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HACIA UNA ESCUELA DULCE
Ensayos
sobre Lectura y Escritura, Pedagogía
y Arteterapia
Diego Gil Parra
Santiago de Cali, 2010
1
La vida del hombre sólo se justifica por el esfuerzo,
aun desdichado, para comprender mejor.
Y la mejor comprensión es la mejor adherencia.
Cuanto más comprendo, más amo;
porque todo lo comprendido es bueno.
Louis Pauxels
No todo discípulo está preparado en diez años;
algunos ni siquiera lo estarían en diez vidas,
y otros estarán listos en diez segundos.
No es algo mecánico. Depende de la calidad,
de la intensidad de la conciencia del discípulo.
A veces se da: basta una mirada del maestro,
y el discípulo está listo. Si está abierto, si no hay barrera,
si se ha abandonado, entonces un solo momento alcanza.
Ni siquiera eso es necesario, porque la cosa se produce
por fuera del tiempo.
Osho
2
Índice
Prólogo, 4
Agradecimientos, 6
Sobre Lectura y Escritura
Comunicación y comprensión, 7
Breve elogio de la lectura, 10
El estatuto artístico de la creación literaria, 12
Sobre el género epistolar, 17
El Día del Idioma en tanto que celebración, 21
Algunas anotaciones sobre el idioma español o castellano, 24
Sobre la vocación retórico-barroca y antifilosófica del castellano, 27
Los talleres literarios y la solidaridad de grupo, 32
Escribir en el trópico, 36
Cine y literatura, 38
Consideraciones sobre el ensayo en tanto que género, 41
Creación literaria y retribución económica, 49
Sobre Pedagogía
Nuevo cuestionamiento al rito pedagógico, 55
¿Evaluar o evacuar? Reflexiones sobre la Evaluación escolar, 57
La función del ejemplo, y de los ejemplos, en la acción pedagógica, 62
¿Qué es un Maestro?, 66
Sobre la noción de Maestría, 68
Consideraciones generales sobre Enseñanza y Pedagogía, 70
Homenaje a un pedagogo: Estanislao Zuleta, 75
Hacia una Escuela Dulce, 79
Sobre Arteterapia
Arteterapia, el arte como sanación, 96
Literapia, curación a través de la escritura y la lectura, 100
Anexo
El punto de vista del profesor. Por Serge Douvrosky (Traducción), 106
Bibliografía general, 119
3
Prólogo
Este libro es el registro parcial de nuestra experiencia como lectores, como
profesores, como escritores, y en este último caso también como participantes
de esa práctica de creación colectiva que es el Taller literario; asimismo de
nuestro contacto reciente con el Arteterapia, el arte como vehículo de sanación.
Los ensayos que lo componen han sido redactados para propósitos distintos y
en momentos diversos a lo largo de los últimos veinte años. Además, son muy
breves casi todos. No creemos que la brevedad constituya en sí misma un
atributo literario, pero en circunstancias especiales, como las que reclaman las
condiciones culturales de nuestra época, resultan imponderables sus virtudes.
No en vano la brevedad en la literatura es mencionada por Italo Calvino como
una de sus seis propuestas para el presente milenio.
El volumen aparece dividido en cuatro apartados. El primero, Sobre Lectura y
Escritura, recoge doce ensayos; el segundo, Sobre Pedagogía, ocho; el
tercero, Sobre Arteterapia, dos; y el cuarto, Anexo, consiste en la traducción
nuestra de una ponencia de Serge Douvrosky presentada en el marco de un
coloquio realizado en Francia en 1969 sobre la enseñanza de la literatura, y
recogido luego en el libro conjunto L´Einseinement de la Littérature (La
Enseñanza de la Literatura)
El nombre del ensayo que le da título al libro, “Hacia una Escuela Dulce”,
proviene del de un reportaje del escritor colombiano Germán Castro Caycedo:
Colombia amarga. Como una forma de réplica a esa amargura que describe
Caycedo, y que, referida en principio a la sociedad colombiana, la encuentro
perfectamente trasladable a las realidades escolares: locales y no locales.
El autor,
Santiago de Cali, Colombia, agosto de 2010
4
Agradecimientos
Por la realización y feliz publicación de este libro,
expreso mis más sentidos y sinceros agradecimientos
a la vida que –parodiando la canción- me ha dado tanto,
a mi familia (que siempre ha estado presente), a mis amigos (igual),
a mis profesores, a mis estudiantes, a mis colegas (profesores y escritores),
a las diversas instituciones educativas
en las que he tenido la oportunidad de estudiar y de enseñar,
a los Talleres literarios Xeherezada, Botella y Luna
y Los bardos de las escalinatas,
a la Fundación Manos a la Obra, Arteterapia, Un lugar para Habitar.
5
Sobre Lectura y Escritura
6
Comunicación y Comprensión
Un escritor publica un artículo o un libro, y sus lectores lo leen y creen
comprender algo; un orador dice un discurso, y sus oyentes creen comprender
algo; un profesor dicta su cátedra, y sus estudiantes creen comprender algo; un
realizador audiovisual hace un cortometraje o una película, y sus espectadores
creen comprender algo; un conversador expone su opinión, y su interlocutor
cree comprender algo; un cantante interpreta una canción, y su auditorio cree
comprender algo.
Ahora bien, podríamos preguntarnos qué es lo que real y verdaderamente
“capta” el destinatario de cada uno de estos mensajes. ¿Qué distancias
podríamos advertir entre los sentidos de quien emite unos signos y los que
“reconstruye” un receptor? ¿Qué se mantiene del sentido “original” y qué se
distorsiona? ¿Qué se pierde definitivamente en el proceso de la
descodificación? ¿Qué se agrega?
Es evidente que hay “discursos” (emisiones verbales o semióticas) más claros
que otros, o más elaborados. Pero aun en ellos se presenta un grado de “ruido”
en el proceso comunicativo. No hay al parecer, para ningún mensaje,
coincidencia plena entre los contenidos que se emiten y los que se reciben. A
lo sumo, podríamos pensar en porcentaje semántico que nunca alcanza el cien
por cien.
Los motivos de esta pérdida comunicativa son muchos, pueden ser muchos.
Hay razones materiales que atañen a las condiciones de la emisión (por
ejemplo, deficiencias en la voz, o en la letra, o en la imagen audiovisual);
razones culturales (por ejemplo, poca familiarización con un tema, o con un
recurso comunicativo específico); razones inconscientes (por ejemplo, una
identificación imaginaria negativa con el emisor, o resistencias fuertes a
determinado tema y/o recurso comunicativo). Pueden mencionarse otras
muchas razones.
7
Una de las tareas de disciplinas como la lingüística, la semiótica, el análisis del
discurso, etc., consiste en estudiar este fenómeno de la comunicación humana
en la complejidad de sus manifestaciones.
En el ámbito incipiente de la lingüística, Roman Jakobson planteó una
descripción más o menos acertada de los diversos elementos presentes en la
comunicación. Esos elementos serían: Emisor: quien emite el mensaje;
Receptor: quien lo recibe y lo descodifica; Código: el “lenguaje” en el que está
cifrado el mensaje; Canal: el medio físico a través del cual es emitido;
Mensaje: el contenido (verbal escrito, verbal oral, icónico, gestual, audiovisual)
que se pretende comunicar; Referente: el o los tema(s) a que se alude en el
mensaje; y Contexto: las circunstancias generales (internas y externas) que
rodean la transmisión del mensaje.
Entre emisor y receptor, con la mediación de un canal específico, el auxilio de
un código convencional, la presencia de un referente y la concurrencia de un
contexto, “circula” un mensaje que sufrirá algunos accidentes en el recorrido.
Tales accidentes son los que hacen que no se dé una transmisión plena,
fidedigna. Entre las intenciones del emisor (conscientes e inconscientes) y la
recuperación del receptor, obligatoriamente algo se ha “perdido”. De ahí que
ante la pregunta: “¿Me has comprendido?”, nunca se podrá responder con un
sí absoluto. Además, los mensajes permanecen abiertos a nuevas
interpretaciones, a nuevos añadidos culturales.
Cuando el mensaje de una canción dice, por ejemplo, “Yo nací en el
Mediterráneo”, o “Sentir que veinte años no es nada”, o “Necesito tu calor”, o
“Me amarás bajo la lluvia”, o “Las caleñas son como las flores”, o “¿Qué estás
haciendo en casa?”, o “Era una chica plástica”, o “Pero sigo siendo el rey”, o
“Yo nací en Nueva York en el condado de Manhatan”, “o “Qué será… que
cantan los poetas más delirantes”, o “Tengo la camisa negra”, o “Viejo farol que
alumbraste mi pena, hoy yo te veo cansao de alumbrar...”, o “Es que tiene
corazón de poeta”, “Te busqué en cuadros de Botero, en mi monedero”, o
“Cuando Dios hizo el edén, pensó en América”, una cosa es lo que “quiso”
8
expresar el artista y otra lo que se pro-mueve en el espíritu de cada oyente; o
incluso del mismo en circunstancias distintas.
No hay, pues, no puede haber, una coincidencia absoluta entre intención y
captación, aunque sí un margen de coincidencia, un porcentaje de fidelidad
semántica en la transmisión; de lo contrario, no habría comunicación alguna ni
mensajes propiamente dichos; ni siquiera habría cultura. Decía un lingüista que
no tiene sentido alguno afirmar que “La comunicación no existe” porque al
hacer tal afirmación ya me estoy comunicando.
En efecto, hay efectos. Efectos reales que inducen a actitudes específicas: una
respuesta verbal, por ejemplo, o una subida de la adrenalina, o un gesto de
aprobación (o de reprobación), o un deseo de seguir recibiendo el mensaje (o
lo contrario).
La comunicación como hecho de cultura es una realidad constatable a diario.
Lo que no hay es la plenitud, la comunicación perfecta, la inteligibilidad total. El
primer destinatario de todo mensaje es el propio emisor, y ya ese miso emisor
no es nunca completamente dueño del sentido de sus mensajes. Pero sí puede
aspirar al menos a la ilusión de la comunicación De esa ilusión nos hemos
alimentado desde que somos, y es precisamente gracias a ella que somos.
El sentido mismo de este texto que hemos titulado “Sobre la Comunicación y la
Comprensión” rebasa nuestras propias posibilidades comprensivas. Hay en él
algo que podemos dominar y algo que se nos escapará. Con el lector ocurre lo
mismo (en otras proporciones), e igual cabe aseverar respecto del resto de
cada uno de nuestros escritos y de nuestras palabras y de nuestros gestos.
No podemos ambicionar a comprenderlo todo, pero, al mismo tiempo,
deberíamos esforzarnos por comprender lo máximo posible aquellos mensajes
que nos conciernen, que nos concitan, que nos agradan. O que, simplemente,
sería interesante conocer.
9
Breve elogio de la lectura
Leer es un placer, una forma de la felicidad, como una y otra vez lo repitiera
Borges. No tiene mucho sentido asumir la lectura como una obligación (tal
como ocurre en la Escuela) ni como un acto de inutilidad, de gratuidad, ni
menos aún de aburrimiento.
Carece de sentido recomendarle a alguien aquello que ya le place. Por
ejemplo, recomendarle el sexo o la buena comida a quien ya pondera los
beneficios lúdicos de estas experiencias. Elogiar y recomendar la lectura se
justifica si se hace frente a quienes o no la ponderan suficientemente o no la
disfrutan en alto grado.
No leer puede ser grave; no disfrutar leer es perderse de una opción invaluable
de felicidad. No disfrutar de la lectura es perderse la posibilidad de disfrutar una
parte considerable del mundo. En ese sentido, a los niños no habría que
imponerles la lectura; bastaría con invitarlos a ella, con inducirlos a una
experiencia gratificante como las que más.
Eso por una parte; por la otra, está el hecho de que permanecemos en
situación constante de lectura. No solo se leen los signos gráficos que
aparecen fijos sobre el papel de los libros, de los periódicos, de las paredes.
Todo en la realidad puede ser un signo, todo puede asumido como un texto.
Pareciera un contrasentido recomendar lo que no puede evitarse, y la lectura
es tan inevitable como la respiración o como la circulación sanguínea. No
podemos no leer. Lo que se podría promover es el disfrute de leer. Pasar de lo
inevitable a lo plácido, de lo constitutivo a lo gratificante.
Leer es exquisito, o puede serlo, por muchas razones, incluso a veces
contradictorias, o aparentemente contradictorias. Leyendo se “pierde” el
tiempo, pero también se “gana” tiempo; leyendo aprendemos, pero también
olvidamos (y el olvido es tan fundamental como el más valioso de los
10
aprendizajes); leyendo podemos acelerar el sueño, pero también provocar un
agradecido despertar.
No leer puede ser un síntoma de inhibición, como de alguna manera lo
señalara Freud. Aprender a disfrutarlo sería, por tanto, un acto de liberación.
Que viva la lectura, que viva el placer, porque son una sola y misma cosa. Leer
es exquisito, del mismo modo en que amar y vivir también lo son.
11
El estatuto artístico de la composición literaria
La escritura es un arte, o puede llegar a serlo. Para ello sin embargo debe
sobreponerse a una dificultad particular: casi todo el mundo escribe. En
nuestras sociedades modernas prácticamente todos los individuos conocen el
alfabeto y por tanto pueden reconocer, como mínimo, cuándo una frase está
bien hecha y cuándo no. Nótese que eso no ocurre con las otras modalidades
artísticas: solo un conjunto muy restringido de personas han sostenido alguna
vez una paleta en sus manos o sabe preparar una mixtura o dispone del criterio
suficiente para valorar un cuadro. Y algo similar ocurre respecto de la
arquitectura, la escultura, la música, el teatro, la fotografía, el cine.
Puede parecer paradójico, pero hacer de la escritura un producto estético es
difícil justo por la cercanía excesiva que mantenemos en la cotidianidad con
sus elementos primarios: las palabras. Una dificultad que la literatura comparte
con la oratoria: puesto que todos hablamos, ¿cómo remontarse a un nivel en el
que ese acto tan común adquiera particularidades artísticas? Tanto el escritor
como el orador, pues, deberán trabajar doblemente.
Dice con razón Truman Capote en el Prólogo a su Música para camaleones
que existen tres clases de escritores: los que simplemente escriben, los que
escriben bien y los que hacen arte.
Escribe todo aquél que conozca el alfabeto y las normas básicas de la
gramática, todo aquél que haya pasado por la escuela primaria; y escribe bien
(o podría hacerlo) el redactor de noticias de un periódico o de una revista, el
académico que redacta su proyecto de investigación, el abogado que prepara
su defensa o su acusación jurídica, y también quien de modo habitual o
esporádico hace una reseña, un resumen, un artículo de prensa.
¿Y qué haría falta para remontarse más allá de simplemente escribir y de
apenas escribir bien y empezar a hacer arte, arte literario? No creemos que sea
preciso detenerse en extensas y prolijas consideraciones sobre qué es o qué
debería ser el arte para responder esta pregunta. Bastará con partir de una
12
constatación sencilla, intuitiva: el arte se presenta allí en donde, además de la
comunicación, se produce un efecto en el que concurren el placer, un sentido
de trascendencia y un cúmulo de sensaciones que de uno u otro modo, y en
diversos grados, están llamados a promover un cambio subjetivo en la
consciencia de quien contempla la obra artística.
Es una definición muy general y sin duda precaria, pero con ella podemos
formular unas mínimas consideraciones sobre lo que ocurre con la escritura
considerada desde el punto de vista estético.
En principio, para que un texto escrito sea artístico no es suficiente con que lo
haya escrito un artista, o alguien que haya tenido la reputación de serlo. Hay
escritores, incluso excelsos escritores, que eventualmente componen malos
textos, o textos de simple comunicación. Es lo que pasa cuando dicho escritor
debe redactar, por ejemplo, una nota periodística apresurada, o una carta de
compromiso, o un mensaje para su portero; pero también cuando al componer
una novela o un cuento o un ensayo por algún motivo no logra remontarse más
allá de un nivel medio de composición. Es en el texto mismo, y no en su origen,
en donde ha de constatarse la presencia o no de arte.
Ahora bien, ¿desde qué lugar, y con qué argumentos, calificar a un texto como
artístico? ¿Deben verificarse condiciones objetivas específicas? Y, de ser así,
¿cuáles serían esas condiciones?
Podemos mencionar, de pasada, algunas de esas condiciones.
No podrá ser calificado artístico un texto con deficiencias en la composición,
bien sea en el plano sintáctico, en el semántico o en el léxico; no podrá ser
artístico un texto demasiado visiblemente poco original (con todo y lo difícil que
sería enjuiciar sobre el asunto); no podrá ser artístico un texto en el que no se
advierta un trabajo cuidado en la enunciación: figuras literarias, fluidez o
deliberada "oscuridad”, combinación efectiva de las palabras y de las frases,
acicalamiento expresivo, etc. Y, por último, no podrá ser artístico un texto que
no nos conmueva, que no nos induzca a reflexionar o a transformarnos o a
13
hacernos ver de otro modo algo que hasta entonces veíamos de una
determinada manera.
Será artístico el texto que nos muestre una manera inédita de contemplar el
mundo (interior o exterior) y que, al hacerlo, nos transforme y que, al
transformarnos, genere goce o angustia, o los dos efectos entremezclados.
Y hay también otro elemento fundamental, válido para el resto de las artes. Me
refiero a esa sensación que experimentamos al verificar que otro (el autor) ha
conseguido decir aquello que nosotros, los lectores, hemos sentido, pensado o
intuido, pero que no podemos, o nos hemos atrevido a expresar por nuestra
cuenta. El escritor está ahí para proveer un alivio, el nada desdeñable alivio
que proviene de la verbalización, del triunfo sobre la inefabilidad. Por eso nos
identificamos con ciertos escritores. Aunque asimismo nos identificamos con
los modos, con los estilos, con la manera particular que tienen los escritores
para decir las cosas: o la musicalidad, o la consistencia, o la meticulocidad
descriptiva, o la fragmentariedad, o la plasticidad, o la visualidad…
Por otra parte, escribir es cada día más difícil, como han repetido pocos
cultores de las letras. Y es cierto, porque al tomar la pluma no podemos ignorar
del todo lo mucho que ya se han escrito: para no repetirlo o para aportar un
nuevo matiz; hay que ser lo suficientemente lúcidos para decir de modo inédito
algo que promueva placer o que induzca al lector a buscarse. Y, al igual que
todos sus antecesores, el escritor deberá poseer un dominio, una destreza, en
la manipulación del material con que trabaja: la lengua, el idioma.
Tal vez a lo largo de la historia haya habido muy pocos verdaderos artistas de
entre el amplio número de los escritores que han existido. Sin embargo, al
margen de si se hace arte o no –con todo lo relativo y lo histórico y lo subjetivo
que ello es-, el acto de escribir está llamado por sí solo a reportar infinidad de
beneficios. Al escribir con cierta regularidad (la suficiente como para no perder
la destreza), podremos hacer por nosotros mismos lo que habitualmente hacen
los autores: iluminar un poco más la realidad; proveernos de ese sentimiento
valiosísimo que proviene de saberse creador; ordenar los propios
14
pensamientos y los propios sentimientos; cualificarnos como lectores de los
textos de otros; aliviarnos, distensionarnos, por la vía de lo que el psicoanálisis
freudiano llama sublimación (esto es, la canalización por vías simbólicas de
afectos negativos, destructores).
Escribir, en síntesis, es una práctica beneficiosa en más de un sentido, así no
se logre llegar a los niveles de lo llamado artístico. Si todos escribiéramos un
Diario, por ejemplo, estaríamos mucho más cerca de nosotros mismos y de
nuestra historia personal; si todos escribiéramos a menudo cartas, y las
enviáramos, estaríamos más cerca de los otros; si todos nos “venciéramos” un
poco abocándonos a la disciplina, a la aplicación que exige la lectura y la
escritura, ganaríamos en fortaleza interior, en autocontrol, en creatividad, en
autoestima.
El cine, la radio, la televisión y la internet presentan una desventaja enorme en
lo que respecta a la posibilidad humana de crear. Observemos que respecto de
esos sistemas de comunicación (y potencialmente de arte) casi todos estamos
en una disposición de pasividad. Son muy pocos los individuos que saben o
pueden emitir mensajes mediante estos sistemas; es decir, que saben cómo
manejar una consola, una cámara, un aparato de edición, o diseñar una página
web. Eso tal vez continúe así por algún tiempo. Por lo pronto, seguimos
teniendo la escritura; a todos nos está dado ser Víctor Hugo o Tolstoi o
Cervantes. Vale la pena. Es difícil, pero vale la pena.
Aunque no es necesario remontarse a esas alturas. Podemos dejarles el arte a
los artistas, y asumir el reto de ser solo escritores aficionados. Para conseguir
lo cual no hay medio más idóneo que la frecuentación de los llamados “buenos
libros”; es mucho lo que éstos están llamados a enseñarnos.
Reemplacemos el arte de escribir por el hábito de escribir; y es muy posible
que al hacerlo con asiduidad y cuidado podamos pasar, sin apenas darnos
cuenta, del hábito al arte. Pero no tiene que ser el objetivo único: no todos
tenemos por qué ser artistas, mientras que todos sí tenemos el deber de ser
mejores hombres, mejores mujeres. La escritura, en efecto, está llamada a
15
hacernos mejores: más conscientes, más despiertos, más libres, más creativos,
más autónomos, más respetuosos, menos reprimidos, más tolerantes, menos
inciertos, menos dependientes, menos ignorantes, más felices.
Pocas cosas más difíciles que enseñarle a escribir a alguien; pocas cosas más
difíciles que enseñarle cualquier cosa a alguien. Es más viable promover la
escritura que enseñarla, recomendarla que transmitir sus secretos.
Deberemos cuando menos advertir que no en vano la escritura ha sido
considerada el invento más radical de la historia; de hecho, es a partir de su
invención que se habla de final de la Prehistoria e inicio de la Historia
propiamente dicha.
Atrevámonos a escribir, aventurémonos a escribir. Cuesta algo –en términos de
tiempo y de concentración y de esfuerzo, y hasta de soledad-, pero esos costos
resultan mínimos comparados con lo que podríamos ganar: nosotros y nuestros
probables lectores.
Bienaventurados los que escriben, así no escriban demasiado ni con
pretensiones de hacer arte.
16
Sobre el género epistolar
Tal vez en la vida no se nos presente nunca la obligación de escribir un poema
o un artículo periodístico o un ensayo filosófico o una novela; es posible,
incluso, que no nos resulte necesario redactar un discurso ni una nota
necrológica ni una tesis de grado. Pero difícilmente la vida nos perdonará vivir
sin escribir cartas.
La carta es a la vez un género de la literatura y uno de los mayores deleites del
espíritu. Su dignidad de género literario no puede discutirse ya, en especial a la
luz de ciertos Epistolarios célebres de personajes no menos célebres: piénsese
en los de Rousseau, Voltaire, Schiller, Göethe, Beethoven, Bolívar, Flaubert,
Nietzsche, Van Gogh, Tolstoi, Kafka, Hese, Mann o Freud.
Infinidad de obras literarias y filosóficas están construidas a base de cartas; de
igual modo, los epistolarios de no pocos autores y personajes insignes de la
historia constituyen verdaderas obras de arte, además de ser un acopio
invaluable como testimonio del pasado común de la humanidad. Hombres
como los mencionados, y otros muchos, dieron lustre a sus obras y a sus vidas
acompañándolas con una prolífica correspondencia: la carta ha sido en ellos
un pasaporte adicional en el tránsito hacia la memoria de los siglos. Como
dijera uno de los más afamados clásicos, no hay mejor espejo del espíritu de
un hombre que la calidad de su correspondencia.
