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RAVMOKD BLOCH
LOS PRODIGIOS EN LA
ANTIGÜEDAD CLASICA
Biblioteca del hombre contemporáneo
Raymond Bloch, eminente arqueólogo y latinista. Director de estudios ce la
Ecole Pratique des Hautes Études de París, expone el tema fascinante de la
adivinación, los presagios y prodigios entre los griegos, etruscos y romanos. Su
encuadre es histórico y evolutivo y toca aspectos de la utilización política ce!
prodigio. A Bloch debemos agradecerle, señala H. Le Bonniec, "haber sabido
decir lo esencial en pocas páginas, y decirlo en un estilo sim ple y claro, que
evita con cuidado la ¡erga técnica y resulta accesible a todo hombre cultivado''
,"Revue des Études latines"}.
A la vez que breve y completo, este libro es original por su enfoque y por
sus aportes concretos (como, por ejemplo, . las interpretaciones referentes ai
espejo de Bolsena y a las urnas funerarias).
El lector puede consultar las siguientes obras conexas del fondo Paidós:
J. Carcopino: Las etapas del imperialismo romano
Examen magistral de las etapas principales de ese im perialismo, que sobre todo
a partir de Escipión el Africano apresó a Roma en el engranaje de la guerra,
ia conquista y la rapiña. Más que formular infructuosas explicaciones del con­
junto, el autor se atiene a problemas y momentos concretos y sustanciales.
A. M. Guillem in: V irg ilio . Poeta, ariista y pensador
Este libro nos pone en contacto directo con los mejores momentos delalma
virgiliana, a la que escruta desde los primeros ejercicios literarios hasta la
Dlasm ación definitiva del ú ltim o y más logrado poema, la "Eneida".
P M. Schuhl: Platón y el arte de su tiempo
El estudioso de la historia del arte y de la filosofía griega l^erá con prove­
cho el penetrante^ y ameno análisis de Schuhl, y el lector culto encontrará en él
una excelente introducción a la compleja y apasionante meditación piaícrvca
scC'-e ei valor y la dignidad del arte y el beneficio y daño que puede cro ó u c'r
e r e seno de la sociedad." (Eduardo J. Prieto)
PAIDOS — Buiercs Aires
RAYMOND BLOCH
LOS PRODIGIOS
EN LA ANTIGÜEDAD
CLASICA
Biblioteca de Cultura
Clásica, Editorial Paidós
Buenos Aires, Argentina
Versión castellana
de
Eduardo J. Prieto
Ex profesor de la Universidad de Buenos Aires
y de la Universidad del Litoral
Indice
Introducción 9
Notas 16
Primera Parte
Los prodigios en Grecia
I La adivinación griega y los prodigios 19
Notas 27
II Los diversos aspectos del prodigio griego 29
Notas 42
III Los rituales. Evolución de la actitud helénica
respecto del prodigio 45
Notas 54
Segunda Parte
Los prodigios en Etruria
I La adivinación etrusca y los prodigios 59
Notas 65
7
II Caracteres generales de los “Responso” de los
arúspices acerca de los prodigios 66
Notas 72
III Los arúspices y las exégesis de los
prodigios 73
Notas 86
IV Las expiaciones de los prodigios 89
Notas 95
Tercera Parte
El prodigio romano
I La actitud de los romanos respecto de la adi·
vinación: presagios y prodigios 99
Notas 108
II El período primitivo. El período etrusco. Los
Libros Sibilinos 110
Notas 133
III Roma y los prodigios hasta la segunda guerra
púnica. La procuratio prodigiorum 137
Notas 152
IV Cambios y crisis. El prodigio a fines de la
República y bajo el Imperio 155
Notas 178
Bibliografía 184
Normas seguidas para la transliteración de palabras
en griego 189
8
Introducción
Un tema de estudio como el del prodigio en la
antigüedad griega, etrusca y romana, no sólo es
vasto y complejo: requiere, para que se lo com·
prenda exactamente, recurrir a perspectivas múlti­
ples, a ángulos de visión diversos. En la vida
religiosa de los antiguos el prodigio posee, en
efecto, un valor multiforme y a menudo esencial.
Fenómeno de psicología religiosa y social, es re­
velador de la actitud de los pueblos en lo que
concierne a las relaciones existentes entre el mundo
natural y el de los dioses. Pero tal como ocurre
con todos los otros elementos de la vida religiosa
de los antiguos, está, por supuesto, sometido a una
evolución histórica que transforma a menudo su
propia naturaleza y la actitud de los hombres res­
pecto de él. Convendrá, pues, adoptar, en el inte­
rior de cada una de las civilizaciones consideradas,
un punto de vista histórico y evolutivo. Y aun
esto es insuficiente. El prodigio interrumpe brutal­
mente el curso normal de la vida de los individuos
y de la comunidad. Así, interesa directamente y
conmueve a loe espíritus y los corazones. Pero
ello ocurre de manera desigual respecto del mismo
período, según las diversas capas sociales. Cabe,
9
entonces, distinguir las actitudes y creencias de
éstas. Cuando las clases cultivadas se apartan
de los ritos de la religión tradicional, algunos de
sus miembros sienten una fuerte tentación de acre­
centar su autoridad y su poder explotando políti­
camente la creencia enraizada de las muchedum­
bres en los prodigios y en el valor significativo de
éstos. Habría, pues, por escribir toda una historia
política del prodigio. El cuadro restringido de
esta obra impide, por supuesto, presentar un estudio
exhaustivo de estos diferentes puntos de vista. Pero
es imposible dejar de lado ninguno de ellos.
Encararemos sucesivamente los dominios griego,
etrusco y romano. En cada caso, el estudio nos
hará penetrar en la esfera de la mántica, ese arte
que se difundió, pero en medida diversa, entre
todos los pueblos y que consiste en deducir indi­
caciones concernientes al pasado, el presente o el
futuro, a partir de signos divinos, presagios o pro­
digios. Y el valor adivinatorio del prodigio varía,
por cierto, según los pueblos: en un caso el pro­
digio es un presagio de importancia que devela
todo un sector del porvenir; en otro, por lo con­
trario, sólo es el signo de la cólera divina que
ordena al hombre una reverencia más atenta res­
pecto de los dioses y la realización de nuevos sa­
crificios. En la mayor parte de los casos, sin em­
bargo, se sitúa en el mundo de la adivinación.1
Un prodigio es siempre la irrupción de lo sagrado
en lo profano, testimonio de tal o cual modifica­
ción que se produce en las relaciones entre los
hombres y los dioses: y los primeros pueden dedu­
cir de él importantes conclusiones para su propia
vida. Signo privilegiado ofrecido a la observa­
ción humana, el prodigio entra de pleno en el
mundo de la adivinación, actividad religiosa pri­
vilegiada de los antiguos, que tantos documentos
10
diversos de la literatura, la epigrafía y la arqueo­
logía contribuyen a hacernos conocer. La actitud
de los griegos, de los etruscos y de los romanos
acerca del prodigio dependerá, pues, en un plano
más general, de su propia posición respecto de la
adivinación. Convendrá evocar entonces aquí la
actitud de éstos y los dones adivinatorios que res­
pectivamente manifestaron.
La obra monumental de Bouché-Leclercq,2 aun­
que ya tiene casi un siglo, todavía no ha sido
reemplazada. La idea que él se hace de la mántica
y las definiciones que da de ella reflejan sin em­
bargo demasiado las tendencias de su época, que
se complacía en generalizaciones de un racionalis­
mo demasiado simplista. Así, se lee en la segunda
página de su introducción “sobre el valor moral
de la adivinación” : “Esta vena de sentimiento, que
vivificaba al politeísmo grecorromano, es la creencia
en una revelación permanente otorgada por los
dioses a los hombres, en una especie de socorro
intelectual ofrecido espontáneamente y obtenido con
facilidad, gracias al cual la sociedad y los indi­
viduos podían reglar sus actos con una prudencia
sobrehumana...” Un poco más lejos (pág. 7),
nos describe así el origen y el fundamento de la
mántica: “La adivinación es el producto de una
idea religiosa que la conciencia humana ha po­
seído en todas las épocas, la fe en la Providencia.
Sólo presupone las dos condiciones o postulados
cuya reunión constituye el fondo de toda doctrina
religiosa, a saber, la existencia de una divinidad
inteligente y la posibilidad de relaciones recípro­
cas entre el hombre y la divinidad; y es una con­
secuencia racional, si no necesaria, de ella, ya que
se considera que esta ciencia puede contribuir a
la felicidad del hombre o a su perfeccionamiento.”
11
No son éstas, en verdad, reflexiones desdeña­
bles: en realidad, corresponden a las ideas que los
pensadores antiguos mismos se hacían acerca de
la adivinación. ¿Y quién no evoca en su recuerdo,
al releer estas líneas escritas por un excelente his­
toriador de las religiones, las descripciones filosó­
ficas que se suceden en los dos libros ciceronianos
De diuinatione?
Pero un enfoque tal sólo es valedero para las
épocas en las cuales la religión había ya tomado
un aspecto civilizado y se habían olvidado sus
lejanos orígenes. El estudio comparativo de las
creencias adivinatorias entre los diferentes pueblos
lleva hoy a buscar su explicación no en la fe en
una Providencia caritativa, en dioses de rostro hu­
mano, sino en la creencia —universalmente difun­
dida en la aurora de las civilizaciones—, en que
existe una interpenetración constante de lo sagrado
y lo profano, y además hay relaciones íntimas y
secretas, armonías, correspondencias entre los di­
versos elementos del mundo y relaciones simbó­
licas y estrechas entre el objeto, el microcosmos,
y el mundo, el macrocosmos. Una exposición cien­
tífica realizada en el museo Guimet en 1953, y
cuyo catálogo metódico, redactado por varios espe­
cialistas, se agotó lamentablemente poco después de
su publicación,3 trató del simbolismo cósmico y
de los monumentos religiosos en diferentes épocas
y diversas civilizaciones. Esta exposición puso bien
de manifiesto con qué frecuencia los templos, las
tumbas, los palacios y aun las ciudades represen­
taron, aquí o allá, la imagen misma del cosmos.
Y, tal como se lo ha señalado con razón,4 no
habría que creer con ligereza que el motivo cós­
mico se haya desvanecido en la época moderna.
En efecto, el simbolismo cósmico se manifiesta
tanto en las civilizaciones más evolucionadas como
12
en las más humildes. Este valor cósmico de los
edificios religiosos, y a veces civiles, es sólo nn
aspecto privilegiado de una creencia muy frecuen­
te, según la cual hay interpenetración entre los
diferentes elementos constitutivos del mundo. Con
el desarrollo del pensamiento y de los sistemas
filosóficos, la especulación sobre el cosmos con­
cluirá frecuentemente en la interdependencia entre
sus diversas partes, en todo un conjunto complejo
de íntimas correspondencias, sacras o no. Es en
estas perspectivas donde se sitúa la actitud del
hombre respecto de la adivinación.
Me parece que la fórmula siguiente define bas­
tante bien la actitud psicológica que se halla en el
origen de la mantica:5 “La adivinación aparece
como el modo de conocimiento apropiado para un
universo constituido por objetos que tienen, en
escalas diversas, una estructura análoga y están
unidos entre sí por sistemas de relaciones.” Y el
estudio de J. Vernant, del cual hemos tomado esta
definición, termina justamente con la siguiente ob­
servación: “Todo pensamiento religioso, en la me­
dida misma en que supone equivalencias y susti­
tutos en el espacio y en el tiempo, autoriza y
justifica la adivinación.” Esta tendencia de la na­
turaleza humana a buscar relaciones entre cosas
parecidas sobrepasó ampliamente sus aspiraciones
iniciales; en la época científica, es también ella la
que llegará a la búsqueda y al establecimiento de
leyes. Maestra de errores, se transforma luego en
fuente de verdad. Pese a la expansión vertiginosa
de los límites mismos del cosmos, la ciencia se
dirige siempre al descubrimiento de relaciones ín­
timas entre sus más lejanos elementos.
Sea como fuere, produce asombro la importancia
que revistieron, en la época precientífica, y la
importancia que revisten aún entre ciertos pueblos
13
o en ciertas capas sociales, una cantidad de prác­
ticas adivinatorias que pretenden desgarrar el velo
del porvenir mediante el análisis de fenómenos
perfectamente naturales. La explicación reside en
una especie de necesidad profunda y constante que
siente la naturaleza humana (aunque esta necesi­
dad esté destinada al fracaso), de sobrepasar sus
propios límites y llegar a saber más de lo que le
está concedido acerca de su propio destino. Se
trata en este caso de una aspiración sentimental,
y la creencia en la adivinación fue siempre extra­
ordinariamente estimulada por las crisis, los te­
mores y los terrores. Las pruebas recientes por
las que pasó el mundo lo mostraron muy bien: el
desorden y la confusión desarrollan siempre en los
pueblos la boga de los oráculos y el favor, jamás
desmentido, de la cartomancia. Hasta tal punto
desea el hombre que sufre o tiene miedo, adivinar
por todos los medios un porvenir que puede ser
para él una liberación.
Así, el tema de estudios que presentamos aquí
se inserta en el mundo de la adivinación antigua.
£1 prodigio no es, sin embargo, según hemos visto,
un simple signo entre otros signos, simbólicos y
sagrados. Su carácter excepcional le confiere un
valor sin igual. Pero, como parece interrumpir por
un tiempo el curso de las leyes naturales, un pue­
blo inclinado al racionalismo, como lo es el pueblo
griego, no lo admite de muy buena gana. Inversa­
mente los etruscos, que sienten constantemente por
encima de sí el peso de las fuerzas misteriosas del
destino, le consagran toda su atención y su ciencia
de los ritos. Respecto de los romanos, veremos
que fueron bastante supersticiosos como para ver
aparecer constantemente prodigios en torno de sí;
pero también bastante pragmáticos como para or­
ganizar sólidamente los ciclos rituales destinados
14
a confirmar las promesas y a apartar las amena·
zas. El prodigio es, quizás, el fenómeno frente al
cual los pueblos antiguos manifestaron de la manera
más clara las características de su religión y de
su genio.
Esta obra no habría podido ser publicada sin
la iniciativa y los consejos de J. Bayet. Es él
quien me propuso este hermoso tema de estudio,
hace ya mucho tiempo, cuando yo era un joven
estudiante en la Escuela Normal Superior. No dejó
luego nunca de interesarse en el curso de mis
investigaciones. Quiero expresarle aquí mi afec­
tuosa gratitud. Agradezco igualmente a A. Piga-
niol que, desde la época de la Escuela Normal, me
ayudó siempre en mis investigaciones en un domi­
nio que él también exploró. La señora de Romilly
tuvo la amabilidad de releer el capítulo referente
a Grecia y formularme preciosas observaciones; J.
André me prestó la ayuda de su ciencia de filó­
logo; les agradezco muy amistosamente. Las in­
vestigaciones que presento aquí en una forma rela­
tivamente breve habrían debido, según era mi
intención, constituir el tema de una publicación
más vasta; circunstancias imprevistas me lo impi­
dieron. El presente estudio y una obra ulterior
reemplazarán este proyecto inicial. Para no dar
excesiva amplitud a las notas de pie de página,
sólo cito en abreviatura las obras y artículos cu­
yas referencias completas se encontrarán en la
bibliografía, al final del libro.
15
Notae
1. £1 prodigio en forma de puro milagro es
raro en la antigüedad. Cf. sin embargo infra,
pág. 35.
2. A. Bouché-Leclercq, Histoire de la divination
dans FAntiquité, 4 vols., Paris, 1879-1882.
3. La publicación se titula Symbolisme cosmi­
que et monuments religieux y comprende un vo­
lumen de texto y uno de ilustraciones; ed. de los
Museos Nacionales, julio de 1953.
4. Ibid., texto de A. Chastel, Les temps mo­
dernes, pág. 96.
5. J. Vernant, “La divination. Contexte et sens
psychologiques des rites et des doctrines”, en el
Journal de Psychologie, julio-septiembre de 1948,
págs. 299-325.
16
Primera Parte
Los prodigios en Grecia
La adivinación griega y los prodigios
I
La mitología griega y, consecutivamente, una
buena parte de la mitología romana, consisten en
relatos maravillosos en los cuales los héroes y los
dioses se mezclan en peripecias innumerables y
donde los presagios y los prodigios constituyen
legión. £1 prodigio anuncia el nacimiento, la gran­
deza o la muerte del héroe, atestigua la omnipo­
tencia de la divinidad. Todas las clases de signos
adivinatorios forman parte de las animadas aven­
turas de que está entretejida la vida del héroe,
dotado de cualidades que sobrepasan la medida
común, o la de los dioses, de aspecto humano pero
de poderío sin límite. En la masa compleja de
los relatos mitológicos se han distinguido justa­
mente los mitos propiamente dichos, los ciclos he­
roicos, los cuentos, las leyendas etiológicas, los
relatos populares, en fin, las simples anécdotas.1
En todos los casos, la aparición frecuente de pre­
sagios y de prodigios da una aureola de maravilla
a relatos que, si bien cuentan aventuras semejan­
tes en el fondo a las de los hombres, aunque más
grandiosas, tienen permanente necesidad del pres­
tigio que les confiere el mundo asombroso de la
adivinación.
19
Es claro que si en el vasto circulo de los héroes
y de los dioses de la Hélade los signos del por­
venir y lo maravilloso desempeñan un gran papel,
es porque la imaginación de los pueblos helénicos
pudo proyectar sin dificultad, en una esfera supra-
terrestre, creencias y procedimientos de adivinación
que eran de uso familiar y corriente en la vida
de la religión y de la política. Como nuestro es­
tudio se propone examinar una forma de las creen­
cias adivinatorias de los antiguos, nos conviene
analizar aquí esencialmente el prodigio, tal como
aparecía en la vida de los hombres para sembrar
en ella por un momento la perturbación o el terror.
Como los prodigios pertenecen al mundo del mito,
sólo podrán servirnos de puntos de referencia, vale­
deros, sin embargo, en la medida misma en que son
la imagen de creencias que vivieron, en un mo­
mento dado, en el corazón de los hombres. Pa­
sando del dominio de los dioses al de los hombres,
el prodigio pierde buena parte de su carácter
mágico y gratuito. Sirve a menudo para dirigir la
vida del individuo y de la sociedad. Pero su
importancia varía según las épocas y resulta de
entrada evidente que la Grecia de la época clásica
no le atribuye gran crédito. Debemos ubicarlo
con exactitud en el interior del amplio mundo de la
adivinación.
Este mundo, bajo formas diferentes, gozó siem­
pre en Grecia de un gran favor, sobre todo entre
las clases populares, pero también en las capas más
altas de la sociedad. Adivinos, profetas, sibilas y
sobre todo oráculos ocupan un lugar importante
en la vida religiosa helénica. Pensemos, por ejem­
plo, en el papel desempeñado por los oráculos en
las relaciones entre ciudades griegas, en la cele­
bridad de que gozó el oráculo délfico de Apolo
en el mundo antiguo. De ahí proviene el interés
20
justificado que acuerda la erudición moderna a
este aspecto de la vida religiosa de los griegos.
Tres de los cuatro tomos de la obra citada más
arriba, de Bouché-Leclercq, analizan las formas de
la adivinación en Grecia, la actitud de los filósofos
respecto de ella, la naturaleza de los sacerdocios,
individuales o colectivos, que eran los depositarios
de la complicada ciencia de la adivinación. La
verdadera naturaleza de estos métodos adivinato­
rios, utilizados sistemáticamente en diversos lugares,
constituye hoy todavía el objeto de penetrantes
estudios, a veces contradictorios. La mántica de
la Pitia délfica, lejos de ser de carácter profético
e inspirado, reposaría, según una tesis nueva, en
procedimientos clerománticos y en las respuestas
dadas por las “suertes”.2 Pero la mayor parte de
los eruditos se atienen, a justo título según parece,
al punto de vista tradicional desde la antigüedad,
que afirma el delirio de la Pitia, y las profecías que
en su éxtasis le inspiraba Apolo difícilmente pue­
dan ser relegadas al dominio de la leyenda.3
Si se pasa de la vida religiosa de Grecia a la
especulación filosófica que le concierne, la impre­
sión no cambia. La importancia de la mántica se
refleja claramente en las discusiones de las escue­
las filosóficas que oscilaron, a su respecto, entre
dos polos opuestos. Según unos, los diversos pro­
cedimientos de la adivinación, valedera en su prin­
cipio esencial, permitían descubrir efectivamente el
porvenir, mientras que otros veían en ella, por lo
contrario, creencias estimadas por el vulgo pero des­
provistas de todo fundamento real. Recordemos
solamente aquí las creencias fundamentales de las
grandes corrientes filosóficas. La filosofía plató­
nica creía en el éxtasis profético, en tanto que Aris­
tóteles, con su espíritu científico, se mostraba muy
desconfiado respecto de los diversos procedimien­
21
tos de la mántica. Luego los estoicos y los epicú­
reos desarrollaron tesis contradictorias: para los
primeros existía, sin duda, una adivinación y los
dioses eran demasiado buenos como para rehusar
un bien tan precioso al hombre. En cambio Epicuro
suprimió radicalmente la adivinación de su explica­
ción del mundo; para él no había providencia y el
universo estaba organizado según leyes inmutables.
Esta actitud fue también la de la Nueva Academia,
fundada en 280 a. C. por Arcesilao. El reflejo de
estas oposiciones y debates se encontrará en los
discursos filosóficos de Cicerón que, si bien fue
alumno del estoico Posidonio, no dejó de ironizar
acerca de las creencias populares en la mántica.
En el interior de este mundo adivinatorio com­
plejo y que ocupa así un lugar importante en la
religión, la vida política y el pensamiento griego,
¿qué situación conviene acordar al prodigio? La
cuestión es delicada y requiere un análisis preciso
de las realidades abarcadas por este término. En
bien de la claridad de la exposición, he aquí el
orden que seguiremos: analizaremos sucesivamente
la noción misma de prodigio, los términos que lo
designan, los diferentes aspectos que reviste en la
Hélade y las consecuencias culturales que acarrea;
por último, intentaremos definir la actitud del pue­
blo griego respecto del prodigio y la evolución que
esta actitud ha sufrido.
