejaba hablar. Yo tenía la extraña sensación de que, a pesar de estarla escuchando y de escribir lo que Ella decía, en el fondo había un absoluto silencio. Tal vez las palabras y el ruido de mi máquina manual de escribir, sólo acrecentaba ese raro, pero imponente silencio. Percibía que no se podía conocer la causa real de este homicidio, solamente a través de ese procedimiento inquisidor absurdo y solitario, que más se asemejaba a un diálogo de sordos, que a una investigación científica. Presentía que Ella sí sabía por qué había perpetrado el delito y que no lo quería o no lo podía decir. Estuvimos jugando a las escondidas durante horas.
  • 11. Varias veces le pregunté lo mismo de distinta manera y Ella me vaciaba en los oídos cántaros repletos de su monótono argumento causal. El ocaso se apropió del tiempo ese día y tanto la Jueza, como la Secretaria, el auxiliar de secretaría, el “Negro”, la flaca y yo, seguíamos allí, escuchando aquella terca e inexplicable repetición. El hambre y la sed se hicieron presentes y la Doctora envió por comida y refrescos. La multitud, los gritos y los periodistas, se habían retirado del Edificio. Hasta los funcionarios de la Comisaría de El Paraíso habían reducido su número y estaba por llegar la siguiente guardia que relevaría a quienes habían trasladado a la indiciada del expediente 85-392 horas atrás. Ella comió como si tuviese muchos días sin saborear un pedazo de pan o un vaso de agua. La Doctora le preguntó si en la Comisaría no le había dado comida y Ella contestó que sí, que allí la habían tratado muy bien, que lo que pasaba era que tenía hambre atrasada, que en su casa no comía casi, que no podía salir a comprar ni a la bodega porque su marido no la dejaba, que tenía que esperar a que él trajera la comida, que era poco lo que había y que Ella prefería pasar hambre para darle de comer a sus hijos. La Secretaria le dijo que la queríamos ayudar, pero que tenía que decirnos la verdad. Ella no dijo nada. La flaca le preguntó por qué tenía tantos hijos, si no quería a su marido. Ella no dijo nada. El auxiliar de secretaría le contó que conoció a una mujer en Brasil que mató al marido porque que tenía una querida. Ella no dijo nada. El “Negro” le preguntó sobre el oficio del marido y Ella no dijo nada. Yo le referí que en los autos había una constancia de trabajo del ahora occiso. Ella no dijo nada. Sentíamos frustración. No quedaba aparentemente otra alternativa que dictar el auto de detención. Ella se había ido casi a la media noche y nosotros nos quedamos discutiendo el caso un rato más, sin encontrarle la lógica a un delito de homicidio tan perfectamente planificado y tan contradictoriamente ejecutado por lo tardío, pues si Ella no quería al marido, por qué esperó tanto tiempo para matarlo,
  • 12. por qué estaba embarazada y por qué en vez de matarlo, no huyó llevándose a sus hijos. Yo seguía pensando que Ella no era culpable. La Doctora empezó a releer algunos libros sobre crímenes parecidos en otros países y me explicó que la actitud de la indiciada podría comportar una venganza, por alguna inexpugnable razón. Por eso, al día siguiente el Tribunal acordó la reconstrucción del delito, lo que se instrumentó de inmediato. Al llegar al lugar donde se perpetró el homicidio, la miseria golpeaba brutalmente la conciencia. Las personas que habitaban ese sitio no vivían como seres humanos, sólo tenían signos vitales. La policía cercó el área. Junto a la Fiscalía del Ministerio Público, la Jueza, la Secretaria, y yo, se levantó el acta donde se dejó constancia de lo sucedido. Un compañero escribiente del Tribunal haría el papel del marido muerto. Cuando Ella llegó, se le informó el objeto de la actividad y nuevamente, guardó silencio. Empezamos. Ella, al principio estaba un poco nerviosa y luego, poco a poco fue relatándonos cómo había sido todo. Mientras describía los hechos hubo un momento en el que se detuvo pensativa durante un largo rato, después nos miró y enseguida preguntó si decir lo que sentía ayudaba en algo. La Doctora le dijo que sí. Ella dijo que su padrastro se acostaba con su mamá y con Ella simultáneamente desde que tenía ocho años de edad, que a los doce se la llevó de la casa y le montó el rancho, porque Ella estaba embarazada. Contó que no sabía nada de eso de ser madre y que una mujer de su marido que no podía tener hijos, la ayudó a criar a su primer varón. Dijo que quería estudiar y que su marido se lo prohibió. Que le dio una golpiza y que después le explicó, forzándola a tener sexo con él, que las mujeres no necesitaban estudiar. Relató que así salió embarazada por segunda vez y que tuvo una hembra. Cuando la niña nació, su marido dijo que esa también sería su mujer. Ella quería mudarse de allí y tener