Por mucho que los géneros literarios hoy se difuminen, se mezclen, se
amplíen, el arte de escribir cartas sigue reclamando sus adeptos y sigue siendo
una urgencia en muchos ámbitos de la vida moderna (pública y privada).
Dice Nietzsche en un apartado de La cultura de los griegos:
“Todavía hoy es característica de un buen autor el dejarse llevar por una idea
muy precisa de su público, de igual manera que el pintor pinta para una
determinada distancia y una determinada fuerza de visión. Todo artista quiere
comunicarse, y todos sus medios están escogidos, consciente o
inconscientemente, en consideración a aquél o aquéllos con quienes quiere
comunicarse. Es algo antinatural escribir para un público “mixto”, porque la idea
17
del mismo es muy vaga y no suministra criterio alguno al autor. Pero incluso
también es muy general el criterio si se escribe para lectores de una
determinada cultura o de una determinada clase social. El autor que, de
ordinario, escribe mejor, es aquél que sabe “este o aquel lector es mi medida, y
con él quiero comunicarme”. Por eso quizá también, no hay género literario en
el que se produzca con mayor perfección relativamente que en el género
epistolar, en las cartas, que son un diálogo. En cambio, ¡cuán insegura es la
idea del público que pueden tener los poetas actuales!” (Nietzsche, 1965: 55)
En efecto, la carta es un diálogo, y, como tal, supone un destinatario específico
en quien se busca producir una impresión específica; lo que es definitivo, en la
medida en que determina elementos de forma como el tono, el estilo y hasta la
extensión. Es también el más natural de los géneros, el más auténtico; aquél
en el que más podemos permitirnos la libertad de ser sinceros.
Pero la carta no es solo un género entre los otros; de algún modo es el que los
subsume a todos: una novela o un poema son en primera instancia cartas (las
que el novelista o el poeta les han enviado a sus lectores). Y otro tanto cabría
afirmar respecto del cuento, la fábula, el ensayo, el tratado, el artículo, el
aforismo, la crónica o la epopeya.
El género epistolar es muy amplio. Están, en principio, las cartas privadas
(familiares, amorosas, de amistad…) y las cartas públicas (comerciales,
empresariales, diplomáticas, literarias, filosóficas…). Pero se habla también de
cartas “abiertas”, “cifradas”, “colectivas”, “cruzadas”, “anónimas”…
Es imponderable el servicio que ha prestado la carta a la cultura, desde
tiempos inmemoriales hasta nuestros días. Es a la vez uno de los géneros más
antiguos (probablemente el primero de los inventados) y uno de los más
vigentes y vigorosos en la cotidianidad contemporánea. Han variado los
formatos materiales, y hasta los protocolos, pero no la esencia ni la función.
El psicoanalista francés Jacques Lacan ha complementado el viejo proverbio
de Buffon (“El estilo es el hombre”), diciendo: “El estilo es el hombre… a quien
me dirijo.” La imagen del receptor resulta determinante a la hora de la emisión
verbal, y en la carta mucho más, pues -con la sola excepción de las llamadas
18
“cartas abiertas”- la epístola está dirigida a un destinatario concreto y tal
característica le imprime un sello particular, decisivo: el mismo que ha llevado a
Nietzsche a situarla por encima de los demás géneros.
Una carta a tiempo, y en el tono y la forma convenientes, puede, más que el
caballo del famoso monarca, salvar un reino; también, por supuesto, salvar una
amistad, consolidar un amor, clarificar los términos de una contratación laboral,
o, simplemente, eliminar las distancias entre dos seres humanos cualesquiera
en una situación determinada. La función básica de la carta es la de socializar:
conferirle altura ética y democrática a un conflicto, fortalecer la dimensión
simbólica de los hombres al garantizarles el recurso de la verbalización y la
explicitación de sus intereses, de sus querencias y malquerencias. Daniel
Cassany (1995: 30) lo dice en sus términos: “La carta es el más esencial
recurso de la democracia.” (Cassany, 1994: 78)
Pero la carta no es solo un hábito socia; también constituye la posibilidad y la
certidumbre de un placer. Un placer del que no hay motivo para que nos
privemos, así como no deberíamos privarnos tampoco de la incursión en otros
géneros, susceptibles todos de proveernos ese placer del texto tan
desconocido en la escuela o tan pobremente promovido. En la confección de
todo texto hay un horizonte de placer, una alternativa de felicidad, y la carta se
ha presentado siempre como una modalidad textual particularmente propicia al
deleite de la comunicación, del encuentro con los otros y con nosotros mismos.
Escribir cartas, cartearse, hace realidad infinidad de posibilidades humanas: la
invención, el juego, el coqueteo verbal, el crecimiento intelectual y ético, la
diversión.
Nuestros antepasados se dirigían cartas prolíficamente; ellas eran el vehículo
predilecto para ejercer la crítica y la valoración positiva, expresar la ira y el
festejo, manifestar la petición y la dádiva, comunicar la opinión y la consulta,
imprimir la sugerencia y el mandato, dirimir los odios y los amores. Hoy, el
correo electrónico y la internet reinventan la necesidad y el goce de escribir.
19
Todos hemos sentido alguna vez, con la vehemencia de los más altos
impulsos, el deseo de dirigirle una carta a alguien, conocido o no, pero lo
lamentable es que ese deseo –como a la casi la totalidad de los humanos
deseos- optamos por sofocarlo, olvidarlo, ignorarlo, desviarlo, posponerlo.
Sabemos por experiencia que escribir, en general, no es un acto fácil. Pues
bien, tampoco lo es cuando de lo que se trata es de escribir cartas. Sin
embargo, no sospechamos lo mucho que vale la pena intentarlo y persistir en el
intento.
Uno de los poderes más singulares de la carta –y que a su vez explica buena
parte de nuestras reservas y reticencias- reside en que nos permite
conocernos un poco mejor a nosotros mismos –nuestro carácter, creencias y
preferencias- al igual que a quienes nos rodean: todo un mundo de
sentimientos, ideas e ideales, inquietudes, perplejidades, pasiones y paisajes,
afloran a la consciencia cuando decidimos asumir el riesgo gozoso de escribir
cartas y, por tanto, de abrir el espacio para que nos las escriban.
20
El Día del Idioma en tanto que celebración
El acto de celebrar es un acontecimiento esencialmente humano; en esa
medida, aparece como uno más de los elementos que señalan nuestra
diferencia radical con los animales, en cuya naturaleza no está prevista ni la
posibilidad ni la necesidad de celebrar.
Es por el hecho de disponer de una memoria colectiva que a los hombres nos
ha sido conferida esa facultad tan peculiar. En el fondo, lo que hacemos al
celebrar no es otra cosa que encontrarnos de nuevo con el objeto común de la
memoria; y en ese sentido, la celebración del 23 de abril, para los
hispanoparlantes, posee toda la carga emocional de un reencuentro grandioso:
el reencuentro con la lengua, con el idioma.
Un reencuentro muy singular y muy extraño. Porque, ¿cómo puede uno
“reencontrarse” con aquello que ha tenido y tiene todo el tiempo al alcance de
la mano? De hecho, no hay nada que tengamos más cerca que la lengua: con
ella no solo hablamos a diario, sino que con ella amamos y soñamos, con ella
nos alimentamos y respiramos, con ella vivimos.
Sin embargo, ocurre la paradoja de que justamente aquellas cosas de las que
más cerca nos encontramos son las que más solemos desconocer, las que
permanecen a mayor distancia. De ahí que sea importante (e incluso urgente)
emprender un camino de reencuentro, a fin de recuperar cada una de esas
realidades a la vez tan cercanas y tan distantes.
Con frecuencia se repite (sobre todo en los escenarios escolares) que el Día
del Idioma es una fecha en la que básicamente debemos hacer dos cosas:
rendir homenaje al señor Miguel de Cervantes Saavedra, y hacernos propósitos
para aprender a escribir tan bien como él y a hablar con correctamente como
su personaje Don Quijote de la Mancha.
En cuanto a lo primero (el homenaje a Cervantes), creemos que es algo que
debiera perpetuarse, pues se trata del justo tributo honorífico a quien se ha
21
considerado, por amplio consenso, como el más grande exponente de la
literatura en lengua española de todos los tiempos. Pero en lo que respecta a lo
segundo (la “corrección” en la escritura y el habla), valdría la pena señalar que
hay allí la expresión de un mito que ha logrado consolidarse a través de las
generaciones: el mito de la presunta “pureza” de la lengua.
En realidad no existen lenguas puras ni impuras; lo que hay son códigos de
signos verbales que hacen posible la comunicación entre los individuos que
conforman una comunidad determinada. El hecho de que haya gentes “cultas”
y gentes “incultas” no es de ningún modo una razón para pensar que los
primeros hablarían una lengua “pura” y los segundos no. Desde el punto de
vista de la comunicación, del intercambio comunicativo, lo que verdaderamente
cuenta es que unos y otros puedan hacerse entender y puedan establecer un
vínculo social. Se da el caso de que muchas personas de escasa formación
cultural hacen un mejor uso del idioma que otras de mayor cultura, pues
mientras los primeros pueden no presentar grandes dificultades para
comunicarse abiertamente, los segundos (los mismos especialistas en
lingüística y gramática, por ejemplo) podrían dificultar demasiado la
comunicación debido al exceso de complejidad con que se expresan.
La cuestión de la pureza lingüística no pasa de ser un mito. Hay maneras
distintas y más realistas de ver las cosas. Creemos que lo que hay que
estimular no es solo un uso académico de la lengua, sino una utilización cada
vez más rica, más efectiva y sobre todo más estética de la misma. No se trata,
como pretenden los puristas, de hablar el español de Cervantes, o el de
Góngora, o el de Lope de Vega, o el de cualquier otro autor clásico; lo que hay
que hablar es nuestro español, el de nuestro país, el de nuestra región y el de
nuestro tiempo. A condición de que procuremos hablarlo y escribirlo con
eficacia, con esmero, con sentido estético.
Hablar y escribir bien no significa que debamos retroceder cuatro siglos en la
historia, ni que debamos acomodarnos a modelos preestablecidos tildados de
“correctos”. Hacer un apropiado uso de la lengua es ante todo esforzarse por
22
alcanzar la máxima claridad y concisión al expresarnos oralmente, y el máximo
grado posible de belleza y armonía al hacerlo por escrito.
El lenguaje en su totalidad puede entenderse, y vivirse, como un
acontecimiento estético, es decir, como una alternativa posible de alegría para
los sentidos. Todo hombre, por el solo hecho de que habla, es ya un poeta en
potencia. Y más aún: es un soberano en potencia, pues todo aquel que posee
el don del habla gobierna sobre el más poderoso y amplio reino que pueda
imaginarse: el del lenguaje.
No hay poder humano por encima del poder de la palabra; es por ella que e
hace posible la consolidación de las ciudades y de los imperios, así como de
los ejércitos y de las leyes. Solo por mediación de la palabra amamos y somos
amados, construimos y somos construidos, educamos y somos educados. “La
palabra –sostiene un connotado pensador del siglo XX- es la que funda el ser
del hombre; es la morada del ser”.
Es sobre este tipo de asuntos, a la vez tan remotos y tan cercanos, sobre los
que sería interesante reflexionar. Y no solo durante las limitadas 24 horas del
23 de abril.
23
Algunas anotaciones sobre el idioma español o castellano
El principal vínculo que mantienen las repúblicas americanas colonizadas por
España es sin duda el idioma. No porque los otros elementos culturales
carezcan de valor, sino porque de algún modo todos están incluidos en el
idioma, en la lengua.
Una lengua es mucho más que un repertorio de expresiones y de normas
gramaticales para usos comunicativos: es una cosmovisión, un imaginario
social, un modo de concebir y de asumir el mundo. Un poema célebre de Pablo
Neruda resume esto de modo definitivo. Dice Neruda que:
“Los españoles se llevaron todo y nos dejaron todo: nos dejaron las
palabras”.
En efecto, durante más de tres siglos, los españoles (junto con otros pueblos
europeos: ingleses, franceses, portugueses, holandeses, alemanes…) asolaron
nuestras tierras, se llevaron de América los metales preciosos (oro, plata,
cobre, etc.), las cosechas (tanto las de productos autóctonos como las que
ellos mismos lograron aclimatar en el nuevo territorio), la madera, parte de la
flora y de la fauna… Y no solo eso: también diezmaron -con la fuerza de las
espadas, la inclemencia de las hambrunas y de los trabajos forzados- a una
parte considerable de la población aborigen; y esclavizaron a africanos e
indígenas…
El largo proceso de Conquista y de Colonización supuso a la vez un brutal
sometimiento del hombre y un no menos brutal despojo de la Naturaleza, todo
ello dictado por la codicia, por el afán de poder y de lucro.
A cambio de eso, los europeos nos trajeron las palabras: no solo los idiomas de
los colonizadores (el español, el inglés, el francés, el portugués, el holandés, el
alemán…), sino el resto de idiomas tanto del mundo Occidental como del
Oriental. Y, de paso, el resto de avances técnicos, científicos, artísticos,
24
teológicos, atesorados hasta ese momento por las distintas civilizaciones: el
cristianismo (su ética, sus rituales, su heráldica, su arquitectura…), la imprenta,
la brújula, la navegación marítima avanzada, el reloj, el álgebra, el almanaque,
el calidoscopio, el derecho romano, la literatura griega, la pintura renacentista,
la astronomía, el espejo, técnicas para la fundición de metales, técnicas
agrícolas, el ajedrez, sistemas de administración política y judicial, los juegos
de azar, el papel, nuevos deportes, nuevos instrumentos musicales, nueva
fauna, nueva flora, un largo etcétera.
La Conquista y la Colonización fueron, en síntesis, un “encuentro de culturas” o
mejor sería decir, para recalcar el marco de violencia en que se dio, un “choque
de culturas”. Pero al fin y al cabo un enriquecimiento mutuo.
En cuanto al idioma español o castellano, es una de las diversas derivaciones
del llamado “latín vulgar”, el cual da origen al resto de las llamadas “lenguas
romances”: italiano, portugués, francés, leonés, aragonés, gallego, etc. Estas
lenguas se consolidan como parte del proceso de la formación de los Estados
nacionales, fenómeno iniciado en Alemania entre los siglos XV y XVI, es decir,
hacia la misma época del Descubrimiento del continente americano. El último
de esos idiomas en consolidarse es precisamente el español.
En Latinoamérica se dice indistintamente “español” o “castellano”, pero en
España, por razones de susceptibilidades nacionalistas (dado que en su
territorio se hablan otras lenguas: catalán, vasco, gallego…), es más
generalizado el término “castellano”, a pesar de que en los años 20s ese
término fue suprimido por el Diccionario de la Real Academia. En 1954, durante
un Consejo de Académicos en México, se oficializó el nombre “español” para
los latinoamericanos. Sin embargo, como anotábamos, hoy en Latinoamérica
se dice indistintamente “español” o “castellano”.
Dentro de las múltiples variantes dialectales del español, se reconocen dos
grandes ramas: la andaluza (caracterizada por el seseo, el yeísmo, la pérdida
final de la “s”…) y la castellana (caracterizada por el ceceo, la aspiración, la
25
abertura de las vocales…). De esas dos ramas, en la Latinoamérica hispánica
se impuso la primera: es por eso que, entre otros detalles fonéticos, nosotros,
desde México hasta Argentina, pronunciamos del mismo modo la “c”, “z” y “s”
(fonemas palatales, según el punto de articulación vocal), mientras que para los
peninsulares la “c” y la “z” son fonemas interdentales.
Pero hay otras muchas diferencias léxicas y morfológicas; solo en el nivel
sintáctico no hay ninguna variedad.
Por último, dato curioso y revelador: De acuerdo con recientes estudios
lexicográficos, en el español hablado en Hispanoamérica solo figuran 240
indigenismos constatados.
26
Sobre la vocación retórico-barroca y antifilosófica del castellano
Ha llegado a convertirse en un lugar común, al menos en ciertos medios, la
afirmación según la cual el castellano es un idioma altamente proclive a la
retórica y al barroquismo. Se sabe que el inglés es llano, directo, puntual,
pragmático; y el francés, sin ser tan llano como el inglés, no es tan retórico ni
tan barroco como el español.
Es de dominio público también la idea de que el español no es un idioma en el
cual se pueda filosofar; esa función sería privilegio de quienes se expresan en
alemán, en inglés, en francés, quizá en italiano. La evidencia, se dice, está a la
vista: ninguno de los grandes pensadores de la tradición filosófica occidental ha
nacido en España o en alguna de las naciones en que se habla español. Ese
idioma –prosiguen- ha dado excelsos poetas, admirables narradores y
vigorosos ensayistas, pero no se ha prestado para que en ella se haga filosofía.
Las únicas excepciones tal vez sean Séneca (quien de todos modos escribió
en latín), Ortega y Unamuno (pero ni uno ni otro logran ser pensadores de la
talla de los grandes, tipo Descartes, tipo Kant, tipo Hegel).
La lengua castellana habría estado ocupada en otros menesteres muy distintos
de la filosofía y del alto pensamiento. Ha estado esta lengua, sobre todo,
componiendo piezas de retórica, unas en prosa y otras en verso, unas breves
y otras extensas, unas en primera persona y otras en tercera. Hacemos retórica
una y otra vez, de un modo y del otro: siempre altisonancia, siempre ruido,
siempre afectación, siempre incendio, siempre retórica.
¿Cómo va a ser posible filosofar en un idioma tan incompleto, tan descarriado,
tan caprichoso, tan retórico y tan barroco? En español se componen deliciosas
coplas, se cincelan emotivos versos y se relatan ceñudas aventuras, pero
silogismos no, ideas no, profundidades metafísicas no. Eso, al parecer, es
jurisdicción y privilegio de los germanoparlantes, de los angloparlantes, de los
francoparlantes, acaso de los italoparlantes...
27
“Es tan raro y absurdo un filósofo español como un torero alemán”, dice una
vieja boutade, cuya autoría se le adjudica a muchos. ¿Y qué hay detrás de la
alusión jocosa? La suposición de que en español no se puede pensar, no se
puede filosofar; ese idioma no parece prestarse para transmitir las categorías
de la razón o los argumentos en pro y en contra del infinito. En ese idioma
inapropiado, el castellano, no se podría conjeturar ni refutar ni deslizar una
alusión sutil. Imposible, porque no hay toreros alemanes ni hay opciones para
en la lengua de Castilla filosofar.
Todo lo cual es desde luego ampliamente cuestionable. En principio, decir que
en español no se puede filosofar porque no hay filósofos que podamos señalar
con el dedo es equivalente a proferir aseveraciones del tipo: las mujeres no
pueden filosofar, porque ¿dónde está la dama, las damas, de la Razón?; o los
panaderos no pueden filosofar, porque en parte alguna figura el nombre de un
panadero que haya cultivado la filosofía; o los niños no pueden filosofar, porque
hasta ahora no hemos conocido a un niño filósofo.
Sostener, de otra parte, que la imposibilidad del discurso filosófico es inherente
a la constitución formal (fono-morfo-sintáctico-semántico-semiótica) de la
lengua castellana, es una prueba de barbarie teórica. Cada lengua es un
abanico de opciones. De opciones y de restricciones. Hay una coincidencia
entre la apertura semántica de una lengua y las posibilidades cognoscitivas que
facilita a sus usuarios.
Ahora bien, ¿son tan pobres las opciones que para sus hablantes-oyentes
ofrece el idioma de Cervantes, de Lope y de Góngora? ¿No podemos
conceptualizar haciendo uso de sus verbos, de sus adjetivos, de sus
declinaciones, de sus tropos, de sus legislaciones sintácticas, de su retórica
(admitiendo que los hispanohablantes somos fundamentalmente retóricos)?
Ha sido distinta la historia de España a la de Alemania, de Francia, de Italia y
del Reino Unido. La modernización española es tardía en comparación con la
de las otras naciones mencionadas. España fue la cuna de la Contrarreforma;
el influjo del clero y del pensamiento escolástico medieval fue más fuerte, más
28
rudo y más duradero en la península ibérica que en los grandes pueblos del
Este europeo. De ahí la otra expresión despectiva: “Europa termina en los
Pirineos”, mediante la cual se pretende excluir al pueblo español (y de paso a
toda Hispanoamérica) del enorme prestigio que significa la europeidad. A los
europeos no ibéricos los une a lo sumo un sentimiento de simpatía por la
república hispánica, pero es una simpatía subvaloradora que en lo español y en
lo portugués reconoce a lo sumo un venerable vestigio del pasado.
Respecto de Hispanoamérica, la mirada europea es a la vez más excluyente y
más impertinente. América Latina (incluyendo al Brasil) en buena medida no ha
pasado de ser para el imaginario europeo un lugar vacacional, con sus selvas
hiperbólicas y su fauna de Trópico y sus dictadores de fábula y su macondismo
irremediable. No se ven ni se buscan filósofos por acá. Aunque hace algunas
décadas descubrieron que había escritores, y también han reconocido por acá
a algunos buenos músicos y a algunos aceptables pintores y escultores.
Filósofos, en cambio, parece que no.
Entre tanto, seguimos haciendo retórica con el español, y seguimos
barroquizando, sobre todo esto: barroquizando. Algunos críticos han afirmado
que toda nuestra poesía es retórica, con dos o tres versos de excepción.
Pero lo cierto es que esa poesía –retórica y barroca o no- ha producido y sigue
produciendo voces como las de Lugones, Ibarborou, Rubén Darío, José
Asunción Silva, Porfirio Barba Jacob, Oliverio Girondo, César Vallejo, Jorge
Luis Borges, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Octavio Paz, Ernesto Cardenal,
Delmira Agustini, Nicolás Guillén, Eduardo Carranza, Fernando Charry Lara,
Rafael Maya, Gutiérrez Nájera, Arturo Camacho Ramírez, Álvaro Mutis,
Nicanor Parra, Alejandra Pizarnik, Juan Manuel Roca, José Emilio Pacheco,
León de Greiff… Y la narrativa ha producido plumas como las de José
Hernández, Jorge Isaacs, Tomás Carrasquilla, Soledad Acosta de Samper,
José Eustacio Rivera, Horacio Quiroga, Rómulo Gallegos, Juan Rulfo, Alejo
Carpentier, Arturo Uslar Pietri, Borges, Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Eduardo
Galeano, Mario Benedetti, Juan Carlos Onetti, Gabriel García Márquez, Álvaro
Cepeda Samudio, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, José Lezama Lima,
29
José Donoso, Isabel Allende, Rafael Humberto Moreno-Durán, Germán
Arciniegas, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Fernando Cruz Kronfly, Augusto
Monterroso, Mempo Giardinelli, Guillermo Cabrera Infante, Rosario
Castellanos, Bryce Echenique... Y el ensayo nos ha dado a Vasconcelos, a
Enríquez Ureña, a Mariátegui, a Carpentier, a Borges, a Paz, a Sábato, a
Rama, a Zuleta, a Téllez, a Cruz Kronfly, a Braunstein...
El español, pues, nos ha permitido cantar, contar y ensayar; lo único que al
parecer sigue sin permitirnos es filosofar.
Así eran las cosas al menos hasta hace unos años. Porque han empezado
cambiado de modo notorio. Tenemos mucho de europeos los latinoamericanos.
La mayoría de las lenguas habladas aquí son de origen europeo, herencia de
los procesos de conquista y colonización. Nuestras cosmovisiones han sido
edificadas a la luz de modelos euroasiáticos y de otras latitudes. No obstante,
seguimos siendo del lado de acá, de América. Somos una síntesis, un
mestizaje. Triple, además, porque figura también el elemento africano, el aporte
de las negritudes traídas por la fuerza a estas tierras por los colonizadores
españoles, franceses, ingleses, holandeses y portugueses. Nuestro castellano
es distinto del que se habla en España, pero es la misma lengua, las mismas
estructuras sintácticas, y la base léxica es común en un elevado porcentaje.