Se impone una observación fundamental. Tal
como lo reconocieron desde hace mucho tiempo los
especialistas, no existe en Grecia, contrariamente a
lo que ocurrirá luego en Roma, una diferencia esen­
cial entre el presagio y el prodigio. Uno y otro son
signos adivinatorios que pueden aclarar al hombre
y a la ciudad la voluntad de los dioses y el porve­
nir más o menos cercano. Sin embargo, el presagio
y el prodigio se distinguen uno de otro esenciaimen-
22
te por la importancia superior del prodigio, signo
de peso, cuya advertencia nadie podría descuidar, a
menos que padeciera de ceguera. Se impone al
individuo o a la ciudad a la que concierne. Es
rara la aparición de prodigios que constituyen pu­
ros milagros sin valor anunciador, pero los hubo
sin embargo en ciertos santuarios, como en Epi­
dauro, según veremos más adelante.4
Gracias al prodigio que se impone al hombre,
éste puede descubrir muy a menudo el porvenir,
favorable o funesto. En efecto, el valor del pro­
digio es diferente según los casos, y no es forzoso
que traiga el anuncio de la cólera divina. La situa­
ción es diversa en Roma. El dios que lo envía
sobre la tierra y lo presenta a la observación huma­
na es generalmente Zeus, el señor del Olimpo, cuya
omnipotencia sabe modificar fácilmente los fenó­
menos que se suceden en la superficie de la tierra;
pero también otras divinidades pueden amonestar
con fuerza al pueblo o al hombre que les interesa:
Atena en la litada,5 Deméter y Perséfona,® o tam­
bién Poseidón, cuyo tridente provoca la tempestad o
sacude la superficie de la tierra. Sin embargo, a
juzgar por los textos y la impresión que de ellos
se desprende, consideran los helenos como un hecho
muy raro que los dioses intervengan de manera
brutal en el curso de la vida humana. Tan frecuen­
tes son sus manifestaciones de toda clase en los
relatos míticos como rara su intervención en la vida
misma de la Hélade. Todo ocurre como si el
espíritu griego, de imaginación fecunda, hubiera
permitido que los héroes y los dioses manifestaran
a gusto su poder en las peripecias de sus aventuras
sobrehumanas, y como si sus tendencias a un racio­
nalismo precoz lo hubieran hecho al mismo tiempo
muy poco propenso a ver surgir a menudo, en
23
torno- de él, la brutal manifestación de la voluntad
divina.
La lengua griega misma testimonia alguna va·
cilación en la designación del prodigio.7 Cierto
número de términos designan a la vez el presa­
gio y el prodigio, sin que ninguno de ellos esté
reservado al fenómeno milagroso; veremos que la
lengua latina opone a esto un estado de cosas muy
diferente.8 Entre estos términos que resulta impo­
sible estudiar aquí en forma detallada —aunque se­
ría instructivo— los más importantes son sémeion,
oionós, phasma y teros. Una disertación ya muy
vieja y que sin embargo sigue conservando valor
en algunos puntos, la de K. Steinhauser,9 ha mos­
trado claramente cuán difícil es distinguir con pre­
cisión estas palabras, que parecen a menudo inter­
cambiables. Sin embargo, ya los antiguos habían
hecho tentativas en este sentido. Al comienzo del
preámbulo de su libro De ostentis, el bizantino
Johannes Lido explica que los escritores judíos dis­
tinguían dos tipos de prodigio, los sémeia, de or­
den atmosférico, meteórico (ta en metéorois sünis-
támena), y los térata,- que aparecerían solamente
sobre la tierra y constituirían hechos contra la na­
turaleza, monstruos del dominio animal o humano
(ta epí íes gés hos paró phiisin phainómena). El
valor así atribuido al segundo de estos términos es,
en efecto, muy frecuente. Sin embargo, es impo­
sible adjudicar a los diferentes términos griegos
dominios separados: ninguno de ellos abarca una
categoría de hechos determinados con exclusión
de los otros. Según los períodos, y también según
los escritores, tal o cual palabra adquiere una mar­
cada preferencia que desaparece a menudo en
época posterior.
Los términos más generales eran sémeion, el sig­
no adivinatorio, cualquiera que sea, y oiónós, eti-
24
otológicamente el signo dado por los pájaros. Los
dos sirvieron para designar toda especie de signo
adivinatorio y, por consiguiente, el prodigio mismo.
Jenofonte muestra una cierta predilección por la
palabra oídnos, que aparece muy a menudo en sus
obras. Phasma, que se aplica en un comienzo a
los fenómenos meteorológicos, no se limita de nin­
guna manera a este empleo. Teras, en fin, es sin
duda el término cuyo valor se halla más cercano
al de la palabra latina prodigium, a la palabra
francesa prodige (prodigio). Es cierto que teros
puede emplearse a propósito de todo acontecimien­
to no habitual que sirve al hombre para prever el
porvenir. Sin embargo, a menudo implica una at­
mósfera de terror, como cuando Hesíodo escribe, a
propósito del Tártaro:10 “Prodigio terrorífico
(deinón teras) aim para los dioses inmortales.”
El término se emplea a menudo para designar
un ser sobrehumano, humano o animal, contrario
a las leyes de la naturaleza por su nacimiento, el
medio en que vive, su aspecto insólito. Aristóteles
utiliza sistemáticamente teras a propósito de un
ser parádoxon, engendrado pará phüsin. Los ejem­
plos están reunidos en una vieja disertación de
Marburgo,11 y su número resulta significativo. Re­
cordemos solamente los versos de Eurípides que
evocan la aparición del toro marino que va a pro·
vocar la muerte de Hipólito: 12 “Y con la triple ola
que rompe, el mar vomita un toro, monstruo sal­
vaje (agrión teras) .”
En el mundo de la mitología, los cíclopes, el
Minotauro y todos los seres que se alejan de la
común naturaleza del hombre por tal o cual parti­
cularidad o por la unión de elementos humanos
y animales son, en verdad, prodigios de la natu­
raleza, térata. La simple anomalía del nacimiento
hace que se recurra a este término, aunque el ser
25
surgido de él no tenga ya nada de sorprendente.
La encantadora Helena se califica así, por haber
surgido del huevo de Leda: “ ¿Me engendró mi
madre como objeto de estupor (teras) para los
hombres?” 18
De teras surgió toda una serie de términos va­
riados: así, teratoskopos, intérprete de presagios,
de prodigios, palabra vecina de mantis, el verbo
terúizein que designa la actividad del adivino, los
adjetivos terastios, prodigioso o bien autor de pro­
digios, teratôdês, monstruoso. Muchas palabras
tomaron un valor desfavorable y se refieren a rela­
tos extraordinarios o falaces (teratéuesthai), a
truhanerías (teratourgía). La familia del término
es amplia, como se ve, y muestra la importancia
de la noción que éste abarca.
Por lo tanto, si se desea extraer conclusiones de
esta situación lingüística compleja, serían en mi
opinión las siguientes: muchos términos sirven en
griego para designar toda clase de presagios y por
consiguiente se aplican también a los fenómenos
extremadamente raros y de apariencia prodigiosa.
Uno de ellos, sin embargo, el vocablo teras, suscita
generalmente una impresión de estupor, de terror,
cuando se lo aplica a un ser monstruoso, a un
hecho contrario a la naturaleza. Pero tampoco esta
palabra tiene únicamente tal valor, sino que se la
puede emplear a propósito de los signos adivina­
torios más comunes.
26
Notas
1. Cf. P. Grimai, Dictionnaire de la mythologie
grecque et romaine, Paris, Presses Universitaires
de France, 1951, pág. XIII.
2. P. Amandry, La mantique apollinienne à
Delphes, Essai sur le fonctionnement de Foracle, Bi­
blioteca de las Escuelas francesas de Atenas y de
Roma, Paris, 1950. En la cleromancia se tira a
suertes entre objetos (sortes) que llevan inscriptos
o grabados diversos oráculos, para ver cuál da la
respuesta del destino a la cuestión planteada.
3. H. W. Parker y D. E. Wormwell, The delphic
oracle, Oxford, 1956.
4. Infra, pág. 35.
5. Iliada, X, 275.
6. Plutarco, Timoleón, 8.
7. Falta un estudio detallado de los términos
de la adivinación en la lengua griega. Valdría la
pena, sin embargo, que se llevara a cabo tal traba­
jo, pues abundaría en enseñanzas tanto para el
filólogo como para el historiador de las religiones.
Cf., no obstante, el libro de G. Redard, Recherches
sur KHRE, KHRESTHAI. Etudes sémantiques, en
la Biblioteca de la Ecole des Hautes Etudes, Scien­
27
ces historiques et philologiques, fasc. 303, Paris,
1953.
8. Cf. infra, pág. 105.
9. Citada en la bibliografía, pág. 186.
10. Teogonia, verso 743.
11. La disertación de P. Stein; cf. la bibliogra­
fía, pág. 186.
12. Eurípides, Hipólito, verso 1.214 y sigs.
13. Eurípides, Helena, verso 256.
28
Los diversos aspectos del prodigio griego
II
Veamos ahora un poco más en detalle las reali­
dades mismas que abarcan los términos conside­
rados más arriba. La investigación filosófica y
científica supo explicar muy pronto, en los medios
cultivados, las causas reales de toda una serie de
fenómenos de apariencia insólita. Pero pese al rá­
pido desarrollo que tuvo el pensamiento racional
helénico desde el siglo vi a. C., sólo logró hacer
algo más presentables las creencias y los temores
del vulgo. Sin embargo, los progresos del raciona­
lismo griego se hacen sentir netamente en el lugar,
muy mesurado y restringido, que se asigna al pro­
digio en la época clásica. Debemos, no obstante,
agrupar los hechos. Los fenómenos clasificados
como prodigios en las diferentes épocas son muy
diversos. Geográficamente, y como en todas las
civilizaciones antiguas, se dividen en prodigios ce­
lestes y prodigios terrestres; los que ocurren en la
tierra pueden interesar a la naturaleza inanimada
o bien a la naturaleza animada.
La conciencia inquieta de los pueblos se conmo­
vió siempre especialmente ante los fenómenos ce­
lestes, que parecían emanar directamente de las
divinidades, ya que éstas se hallaban también si-
29
tuadas, en forma más o menos vaga, en las zonas
supraterrestres; tales fenómenos expresaban en­
tonces, de manera más clara, la voluntad de éstas.
Estos prodigios celestes, considerados como divinos
por una multitud poco permeable a la explicación
científica, pueden ser de naturaleza diversa: eclipses
de sol o de luna, tempestades excepcionales, rayos
y truenos imprevistos, cometas y meteoros. Los
eclipses solares y lunares no dejaron de atraer la
atención precoz de sabios como Anaximenes o Ana­
ximandro, que determinaron su verdadera causa.
El pueblo no abandonó, sin embargo, las antiguas
creencias. El eclipse anunciaba a menudo la ruina
o la muerte de un hombre importante, de un jefe,
de un ejército o bien de una ciudad y volvemos a
encontrar aquí ese juego de parentesco entre los
diversos elementos del cosmos; el juego se funda
aquí, por supuesto, sobre la analogía establecida en­
tre lo real y lo figurado, entre la luz de los astros
y el esplendor de un hombre o de una ciudad. La
desaparición de una de esas luces prefigura y
acarrea la pérdida de la otra.
Los textos señalan numerosos eclipses histórica­
mente ocurridos, con su interpretación y el efecto
que provocaron sobre las masas, ejércitos o po­
blaciones de las respectivas ciudades.1 Su men­
ción es de una extrema utilidad para el historiador
moderno, pues los cálculos astronómicos permiten
hoy situarlos muy exactamente en el tiempo.
Una disertación aparecida hace muy poco y que
estudia la acción de los presagios —junto a la de
los sacrificios y las fiestas— sobre la conduc­
ción de la guerra entre los griegos en los siglos v
y XV a. C.,2 analiza cuidadosamente ciertos episo­
dios en el curso de los cuales un eclipse vino a
interrumpir una acción militar ya emprendida. He­
rodoto (IX, 10) cuenta así que después de la
30
batalla de Salamina, el rey de Esparta, Cleombroto,
llegado al istmo de Corinto, debía atacar a los
persas. Previamente, tuvo la precaución de sacrifi­
car y de interrogar a los dioses. El cielo entonces
se oscureció, y el rey decidió retirar sus tropas. De
hecho, los cálculos astronómicos indican exactamen­
te que en el otoño de 480 a. C. hubo en esta región
eclipse parcial de sol. Así se confirma el relato de
Herodoto. Mucho más célebres son las funestas
consecuencias del eclipse de luna del 27 de agosto
de 413 a. C., que retrasó la retirada de las tropas
atenienses de Siracusa y causó su pérdida.3 Nicias
decidió retrasar la retirada, siguiendo la opinión
de los adivinos, y provocó así el desastre de la
expedición siciliana. Y Tucídides observa, con una
fórmula teñida de una fría ironía: “Era un poco
demasiado propenso a la observación de los signos
divinos y de las cosas de ese género.” 4 Un epi­
sodio interesante nos muestra que en medio del
siglo IV a. C., si ciertos jefes se burlaban de tales
creencias, no ocurría lo mismo con sus tropas.
Para tranquilizarlas era más eficaz la intervención
del adivino que una tentativa de explicación cien­
tífica a la cual, por lo demás, se apeló a veces. En
357 a. C., un eclipse de luna impresionó viva­
mente, según nos dice Plutarco,5 al ejército que
Dión conducía contra Dionisio de Siracusa. Dión
y su séquito conocían, según Plutarco, las verdade­
ras razones del fenómeno, pero el general, para
reconfortar a sus tropas, tuvo que apelar al adivino
Miltas, que dio a los soldados una interpretación
favorable del eclipse. Este anunciaba, naturalmente,
el oscurecimiento de alguna cosa brillante; claro,
se trataba de la tiranía de Dionisio mismo, quien
debía sucumbir en un cercano asalto.
Los truenos y los rayos imprevistos pasan, en
razón de su carácter brutal e instantáneo, por pro­
31
digios que interesan a acciones importantes, en
curso de realización. Citemos solamente, entre los
muchos ejemplos literarios, estos dos relatos homé­
ricos. En la Ilíada,e Néstor declara: “Digo que el
Crónida todopoderoso me ha dado una seguridad,
el día en que los Argivos se iban, en sus rápidas
naves, a llevar a los troyanos la masacre y la
muerte: tronó sobre la derecha, ofreciéndonos así
un signo favorable.” Así también, antes de la
masacre de los pretendientes, cuando Ulises prueba
su arco, Zeus le dirige las mismas palabras alen­
tadoras: 7 “Zeus indicó su voluntad con un gran
rayo. El paciente héroe se alegró profundamente
de ello. El divino Ulises había comprendido muy
bien que el hijo de Cronos, de pensamientos tene­
brosos, le daba este presagio.”
Y luego habría que citar muchos otros fenóme­
nos celestes: el meteoro, lamprón teras de Zeus, que
Homero compara con la llegada fulminante de Pa­
las Atena entre los combatientes,8 los cometas, las
luces imprevistas, el fuego que cae del cielo, signo
terrorífico,9 la apertura súbita, de par en par, del
cielo, el khasma.10
En lo que respecta al sector terrestre, la natu­
raleza inanimada y el mundo animado tampoco
eran avaros en signos prodigiosos de toda especie.
Entre los primeros, el más impresionante era el
temblor de tierra, expresión de la cólera de Posei­
don que requería con ello honores y sacrificios.
No era raro que este prodigio terrorífico detu­
viera las expediciones militares e hiciera volver las
tropas a su patria.11 Así ocurrió en la primavera
del año 414 cuando los lacedemonios, que habían
partido en campaña contra Argos, fueron espan­
tados por un sismo y se volvieron atrás.12 Sin
embargo, la advertencia fue a veces desviada há­
bilmente sobre el enemigo, cuando un jefe, muy
32
deseoso de proseguir su camino, supo extraer de
ella una significación favorable para su ejército.
Tal fue el caso en el año 387 a. C.13 cuando Age­
sipolis, que había partido contra Argos, no se dejó
detener por un sismo que sobrevino en la primera
tarde de su expedición. Los soldados, entonando
un peán en honor de Poseidón, pensaban ya en el
retorno. Pero Agesipolis los reconfortó asegurán­
doles que ése era para ellos un signo de aliento
dado por la divinidad, ya que había llegado no
en el momento de la partida sino durante la ruta.
Los hizo proseguir por la mañana, no sin sacrificar
antes a Poseidón. Su conducta tiene su mérito,
pues si creemos a Pausanias,14 los lacedemonios
eran los que más se aterrorizaban de entre todos
los griegos por las advertencias divinas.
Las aguas de lluvia, de las fuentes, del mar, se
modificaban extrañamente en el momento en que
iban a ocurrir acontecimientos de importancia;13
los árboles cambiaban de naturaleza o bien se in­
cendiaban: así, en el momento del avance de Jer-
jes y de su ejército, un plátano se transformó en
olivo.16 Por supuesto, según se comprueba en todas
las religiones, los lugares y los objetos sagrados
constituyen la sede de los prodigios más frecuentes
y más significativos. El incendio de una estatua
anuncia la muerte de un jefe,17 el sudor que la
recubre presagia graves acontecimientos.18 La es­
tatua de culto, que es la sede misma de lo divino,
posee en sí toda la virtud necesaria para dar sig­
nos adivinatorios de primordial importancia. El
sudor o la sangre que se difunden sobre ella ex­
presan, mediante un simbolismo evidente, la tris­
teza y el duelo. Lo mismo ocurrirá en Roma.
Todo lo que concierne a las ceremonias del culto y
se halla en relación directa con lo sagrado resulta
igualmente apropiado para dar presagios y ser esce­
33
na de prodigios. Citemos solamente el conocido rela­
to de Herodoto,19referente a la prodigiosa aventura
ocurrida a Hipócrates, padre de Pisistrato, en las
fiestas de Olimpia: había sacrificado las víctimas
habituales, y los calderos, que estaban preparados,
llenos de carne y de agua, comenzaron a hervir y a
desbordar sin que fuera encendido el fuego. Qui-
lón, de Lacedemonia, aconsejó entonces insisten­
temente a Hipócrates que no tuviera hijos.
En lo que respecta a la naturaleza animada, Hero­
doto, siempre dispuesto a acoger lo maravilloso
dondequiera que se encuentre, menciona en di­
versos pasajes casos de nacimientos monstruosos y
de malformaciones de toda índole, observadas en
animales o seres humanos. Hechos semejantes re­
fieren también algunos raros escritores, pero, una
vez más, todo esto desempeña un papel bastante
menor en Grecia que en el mundo romano, sin duda
a causa de la menor credulidad de los habitantes de
la Hélade, poco dispuestos a ver constantemente,
en estos crueles juegos de la naturaleza, la mani­
festación de la acción de los dioses. El extraño
comportamiento de los animales puede valer tam­
bién como prodigio, ya se trate de un enjambre
de abejas que se posan sobre un navio,20 o de
cuervos que se entregan a feroces combates hasta
que algunos de ellos caen muertos.21 Los autores
que más se complacen en relatar este tipo de his­
torias, son Herodoto y Plutarco y, respecto de este
último, veremos más adelante el motivo.22 Los dos
refieren también anécdotas concernientes al com­
portamiento excepcional de un ser humano, la mo­
dificación extraordinaria de su estado; así por
ejemplo cuando pierde brutalmente la vista,23 las
plagas que causan devastaciones en la población de
una ciudad o de un país.24
34
Conviene asignar aquí un lugar aparte a las cu­
raciones excepcionales operadas por ciertos dioses,
ante todo por Asclepios en Epidauro y en otros
santuarios. Este dios médico opera, a su manera, cu­
raciones lentas o rápidas, y hay fenómenos extra­
ordinarios —que se encuentran, en verdad, en
numerosas civilizaciones, bajo aspectos más o me­
nos similares— que constituyen un dominio par­
ticular en la cuestión que nos ocupa. Contraria­
mente a lo que podría creerse, este dominio no nos
hace salir enteramente del mundo de la adivinación.
Pero existe, sin duda, una diferencia considerable:
cuando interviene la mántica, ejerce su función no
después del prodigio, para interpretarlo, sino antes
de él, para permitir su aparición. El prodigio no
es ya un signo adivinatorio sino un fin en sí, aun­
que sea la adivinación la que, a menudo, permite
su cumplimiento.
Las curaciones sobrenaturales se producen, en
efecto, sea bajo forma de milagros instantáneos,
sea, a menudo, gracias a la adivinación mediante
los sueños: la iatromántica, que ocupó en Grecia
un lugar considerable, reposa sobre el envío, por
parte del dios, de sueños al paciente que vino a
consultarlo en su santuario, sueños que los sacer­
dotes transforman fácilmente, gracias a su simbo­
lismo más o menos claro, en prescripciones médi­
cas eficaces.25 En el Asklëpieion de Epidauro el
enfermo, preparado para un contacto directo con
la divinidad mediante purificaciones y plegarias,
pasaba toda la noche en un dormitorio, el ábaton,
local interdicto, y mientras dormía recibía un sueño
del dios al que había implorado: éste se le apa­
recía y le ordenaba tal o cual acción.26 Si el sueño
requería interpretación, su simbolismo latente era
penetrado por los sacerdotes que formaban parte
del personal del santuario. Estos llegaron a ser
35
poco a poco los herederos de una tradición mé­
dica que se formó a la sombra de la religión. Los
archivos sacerdotales acumularon el recuerdo de
las prescripciones ya hechas, de las curaciones ob­
tenidas.
La práctica de la incubatio gozó de favor du­
rante toda la antigüedad grecorromana, y la cono­
cemos bien por muchos textos, en particular por los
escritos de Elio Aristides, sofista que vivió en el
segundo siglo de nuestra era y nos describe en
detalle las frecuentes visitas que hizo a los san­
tuarios de Asclepios para obtener del dios remedio
a sus numerosas enfermedades.27 Más privilegiados
fueron los que recibieron curación inmediata y
total en el curso de la noche pasada en el templo.
Los datos epigráficos y literarios que poseemos
permiten entrever con dificultad una evolución en
la acción terapéutica de Asclepios. El milagro puro
y simple (aparición nocturna del dios y curación
inmediata, instantánea, del enfermo) no debía ser
raro en la época clásica, como lo testimonian las
estelas cubiertas de inscripciones que Pausanias
descifró y de las cuales muchas llegaron hasta
nosotros.28 Las inscripciones datan del siglo XVa. C..
y relatan una serie de curaciones milagrosas, abso­
lutamente increíbles y que, según lo que allí se
dice, habrían sido instantáneas. Así, una de ellas
cuenta ingenuamente cómo le fue devuelta la vista
a un ciego, Alcetas de Halieis: “Tuvo una visión
en sueños: le parecía que el dios se acercaba y le
abría los ojos con los dedos y que él comenzaba a
ver los árboles en el santuario. Al nacer el día,
salió curado.” El caso de Heraiéus de Mitiíene
es muy gracioso: “Este hombre no tenía cabellos,
pero sí muchos pelos en el mentón. Avergonzado
por las burlas de que era objeto, se durmió en el
templo. El dios le frotó la cabeza con un ungüen-
36
to e hizo que los cabellos volvieran a brotar en
ella.” 29 No faltan indicaciones cronológicas para
seguir la evolución de las curas milagrosas de As-
clepios; aunque es probable que en la época hele­
nística ocurriera menos la curación súbita que la
revelación, por el dios, del tratamiento a seguir.
Los conocimientos médicos de sus sacerdotes se
fueron desarrollando poco a poco y los pacientes
recibieron de su boca prescripciones de orden tera­
péutico que aclaraban o desarrollaban la revelación
debida a la divinidad. En el siglo a de nuestra era,
para Elio Aristides, Asclepios es siempre el gran
hacedor de milagros, pero se le aparece no como el
dios que cura, con una fácil instantaneidad, a cie­
gos, paralíticos o estropeados, sino como el dios
médico que viene de noche a traer al devoto la
indicación de un tratamiento que los sacerdotes
tendrán a su vez que analizar y detallar. La ar­
queología viene aquí a agregar su testimonio al
de los textos literarios y epigráficos. El hecho es de
notar, pues los documentos figurados permanecen
casi mudos en lo que concierne al mundo del
prodigio y esto se comprende fácilmente. La in­
mensa mayoría de los fenómenos considerados
como prodigiosos por los antiguos casi no se pres­
taban a una representación efectiva, demasiado di­
fícil y compleja. Además, el sentimiento oscuro de
temor sagrado que inspiraban debía apartar a los
artistas y artesanos de su representación plástica.