  • 13. más comida para sus hijos, pero su marido le dijo que él no tenía plata y que se conformara con lo que tenía, ya que si no fuese por él, Ella tendría que ser prostituta para poder comer. Que gracias a él, Ella era una “mujer decente”. Señaló que un día él llegó borracho y Ella le reclamó que gastaba el dinero en bebidas alcohólicas, mientras sus hijos pasaban hambre. Que él la golpeó hasta hacerla perder el conocimiento, que después la violó y que por eso quedó embarazada otra vez. Al nacer el segundo varón, su marido dijo que Ella tenía la obligación de embarazarse de nuevo, ya que a él sólo le gustaban las mujeres. Que por eso, nació la segunda hembra. Después relató que una noche, cuando su marido llegó acompañado de unos amigos para seguir bebiendo y jugar dominó, el niño mayor se puso a llorar del hambre que no lo dejaba dormir. Que su marido lo golpeó salvajemente y lo echó de la casa. Esa misma noche, su marido la violó nuevamente y quedó embarazada de la criatura que próximamente nacería. Se limpió una lágrima y volvió a retomar su papel dentro de la reconstrucción del delito. Agarró un pedazo de plástico que simulaba el cuchillo, observó el movimiento del pecho desnudo en el cuerpo del escribiente que hacía el rol del occiso y lo clavó en el lugar donde Ella creía que estaba ubicado el corazón, jurando que nunca más volvería a violarla y que nunca más traería un hijo de ese hombre al mundo. El caso de la “Asesina de Plan de Manzano” tuvo el status de escándalo gracias a cierta prensa amarillista. Además motivó la participación de organizaciones defensoras de los derechos humanos de las mujeres, cuando trascendió a la opinión pública, que el verdadero motivo del delito era el abuso sexual del marido. La percepción de la sociedad sobre esta mujer, varió sólo entonces. Mientras tanto, yo preparaba la sentencia exculpándola. La Doctora corrigió y volvió a revisar, tachó, agregó textos y finalmente me pidió que leyera en voz alta la redacción definitiva. El homicidio dejó de ser aquel delito frío y alevoso, con el que venía predispuesto el expediente 85-392, responsabilizando a la
  • 14. presunta indiciada, para convertirse en un acto realizado en legítima defensa, frente a la comisión continuada y agravada del delito de violación por parte del occiso, y frente a la imposición violenta y forzosa de la condición de esclavitud en perjuicio de la encausada. Se demostró el abandono injustificable de las obligaciones alimentarias que el occiso había contraído como padre y como marido, máxime cuando que le prohibía a Ella ejercer su derecho al trabajo. Seguidamente se libró la boleta de excarcelación y de manera inmediata el “Negro” se fue a la Comisaría de El Paraíso, para que Ella fuese liberada. Ese mismo día, la Doctora ofreció una conferencia de prensa en la cual explicó los razonamientos que la habían llevado a tomar la decisión. Recuerdo que yo vi la entrevista por televisión, cuando llegué en la noche a mi casa. Una gran alegría me embargó, al escuchar que la Jueza reconoció el trabajo del personal judicial y en especial mi trabajo como escribiente en el caso, sin mencionar –por supuesto- mi identificación real. También fue muy emocionante escucharla cuando afirmó que un Juez, sin la labor y colaboración de su personal, es poco menos que un maestro sin alumnos. Vi las declaraciones de una defensora de los derechos de la mujer, que clamaba por la realización de un acto de desagravio que le restituyera a Ella, por lo menos de algún modo, el prestigio personal lesionado por la arbitrariedad amarillista. Apagué el televisor y me acosté con la tranquilidad de saber que mi presentimiento se había corroborado, pues desde el primer momento pensé que Ella no era culpable. El día en que debía asistir para firmar el libro de presentaciones del Tribunal, Ella no estaba precisamente alegre. Nos dijo que su familia sacó a sus hijos del rancho, porque una turba de vecinos lo quemó, horas después de que la televisión informó sobre su libertad. Con los ojos llorosos y acompañada por sus cuatro hijos, le pidió a la Secretaria que le anunciara con la Doctora.
  • 15. Todos pensamos que se trataba, tal vez, de una conversación para expresar agradecimiento por la sentencia. Ella ahora era totalmente libre y se enfrentaría a la vida de una manera diferente. A pesar de que en lo inmediato, sería le difícil conseguir trabajo, casa y medios para estudiar, no sería imposible. Mientras esperaba para hablar con la Doctora me le acerqué amistosamente para saludarla. Sin embargo, aquellos ojos que antes me habían trasmitido un sin fin de penurias y que yo había aprendido a leer hasta el fondo, esos ojos que me permitieron descubrir el día de la declaración informativa, que Ella no estaba diciendo toda la verdad, esta vez, me helaron la sangre. La mirada que emanaba de ellos, me causó miedo. Estaba cargada de rencor. Ella me dijo con sus ojos que me odiaba. Con lentos pasos en retroceso y con una sensación de espanto, me retiré silenciosamente en dirección hacia mi escritorio. Ella, sin apartarme sus ojos marrones de encima, me perseguía por todo el espacio que yo recorría dentro del Tribunal. Me seguía, me acosaba. Me hostigaba y torturaba. De pronto sentí aquél puñal. Fue igual que cuando mató a su marido. Calculó la fuerza, midió la distancia y realizó, con una enorme y descomunal fuerza física, un movimiento rápido, violento, certero y mortal. Huí. Trató de matarme. No soporté sus ojos oscuros y el pavor de mi alma frente al espectro que miré en aquellos faros surgidos de una desconocida cavidad negra, pudo más que la vestimenta lenta de mi cuerpo.