La comunicación Europa-América fue desigual hasta hace poco tiempo. Antes
éramos nosotros quienes solíamos “asimilar” los legados y las enseñanzas de
la culta europea, de la vieja Europa, de la prestigiosa y sabia Europa. En el
momento presente esa relación tiende a ser más igualitaria, y en algunos casos
a la inversa. En materia de cultura, hemos sido capaces de producir creaciones
de innegable originalidad que se exportan para consumo de los europeos. El
movimiento Modernista, hacia finales del siglo XIX, fue sin duda el primer gran
producto de exportación cultural americano.
Quizá nuestro idioma siga siendo retórico y barroco, pero es en esas
circunstancias que los pueblos americanos, de habla hispana y de habla
30
portuguesa, hemos logrado superar la antigua dependencia que nos ligaba
respecto de Europa.
Es claro que hemos adquirido una mayoría de edad cultural. No solo en
México, Cuba, Argentina y Brasil, que son los países que suelen mencionarse
a manera de ejemplo de vanguardia cultural; también en Honduras, en
Guatemala, en Puerto Rico, en Nicaragua, en Venezuela, en Ecuador, en
Jamaica, en Chile, en Costa Rica, en Colombia… En fin, en más de veinte
países que conforman una amplia región geográfica que algunos han
denominado, retóricamente, “el continente de la Esperanza”, y en el que tal vez
un día veamos florecer filósofos y pensadores originales, antes incluso de que
empiecen a nacer y a triunfar toreros en Alemania.
31
Los talleres literarios y la solidaridad de grupo1
Asistimos al Taller porque escribimos, y en alguna medida escribimos para ir al
Taller, para no llegar con las manos y la cara vacías. Ese goce privado, incluso
secreto, que es la escritura se convierte en el Taller en un ejercicio público,
exponiéndonos, o bien a la crítica adversa o bien al comentario favorable.
Aunque con el tiempo vamos convenciéndonos de que tanto el halago como el
reproche son formas distintas de comentario favorable, siempre y cuando
aprezcan coheremente justificados: en ambos casos hemos estado expuestos,
texto y autor, a la escucha, a la valoración, a la compañía de los otros. He ahí
una definición posible de lo que es un Taller literario.
En un Taller, en mayor o en menor medida, todos partimos de un principio: la
dificultad intrínseca y extrema de este acto ilimitadamente gozoso que se llama
escribir. ¿No es en buena parte a raíz de esa constatación que nos reunimos,
que auscultamos nuestros mutuos haceres, que instauramos una
microsociedad fraterna, una segunda familia, unificada por la comunión de
sangre y por la identidad de vocaciones en torno de la tinta? La escritura nos
concierne, y estamos de continuo concernidos por ella; es nuestro oficio íntimo,
uno de nuestros mejores modos de ser humanos, nuestra tarea de la vida,
nuestra cosa nostra. Es eso lo que nos hermana, lo que nos agrupa, lo que
nos provee motivos para seguir viviendo y para seguir haciéndolo con orgullo.
Escribir solo es fácil para tres tipos de individuos: los facilistas, los
irresponsables y los genios. El tallerista detesta el facilismo, huye de la
irresponsabilidad y sabe que el suyo no tiene que ser necesariamente el
camino del genio.
Se ha repetido con suficiente frecuencia que el ejercicio de la literatura es el
más solitario que pueda concebirse. Eso no parece discutible, pero es
justamente lo que permite definir al Taller literario como una respuesta,
contundente y humanamente bella, a la soledad. Si todo escritor es un lobo
1
Este texto fue compuesto en el marco de las inolvidables sesiones del Taller literario
“Botella y luna”, que ha estado funcionando en la ciudad de Cali, Colombia, desde
hace más de15 años.
32
estepario, el tallerista (que también es escritor) es un lobo que apuesta aún por
esos valores cada vez más ausentes en nuestras sociedades contemporáneas:
la solidaridad, el encuentro con el otro, la complicidad; en una palabra, la
Amistad.
En efecto, un Taller literario es la más hermosa excusa para la consolidación,
mantenimiento y enriquecimiento de la amistad, excusa que debería ser su fin
primordial y su motor permanente. El intercambio incesante de letras se
convierte así en otro modo (y no cualquiera) de seguir siendo amigos. ¿Y qué
es en últimas un amigo? Es ante todo alguien en cuya presencia la pasamos
bien. Un Taller es un sitio al que, bajo la devoción común por la literatura,
vamos a pasarla bien. Si ha tenido razón Cioran cuando dijo que “todo escritor
es un Dios”, el Taller literario no puede ser otra cosa que un banquete olímpico.
Y Cioran, el pequeño Dios Cioran, tiene razón a este respecto.
El encuentro tallerístico, además, es la oportunidad para el desempeño de dos
actos complementarios de generosidad: por una parte, el compartir de las
lecturas de la semana, del día, de la hora, de la vida; y, por la otra, el
comentario crítico, fruto de la atención sostenida, la escucha amorosa al
escritor-tallerista de al lado, el apunte destinado a la mejoría del texto del otro,
texto que pasa, así, de ser propiedad privada para convertirse en propiedad
colectiva.
Este hecho, unido al cúmulo de prácticas anexas propias del protocolo ritual del
encuentro (el comentario eventual sobre una película, sobre un artículo
periodístico, sobre una exposición de pintura, sobre una obra de teatro, así
como las relajantes mareadas de humor), definen el ambiente de una actividad
en la que se dan cita los ingredientes de la Academia con los aditamentos
propios de la tertulia y de la bohemia. De no existir las escuelas, los colegios,
las universidades, el Taller serviría por sí solo para cumplir la función de formar
recreando, de recrear creando y de crear gozando.
Asistir a un Taller literario es reafirmar un sentido de pertenencia e identidad,
en función de unas preferencias estético-culturales, de adscripción
33
generacional, de simple o compleja afinidad de gustos. Todo ello como un rito
en el que la figura central es la escritura.
Ahora bien, el hecho de ser un tallerista (incluso un buen tallerista) no garantiza
en ningún sentido el ser un buen escritor; pero es sin duda un camino, tan
válido como otros, para llegar a serlo. Ningún Taller literario, por excelso que
sea, está en condiciones de enseñarla a nadie cómo componer un buen verso
o cómo elaborar una narración eficaz o cómo adquirir la maestría en el dominio
de una técnica determinada. Todo esto pertenece al orden de lo que es posible
aprender, pero no de lo que es factible enseñar. El Taller se erige, más bien,
como un escenario abierto en el que los aprendizajes, siempre personales,
tienen un lugar y proporciona la invaluable cercanía de otros aprendices que a
la vez son un espejo confiable y un estímulo constante.
En el espacio de un Taller efectivo, pues, se lucha sin descanso contra una
múltiple superstición: la superstición del pudor, de la soledad, de la
insolidaridad. Y el no poder situarse a la altura de esa lucha cotidiana es lo que
explica en buena parte el hecho nada infrecuente del fracaso. Un grupo, al
igual que un matrimonio, tiene al menos dos formas de fracasar: una de ellas
(de alguna manera la más digna) es la disolución; la otra es la continuidad
forzosa, esa continuidad que se mantiene por inercia, bajo una evidente
desnaturalización de funciones y rutinas. El Taller literario ideal es aquel que se
funda con entusiasmo, se clausura con regocijo y se vive con inquietud
permanente.
Por otra parte, en un Taller es inevitable la inminencia del llamado “narcisismo
de grupo”, pero ese sentimiento (argumento esencial de quienes se han
opuesto siempre a todo intento de colectivización de la literatura y del arte) es
sobrepujado constantemente por el espíritu contrario: la “humildad de grupo”, la
“solidaridad de grupo”, vale decir, la congregación por el afecto.
Estas anotaciones no aspiran desde luego a una validez universal. Toda
agrupación humana instaura, implícita o explícitamente, una ética, es decir,
unos principios de regulación interna, unos acuerdos sobre valores, prácticas y
34
comportamientos. No estamos obligados a nada; a lo sumo, a intentar la
originalidad. De ahí que las mejores reglas para el funcionamiento de un Taller
serán aquellas que surjan de la imaginación de cada grupo.
Y esa imaginación está alimentada por los intereses particulares, la formación
cultural de los miembros, las expectativas (individuales y colectivas), los
prejuicios, los juicios y los postjuicios sobre uno de los oficios más extraños y
más apasionantes que haya ideado el homo sapiens: la escritura.
Escribir en el trópico
35
No es lo mismo escribir en Sudamérica que en Europa o en Estados Unidos.
No es lo mismo hacer cualquier cosa en Sudamérica que en Europa o en
Estados Unidos.
Por razones de todo orden: el clima, el paisaje, la tradición cultural, los idiomas,
los ritmos de vida...
En Colombia, por ejemplo, en pleno Trópico, resulta difícil cualquier actividad
que implique concentración y persistencia. No existen esos grises y
prolongados inviernos europeos, ni esas frescas primaveras. El calor es
excesivo, la luz muy intensa, cunde la sensualidad, la piel llama de continuo…
Abundan los motivos de distracción.
Eso por una parte. Por la otra, está el hecho de que nuestra cultura es en lo
esencial herencia y reflejo tardío de la europea y de la norteamericana;
permanecemos a la zaga en materia de ciencia, de tecnología, de política, de
filosofía, hasta de religión.
Hace algún tiempo que las cosas han empezado a cambiar a nuestro favor,
aunque todavía sigue siendo cierta, y teniendo sentido, la expresión Tercer
Mundo.
En el imaginario europeo, asiático y norteamericano, sin embargo, las cosas
aparecen distorsionadas, exageradas. Continúan imaginando a Sudamérica, y
de paso a toda América Latina, como una enorme selva poblada de seres
semiprimitivos y semibárbaros; una selva plagada de incultura y de atraso, pero
que puede resultar grato y divertido para pasar las vacaciones de verano.
Y a la inversa: nosotros seguimos representándonos esos lugares desde una
serie de estereotipos que no en todos los casos se corresponden con la
realidad. Ni en lo que atañe al nivel cultural de sus pobladores ni en lo que
atañe a su civilidad, ni siquiera en lo que atañe a su riqueza. También hay
ignorancia allá, y mucha inteligencia culta acá; también hay violencia y barbarie
allá, y lugares de paz y concordia aquí; también hay pobreza allá, y demasiada
36
riqueza acá; también hay desilusión, tristeza y nihilismo allá, y esperanza,
positivismo y alegría aquí.
El mito de nuestro atraso y de nuestra “inferioridad” ha ido cambiando ante la
inminencia de los hechos.
Desde los países latinoamericanos no solo se exporta azúcar, café, madera,
banano, metales, petróleo, algodón, flores; también excelente música,
excelente literatura, excelente teatro, excelente cine, excelente danza. En toda
la gama de los deportes se han logrado éxitos mundialmente relevantes. Hay,
dispersas y/o expatriadas, enormes personalidades de las ciencias físicas,
astronómicas, químicas, biológicas. Y existe ya una copiosa producción de
sociología, teología, lingüística, semiótica, antropología, etnología,
psicoanálisis, crítica literaria. Tenemos 5 Premios Nobel de literatura, y varios
candidatos actuales.
Cine y literatura
37
Ha pasado ya la época en que ponía en cuestión el estatuto artístico de la
cinematografía. Hoy no solo el cine ha obtenido tal estatuto, sino que puede
pensarse incluso que lo ha rebasado: algunos autores consideran que todo el
arte contemporáneo puede ser planteado “bajo el signo del cine”, lo cual nos da
más que una idea acerca de su importancia como fenómeno cultural. A la
literatura, por ejemplo, de quien se nutrió en un principio, ha hecho aportes
significativos, tanto a nivel de la prosa como de la poesía. De las posibles
relaciones entre literatura –específicamente la novela- y el cine nos
ocuparemos aquí.
A primera vista, el punto más fuerte de cercanía entre el cine y la novela está
en la utilización común de los procedimientos narrativos: tanto en el filme como
en el texto novelesco se maneja una estructura del acontecer. La focalización
de la cámara en cine registra, al igual que la figura del narrador en la novela, el
suceder de una serie de acontecimientos que, con o sin reticencias, configuran
lo que siempre hemos entendido por “relato”. En ambos caso se presenta un
conjunto de secuencias doblemente temporales, pues mientras transcurre el
tiempo de las acciones está pasando también el tiempo del relato y el de la
proyección fílmica, respectivamente. Esta cercanía se hizo evidente desde el
comienzo mismo del cine de ficción; es decir, aparece ya en el cine mudo: si
hablamos de cercanía a propósito de lo narrativo, no es la palabra, en su
sentido liter-ario, lo que cuenta; se trata de homologías estructurales de fondo.
Aunque en la novela se relate y en el cine se represente, los dos son artes de
acción.
Desde luego la obvia precedencia histórica de la literatura respecto del cine le
creó a este, en sus inicios, una clara dependencia de los materiales narrativos
preexistentes, así como de los propios del teatro. Pero pronto el cine encontró
su propia autonomía y consiguió invertir la relación: ahora la novela acude con
frecuencia a enriquecer su acervo narrativo con procedimientos descubiertos
por la cinematografía, creándole al escritor, por ejemplo, la exigencia de una
fuerte imaginación visual. El caso más notable a este respecto quizá sea el de
los novelistas del llamado “Nouveau Roman” en Francia, los que realizaron el
proceso contrario de un Eisenstein, quien nos dice que aprendió los recursos
38
del montaje leyendo a Flaubert. Y no solo eso: los requerimientos de la
creación fílmica, desde la inserción del sonido, hicieron necesaria la invención
de un nuevo género literario, el guión, dada la inadecuación de los conceptos
narrativos habidos hasta el presente.
Las diferencias entre una y otra modalidad artística se evidencia desde las
condiciones mismas que cada una instituye para su recepción: el cine implica el
agenciamiento de un verdadero ritual social frente a la pantalla, mientras que la
literatura ha sido fundamentalmente un ejercicio solitario.
Pero es a propósito de los códigos en que se emiten los mensajes respectivos
donde hallamos las distinciones más irreductibles: el cine cuenta con la ventaja
que representa la universalidad de la imagen; la literatura está más restringida,
en tanto que sus mensajes están sujetos a las limitaciones lingüísticas –y por
ende ideológicas- de una lengua determinada (vale la pena señalar que la
presencia en el cine del lenguaje verbal desarrolla solo una parte, y no la
principal, de la comunicación fílmica). La imagen, además, tiene la
particularidad de que su comprensión requiere una operación mucho menos
compleja que la de la palabra escrita; esta implica un proceso de abstracción
especial que no es necesario, al menos en principio, en la descodificación de la
imagen.
Por otra parte, el hecho de que la literatura pueda definirse como la
“transfiguración estética de la función designativa” y el cine como la
“transfiguración estética de la función mostrativa” hace que la primera se sirva
de signos lingüísticos y el segundo de signos icónicos, lo que, a su vez,
conlleva a que ambos configuren códigos de emisión distintos. La manera
como se estructuran los mensajes en la novela corresponde a lo que se
denomina un “código digital”, en tanto que el cine lo hace en un “código
analógico”. El primero debe su nombre a que está constituido por dígitos
(unidades discretas de sentido), que se expresan en forma separada, tal como
ocurre con el alfabeto, las notas musicales y el sistema numérico. En los
códigos de este tipo, dada la fuerte arbitrariedad entre las series gráficas,
sonoras y conceptuales, es muy acentuado el proceso de abstracción. Esto no
39
sucede con los de naturaleza analógica, caracterizados por la idea implícita
que hay en ellos de “simulacro” o “imitación”; la pecualriedad de sus signos,
los iconos, es la similitud entre el significante (secuencia que representa) y el
significado (representación mental del referente); son ejemplos de ellos la
pintura, la escultura, la fotografía y el cine. En los códigos analógicos, por su
carácter de calcación, se promueve un grado mínimo de abstracción; de ahí el
impacto masivo de la televisión, el cine, el video. La diferencia, en el fondo,
radica en que el lenguaje verbal opera una categorización de la realidad que en
su analítica divide (sustantivo, adjetivo, artículo...) y luego, en el transcurso del
texto, vuelve a unir esa realidad, lo que imposible en el filme.
Así, las adaptaciones televisivas o cinematográficas de textos literarios afrontan
ese problema de discrepancia de códigos: puesto que los procedimientos
expresivos son semióticamente distintos en igual forma los resultados, desde el
punto de vista de la estética y de la comunicación misma, serán
obligatoriamente diferentes (en último término, una obra literaria solo se
aprehende “literariamente” y un filme “fílmicamente”). Por eso el acierto de una
adaptación no estará en dependencia nunca de la fidelidad al texto primitivo,
sino que dependerá por entero del uso apropiado o no que se haga de unas
posibilidades de expresión enteramente distintas: las específicas de la
cinematografía.
Consideraciones sobre el ensayo en tanto que género
40
Sólo se debe escribir
para escritores,
y sólo el que escribe
realmente lee
Friedrich W. Nietzsche
El ensayo surge casi a la par con la novela hacia el final de ese fervor cultural
europeo que conocemos como Renacimiento. La época que siguió al
Renacimiento, y que se extiende hasta nosotros, ha sido designada por
algunos pensadores como la Modernidad, a la cual la distinguen varios hechos:
el ascenso del capitalismo y de la ideología burguesa que le es correlativa; la
proliferación de regímenes democráticos que van sustituyendo a los
monárquicos junto con sus esquemas feudales de concepción del mundo; la
asunción y promoción de los ideales de la Revolución Francesa; la lenta pero
firme secularización del pensamiento; la libertad de prensa; muchos otros. Es
ese el contexto que ha servido de terreno fértil al entronamiento progresivo del
ensayo; este es signo y síntoma de la época Moderna, y como tal ha ayudado a
consolidar sus presupuestos y a divulgarlos.
No obstante, luego de la muerte de Montaigne hubo un largo silencio, tanto
sobre su obra como sobre el género que había inventado. Ese silencio es
curiosamente muy parecido al que sucedió a Cervantes, el primer novelista en
el sentido moderno de la palabra. Las primeras novelas importantes luego de
Cervantes fueron escritas entre finales del siglo XVIII e inicios del XIX en el
marco del Romanticismo, y los primeros ensayos agudos después de
Montaigne tal vez fueron los de los enciclopedistas franceses, bien avanzado
ya el siglo XVIII. No hemos querido decir desde luego que antes del
Romanticismo no se hubieran escrito novelas (de hecho hubo algunas
notables, como las de Göethe y la de Defoe) ni afirmamos que antes de los
enciclopedistas no se hubieran redactado ensayos (ahí están los de Bacon, por
ejemplo). Lo que sostenemos es que sólo a partir del Romanticismo y de la
Enciclopedia estos dos géneros se popularizan y se consolidan.
41
Pero hay un hecho que enturbia el paralelismo. Así como la novela y la poesía
vivieron una fase clásica y una fase moderna, el ensayo se ha mantenido más
o menos inalterado desde su invención hasta nuestros días, y es un hecho que
Montaigne, así se haya hecho ilegible para nosotros en algunos puntos, sigue
siendo superior a casi todos sus continuadores.
Ahora bien, para que el ensayo llegara a convertirse en el vehículo predilecto
de la transmisión social del saber tuvo que darse una lucha –no siempre
honesta- con otros géneros, en especial con el tratado. El resultado de esa
lucha ha sido la relegación de este y la sobreinflación de aquél, lo cual ha
traído consigo una serie de efectos en el ámbito general de la cultura. Es como
si para legitimarse a sí mismo el ensayo hubiera necesitado demeritar a su
rival, minimizarlo, fustigarlo, calumniarlo. Quizá mantenga una vergüenza de
fondo, una secreta conciencia de su propia precariedad, de su flaqueza, pues
de otro modo sería difícil explicar ese desespero por validarse a sí mismo a
costa de la desacreditación injusta de un género vecino.
Nada más ingenuo que pretender promover la actitud contraria, y continuar
quedando presos del mismo círculo y de la misma injusticia. Habrá que seguir
promoviendo las virtudes del ensayo, que no son pocas, y habrá que estar
dispuestos a reconocer sus aportes a la cultura. Sería necio desconocer esas
virtudes, las cuales han sido suficientemente divulgadas en todos los tonos y
desde todas las lenguas. En principio, la historia de la literatura sería
inimaginable sin nombres como Montaigne, Emerson, Voltaire, Carlyle,
Chesterton, Stevenson, Wilde, Nietzsche, Spencer, Ortega y Gasset,
Vasconcelos, Reyes, Borges, Cioran, Paz o Sábato. Además, es invaluable el
aporte de los ensayos, de los ensayistas, en asuntos como la promoción de la
libertad de pensamiento, la democratización del saber y la lucha contra los
dogmatismos; el ensayo no puede concebirse en una sociedad feudal y menos
en una esclavista.
Pero para que esas virtudes se mantengan, ¿era necesario recurrir a la
desacreditación del tratado? De todos es conocida la multitud de calificativos
42
mediante los cuales se denigra de los tratados: son farragosos –se dice-,
pedantes, pesados, dogmáticos, solemnes, demasiado serios.
Tales acusaciones merecen al menos dos aclaraciones: primero, que no todos
los tratados ameritan estos calificativos (abundan los contraejemplos), y,
segundo, que esos ataques tenían más razón de ser en la época de Montaigne
(en la que cundían los tratados, ciertamente pesados y dogmáticos, tanto de
los teólogos cristianos como de los filósofos escolásticos) que en épocas
posteriores.
El tratado merece una y más que una reivindicación. Esa reivindicación pasa
hoy por una ineludible denuncia de los géneros con los que se le compara con
la intención de desacreditarlo. Se ha reducido el tratado a un ingrato y
fastidioso museo de letras, a un pasatiempo inútil de eruditos poco gratos y
aburridos; en su reemplazo, ya los señores Francis Bacon y Michel de
Montaigne encontraron la receta, el salvavidas, la panacea: el ensayo.
En la época actual, si observamos bien, la secular hostilidad por los géneros
rigurosos, en tanto contrapartida necesaria a la exaltación del ensayo, no se
expresa ya como rechazo explícito a los formatos sino a su lenguaje
especializado. Pero no cabe duda de que los lenguajes técnicos, propios de las
ciencias fácticas y de las disciplinas humanísticas con vocación científica
(sociología, lingüística, psicología, antropología, psicoanálisis…) presentan un
grado alto de dificultad. Pero eso es inherente a los grados de saber que se
manejan en el interior de esas disciplinas. Además, valdría la pena traer a
cuento una precisión como la que hiciera Roland Barthes cuando se le
interrogó alguna vez sobre el asunto de las jergas de los intelectuales. Al
respecto dijo: “Me parece muy bien que existan, no sólo las jergas de los
intelectuales, sino las de todos los grupos de la sociedad. Ojalá en el interior de
cada lengua existieran miles de lenguajes” (Barthes, Roland, 1982: 89).
De otro lado, ¿no hay en esa repulsa por los lenguajes especializados la
confesión implícita de una incapacidad que no se quiere admitir y que por el
contrario se quiere hacer pasar por un reclamo, por ejemplo, de esteticidad?
43
¿No se da a este propósito la misma situación ilustrada en la vieja fábula de la
zorra y las uvas: ¿Puesto que no puedo comprender estos textos de Lukacs,
de Adorno o de Lévy-Strauss, entonces los declaro mal escritos, pedantes,
indigestos, fastidiosos, indeseables, verdes, demasiado verdes?