Sin embargo, la aparición milagrosa y salvadora
de Asclepios o de otras divinidades curadoras, que
se presentaban de noche al enfermo dormido, sirvió
de tema a muchos bajorrelieves votivos. En un
bajorrelieve célebre del museo del Pireo,30 que
data más o menos del año 400 a. C., Asclepios tien­
de sus manos sobre el devoto que está acostado. La
imposición de las manos, según una creencia am·
37
pliamente difundida, bastará para realizar la cu­
ración deseada. Es ésta una excelente ilustración
de la realidad del sueño que venía a visitar a los
fieles de Asclepios.
Anfiarao, el héroe oracular de Oropo, en Atica,
aparece representado de la misma manera en un
bajorrelieve votivo del museo nacional de Atenas,
que data de comienzos del siglo IV a. C.31 Aplica
su mano derecha sobre el hombro enfermo de un
paciente, representado de pie ante él. Se trata tam­
bién en este caso de la ilustración del sueño noc­
turno del enfermo, pues éste aparece otra vez a la
derecha del bajorrelieve, en el fondo, extendido
y dormido, y una serpiente viene a lamerle el hom­
bro. El desarrollo del prodigio se sitúa sobre dos
planos paralelos pero diversos: el de la realidad
interior, con la aparición en sueños del dios, y el
de la realidad material, con la presencia del animal
que le está consagrado. Un juego similar de co­
rrespondencias se vuelve a encontrar a menudo en
los relatos griegos de curaciones milagrosas.
La creencia en las curaciones milagrosas se en­
cuentra en todas las civilizaciones de la antigüedad
y el cuadro de su estudio podría extenderse a las
más diversas regiones y épocas. Si nos atenemos
a la antigüedad clásica, creo que se puede definir
así, a grandes rasgos, la posición helénica respecto
de la posición etrusca y de la romana. Aparecen
en todas partes divinidades curadoras, entroniza­
das como las únicas capaces de vencer las enfer­
medades y sus sufrimientos, ya que la medicina,
aunque estaba comenzando a desarrollarse en el
plano teórico,32 era todavía incapaz de mantener
a raya los males y las epidemias que hacían espan­
tosos estragos en las filas de los adultos y, sobre
todo, de los niños. Lo que caracteriza a Grecia es
que la devoción de las multitudes se dirige a gran­
38
des divinidades: Apolo, que envía las epidemias,
las pestes, pero también sabe curarlas; su hijo As­
clepios, que llegó a ser, según hemos visto, el gran
dios médico de la Hélade; en fin, Serapis, divini­
dad egipcia que se helenizó y llegó a constituir una
asociación con Asclepios. Se les atribuyen cura­
ciones milagrosas y el renombre del santuario de
Epidauro se mantuvo durante todo el paganismo.
Digamos enseguida, anticipándonos en bien de la
claridad de la exposición a lo que veremos en un
capítulo posterior, que en Etruria, en Roma y en
ciertas provincias occidentales del Imperio romano
como la Calia, la situación parece diferente. Mien­
tras los griegos reservaban sobre todo su confianza
a sus grandes divinidades médicas, los etruscos y
los romanos, que sin embargo las habían acogido
y las honraban,33 dirigían frecuentemente sus ple­
garias de curación y su fervor a una cantidad de
divinidades locales que eran deidades femeninas
de las fuentes, de las aguas y de la fecundidad; la
gente humilde de la campaña las sentía más cerca­
nas y les consagraba esa infinidad de exvotos
médicos que se encuentran hoy en las fauissae, en
las fosas votivas de sus santuarios.34 Vinculada
así con la acción de los grandes dioses o de divini­
dades populares, la curación de los males que su­
frían los hombres constituía en la antigüedad uno
de los aspectos más conmovedores de la creencia de
las multitudes en la realidad del prodigio.
Hay que citar, por último, para impedir que
esta enumeración y este análisis sean demasiado in­
completos, las apariciones de seres divinos, sus
epifanías, y las voces inexplicadas que se elevaban
a menudo en graves circunstancias y cuyo origen
divino parecía evidente. Salvo en el mito y en la
epopeya, los dioses griegos, según hemos dicho, no
alternaban fácilmente con los hombres y los relatos
39
de sus acciones en la tierra se situaban en un
pasado maravilloso y lejano. Se conocen, sin em­
bargo, algunos raros ejemplos de tales interven­
ciones ocurridas en época histórica, como la apa­
rición de Cástor y Pólux, los héroes caballeros, en
ciertos combates, como aquel en que lucharon junto
a las tropas de Locres, en la Magna Grecia. En una
guerra en que se oponían, entre 540 y 530 a. C.,
dos ciudades de la Magna Grecia, Crotona y Lo­
cres Epicefiriana, los dos héroes laconios vinieron
en ayuda de los soldados de Locres, que luchaban
en las riberas del río Sagra contra los de Crotona.
Combatieron montados en sus corceles blancos,
vestidos con clámides de púrpura, y los habitantes
de Locres los honraron luego con un culto asiduo.35
La aparición de los Dióscuros puede ser menos
efectiva y, sin embargo, igualmente eficaz: su solo
fantasma junto con el de su hermana Helena bastó
para proteger a Esparta de un ataque enemigo.36
Fuera de estos casos de asistencia milagrosa, las
epifanías de los Dióscuros se reproducían perió­
dicamente cuando Cástor y Pólux eran convidados,
con su hermana Helena, a participar en las teoxe-
nias, o sea en los banquetes solemnes que las ciu­
dades o los particulares les ofrecían. A estos héroes
eminentemente auxiliadores les correspondía, con­
trariamente a los hábitos de los demás habitantes
del Olimpo, presentarse en fechas fijas a los hom­
bres ansiosos de recibir su apoyo y su confor­
tación. Los imagineros griegos no dejaron de ilus­
trar estas creencias 37 y representaron a los héroes
dirigiéndose a través de los aires, generalmente a
caballo, al banquete que les estaba preparado. La
epifanía de los Dióscuros que se reproducía en
fecha fija, en ocasión de las ceremonias del culto,
como una especie de prodigio humanizado o por
lo menos regularizado, pudo servir para ilustrar
40
vasos pintados y bajorrelieves, tal como ocurrió
con tantas otras ceremonias religiosas. Así, sólo
encontraremos en el arte griego —y aun en nú­
mero muy limitado— la representación de prodi-
gibs favorables a los hombres y provocados por
dioses o héroes esencialmente bienhechores. Una
especie de tabú más o menos consciente impidió
la representación de prodigios funestos. No ocu­
rrirá de otro modo, según veremos, en Roma, pues
los antiguos sólo quisieron grabar sobre la piedra
el recuerdo de la asistencia milagrosa de los dioses,
nunca el de las manifestaciones extraordinarias de
su cólera. Una especie de prodigio antitético de la
epifanía de los Dióscuros, que venían a ayudar
fraternalmente a las tropas en dificultades, es el
terror “pánico” que el dios Pan sabe inspirar de
manera misteriosa a los enemigos del pueblo que
él apoya. Esta creencia estaba tan bien anclada
en el corazón del pueblo en la época clásica, que
Tucídides no desdeña mostrar la causa puramente
humana de estas reacciones de espanto irrazonables
y colectivas,38 como lo hará a su vez Polibio, en
época muy posterior.39
41
Notas
1. Steinhauser, op. cit., pág. 25, y el artículo
Finsternisse de BoII, que data de 1909, en la Real-
Encyclopedie de Pauly-Wissowa, VI, 2329 y sigs.
2. Harald Popp, Die Einwirkung von Vorzeichen,
Opfern und Festen auf die Kriegführung der Grie·
chen im 5. und 4. Jahrhundert v. C. Disertación de
Erlangen, sostenida en 1957, hacia la cual tuvo la
gentileza de atraer mi atención L. Robert.
3. Tucídides, VII, 50, 4; Diodoro, XIII, 12, 6;
Plutarco, Vida de Nicias, 23.
4. Tucídides, loe. cit.
5. Plutarco, Vida de Dión, 24.
6. Iliada, II, 351 y sigs.
7. Odisea, XXI, 413 y sigs.
8. Iliada, IV, 75.
9. Plinio el Viejo, II, 27.
10. Plinio el Viejo, II, 26.
11. Cf. Harald Popp, op. cit., pág. 13 y sigs.
12. Tucídides, VI, 95, 1.
13. Jenofonte, Hél., IV, 7, 4.
14. Pausanias, III, 5, 8.
42
15. Sobre las lluvias anunciadoras, como por
ejemplo las lluvias de sangre, enviadas por Zeus,
cf. Arthur Bernard Cook, Zeus, a study in. ancient
religion, vol. Ill, parte I (Zeus, god of the dark
sky, earthquakes, clouds, wind, dew, rain, meteori­
tes), pág. 478 y sigs., Cambridge, 1940.
16. Plinio el Viejo, XVII, 241.
17. Pausanias, VIII, 5, 8.
18. Cf. Plutarco, Vida de Alejandro, 14.
19. Herodoto, I, 59.
20. Plutarco, Vida de Dión, 24.
21. Plutarco, Vida de Alejandro, 73.
22. Infra, pág. 52.
23. Pausanias, IV, 13, 1.
24. Herodoto, VI, 27.
25. Cf. H. Bouché-Leclercq, op. cit., I, pág. 320
(adivinación iatromántica), y III, pág. 271 y sigs.
(los oráculos de Asclepios) y la bibliografía, pá­
gina 186.
26. Cf. Ch. Kerényi, Le médecin divin. Prome­
nades mythologiques aux sanctuaires d’Asklépios,
Basilea, 1948.
27. Cf. A. Boulanger, Aelius Aristide et la so­
phistique du IIe siècle de notre ère, en la Bibl. de
las Escuelas francesas de Atenas y de Roma, fase.
126, 1923.
28. Pausanias, II, 27, 4.
29. IV, I,2 121.
30. Cf. Ch. Kerényi, op. cit., fig. 18, pág. 41.
31. Ibid., fig. 19, pág. 42.
32. Cf. en La science antique et médiévale, t. I
de la Histoire générale des Sciences, dirigida por
R. Taton, Presses Universitaires de France, Paris,
1957, los capítulos sobre la medicina griega de
43
L. Bourgey y J. Beaujeu, pág. 276 y sigs. y 384
y sigs.
33. Acerca de las curaciones milagrosas de As­
clepios en Roma, cf. la tesis de M. Besnier, citada
en la pág. 189.
34. Cf. Quentin F. Maulé y H. R. W. Smith,
“Votive religion at Caere: prolegomena”, en las
Publications in classical archaeology, de la Uni­
versidad de California, vol. 4, n? 1, Berkeley y
Los Angeles, 1959, sobre todo pág. 90, η1? 4, y mi
reseña de este libro aparecida bajo el título “Les
dépôts votifs et l’étude de la religion étrusque et
romaine”, en la Revue des Etudes anciennes, t.
LXIII, n08· 1-2, enero-junio de 1961, págs. 96 a 100.
35. Cf. la bibliografía concerniente a este epi­
sodio en mi artículo “L’origine des Dioscures à
Rome”, Revue de Philologie, XXXIV, 11, 1960, pá­
gina 182 y sigs.
36. Pausanias, IV, 16, 5.
37. Cf. a este respecto la tesis de F. Chapouthier,
Les Dioscures au service d’une déesse. Etude d’ico-
noghaphie religieuse, en la Biblioteca de las Escue­
las francesas de Atenas y de Roma, 1935, sobre
todo la pág. 132 y sigs. Citemos solamente aquí el
bajorrelieve de Larisa que se encuentra en el mu­
seo del Louvre, y fue publicado por Heuzey, Mis­
sion de Macédoine, lám. XXV, I, pág. 419.
38. Tucídides, IV, 125; VI, 78; VII, 80.
39. Polibio, V, 96, 110; XX, 6, 12.
44
Ill
Los rituales.
Evolución de la actitud helénica
respecto del prodigio
Después de este análisis de los aspectos variados
del prodigio en la Hélade, quedan por plantear
dos cuestiones importantes: cuáles fueron los actos
cultuales que acarreaban estos prodigios y, en se­
gundo lugar, si hay medios para discernir una
evolución sensible en la actitud de los griegos res­
pecto de ellos.
La diferencia fundamental que existe sin duda
en este dominio entre el mundo griego y el mundo
itálico consiste en que en Grecia no se observan
las numerosas e importantes ceremonias que, según
veremos, eran ordenadas regularmente en Etruria
y en Roma para conjurar los prodigios.1 Es cierto
que los textos nos hacen conocer diversas prescrip­
ciones cultuales decididas en Grecia en estas oca­
siones, purificaciones o ceremonias variadas. Es­
critos tardíos llamados Exegetiká las coleccionaron,
pero no hubo jamás rituales que prescribieran su
ejecución. Es muy curioso que en Italia, el más
importante de estos rituales relativos a los prodi­
gios y a su expiación, los Libros Sibilinos, fue
considerado de origen griego e importado de Gre­
cia. Convendrá examinar el valor de esta tradición.
Individuos y ciudades podían pedir ayuda, consejo
45
e interpretación de todos los signos adivinatorios
a los colegios de sacerdotes o bien a los adivinos,
los montéis, grandes conocedores de las diferentes
técnicas de la adivinación,2 cuya popularidad fue
grande en la Hélade, desde la época arcaica; o por
último, y sobre todo, acudir a los oráculos y a los
sacerdotes asignados a ellos.
Aquí la situación es también clara. En el mundo
de la adivinación no se otorga sistemáticamente
en Grecia ninguna atención preferencial al hecho
propiamente milagroso. Este entra en el dominio
de la adivinación fundada sobre la interpretación
de los signos exteriores al hombre, la adivinación
llamada inductiva, razonada, conjetural, en griego
mantiké éntekhnos, tekhniké, en latín diuinatio ar­
tificiosa, mientras que la adivinación llamada na­
tural se funda sobre la inspiración divina que hace
hablar directamente al profeta, al vidente: se trata,
en este último caso, de la mantike átekhnos, adi-
daktos de los griegos, de la diuinatio naturalis de
los latinos.
Un cierto número de los hechos que hemos en­
carado salen de esta regla general y, sin tener
valor significativo para el porvenir, rompen por un
tiempo el curso normal de las cosas; así ocurre
con las curaciones milagrosas, las epifanías divinas.
Estas acciones, estas intervenciones directas de la
divinidad son acogidas, por supuesto, con alegría
por los hombres o las ciudades que reconocen en
ellas, a justo título, verdaderas gracias acordadas
por los dioses. Sólo exigían de sus beneficiarios
ceremonias de reconocimiento, que éstos decidían
espontáneamente o que les eran indicadas por los
adivinos y los sacerdotes. Así, no había nada de
sistemático en este mundo helénico del prodigio,
sino una gran flexibilidad en su interpretación y
en la indicación de los actos cultuales a ejecutar
46
como consecuencia de él. En Italia encontraremos,
en cambio, una estructura rígida.
La segunda cuestión que nos hemos planteado es
delicada y exigiría, en verdad, un largo estudio,
que sobrepasaría en mucho los límites de la pre­
sente obra. Debemos limitarnos aquí a algunas
observaciones esenciales acerca de la evolución del
sentimiento religioso de los griegos en este domi­
nio. La actitud de los filósofos en lo que con­
cierne al mundo de la adivinación y de los prodi­
gios fue, según hemos visto, diversa y matizada.
Las escuelas se oponían unas a otras y las obras
morales de Cicerón nos han conservado el reflejo
de estos debates contradictorios. De allí surgieron
desde muy temprano, por supuesto, posiciones di­
versas entre las clases cultivadas. Para la época
arcaica cabe señalar, sin embargo, la importancia
que tuvieron en la vida de la Hélade esos sacer­
dotes purificadores y hacedores de milagros, acer­
ca de los cuales circulaban los relatos más extraños
y maravillosos. En pleno siglo v a. C., un hombre
como Empédocles aparece como el último de estos
videntes y taumaturgos cuya celebridad recorrió la
Hélade.3 Habrá que esperar a la época helenística
para ver aparecer, bajo la influencia de las reli­
giones de Oriente, magos y taumaturgos de toda
especie y de todo origen. Sin embargo, la acción
de la investigación y de los descubrimientos cien­
tíficos de los siglos v y iv a. C. no fue pequeña e
influyó ampliamente sobre la posición de los es­
critores y de los griegos cultivados, y aun repercutió
sobre la actitud de las clases populares, que fueron
sin embargo las menos tocadas, como es natural,
por el desarrollo de la ciencia de la naturaleza.
La posición de los escritores respecto del pro­
digio fue, en verdad, muy matizada desde la época
arcaica. Dada la influencia que ejerció Homero
47
sobre la educación griega, no se podría subestimar
la importancia de la actitud de algunos de sus
héroes respecto de los signos adivinatorios, de los
presagios y de los adivinos. Es cierto que una
cantidad de presagios y de prodigios suscitan, se­
gún hemos visto, la atención, el temor o la alegría
de los personajes homéricos que los acogen. Pero
algunos de los héroes de Homero, y no de los
menores, no temen rechazar desdeñosamente su­
puestas advertencias del cielo. Recordemos sola­
mente la respuesta altanera y magnífica opuesta
por Héctor a Polidamante, en el libro XII de la
¡liada: 4 “Quieres que obedezca a pájaros que ex­
tienden sus alas. No me importa nada si vuelan a
mi derecha, del lado de la aurora o del sol; o a mi
izquierda, hacia las tinieblas inmensas. El mejor de
los presagios es combatir por la patria.”
Príamo y Telémaco tienen reflexiones no menos
desdeñosas para los adivinos y sus predicciones.5
Así, la literatura griega transparenta desde sus
comienzos una cierta tendencia a un racionalismo
precoz. Es verdad que tal racionalismo constituye
ya el punto de llegada de un lejano pasado reli­
gioso, el del mundo micénico, que el desciframiento
de la linear B nos permite conocer hoy mejor.®
Sería interesante analizar en seguida la actitud
respecto del prodigio —y, por lo tanto, de la adivi­
nación en general— de los grandes escritores y de
los grandes hombres políticos de Grecia. En un
estudio sistemático, tal actitud aparecería distinta
según la época en que vivieron y las tendencias
de cada uno. Luego de un Sófocles, respetuoso de
la tradición religiosa, Eurípides, formado por los
sofistas, no muestra blandura alguna respecto de
las creencias en el prodigio, que serán también
objeto de sarcasmo para Aristófanes. La misma
oposición de actitud se da entre Herodoto y Tucí-
48
dides. La obra del primero está plena de relatos
referentes a prodigios y presagios a los cuales el
escritor acuerda sinceramente crédito. Tucídides
cita los diversos prodigios que conmovieron a la
multitud ateniense en razón de sus repercusiones
históricas. Conoce la verdadera explicación de
ellos e ironiza fríamente acerca de la superstición
popular. Volveremos a encontrar en Polibio el
mismo frío análisis de las supersticiones de la
masa. La actitud de los hombres de Estado y de
los jefes militares no fue muy distinta de la que
observaron los escritores. Algunos, como Nicias,
seguían viendo una advertencia divina en el pro­
digio que irrumpía en su camino. Entre aque­
llos que se habían ilustrado suficientemente con
conocimientos científicos, algunos, como Pericles,
trataban de devolver la calma al corazón de las mul­
titudes inquietas, explicándoles con dulzura la ver­
dadera causa de los pretendidos prodigios. Para
ello, nada valía tanto como una explicación con­
creta: un día, en ocasión de un eclipse de sol,
Pericles desplegó su manto ante las tropas sobreco­
gidas de angustia y les preguntó si tenía realmente
algo de notable la sombra así obtenida.7 Hay que
vincular esta anécdota con la escena que, siempre
según Plutarco, protagonizaron ante Pericles dos
de sus amigos, el filósofo Anaxágoras de Clazó-
menes y el adivino Lampón, que discutían a propó­
sito de un prodigio. Según Lampón, la anomalía
monstruosa de un cordero nacido con un solo
cuerno en la finca de Pericles, anunciaba con un
claro simbolismo que al poderío de los dos partidos
de Tucídides y de Pericles sucedería el de un solo
hombre. Pero Anaxágoras cortó la cabeza del cor­
dero y explicó la monstruosidad como una caracte­
rística anatómica. No dejó de recordarse con ad­
miración la exégesis de Lampón cuando Tucídides
49
íue abatido y Pericles tomó en su mano los asuntos
del país.8 Muchos jefes políticos o militares hi­
cieron servir estas creencias populares para favore­
cer su propia ambición. Los ambiciosos vieron
ante todo en la religión un medio de actuar sobre
las masas y comprendieron que en la creencia en
los prodigios residía una de las palancas más efi­
caces de su acción. En Grecia, y luego en Roma,
esta utilización sin escrúpulos de los temores co­
lectivos e irracionales no escapó al observador
atento, pero tal toma de conciencia por parte de los
buenos espíritus no atenuó la eficacia de esta arma
de primera clase, que proporcionaba la psicolo­
gía de las multitudes. Si hubiera que hacer un
estudio de los temas de propaganda utilizados por
los políticos de Grecia y de Roma, el prodigio
ocuparía, por cierto, un lugar no despreciable.
Esta reflexión nos lleva a encarar un aspecto
importante que el problema presenta en la época he­
lenística. Entre los cambios que ocurrieron entonces
en las creencias religiosas, el principal fue, sin duda,
la aparición del culto real, de ese culto del sobe­
rano suscitado por la personalidad de Alejandro
y que se desarrolló en torno de la persona de los
soberanos helenísticos. El nacimiento y la historia
de este culto monárquico, que los excesos y los
desórdenes del mundo contemporáneo nos ayudan
sin duda a comprender mejor, atrajeron la aten­
ción de los eruditos, y muchos libros excelentes
contribuyen en la actualidad a iluminar con luz
nueva esta religión antigua del jefe.9
Este nuevo carisma monárquico acarrea una es­
pecie de desplazamiento o, si se prefiere, de con­
centración en el mundo de los prodigios. Toda la
vida de los monarcas helenísticos se encuentra mar­
cada, iluminada por presagios y prodigios que
confirman de una manera palpable su predestina­
50
ción y su valor divino. Se trata, por supuesto, de
un carácter común a toda monarquía sagrada, cual­
quiera que sea la civilización en que aparezca. En
Grecia, los temas legendarios desarrollados en tor­
no de la realeza primitiva y de los héroes funda­
dores habían conocido brillantes ilustraciones lite­
rarias. Pero la época clásica fue profundamente
hostil y extraña a la realeza y al culto del jefe;
hay que esperar hasta el período helenístico para
ver florecer, en torno de la persona de los nuevos
soberanos, queridos por los dioses, toda una serie
de signos carismáticos, entre los cuales ocupan el
primer lugar los prodigios, a causa de su importan­
cia y de su fuerza significativa. La influencia de
la ideología de las monarquías orientales se siente
fuertemente, por supuesto, en este dominio. Cuando
nació Alejandro, los magos anunciaron enseguida
el nuevo peligro —peligro mortal— que había apa­
recido para Asia. “La noche misma en que ardió
el templo de Efeso, escribe Cicerón,10 Olimpia dio
a luz a Alejandro y, cuando nació el día, los magos
anunciaron a grandes gritos que la noche precedente
había visto aparecer la ruina y la peste de Asia.”