  • 16. Tomé mis cosas. Me marché sin pedir permiso. Estando ya en mi casa, pensaba en las motivaciones que Ella podría tener para mirarme así. Varias ideas inconexas cruzaron mi mente. Sin embargo, no pude descifrar por qué tanta rabia y por qué hacia mí. Una y otra vez me preguntaba qué había hecho mal, si mi intención había sido no dejarme llevar por las apariencias, sino ir a la raíz. Creía firmemente en la tesis de no llenarme de prejuicios a priori con los solos elementos que contenían los expedientes instruidos por la policía, sino profundizar en la investigación. Pensaba que era correcto desentrañar las teorías de la culpabilidad. No dormí en paz esa vez. La culpabilidad era una tal verdad más de las tantas teorías con que las almas se tapaban. Yo buscaba tontamente esa verdad. Una verdad que demostraba que no existía culpabilidad. Ella le pidió a la Doctora que cambiara la decisión y que la declarara culpable. La amenazó diciéndole que un “doctor” (corredor de presos) le informó que el expediente sería revisado en un Tribunal de Primera Instancia y que si la Doctora no la declaraban culpable, Ella buscaría que lo hiciera el Superior. La Jueza le dijo que no lo haría y que mucho menos actuaría bajo chantajes, que el expediente ya estaba en Primera Instancia y que Ella podía hacer lo que quisiera. Pero, una pregunta natural surgió de los labios de la Doctora. Por qué razón Ella solicitaba ese aparente absurdo. La indiciada en el expediente 85-392 le contestó que no había dicho algo durante la reconstrucción del homicidio. “¿Qué?”, volvió a preguntarle la Jueza.
  • 17. Ella dijo que una señora vecina, que había estado presa muchos años, le había comentado que si iba a la cárcel de mujeres, podía comer, estudiar, trabajar y hasta criar a sus hijos. Ella había pensado que la única manera de ir a la cárcel y librarse de su marido, era matándolo. Dijo que cuando no le creímos que el motivo del homicidio era el desamor y la llevamos a decir las verdaderas razones del delito, para terminar declarándola inocente porque había matado al marido en defensa propia, la obligábamos a perder la posibilidad de disfrutar los supuestos beneficios que le proporcionaría una larga condena por “asesina”, en la cárcel de mujeres. La Doctora le dijo que era imposible cambiar la verdad que Ella nos había dicho, no sólo por haberlo dicho, sino porque esa había sido su historia y que no podía tener una vida distinta al infierno anterior, si empezaba sus días de libertad, con una mentira. Ella dijo que ahora sí se moriría de hambre junto con sus hijos. La Doctora dijo que buscara un trabajo. Al volver al Tribunal, el ambiente presagiaba algo. Pregunté qué sucedía y la respuesta de la Secretaria, sobre la base de la información suministrada por la Doctora, una vez que Ella se había marchado, me explicó la mirada de odio que aquella indiciada me había lanzado. Esperé la llegada de la Doctora para intercambiar criterios sobre ese kafkiano proceso de una persona que había sido prácticamente calificada como culpable y que habíamos liberado, pero que, contradictoriamente, pedía ser declarada judicialmente culpable, por motivos socio económicos.
  • 18. La Doctora, segura que nuestra decisión se ajustaba a la verdad verdadera y al derecho, consideraba improbable que se revocara o anulara en Primera Instancia o en el Superior. Los motivos de Ella para pedir ser encarcelada, no eran más que miedo a la libertad. Siempre había estado presa, pero la sentencia la obligaba a asumir una vida en libertad y no estaba preparada para eso. Nos reunimos a reflexionar en voz alta acerca de las dificultades de la vida en libertad, que exigía sacrificios y trabajo constante. Hablamos sobre la culpabilidad. Acaso era posible que la indiciada en el expediente 85-392 pudiera ser culpable de homicidio, por querer estar presa para poder comer, estudiar, trabajar y criar a sus hijos? Les comenté a que Ella me había mirado con odio y que después de todo, al fin había entendido su rencor, pues las causas de muchos delitos están mucho más allá de sola voluntad que expresan sus autores en sus “verdades”. Odio... Otra verdad? Hay quienes que claman por justicia, pero cuando las decisiones no son acordes con determinados intereses (“verdades”), la justicia es profundamente temida. Sigo pensando que hicimos lo que teníamos que hacer. Actuamos como un equipo. Ella, quizás piense diferente. Tal vez su alma siga tapada... como la mía.