“No existen textos fáciles; lo único que hay son lectores fáciles”, sostenía
Estanislao Zuleta. (Zuleta: 1994: 56). Ni Descartes ni Leibniz ni Marx ni Derrida
son ilegibles; lo que ocurre es que son escritores que plantean con sus textos
una alta exigencia al lector, al generalmente cómodo y facilista lector. Un caso
particular y reciente de escritura para lectores que se exigen es el de Lacan,
quien se impuso la dificultad como un propósito deliberado, casi como una
provocación. Ahí está su libro fundamental, al que en gesto ciertamente
provocador llamó, simple y llanamente, Escritos (Ecrits, en francés). Lacan hizo
de su estilo lo que, según Camus, habría hecho Kafka del suyo: una
estratagema para obligar al lector a releer. Fue consecuente con nuestro
epígrafe de Nietzsche: “Sólo se debe escribir para escritores, y sólo el que
escribe realmente lee”. Los textos de Lacan son densos, inimaginablemente
densos, pero tienen coherencia y tienen sentido; un sentido que hay que
ganarse, que hay que merecerse, pasando antes por la ardua prueba de la
paciencia, de la relectura, de la cotejación, y ojalá de la propia escritura. Hay
párrafos, frases o digresiones en su discurso que a primera vista (a primera
lectura) parecen inabordables, y uno sólo se entrega a ese juego de gozo y
suplicio que es la interpretación porque sabe, por experiencias previas, que
arrojándose y persistiendo llegará a alguna parte, y no ciertamente a
cualquiera, porque Lacan es un autor de una profundidad inaudita, una
profundidad sólo comparable con la muralla que es preciso remontar para
poder escuchar su voz. Pero es que Lacan no hace ensayos; hace ciencia, y de
la mejor. El discurso lacaniano es una fiesta del pensamiento, y después de
pasar por el éxtasis de su interpretación queda uno con la sensación de que el
ensayo, el fácil y ameno ensayo, tal vez no sea más que un género para los
mediocres.
El hecho inobjetable es que los saberes de la ciencia sólo se pueden transmitir
en lenguajes formalizados. Y en último extremo, en matemáticas. Pero no sólo
44
en el ámbito de las ciencias naturales; en las humanas, o antroposociales,
empieza a ocurrir lo mismo. El psicoanálisis –el de la Escuela de Lacan,
precisamente- ha alcanzado ya un considerable grado de formalización, de
matematización. ¿Deberemos rebelarnos contra esta tendencia, por lo demás
indetenible, a favor de la santa espontaneidad y la santa legibilidad y la santa
“facilidad” de los ensayos?
Algo similar ocurre con los filósofos. Las obras de Spinoza o de Kant o de
Hegel no son complicadas, son complejas; no son incoherentes, son exigentes;
no son inaccesibles, son arduas; no son ilegibles, son difíciles.
No puede negarse, desde luego, que hay tratados insulsos, así como
encontramos ensayos rigurosos.
Ahora bien, lo que hay de fondo de esta disputa secular entre el tratado y el
ensayo es una querella filosófica muy antigua. Si miramos el desarrollo del
pensamiento occidental, desde sus inicios hasta nuestros días, encontramos
que los pensadores se han alineado siempre o bien del lado del sujeto o bien
del lado del objeto. Subjetivistas u objetivistas: esa ha sido la opción hasta hoy
para todos los filósofos, al menos desde Sócrates y de Platón. Los ensayistas
obviamente reclaman para sí las banderas del subjetivismo, mientras que los
tratadistas (en especial los científicos) implícitamente se definen como
objetivistas.
En el interior mismo del género ensayístico, desde muy temprano se
evidenciaron dos grandes tendencias: una de línea montaigniana (subjetivista,
intimista, proclive a la poesía) y otra de línea baconiana (más objetiva, más
rigurosa, más “seria”). En el fondo, sin embargo, ambas líneas siguen siendo
subjetivistas y en ambas se presentan mezclas.
De esa opción por el subjetivismo y de su condición híbrida (recordemos que
Alfonso Reyes llamaba al ensayo “el Centauro de los géneros”) se derivan
muchas consecuencias. ¿No ha sido el exceso de intimismo, unido a esa
mezcla, a esa anarquía, a esa irresponsabilidad en nombre de la poesía y del
45
librepensamiento, una clara amenaza a la marcha del pensamiento
epistemológicamente decantado? Mientras el ensayo siga viendo en el tratado
un enemigo, la única gran perdedora en la contienda será la cultura misma.
El ensayo ha sido responsable de muchos males. Reparemos.
Universalizó la pereza de pensar, a nombre de un propósito de todos modos
encomiable: el acceso de las grandes masas al mundo del saber y a las
preocupaciones de los intelectuales. Uno de los precios de la masificación de
los saberes fue el facilismo, la pereza, la espontaneidad, la irresponsabilidad…
Justamente aquello que los ensayistas nos ufanamos en llamar con otros
nombres: informalidad, sencillez, coloquialidad, poeticidad…
También contribuyó el ensayo a que se extendiera la propensión hacia el
confort y el inmediatismo; de alguna manera el ensayo es un género
desechable, una mercancía fungible que se consume y se arroja luego al cesto
de la basura, es decir, del olvido.
Los ensayistas, en fin, nos han enseñado la gran lección de la mediocridad. El
lector medio terminó por acostumbrarse a optar por el escrito ligero frente al
escrito riguroso, por el ensayo de divulgación (ameno, sencillo, informal) frente
al texto científico (riguroso, complejo, formal). No cabe duda: el ensayo es el
género estrella; de ningún modo el que nos ha estrellado.
De otro lado, en tanto género por excelencia del escepticismo, el ensayo ha
tenido su parte en la propagación de esa tendencia.
Es claro que ningún tratadista ni ningún científico pueden adelantar una
investigación con escepticismo. Para investigar hay que creer, y es justamente
esa creencia, esa esperanza, la que sirve de motor a la investigación y la que
induce a supeditarse a los cánones investigativos, con todo lo que implican en
términos de paciencia, rigor y sometimiento a los acuerdos intersubjetivos de
las comunidades científicas. Para hacer un ensayo, en cambio, estamos
autorizados a relajarnos mucho más. Estamos autorizados a jugar, a trocar, a
46
poetizar, a transgredir, a manipular, a mentir. El ensayo todo nos lo perdona y
a todo nos invita. Es un género simpático, y, por eso mismo, por exceso de
simpatía, es también un género peligroso.
Cada época tiene el género literario que se merece. Nosotros nos merecimos el
ensayo, elegimos el ensayo.
Sin duda, desde luego, hay que desear que se sigan escribiendo y que los
sigamos leyendo. Tal vez fue necesario que surgieran en algún momento de la
historia, y quizá fue inevitable que se propagaran del modo en que lo han
hecho. Pero hemos de estar advertidos respecto de sus efectos que no por ser
indirectos resultan menos nocivos. Y mucho más en un momento en que se ha
hecho tan omnipresente. En efecto, el ensayo ha escapado de su otrora
modesto lugar de pasatiempo y de percepción subjetiva de las cosas para
convertirse en el más omnipresente de los géneros. Vivimos hoy un verdadero
omniensayismo: en las revistas, en las universidades, en los coloquios.
Y no sólo eso; también asistimos a una proliferación de ensayos que
reflexionan sobre los ensayos, sobre el ensayo, lo cual puede interpretarse
como un síntoma del inicio de su declive. Un género que se interroga con tanta
premura sobre sí mismo, sobre su constitución y sus límites, es un género que
empieza a dar muestras de agonía. Formulo la inquietud ateniéndome a la
afirmación de Heidegger a propósito de la poesía: “Cuando el objeto de la
poesía es la propia poesía, estamos ante un evidente signo de decadencia del
género” (Heidegger: 1978: 125). Decadencia que habría empezado, según el
filósofo alemán, con Hölderlin (“el poeta de los poetas”) en el siglo XIX.
Algo similar ha venido pasando con la novela desde hace algunas décadas. La
novela se pregunta sobre sí misma, se parodia a sí misma, se deshace a sí
misma. Después de Unamuno (quien propalaba que sus relatos largos no eran
novelas, sino nivolas), pero en especial después de Proust, de Kafka, de Wolf,
de Joyce, de Lezama, de Cortázar, ¿no estamos ante la ruptura de los códigos
novelescos, y ante la muerte progresiva de la novela en tanto que tal?
47
Ha llegado la hora también de que nos interroguemos sobre la muerte de su
género gemelo. No digo extender un certificado de defunción sino plantear un
interrogante. El ensayo tendrá que morir alguna vez porque esa parece ser la
suerte histórica de todos los géneros; no sólo el de la oda y la epopeya.
Esa muerte tal vez se prolongue por más tiempo en una lengua como la
española, debido a que a ella ingresó muy tardíamente; de hecho, se sabe que
las primeras traducciones peninsulares de Montaigne se dan apenas hacia
finales del siglo XIX.
¿Y cómo vamos a reemplazar este género cuando sobrevenga su declive
definitivo? Nadie está en condiciones de augurarlo. El ingenio de unos, unido al
genio de otros, habrá de entregarnos nuevas formas de expresión mediante las
cuales seguir registrando la sempiterna perplejidad ante la existencia y ante el
hecho de existir, tema recurrente de todos los ensayos y de todos los escritos
que conocemos hasta hoy.
48
Creación literaria y retribución económica
En un apartado de su Autobiografía, dice Freud (Sigmund Freud) que su
vocación juvenil más fuerte era la literatura, pero que una vez terminados los
estudios secundarios se inscribió en la Facultad de Medicina, pues sabía que la
carrera literaria no le proporcionaría los ingresos económicos necesarios para
garantizar la subsistencia.
No deja de sorprender al literato de hoy una declaración y una actitud
semejante en la segunda mitad del siglo XIX y, sobre todo, en el seno de la
culta Austria, de la culta Europa: en una época en que la literatura pasaba por
uno de los momentos más felices de la historia, y en un continente
particularmente proclive a la palabra escrita, cuyo reinado aún no debía
disputárselo a otros medios de expresión pública como el cine o la televisión.
Que alguien como Freud decida optar por la medicina en detrimento de la
literatura (su confesa pasión más fuerte), solo por razones económicas, es algo
que desanimaría a cualquier prospecto de escritor de nuestros días. Porque
nadie, por joven que sea, ignora que las condiciones actuales resultan más
difíciles a ese respecto que en el siglo antepasado. Si en aquel entonces la
medicina garantizaba un futuro más próspero que el arte literario, con mayor
razón hoy. Para un padre o una madre de familia resulta mucho más alentador
que su hijo o su hija quiera hacerse médico(a) que novelista o poeta o
cuentista. Esta última opción profesional tal vez pueda parecer encomiable, por
idealista o por romántica, pero sin duda hace prever un futuro incierto, más aún
en estos tiempos en que la noción de éxito se mide cada vez más en términos
de posesiones pecuniarias, financieras.
La literatura no es rentable, o al menos no tanto como una profesión liberal.
Quizá pueda citarse uno que otro caso de excepción, pero se sabe que son
precisamente las excepciones las que confirman las reglas. Y esas
excepciones, además de ser muy escasas, se refieren o bien a unos cuantos
genios precoces o bien (lo más frecuente) a individuos que alcanzaron el éxito,
49
y la solvencia económica concomitante, a una edad avanzada: después de los
30, 40 ó 50 años, cuando los profesionales de otras áreas habitualmente ya
han consolidado su fortuna y están incluso en situación de retirarse a gozar de
su pensión de jubilación. Sin olvidar que buena parte de los escritores
consagrados no necesitaron nunca de la renta proveniente de su trabajo, dado
que proceden de estratos socioeconómicos altos, o derivan su sustento de otra
actividad ejercida de modo simultáneo a la creación literaria.
Vivir de la literatura, del producto de la venta directa de la propia producción
literaria, constituye, pues, un reto nada fácil de alcanzar. Pero es el sueño de
casi todos los que concebimos la escritura con la seriedad suficiente como para
no entenderla como una simple afición o pasatiempo.
Si bien la literatura es un arte, también es un objeto susceptible de entrar en el
circuito de los bienes de consumo, en el mercado. Solo que es relativamente
más fácil “vender” los servicios como especialista en otorrinolaringología, o en
pediatría, o en dermatología, o en cirugía plástica, que como especialista en
fabular historias, o en rimar sentimientos, o en hilar argumentos filosóficos. La
literatura y la filosofía no hacen parte de los artículos de primera necesidad de
la canasta familiar; es un producto suntuoso, un lujo al que solo se recurre una
vez se haya atendido a lo más inmediato y lo más urgente: la alimentación, el
vestuario, la vivienda, la salud.
No es que necesariamente al arte y al pensamiento se les vea como algo inútil,
pero sí está claro que no hace parte de las prioridades a la hora de consumir.
Lo que no significa que la oferta no sea cada vez más abigarrada, más amplia.
Los estantes de las librerías permanecen atestados, a diario se imprimen
millares de nuevos libros, o se reeditan nuevas versiones de los antiguos, y es
un hecho probado la creciente pujanza de la llamada industria editorial. Son
muchos los millones que se mueven día a día alrededor de la producción
literaria.
De esos dividendos millonarios, empero, se lucran más los libreros y los
editores, y a veces los publicistas, que los escritores mismos. Tales son las
50
reglas en el interior de una sociedad de consumo como la nuestra. No
acatarlas, no inscribirse en la lógica de sus presupuestos, podría resultar fatal.
Freud lo hizo, por ejemplo. No solo consiguió su propósito de estudiar
medicina, y de graduarse con honores, sino que ejerció como escritor, de los
más esmerados por cierto, hasta el punto de haber sido galardonado con el
Premio Göethe, el más prestigioso en lengua alemana. Una a una, sus obras
-al menos la mayoría en vida del autor- fueron entregadas a la imprenta,
pronto empezaron a ser traducidas a varios idiomas y obtuvieron un
considerable margen de popularidad. Logró, en fin, el anhelo de todo escritor:
el de ser leído, el de ser comentado e incluso, en su caso, el de ser continuado
por infinidad de otros autores.
¿Dónde radicaría el secreto para cumplir ese anhelo? ¿En la calidad de lo que
se hace, de lo que se escribe? ¿En la cantidad? ¿En el grado de utilidad
práctica de las obras? ¿En el nivel cultural de la sociedad en que se vive y se
publica? ¿En el grado de capacidad adquisitiva de esa sociedad? ¿En la
efectividad de los mecanismos publicitarios? ¿Es cuestión de suerte? ¿Es
cuestión de carisma personal? ¿Es cuestión de diligencia? ¿Es cuestión de
coyunturas culturales? ¿Es cuestión de méritos?
¿Por qué hay escritores de aceptable e incluso excelsa calidad, a juzgar por la
opinión de los especialistas, y fecundos, que no obstante permanecen en el
anonimato y/o en la precariedad? ¿Y por qué otros menos buenos, y de
producción más escasa, logran más fácilmente la fama y el reconocimiento
público?
Muchas preguntas válidas para otras tantas respuestas no menos válidas. En
el éxito de un escritor inciden, o podrían incidir, la calidad, la cantidad, la
utilidad práctica, la capacidad adquisitiva de los lectores, el nivel cultural de la
población, las estrategias publicitarias, la suerte, el carisma personal, la
diligencia, las coyunturas culturales, los méritos. Y sin duda otros varios
elementos.
51
La historia de las letras registra casos de notoria injusticia. En un doble e
inverso sentido: autores extraordinarios que pasaron desapercibidos para sus
contemporáneos y autores mediocres (o al menos menores) que gozaron de
reputación excesiva en su momento. Kafka es un ejemplo extremo de la
primera situación; de la segunda, es preferible abstenerse de mencionar
nombres propios, no solo por razones de cortesía sino porque el terreno de los
juicios valorativos (siempre subjetivos) permanecerá abierto siempre a toda
suerte de discrepancias, de desacuerdos.
El asunto de la gloria es uno de los asuntos humanos más difíciles de abordar,
y de los más enigmáticos. La gloria supone el éxito, pero va sin duda más allá
de él. La gloria se busca, pero también se le rehúye; genera satisfacciones,
pero también terribles decepciones.
Para los propósitos de estas líneas, sin embargo, no es tan relevante el tema
de la gloria como el del éxito; el éxito en el sentido específico de la retribución
económica. El hecho puntual es que a este respecto vemos que hay escritores
a quienes les va bien (incluso demasiado bien) y escritores a quienes les va
mal (a veces demasiado mal). O, dicho en otros términos: escritores que
venden y escritores que no venden, escritores que se enriquecen y escritores
que no solo no se lucran sino que notoriamente se empobrecen.
Es claro que no todo autor de literatura, ni todo artista, se considera
necesariamente frustrado ante la circunstancia de que su obra no le genere
grandes ingresos financieros. O porque no requiere de tales ingresos o porque
considera que la sola ejecución artística es en sí misma recompensa suficiente.
En este último caso, la verdadera frustración sería no poder hacer la obra, o no
quedar satisfecho con ella, o no disfrutar del proceso de su realización.
El vínculo esencial de un artista es con su obra; solo en un segundo momento
lo será con el contemplador de la misma (el lector, en el caso de la literatura); y
solo en un tercer momento lo será con el mundo del mercado. Ahí reside,
creemos, buena parte del secreto que descifra el hecho de que unos autores
sean exitosos y otros no: en la manera como asume ese tercer momento, el del
52
contacto con el mercado, con el comercio; es decir, con un mundo enteramente
antiliterario, antiartístico. Porque, como debería ser obvio, el oficio esencial del
escritor es escribir, no comercializar, tarea propia del comerciante. Es un
elemental principio de división social del trabajo.
Incluso la forma misma de administrar los recursos monetarios supone a
menudo el concurso de un asesor financiero, sobre todo en un medio como el
de los literatos. Comentaba una vez el escritor peruano Mario Vargas Llosa
para una entrevista que no era infrecuente que algunos autores dilapidaran en
poco tiempo las más grandes fortunas obtenidas tras un sonoro éxito editorial.
¿Qué escritor tiene éxito, en definitiva? Aquél que además de hacer su trabajo,
dispone de habilidades comerciales, o contactos personales con quien las
posea, y que además esté en condiciones de administrar responsable y
eficientemente sus bienes.
El escritor, si aspira al reconocimiento y a la remuneración, deberá descender
de su torre de marfil, o de su buhardilla, y aceptar involucrarse en las redes
mercantiles, de modo directo o por mediación de un especialista: un impresor,
un editor, un librero; o un Agente literario, que sería la situación idónea. En
otras palabras, debe estar en condiciones de aceptar un pacto que desborda el
que ha establecido desde el principio con su arte. Que le vaya o bien o no,
dependerá de una serie de circunstancias, algunas de ellas aleatorias, como
las que mencionábamos arriba.
Entre tanto, sigue siendo válido el consejo del famoso adagio. “Zapatero, a tus
zapatos”. Escritor, a tu página, que de lo otro se encarga el especialista
correspondiente.
Ahora bien, ¿para qué sirve el dinero que gane un escritor con su empeño, más
allá de que le permita cubrir las necesidades básicas de la cotidianidad? Sin
duda, para garantizar la posibilidad de seguir creando. El dinero, pues, puede
entenderse como un motor adicional de la creación, casi a la par con los otros:
el pasado del artista, sus experiencias, su formación cultural, sus pasiones.
53
Sobre Pedagogía
54
Nuevo cuestionamiento al rito pedagógico
Todo proceso de enseñanza/aprendizaje se inscribe dentro del marco de un
rito; toda actividad humana se inscribe dentro del marco de un rito.
En el caso de la pedagogía, ese rito supone (e impone) unos protocolos, a
partir de los cuales se va dando la transmisión del saber. Los alumnos hacen
parte del protocolo, lo mismo que los maestros, los implementos educativos y el
escenario escolar.
Pero el saber no se transmite impunemente; supone jerarquías, implica el
poder y hace parte de procesos sociales en los cuales están implicados
fenómenos como el de la promoción: se estudia par aprender, pero también
para obtener un grado y para granjearse un margen de respetabilidad social.
Todo esto, repetimos, en el marco de un serie de rituales. Tradicionalmente, se
entiende por rito “el orden establecido por las ceremonias de una religión”. Aquí
hacemos, pues, un uso connotativo del término.
El rito pedagógico no solo merece ser descrito; también requiere ser
cuestionado. Con el propósito, ambos gestos, de que sea mejorado.
Parece que vivimos hoy, a escala global, una crisis generalizada de las
instituciones sociales y, por tanto, de los rituales, de los protocolos. La
Educación no solo no es una excepción sino que es uno de los ámbitos más
críticos. Están en crisis tanto la educación formal como la informal, tanto la
primaria como la secundaria, tanto la tecnológica como la universitaria.
Y la crisis no afecta solo al rito de la transmisión como tal sino al aparato en su
totalidad. Es el sentido mismo de lo educativo lo que está en cuestión: su
proyección, su especificidad, sus presupuestos.
Ser estudiante, ser profesor o ser directivo era relativamente sencillo hasta
hace unos años. Hoy es un problema, un conflicto. Aquí y allá, en todos lados. .
55
De momento lo más importante es entender que se trata de una crisis, y, por
tanto, de una situación transitoria, de ninguna manera de un fracaso
56
¿Evaluar o Evacuar?
Reflexiones sobre la Evaluación escolar
Mirar es evaluar. No podemos, humanamente, contemplar el mundo sin al
mismo tiempo “expresar o declarar un juicio” sobre él, definición literal del
término. Y en ese mismo orden, al permanecer cada quien expuesto a las
miradas de los otros, se está sometido de continuo a sus juicios apreciativos, a
sus evaluaciones. Las relaciones sociales se apoyan, se alimentan y se
posibilitan, sobre la base de las miradas-evaluaciones que los hombres se
dirigen entre sí.
Entre sí y hacia sí. Porque todo gesto de introspección, de mirada hacia
adentro, por mínimo que sea, es correlativo del acto de la autoevaluación.
También pensar, reflexionar, es evaluar.
Esto ocurre en la vida y ocurre todo el tiempo. Todos los objetos, abstractos o
tangibles, y todos los sujetos en torno, son blanco de valoración: el árbol y sus
colores, aquel insecto, un libro o un refrán, un automóvil, un postre, los amigos,
la ciudad, el vestuario, nuestros actos del día, nuestros maestros, nuestros
alumnos. Esta serie indefinida de juicios podrá ser consciente o no, consistente
o no; lo que cuenta es que se producen, que están allí.
A continuación procederemos a proponer un tratamiento comparativo entre los
modos de concebir la evaluación por parte de la llamada pedagogía tradicional
–buena parte de cuyos parámetros perviven aún- y lo esencial de los múltiples
enfoques modernos; no se hará alusión a ninguno en particular, pero se tratará
de aprovechar tanto los cuestionamientos críticos al esquema tradicional como
las propuestas positivas, la mayoría de las cuales siguen siendo ideales,
ideales en espera de realización.
En nuestro medio colombiano, al igual que en otros, puede observarse la más
diversa y heterogénea combinación de estilos de evaluación, que se
corresponden con otros tantos modos de entender lo que es educar. Intentos
innovadores conviven con los modelos más retrógrados y autoritarios, aun
57
dentro de una misma institución. Pero es claro que se toma cada día más
distancia respecto de estos últimos.
No pretendemos con estas reflexiones llegar a conclusiones definitivas; solo a
dilucidar algunas problemáticas indesligables de nuestra acción educativa
cotidiana. Con ello aspiramos a clarificar algunos principios y de paso a mejorar
nuestra labor docente, así no sea más que nutriéndola con inquietudes nuevas.