El episodio capital de la vida de Alejandro, que
fue su peregrinaje al oasis de Siwah, para visitar
el santuario de Ammón, fue saludado con manifes­
taciones divinas de la misma importancia. Su estu­
dio ha suscitado una inmensa literatura, que trata
de este momento crucial y analiza con cuidado las
fuentes antiguas de las cuales dependemos. A la
manera de los grandes reyes iranios, Alejandro es
señalado por signos milagrosos en el curso de su
viaje. Cuando tempestades de arena obstaculizan el
avance del ejército macedonio, que sufre cruelmen­
te de sed, las condiciones atmosféricas mejoran mi­
lagrosamente y una tormenta providencial trae la
deseada lluvia. Además, los límites habían desapa-
51
recido y la ruta ya no se veía: dos cuervos o, según
otros relatos, dos serpientes vinieron a indicar el
camino a seguir. Si Alejandro fue a Siwah a bus­
car pruebas de su filiación y de su misión divinas,
sin duda que las palabras del gran sacerdote de
Ammón le dieron la respuesta que esperaba; pero
ya los prodigios ocurridos en su camino habían
constituido para él —y luego para el mundo— un
comienzo capital de confirmación.11 Luego de Ale­
jandro, los reinos helenísticos desarrollaron y siste­
matizaron el culto del soberano y, en cada uno de
ellos, se multiplicaron los prodigios que consagra­
ban la persona del rey y señalaban los principales
actos de su vida. El nuevo sistema político-religioso
—monarquía de derecho divino— y las influencias
venidas de un Oriente entonces helenizado, sirvieron
de eje al prodigio sobre la filiación, a menudo so­
brenatural, la persona, la vida y la muerte del sobe­
rano. La literatura helenística y luego la romana
nos conservan reflejos muy fieles de esta nueva
tendencia y los ambiciosos de Roma, ávidos de
instaurar sobre las ruinas de las guerras civiles un
poder personal, no desaprovecharán esta lección.
Comprendemos ahora por qué un escritor como Plu­
tarco, que redactó en la segunda parte del siglo I
de nuestra era las Vidas de hombres ilustres, acor­
dó al prodigio un lugar de preferencia en su obra.
Sería interesante tratar de discernir —pero, na­
turalmente, es imposible hacerlo aquí—, en el cua­
dro inmenso del mundo helenístico, la parte que
corresponde a las creencias y la que debemos asig­
nar a la explotación política, en esta presencia y
esta proliferación de los presagios y de los prodi­
gios “reales”. Habría que distinguir con cuidado
los países (ya que la Grecia propiamente dicha se
muestra infinitamente más reticente en este domi­
nio que el resto del mundo del Mediterráneo orien­
52
tal), las épocas, las clases sociales y el carácter
mismo de los soberanos en torno de los cuales
caían continuamente los signos del favor divino. Los
eruditos, según sus tendencias, insisten más sobre la
creencia religiosa y la creencia sincera, o sobre
las razones de oportunismo político y de interés
bien entendido. Podrá medirse la amplitud de una
investigación tal12 pensando en las discusiones que
suscitó el análisis del verdadero móvil de Alejandro,
en ocasión de su expedición a Siwah.
Me basta haber mostrado cómo el prodigio, que
existió a todo lo largo de la historia de la Hélade,
pero aceptado con reserva por las élites del país y
sin entusiasmo excesivo por el pueblo mismo, tomó
a partir de fines del siglo iv a. C., en razón misma
de la evolución de las instituciones y de las ideas,
una importancia y un valor nuevos: al constituir el
anuncio, la confirmación y la consagración del
carisma real, se revistió de un valor ejemplar en los
países del Oriente mediterráneo, valor que luego
los emperadores romanos percibirán plenamente y
utilizarán para sus fines.
53
Notas
1. Infra, pág. 89 y sigs. y pág. 143 y sigs.
2. Cf. la obra citada de H. Bouché-Leclercq,
ts. II y III: Les sacerdoces divinatoires.
3. Corresponde referirse a este respecto a los
libros de P. Nilsson sobre las creencias religiosas
de la Grecia antigua, citados en la bibliografía,
pág. 185.
4. Iliada, XII, 230 y sigs.
5. Iliada, XXIV, 221 y Odisea, I, 415.
6. Para la religion micénica a la luz de los
descubrimientos recientes, cf. Michael Jameson,
“Mycenaean Religion”, en Archaeology, primavera
de 1960, vol. 13, ώ9 1, pág. 33 y sigs. La obra
clásica de Martin P. Nilsson, Minoan-Mycenaean
Religion, Lund, 1950, fue escrita antes del desci­
framiento de la lengua micénica.
7. Plutarco, Pericles, 35.
8. Cf. P. Flacelière, Devins et oracles grecs,
col. “Que sais-je?”, n"?939, Paris,1961, cap. 5,
“Adivinación y filosofía”.
9. Por ejemplo los libros de Fr. Taeger y de
L. Cerfaux y J. Tondriau, citados en la bibliogra­
fía, infra, pág. 186.
54
10. Cicerón, De diuinatione, I, 47.
11. Sobre este episodio, cf. la bibliografía de la
obra de Cerfaux-Tondriau, pág. 30. Acerca de los
presagios y los prodigios que caracterizaron la
vida de Alejandro, cf. la obra de Taeger, t. I,
pág. 87, n? 33; sobre la marcha por el desierto,
cf. el mismo libro, pág. 191 y sigs.
12. Animosamente emprendida en el libro citado
antes, de Fr. Taeger.
55
Primera ParteSegunda Parte
Los prodigios en Etruria
La adivinación etrusca
y los prodigios
I
Pese a la influencia que el mundo helénico ejer­
ció sobre Etruria, en las diferentes épocas de la
historia de este país, pese al número de dioses o
de héroes griegos cuyo nombre y mito pasaron al
arte y la religión toscana, ésta siguió siendo fun­
damentalmente distinta de la religión griega por
su estructura y aspecto; para captar mejor la
oposición, la antítesis, debemos partir, sin duda, de
una definición general de esta última.
Leamos, pues, las siguientes líneas, con las cuales
el R. P. Festugiére define excelentemente la reli­
gión de los griegos:1 “La religión griega no fue el
acto de voluntad instantáneo de un profeta o de un
mago, que se impuso, inmutable, a una larga serie
de siglos. No fue codificada en un libro, no per­
teneció a una casta cerrada, a una iglesia, no cono­
cía dogma alguno. Brotó del corazón mismo de
las poblaciones que, poco a poco, se mezclaron en
el suelo de Grecia. Evolucionó según el mismo rit­
mo que las poblaciones, su historia depende inme­
diatamente de la de éstas, representa un elemento
de su civilización. No hay manera alguna de estu­
diarla aparte: esta flor pierde su perfume cuando
se la arranca del terreno que le dio nacimiento.”
59
Frente a esta flexibilidad, a esta evolución, a
esta vinculación indisoluble con la historia misma
del pueblo, la religión etrusca presenta caracteres
muy diferentes. Es una religión revelada, codifi­
cada, unitaria, rebelde, según parece, a toda modi­
ficación profunda. La razón de esta estructura rígi­
da reside en la actitud fundamental de los etruscos
respecto de lo sagrado y de los dioses, actitud total­
mente opuesta a las relaciones flexibles que los grie­
gos mantenían con los dioses del Olimpo. Pese a
su concepción de la omnipotencia del destino, fuen­
te de tantos temas dramáticos, el griego no abdica
nunca de su libertad, salvo en la medida misma
en que sabe tomar clara conciencia de los límites
de su condición. Más aun, se rebeló muy pronto
contra la idea de la omnipotencia de esta fuerza
ciega y terrible. En Etruria las cosas son absolu­
tamente distintas, como lo han aclarado muy bien
algunos estudiosos.2 El poder sombrío y oscuro de
las divinidades toscanas crea un sentimiento de
anonadamiento de la persona humana. En Grecia,
y luego en Roma, se establece siempre un diálogo
entre los dioses y los hombres. En Etruria el hom­
bre calla y sólo puede escuchar, temeroso, el eterno
monólogo de los dioses. Su tarea consiste sólo en
ejecutar, tan escrupulosamente como le es posible,
las voluntades y decisiones de éstos.3
Las consecuencias de esta posición son muy im­
portantes en lo que respecta a nuestro tema. La
vida religiosa etrusca, en efecto, se centró perma­
nentemente en torno de las prácticas adivinatorias
más diversas, las únicas capaces de hacer conocer
en la tierra la voluntad de los dioses ocultos. Una
ojeada de conjunto sobre la disciplina etrusca nos
permitirá darnos cuenta de ello.
El destino de Etruria, las reglas de vida y de
muerte de su pueblo, se encontraban enunciadas en
60
libros sagrados que contenían las palabras de per­
sonajes divinos, aparecidos milagrosamente, un buen
día, sobre el suelo de la Toscana. El genio Tages,
la ninfa Begoe, tales eran los autores míticos de
esta revelación fundamental. Es cierto que la re­
dacción de los libros fue tardía y no parece remon­
tarse más allá del siglo II a. C. Pero esta redacción
de conjunto debió agrupar elementos ya escritos,
aunque sin unidad. Y todo eso reproducía, sin
duda, una tradición oral muy antigua y escrupulo­
samente transmitida de generación en generación.
Se ha comprobado desde hace mucho tiempo la ex­
trema seguridad de memoria de las poblaciones anti­
guas, y esta seguridad se manifestaba sobre todo en
el dominio de los ritos y de las reglas de la religión.
No nos queda casi nada de esos libros sagrados
en su lengua original, pues desaparecieron en el
naufragio de la literatura etrusca. Algo subsiste,
sin embargo, de esta colección: fragmentos escasos
y dispersos, que se conservan en las traducciones o
las citas que de ellos hicieron autores griegos y
latinos. Además, como veremos en detalle en el
capítulo siguiente, la disciplina fue ampliamente
utilizada por las autoridades religiosas romanas
durante toda la historia de la urbs. La actividad
de los arúspices en Roma en los diferentes siglos,
nos la describen cuidadosamente algunos escritores
romanos, preocupados por anotar prolijamente sus
costumbres, y esto nos informa con bastante exacti­
tud acerca de las prácticas de los sacerdotes tosca-
nos y los principios por los que guiaban su ac­
tuación.
Pudo así un excelente erudito de comienzos del
siglo describir, con tanta minuciosidad como se lo
permitía el estado fragmentario de nuestra documen­
tación, la estructura y el contenido de estos libri
etrusci. Los tres fascículos de O. Thulin, agrupa­
61
dos bajo el título de Etruskische Disziplin, son
todavía utilizables pese a su fecha. En el interior
de esta rígida disciplina de la antigua Toscana,
ocupan su lugar la creencia en los prodigios y los
ritos que les conciernen. Hay que recordar pues,
para comenzar, la organización de los libros reve­
lados de los etruscos.
Su división era triple y Cicerón da fe de ello en
su Tratado sobre la adivinación con dos pasajes
explícitos: quod etruscorum declarant et haruspi­
cini et fulgurales et rituales Ubri (I, 72) ; sed
quoniam de extis et de fulgoribus satis est disputa­
tum, ostenta restant ut tota haruspicina sit pertrac­
tata (II, 49), Se nota la ambigüedad del último
término. La disciplina enseñada y aplicada por los
arúspices podía recibir, en su conjunto, el nombre
de aruspicinsr. Pero, en un sentido más estricto y
estrecho, esta palabra sólo se aplicaba a la técnica
adivinatoria, fundada sobre el examen de las entra­
ñas y en la cual los arúspices eran maestros incon­
testables. Y resulta clara la articulación del con­
junto. El primer grupo de libros trataba del examen
y el estudio de las entrañas de las víctimas, técnica
de la cual los arúspices habían tomado su nom­
bre.4 El segundo grupo concernía a los rayos,
su origen, su valor y su expiación. El tercero, en
fin, era el más considerable, ya que abarcaba los
preceptos más diversos referentes a la vida de los
individuos y de los Estados: formaban parte de él
los libri acheruntici, libros de los muertos, sin
duda semejantes a los del antiguo Egipto, y los
ostentaría, relativos a los ostenta^ a los prodigios.
La enseñanza propia de éstos constituía entonces
parte integrante de una teoría muy vasta, que daba
respuestas precisas a las cuestiones planteadas por
la vida y la muerte de las ciudades y de los
hombres.
62
Esta rápida referencia muestra un hecho capital
para nuestro estudio: la importancia primordial
que asumía el arte adivinatorio en la vida religiosa
toscana. Las teorías acerca de los rayos y de las
entrañas no tienen otro sentido y otra finalidad
sino deducir la voluntad de los dioses, las ceremo­
nias por cumplir en las diversas circunstancias de la
vida, el porvenir cercano o lejano de fenómenos
particularmente cargados de valor sagrado. La
atención que se acordaba a los prodigios responde
a las mismas preocupaciones.
Para el espíritu profundamente religioso de los
etruscos, no hay diferencia esencial entre los diver­
sos signos enviados por los dioses. Así, los arús-
pices despliegan una virtuosidad igual al hacer la
exégesis erudita de los exta, de los rayos, o bien
de los prodigios. Interesantes pasajes de Séneca
y de Plinio el Viejo aclaran bien, a propósito de la
doctrina referente a los rayos, los principios fun­
damentales a los que obedecía el conjunto del arte
adivinatorio etrusco. Las opiniones que estos auto­
res expresan no son sólo sentimientos personales,
sino que reposan sobre el conocimiento de traduc­
ciones al latín de libros sagrados etruscos, que
hombres como Cecina pusieron al alcance de los
técnicos de la religión romana.
Veamos cómo Séneca opone la posición cientí­
fica de los filósofos y el modo de pensar de los
etruscos en lo que respecta a la interpretación de
los fenómenos de la naturaleza: “He aquí en qué
no estamos de acuerdo con los toscanos, intérpretes
consumados de los rayos. Según nosotros, el rayo
estalla porque hay un choque de nubes; según
ellos el choque sólo ocurre para que se produzca
la explosión. Como ellos refieren todo a la divini­
dad, están persuadidos no de que los rayos anun­
cien el porvenir porque se formaron, sino de que
63
se forman porque deben anunciar el porvenir.” 6
Asi, para lós etruscos, la naturaleza obedece a una
finalidad universal, los fenómenos que se presentan
al hombre son provocados por las potencias divi­
nas para instruirlo respecto de su porvenir y de
sus deberes. No existe, según se ve, actitud más
alejada de la ciencia, ni que ofrezca a la adivina­
ción un campo más extenso. Todo es aquí cuestión
de mantica y la atención especial que se presta a
los exta, a los rayos y a los prodigios proviene
solamente del hecho de que están más cargados 3e
valor sagrado que todos los otros fenómenos de la
naturaleza o del mundo animal y humano. La cien­
cia de los prodigios es, pues, totalmente paralela a
la de las entrañas y de los rayos.
Los métodos de enfoque y de estudio son, de
hecho, los mismos en uno y otro caso. Séneca, en
el mismo pasaje de sus Cuestiones naturales,e define
así la adivinación fulgural: “Volvamos a los rayos
cuya ciencia incluye tres partes, la observación, la
interpretación, la conjuración.” Estas tres partes
fundamentales del arte del arúspice se vuelven a
encontrar en lo referente al prodigio.
64
Notas
1. Cf. en la Histoire générale des religions, ed.
Quillet, Paris, 1960, “La religion grecque”, del
R. P. Festugière, t. I, págs. 465-575.
2. Pensamos ante todo en la lúcida exposición
de M. Pallottino, en su manual titulado Etruscolo-
gia, 3^ éd., Hoepli, Milán, 1955, pág. 199 y sigs.
3. Si se trata de encontrar alguna limitación
a esta dependencia, debe buscársela por el lado
del poder semimágico del sacerdote. Cf. infra,
págs. 75 y 173.
4. Cf. A. Ernout y A. Meillet, Dictionnaire éty­
mologique de la langue latine, artículo haru-, har-.
5. Séneca, Naturales quaestiones, II, 32. “ .. .Nam
cum omnia ad Deum referant (sc. Etrusci), in ea
sunt opinione tanquam non quia facta sunt signi­
ficent, sed, quia significatura sunt, fiant.”
6. Séneca, ibid., II, 33.
65
Caracteres generales de los “ Responsa”
de los arúspices acerca de los prodigios
II
Un texto precioso de Cicerón, su discurso De
haruspicum responso, que data del año 56 a. C.,
nos transmite la forma y el contenido de una res­
puesta dada al Senado romano por los arúspices,
consultados respecto de un rumor subterráneo que
se había oído en el ager latiniensis. Consultas se­
mejantes se realizaron en Roma hasta la caída del
Imperio. Examinemos los diversos puntos a que
se refiere este responsum.1
El primer tiempo de la adivinación aruspicinal
que señala Séneca, la observación, sólo aparece aquí
bajo una forma alusiva y rápida y esto se com­
prende fácilmente. En efecto, los arúspices sólo
desempeñaron en Roma el papel de consultores.
Según veremos, los interrogaba el Senado acerca
de los prodigios que inquietaban a Roma y no les
correspondía la observación de los fenómenos. No
hay duda de que el detalle de la actividad de los
arúspices en la Etruria independiente, y luego roma­
nizada, se nos escapa en gran parte, pero debía
ser, en todo caso, infinitamente más importante que
en Roma. La observación de los prodigios, así
como la de los exta y la de los rayos, correspondía,
seguramente, a estos maestros indiscutibles de la
66
vida religiosa de cada ciudad toscana. Aquí el
responsum de los arúspices se limita a indicar rápi­
damente, pero con precisión, el fenómeno sobre el
cual se les llama a pronunciarse: “Visto que en el
ager latiniensis se ha oído bajo tierra un ruido
metálico acompañado por un temblor— ”
Luego está indicado el nombre de los dioses que
manifiestan su cólera: así comienza la sabia exé-
gesis del fenómeno, parte esencial de estas consul­
tas, ya que proporciona a la ciudad temerosa la
explicación de un hecho amenazador e incompren-
dido. “Las reclamaciones vienen de Júpiter, Satur­
no, Neptuno, Tellus, de los dioses celestes...”
¿De dónde nació esta cólera? Las razones de
ella son múltiples y se las enumera cuidadosamente.
“Los juegos se celebraron con demasiada negli­
gencia y fueron mancillados. Se han dedicado al
uso profano lugares sagrados y religiosos. Se con­
denó a muerte a oradores, despreciando las leyes
divinas y humanas. Se olvidó la palabra dada y
el juramento. Se han realizado con excesiva negli­
gencia y se han mancillado sacrificios antiguos y
secretos.”
¿Cuáles son los peligros que se ciernen sobre la
ciudad? La lista es también larga y amenazadora.
Hay que temer “ que por la discordia y el disenti­
miento de los optimates, se preparen violencias y
peligros contra los Padres y los jefes, que éstos
no se vean privados de socorro, a raíz de lo cual
las provincias se alinearían bajo una sola autori­
dad, el ejército sería expulsado y se produciría un
debilitamiento final. Hay que temer también que
la cosa pública no sea lesionada por manejos secre­
tos, que hombres deteriorados y desposeídos no
sean elevados a las dignidades, en fin, que no se
cambie la forma de gobierno” .
67
Después de esta sabia exégesis, se esperaría la
tercera parte de la adivinación aruspicinal, la indi­
cación de los medios efectivos para calmar a los
dioses y alejar las amenazas. Esto no aparece aquí,
en contraposición con el uso que vemos constante­
mente atestiguado en Roma, donde los arúspices
completan sus análisis adivinatorios mediante pres­
cripciones detalladas relativas a las procuraciones,
a las expiaciones a cumplir.
Pese a esta laguna que es fortuita, el texto evo­
cado resulta revelador. Muestra concretamente la
sutileza de los adivinos toscanos en el estudio de
los prodigios, da una idea de las luces que ellos
creían proyectar, gracias a su pseudociencia, sobre
el pasado, el presente y el porvenir. En efecto, todo
está reunido en este responsum: las faltas huma­
nas de un pasado reciente, que se sitúan en el
mundo de la religión y de los ritos; el estado del
presente, en su aspecto capital, es decir, la actitud
de los dioses respecto de los hombres y, por último,
el anuncio de un cercano porvenir, cargado de ame­
nazas en lo que concierne al Estado y a las clases
dirigentes. La ciencia aruspicinal tenía así un carác­
ter, en cierto modo, universal y cósmico y un solo
fenómeno le permitia abrazar de una ojeada el
estado del mundo. Las relaciones profundas que
unen las diversas partes del mundo, naturaleza, hu­
manidad y dioses, se aclaran mediante tal análisis
y algunas de las correspondencias indicadas pare­
cen imponerse a posteriori: ¿un rumor subterráneo
no es la expresión de la cólera de las divinidades
ctónicas?
Volvemos a encontrar este simbolismo cósmico
en el dominio de los rayos y, más aun, en el de los
exta: en el animal consagrado y ofrecido a los
dioses, el hígado, sede y órgano de la vida, es como
el espejo del mundo en el momento del sacrificio.
68
Sobre su superficie el sacerdote distinguía las sedes
de los dioses en compartimientos rigurosamente
orientados y correspondientes, por una ley sutil de
equivalencias, a las ubicaciones de los dioses en
el espacio celeste.2 El hígado de bronce encon­
trado en Piacenza, que lleva inscriptos, cada uno
en su casillero, los nombres de los dioses, era una
especie de manual que servía para la instrucción
de los arúspices y se presenta como un verdadero
microcosmos.
En el responsum transmitido por Cicerón, la ac­
titud fundamentalmente aristocrática de los arúspi­
ces, cuyo reclutamiento se efectuaba entre la clase
noble de Etruria, se manifiesta en el anuncio de
los peligros que amenazan al Estado y a la clase
senatorial. Y, por cierto, sus advertencias contra toda
tentativa tendiente a desquiciar el orden establecido
y a reemplazar la autoridad senatorial por el poder
de uno solo, coinciden admirablemente con el mo­
mento en que este responsum fue formulado, pues
la República senatorial estaba entonces en apuros.
Sin embargo, se ha demostrado que no hay dere­
cho a considerar esta respuesta como escrita sola­
mente para esa circunstancia.3 El autor bizantino
Lido nos conservó, en efecto, en su Tratado de los
prodigios, un calendario brontoscópico de origen
etrusco, dictado por el mítico Tages, traducido al
latín por Nigidio Figulo, y del latín al griego por
Lido mismo. Este calendario indica la significa­
ción del trueno para cada día del año. Ahora bien,
son evidentes las analogías que existen entre el
responsum del 56 a. C. y ciertas exegesis del trueno
formuladas en el calendario de Lido, en particular
para la fecha de 25 de septiembre. Hay que atri­
buir pues al responsum mismo un valor que sobre­
pasa ampliamente su cuadro temporal. Los arús­
pices debieron consultar en 56 a. C. un calendario
69
adivinatorio del tipo que nos legó Lido y que
se remonta, pese a posibles retoques tardíos, a la
época de la Etruria independiente. No hay duda
de que en caso de rumores subterráneos ocurridos
en el territorio de sus ciudades, los arúspices de
Veyes, Tarquinia o Volscos formularon siempre,
en el curso de su historia, respuestas de este tipo.