Cualquier manual sobre el tema empieza aclarando que la evaluación es parte
integral de “todo el proceso educativo”; para algunos incluso -eso puede leerse
entre líneas- es la parte fundamental del quehacer en la escuela. Un adagio
afirma: “La escuela no educa, evalúa”; también -prosiguen los manuales- es un
proceso continuo, permanente, no ejecutable solo al final. Fundada en pruebas
“objetivas”, entrevistas, cuestionarios, investigaciones, lecciones orales y
escritas, experimentos, análisis y solución de problemas, la evaluación en la
escuela implica dos operaciones complementarias: verificación y valoración. Lo
primero apunta a determinar el grado de “asimilación” o “aprovechamiento” de
los saberes impartidos; lo segundo está destinado a valorar las consecuencias
o efectos de la docencia en función de resultados reales concretos.
Tanto en una operación como en la otra, la educación tradicional se impone un
propósito: el control. Hay que controlar la apropiación de conocimientos y los
ritmos de esa apropiación; y hay que controlar los efectos que la acción escolar
progresiva va sedimentando en los educandos. Estos efectos en la práctica
jerarquizan lo comportamental (buena conducta, obediencia, sociabilidad)
sobre lo propiamente instruccional o académico (conocimientos específicos,
cultura general, habilidades).
Hoy se trata de dialectizar más el proceso de construcción del saber, partiendo
del principio de que el alumno no es una entidad nula, una tábula rasa, y de
que, por su parte, el maestro tampoco está investido con esa aura de sapiencia
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La ilusión de la comunicación

  • 1. HACIA UNA ESCUELA DULCE Ensayos sobre Lectura y Escritura, Pedagogía y Arteterapia Diego Gil Parra Santiago de Cali, 2010 1
  • 2. La vida del hombre sólo se justifica por el esfuerzo, aun desdichado, para comprender mejor. Y la mejor comprensión es la mejor adherencia. Cuanto más comprendo, más amo; porque todo lo comprendido es bueno. Louis Pauxels No todo discípulo está preparado en diez años; algunos ni siquiera lo estarían en diez vidas, y otros estarán listos en diez segundos. No es algo mecánico. Depende de la calidad, de la intensidad de la conciencia del discípulo. A veces se da: basta una mirada del maestro, y el discípulo está listo. Si está abierto, si no hay barrera, si se ha abandonado, entonces un solo momento alcanza. Ni siquiera eso es necesario, porque la cosa se produce por fuera del tiempo. Osho 2
  • 3. Índice Prólogo, 4 Agradecimientos, 6 Sobre Lectura y Escritura Comunicación y comprensión, 7 Breve elogio de la lectura, 10 El estatuto artístico de la creación literaria, 12 Sobre el género epistolar, 17 El Día del Idioma en tanto que celebración, 21 Algunas anotaciones sobre el idioma español o castellano, 24 Sobre la vocación retórico-barroca y antifilosófica del castellano, 27 Los talleres literarios y la solidaridad de grupo, 32 Escribir en el trópico, 36 Cine y literatura, 38 Consideraciones sobre el ensayo en tanto que género, 41 Creación literaria y retribución económica, 49 Sobre Pedagogía Nuevo cuestionamiento al rito pedagógico, 55 ¿Evaluar o evacuar? Reflexiones sobre la Evaluación escolar, 57 La función del ejemplo, y de los ejemplos, en la acción pedagógica, 62 ¿Qué es un Maestro?, 66 Sobre la noción de Maestría, 68 Consideraciones generales sobre Enseñanza y Pedagogía, 70 Homenaje a un pedagogo: Estanislao Zuleta, 75 Hacia una Escuela Dulce, 79 Sobre Arteterapia Arteterapia, el arte como sanación, 96 Literapia, curación a través de la escritura y la lectura, 100 Anexo El punto de vista del profesor. Por Serge Douvrosky (Traducción), 106 Bibliografía general, 119 3
  • 4. Prólogo Este libro es el registro parcial de nuestra experiencia como lectores, como profesores, como escritores, y en este último caso también como participantes de esa práctica de creación colectiva que es el Taller literario; asimismo de nuestro contacto reciente con el Arteterapia, el arte como vehículo de sanación. Los ensayos que lo componen han sido redactados para propósitos distintos y en momentos diversos a lo largo de los últimos veinte años. Además, son muy breves casi todos. No creemos que la brevedad constituya en sí misma un atributo literario, pero en circunstancias especiales, como las que reclaman las condiciones culturales de nuestra época, resultan imponderables sus virtudes. No en vano la brevedad en la literatura es mencionada por Italo Calvino como una de sus seis propuestas para el presente milenio. El volumen aparece dividido en cuatro apartados. El primero, Sobre Lectura y Escritura, recoge doce ensayos; el segundo, Sobre Pedagogía, ocho; el tercero, Sobre Arteterapia, dos; y el cuarto, Anexo, consiste en la traducción nuestra de una ponencia de Serge Douvrosky presentada en el marco de un coloquio realizado en Francia en 1969 sobre la enseñanza de la literatura, y recogido luego en el libro conjunto L´Einseinement de la Littérature (La Enseñanza de la Literatura) El nombre del ensayo que le da título al libro, “Hacia una Escuela Dulce”, proviene del de un reportaje del escritor colombiano Germán Castro Caycedo: Colombia amarga. Como una forma de réplica a esa amargura que describe Caycedo, y que, referida en principio a la sociedad colombiana, la encuentro perfectamente trasladable a las realidades escolares: locales y no locales. El autor, Santiago de Cali, Colombia, agosto de 2010 4
  • 5. Agradecimientos Por la realización y feliz publicación de este libro, expreso mis más sentidos y sinceros agradecimientos a la vida que –parodiando la canción- me ha dado tanto, a mi familia (que siempre ha estado presente), a mis amigos (igual), a mis profesores, a mis estudiantes, a mis colegas (profesores y escritores), a las diversas instituciones educativas en las que he tenido la oportunidad de estudiar y de enseñar, a los Talleres literarios Xeherezada, Botella y Luna y Los bardos de las escalinatas, a la Fundación Manos a la Obra, Arteterapia, Un lugar para Habitar. 5
  • 6. Sobre Lectura y Escritura 6
  • 7. Comunicación y Comprensión Un escritor publica un artículo o un libro, y sus lectores lo leen y creen comprender algo; un orador dice un discurso, y sus oyentes creen comprender algo; un profesor dicta su cátedra, y sus estudiantes creen comprender algo; un realizador audiovisual hace un cortometraje o una película, y sus espectadores creen comprender algo; un conversador expone su opinión, y su interlocutor cree comprender algo; un cantante interpreta una canción, y su auditorio cree comprender algo. Ahora bien, podríamos preguntarnos qué es lo que real y verdaderamente “capta” el destinatario de cada uno de estos mensajes. ¿Qué distancias podríamos advertir entre los sentidos de quien emite unos signos y los que “reconstruye” un receptor? ¿Qué se mantiene del sentido “original” y qué se distorsiona? ¿Qué se pierde definitivamente en el proceso de la descodificación? ¿Qué se agrega? Es evidente que hay “discursos” (emisiones verbales o semióticas) más claros que otros, o más elaborados. Pero aun en ellos se presenta un grado de “ruido” en el proceso comunicativo. No hay al parecer, para ningún mensaje, coincidencia plena entre los contenidos que se emiten y los que se reciben. A lo sumo, podríamos pensar en porcentaje semántico que nunca alcanza el cien por cien. Los motivos de esta pérdida comunicativa son muchos, pueden ser muchos. Hay razones materiales que atañen a las condiciones de la emisión (por ejemplo, deficiencias en la voz, o en la letra, o en la imagen audiovisual); razones culturales (por ejemplo, poca familiarización con un tema, o con un recurso comunicativo específico); razones inconscientes (por ejemplo, una identificación imaginaria negativa con el emisor, o resistencias fuertes a determinado tema y/o recurso comunicativo). Pueden mencionarse otras muchas razones. 7
  • 8. Una de las tareas de disciplinas como la lingüística, la semiótica, el análisis del discurso, etc., consiste en estudiar este fenómeno de la comunicación humana en la complejidad de sus manifestaciones. En el ámbito incipiente de la lingüística, Roman Jakobson planteó una descripción más o menos acertada de los diversos elementos presentes en la comunicación. Esos elementos serían: Emisor: quien emite el mensaje; Receptor: quien lo recibe y lo descodifica; Código: el “lenguaje” en el que está cifrado el mensaje; Canal: el medio físico a través del cual es emitido; Mensaje: el contenido (verbal escrito, verbal oral, icónico, gestual, audiovisual) que se pretende comunicar; Referente: el o los tema(s) a que se alude en el mensaje; y Contexto: las circunstancias generales (internas y externas) que rodean la transmisión del mensaje. Entre emisor y receptor, con la mediación de un canal específico, el auxilio de un código convencional, la presencia de un referente y la concurrencia de un contexto, “circula” un mensaje que sufrirá algunos accidentes en el recorrido. Tales accidentes son los que hacen que no se dé una transmisión plena, fidedigna. Entre las intenciones del emisor (conscientes e inconscientes) y la recuperación del receptor, obligatoriamente algo se ha “perdido”. De ahí que ante la pregunta: “¿Me has comprendido?”, nunca se podrá responder con un sí absoluto. Además, los mensajes permanecen abiertos a nuevas interpretaciones, a nuevos añadidos culturales. Cuando el mensaje de una canción dice, por ejemplo, “Yo nací en el Mediterráneo”, o “Sentir que veinte años no es nada”, o “Necesito tu calor”, o “Me amarás bajo la lluvia”, o “Las caleñas son como las flores”, o “¿Qué estás haciendo en casa?”, o “Era una chica plástica”, o “Pero sigo siendo el rey”, o “Yo nací en Nueva York en el condado de Manhatan”, “o “Qué será… que cantan los poetas más delirantes”, o “Tengo la camisa negra”, o “Viejo farol que alumbraste mi pena, hoy yo te veo cansao de alumbrar...”, o “Es que tiene corazón de poeta”, “Te busqué en cuadros de Botero, en mi monedero”, o “Cuando Dios hizo el edén, pensó en América”, una cosa es lo que “quiso” 8
  • 9. expresar el artista y otra lo que se pro-mueve en el espíritu de cada oyente; o incluso del mismo en circunstancias distintas. No hay, pues, no puede haber, una coincidencia absoluta entre intención y captación, aunque sí un margen de coincidencia, un porcentaje de fidelidad semántica en la transmisión; de lo contrario, no habría comunicación alguna ni mensajes propiamente dichos; ni siquiera habría cultura. Decía un lingüista que no tiene sentido alguno afirmar que “La comunicación no existe” porque al hacer tal afirmación ya me estoy comunicando. En efecto, hay efectos. Efectos reales que inducen a actitudes específicas: una respuesta verbal, por ejemplo, o una subida de la adrenalina, o un gesto de aprobación (o de reprobación), o un deseo de seguir recibiendo el mensaje (o lo contrario). La comunicación como hecho de cultura es una realidad constatable a diario. Lo que no hay es la plenitud, la comunicación perfecta, la inteligibilidad total. El primer destinatario de todo mensaje es el propio emisor, y ya ese miso emisor no es nunca completamente dueño del sentido de sus mensajes. Pero sí puede aspirar al menos a la ilusión de la comunicación De esa ilusión nos hemos alimentado desde que somos, y es precisamente gracias a ella que somos. El sentido mismo de este texto que hemos titulado “Sobre la Comunicación y la Comprensión” rebasa nuestras propias posibilidades comprensivas. Hay en él algo que podemos dominar y algo que se nos escapará. Con el lector ocurre lo mismo (en otras proporciones), e igual cabe aseverar respecto del resto de cada uno de nuestros escritos y de nuestras palabras y de nuestros gestos. No podemos ambicionar a comprenderlo todo, pero, al mismo tiempo, deberíamos esforzarnos por comprender lo máximo posible aquellos mensajes que nos conciernen, que nos concitan, que nos agradan. O que, simplemente, sería interesante conocer. 9
  • 10. Breve elogio de la lectura Leer es un placer, una forma de la felicidad, como una y otra vez lo repitiera Borges. No tiene mucho sentido asumir la lectura como una obligación (tal como ocurre en la Escuela) ni como un acto de inutilidad, de gratuidad, ni menos aún de aburrimiento. Carece de sentido recomendarle a alguien aquello que ya le place. Por ejemplo, recomendarle el sexo o la buena comida a quien ya pondera los beneficios lúdicos de estas experiencias. Elogiar y recomendar la lectura se justifica si se hace frente a quienes o no la ponderan suficientemente o no la disfrutan en alto grado. No leer puede ser grave; no disfrutar leer es perderse de una opción invaluable de felicidad. No disfrutar de la lectura es perderse la posibilidad de disfrutar una parte considerable del mundo. En ese sentido, a los niños no habría que imponerles la lectura; bastaría con invitarlos a ella, con inducirlos a una experiencia gratificante como las que más. Eso por una parte; por la otra, está el hecho de que permanecemos en situación constante de lectura. No solo se leen los signos gráficos que aparecen fijos sobre el papel de los libros, de los periódicos, de las paredes. Todo en la realidad puede ser un signo, todo puede asumido como un texto. Pareciera un contrasentido recomendar lo que no puede evitarse, y la lectura es tan inevitable como la respiración o como la circulación sanguínea. No podemos no leer. Lo que se podría promover es el disfrute de leer. Pasar de lo inevitable a lo plácido, de lo constitutivo a lo gratificante. Leer es exquisito, o puede serlo, por muchas razones, incluso a veces contradictorias, o aparentemente contradictorias. Leyendo se “pierde” el tiempo, pero también se “gana” tiempo; leyendo aprendemos, pero también olvidamos (y el olvido es tan fundamental como el más valioso de los 10
  • 11. aprendizajes); leyendo podemos acelerar el sueño, pero también provocar un agradecido despertar. No leer puede ser un síntoma de inhibición, como de alguna manera lo señalara Freud. Aprender a disfrutarlo sería, por tanto, un acto de liberación. Que viva la lectura, que viva el placer, porque son una sola y misma cosa. Leer es exquisito, del mismo modo en que amar y vivir también lo son. 11
  • 12. El estatuto artístico de la composición literaria La escritura es un arte, o puede llegar a serlo. Para ello sin embargo debe sobreponerse a una dificultad particular: casi todo el mundo escribe. En nuestras sociedades modernas prácticamente todos los individuos conocen el alfabeto y por tanto pueden reconocer, como mínimo, cuándo una frase está bien hecha y cuándo no. Nótese que eso no ocurre con las otras modalidades artísticas: solo un conjunto muy restringido de personas han sostenido alguna vez una paleta en sus manos o sabe preparar una mixtura o dispone del criterio suficiente para valorar un cuadro. Y algo similar ocurre respecto de la arquitectura, la escultura, la música, el teatro, la fotografía, el cine. Puede parecer paradójico, pero hacer de la escritura un producto estético es difícil justo por la cercanía excesiva que mantenemos en la cotidianidad con sus elementos primarios: las palabras. Una dificultad que la literatura comparte con la oratoria: puesto que todos hablamos, ¿cómo remontarse a un nivel en el que ese acto tan común adquiera particularidades artísticas? Tanto el escritor como el orador, pues, deberán trabajar doblemente. Dice con razón Truman Capote en el Prólogo a su Música para camaleones que existen tres clases de escritores: los que simplemente escriben, los que escriben bien y los que hacen arte. Escribe todo aquél que conozca el alfabeto y las normas básicas de la gramática, todo aquél que haya pasado por la escuela primaria; y escribe bien (o podría hacerlo) el redactor de noticias de un periódico o de una revista, el académico que redacta su proyecto de investigación, el abogado que prepara su defensa o su acusación jurídica, y también quien de modo habitual o esporádico hace una reseña, un resumen, un artículo de prensa. ¿Y qué haría falta para remontarse más allá de simplemente escribir y de apenas escribir bien y empezar a hacer arte, arte literario? No creemos que sea preciso detenerse en extensas y prolijas consideraciones sobre qué es o qué debería ser el arte para responder esta pregunta. Bastará con partir de una 12
  • 13. constatación sencilla, intuitiva: el arte se presenta allí en donde, además de la comunicación, se produce un efecto en el que concurren el placer, un sentido de trascendencia y un cúmulo de sensaciones que de uno u otro modo, y en diversos grados, están llamados a promover un cambio subjetivo en la consciencia de quien contempla la obra artística. Es una definición muy general y sin duda precaria, pero con ella podemos formular unas mínimas consideraciones sobre lo que ocurre con la escritura considerada desde el punto de vista estético. En principio, para que un texto escrito sea artístico no es suficiente con que lo haya escrito un artista, o alguien que haya tenido la reputación de serlo. Hay escritores, incluso excelsos escritores, que eventualmente componen malos textos, o textos de simple comunicación. Es lo que pasa cuando dicho escritor debe redactar, por ejemplo, una nota periodística apresurada, o una carta de compromiso, o un mensaje para su portero; pero también cuando al componer una novela o un cuento o un ensayo por algún motivo no logra remontarse más allá de un nivel medio de composición. Es en el texto mismo, y no en su origen, en donde ha de constatarse la presencia o no de arte. Ahora bien, ¿desde qué lugar, y con qué argumentos, calificar a un texto como artístico? ¿Deben verificarse condiciones objetivas específicas? Y, de ser así, ¿cuáles serían esas condiciones? Podemos mencionar, de pasada, algunas de esas condiciones. No podrá ser calificado artístico un texto con deficiencias en la composición, bien sea en el plano sintáctico, en el semántico o en el léxico; no podrá ser artístico un texto demasiado visiblemente poco original (con todo y lo difícil que sería enjuiciar sobre el asunto); no podrá ser artístico un texto en el que no se advierta un trabajo cuidado en la enunciación: figuras literarias, fluidez o deliberada "oscuridad”, combinación efectiva de las palabras y de las frases, acicalamiento expresivo, etc. Y, por último, no podrá ser artístico un texto que no nos conmueva, que no nos induzca a reflexionar o a transformarnos o a 13
  • 14. hacernos ver de otro modo algo que hasta entonces veíamos de una determinada manera. Será artístico el texto que nos muestre una manera inédita de contemplar el mundo (interior o exterior) y que, al hacerlo, nos transforme y que, al transformarnos, genere goce o angustia, o los dos efectos entremezclados. Y hay también otro elemento fundamental, válido para el resto de las artes. Me refiero a esa sensación que experimentamos al verificar que otro (el autor) ha conseguido decir aquello que nosotros, los lectores, hemos sentido, pensado o intuido, pero que no podemos, o nos hemos atrevido a expresar por nuestra cuenta. El escritor está ahí para proveer un alivio, el nada desdeñable alivio que proviene de la verbalización, del triunfo sobre la inefabilidad. Por eso nos identificamos con ciertos escritores. Aunque asimismo nos identificamos con los modos, con los estilos, con la manera particular que tienen los escritores para decir las cosas: o la musicalidad, o la consistencia, o la meticulocidad descriptiva, o la fragmentariedad, o la plasticidad, o la visualidad… Por otra parte, escribir es cada día más difícil, como han repetido pocos cultores de las letras. Y es cierto, porque al tomar la pluma no podemos ignorar del todo lo mucho que ya se han escrito: para no repetirlo o para aportar un nuevo matiz; hay que ser lo suficientemente lúcidos para decir de modo inédito algo que promueva placer o que induzca al lector a buscarse. Y, al igual que todos sus antecesores, el escritor deberá poseer un dominio, una destreza, en la manipulación del material con que trabaja: la lengua, el idioma. Tal vez a lo largo de la historia haya habido muy pocos verdaderos artistas de entre el amplio número de los escritores que han existido. Sin embargo, al margen de si se hace arte o no –con todo lo relativo y lo histórico y lo subjetivo que ello es-, el acto de escribir está llamado por sí solo a reportar infinidad de beneficios. Al escribir con cierta regularidad (la suficiente como para no perder la destreza), podremos hacer por nosotros mismos lo que habitualmente hacen los autores: iluminar un poco más la realidad; proveernos de ese sentimiento valiosísimo que proviene de saberse creador; ordenar los propios 14
  • 15. pensamientos y los propios sentimientos; cualificarnos como lectores de los textos de otros; aliviarnos, distensionarnos, por la vía de lo que el psicoanálisis freudiano llama sublimación (esto es, la canalización por vías simbólicas de afectos negativos, destructores). Escribir, en síntesis, es una práctica beneficiosa en más de un sentido, así no se logre llegar a los niveles de lo llamado artístico. Si todos escribiéramos un Diario, por ejemplo, estaríamos mucho más cerca de nosotros mismos y de nuestra historia personal; si todos escribiéramos a menudo cartas, y las enviáramos, estaríamos más cerca de los otros; si todos nos “venciéramos” un poco abocándonos a la disciplina, a la aplicación que exige la lectura y la escritura, ganaríamos en fortaleza interior, en autocontrol, en creatividad, en autoestima. El cine, la radio, la televisión y la internet presentan una desventaja enorme en lo que respecta a la posibilidad humana de crear. Observemos que respecto de esos sistemas de comunicación (y potencialmente de arte) casi todos estamos en una disposición de pasividad. Son muy pocos los individuos que saben o pueden emitir mensajes mediante estos sistemas; es decir, que saben cómo manejar una consola, una cámara, un aparato de edición, o diseñar una página web. Eso tal vez continúe así por algún tiempo. Por lo pronto, seguimos teniendo la escritura; a todos nos está dado ser Víctor Hugo o Tolstoi o Cervantes. Vale la pena. Es difícil, pero vale la pena. Aunque no es necesario remontarse a esas alturas. Podemos dejarles el arte a los artistas, y asumir el reto de ser solo escritores aficionados. Para conseguir lo cual no hay medio más idóneo que la frecuentación de los llamados “buenos libros”; es mucho lo que éstos están llamados a enseñarnos. Reemplacemos el arte de escribir por el hábito de escribir; y es muy posible que al hacerlo con asiduidad y cuidado podamos pasar, sin apenas darnos cuenta, del hábito al arte. Pero no tiene que ser el objetivo único: no todos tenemos por qué ser artistas, mientras que todos sí tenemos el deber de ser mejores hombres, mejores mujeres. La escritura, en efecto, está llamada a 15
  • 16. hacernos mejores: más conscientes, más despiertos, más libres, más creativos, más autónomos, más respetuosos, menos reprimidos, más tolerantes, menos inciertos, menos dependientes, menos ignorantes, más felices. Pocas cosas más difíciles que enseñarle a escribir a alguien; pocas cosas más difíciles que enseñarle cualquier cosa a alguien. Es más viable promover la escritura que enseñarla, recomendarla que transmitir sus secretos. Deberemos cuando menos advertir que no en vano la escritura ha sido considerada el invento más radical de la historia; de hecho, es a partir de su invención que se habla de final de la Prehistoria e inicio de la Historia propiamente dicha. Atrevámonos a escribir, aventurémonos a escribir. Cuesta algo –en términos de tiempo y de concentración y de esfuerzo, y hasta de soledad-, pero esos costos resultan mínimos comparados con lo que podríamos ganar: nosotros y nuestros probables lectores. Bienaventurados los que escriben, así no escriban demasiado ni con pretensiones de hacer arte. 16
  • 17. Sobre el género epistolar Tal vez en la vida no se nos presente nunca la obligación de escribir un poema o un artículo periodístico o un ensayo filosófico o una novela; es posible, incluso, que no nos resulte necesario redactar un discurso ni una nota necrológica ni una tesis de grado. Pero difícilmente la vida nos perdonará vivir sin escribir cartas. La carta es a la vez un género de la literatura y uno de los mayores deleites del espíritu. Su dignidad de género literario no puede discutirse ya, en especial a la luz de ciertos Epistolarios célebres de personajes no menos célebres: piénsese en los de Rousseau, Voltaire, Schiller, Göethe, Beethoven, Bolívar, Flaubert, Nietzsche, Van Gogh, Tolstoi, Kafka, Hese, Mann o Freud. Infinidad de obras literarias y filosóficas están construidas a base de cartas; de igual modo, los epistolarios de no pocos autores y personajes insignes de la historia constituyen verdaderas obras de arte, además de ser un acopio invaluable como testimonio del pasado común de la humanidad. Hombres como los mencionados, y otros muchos, dieron lustre a sus obras y a sus vidas acompañándolas con una prolífica correspondencia: la carta ha sido en ellos un pasaporte adicional en el tránsito hacia la memoria de los siglos. Como dijera uno de los más afamados clásicos, no hay mejor espejo del espíritu de un hombre que la calidad de su correspondencia. Por mucho que los géneros literarios hoy se difuminen, se mezclen, se amplíen, el arte de escribir cartas sigue reclamando sus adeptos y sigue siendo una urgencia en muchos ámbitos de la vida moderna (pública y privada). Dice Nietzsche en un apartado de La cultura de los griegos: “Todavía hoy es característica de un buen autor el dejarse llevar por una idea muy precisa de su público, de igual manera que el pintor pinta para una determinada distancia y una determinada fuerza de visión. Todo artista quiere comunicarse, y todos sus medios están escogidos, consciente o inconscientemente, en consideración a aquél o aquéllos con quienes quiere comunicarse. Es algo antinatural escribir para un público “mixto”, porque la idea 17
  • 18. del mismo es muy vaga y no suministra criterio alguno al autor. Pero incluso también es muy general el criterio si se escribe para lectores de una determinada cultura o de una determinada clase social. El autor que, de ordinario, escribe mejor, es aquél que sabe “este o aquel lector es mi medida, y con él quiero comunicarme”. Por eso quizá también, no hay género literario en el que se produzca con mayor perfección relativamente que en el género epistolar, en las cartas, que son un diálogo. En cambio, ¡cuán insegura es la idea del público que pueden tener los poetas actuales!” (Nietzsche, 1965: 55) En efecto, la carta es un diálogo, y, como tal, supone un destinatario específico en quien se busca producir una impresión específica; lo que es definitivo, en la medida en que determina elementos de forma como el tono, el estilo y hasta la extensión. Es también el más natural de los géneros, el más auténtico; aquél en el que más podemos permitirnos la libertad de ser sinceros. Pero la carta no es solo un género entre los otros; de algún modo es el que los subsume a todos: una novela o un poema son en primera instancia cartas (las que el novelista o el poeta les han enviado a sus lectores). Y otro tanto cabría afirmar respecto del cuento, la fábula, el ensayo, el tratado, el artículo, el aforismo, la crónica o la epopeya. El género epistolar es muy amplio. Están, en principio, las cartas privadas (familiares, amorosas, de amistad…) y las cartas públicas (comerciales, empresariales, diplomáticas, literarias, filosóficas…). Pero se habla también de cartas “abiertas”, “cifradas”, “colectivas”, “cruzadas”, “anónimas”… Es imponderable el servicio que ha prestado la carta a la cultura, desde tiempos inmemoriales hasta nuestros días. Es a la vez uno de los géneros más antiguos (probablemente el primero de los inventados) y uno de los más vigentes y vigorosos en la cotidianidad contemporánea. Han variado los formatos materiales, y hasta los protocolos, pero no la esencia ni la función. El psicoanalista francés Jacques Lacan ha complementado el viejo proverbio de Buffon (“El estilo es el hombre”), diciendo: “El estilo es el hombre… a quien me dirijo.” La imagen del receptor resulta determinante a la hora de la emisión verbal, y en la carta mucho más, pues -con la sola excepción de las llamadas 18
  • 19. “cartas abiertas”- la epístola está dirigida a un destinatario concreto y tal característica le imprime un sello particular, decisivo: el mismo que ha llevado a Nietzsche a situarla por encima de los demás géneros. Una carta a tiempo, y en el tono y la forma convenientes, puede, más que el caballo del famoso monarca, salvar un reino; también, por supuesto, salvar una amistad, consolidar un amor, clarificar los términos de una contratación laboral, o, simplemente, eliminar las distancias entre dos seres humanos cualesquiera en una situación determinada. La función básica de la carta es la de socializar: conferirle altura ética y democrática a un conflicto, fortalecer la dimensión simbólica de los hombres al garantizarles el recurso de la verbalización y la explicitación de sus intereses, de sus querencias y malquerencias. Daniel Cassany (1995: 30) lo dice en sus términos: “La carta es el más esencial recurso de la democracia.” (Cassany, 1994: 78) Pero la carta no es solo un hábito socia; también constituye la posibilidad y la certidumbre de un placer. Un placer del que no hay motivo para que nos privemos, así como no deberíamos privarnos tampoco de la incursión en otros géneros, susceptibles todos de proveernos ese placer del texto tan desconocido en la escuela o tan pobremente promovido. En la confección de todo texto hay un horizonte de placer, una alternativa de felicidad, y la carta se ha presentado siempre como una modalidad textual particularmente propicia al deleite de la comunicación, del encuentro con los otros y con nosotros mismos. Escribir cartas, cartearse, hace realidad infinidad de posibilidades humanas: la invención, el juego, el coqueteo verbal, el crecimiento intelectual y ético, la diversión. Nuestros antepasados se dirigían cartas prolíficamente; ellas eran el vehículo predilecto para ejercer la crítica y la valoración positiva, expresar la ira y el festejo, manifestar la petición y la dádiva, comunicar la opinión y la consulta, imprimir la sugerencia y el mandato, dirimir los odios y los amores. Hoy, el correo electrónico y la internet reinventan la necesidad y el goce de escribir. 19
  • 20. Todos hemos sentido alguna vez, con la vehemencia de los más altos impulsos, el deseo de dirigirle una carta a alguien, conocido o no, pero lo lamentable es que ese deseo –como a la casi la totalidad de los humanos deseos- optamos por sofocarlo, olvidarlo, ignorarlo, desviarlo, posponerlo. Sabemos por experiencia que escribir, en general, no es un acto fácil. Pues bien, tampoco lo es cuando de lo que se trata es de escribir cartas. Sin embargo, no sospechamos lo mucho que vale la pena intentarlo y persistir en el intento. Uno de los poderes más singulares de la carta –y que a su vez explica buena parte de nuestras reservas y reticencias- reside en que nos permite conocernos un poco mejor a nosotros mismos –nuestro carácter, creencias y preferencias- al igual que a quienes nos rodean: todo un mundo de sentimientos, ideas e ideales, inquietudes, perplejidades, pasiones y paisajes, afloran a la consciencia cuando decidimos asumir el riesgo gozoso de escribir cartas y, por tanto, de abrir el espacio para que nos las escriban. 20
  • 21. El Día del Idioma en tanto que celebración El acto de celebrar es un acontecimiento esencialmente humano; en esa medida, aparece como uno más de los elementos que señalan nuestra diferencia radical con los animales, en cuya naturaleza no está prevista ni la posibilidad ni la necesidad de celebrar. Es por el hecho de disponer de una memoria colectiva que a los hombres nos ha sido conferida esa facultad tan peculiar. En el fondo, lo que hacemos al celebrar no es otra cosa que encontrarnos de nuevo con el objeto común de la memoria; y en ese sentido, la celebración del 23 de abril, para los hispanoparlantes, posee toda la carga emocional de un reencuentro grandioso: el reencuentro con la lengua, con el idioma. Un reencuentro muy singular y muy extraño. Porque, ¿cómo puede uno “reencontrarse” con aquello que ha tenido y tiene todo el tiempo al alcance de la mano? De hecho, no hay nada que tengamos más cerca que la lengua: con ella no solo hablamos a diario, sino que con ella amamos y soñamos, con ella nos alimentamos y respiramos, con ella vivimos. Sin embargo, ocurre la paradoja de que justamente aquellas cosas de las que más cerca nos encontramos son las que más solemos desconocer, las que permanecen a mayor distancia. De ahí que sea importante (e incluso urgente) emprender un camino de reencuentro, a fin de recuperar cada una de esas realidades a la vez tan cercanas y tan distantes. Con frecuencia se repite (sobre todo en los escenarios escolares) que el Día del Idioma es una fecha en la que básicamente debemos hacer dos cosas: rendir homenaje al señor Miguel de Cervantes Saavedra, y hacernos propósitos para aprender a escribir tan bien como él y a hablar con correctamente como su personaje Don Quijote de la Mancha. En cuanto a lo primero (el homenaje a Cervantes), creemos que es algo que debiera perpetuarse, pues se trata del justo tributo honorífico a quien se ha 21
  • 22. considerado, por amplio consenso, como el más grande exponente de la literatura en lengua española de todos los tiempos. Pero en lo que respecta a lo segundo (la “corrección” en la escritura y el habla), valdría la pena señalar que hay allí la expresión de un mito que ha logrado consolidarse a través de las generaciones: el mito de la presunta “pureza” de la lengua. En realidad no existen lenguas puras ni impuras; lo que hay son códigos de signos verbales que hacen posible la comunicación entre los individuos que conforman una comunidad determinada. El hecho de que haya gentes “cultas” y gentes “incultas” no es de ningún modo una razón para pensar que los primeros hablarían una lengua “pura” y los segundos no. Desde el punto de vista de la comunicación, del intercambio comunicativo, lo que verdaderamente cuenta es que unos y otros puedan hacerse entender y puedan establecer un vínculo social. Se da el caso de que muchas personas de escasa formación cultural hacen un mejor uso del idioma que otras de mayor cultura, pues mientras los primeros pueden no presentar grandes dificultades para comunicarse abiertamente, los segundos (los mismos especialistas en lingüística y gramática, por ejemplo) podrían dificultar demasiado la comunicación debido al exceso de complejidad con que se expresan. La cuestión de la pureza lingüística no pasa de ser un mito. Hay maneras distintas y más realistas de ver las cosas. Creemos que lo que hay que estimular no es solo un uso académico de la lengua, sino una utilización cada vez más rica, más efectiva y sobre todo más estética de la misma. No se trata, como pretenden los puristas, de hablar el español de Cervantes, o el de Góngora, o el de Lope de Vega, o el de cualquier otro autor clásico; lo que hay que hablar es nuestro español, el de nuestro país, el de nuestra región y el de nuestro tiempo. A condición de que procuremos hablarlo y escribirlo con eficacia, con esmero, con sentido estético. Hablar y escribir bien no significa que debamos retroceder cuatro siglos en la historia, ni que debamos acomodarnos a modelos preestablecidos tildados de “correctos”. Hacer un apropiado uso de la lengua es ante todo esforzarse por 22
  • 23. alcanzar la máxima claridad y concisión al expresarnos oralmente, y el máximo grado posible de belleza y armonía al hacerlo por escrito. El lenguaje en su totalidad puede entenderse, y vivirse, como un acontecimiento estético, es decir, como una alternativa posible de alegría para los sentidos. Todo hombre, por el solo hecho de que habla, es ya un poeta en potencia. Y más aún: es un soberano en potencia, pues todo aquel que posee el don del habla gobierna sobre el más poderoso y amplio reino que pueda imaginarse: el del lenguaje. No hay poder humano por encima del poder de la palabra; es por ella que e hace posible la consolidación de las ciudades y de los imperios, así como de los ejércitos y de las leyes. Solo por mediación de la palabra amamos y somos amados, construimos y somos construidos, educamos y somos educados. “La palabra –sostiene un connotado pensador del siglo XX- es la que funda el ser del hombre; es la morada del ser”. Es sobre este tipo de asuntos, a la vez tan remotos y tan cercanos, sobre los que sería interesante reflexionar. Y no solo durante las limitadas 24 horas del 23 de abril. 23
  • 24. Algunas anotaciones sobre el idioma español o castellano El principal vínculo que mantienen las repúblicas americanas colonizadas por España es sin duda el idioma. No porque los otros elementos culturales carezcan de valor, sino porque de algún modo todos están incluidos en el idioma, en la lengua. Una lengua es mucho más que un repertorio de expresiones y de normas gramaticales para usos comunicativos: es una cosmovisión, un imaginario social, un modo de concebir y de asumir el mundo. Un poema célebre de Pablo Neruda resume esto de modo definitivo. Dice Neruda que: “Los españoles se llevaron todo y nos dejaron todo: nos dejaron las palabras”. En efecto, durante más de tres siglos, los españoles (junto con otros pueblos europeos: ingleses, franceses, portugueses, holandeses, alemanes…) asolaron nuestras tierras, se llevaron de América los metales preciosos (oro, plata, cobre, etc.), las cosechas (tanto las de productos autóctonos como las que ellos mismos lograron aclimatar en el nuevo territorio), la madera, parte de la flora y de la fauna… Y no solo eso: también diezmaron -con la fuerza de las espadas, la inclemencia de las hambrunas y de los trabajos forzados- a una parte considerable de la población aborigen; y esclavizaron a africanos e indígenas… El largo proceso de Conquista y de Colonización supuso a la vez un brutal sometimiento del hombre y un no menos brutal despojo de la Naturaleza, todo ello dictado por la codicia, por el afán de poder y de lucro. A cambio de eso, los europeos nos trajeron las palabras: no solo los idiomas de los colonizadores (el español, el inglés, el francés, el portugués, el holandés, el alemán…), sino el resto de idiomas tanto del mundo Occidental como del Oriental. Y, de paso, el resto de avances técnicos, científicos, artísticos, 24
  • 25. teológicos, atesorados hasta ese momento por las distintas civilizaciones: el cristianismo (su ética, sus rituales, su heráldica, su arquitectura…), la imprenta, la brújula, la navegación marítima avanzada, el reloj, el álgebra, el almanaque, el calidoscopio, el derecho romano, la literatura griega, la pintura renacentista, la astronomía, el espejo, técnicas para la fundición de metales, técnicas agrícolas, el ajedrez, sistemas de administración política y judicial, los juegos de azar, el papel, nuevos deportes, nuevos instrumentos musicales, nueva fauna, nueva flora, un largo etcétera. La Conquista y la Colonización fueron, en síntesis, un “encuentro de culturas” o mejor sería decir, para recalcar el marco de violencia en que se dio, un “choque de culturas”. Pero al fin y al cabo un enriquecimiento mutuo. En cuanto al idioma español o castellano, es una de las diversas derivaciones del llamado “latín vulgar”, el cual da origen al resto de las llamadas “lenguas romances”: italiano, portugués, francés, leonés, aragonés, gallego, etc. Estas lenguas se consolidan como parte del proceso de la formación de los Estados nacionales, fenómeno iniciado en Alemania entre los siglos XV y XVI, es decir, hacia la misma época del Descubrimiento del continente americano. El último de esos idiomas en consolidarse es precisamente el español. En Latinoamérica se dice indistintamente “español” o “castellano”, pero en España, por razones de susceptibilidades nacionalistas (dado que en su territorio se hablan otras lenguas: catalán, vasco, gallego…), es más generalizado el término “castellano”, a pesar de que en los años 20s ese término fue suprimido por el Diccionario de la Real Academia. En 1954, durante un Consejo de Académicos en México, se oficializó el nombre “español” para los latinoamericanos. Sin embargo, como anotábamos, hoy en Latinoamérica se dice indistintamente “español” o “castellano”. Dentro de las múltiples variantes dialectales del español, se reconocen dos grandes ramas: la andaluza (caracterizada por el seseo, el yeísmo, la pérdida final de la “s”…) y la castellana (caracterizada por el ceceo, la aspiración, la 25
  • 26. abertura de las vocales…). De esas dos ramas, en la Latinoamérica hispánica se impuso la primera: es por eso que, entre otros detalles fonéticos, nosotros, desde México hasta Argentina, pronunciamos del mismo modo la “c”, “z” y “s” (fonemas palatales, según el punto de articulación vocal), mientras que para los peninsulares la “c” y la “z” son fonemas interdentales. Pero hay otras muchas diferencias léxicas y morfológicas; solo en el nivel sintáctico no hay ninguna variedad. Por último, dato curioso y revelador: De acuerdo con recientes estudios lexicográficos, en el español hablado en Hispanoamérica solo figuran 240 indigenismos constatados. 26
  • 27. Sobre la vocación retórico-barroca y antifilosófica del castellano Ha llegado a convertirse en un lugar común, al menos en ciertos medios, la afirmación según la cual el castellano es un idioma altamente proclive a la retórica y al barroquismo. Se sabe que el inglés es llano, directo, puntual, pragmático; y el francés, sin ser tan llano como el inglés, no es tan retórico ni tan barroco como el español. Es de dominio público también la idea de que el español no es un idioma en el cual se pueda filosofar; esa función sería privilegio de quienes se expresan en alemán, en inglés, en francés, quizá en italiano. La evidencia, se dice, está a la vista: ninguno de los grandes pensadores de la tradición filosófica occidental ha nacido en España o en alguna de las naciones en que se habla español. Ese idioma –prosiguen- ha dado excelsos poetas, admirables narradores y vigorosos ensayistas, pero no se ha prestado para que en ella se haga filosofía. Las únicas excepciones tal vez sean Séneca (quien de todos modos escribió en latín), Ortega y Unamuno (pero ni uno ni otro logran ser pensadores de la talla de los grandes, tipo Descartes, tipo Kant, tipo Hegel). La lengua castellana habría estado ocupada en otros menesteres muy distintos de la filosofía y del alto pensamiento. Ha estado esta lengua, sobre todo, componiendo piezas de retórica, unas en prosa y otras en verso, unas breves y otras extensas, unas en primera persona y otras en tercera. Hacemos retórica una y otra vez, de un modo y del otro: siempre altisonancia, siempre ruido, siempre afectación, siempre incendio, siempre retórica. ¿Cómo va a ser posible filosofar en un idioma tan incompleto, tan descarriado, tan caprichoso, tan retórico y tan barroco? En español se componen deliciosas coplas, se cincelan emotivos versos y se relatan ceñudas aventuras, pero silogismos no, ideas no, profundidades metafísicas no. Eso, al parecer, es jurisdicción y privilegio de los germanoparlantes, de los angloparlantes, de los francoparlantes, acaso de los italoparlantes... 27
  • 28. “Es tan raro y absurdo un filósofo español como un torero alemán”, dice una vieja boutade, cuya autoría se le adjudica a muchos. ¿Y qué hay detrás de la alusión jocosa? La suposición de que en español no se puede pensar, no se puede filosofar; ese idioma no parece prestarse para transmitir las categorías de la razón o los argumentos en pro y en contra del infinito. En ese idioma inapropiado, el castellano, no se podría conjeturar ni refutar ni deslizar una alusión sutil. Imposible, porque no hay toreros alemanes ni hay opciones para en la lengua de Castilla filosofar. Todo lo cual es desde luego ampliamente cuestionable. En principio, decir que en español no se puede filosofar porque no hay filósofos que podamos señalar con el dedo es equivalente a proferir aseveraciones del tipo: las mujeres no pueden filosofar, porque ¿dónde está la dama, las damas, de la Razón?; o los panaderos no pueden filosofar, porque en parte alguna figura el nombre de un panadero que haya cultivado la filosofía; o los niños no pueden filosofar, porque hasta ahora no hemos conocido a un niño filósofo. Sostener, de otra parte, que la imposibilidad del discurso filosófico es inherente a la constitución formal (fono-morfo-sintáctico-semántico-semiótica) de la lengua castellana, es una prueba de barbarie teórica. Cada lengua es un abanico de opciones. De opciones y de restricciones. Hay una coincidencia entre la apertura semántica de una lengua y las posibilidades cognoscitivas que facilita a sus usuarios. Ahora bien, ¿son tan pobres las opciones que para sus hablantes-oyentes ofrece el idioma de Cervantes, de Lope y de Góngora? ¿No podemos conceptualizar haciendo uso de sus verbos, de sus adjetivos, de sus declinaciones, de sus tropos, de sus legislaciones sintácticas, de su retórica (admitiendo que los hispanohablantes somos fundamentalmente retóricos)? Ha sido distinta la historia de España a la de Alemania, de Francia, de Italia y del Reino Unido. La modernización española es tardía en comparación con la de las otras naciones mencionadas. España fue la cuna de la Contrarreforma; el influjo del clero y del pensamiento escolástico medieval fue más fuerte, más 28
  • 29. rudo y más duradero en la península ibérica que en los grandes pueblos del Este europeo. De ahí la otra expresión despectiva: “Europa termina en los Pirineos”, mediante la cual se pretende excluir al pueblo español (y de paso a toda Hispanoamérica) del enorme prestigio que significa la europeidad. A los europeos no ibéricos los une a lo sumo un sentimiento de simpatía por la república hispánica, pero es una simpatía subvaloradora que en lo español y en lo portugués reconoce a lo sumo un venerable vestigio del pasado. Respecto de Hispanoamérica, la mirada europea es a la vez más excluyente y más impertinente. América Latina (incluyendo al Brasil) en buena medida no ha pasado de ser para el imaginario europeo un lugar vacacional, con sus selvas hiperbólicas y su fauna de Trópico y sus dictadores de fábula y su macondismo irremediable. No se ven ni se buscan filósofos por acá. Aunque hace algunas décadas descubrieron que había escritores, y también han reconocido por acá a algunos buenos músicos y a algunos aceptables pintores y escultores. Filósofos, en cambio, parece que no. Entre tanto, seguimos haciendo retórica con el español, y seguimos barroquizando, sobre todo esto: barroquizando. Algunos críticos han afirmado que toda nuestra poesía es retórica, con dos o tres versos de excepción. Pero lo cierto es que esa poesía –retórica y barroca o no- ha producido y sigue produciendo voces como las de Lugones, Ibarborou, Rubén Darío, José Asunción Silva, Porfirio Barba Jacob, Oliverio Girondo, César Vallejo, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Octavio Paz, Ernesto Cardenal, Delmira Agustini, Nicolás Guillén, Eduardo Carranza, Fernando Charry Lara, Rafael Maya, Gutiérrez Nájera, Arturo Camacho Ramírez, Álvaro Mutis, Nicanor Parra, Alejandra Pizarnik, Juan Manuel Roca, José Emilio Pacheco, León de Greiff… Y la narrativa ha producido plumas como las de José Hernández, Jorge Isaacs, Tomás Carrasquilla, Soledad Acosta de Samper, José Eustacio Rivera, Horacio Quiroga, Rómulo Gallegos, Juan Rulfo, Alejo Carpentier, Arturo Uslar Pietri, Borges, Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Eduardo Galeano, Mario Benedetti, Juan Carlos Onetti, Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Samudio, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, José Lezama Lima, 29
  • 30. José Donoso, Isabel Allende, Rafael Humberto Moreno-Durán, Germán Arciniegas, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Fernando Cruz Kronfly, Augusto Monterroso, Mempo Giardinelli, Guillermo Cabrera Infante, Rosario Castellanos, Bryce Echenique... Y el ensayo nos ha dado a Vasconcelos, a Enríquez Ureña, a Mariátegui, a Carpentier, a Borges, a Paz, a Sábato, a Rama, a Zuleta, a Téllez, a Cruz Kronfly, a Braunstein... El español, pues, nos ha permitido cantar, contar y ensayar; lo único que al parecer sigue sin permitirnos es filosofar. Así eran las cosas al menos hasta hace unos años. Porque han empezado cambiado de modo notorio. Tenemos mucho de europeos los latinoamericanos. La mayoría de las lenguas habladas aquí son de origen europeo, herencia de los procesos de conquista y colonización. Nuestras cosmovisiones han sido edificadas a la luz de modelos euroasiáticos y de otras latitudes. No obstante, seguimos siendo del lado de acá, de América. Somos una síntesis, un mestizaje. Triple, además, porque figura también el elemento africano, el aporte de las negritudes traídas por la fuerza a estas tierras por los colonizadores españoles, franceses, ingleses, holandeses y portugueses. Nuestro castellano es distinto del que se habla en España, pero es la misma lengua, las mismas estructuras sintácticas, y la base léxica es común en un elevado porcentaje. La comunicación Europa-América fue desigual hasta hace poco tiempo. Antes éramos nosotros quienes solíamos “asimilar” los legados y las enseñanzas de la culta europea, de la vieja Europa, de la prestigiosa y sabia Europa. En el momento presente esa relación tiende a ser más igualitaria, y en algunos casos a la inversa. En materia de cultura, hemos sido capaces de producir creaciones de innegable originalidad que se exportan para consumo de los europeos. El movimiento Modernista, hacia finales del siglo XIX, fue sin duda el primer gran producto de exportación cultural americano. Quizá nuestro idioma siga siendo retórico y barroco, pero es en esas circunstancias que los pueblos americanos, de habla hispana y de habla 30