Además, la tendencia conservadora del documen­
to no deja de reflejar muy fielmente la posición
constante de los arúspices, atenidos al orden esta­
blecido, campeones de la clase oligárquica. Su acti­
tud política no se modificó durante la inverosímil
duración de su ministerio, desde los comienzos
de Etruria hasta el fin del Imperio romano.
Conviene, por último, anotar que los peligros
anunciados por sus respuestas, aunque amenazan­
tes, no son irremediables, irreversibles. Si los olvi­
dos o las faltas de los hombres provocan la cólera
divina y la aparición de peligros, éstos pueden con­
jurarse mediante ceremonias apropiadas. El res­
ponsum del año 56 a. C., tal como nos fue trans­
mitido, no menciona los ritos a cumplir. Pero los
indican en cambio una cantidad de otros textos y,
para tomar el ejemplo más cercano del precedente
en el tiempo, en el año 65 a. C., bajo el consulado
de Cotta y Torcuato, los arúspices a los que se
hizo venir de toda Etruria, para interpretar los
rayos caídos en repetidas oportunidades sobre ob­
jetos sagrados del Capitolio, dieron la siguiente res­
puesta: “Dijeron que estaban cercanas masacres e
incendios y la aniquilación de las leyes y la guerra
civil en el seno de la ciudad y la ruina total de
Roma y del Imperio... ”, nisi di inmortales Omni
ratione placati suo numine prope fata flexissent,
“si no se aplacaba, costara lo que costara, a los
dioses inmortales, cuya intercesión quizá doblega­
ría las decisiones del destino.” 4
70
Aquí aparece bien claro el proceso mediante el
cual los hombres y las ciudades, instruidos acerca
de sus deberes por los arúspices, podían intervenir
en la marcha del mundo. Sin duda que para el
pensamiento toscano el destino es todopoderoso y
nada puede forzarlo a cambiar su ruta. Pero los
dioses pueden servir de intercesores entre la huma­
nidad y el fatum. Para que acepten representar
este papel, hay que calmar por supuesto su cólera,
aplacarlos (omni ratione placari). Entonces, pero
sólo entonces, pueden intentar torcer el curso del
destino, prope fata ipsa flectere. Con ello la adivi­
nación aruspicinal encuentra su posibilidad de ac­
ción, su eficacia, ya que su tarea esencial consiste
siempre en indicar qué ritos son agradables para
los dioses. Cicerón recuerda los ritos expiatorios
y propiciatorios correspondientes al 65 a. C. Se
organizaron juegos durante diez días. “Además no
se omitió nada que pudiera aplacar a los dioses.”
Como la estatua de Júpiter había sido herida por el
rayo, “los arúspices prescribieron que se erigiera
una más grande, se la colocara sobre un zócalo
elevado y, contrariamente a lo que se había hecho
hasta entonces, se la volviera con la cara hacia el
oriente. Esperaban, según decían, que si la estatua
que veis aquí mirara hacia el levante y al mismo
tiempo hacia el Foro y la Curia, las maquinaciones
que se tramaran contra el bienestar de la Repú­
blica y del Imperio se aclararían con una luz tal
que el Senado y el pueblo romano llegarían a pe­
netrarlas”. Resulta aquí evidente el vínculo que
existe entre la interpretación del prodigio y su pro­
curación. Los romanos mismos captaron muy bien
tal relación y Cicerón escribe así en su De diuina-
tione: Magna uis. .. monstris interpretandis ac pro­
curandis in haruspicum disciplina.6
71
Notas
1. Cicerón,De haruspicum, responso, 20 y sigs.
2. A este respecto, cf. Ia memoriade C.0. Thu-
lin, Die Gotter des Martianus CapeUa. .., los ar­
tículos de A. Grenier, “L’orientation du foie de
Plaisance”, y de M. Pallottino, “Deorum sedes”, ci­
tados infra, pág. 187.
3. Cf. a este respecto el artículo de A. Piga-
niol, “Sur le calendrier brontoscopique de Nigidius
Figulus”, citado infra, pág. 188.
4. Cicerón,Catilinarias, III, 19.
5. Cicerón,De diuinatione, I, 3.
72
Ill
Los arúspices y las
exégesis de los prodigios
Sería necesario un largo estudio si se quisiera
agrupar y clasificar las exégesis y expiaciones con­
tenidas en las respuestas de los arúspices. En efec­
to, aunque los textos etruscos, de comprensión to­
davía muy difícil, se mantienen mudos a este res­
pecto, la literatura romana es rica en informaciones
concernientes a la ciencia aruspicinal, en lo que se
refiere a los prodigios. Debemos limitarnos aquí a
los hechos esenciales.
Se impone una observación general. No encon­
tramos ningún rasgo de evolución en la disciplina
etrusca, desde el momento en que surge en el suelo
toscano hasta su extinción. Las respuestas de los
arúspices acerca de los prodigios responden siem­
pre a los mismos principios, a las mismas exigen­
cias. Su arte adivinatorio parece, pues, haber sido
asombrosamente estable. A esto se podría objetar
que este arte sólo nos es conocido por fuentes ro­
manas, por lo tanto tardías. Es cierto. Pero estas
fuentes romanas se refieren a épocas extremada­
mente diversas, desde el momento de la realeza
etrusca hasta el fin del Imperio de Roma. Ahora
bien, aunque no sean, desde luego, aceptables todos
los datos que nos transmite la tradición, concernien-
73
tes a épocas muy antiguas, los preciosos relatos de
Tito Livio y de Dionisio de Halicarnaso que se
refieren a la aruspicina bajo el reino de los Tar­
quinos parecen basarse sobre fundamentos autén­
ticos, sin duda fuentes etruscas, contemporáneas de
los hechos mismos. Citemos solamente, entre otros,
el siguiente prodigio.1
Antes de hacer construir el templo de Júpiter
Capitolino, que debía ser el mayor de Roma y afir­
mar su supremacía sobre el Lacio, Tarquino el
Soberbio debió hacer preparar una vasta superficie
sobre el Capitolio y emprender trabajos considera­
bles. Se produjeron entonces varios prodigios, de
los cuales el más famoso fue el siguiente: de los
fundamentos del templo, los obreros extrajeron una
cabeza humana, cuyos rasgos estaban intactos, capul
humanum integra facie aperientibus fundamenta
templi dicitur apparuisse? Según Tito Livio, los
arúspices de Roma y los venidos ex profeso de
Etruria interpretaron que el prodigio anunciaba
que Roma estaría a la cabeza del mundo. El sím­
bolo era manifiesto. Por su parte, Dionisio de
Halicarnaso relata en cambio que ocurrió un hecho
extraño: los adivinos existentes en Roma fueron
incapaces de interpretar el fenómeno y una misión
fue a Etruria a consultar allí a un arúspice. Este
quiso engañar a los romanos pero, por una especie
de pacto espontáneo con los enviados de Roma, el
hijo del arúspice les aconsejó evitar responder
a su padre si éste, insidiosamente, les preguntaba
en qué punto del Capitolio había sido encontrada
la cabeza milagrosa, se tratara del este, del oeste,
del norte o del sur. Sólo había que dar la indica­
ción siguiente: en el monte Tarpeyo, en Roma. En
caso contrario, el adivino habría intentado trasladar
a su ciudad el presagio de grandeza recibido por
Roma. Así se hizo y el experto toscano debió reco­
74
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Los Prodigios en La Antiguedad Clasica - Bloch Raymond

  • 1. RAVMOKD BLOCH LOS PRODIGIOS EN LA ANTIGÜEDAD CLASICA Biblioteca del hombre contemporáneo
  • 2. Raymond Bloch, eminente arqueólogo y latinista. Director de estudios ce la Ecole Pratique des Hautes Études de París, expone el tema fascinante de la adivinación, los presagios y prodigios entre los griegos, etruscos y romanos. Su encuadre es histórico y evolutivo y toca aspectos de la utilización política ce! prodigio. A Bloch debemos agradecerle, señala H. Le Bonniec, "haber sabido decir lo esencial en pocas páginas, y decirlo en un estilo sim ple y claro, que evita con cuidado la ¡erga técnica y resulta accesible a todo hombre cultivado'' ,"Revue des Études latines"}. A la vez que breve y completo, este libro es original por su enfoque y por sus aportes concretos (como, por ejemplo, . las interpretaciones referentes ai espejo de Bolsena y a las urnas funerarias). El lector puede consultar las siguientes obras conexas del fondo Paidós: J. Carcopino: Las etapas del imperialismo romano Examen magistral de las etapas principales de ese im perialismo, que sobre todo a partir de Escipión el Africano apresó a Roma en el engranaje de la guerra, ia conquista y la rapiña. Más que formular infructuosas explicaciones del con­ junto, el autor se atiene a problemas y momentos concretos y sustanciales. A. M. Guillem in: V irg ilio . Poeta, ariista y pensador Este libro nos pone en contacto directo con los mejores momentos delalma virgiliana, a la que escruta desde los primeros ejercicios literarios hasta la Dlasm ación definitiva del ú ltim o y más logrado poema, la "Eneida". P M. Schuhl: Platón y el arte de su tiempo El estudioso de la historia del arte y de la filosofía griega l^erá con prove­ cho el penetrante^ y ameno análisis de Schuhl, y el lector culto encontrará en él una excelente introducción a la compleja y apasionante meditación piaícrvca scC'-e ei valor y la dignidad del arte y el beneficio y daño que puede cro ó u c'r e r e seno de la sociedad." (Eduardo J. Prieto) PAIDOS — Buiercs Aires
  • 3. RAYMOND BLOCH LOS PRODIGIOS EN LA ANTIGÜEDAD CLASICA Biblioteca de Cultura Clásica, Editorial Paidós Buenos Aires, Argentina
  • 4. Versión castellana de Eduardo J. Prieto Ex profesor de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad del Litoral
  • 5. Indice Introducción 9 Notas 16 Primera Parte Los prodigios en Grecia I La adivinación griega y los prodigios 19 Notas 27 II Los diversos aspectos del prodigio griego 29 Notas 42 III Los rituales. Evolución de la actitud helénica respecto del prodigio 45 Notas 54 Segunda Parte Los prodigios en Etruria I La adivinación etrusca y los prodigios 59 Notas 65 7
  • 6. II Caracteres generales de los “Responso” de los arúspices acerca de los prodigios 66 Notas 72 III Los arúspices y las exégesis de los prodigios 73 Notas 86 IV Las expiaciones de los prodigios 89 Notas 95 Tercera Parte El prodigio romano I La actitud de los romanos respecto de la adi· vinación: presagios y prodigios 99 Notas 108 II El período primitivo. El período etrusco. Los Libros Sibilinos 110 Notas 133 III Roma y los prodigios hasta la segunda guerra púnica. La procuratio prodigiorum 137 Notas 152 IV Cambios y crisis. El prodigio a fines de la República y bajo el Imperio 155 Notas 178 Bibliografía 184 Normas seguidas para la transliteración de palabras en griego 189 8
  • 7. Introducción Un tema de estudio como el del prodigio en la antigüedad griega, etrusca y romana, no sólo es vasto y complejo: requiere, para que se lo com· prenda exactamente, recurrir a perspectivas múlti­ ples, a ángulos de visión diversos. En la vida religiosa de los antiguos el prodigio posee, en efecto, un valor multiforme y a menudo esencial. Fenómeno de psicología religiosa y social, es re­ velador de la actitud de los pueblos en lo que concierne a las relaciones existentes entre el mundo natural y el de los dioses. Pero tal como ocurre con todos los otros elementos de la vida religiosa de los antiguos, está, por supuesto, sometido a una evolución histórica que transforma a menudo su propia naturaleza y la actitud de los hombres res­ pecto de él. Convendrá, pues, adoptar, en el inte­ rior de cada una de las civilizaciones consideradas, un punto de vista histórico y evolutivo. Y aun esto es insuficiente. El prodigio interrumpe brutal­ mente el curso normal de la vida de los individuos y de la comunidad. Así, interesa directamente y conmueve a loe espíritus y los corazones. Pero ello ocurre de manera desigual respecto del mismo período, según las diversas capas sociales. Cabe, 9
  • 8. entonces, distinguir las actitudes y creencias de éstas. Cuando las clases cultivadas se apartan de los ritos de la religión tradicional, algunos de sus miembros sienten una fuerte tentación de acre­ centar su autoridad y su poder explotando políti­ camente la creencia enraizada de las muchedum­ bres en los prodigios y en el valor significativo de éstos. Habría, pues, por escribir toda una historia política del prodigio. El cuadro restringido de esta obra impide, por supuesto, presentar un estudio exhaustivo de estos diferentes puntos de vista. Pero es imposible dejar de lado ninguno de ellos. Encararemos sucesivamente los dominios griego, etrusco y romano. En cada caso, el estudio nos hará penetrar en la esfera de la mántica, ese arte que se difundió, pero en medida diversa, entre todos los pueblos y que consiste en deducir indi­ caciones concernientes al pasado, el presente o el futuro, a partir de signos divinos, presagios o pro­ digios. Y el valor adivinatorio del prodigio varía, por cierto, según los pueblos: en un caso el pro­ digio es un presagio de importancia que devela todo un sector del porvenir; en otro, por lo con­ trario, sólo es el signo de la cólera divina que ordena al hombre una reverencia más atenta res­ pecto de los dioses y la realización de nuevos sa­ crificios. En la mayor parte de los casos, sin em­ bargo, se sitúa en el mundo de la adivinación.1 Un prodigio es siempre la irrupción de lo sagrado en lo profano, testimonio de tal o cual modifica­ ción que se produce en las relaciones entre los hombres y los dioses: y los primeros pueden dedu­ cir de él importantes conclusiones para su propia vida. Signo privilegiado ofrecido a la observa­ ción humana, el prodigio entra de pleno en el mundo de la adivinación, actividad religiosa pri­ vilegiada de los antiguos, que tantos documentos 10
  • 9. diversos de la literatura, la epigrafía y la arqueo­ logía contribuyen a hacernos conocer. La actitud de los griegos, de los etruscos y de los romanos acerca del prodigio dependerá, pues, en un plano más general, de su propia posición respecto de la adivinación. Convendrá evocar entonces aquí la actitud de éstos y los dones adivinatorios que res­ pectivamente manifestaron. La obra monumental de Bouché-Leclercq,2 aun­ que ya tiene casi un siglo, todavía no ha sido reemplazada. La idea que él se hace de la mántica y las definiciones que da de ella reflejan sin em­ bargo demasiado las tendencias de su época, que se complacía en generalizaciones de un racionalis­ mo demasiado simplista. Así, se lee en la segunda página de su introducción “sobre el valor moral de la adivinación” : “Esta vena de sentimiento, que vivificaba al politeísmo grecorromano, es la creencia en una revelación permanente otorgada por los dioses a los hombres, en una especie de socorro intelectual ofrecido espontáneamente y obtenido con facilidad, gracias al cual la sociedad y los indi­ viduos podían reglar sus actos con una prudencia sobrehumana...” Un poco más lejos (pág. 7), nos describe así el origen y el fundamento de la mántica: “La adivinación es el producto de una idea religiosa que la conciencia humana ha po­ seído en todas las épocas, la fe en la Providencia. Sólo presupone las dos condiciones o postulados cuya reunión constituye el fondo de toda doctrina religiosa, a saber, la existencia de una divinidad inteligente y la posibilidad de relaciones recípro­ cas entre el hombre y la divinidad; y es una con­ secuencia racional, si no necesaria, de ella, ya que se considera que esta ciencia puede contribuir a la felicidad del hombre o a su perfeccionamiento.” 11
  • 10. No son éstas, en verdad, reflexiones desdeña­ bles: en realidad, corresponden a las ideas que los pensadores antiguos mismos se hacían acerca de la adivinación. ¿Y quién no evoca en su recuerdo, al releer estas líneas escritas por un excelente his­ toriador de las religiones, las descripciones filosó­ ficas que se suceden en los dos libros ciceronianos De diuinatione? Pero un enfoque tal sólo es valedero para las épocas en las cuales la religión había ya tomado un aspecto civilizado y se habían olvidado sus lejanos orígenes. El estudio comparativo de las creencias adivinatorias entre los diferentes pueblos lleva hoy a buscar su explicación no en la fe en una Providencia caritativa, en dioses de rostro hu­ mano, sino en la creencia —universalmente difun­ dida en la aurora de las civilizaciones—, en que existe una interpenetración constante de lo sagrado y lo profano, y además hay relaciones íntimas y secretas, armonías, correspondencias entre los di­ versos elementos del mundo y relaciones simbó­ licas y estrechas entre el objeto, el microcosmos, y el mundo, el macrocosmos. Una exposición cien­ tífica realizada en el museo Guimet en 1953, y cuyo catálogo metódico, redactado por varios espe­ cialistas, se agotó lamentablemente poco después de su publicación,3 trató del simbolismo cósmico y de los monumentos religiosos en diferentes épocas y diversas civilizaciones. Esta exposición puso bien de manifiesto con qué frecuencia los templos, las tumbas, los palacios y aun las ciudades represen­ taron, aquí o allá, la imagen misma del cosmos. Y, tal como se lo ha señalado con razón,4 no habría que creer con ligereza que el motivo cós­ mico se haya desvanecido en la época moderna. En efecto, el simbolismo cósmico se manifiesta tanto en las civilizaciones más evolucionadas como 12
  • 11. en las más humildes. Este valor cósmico de los edificios religiosos, y a veces civiles, es sólo nn aspecto privilegiado de una creencia muy frecuen­ te, según la cual hay interpenetración entre los diferentes elementos constitutivos del mundo. Con el desarrollo del pensamiento y de los sistemas filosóficos, la especulación sobre el cosmos con­ cluirá frecuentemente en la interdependencia entre sus diversas partes, en todo un conjunto complejo de íntimas correspondencias, sacras o no. Es en estas perspectivas donde se sitúa la actitud del hombre respecto de la adivinación. Me parece que la fórmula siguiente define bas­ tante bien la actitud psicológica que se halla en el origen de la mantica:5 “La adivinación aparece como el modo de conocimiento apropiado para un universo constituido por objetos que tienen, en escalas diversas, una estructura análoga y están unidos entre sí por sistemas de relaciones.” Y el estudio de J. Vernant, del cual hemos tomado esta definición, termina justamente con la siguiente ob­ servación: “Todo pensamiento religioso, en la me­ dida misma en que supone equivalencias y susti­ tutos en el espacio y en el tiempo, autoriza y justifica la adivinación.” Esta tendencia de la na­ turaleza humana a buscar relaciones entre cosas parecidas sobrepasó ampliamente sus aspiraciones iniciales; en la época científica, es también ella la que llegará a la búsqueda y al establecimiento de leyes. Maestra de errores, se transforma luego en fuente de verdad. Pese a la expansión vertiginosa de los límites mismos del cosmos, la ciencia se dirige siempre al descubrimiento de relaciones ín­ timas entre sus más lejanos elementos. Sea como fuere, produce asombro la importancia que revistieron, en la época precientífica, y la importancia que revisten aún entre ciertos pueblos 13
  • 12. o en ciertas capas sociales, una cantidad de prác­ ticas adivinatorias que pretenden desgarrar el velo del porvenir mediante el análisis de fenómenos perfectamente naturales. La explicación reside en una especie de necesidad profunda y constante que siente la naturaleza humana (aunque esta necesi­ dad esté destinada al fracaso), de sobrepasar sus propios límites y llegar a saber más de lo que le está concedido acerca de su propio destino. Se trata en este caso de una aspiración sentimental, y la creencia en la adivinación fue siempre extra­ ordinariamente estimulada por las crisis, los te­ mores y los terrores. Las pruebas recientes por las que pasó el mundo lo mostraron muy bien: el desorden y la confusión desarrollan siempre en los pueblos la boga de los oráculos y el favor, jamás desmentido, de la cartomancia. Hasta tal punto desea el hombre que sufre o tiene miedo, adivinar por todos los medios un porvenir que puede ser para él una liberación. Así, el tema de estudios que presentamos aquí se inserta en el mundo de la adivinación antigua. £1 prodigio no es, sin embargo, según hemos visto, un simple signo entre otros signos, simbólicos y sagrados. Su carácter excepcional le confiere un valor sin igual. Pero, como parece interrumpir por un tiempo el curso de las leyes naturales, un pue­ blo inclinado al racionalismo, como lo es el pueblo griego, no lo admite de muy buena gana. Inversa­ mente los etruscos, que sienten constantemente por encima de sí el peso de las fuerzas misteriosas del destino, le consagran toda su atención y su ciencia de los ritos. Respecto de los romanos, veremos que fueron bastante supersticiosos como para ver aparecer constantemente prodigios en torno de sí; pero también bastante pragmáticos como para or­ ganizar sólidamente los ciclos rituales destinados 14
  • 13. a confirmar las promesas y a apartar las amena· zas. El prodigio es, quizás, el fenómeno frente al cual los pueblos antiguos manifestaron de la manera más clara las características de su religión y de su genio. Esta obra no habría podido ser publicada sin la iniciativa y los consejos de J. Bayet. Es él quien me propuso este hermoso tema de estudio, hace ya mucho tiempo, cuando yo era un joven estudiante en la Escuela Normal Superior. No dejó luego nunca de interesarse en el curso de mis investigaciones. Quiero expresarle aquí mi afec­ tuosa gratitud. Agradezco igualmente a A. Piga- niol que, desde la época de la Escuela Normal, me ayudó siempre en mis investigaciones en un domi­ nio que él también exploró. La señora de Romilly tuvo la amabilidad de releer el capítulo referente a Grecia y formularme preciosas observaciones; J. André me prestó la ayuda de su ciencia de filó­ logo; les agradezco muy amistosamente. Las in­ vestigaciones que presento aquí en una forma rela­ tivamente breve habrían debido, según era mi intención, constituir el tema de una publicación más vasta; circunstancias imprevistas me lo impi­ dieron. El presente estudio y una obra ulterior reemplazarán este proyecto inicial. Para no dar excesiva amplitud a las notas de pie de página, sólo cito en abreviatura las obras y artículos cu­ yas referencias completas se encontrarán en la bibliografía, al final del libro. 15
  • 14. Notae 1. £1 prodigio en forma de puro milagro es raro en la antigüedad. Cf. sin embargo infra, pág. 35. 2. A. Bouché-Leclercq, Histoire de la divination dans FAntiquité, 4 vols., Paris, 1879-1882. 3. La publicación se titula Symbolisme cosmi­ que et monuments religieux y comprende un vo­ lumen de texto y uno de ilustraciones; ed. de los Museos Nacionales, julio de 1953. 4. Ibid., texto de A. Chastel, Les temps mo­ dernes, pág. 96. 5. J. Vernant, “La divination. Contexte et sens psychologiques des rites et des doctrines”, en el Journal de Psychologie, julio-septiembre de 1948, págs. 299-325. 16