  • 31. portuguesa, hemos logrado superar la antigua dependencia que nos ligaba respecto de Europa. Es claro que hemos adquirido una mayoría de edad cultural. No solo en México, Cuba, Argentina y Brasil, que son los países que suelen mencionarse a manera de ejemplo de vanguardia cultural; también en Honduras, en Guatemala, en Puerto Rico, en Nicaragua, en Venezuela, en Ecuador, en Jamaica, en Chile, en Costa Rica, en Colombia… En fin, en más de veinte países que conforman una amplia región geográfica que algunos han denominado, retóricamente, “el continente de la Esperanza”, y en el que tal vez un día veamos florecer filósofos y pensadores originales, antes incluso de que empiecen a nacer y a triunfar toreros en Alemania. 31
  • 32. Los talleres literarios y la solidaridad de grupo1 Asistimos al Taller porque escribimos, y en alguna medida escribimos para ir al Taller, para no llegar con las manos y la cara vacías. Ese goce privado, incluso secreto, que es la escritura se convierte en el Taller en un ejercicio público, exponiéndonos, o bien a la crítica adversa o bien al comentario favorable. Aunque con el tiempo vamos convenciéndonos de que tanto el halago como el reproche son formas distintas de comentario favorable, siempre y cuando aprezcan coheremente justificados: en ambos casos hemos estado expuestos, texto y autor, a la escucha, a la valoración, a la compañía de los otros. He ahí una definición posible de lo que es un Taller literario. En un Taller, en mayor o en menor medida, todos partimos de un principio: la dificultad intrínseca y extrema de este acto ilimitadamente gozoso que se llama escribir. ¿No es en buena parte a raíz de esa constatación que nos reunimos, que auscultamos nuestros mutuos haceres, que instauramos una microsociedad fraterna, una segunda familia, unificada por la comunión de sangre y por la identidad de vocaciones en torno de la tinta? La escritura nos concierne, y estamos de continuo concernidos por ella; es nuestro oficio íntimo, uno de nuestros mejores modos de ser humanos, nuestra tarea de la vida, nuestra cosa nostra. Es eso lo que nos hermana, lo que nos agrupa, lo que nos provee motivos para seguir viviendo y para seguir haciéndolo con orgullo. Escribir solo es fácil para tres tipos de individuos: los facilistas, los irresponsables y los genios. El tallerista detesta el facilismo, huye de la irresponsabilidad y sabe que el suyo no tiene que ser necesariamente el camino del genio. Se ha repetido con suficiente frecuencia que el ejercicio de la literatura es el más solitario que pueda concebirse. Eso no parece discutible, pero es justamente lo que permite definir al Taller literario como una respuesta, contundente y humanamente bella, a la soledad. Si todo escritor es un lobo 1 Este texto fue compuesto en el marco de las inolvidables sesiones del Taller literario “Botella y luna”, que ha estado funcionando en la ciudad de Cali, Colombia, desde hace más de15 años. 32
  • 33. estepario, el tallerista (que también es escritor) es un lobo que apuesta aún por esos valores cada vez más ausentes en nuestras sociedades contemporáneas: la solidaridad, el encuentro con el otro, la complicidad; en una palabra, la Amistad. En efecto, un Taller literario es la más hermosa excusa para la consolidación, mantenimiento y enriquecimiento de la amistad, excusa que debería ser su fin primordial y su motor permanente. El intercambio incesante de letras se convierte así en otro modo (y no cualquiera) de seguir siendo amigos. ¿Y qué es en últimas un amigo? Es ante todo alguien en cuya presencia la pasamos bien. Un Taller es un sitio al que, bajo la devoción común por la literatura, vamos a pasarla bien. Si ha tenido razón Cioran cuando dijo que “todo escritor es un Dios”, el Taller literario no puede ser otra cosa que un banquete olímpico. Y Cioran, el pequeño Dios Cioran, tiene razón a este respecto. El encuentro tallerístico, además, es la oportunidad para el desempeño de dos actos complementarios de generosidad: por una parte, el compartir de las lecturas de la semana, del día, de la hora, de la vida; y, por la otra, el comentario crítico, fruto de la atención sostenida, la escucha amorosa al escritor-tallerista de al lado, el apunte destinado a la mejoría del texto del otro, texto que pasa, así, de ser propiedad privada para convertirse en propiedad colectiva. Este hecho, unido al cúmulo de prácticas anexas propias del protocolo ritual del encuentro (el comentario eventual sobre una película, sobre un artículo periodístico, sobre una exposición de pintura, sobre una obra de teatro, así como las relajantes mareadas de humor), definen el ambiente de una actividad en la que se dan cita los ingredientes de la Academia con los aditamentos propios de la tertulia y de la bohemia. De no existir las escuelas, los colegios, las universidades, el Taller serviría por sí solo para cumplir la función de formar recreando, de recrear creando y de crear gozando. Asistir a un Taller literario es reafirmar un sentido de pertenencia e identidad, en función de unas preferencias estético-culturales, de adscripción 33
  • 34. generacional, de simple o compleja afinidad de gustos. Todo ello como un rito en el que la figura central es la escritura. Ahora bien, el hecho de ser un tallerista (incluso un buen tallerista) no garantiza en ningún sentido el ser un buen escritor; pero es sin duda un camino, tan válido como otros, para llegar a serlo. Ningún Taller literario, por excelso que sea, está en condiciones de enseñarla a nadie cómo componer un buen verso o cómo elaborar una narración eficaz o cómo adquirir la maestría en el dominio de una técnica determinada. Todo esto pertenece al orden de lo que es posible aprender, pero no de lo que es factible enseñar. El Taller se erige, más bien, como un escenario abierto en el que los aprendizajes, siempre personales, tienen un lugar y proporciona la invaluable cercanía de otros aprendices que a la vez son un espejo confiable y un estímulo constante. En el espacio de un Taller efectivo, pues, se lucha sin descanso contra una múltiple superstición: la superstición del pudor, de la soledad, de la insolidaridad. Y el no poder situarse a la altura de esa lucha cotidiana es lo que explica en buena parte el hecho nada infrecuente del fracaso. Un grupo, al igual que un matrimonio, tiene al menos dos formas de fracasar: una de ellas (de alguna manera la más digna) es la disolución; la otra es la continuidad forzosa, esa continuidad que se mantiene por inercia, bajo una evidente desnaturalización de funciones y rutinas. El Taller literario ideal es aquel que se funda con entusiasmo, se clausura con regocijo y se vive con inquietud permanente. Por otra parte, en un Taller es inevitable la inminencia del llamado “narcisismo de grupo”, pero ese sentimiento (argumento esencial de quienes se han opuesto siempre a todo intento de colectivización de la literatura y del arte) es sobrepujado constantemente por el espíritu contrario: la “humildad de grupo”, la “solidaridad de grupo”, vale decir, la congregación por el afecto. Estas anotaciones no aspiran desde luego a una validez universal. Toda agrupación humana instaura, implícita o explícitamente, una ética, es decir, unos principios de regulación interna, unos acuerdos sobre valores, prácticas y 34
  • 35. comportamientos. No estamos obligados a nada; a lo sumo, a intentar la originalidad. De ahí que las mejores reglas para el funcionamiento de un Taller serán aquellas que surjan de la imaginación de cada grupo. Y esa imaginación está alimentada por los intereses particulares, la formación cultural de los miembros, las expectativas (individuales y colectivas), los prejuicios, los juicios y los postjuicios sobre uno de los oficios más extraños y más apasionantes que haya ideado el homo sapiens: la escritura. Escribir en el trópico 35
  • 36. No es lo mismo escribir en Sudamérica que en Europa o en Estados Unidos. No es lo mismo hacer cualquier cosa en Sudamérica que en Europa o en Estados Unidos. Por razones de todo orden: el clima, el paisaje, la tradición cultural, los idiomas, los ritmos de vida... En Colombia, por ejemplo, en pleno Trópico, resulta difícil cualquier actividad que implique concentración y persistencia. No existen esos grises y prolongados inviernos europeos, ni esas frescas primaveras. El calor es excesivo, la luz muy intensa, cunde la sensualidad, la piel llama de continuo… Abundan los motivos de distracción. Eso por una parte. Por la otra, está el hecho de que nuestra cultura es en lo esencial herencia y reflejo tardío de la europea y de la norteamericana; permanecemos a la zaga en materia de ciencia, de tecnología, de política, de filosofía, hasta de religión. Hace algún tiempo que las cosas han empezado a cambiar a nuestro favor, aunque todavía sigue siendo cierta, y teniendo sentido, la expresión Tercer Mundo. En el imaginario europeo, asiático y norteamericano, sin embargo, las cosas aparecen distorsionadas, exageradas. Continúan imaginando a Sudamérica, y de paso a toda América Latina, como una enorme selva poblada de seres semiprimitivos y semibárbaros; una selva plagada de incultura y de atraso, pero que puede resultar grato y divertido para pasar las vacaciones de verano. Y a la inversa: nosotros seguimos representándonos esos lugares desde una serie de estereotipos que no en todos los casos se corresponden con la realidad. Ni en lo que atañe al nivel cultural de sus pobladores ni en lo que atañe a su civilidad, ni siquiera en lo que atañe a su riqueza. También hay ignorancia allá, y mucha inteligencia culta acá; también hay violencia y barbarie allá, y lugares de paz y concordia aquí; también hay pobreza allá, y demasiada 36
  • 37. riqueza acá; también hay desilusión, tristeza y nihilismo allá, y esperanza, positivismo y alegría aquí. El mito de nuestro atraso y de nuestra “inferioridad” ha ido cambiando ante la inminencia de los hechos. Desde los países latinoamericanos no solo se exporta azúcar, café, madera, banano, metales, petróleo, algodón, flores; también excelente música, excelente literatura, excelente teatro, excelente cine, excelente danza. En toda la gama de los deportes se han logrado éxitos mundialmente relevantes. Hay, dispersas y/o expatriadas, enormes personalidades de las ciencias físicas, astronómicas, químicas, biológicas. Y existe ya una copiosa producción de sociología, teología, lingüística, semiótica, antropología, etnología, psicoanálisis, crítica literaria. Tenemos 5 Premios Nobel de literatura, y varios candidatos actuales. Cine y literatura 37
  • 38. Ha pasado ya la época en que ponía en cuestión el estatuto artístico de la cinematografía. Hoy no solo el cine ha obtenido tal estatuto, sino que puede pensarse incluso que lo ha rebasado: algunos autores consideran que todo el arte contemporáneo puede ser planteado “bajo el signo del cine”, lo cual nos da más que una idea acerca de su importancia como fenómeno cultural. A la literatura, por ejemplo, de quien se nutrió en un principio, ha hecho aportes significativos, tanto a nivel de la prosa como de la poesía. De las posibles relaciones entre literatura –específicamente la novela- y el cine nos ocuparemos aquí. A primera vista, el punto más fuerte de cercanía entre el cine y la novela está en la utilización común de los procedimientos narrativos: tanto en el filme como en el texto novelesco se maneja una estructura del acontecer. La focalización de la cámara en cine registra, al igual que la figura del narrador en la novela, el suceder de una serie de acontecimientos que, con o sin reticencias, configuran lo que siempre hemos entendido por “relato”. En ambos caso se presenta un conjunto de secuencias doblemente temporales, pues mientras transcurre el tiempo de las acciones está pasando también el tiempo del relato y el de la proyección fílmica, respectivamente. Esta cercanía se hizo evidente desde el comienzo mismo del cine de ficción; es decir, aparece ya en el cine mudo: si hablamos de cercanía a propósito de lo narrativo, no es la palabra, en su sentido liter-ario, lo que cuenta; se trata de homologías estructurales de fondo. Aunque en la novela se relate y en el cine se represente, los dos son artes de acción. Desde luego la obvia precedencia histórica de la literatura respecto del cine le creó a este, en sus inicios, una clara dependencia de los materiales narrativos preexistentes, así como de los propios del teatro. Pero pronto el cine encontró su propia autonomía y consiguió invertir la relación: ahora la novela acude con frecuencia a enriquecer su acervo narrativo con procedimientos descubiertos por la cinematografía, creándole al escritor, por ejemplo, la exigencia de una fuerte imaginación visual. El caso más notable a este respecto quizá sea el de los novelistas del llamado “Nouveau Roman” en Francia, los que realizaron el proceso contrario de un Eisenstein, quien nos dice que aprendió los recursos 38
  • 39. del montaje leyendo a Flaubert. Y no solo eso: los requerimientos de la creación fílmica, desde la inserción del sonido, hicieron necesaria la invención de un nuevo género literario, el guión, dada la inadecuación de los conceptos narrativos habidos hasta el presente. Las diferencias entre una y otra modalidad artística se evidencia desde las condiciones mismas que cada una instituye para su recepción: el cine implica el agenciamiento de un verdadero ritual social frente a la pantalla, mientras que la literatura ha sido fundamentalmente un ejercicio solitario. Pero es a propósito de los códigos en que se emiten los mensajes respectivos donde hallamos las distinciones más irreductibles: el cine cuenta con la ventaja que representa la universalidad de la imagen; la literatura está más restringida, en tanto que sus mensajes están sujetos a las limitaciones lingüísticas –y por ende ideológicas- de una lengua determinada (vale la pena señalar que la presencia en el cine del lenguaje verbal desarrolla solo una parte, y no la principal, de la comunicación fílmica). La imagen, además, tiene la particularidad de que su comprensión requiere una operación mucho menos compleja que la de la palabra escrita; esta implica un proceso de abstracción especial que no es necesario, al menos en principio, en la descodificación de la imagen. Por otra parte, el hecho de que la literatura pueda definirse como la “transfiguración estética de la función designativa” y el cine como la “transfiguración estética de la función mostrativa” hace que la primera se sirva de signos lingüísticos y el segundo de signos icónicos, lo que, a su vez, conlleva a que ambos configuren códigos de emisión distintos. La manera como se estructuran los mensajes en la novela corresponde a lo que se denomina un “código digital”, en tanto que el cine lo hace en un “código analógico”. El primero debe su nombre a que está constituido por dígitos (unidades discretas de sentido), que se expresan en forma separada, tal como ocurre con el alfabeto, las notas musicales y el sistema numérico. En los códigos de este tipo, dada la fuerte arbitrariedad entre las series gráficas, sonoras y conceptuales, es muy acentuado el proceso de abstracción. Esto no 39
  • 40. sucede con los de naturaleza analógica, caracterizados por la idea implícita que hay en ellos de “simulacro” o “imitación”; la pecualriedad de sus signos, los iconos, es la similitud entre el significante (secuencia que representa) y el significado (representación mental del referente); son ejemplos de ellos la pintura, la escultura, la fotografía y el cine. En los códigos analógicos, por su carácter de calcación, se promueve un grado mínimo de abstracción; de ahí el impacto masivo de la televisión, el cine, el video. La diferencia, en el fondo, radica en que el lenguaje verbal opera una categorización de la realidad que en su analítica divide (sustantivo, adjetivo, artículo...) y luego, en el transcurso del texto, vuelve a unir esa realidad, lo que imposible en el filme. Así, las adaptaciones televisivas o cinematográficas de textos literarios afrontan ese problema de discrepancia de códigos: puesto que los procedimientos expresivos son semióticamente distintos en igual forma los resultados, desde el punto de vista de la estética y de la comunicación misma, serán obligatoriamente diferentes (en último término, una obra literaria solo se aprehende “literariamente” y un filme “fílmicamente”). Por eso el acierto de una adaptación no estará en dependencia nunca de la fidelidad al texto primitivo, sino que dependerá por entero del uso apropiado o no que se haga de unas posibilidades de expresión enteramente distintas: las específicas de la cinematografía. Consideraciones sobre el ensayo en tanto que género 40
  • 41. Sólo se debe escribir para escritores, y sólo el que escribe realmente lee Friedrich W. Nietzsche El ensayo surge casi a la par con la novela hacia el final de ese fervor cultural europeo que conocemos como Renacimiento. La época que siguió al Renacimiento, y que se extiende hasta nosotros, ha sido designada por algunos pensadores como la Modernidad, a la cual la distinguen varios hechos: el ascenso del capitalismo y de la ideología burguesa que le es correlativa; la proliferación de regímenes democráticos que van sustituyendo a los monárquicos junto con sus esquemas feudales de concepción del mundo; la asunción y promoción de los ideales de la Revolución Francesa; la lenta pero firme secularización del pensamiento; la libertad de prensa; muchos otros. Es ese el contexto que ha servido de terreno fértil al entronamiento progresivo del ensayo; este es signo y síntoma de la época Moderna, y como tal ha ayudado a consolidar sus presupuestos y a divulgarlos. No obstante, luego de la muerte de Montaigne hubo un largo silencio, tanto sobre su obra como sobre el género que había inventado. Ese silencio es curiosamente muy parecido al que sucedió a Cervantes, el primer novelista en el sentido moderno de la palabra. Las primeras novelas importantes luego de Cervantes fueron escritas entre finales del siglo XVIII e inicios del XIX en el marco del Romanticismo, y los primeros ensayos agudos después de Montaigne tal vez fueron los de los enciclopedistas franceses, bien avanzado ya el siglo XVIII. No hemos querido decir desde luego que antes del Romanticismo no se hubieran escrito novelas (de hecho hubo algunas notables, como las de Göethe y la de Defoe) ni afirmamos que antes de los enciclopedistas no se hubieran redactado ensayos (ahí están los de Bacon, por ejemplo). Lo que sostenemos es que sólo a partir del Romanticismo y de la Enciclopedia estos dos géneros se popularizan y se consolidan. 41
  • 42. Pero hay un hecho que enturbia el paralelismo. Así como la novela y la poesía vivieron una fase clásica y una fase moderna, el ensayo se ha mantenido más o menos inalterado desde su invención hasta nuestros días, y es un hecho que Montaigne, así se haya hecho ilegible para nosotros en algunos puntos, sigue siendo superior a casi todos sus continuadores. Ahora bien, para que el ensayo llegara a convertirse en el vehículo predilecto de la transmisión social del saber tuvo que darse una lucha –no siempre honesta- con otros géneros, en especial con el tratado. El resultado de esa lucha ha sido la relegación de este y la sobreinflación de aquél, lo cual ha traído consigo una serie de efectos en el ámbito general de la cultura. Es como si para legitimarse a sí mismo el ensayo hubiera necesitado demeritar a su rival, minimizarlo, fustigarlo, calumniarlo. Quizá mantenga una vergüenza de fondo, una secreta conciencia de su propia precariedad, de su flaqueza, pues de otro modo sería difícil explicar ese desespero por validarse a sí mismo a costa de la desacreditación injusta de un género vecino. Nada más ingenuo que pretender promover la actitud contraria, y continuar quedando presos del mismo círculo y de la misma injusticia. Habrá que seguir promoviendo las virtudes del ensayo, que no son pocas, y habrá que estar dispuestos a reconocer sus aportes a la cultura. Sería necio desconocer esas virtudes, las cuales han sido suficientemente divulgadas en todos los tonos y desde todas las lenguas. En principio, la historia de la literatura sería inimaginable sin nombres como Montaigne, Emerson, Voltaire, Carlyle, Chesterton, Stevenson, Wilde, Nietzsche, Spencer, Ortega y Gasset, Vasconcelos, Reyes, Borges, Cioran, Paz o Sábato. Además, es invaluable el aporte de los ensayos, de los ensayistas, en asuntos como la promoción de la libertad de pensamiento, la democratización del saber y la lucha contra los dogmatismos; el ensayo no puede concebirse en una sociedad feudal y menos en una esclavista. Pero para que esas virtudes se mantengan, ¿era necesario recurrir a la desacreditación del tratado? De todos es conocida la multitud de calificativos 42
  • 43. mediante los cuales se denigra de los tratados: son farragosos –se dice-, pedantes, pesados, dogmáticos, solemnes, demasiado serios. Tales acusaciones merecen al menos dos aclaraciones: primero, que no todos los tratados ameritan estos calificativos (abundan los contraejemplos), y, segundo, que esos ataques tenían más razón de ser en la época de Montaigne (en la que cundían los tratados, ciertamente pesados y dogmáticos, tanto de los teólogos cristianos como de los filósofos escolásticos) que en épocas posteriores. El tratado merece una y más que una reivindicación. Esa reivindicación pasa hoy por una ineludible denuncia de los géneros con los que se le compara con la intención de desacreditarlo. Se ha reducido el tratado a un ingrato y fastidioso museo de letras, a un pasatiempo inútil de eruditos poco gratos y aburridos; en su reemplazo, ya los señores Francis Bacon y Michel de Montaigne encontraron la receta, el salvavidas, la panacea: el ensayo. En la época actual, si observamos bien, la secular hostilidad por los géneros rigurosos, en tanto contrapartida necesaria a la exaltación del ensayo, no se expresa ya como rechazo explícito a los formatos sino a su lenguaje especializado. Pero no cabe duda de que los lenguajes técnicos, propios de las ciencias fácticas y de las disciplinas humanísticas con vocación científica (sociología, lingüística, psicología, antropología, psicoanálisis…) presentan un grado alto de dificultad. Pero eso es inherente a los grados de saber que se manejan en el interior de esas disciplinas. Además, valdría la pena traer a cuento una precisión como la que hiciera Roland Barthes cuando se le interrogó alguna vez sobre el asunto de las jergas de los intelectuales. Al respecto dijo: “Me parece muy bien que existan, no sólo las jergas de los intelectuales, sino las de todos los grupos de la sociedad. Ojalá en el interior de cada lengua existieran miles de lenguajes” (Barthes, Roland, 1982: 89). De otro lado, ¿no hay en esa repulsa por los lenguajes especializados la confesión implícita de una incapacidad que no se quiere admitir y que por el contrario se quiere hacer pasar por un reclamo, por ejemplo, de esteticidad? 43
  • 44. ¿No se da a este propósito la misma situación ilustrada en la vieja fábula de la zorra y las uvas: ¿Puesto que no puedo comprender estos textos de Lukacs, de Adorno o de Lévy-Strauss, entonces los declaro mal escritos, pedantes, indigestos, fastidiosos, indeseables, verdes, demasiado verdes? “No existen textos fáciles; lo único que hay son lectores fáciles”, sostenía Estanislao Zuleta. (Zuleta: 1994: 56). Ni Descartes ni Leibniz ni Marx ni Derrida son ilegibles; lo que ocurre es que son escritores que plantean con sus textos una alta exigencia al lector, al generalmente cómodo y facilista lector. Un caso particular y reciente de escritura para lectores que se exigen es el de Lacan, quien se impuso la dificultad como un propósito deliberado, casi como una provocación. Ahí está su libro fundamental, al que en gesto ciertamente provocador llamó, simple y llanamente, Escritos (Ecrits, en francés). Lacan hizo de su estilo lo que, según Camus, habría hecho Kafka del suyo: una estratagema para obligar al lector a releer. Fue consecuente con nuestro epígrafe de Nietzsche: “Sólo se debe escribir para escritores, y sólo el que escribe realmente lee”. Los textos de Lacan son densos, inimaginablemente densos, pero tienen coherencia y tienen sentido; un sentido que hay que ganarse, que hay que merecerse, pasando antes por la ardua prueba de la paciencia, de la relectura, de la cotejación, y ojalá de la propia escritura. Hay párrafos, frases o digresiones en su discurso que a primera vista (a primera lectura) parecen inabordables, y uno sólo se entrega a ese juego de gozo y suplicio que es la interpretación porque sabe, por experiencias previas, que arrojándose y persistiendo llegará a alguna parte, y no ciertamente a cualquiera, porque Lacan es un autor de una profundidad inaudita, una profundidad sólo comparable con la muralla que es preciso remontar para poder escuchar su voz. Pero es que Lacan no hace ensayos; hace ciencia, y de la mejor. El discurso lacaniano es una fiesta del pensamiento, y después de pasar por el éxtasis de su interpretación queda uno con la sensación de que el ensayo, el fácil y ameno ensayo, tal vez no sea más que un género para los mediocres. El hecho inobjetable es que los saberes de la ciencia sólo se pueden transmitir en lenguajes formalizados. Y en último extremo, en matemáticas. Pero no sólo 44