  • 16. La adivinación griega y los prodigios I La mitología griega y, consecutivamente, una buena parte de la mitología romana, consisten en relatos maravillosos en los cuales los héroes y los dioses se mezclan en peripecias innumerables y donde los presagios y los prodigios constituyen legión. £1 prodigio anuncia el nacimiento, la gran­ deza o la muerte del héroe, atestigua la omnipo­ tencia de la divinidad. Todas las clases de signos adivinatorios forman parte de las animadas aven­ turas de que está entretejida la vida del héroe, dotado de cualidades que sobrepasan la medida común, o la de los dioses, de aspecto humano pero de poderío sin límite. En la masa compleja de los relatos mitológicos se han distinguido justa­ mente los mitos propiamente dichos, los ciclos he­ roicos, los cuentos, las leyendas etiológicas, los relatos populares, en fin, las simples anécdotas.1 En todos los casos, la aparición frecuente de pre­ sagios y de prodigios da una aureola de maravilla a relatos que, si bien cuentan aventuras semejan­ tes en el fondo a las de los hombres, aunque más grandiosas, tienen permanente necesidad del pres­ tigio que les confiere el mundo asombroso de la adivinación. 19
  • 17. Es claro que si en el vasto circulo de los héroes y de los dioses de la Hélade los signos del por­ venir y lo maravilloso desempeñan un gran papel, es porque la imaginación de los pueblos helénicos pudo proyectar sin dificultad, en una esfera supra- terrestre, creencias y procedimientos de adivinación que eran de uso familiar y corriente en la vida de la religión y de la política. Como nuestro es­ tudio se propone examinar una forma de las creen­ cias adivinatorias de los antiguos, nos conviene analizar aquí esencialmente el prodigio, tal como aparecía en la vida de los hombres para sembrar en ella por un momento la perturbación o el terror. Como los prodigios pertenecen al mundo del mito, sólo podrán servirnos de puntos de referencia, vale­ deros, sin embargo, en la medida misma en que son la imagen de creencias que vivieron, en un mo­ mento dado, en el corazón de los hombres. Pa­ sando del dominio de los dioses al de los hombres, el prodigio pierde buena parte de su carácter mágico y gratuito. Sirve a menudo para dirigir la vida del individuo y de la sociedad. Pero su importancia varía según las épocas y resulta de entrada evidente que la Grecia de la época clásica no le atribuye gran crédito. Debemos ubicarlo con exactitud en el interior del amplio mundo de la adivinación. Este mundo, bajo formas diferentes, gozó siem­ pre en Grecia de un gran favor, sobre todo entre las clases populares, pero también en las capas más altas de la sociedad. Adivinos, profetas, sibilas y sobre todo oráculos ocupan un lugar importante en la vida religiosa helénica. Pensemos, por ejem­ plo, en el papel desempeñado por los oráculos en las relaciones entre ciudades griegas, en la cele­ bridad de que gozó el oráculo délfico de Apolo en el mundo antiguo. De ahí proviene el interés 20
  • 18. justificado que acuerda la erudición moderna a este aspecto de la vida religiosa de los griegos. Tres de los cuatro tomos de la obra citada más arriba, de Bouché-Leclercq, analizan las formas de la adivinación en Grecia, la actitud de los filósofos respecto de ella, la naturaleza de los sacerdocios, individuales o colectivos, que eran los depositarios de la complicada ciencia de la adivinación. La verdadera naturaleza de estos métodos adivinato­ rios, utilizados sistemáticamente en diversos lugares, constituye hoy todavía el objeto de penetrantes estudios, a veces contradictorios. La mántica de la Pitia délfica, lejos de ser de carácter profético e inspirado, reposaría, según una tesis nueva, en procedimientos clerománticos y en las respuestas dadas por las “suertes”.2 Pero la mayor parte de los eruditos se atienen, a justo título según parece, al punto de vista tradicional desde la antigüedad, que afirma el delirio de la Pitia, y las profecías que en su éxtasis le inspiraba Apolo difícilmente pue­ dan ser relegadas al dominio de la leyenda.3 Si se pasa de la vida religiosa de Grecia a la especulación filosófica que le concierne, la impre­ sión no cambia. La importancia de la mántica se refleja claramente en las discusiones de las escue­ las filosóficas que oscilaron, a su respecto, entre dos polos opuestos. Según unos, los diversos pro­ cedimientos de la adivinación, valedera en su prin­ cipio esencial, permitían descubrir efectivamente el porvenir, mientras que otros veían en ella, por lo contrario, creencias estimadas por el vulgo pero des­ provistas de todo fundamento real. Recordemos solamente aquí las creencias fundamentales de las grandes corrientes filosóficas. La filosofía plató­ nica creía en el éxtasis profético, en tanto que Aris­ tóteles, con su espíritu científico, se mostraba muy desconfiado respecto de los diversos procedimien­ 21
  • 19. tos de la mántica. Luego los estoicos y los epicú­ reos desarrollaron tesis contradictorias: para los primeros existía, sin duda, una adivinación y los dioses eran demasiado buenos como para rehusar un bien tan precioso al hombre. En cambio Epicuro suprimió radicalmente la adivinación de su explica­ ción del mundo; para él no había providencia y el universo estaba organizado según leyes inmutables. Esta actitud fue también la de la Nueva Academia, fundada en 280 a. C. por Arcesilao. El reflejo de estas oposiciones y debates se encontrará en los discursos filosóficos de Cicerón que, si bien fue alumno del estoico Posidonio, no dejó de ironizar acerca de las creencias populares en la mántica. En el interior de este mundo adivinatorio com­ plejo y que ocupa así un lugar importante en la religión, la vida política y el pensamiento griego, ¿qué situación conviene acordar al prodigio? La cuestión es delicada y requiere un análisis preciso de las realidades abarcadas por este término. En bien de la claridad de la exposición, he aquí el orden que seguiremos: analizaremos sucesivamente la noción misma de prodigio, los términos que lo designan, los diferentes aspectos que reviste en la Hélade y las consecuencias culturales que acarrea; por último, intentaremos definir la actitud del pue­ blo griego respecto del prodigio y la evolución que esta actitud ha sufrido. Se impone una observación fundamental. Tal como lo reconocieron desde hace mucho tiempo los especialistas, no existe en Grecia, contrariamente a lo que ocurrirá luego en Roma, una diferencia esen­ cial entre el presagio y el prodigio. Uno y otro son signos adivinatorios que pueden aclarar al hombre y a la ciudad la voluntad de los dioses y el porve­ nir más o menos cercano. Sin embargo, el presagio y el prodigio se distinguen uno de otro esenciaimen- 22
  • 20. te por la importancia superior del prodigio, signo de peso, cuya advertencia nadie podría descuidar, a menos que padeciera de ceguera. Se impone al individuo o a la ciudad a la que concierne. Es rara la aparición de prodigios que constituyen pu­ ros milagros sin valor anunciador, pero los hubo sin embargo en ciertos santuarios, como en Epi­ dauro, según veremos más adelante.4 Gracias al prodigio que se impone al hombre, éste puede descubrir muy a menudo el porvenir, favorable o funesto. En efecto, el valor del pro­ digio es diferente según los casos, y no es forzoso que traiga el anuncio de la cólera divina. La situa­ ción es diversa en Roma. El dios que lo envía sobre la tierra y lo presenta a la observación huma­ na es generalmente Zeus, el señor del Olimpo, cuya omnipotencia sabe modificar fácilmente los fenó­ menos que se suceden en la superficie de la tierra; pero también otras divinidades pueden amonestar con fuerza al pueblo o al hombre que les interesa: Atena en la litada,5 Deméter y Perséfona,® o tam­ bién Poseidón, cuyo tridente provoca la tempestad o sacude la superficie de la tierra. Sin embargo, a juzgar por los textos y la impresión que de ellos se desprende, consideran los helenos como un hecho muy raro que los dioses intervengan de manera brutal en el curso de la vida humana. Tan frecuen­ tes son sus manifestaciones de toda clase en los relatos míticos como rara su intervención en la vida misma de la Hélade. Todo ocurre como si el espíritu griego, de imaginación fecunda, hubiera permitido que los héroes y los dioses manifestaran a gusto su poder en las peripecias de sus aventuras sobrehumanas, y como si sus tendencias a un racio­ nalismo precoz lo hubieran hecho al mismo tiempo muy poco propenso a ver surgir a menudo, en 23
  • 21. torno- de él, la brutal manifestación de la voluntad divina. La lengua griega misma testimonia alguna va· cilación en la designación del prodigio.7 Cierto número de términos designan a la vez el presa­ gio y el prodigio, sin que ninguno de ellos esté reservado al fenómeno milagroso; veremos que la lengua latina opone a esto un estado de cosas muy diferente.8 Entre estos términos que resulta impo­ sible estudiar aquí en forma detallada —aunque se­ ría instructivo— los más importantes son sémeion, oionós, phasma y teros. Una disertación ya muy vieja y que sin embargo sigue conservando valor en algunos puntos, la de K. Steinhauser,9 ha mos­ trado claramente cuán difícil es distinguir con pre­ cisión estas palabras, que parecen a menudo inter­ cambiables. Sin embargo, ya los antiguos habían hecho tentativas en este sentido. Al comienzo del preámbulo de su libro De ostentis, el bizantino Johannes Lido explica que los escritores judíos dis­ tinguían dos tipos de prodigio, los sémeia, de or­ den atmosférico, meteórico (ta en metéorois sünis- támena), y los térata,- que aparecerían solamente sobre la tierra y constituirían hechos contra la na­ turaleza, monstruos del dominio animal o humano (ta epí íes gés hos paró phiisin phainómena). El valor así atribuido al segundo de estos términos es, en efecto, muy frecuente. Sin embargo, es impo­ sible adjudicar a los diferentes términos griegos dominios separados: ninguno de ellos abarca una categoría de hechos determinados con exclusión de los otros. Según los períodos, y también según los escritores, tal o cual palabra adquiere una mar­ cada preferencia que desaparece a menudo en época posterior. Los términos más generales eran sémeion, el sig­ no adivinatorio, cualquiera que sea, y oiónós, eti- 24
  • 22. otológicamente el signo dado por los pájaros. Los dos sirvieron para designar toda especie de signo adivinatorio y, por consiguiente, el prodigio mismo. Jenofonte muestra una cierta predilección por la palabra oídnos, que aparece muy a menudo en sus obras. Phasma, que se aplica en un comienzo a los fenómenos meteorológicos, no se limita de nin­ guna manera a este empleo. Teras, en fin, es sin duda el término cuyo valor se halla más cercano al de la palabra latina prodigium, a la palabra francesa prodige (prodigio). Es cierto que teros puede emplearse a propósito de todo acontecimien­ to no habitual que sirve al hombre para prever el porvenir. Sin embargo, a menudo implica una at­ mósfera de terror, como cuando Hesíodo escribe, a propósito del Tártaro:10 “Prodigio terrorífico (deinón teras) aim para los dioses inmortales.” El término se emplea a menudo para designar un ser sobrehumano, humano o animal, contrario a las leyes de la naturaleza por su nacimiento, el medio en que vive, su aspecto insólito. Aristóteles utiliza sistemáticamente teras a propósito de un ser parádoxon, engendrado pará phüsin. Los ejem­ plos están reunidos en una vieja disertación de Marburgo,11 y su número resulta significativo. Re­ cordemos solamente los versos de Eurípides que evocan la aparición del toro marino que va a pro· vocar la muerte de Hipólito: 12 “Y con la triple ola que rompe, el mar vomita un toro, monstruo sal­ vaje (agrión teras) .” En el mundo de la mitología, los cíclopes, el Minotauro y todos los seres que se alejan de la común naturaleza del hombre por tal o cual parti­ cularidad o por la unión de elementos humanos y animales son, en verdad, prodigios de la natu­ raleza, térata. La simple anomalía del nacimiento hace que se recurra a este término, aunque el ser 25
  • 23. surgido de él no tenga ya nada de sorprendente. La encantadora Helena se califica así, por haber surgido del huevo de Leda: “ ¿Me engendró mi madre como objeto de estupor (teras) para los hombres?” 18 De teras surgió toda una serie de términos va­ riados: así, teratoskopos, intérprete de presagios, de prodigios, palabra vecina de mantis, el verbo terúizein que designa la actividad del adivino, los adjetivos terastios, prodigioso o bien autor de pro­ digios, teratôdês, monstruoso. Muchas palabras tomaron un valor desfavorable y se refieren a rela­ tos extraordinarios o falaces (teratéuesthai), a truhanerías (teratourgía). La familia del término es amplia, como se ve, y muestra la importancia de la noción que éste abarca. Por lo tanto, si se desea extraer conclusiones de esta situación lingüística compleja, serían en mi opinión las siguientes: muchos términos sirven en griego para designar toda clase de presagios y por consiguiente se aplican también a los fenómenos extremadamente raros y de apariencia prodigiosa. Uno de ellos, sin embargo, el vocablo teras, suscita generalmente una impresión de estupor, de terror, cuando se lo aplica a un ser monstruoso, a un hecho contrario a la naturaleza. Pero tampoco esta palabra tiene únicamente tal valor, sino que se la puede emplear a propósito de los signos adivina­ torios más comunes. 26
  • 24. Notas 1. Cf. P. Grimai, Dictionnaire de la mythologie grecque et romaine, Paris, Presses Universitaires de France, 1951, pág. XIII. 2. P. Amandry, La mantique apollinienne à Delphes, Essai sur le fonctionnement de Foracle, Bi­ blioteca de las Escuelas francesas de Atenas y de Roma, Paris, 1950. En la cleromancia se tira a suertes entre objetos (sortes) que llevan inscriptos o grabados diversos oráculos, para ver cuál da la respuesta del destino a la cuestión planteada. 3. H. W. Parker y D. E. Wormwell, The delphic oracle, Oxford, 1956. 4. Infra, pág. 35. 5. Iliada, X, 275. 6. Plutarco, Timoleón, 8. 7. Falta un estudio detallado de los términos de la adivinación en la lengua griega. Valdría la pena, sin embargo, que se llevara a cabo tal traba­ jo, pues abundaría en enseñanzas tanto para el filólogo como para el historiador de las religiones. Cf., no obstante, el libro de G. Redard, Recherches sur KHRE, KHRESTHAI. Etudes sémantiques, en la Biblioteca de la Ecole des Hautes Etudes, Scien­ 27
  • 25. ces historiques et philologiques, fasc. 303, Paris, 1953. 8. Cf. infra, pág. 105. 9. Citada en la bibliografía, pág. 186. 10. Teogonia, verso 743. 11. La disertación de P. Stein; cf. la bibliogra­ fía, pág. 186. 12. Eurípides, Hipólito, verso 1.214 y sigs. 13. Eurípides, Helena, verso 256. 28
  • 26. Los diversos aspectos del prodigio griego II Veamos ahora un poco más en detalle las reali­ dades mismas que abarcan los términos conside­ rados más arriba. La investigación filosófica y científica supo explicar muy pronto, en los medios cultivados, las causas reales de toda una serie de fenómenos de apariencia insólita. Pero pese al rá­ pido desarrollo que tuvo el pensamiento racional helénico desde el siglo vi a. C., sólo logró hacer algo más presentables las creencias y los temores del vulgo. Sin embargo, los progresos del raciona­ lismo griego se hacen sentir netamente en el lugar, muy mesurado y restringido, que se asigna al pro­ digio en la época clásica. Debemos, no obstante, agrupar los hechos. Los fenómenos clasificados como prodigios en las diferentes épocas son muy diversos. Geográficamente, y como en todas las civilizaciones antiguas, se dividen en prodigios ce­ lestes y prodigios terrestres; los que ocurren en la tierra pueden interesar a la naturaleza inanimada o bien a la naturaleza animada. La conciencia inquieta de los pueblos se conmo­ vió siempre especialmente ante los fenómenos ce­ lestes, que parecían emanar directamente de las divinidades, ya que éstas se hallaban también si- 29
  • 27. tuadas, en forma más o menos vaga, en las zonas supraterrestres; tales fenómenos expresaban en­ tonces, de manera más clara, la voluntad de éstas. Estos prodigios celestes, considerados como divinos por una multitud poco permeable a la explicación científica, pueden ser de naturaleza diversa: eclipses de sol o de luna, tempestades excepcionales, rayos y truenos imprevistos, cometas y meteoros. Los eclipses solares y lunares no dejaron de atraer la atención precoz de sabios como Anaximenes o Ana­ ximandro, que determinaron su verdadera causa. El pueblo no abandonó, sin embargo, las antiguas creencias. El eclipse anunciaba a menudo la ruina o la muerte de un hombre importante, de un jefe, de un ejército o bien de una ciudad y volvemos a encontrar aquí ese juego de parentesco entre los diversos elementos del cosmos; el juego se funda aquí, por supuesto, sobre la analogía establecida en­ tre lo real y lo figurado, entre la luz de los astros y el esplendor de un hombre o de una ciudad. La desaparición de una de esas luces prefigura y acarrea la pérdida de la otra. Los textos señalan numerosos eclipses histórica­ mente ocurridos, con su interpretación y el efecto que provocaron sobre las masas, ejércitos o po­ blaciones de las respectivas ciudades.1 Su men­ ción es de una extrema utilidad para el historiador moderno, pues los cálculos astronómicos permiten hoy situarlos muy exactamente en el tiempo. Una disertación aparecida hace muy poco y que estudia la acción de los presagios —junto a la de los sacrificios y las fiestas— sobre la conduc­ ción de la guerra entre los griegos en los siglos v y XV a. C.,2 analiza cuidadosamente ciertos episo­ dios en el curso de los cuales un eclipse vino a interrumpir una acción militar ya emprendida. He­ rodoto (IX, 10) cuenta así que después de la 30
  • 28. batalla de Salamina, el rey de Esparta, Cleombroto, llegado al istmo de Corinto, debía atacar a los persas. Previamente, tuvo la precaución de sacrifi­ car y de interrogar a los dioses. El cielo entonces se oscureció, y el rey decidió retirar sus tropas. De hecho, los cálculos astronómicos indican exactamen­ te que en el otoño de 480 a. C. hubo en esta región eclipse parcial de sol. Así se confirma el relato de Herodoto. Mucho más célebres son las funestas consecuencias del eclipse de luna del 27 de agosto de 413 a. C., que retrasó la retirada de las tropas atenienses de Siracusa y causó su pérdida.3 Nicias decidió retrasar la retirada, siguiendo la opinión de los adivinos, y provocó así el desastre de la expedición siciliana. Y Tucídides observa, con una fórmula teñida de una fría ironía: “Era un poco demasiado propenso a la observación de los signos divinos y de las cosas de ese género.” 4 Un epi­ sodio interesante nos muestra que en medio del siglo IV a. C., si ciertos jefes se burlaban de tales creencias, no ocurría lo mismo con sus tropas. Para tranquilizarlas era más eficaz la intervención del adivino que una tentativa de explicación cien­ tífica a la cual, por lo demás, se apeló a veces. En 357 a. C., un eclipse de luna impresionó viva­ mente, según nos dice Plutarco,5 al ejército que Dión conducía contra Dionisio de Siracusa. Dión y su séquito conocían, según Plutarco, las verdade­ ras razones del fenómeno, pero el general, para reconfortar a sus tropas, tuvo que apelar al adivino Miltas, que dio a los soldados una interpretación favorable del eclipse. Este anunciaba, naturalmente, el oscurecimiento de alguna cosa brillante; claro, se trataba de la tiranía de Dionisio mismo, quien debía sucumbir en un cercano asalto. Los truenos y los rayos imprevistos pasan, en razón de su carácter brutal e instantáneo, por pro­ 31
  • 29. digios que interesan a acciones importantes, en curso de realización. Citemos solamente, entre los muchos ejemplos literarios, estos dos relatos homé­ ricos. En la Ilíada,e Néstor declara: “Digo que el Crónida todopoderoso me ha dado una seguridad, el día en que los Argivos se iban, en sus rápidas naves, a llevar a los troyanos la masacre y la muerte: tronó sobre la derecha, ofreciéndonos así un signo favorable.” Así también, antes de la masacre de los pretendientes, cuando Ulises prueba su arco, Zeus le dirige las mismas palabras alen­ tadoras: 7 “Zeus indicó su voluntad con un gran rayo. El paciente héroe se alegró profundamente de ello. El divino Ulises había comprendido muy bien que el hijo de Cronos, de pensamientos tene­ brosos, le daba este presagio.” Y luego habría que citar muchos otros fenóme­ nos celestes: el meteoro, lamprón teras de Zeus, que Homero compara con la llegada fulminante de Pa­ las Atena entre los combatientes,8 los cometas, las luces imprevistas, el fuego que cae del cielo, signo terrorífico,9 la apertura súbita, de par en par, del cielo, el khasma.10 En lo que respecta al sector terrestre, la natu­ raleza inanimada y el mundo animado tampoco eran avaros en signos prodigiosos de toda especie. Entre los primeros, el más impresionante era el temblor de tierra, expresión de la cólera de Posei­ don que requería con ello honores y sacrificios. No era raro que este prodigio terrorífico detu­ viera las expediciones militares e hiciera volver las tropas a su patria.11 Así ocurrió en la primavera del año 414 cuando los lacedemonios, que habían partido en campaña contra Argos, fueron espan­ tados por un sismo y se volvieron atrás.12 Sin embargo, la advertencia fue a veces desviada há­ bilmente sobre el enemigo, cuando un jefe, muy 32
  • 30. deseoso de proseguir su camino, supo extraer de ella una significación favorable para su ejército. Tal fue el caso en el año 387 a. C.13 cuando Age­ sipolis, que había partido contra Argos, no se dejó detener por un sismo que sobrevino en la primera tarde de su expedición. Los soldados, entonando un peán en honor de Poseidón, pensaban ya en el retorno. Pero Agesipolis los reconfortó asegurán­ doles que ése era para ellos un signo de aliento dado por la divinidad, ya que había llegado no en el momento de la partida sino durante la ruta. Los hizo proseguir por la mañana, no sin sacrificar antes a Poseidón. Su conducta tiene su mérito, pues si creemos a Pausanias,14 los lacedemonios eran los que más se aterrorizaban de entre todos los griegos por las advertencias divinas. Las aguas de lluvia, de las fuentes, del mar, se modificaban extrañamente en el momento en que iban a ocurrir acontecimientos de importancia;13 los árboles cambiaban de naturaleza o bien se in­ cendiaban: así, en el momento del avance de Jer- jes y de su ejército, un plátano se transformó en olivo.16 Por supuesto, según se comprueba en todas las religiones, los lugares y los objetos sagrados constituyen la sede de los prodigios más frecuentes y más significativos. El incendio de una estatua anuncia la muerte de un jefe,17 el sudor que la recubre presagia graves acontecimientos.18 La es­ tatua de culto, que es la sede misma de lo divino, posee en sí toda la virtud necesaria para dar sig­ nos adivinatorios de primordial importancia. El sudor o la sangre que se difunden sobre ella ex­ presan, mediante un simbolismo evidente, la tris­ teza y el duelo. Lo mismo ocurrirá en Roma. Todo lo que concierne a las ceremonias del culto y se halla en relación directa con lo sagrado resulta igualmente apropiado para dar presagios y ser esce­ 33