  • 45. en el ámbito de las ciencias naturales; en las humanas, o antroposociales, empieza a ocurrir lo mismo. El psicoanálisis –el de la Escuela de Lacan, precisamente- ha alcanzado ya un considerable grado de formalización, de matematización. ¿Deberemos rebelarnos contra esta tendencia, por lo demás indetenible, a favor de la santa espontaneidad y la santa legibilidad y la santa “facilidad” de los ensayos? Algo similar ocurre con los filósofos. Las obras de Spinoza o de Kant o de Hegel no son complicadas, son complejas; no son incoherentes, son exigentes; no son inaccesibles, son arduas; no son ilegibles, son difíciles. No puede negarse, desde luego, que hay tratados insulsos, así como encontramos ensayos rigurosos. Ahora bien, lo que hay de fondo de esta disputa secular entre el tratado y el ensayo es una querella filosófica muy antigua. Si miramos el desarrollo del pensamiento occidental, desde sus inicios hasta nuestros días, encontramos que los pensadores se han alineado siempre o bien del lado del sujeto o bien del lado del objeto. Subjetivistas u objetivistas: esa ha sido la opción hasta hoy para todos los filósofos, al menos desde Sócrates y de Platón. Los ensayistas obviamente reclaman para sí las banderas del subjetivismo, mientras que los tratadistas (en especial los científicos) implícitamente se definen como objetivistas. En el interior mismo del género ensayístico, desde muy temprano se evidenciaron dos grandes tendencias: una de línea montaigniana (subjetivista, intimista, proclive a la poesía) y otra de línea baconiana (más objetiva, más rigurosa, más “seria”). En el fondo, sin embargo, ambas líneas siguen siendo subjetivistas y en ambas se presentan mezclas. De esa opción por el subjetivismo y de su condición híbrida (recordemos que Alfonso Reyes llamaba al ensayo “el Centauro de los géneros”) se derivan muchas consecuencias. ¿No ha sido el exceso de intimismo, unido a esa mezcla, a esa anarquía, a esa irresponsabilidad en nombre de la poesía y del 45
  • 46. librepensamiento, una clara amenaza a la marcha del pensamiento epistemológicamente decantado? Mientras el ensayo siga viendo en el tratado un enemigo, la única gran perdedora en la contienda será la cultura misma. El ensayo ha sido responsable de muchos males. Reparemos. Universalizó la pereza de pensar, a nombre de un propósito de todos modos encomiable: el acceso de las grandes masas al mundo del saber y a las preocupaciones de los intelectuales. Uno de los precios de la masificación de los saberes fue el facilismo, la pereza, la espontaneidad, la irresponsabilidad… Justamente aquello que los ensayistas nos ufanamos en llamar con otros nombres: informalidad, sencillez, coloquialidad, poeticidad… También contribuyó el ensayo a que se extendiera la propensión hacia el confort y el inmediatismo; de alguna manera el ensayo es un género desechable, una mercancía fungible que se consume y se arroja luego al cesto de la basura, es decir, del olvido. Los ensayistas, en fin, nos han enseñado la gran lección de la mediocridad. El lector medio terminó por acostumbrarse a optar por el escrito ligero frente al escrito riguroso, por el ensayo de divulgación (ameno, sencillo, informal) frente al texto científico (riguroso, complejo, formal). No cabe duda: el ensayo es el género estrella; de ningún modo el que nos ha estrellado. De otro lado, en tanto género por excelencia del escepticismo, el ensayo ha tenido su parte en la propagación de esa tendencia. Es claro que ningún tratadista ni ningún científico pueden adelantar una investigación con escepticismo. Para investigar hay que creer, y es justamente esa creencia, esa esperanza, la que sirve de motor a la investigación y la que induce a supeditarse a los cánones investigativos, con todo lo que implican en términos de paciencia, rigor y sometimiento a los acuerdos intersubjetivos de las comunidades científicas. Para hacer un ensayo, en cambio, estamos autorizados a relajarnos mucho más. Estamos autorizados a jugar, a trocar, a 46
  • 47. poetizar, a transgredir, a manipular, a mentir. El ensayo todo nos lo perdona y a todo nos invita. Es un género simpático, y, por eso mismo, por exceso de simpatía, es también un género peligroso. Cada época tiene el género literario que se merece. Nosotros nos merecimos el ensayo, elegimos el ensayo. Sin duda, desde luego, hay que desear que se sigan escribiendo y que los sigamos leyendo. Tal vez fue necesario que surgieran en algún momento de la historia, y quizá fue inevitable que se propagaran del modo en que lo han hecho. Pero hemos de estar advertidos respecto de sus efectos que no por ser indirectos resultan menos nocivos. Y mucho más en un momento en que se ha hecho tan omnipresente. En efecto, el ensayo ha escapado de su otrora modesto lugar de pasatiempo y de percepción subjetiva de las cosas para convertirse en el más omnipresente de los géneros. Vivimos hoy un verdadero omniensayismo: en las revistas, en las universidades, en los coloquios. Y no sólo eso; también asistimos a una proliferación de ensayos que reflexionan sobre los ensayos, sobre el ensayo, lo cual puede interpretarse como un síntoma del inicio de su declive. Un género que se interroga con tanta premura sobre sí mismo, sobre su constitución y sus límites, es un género que empieza a dar muestras de agonía. Formulo la inquietud ateniéndome a la afirmación de Heidegger a propósito de la poesía: “Cuando el objeto de la poesía es la propia poesía, estamos ante un evidente signo de decadencia del género” (Heidegger: 1978: 125). Decadencia que habría empezado, según el filósofo alemán, con Hölderlin (“el poeta de los poetas”) en el siglo XIX. Algo similar ha venido pasando con la novela desde hace algunas décadas. La novela se pregunta sobre sí misma, se parodia a sí misma, se deshace a sí misma. Después de Unamuno (quien propalaba que sus relatos largos no eran novelas, sino nivolas), pero en especial después de Proust, de Kafka, de Wolf, de Joyce, de Lezama, de Cortázar, ¿no estamos ante la ruptura de los códigos novelescos, y ante la muerte progresiva de la novela en tanto que tal? 47
  • 48. Ha llegado la hora también de que nos interroguemos sobre la muerte de su género gemelo. No digo extender un certificado de defunción sino plantear un interrogante. El ensayo tendrá que morir alguna vez porque esa parece ser la suerte histórica de todos los géneros; no sólo el de la oda y la epopeya. Esa muerte tal vez se prolongue por más tiempo en una lengua como la española, debido a que a ella ingresó muy tardíamente; de hecho, se sabe que las primeras traducciones peninsulares de Montaigne se dan apenas hacia finales del siglo XIX. ¿Y cómo vamos a reemplazar este género cuando sobrevenga su declive definitivo? Nadie está en condiciones de augurarlo. El ingenio de unos, unido al genio de otros, habrá de entregarnos nuevas formas de expresión mediante las cuales seguir registrando la sempiterna perplejidad ante la existencia y ante el hecho de existir, tema recurrente de todos los ensayos y de todos los escritos que conocemos hasta hoy. 48
  • 49. Creación literaria y retribución económica En un apartado de su Autobiografía, dice Freud (Sigmund Freud) que su vocación juvenil más fuerte era la literatura, pero que una vez terminados los estudios secundarios se inscribió en la Facultad de Medicina, pues sabía que la carrera literaria no le proporcionaría los ingresos económicos necesarios para garantizar la subsistencia. No deja de sorprender al literato de hoy una declaración y una actitud semejante en la segunda mitad del siglo XIX y, sobre todo, en el seno de la culta Austria, de la culta Europa: en una época en que la literatura pasaba por uno de los momentos más felices de la historia, y en un continente particularmente proclive a la palabra escrita, cuyo reinado aún no debía disputárselo a otros medios de expresión pública como el cine o la televisión. Que alguien como Freud decida optar por la medicina en detrimento de la literatura (su confesa pasión más fuerte), solo por razones económicas, es algo que desanimaría a cualquier prospecto de escritor de nuestros días. Porque nadie, por joven que sea, ignora que las condiciones actuales resultan más difíciles a ese respecto que en el siglo antepasado. Si en aquel entonces la medicina garantizaba un futuro más próspero que el arte literario, con mayor razón hoy. Para un padre o una madre de familia resulta mucho más alentador que su hijo o su hija quiera hacerse médico(a) que novelista o poeta o cuentista. Esta última opción profesional tal vez pueda parecer encomiable, por idealista o por romántica, pero sin duda hace prever un futuro incierto, más aún en estos tiempos en que la noción de éxito se mide cada vez más en términos de posesiones pecuniarias, financieras. La literatura no es rentable, o al menos no tanto como una profesión liberal. Quizá pueda citarse uno que otro caso de excepción, pero se sabe que son precisamente las excepciones las que confirman las reglas. Y esas excepciones, además de ser muy escasas, se refieren o bien a unos cuantos genios precoces o bien (lo más frecuente) a individuos que alcanzaron el éxito, 49
  • 50. y la solvencia económica concomitante, a una edad avanzada: después de los 30, 40 ó 50 años, cuando los profesionales de otras áreas habitualmente ya han consolidado su fortuna y están incluso en situación de retirarse a gozar de su pensión de jubilación. Sin olvidar que buena parte de los escritores consagrados no necesitaron nunca de la renta proveniente de su trabajo, dado que proceden de estratos socioeconómicos altos, o derivan su sustento de otra actividad ejercida de modo simultáneo a la creación literaria. Vivir de la literatura, del producto de la venta directa de la propia producción literaria, constituye, pues, un reto nada fácil de alcanzar. Pero es el sueño de casi todos los que concebimos la escritura con la seriedad suficiente como para no entenderla como una simple afición o pasatiempo. Si bien la literatura es un arte, también es un objeto susceptible de entrar en el circuito de los bienes de consumo, en el mercado. Solo que es relativamente más fácil “vender” los servicios como especialista en otorrinolaringología, o en pediatría, o en dermatología, o en cirugía plástica, que como especialista en fabular historias, o en rimar sentimientos, o en hilar argumentos filosóficos. La literatura y la filosofía no hacen parte de los artículos de primera necesidad de la canasta familiar; es un producto suntuoso, un lujo al que solo se recurre una vez se haya atendido a lo más inmediato y lo más urgente: la alimentación, el vestuario, la vivienda, la salud. No es que necesariamente al arte y al pensamiento se les vea como algo inútil, pero sí está claro que no hace parte de las prioridades a la hora de consumir. Lo que no significa que la oferta no sea cada vez más abigarrada, más amplia. Los estantes de las librerías permanecen atestados, a diario se imprimen millares de nuevos libros, o se reeditan nuevas versiones de los antiguos, y es un hecho probado la creciente pujanza de la llamada industria editorial. Son muchos los millones que se mueven día a día alrededor de la producción literaria. De esos dividendos millonarios, empero, se lucran más los libreros y los editores, y a veces los publicistas, que los escritores mismos. Tales son las 50
  • 51. reglas en el interior de una sociedad de consumo como la nuestra. No acatarlas, no inscribirse en la lógica de sus presupuestos, podría resultar fatal. Freud lo hizo, por ejemplo. No solo consiguió su propósito de estudiar medicina, y de graduarse con honores, sino que ejerció como escritor, de los más esmerados por cierto, hasta el punto de haber sido galardonado con el Premio Göethe, el más prestigioso en lengua alemana. Una a una, sus obras -al menos la mayoría en vida del autor- fueron entregadas a la imprenta, pronto empezaron a ser traducidas a varios idiomas y obtuvieron un considerable margen de popularidad. Logró, en fin, el anhelo de todo escritor: el de ser leído, el de ser comentado e incluso, en su caso, el de ser continuado por infinidad de otros autores. ¿Dónde radicaría el secreto para cumplir ese anhelo? ¿En la calidad de lo que se hace, de lo que se escribe? ¿En la cantidad? ¿En el grado de utilidad práctica de las obras? ¿En el nivel cultural de la sociedad en que se vive y se publica? ¿En el grado de capacidad adquisitiva de esa sociedad? ¿En la efectividad de los mecanismos publicitarios? ¿Es cuestión de suerte? ¿Es cuestión de carisma personal? ¿Es cuestión de diligencia? ¿Es cuestión de coyunturas culturales? ¿Es cuestión de méritos? ¿Por qué hay escritores de aceptable e incluso excelsa calidad, a juzgar por la opinión de los especialistas, y fecundos, que no obstante permanecen en el anonimato y/o en la precariedad? ¿Y por qué otros menos buenos, y de producción más escasa, logran más fácilmente la fama y el reconocimiento público? Muchas preguntas válidas para otras tantas respuestas no menos válidas. En el éxito de un escritor inciden, o podrían incidir, la calidad, la cantidad, la utilidad práctica, la capacidad adquisitiva de los lectores, el nivel cultural de la población, las estrategias publicitarias, la suerte, el carisma personal, la diligencia, las coyunturas culturales, los méritos. Y sin duda otros varios elementos. 51
  • 52. La historia de las letras registra casos de notoria injusticia. En un doble e inverso sentido: autores extraordinarios que pasaron desapercibidos para sus contemporáneos y autores mediocres (o al menos menores) que gozaron de reputación excesiva en su momento. Kafka es un ejemplo extremo de la primera situación; de la segunda, es preferible abstenerse de mencionar nombres propios, no solo por razones de cortesía sino porque el terreno de los juicios valorativos (siempre subjetivos) permanecerá abierto siempre a toda suerte de discrepancias, de desacuerdos. El asunto de la gloria es uno de los asuntos humanos más difíciles de abordar, y de los más enigmáticos. La gloria supone el éxito, pero va sin duda más allá de él. La gloria se busca, pero también se le rehúye; genera satisfacciones, pero también terribles decepciones. Para los propósitos de estas líneas, sin embargo, no es tan relevante el tema de la gloria como el del éxito; el éxito en el sentido específico de la retribución económica. El hecho puntual es que a este respecto vemos que hay escritores a quienes les va bien (incluso demasiado bien) y escritores a quienes les va mal (a veces demasiado mal). O, dicho en otros términos: escritores que venden y escritores que no venden, escritores que se enriquecen y escritores que no solo no se lucran sino que notoriamente se empobrecen. Es claro que no todo autor de literatura, ni todo artista, se considera necesariamente frustrado ante la circunstancia de que su obra no le genere grandes ingresos financieros. O porque no requiere de tales ingresos o porque considera que la sola ejecución artística es en sí misma recompensa suficiente. En este último caso, la verdadera frustración sería no poder hacer la obra, o no quedar satisfecho con ella, o no disfrutar del proceso de su realización. El vínculo esencial de un artista es con su obra; solo en un segundo momento lo será con el contemplador de la misma (el lector, en el caso de la literatura); y solo en un tercer momento lo será con el mundo del mercado. Ahí reside, creemos, buena parte del secreto que descifra el hecho de que unos autores sean exitosos y otros no: en la manera como asume ese tercer momento, el del 52
  • 53. contacto con el mercado, con el comercio; es decir, con un mundo enteramente antiliterario, antiartístico. Porque, como debería ser obvio, el oficio esencial del escritor es escribir, no comercializar, tarea propia del comerciante. Es un elemental principio de división social del trabajo. Incluso la forma misma de administrar los recursos monetarios supone a menudo el concurso de un asesor financiero, sobre todo en un medio como el de los literatos. Comentaba una vez el escritor peruano Mario Vargas Llosa para una entrevista que no era infrecuente que algunos autores dilapidaran en poco tiempo las más grandes fortunas obtenidas tras un sonoro éxito editorial. ¿Qué escritor tiene éxito, en definitiva? Aquél que además de hacer su trabajo, dispone de habilidades comerciales, o contactos personales con quien las posea, y que además esté en condiciones de administrar responsable y eficientemente sus bienes. El escritor, si aspira al reconocimiento y a la remuneración, deberá descender de su torre de marfil, o de su buhardilla, y aceptar involucrarse en las redes mercantiles, de modo directo o por mediación de un especialista: un impresor, un editor, un librero; o un Agente literario, que sería la situación idónea. En otras palabras, debe estar en condiciones de aceptar un pacto que desborda el que ha establecido desde el principio con su arte. Que le vaya o bien o no, dependerá de una serie de circunstancias, algunas de ellas aleatorias, como las que mencionábamos arriba. Entre tanto, sigue siendo válido el consejo del famoso adagio. “Zapatero, a tus zapatos”. Escritor, a tu página, que de lo otro se encarga el especialista correspondiente. Ahora bien, ¿para qué sirve el dinero que gane un escritor con su empeño, más allá de que le permita cubrir las necesidades básicas de la cotidianidad? Sin duda, para garantizar la posibilidad de seguir creando. El dinero, pues, puede entenderse como un motor adicional de la creación, casi a la par con los otros: el pasado del artista, sus experiencias, su formación cultural, sus pasiones. 53
  • 55. Nuevo cuestionamiento al rito pedagógico Todo proceso de enseñanza/aprendizaje se inscribe dentro del marco de un rito; toda actividad humana se inscribe dentro del marco de un rito. En el caso de la pedagogía, ese rito supone (e impone) unos protocolos, a partir de los cuales se va dando la transmisión del saber. Los alumnos hacen parte del protocolo, lo mismo que los maestros, los implementos educativos y el escenario escolar. Pero el saber no se transmite impunemente; supone jerarquías, implica el poder y hace parte de procesos sociales en los cuales están implicados fenómenos como el de la promoción: se estudia par aprender, pero también para obtener un grado y para granjearse un margen de respetabilidad social. Todo esto, repetimos, en el marco de un serie de rituales. Tradicionalmente, se entiende por rito “el orden establecido por las ceremonias de una religión”. Aquí hacemos, pues, un uso connotativo del término. El rito pedagógico no solo merece ser descrito; también requiere ser cuestionado. Con el propósito, ambos gestos, de que sea mejorado. Parece que vivimos hoy, a escala global, una crisis generalizada de las instituciones sociales y, por tanto, de los rituales, de los protocolos. La Educación no solo no es una excepción sino que es uno de los ámbitos más críticos. Están en crisis tanto la educación formal como la informal, tanto la primaria como la secundaria, tanto la tecnológica como la universitaria. Y la crisis no afecta solo al rito de la transmisión como tal sino al aparato en su totalidad. Es el sentido mismo de lo educativo lo que está en cuestión: su proyección, su especificidad, sus presupuestos. Ser estudiante, ser profesor o ser directivo era relativamente sencillo hasta hace unos años. Hoy es un problema, un conflicto. Aquí y allá, en todos lados. . 55
  • 56. De momento lo más importante es entender que se trata de una crisis, y, por tanto, de una situación transitoria, de ninguna manera de un fracaso 56
  • 57. ¿Evaluar o Evacuar? Reflexiones sobre la Evaluación escolar Mirar es evaluar. No podemos, humanamente, contemplar el mundo sin al mismo tiempo “expresar o declarar un juicio” sobre él, definición literal del término. Y en ese mismo orden, al permanecer cada quien expuesto a las miradas de los otros, se está sometido de continuo a sus juicios apreciativos, a sus evaluaciones. Las relaciones sociales se apoyan, se alimentan y se posibilitan, sobre la base de las miradas-evaluaciones que los hombres se dirigen entre sí. Entre sí y hacia sí. Porque todo gesto de introspección, de mirada hacia adentro, por mínimo que sea, es correlativo del acto de la autoevaluación. También pensar, reflexionar, es evaluar. Esto ocurre en la vida y ocurre todo el tiempo. Todos los objetos, abstractos o tangibles, y todos los sujetos en torno, son blanco de valoración: el árbol y sus colores, aquel insecto, un libro o un refrán, un automóvil, un postre, los amigos, la ciudad, el vestuario, nuestros actos del día, nuestros maestros, nuestros alumnos. Esta serie indefinida de juicios podrá ser consciente o no, consistente o no; lo que cuenta es que se producen, que están allí. A continuación procederemos a proponer un tratamiento comparativo entre los modos de concebir la evaluación por parte de la llamada pedagogía tradicional –buena parte de cuyos parámetros perviven aún- y lo esencial de los múltiples enfoques modernos; no se hará alusión a ninguno en particular, pero se tratará de aprovechar tanto los cuestionamientos críticos al esquema tradicional como las propuestas positivas, la mayoría de las cuales siguen siendo ideales, ideales en espera de realización. En nuestro medio colombiano, al igual que en otros, puede observarse la más diversa y heterogénea combinación de estilos de evaluación, que se corresponden con otros tantos modos de entender lo que es educar. Intentos innovadores conviven con los modelos más retrógrados y autoritarios, aun 57
  • 58. dentro de una misma institución. Pero es claro que se toma cada día más distancia respecto de estos últimos. No pretendemos con estas reflexiones llegar a conclusiones definitivas; solo a dilucidar algunas problemáticas indesligables de nuestra acción educativa cotidiana. Con ello aspiramos a clarificar algunos principios y de paso a mejorar nuestra labor docente, así no sea más que nutriéndola con inquietudes nuevas. Cualquier manual sobre el tema empieza aclarando que la evaluación es parte integral de “todo el proceso educativo”; para algunos incluso -eso puede leerse entre líneas- es la parte fundamental del quehacer en la escuela. Un adagio afirma: “La escuela no educa, evalúa”; también -prosiguen los manuales- es un proceso continuo, permanente, no ejecutable solo al final. Fundada en pruebas “objetivas”, entrevistas, cuestionarios, investigaciones, lecciones orales y escritas, experimentos, análisis y solución de problemas, la evaluación en la escuela implica dos operaciones complementarias: verificación y valoración. Lo primero apunta a determinar el grado de “asimilación” o “aprovechamiento” de los saberes impartidos; lo segundo está destinado a valorar las consecuencias o efectos de la docencia en función de resultados reales concretos. Tanto en una operación como en la otra, la educación tradicional se impone un propósito: el control. Hay que controlar la apropiación de conocimientos y los ritmos de esa apropiación; y hay que controlar los efectos que la acción escolar progresiva va sedimentando en los educandos. Estos efectos en la práctica jerarquizan lo comportamental (buena conducta, obediencia, sociabilidad) sobre lo propiamente instruccional o académico (conocimientos específicos, cultura general, habilidades). Hoy se trata de dialectizar más el proceso de construcción del saber, partiendo del principio de que el alumno no es una entidad nula, una tábula rasa, y de que, por su parte, el maestro tampoco está investido con esa aura de sapiencia que desde siempre ha sido el fundamento de sus seguridades y de sus poderes; cada vez resulta más claro que en la relación pedagógica el alumno tiene infinidad de cosas por enseñar -a veces incluso demasiadas- y que el 58