  • 31. na de prodigios. Citemos solamente el conocido rela­ to de Herodoto,19referente a la prodigiosa aventura ocurrida a Hipócrates, padre de Pisistrato, en las fiestas de Olimpia: había sacrificado las víctimas habituales, y los calderos, que estaban preparados, llenos de carne y de agua, comenzaron a hervir y a desbordar sin que fuera encendido el fuego. Qui- lón, de Lacedemonia, aconsejó entonces insisten­ temente a Hipócrates que no tuviera hijos. En lo que respecta a la naturaleza animada, Hero­ doto, siempre dispuesto a acoger lo maravilloso dondequiera que se encuentre, menciona en di­ versos pasajes casos de nacimientos monstruosos y de malformaciones de toda índole, observadas en animales o seres humanos. Hechos semejantes re­ fieren también algunos raros escritores, pero, una vez más, todo esto desempeña un papel bastante menor en Grecia que en el mundo romano, sin duda a causa de la menor credulidad de los habitantes de la Hélade, poco dispuestos a ver constantemente, en estos crueles juegos de la naturaleza, la mani­ festación de la acción de los dioses. El extraño comportamiento de los animales puede valer tam­ bién como prodigio, ya se trate de un enjambre de abejas que se posan sobre un navio,20 o de cuervos que se entregan a feroces combates hasta que algunos de ellos caen muertos.21 Los autores que más se complacen en relatar este tipo de his­ torias, son Herodoto y Plutarco y, respecto de este último, veremos más adelante el motivo.22 Los dos refieren también anécdotas concernientes al com­ portamiento excepcional de un ser humano, la mo­ dificación extraordinaria de su estado; así por ejemplo cuando pierde brutalmente la vista,23 las plagas que causan devastaciones en la población de una ciudad o de un país.24 34
  • 32. Conviene asignar aquí un lugar aparte a las cu­ raciones excepcionales operadas por ciertos dioses, ante todo por Asclepios en Epidauro y en otros santuarios. Este dios médico opera, a su manera, cu­ raciones lentas o rápidas, y hay fenómenos extra­ ordinarios —que se encuentran, en verdad, en numerosas civilizaciones, bajo aspectos más o me­ nos similares— que constituyen un dominio par­ ticular en la cuestión que nos ocupa. Contraria­ mente a lo que podría creerse, este dominio no nos hace salir enteramente del mundo de la adivinación. Pero existe, sin duda, una diferencia considerable: cuando interviene la mántica, ejerce su función no después del prodigio, para interpretarlo, sino antes de él, para permitir su aparición. El prodigio no es ya un signo adivinatorio sino un fin en sí, aun­ que sea la adivinación la que, a menudo, permite su cumplimiento. Las curaciones sobrenaturales se producen, en efecto, sea bajo forma de milagros instantáneos, sea, a menudo, gracias a la adivinación mediante los sueños: la iatromántica, que ocupó en Grecia un lugar considerable, reposa sobre el envío, por parte del dios, de sueños al paciente que vino a consultarlo en su santuario, sueños que los sacer­ dotes transforman fácilmente, gracias a su simbo­ lismo más o menos claro, en prescripciones médi­ cas eficaces.25 En el Asklëpieion de Epidauro el enfermo, preparado para un contacto directo con la divinidad mediante purificaciones y plegarias, pasaba toda la noche en un dormitorio, el ábaton, local interdicto, y mientras dormía recibía un sueño del dios al que había implorado: éste se le apa­ recía y le ordenaba tal o cual acción.26 Si el sueño requería interpretación, su simbolismo latente era penetrado por los sacerdotes que formaban parte del personal del santuario. Estos llegaron a ser 35
  • 33. poco a poco los herederos de una tradición mé­ dica que se formó a la sombra de la religión. Los archivos sacerdotales acumularon el recuerdo de las prescripciones ya hechas, de las curaciones ob­ tenidas. La práctica de la incubatio gozó de favor du­ rante toda la antigüedad grecorromana, y la cono­ cemos bien por muchos textos, en particular por los escritos de Elio Aristides, sofista que vivió en el segundo siglo de nuestra era y nos describe en detalle las frecuentes visitas que hizo a los san­ tuarios de Asclepios para obtener del dios remedio a sus numerosas enfermedades.27 Más privilegiados fueron los que recibieron curación inmediata y total en el curso de la noche pasada en el templo. Los datos epigráficos y literarios que poseemos permiten entrever con dificultad una evolución en la acción terapéutica de Asclepios. El milagro puro y simple (aparición nocturna del dios y curación inmediata, instantánea, del enfermo) no debía ser raro en la época clásica, como lo testimonian las estelas cubiertas de inscripciones que Pausanias descifró y de las cuales muchas llegaron hasta nosotros.28 Las inscripciones datan del siglo XVa. C.. y relatan una serie de curaciones milagrosas, abso­ lutamente increíbles y que, según lo que allí se dice, habrían sido instantáneas. Así, una de ellas cuenta ingenuamente cómo le fue devuelta la vista a un ciego, Alcetas de Halieis: “Tuvo una visión en sueños: le parecía que el dios se acercaba y le abría los ojos con los dedos y que él comenzaba a ver los árboles en el santuario. Al nacer el día, salió curado.” El caso de Heraiéus de Mitiíene es muy gracioso: “Este hombre no tenía cabellos, pero sí muchos pelos en el mentón. Avergonzado por las burlas de que era objeto, se durmió en el templo. El dios le frotó la cabeza con un ungüen- 36
  • 34. to e hizo que los cabellos volvieran a brotar en ella.” 29 No faltan indicaciones cronológicas para seguir la evolución de las curas milagrosas de As- clepios; aunque es probable que en la época hele­ nística ocurriera menos la curación súbita que la revelación, por el dios, del tratamiento a seguir. Los conocimientos médicos de sus sacerdotes se fueron desarrollando poco a poco y los pacientes recibieron de su boca prescripciones de orden tera­ péutico que aclaraban o desarrollaban la revelación debida a la divinidad. En el siglo a de nuestra era, para Elio Aristides, Asclepios es siempre el gran hacedor de milagros, pero se le aparece no como el dios que cura, con una fácil instantaneidad, a cie­ gos, paralíticos o estropeados, sino como el dios médico que viene de noche a traer al devoto la indicación de un tratamiento que los sacerdotes tendrán a su vez que analizar y detallar. La ar­ queología viene aquí a agregar su testimonio al de los textos literarios y epigráficos. El hecho es de notar, pues los documentos figurados permanecen casi mudos en lo que concierne al mundo del prodigio y esto se comprende fácilmente. La in­ mensa mayoría de los fenómenos considerados como prodigiosos por los antiguos casi no se pres­ taban a una representación efectiva, demasiado di­ fícil y compleja. Además, el sentimiento oscuro de temor sagrado que inspiraban debía apartar a los artistas y artesanos de su representación plástica. Sin embargo, la aparición milagrosa y salvadora de Asclepios o de otras divinidades curadoras, que se presentaban de noche al enfermo dormido, sirvió de tema a muchos bajorrelieves votivos. En un bajorrelieve célebre del museo del Pireo,30 que data más o menos del año 400 a. C., Asclepios tien­ de sus manos sobre el devoto que está acostado. La imposición de las manos, según una creencia am· 37
  • 35. pliamente difundida, bastará para realizar la cu­ ración deseada. Es ésta una excelente ilustración de la realidad del sueño que venía a visitar a los fieles de Asclepios. Anfiarao, el héroe oracular de Oropo, en Atica, aparece representado de la misma manera en un bajorrelieve votivo del museo nacional de Atenas, que data de comienzos del siglo IV a. C.31 Aplica su mano derecha sobre el hombro enfermo de un paciente, representado de pie ante él. Se trata tam­ bién en este caso de la ilustración del sueño noc­ turno del enfermo, pues éste aparece otra vez a la derecha del bajorrelieve, en el fondo, extendido y dormido, y una serpiente viene a lamerle el hom­ bro. El desarrollo del prodigio se sitúa sobre dos planos paralelos pero diversos: el de la realidad interior, con la aparición en sueños del dios, y el de la realidad material, con la presencia del animal que le está consagrado. Un juego similar de co­ rrespondencias se vuelve a encontrar a menudo en los relatos griegos de curaciones milagrosas. La creencia en las curaciones milagrosas se en­ cuentra en todas las civilizaciones de la antigüedad y el cuadro de su estudio podría extenderse a las más diversas regiones y épocas. Si nos atenemos a la antigüedad clásica, creo que se puede definir así, a grandes rasgos, la posición helénica respecto de la posición etrusca y de la romana. Aparecen en todas partes divinidades curadoras, entroniza­ das como las únicas capaces de vencer las enfer­ medades y sus sufrimientos, ya que la medicina, aunque estaba comenzando a desarrollarse en el plano teórico,32 era todavía incapaz de mantener a raya los males y las epidemias que hacían espan­ tosos estragos en las filas de los adultos y, sobre todo, de los niños. Lo que caracteriza a Grecia es que la devoción de las multitudes se dirige a gran­ 38
  • 36. des divinidades: Apolo, que envía las epidemias, las pestes, pero también sabe curarlas; su hijo As­ clepios, que llegó a ser, según hemos visto, el gran dios médico de la Hélade; en fin, Serapis, divini­ dad egipcia que se helenizó y llegó a constituir una asociación con Asclepios. Se les atribuyen cura­ ciones milagrosas y el renombre del santuario de Epidauro se mantuvo durante todo el paganismo. Digamos enseguida, anticipándonos en bien de la claridad de la exposición a lo que veremos en un capítulo posterior, que en Etruria, en Roma y en ciertas provincias occidentales del Imperio romano como la Calia, la situación parece diferente. Mien­ tras los griegos reservaban sobre todo su confianza a sus grandes divinidades médicas, los etruscos y los romanos, que sin embargo las habían acogido y las honraban,33 dirigían frecuentemente sus ple­ garias de curación y su fervor a una cantidad de divinidades locales que eran deidades femeninas de las fuentes, de las aguas y de la fecundidad; la gente humilde de la campaña las sentía más cerca­ nas y les consagraba esa infinidad de exvotos médicos que se encuentran hoy en las fauissae, en las fosas votivas de sus santuarios.34 Vinculada así con la acción de los grandes dioses o de divini­ dades populares, la curación de los males que su­ frían los hombres constituía en la antigüedad uno de los aspectos más conmovedores de la creencia de las multitudes en la realidad del prodigio. Hay que citar, por último, para impedir que esta enumeración y este análisis sean demasiado in­ completos, las apariciones de seres divinos, sus epifanías, y las voces inexplicadas que se elevaban a menudo en graves circunstancias y cuyo origen divino parecía evidente. Salvo en el mito y en la epopeya, los dioses griegos, según hemos dicho, no alternaban fácilmente con los hombres y los relatos 39
  • 37. de sus acciones en la tierra se situaban en un pasado maravilloso y lejano. Se conocen, sin em­ bargo, algunos raros ejemplos de tales interven­ ciones ocurridas en época histórica, como la apa­ rición de Cástor y Pólux, los héroes caballeros, en ciertos combates, como aquel en que lucharon junto a las tropas de Locres, en la Magna Grecia. En una guerra en que se oponían, entre 540 y 530 a. C., dos ciudades de la Magna Grecia, Crotona y Lo­ cres Epicefiriana, los dos héroes laconios vinieron en ayuda de los soldados de Locres, que luchaban en las riberas del río Sagra contra los de Crotona. Combatieron montados en sus corceles blancos, vestidos con clámides de púrpura, y los habitantes de Locres los honraron luego con un culto asiduo.35 La aparición de los Dióscuros puede ser menos efectiva y, sin embargo, igualmente eficaz: su solo fantasma junto con el de su hermana Helena bastó para proteger a Esparta de un ataque enemigo.36 Fuera de estos casos de asistencia milagrosa, las epifanías de los Dióscuros se reproducían perió­ dicamente cuando Cástor y Pólux eran convidados, con su hermana Helena, a participar en las teoxe- nias, o sea en los banquetes solemnes que las ciu­ dades o los particulares les ofrecían. A estos héroes eminentemente auxiliadores les correspondía, con­ trariamente a los hábitos de los demás habitantes del Olimpo, presentarse en fechas fijas a los hom­ bres ansiosos de recibir su apoyo y su confor­ tación. Los imagineros griegos no dejaron de ilus­ trar estas creencias 37 y representaron a los héroes dirigiéndose a través de los aires, generalmente a caballo, al banquete que les estaba preparado. La epifanía de los Dióscuros que se reproducía en fecha fija, en ocasión de las ceremonias del culto, como una especie de prodigio humanizado o por lo menos regularizado, pudo servir para ilustrar 40
  • 38. vasos pintados y bajorrelieves, tal como ocurrió con tantas otras ceremonias religiosas. Así, sólo encontraremos en el arte griego —y aun en nú­ mero muy limitado— la representación de prodi- gibs favorables a los hombres y provocados por dioses o héroes esencialmente bienhechores. Una especie de tabú más o menos consciente impidió la representación de prodigios funestos. No ocu­ rrirá de otro modo, según veremos, en Roma, pues los antiguos sólo quisieron grabar sobre la piedra el recuerdo de la asistencia milagrosa de los dioses, nunca el de las manifestaciones extraordinarias de su cólera. Una especie de prodigio antitético de la epifanía de los Dióscuros, que venían a ayudar fraternalmente a las tropas en dificultades, es el terror “pánico” que el dios Pan sabe inspirar de manera misteriosa a los enemigos del pueblo que él apoya. Esta creencia estaba tan bien anclada en el corazón del pueblo en la época clásica, que Tucídides no desdeña mostrar la causa puramente humana de estas reacciones de espanto irrazonables y colectivas,38 como lo hará a su vez Polibio, en época muy posterior.39 41
  • 39. Notas 1. Steinhauser, op. cit., pág. 25, y el artículo Finsternisse de BoII, que data de 1909, en la Real- Encyclopedie de Pauly-Wissowa, VI, 2329 y sigs. 2. Harald Popp, Die Einwirkung von Vorzeichen, Opfern und Festen auf die Kriegführung der Grie· chen im 5. und 4. Jahrhundert v. C. Disertación de Erlangen, sostenida en 1957, hacia la cual tuvo la gentileza de atraer mi atención L. Robert. 3. Tucídides, VII, 50, 4; Diodoro, XIII, 12, 6; Plutarco, Vida de Nicias, 23. 4. Tucídides, loe. cit. 5. Plutarco, Vida de Dión, 24. 6. Iliada, II, 351 y sigs. 7. Odisea, XXI, 413 y sigs. 8. Iliada, IV, 75. 9. Plinio el Viejo, II, 27. 10. Plinio el Viejo, II, 26. 11. Cf. Harald Popp, op. cit., pág. 13 y sigs. 12. Tucídides, VI, 95, 1. 13. Jenofonte, Hél., IV, 7, 4. 14. Pausanias, III, 5, 8. 42
  • 40. 15. Sobre las lluvias anunciadoras, como por ejemplo las lluvias de sangre, enviadas por Zeus, cf. Arthur Bernard Cook, Zeus, a study in. ancient religion, vol. Ill, parte I (Zeus, god of the dark sky, earthquakes, clouds, wind, dew, rain, meteori­ tes), pág. 478 y sigs., Cambridge, 1940. 16. Plinio el Viejo, XVII, 241. 17. Pausanias, VIII, 5, 8. 18. Cf. Plutarco, Vida de Alejandro, 14. 19. Herodoto, I, 59. 20. Plutarco, Vida de Dión, 24. 21. Plutarco, Vida de Alejandro, 73. 22. Infra, pág. 52. 23. Pausanias, IV, 13, 1. 24. Herodoto, VI, 27. 25. Cf. H. Bouché-Leclercq, op. cit., I, pág. 320 (adivinación iatromántica), y III, pág. 271 y sigs. (los oráculos de Asclepios) y la bibliografía, pá­ gina 186. 26. Cf. Ch. Kerényi, Le médecin divin. Prome­ nades mythologiques aux sanctuaires d’Asklépios, Basilea, 1948. 27. Cf. A. Boulanger, Aelius Aristide et la so­ phistique du IIe siècle de notre ère, en la Bibl. de las Escuelas francesas de Atenas y de Roma, fase. 126, 1923. 28. Pausanias, II, 27, 4. 29. IV, I,2 121. 30. Cf. Ch. Kerényi, op. cit., fig. 18, pág. 41. 31. Ibid., fig. 19, pág. 42. 32. Cf. en La science antique et médiévale, t. I de la Histoire générale des Sciences, dirigida por R. Taton, Presses Universitaires de France, Paris, 1957, los capítulos sobre la medicina griega de 43
  • 41. L. Bourgey y J. Beaujeu, pág. 276 y sigs. y 384 y sigs. 33. Acerca de las curaciones milagrosas de As­ clepios en Roma, cf. la tesis de M. Besnier, citada en la pág. 189. 34. Cf. Quentin F. Maulé y H. R. W. Smith, “Votive religion at Caere: prolegomena”, en las Publications in classical archaeology, de la Uni­ versidad de California, vol. 4, n? 1, Berkeley y Los Angeles, 1959, sobre todo pág. 90, η1? 4, y mi reseña de este libro aparecida bajo el título “Les dépôts votifs et l’étude de la religion étrusque et romaine”, en la Revue des Etudes anciennes, t. LXIII, n08· 1-2, enero-junio de 1961, págs. 96 a 100. 35. Cf. la bibliografía concerniente a este epi­ sodio en mi artículo “L’origine des Dioscures à Rome”, Revue de Philologie, XXXIV, 11, 1960, pá­ gina 182 y sigs. 36. Pausanias, IV, 16, 5. 37. Cf. a este respecto la tesis de F. Chapouthier, Les Dioscures au service d’une déesse. Etude d’ico- noghaphie religieuse, en la Biblioteca de las Escue­ las francesas de Atenas y de Roma, 1935, sobre todo la pág. 132 y sigs. Citemos solamente aquí el bajorrelieve de Larisa que se encuentra en el mu­ seo del Louvre, y fue publicado por Heuzey, Mis­ sion de Macédoine, lám. XXV, I, pág. 419. 38. Tucídides, IV, 125; VI, 78; VII, 80. 39. Polibio, V, 96, 110; XX, 6, 12. 44
  • 42. Ill Los rituales. Evolución de la actitud helénica respecto del prodigio Después de este análisis de los aspectos variados del prodigio en la Hélade, quedan por plantear dos cuestiones importantes: cuáles fueron los actos cultuales que acarreaban estos prodigios y, en se­ gundo lugar, si hay medios para discernir una evolución sensible en la actitud de los griegos res­ pecto de ellos. La diferencia fundamental que existe sin duda en este dominio entre el mundo griego y el mundo itálico consiste en que en Grecia no se observan las numerosas e importantes ceremonias que, según veremos, eran ordenadas regularmente en Etruria y en Roma para conjurar los prodigios.1 Es cierto que los textos nos hacen conocer diversas prescrip­ ciones cultuales decididas en Grecia en estas oca­ siones, purificaciones o ceremonias variadas. Es­ critos tardíos llamados Exegetiká las coleccionaron, pero no hubo jamás rituales que prescribieran su ejecución. Es muy curioso que en Italia, el más importante de estos rituales relativos a los prodi­ gios y a su expiación, los Libros Sibilinos, fue considerado de origen griego e importado de Gre­ cia. Convendrá examinar el valor de esta tradición. Individuos y ciudades podían pedir ayuda, consejo 45
  • 43. e interpretación de todos los signos adivinatorios a los colegios de sacerdotes o bien a los adivinos, los montéis, grandes conocedores de las diferentes técnicas de la adivinación,2 cuya popularidad fue grande en la Hélade, desde la época arcaica; o por último, y sobre todo, acudir a los oráculos y a los sacerdotes asignados a ellos. Aquí la situación es también clara. En el mundo de la adivinación no se otorga sistemáticamente en Grecia ninguna atención preferencial al hecho propiamente milagroso. Este entra en el dominio de la adivinación fundada sobre la interpretación de los signos exteriores al hombre, la adivinación llamada inductiva, razonada, conjetural, en griego mantiké éntekhnos, tekhniké, en latín diuinatio ar­ tificiosa, mientras que la adivinación llamada na­ tural se funda sobre la inspiración divina que hace hablar directamente al profeta, al vidente: se trata, en este último caso, de la mantike átekhnos, adi- daktos de los griegos, de la diuinatio naturalis de los latinos. Un cierto número de los hechos que hemos en­ carado salen de esta regla general y, sin tener valor significativo para el porvenir, rompen por un tiempo el curso normal de las cosas; así ocurre con las curaciones milagrosas, las epifanías divinas. Estas acciones, estas intervenciones directas de la divinidad son acogidas, por supuesto, con alegría por los hombres o las ciudades que reconocen en ellas, a justo título, verdaderas gracias acordadas por los dioses. Sólo exigían de sus beneficiarios ceremonias de reconocimiento, que éstos decidían espontáneamente o que les eran indicadas por los adivinos y los sacerdotes. Así, no había nada de sistemático en este mundo helénico del prodigio, sino una gran flexibilidad en su interpretación y en la indicación de los actos cultuales a ejecutar 46
  • 44. como consecuencia de él. En Italia encontraremos, en cambio, una estructura rígida. La segunda cuestión que nos hemos planteado es delicada y exigiría, en verdad, un largo estudio, que sobrepasaría en mucho los límites de la pre­ sente obra. Debemos limitarnos aquí a algunas observaciones esenciales acerca de la evolución del sentimiento religioso de los griegos en este domi­ nio. La actitud de los filósofos en lo que con­ cierne al mundo de la adivinación y de los prodi­ gios fue, según hemos visto, diversa y matizada. Las escuelas se oponían unas a otras y las obras morales de Cicerón nos han conservado el reflejo de estos debates contradictorios. De allí surgieron desde muy temprano, por supuesto, posiciones di­ versas entre las clases cultivadas. Para la época arcaica cabe señalar, sin embargo, la importancia que tuvieron en la vida de la Hélade esos sacer­ dotes purificadores y hacedores de milagros, acer­ ca de los cuales circulaban los relatos más extraños y maravillosos. En pleno siglo v a. C., un hombre como Empédocles aparece como el último de estos videntes y taumaturgos cuya celebridad recorrió la Hélade.3 Habrá que esperar a la época helenística para ver aparecer, bajo la influencia de las reli­ giones de Oriente, magos y taumaturgos de toda especie y de todo origen. Sin embargo, la acción de la investigación y de los descubrimientos cien­ tíficos de los siglos v y iv a. C. no fue pequeña e influyó ampliamente sobre la posición de los es­ critores y de los griegos cultivados, y aun repercutió sobre la actitud de las clases populares, que fueron sin embargo las menos tocadas, como es natural, por el desarrollo de la ciencia de la naturaleza. La posición de los escritores respecto del pro­ digio fue, en verdad, muy matizada desde la época arcaica. Dada la influencia que ejerció Homero 47
  • 45. sobre la educación griega, no se podría subestimar la importancia de la actitud de algunos de sus héroes respecto de los signos adivinatorios, de los presagios y de los adivinos. Es cierto que una cantidad de presagios y de prodigios suscitan, se­ gún hemos visto, la atención, el temor o la alegría de los personajes homéricos que los acogen. Pero algunos de los héroes de Homero, y no de los menores, no temen rechazar desdeñosamente su­ puestas advertencias del cielo. Recordemos sola­ mente la respuesta altanera y magnífica opuesta por Héctor a Polidamante, en el libro XII de la ¡liada: 4 “Quieres que obedezca a pájaros que ex­ tienden sus alas. No me importa nada si vuelan a mi derecha, del lado de la aurora o del sol; o a mi izquierda, hacia las tinieblas inmensas. El mejor de los presagios es combatir por la patria.” Príamo y Telémaco tienen reflexiones no menos desdeñosas para los adivinos y sus predicciones.5 Así, la literatura griega transparenta desde sus comienzos una cierta tendencia a un racionalismo precoz. Es verdad que tal racionalismo constituye ya el punto de llegada de un lejano pasado reli­ gioso, el del mundo micénico, que el desciframiento de la linear B nos permite conocer hoy mejor.® Sería interesante analizar en seguida la actitud respecto del prodigio —y, por lo tanto, de la adivi­ nación en general— de los grandes escritores y de los grandes hombres políticos de Grecia. En un estudio sistemático, tal actitud aparecería distinta según la época en que vivieron y las tendencias de cada uno. Luego de un Sófocles, respetuoso de la tradición religiosa, Eurípides, formado por los sofistas, no muestra blandura alguna respecto de las creencias en el prodigio, que serán también objeto de sarcasmo para Aristófanes. La misma oposición de actitud se da entre Herodoto y Tucí- 48
  • 46. dides. La obra del primero está plena de relatos referentes a prodigios y presagios a los cuales el escritor acuerda sinceramente crédito. Tucídides cita los diversos prodigios que conmovieron a la multitud ateniense en razón de sus repercusiones históricas. Conoce la verdadera explicación de ellos e ironiza fríamente acerca de la superstición popular. Volveremos a encontrar en Polibio el mismo frío análisis de las supersticiones de la masa. La actitud de los hombres de Estado y de los jefes militares no fue muy distinta de la que observaron los escritores. Algunos, como Nicias, seguían viendo una advertencia divina en el pro­ digio que irrumpía en su camino. Entre aque­ llos que se habían ilustrado suficientemente con conocimientos científicos, algunos, como Pericles, trataban de devolver la calma al corazón de las mul­ titudes inquietas, explicándoles con dulzura la ver­ dadera causa de los pretendidos prodigios. Para ello, nada valía tanto como una explicación con­ creta: un día, en ocasión de un eclipse de sol, Pericles desplegó su manto ante las tropas sobreco­ gidas de angustia y les preguntó si tenía realmente algo de notable la sombra así obtenida.7 Hay que vincular esta anécdota con la escena que, siempre según Plutarco, protagonizaron ante Pericles dos de sus amigos, el filósofo Anaxágoras de Clazó- menes y el adivino Lampón, que discutían a propó­ sito de un prodigio. Según Lampón, la anomalía monstruosa de un cordero nacido con un solo cuerno en la finca de Pericles, anunciaba con un claro simbolismo que al poderío de los dos partidos de Tucídides y de Pericles sucedería el de un solo hombre. Pero Anaxágoras cortó la cabeza del cor­ dero y explicó la monstruosidad como una caracte­ rística anatómica. No dejó de recordarse con ad­ miración la exégesis de Lampón cuando Tucídides 49
  • 47. íue abatido y Pericles tomó en su mano los asuntos del país.8 Muchos jefes políticos o militares hi­ cieron servir estas creencias populares para favore­ cer su propia ambición. Los ambiciosos vieron ante todo en la religión un medio de actuar sobre las masas y comprendieron que en la creencia en los prodigios residía una de las palancas más efi­ caces de su acción. En Grecia, y luego en Roma, esta utilización sin escrúpulos de los temores co­ lectivos e irracionales no escapó al observador atento, pero tal toma de conciencia por parte de los buenos espíritus no atenuó la eficacia de esta arma de primera clase, que proporcionaba la psicolo­ gía de las multitudes. Si hubiera que hacer un estudio de los temas de propaganda utilizados por los políticos de Grecia y de Roma, el prodigio ocuparía, por cierto, un lugar no despreciable. Esta reflexión nos lleva a encarar un aspecto importante que el problema presenta en la época he­ lenística. Entre los cambios que ocurrieron entonces en las creencias religiosas, el principal fue, sin duda, la aparición del culto real, de ese culto del sobe­ rano suscitado por la personalidad de Alejandro y que se desarrolló en torno de la persona de los soberanos helenísticos. El nacimiento y la historia de este culto monárquico, que los excesos y los desórdenes del mundo contemporáneo nos ayudan sin duda a comprender mejor, atrajeron la aten­ ción de los eruditos, y muchos libros excelentes contribuyen en la actualidad a iluminar con luz nueva esta religión antigua del jefe.9 Este nuevo carisma monárquico acarrea una es­ pecie de desplazamiento o, si se prefiere, de con­ centración en el mundo de los prodigios. Toda la vida de los monarcas helenísticos se encuentra mar­ cada, iluminada por presagios y prodigios que confirman de una manera palpable su predestina­ 50
  • 48. ción y su valor divino. Se trata, por supuesto, de un carácter común a toda monarquía sagrada, cual­ quiera que sea la civilización en que aparezca. En Grecia, los temas legendarios desarrollados en tor­ no de la realeza primitiva y de los héroes funda­ dores habían conocido brillantes ilustraciones lite­ rarias. Pero la época clásica fue profundamente hostil y extraña a la realeza y al culto del jefe; hay que esperar hasta el período helenístico para ver florecer, en torno de la persona de los nuevos soberanos, queridos por los dioses, toda una serie de signos carismáticos, entre los cuales ocupan el primer lugar los prodigios, a causa de su importan­ cia y de su fuerza significativa. La influencia de la ideología de las monarquías orientales se siente fuertemente, por supuesto, en este dominio. Cuando nació Alejandro, los magos anunciaron enseguida el nuevo peligro —peligro mortal— que había apa­ recido para Asia. “La noche misma en que ardió el templo de Efeso, escribe Cicerón,10 Olimpia dio a luz a Alejandro y, cuando nació el día, los magos anunciaron a grandes gritos que la noche precedente había visto aparecer la ruina y la peste de Asia.” El episodio capital de la vida de Alejandro, que fue su peregrinaje al oasis de Siwah, para visitar el santuario de Ammón, fue saludado con manifes­ taciones divinas de la misma importancia. Su estu­ dio ha suscitado una inmensa literatura, que trata de este momento crucial y analiza con cuidado las fuentes antiguas de las cuales dependemos. A la manera de los grandes reyes iranios, Alejandro es señalado por signos milagrosos en el curso de su viaje. Cuando tempestades de arena obstaculizan el avance del ejército macedonio, que sufre cruelmen­ te de sed, las condiciones atmosféricas mejoran mi­ lagrosamente y una tormenta providencial trae la deseada lluvia. Además, los límites habían desapa- 51
  • 49. recido y la ruta ya no se veía: dos cuervos o, según otros relatos, dos serpientes vinieron a indicar el camino a seguir. Si Alejandro fue a Siwah a bus­ car pruebas de su filiación y de su misión divinas, sin duda que las palabras del gran sacerdote de Ammón le dieron la respuesta que esperaba; pero ya los prodigios ocurridos en su camino habían constituido para él —y luego para el mundo— un comienzo capital de confirmación.11 Luego de Ale­ jandro, los reinos helenísticos desarrollaron y siste­ matizaron el culto del soberano y, en cada uno de ellos, se multiplicaron los prodigios que consagra­ ban la persona del rey y señalaban los principales actos de su vida. El nuevo sistema político-religioso —monarquía de derecho divino— y las influencias venidas de un Oriente entonces helenizado, sirvieron de eje al prodigio sobre la filiación, a menudo so­ brenatural, la persona, la vida y la muerte del sobe­ rano. La literatura helenística y luego la romana nos conservan reflejos muy fieles de esta nueva tendencia y los ambiciosos de Roma, ávidos de instaurar sobre las ruinas de las guerras civiles un poder personal, no desaprovecharán esta lección. Comprendemos ahora por qué un escritor como Plu­ tarco, que redactó en la segunda parte del siglo I de nuestra era las Vidas de hombres ilustres, acor­ dó al prodigio un lugar de preferencia en su obra. Sería interesante tratar de discernir —pero, na­ turalmente, es imposible hacerlo aquí—, en el cua­ dro inmenso del mundo helenístico, la parte que corresponde a las creencias y la que debemos asig­ nar a la explotación política, en esta presencia y esta proliferación de los presagios y de los prodi­ gios “reales”. Habría que distinguir con cuidado los países (ya que la Grecia propiamente dicha se muestra infinitamente más reticente en este domi­ nio que el resto del mundo del Mediterráneo orien­ 52
  • 50. tal), las épocas, las clases sociales y el carácter mismo de los soberanos en torno de los cuales caían continuamente los signos del favor divino. Los eruditos, según sus tendencias, insisten más sobre la creencia religiosa y la creencia sincera, o sobre las razones de oportunismo político y de interés bien entendido. Podrá medirse la amplitud de una investigación tal12 pensando en las discusiones que suscitó el análisis del verdadero móvil de Alejandro, en ocasión de su expedición a Siwah. Me basta haber mostrado cómo el prodigio, que existió a todo lo largo de la historia de la Hélade, pero aceptado con reserva por las élites del país y sin entusiasmo excesivo por el pueblo mismo, tomó a partir de fines del siglo iv a. C., en razón misma de la evolución de las instituciones y de las ideas, una importancia y un valor nuevos: al constituir el anuncio, la confirmación y la consagración del carisma real, se revistió de un valor ejemplar en los países del Oriente mediterráneo, valor que luego los emperadores romanos percibirán plenamente y utilizarán para sus fines. 53
  • 51. Notas 1. Infra, pág. 89 y sigs. y pág. 143 y sigs. 2. Cf. la obra citada de H. Bouché-Leclercq, ts. II y III: Les sacerdoces divinatoires. 3. Corresponde referirse a este respecto a los libros de P. Nilsson sobre las creencias religiosas de la Grecia antigua, citados en la bibliografía, pág. 185. 4. Iliada, XII, 230 y sigs. 5. Iliada, XXIV, 221 y Odisea, I, 415. 6. Para la religion micénica a la luz de los descubrimientos recientes, cf. Michael Jameson, “Mycenaean Religion”, en Archaeology, primavera de 1960, vol. 13, ώ9 1, pág. 33 y sigs. La obra clásica de Martin P. Nilsson, Minoan-Mycenaean Religion, Lund, 1950, fue escrita antes del desci­ framiento de la lengua micénica. 7. Plutarco, Pericles, 35. 8. Cf. P. Flacelière, Devins et oracles grecs, col. “Que sais-je?”, n"?939, Paris,1961, cap. 5, “Adivinación y filosofía”. 9. Por ejemplo los libros de Fr. Taeger y de L. Cerfaux y J. Tondriau, citados en la bibliogra­ fía, infra, pág. 186. 54
  • 52. 10. Cicerón, De diuinatione, I, 47. 11. Sobre este episodio, cf. la bibliografía de la obra de Cerfaux-Tondriau, pág. 30. Acerca de los presagios y los prodigios que caracterizaron la vida de Alejandro, cf. la obra de Taeger, t. I, pág. 87, n? 33; sobre la marcha por el desierto, cf. el mismo libro, pág. 191 y sigs. 12. Animosamente emprendida en el libro citado antes, de Fr. Taeger. 55
  • 53. Primera ParteSegunda Parte Los prodigios en Etruria
  • 54. La adivinación etrusca y los prodigios I Pese a la influencia que el mundo helénico ejer­ ció sobre Etruria, en las diferentes épocas de la historia de este país, pese al número de dioses o de héroes griegos cuyo nombre y mito pasaron al arte y la religión toscana, ésta siguió siendo fun­ damentalmente distinta de la religión griega por su estructura y aspecto; para captar mejor la oposición, la antítesis, debemos partir, sin duda, de una definición general de esta última. Leamos, pues, las siguientes líneas, con las cuales el R. P. Festugiére define excelentemente la reli­ gión de los griegos:1 “La religión griega no fue el acto de voluntad instantáneo de un profeta o de un mago, que se impuso, inmutable, a una larga serie de siglos. No fue codificada en un libro, no per­ teneció a una casta cerrada, a una iglesia, no cono­ cía dogma alguno. Brotó del corazón mismo de las poblaciones que, poco a poco, se mezclaron en el suelo de Grecia. Evolucionó según el mismo rit­ mo que las poblaciones, su historia depende inme­ diatamente de la de éstas, representa un elemento de su civilización. No hay manera alguna de estu­ diarla aparte: esta flor pierde su perfume cuando se la arranca del terreno que le dio nacimiento.” 59
  • 55. Frente a esta flexibilidad, a esta evolución, a esta vinculación indisoluble con la historia misma del pueblo, la religión etrusca presenta caracteres muy diferentes. Es una religión revelada, codifi­ cada, unitaria, rebelde, según parece, a toda modi­ ficación profunda. La razón de esta estructura rígi­ da reside en la actitud fundamental de los etruscos respecto de lo sagrado y de los dioses, actitud total­ mente opuesta a las relaciones flexibles que los grie­ gos mantenían con los dioses del Olimpo. Pese a su concepción de la omnipotencia del destino, fuen­ te de tantos temas dramáticos, el griego no abdica nunca de su libertad, salvo en la medida misma en que sabe tomar clara conciencia de los límites de su condición. Más aun, se rebeló muy pronto contra la idea de la omnipotencia de esta fuerza ciega y terrible. En Etruria las cosas son absolu­ tamente distintas, como lo han aclarado muy bien algunos estudiosos.2 El poder sombrío y oscuro de las divinidades toscanas crea un sentimiento de anonadamiento de la persona humana. En Grecia, y luego en Roma, se establece siempre un diálogo entre los dioses y los hombres. En Etruria el hom­ bre calla y sólo puede escuchar, temeroso, el eterno monólogo de los dioses. Su tarea consiste sólo en ejecutar, tan escrupulosamente como le es posible, las voluntades y decisiones de éstos.3 Las consecuencias de esta posición son muy im­ portantes en lo que respecta a nuestro tema. La vida religiosa etrusca, en efecto, se centró perma­ nentemente en torno de las prácticas adivinatorias más diversas, las únicas capaces de hacer conocer en la tierra la voluntad de los dioses ocultos. Una ojeada de conjunto sobre la disciplina etrusca nos permitirá darnos cuenta de ello. El destino de Etruria, las reglas de vida y de muerte de su pueblo, se encontraban enunciadas en 60
  • 56. libros sagrados que contenían las palabras de per­ sonajes divinos, aparecidos milagrosamente, un buen día, sobre el suelo de la Toscana. El genio Tages, la ninfa Begoe, tales eran los autores míticos de esta revelación fundamental. Es cierto que la re­ dacción de los libros fue tardía y no parece remon­ tarse más allá del siglo II a. C. Pero esta redacción de conjunto debió agrupar elementos ya escritos, aunque sin unidad. Y todo eso reproducía, sin duda, una tradición oral muy antigua y escrupulo­ samente transmitida de generación en generación. Se ha comprobado desde hace mucho tiempo la ex­ trema seguridad de memoria de las poblaciones anti­ guas, y esta seguridad se manifestaba sobre todo en el dominio de los ritos y de las reglas de la religión. No nos queda casi nada de esos libros sagrados en su lengua original, pues desaparecieron en el naufragio de la literatura etrusca. Algo subsiste, sin embargo, de esta colección: fragmentos escasos y dispersos, que se conservan en las traducciones o las citas que de ellos hicieron autores griegos y latinos. Además, como veremos en detalle en el capítulo siguiente, la disciplina fue ampliamente utilizada por las autoridades religiosas romanas durante toda la historia de la urbs. La actividad de los arúspices en Roma en los diferentes siglos, nos la describen cuidadosamente algunos escritores romanos, preocupados por anotar prolijamente sus costumbres, y esto nos informa con bastante exacti­ tud acerca de las prácticas de los sacerdotes tosca- nos y los principios por los que guiaban su ac­ tuación. Pudo así un excelente erudito de comienzos del siglo describir, con tanta minuciosidad como se lo permitía el estado fragmentario de nuestra documen­ tación, la estructura y el contenido de estos libri etrusci. Los tres fascículos de O. Thulin, agrupa­ 61
  • 57. dos bajo el título de Etruskische Disziplin, son todavía utilizables pese a su fecha. En el interior de esta rígida disciplina de la antigua Toscana, ocupan su lugar la creencia en los prodigios y los ritos que les conciernen. Hay que recordar pues, para comenzar, la organización de los libros reve­ lados de los etruscos. Su división era triple y Cicerón da fe de ello en su Tratado sobre la adivinación con dos pasajes explícitos: quod etruscorum declarant et haruspi­ cini et fulgurales et rituales Ubri (I, 72) ; sed quoniam de extis et de fulgoribus satis est disputa­ tum, ostenta restant ut tota haruspicina sit pertrac­ tata (II, 49), Se nota la ambigüedad del último término. La disciplina enseñada y aplicada por los arúspices podía recibir, en su conjunto, el nombre de aruspicinsr. Pero, en un sentido más estricto y estrecho, esta palabra sólo se aplicaba a la técnica adivinatoria, fundada sobre el examen de las entra­ ñas y en la cual los arúspices eran maestros incon­ testables. Y resulta clara la articulación del con­ junto. El primer grupo de libros trataba del examen y el estudio de las entrañas de las víctimas, técnica de la cual los arúspices habían tomado su nom­ bre.4 El segundo grupo concernía a los rayos, su origen, su valor y su expiación. El tercero, en fin, era el más considerable, ya que abarcaba los preceptos más diversos referentes a la vida de los individuos y de los Estados: formaban parte de él los libri acheruntici, libros de los muertos, sin duda semejantes a los del antiguo Egipto, y los ostentaría, relativos a los ostenta^ a los prodigios. La enseñanza propia de éstos constituía entonces parte integrante de una teoría muy vasta, que daba respuestas precisas a las cuestiones planteadas por la vida y la muerte de las ciudades y de los hombres. 62
  • 58. Esta rápida referencia muestra un hecho capital para nuestro estudio: la importancia primordial que asumía el arte adivinatorio en la vida religiosa toscana. Las teorías acerca de los rayos y de las entrañas no tienen otro sentido y otra finalidad sino deducir la voluntad de los dioses, las ceremo­ nias por cumplir en las diversas circunstancias de la vida, el porvenir cercano o lejano de fenómenos particularmente cargados de valor sagrado. La atención que se acordaba a los prodigios responde a las mismas preocupaciones. Para el espíritu profundamente religioso de los etruscos, no hay diferencia esencial entre los diver­ sos signos enviados por los dioses. Así, los arús- pices despliegan una virtuosidad igual al hacer la exégesis erudita de los exta, de los rayos, o bien de los prodigios. Interesantes pasajes de Séneca y de Plinio el Viejo aclaran bien, a propósito de la doctrina referente a los rayos, los principios fun­ damentales a los que obedecía el conjunto del arte adivinatorio etrusco. Las opiniones que estos auto­ res expresan no son sólo sentimientos personales, sino que reposan sobre el conocimiento de traduc­ ciones al latín de libros sagrados etruscos, que hombres como Cecina pusieron al alcance de los técnicos de la religión romana. Veamos cómo Séneca opone la posición cientí­ fica de los filósofos y el modo de pensar de los etruscos en lo que respecta a la interpretación de los fenómenos de la naturaleza: “He aquí en qué no estamos de acuerdo con los toscanos, intérpretes consumados de los rayos. Según nosotros, el rayo estalla porque hay un choque de nubes; según ellos el choque sólo ocurre para que se produzca la explosión. Como ellos refieren todo a la divini­ dad, están persuadidos no de que los rayos anun­ cien el porvenir porque se formaron, sino de que 63
  • 59. se forman porque deben anunciar el porvenir.” 6 Asi, para lós etruscos, la naturaleza obedece a una finalidad universal, los fenómenos que se presentan al hombre son provocados por las potencias divi­ nas para instruirlo respecto de su porvenir y de sus deberes. No existe, según se ve, actitud más alejada de la ciencia, ni que ofrezca a la adivina­ ción un campo más extenso. Todo es aquí cuestión de mantica y la atención especial que se presta a los exta, a los rayos y a los prodigios proviene solamente del hecho de que están más cargados 3e valor sagrado que todos los otros fenómenos de la naturaleza o del mundo animal y humano. La cien­ cia de los prodigios es, pues, totalmente paralela a la de las entrañas y de los rayos. Los métodos de enfoque y de estudio son, de hecho, los mismos en uno y otro caso. Séneca, en el mismo pasaje de sus Cuestiones naturales,e define así la adivinación fulgural: “Volvamos a los rayos cuya ciencia incluye tres partes, la observación, la interpretación, la conjuración.” Estas tres partes fundamentales del arte del arúspice se vuelven a encontrar en lo referente al prodigio. 64
  • 60. Notas 1. Cf. en la Histoire générale des religions, ed. Quillet, Paris, 1960, “La religion grecque”, del R. P. Festugière, t. I, págs. 465-575. 2. Pensamos ante todo en la lúcida exposición de M. Pallottino, en su manual titulado Etruscolo- gia, 3^ éd., Hoepli, Milán, 1955, pág. 199 y sigs. 3. Si se trata de encontrar alguna limitación a esta dependencia, debe buscársela por el lado del poder semimágico del sacerdote. Cf. infra, págs. 75 y 173. 4. Cf. A. Ernout y A. Meillet, Dictionnaire éty­ mologique de la langue latine, artículo haru-, har-. 5. Séneca, Naturales quaestiones, II, 32. “ .. .Nam cum omnia ad Deum referant (sc. Etrusci), in ea sunt opinione tanquam non quia facta sunt signi­ ficent, sed, quia significatura sunt, fiant.” 6. Séneca, ibid., II, 33. 65
  • 61. Caracteres generales de los “ Responsa” de los arúspices acerca de los prodigios II Un texto precioso de Cicerón, su discurso De haruspicum responso, que data del año 56 a. C., nos transmite la forma y el contenido de una res­ puesta dada al Senado romano por los arúspices, consultados respecto de un rumor subterráneo que se había oído en el ager latiniensis. Consultas se­ mejantes se realizaron en Roma hasta la caída del Imperio. Examinemos los diversos puntos a que se refiere este responsum.1 El primer tiempo de la adivinación aruspicinal que señala Séneca, la observación, sólo aparece aquí bajo una forma alusiva y rápida y esto se com­ prende fácilmente. En efecto, los arúspices sólo desempeñaron en Roma el papel de consultores. Según veremos, los interrogaba el Senado acerca de los prodigios que inquietaban a Roma y no les correspondía la observación de los fenómenos. No hay duda de que el detalle de la actividad de los arúspices en la Etruria independiente, y luego roma­ nizada, se nos escapa en gran parte, pero debía ser, en todo caso, infinitamente más importante que en Roma. La observación de los prodigios, así como la de los exta y la de los rayos, correspondía, seguramente, a estos maestros indiscutibles de la 66
  • 62. vida religiosa de cada ciudad toscana. Aquí el responsum de los arúspices se limita a indicar rápi­ damente, pero con precisión, el fenómeno sobre el cual se les llama a pronunciarse: “Visto que en el ager latiniensis se ha oído bajo tierra un ruido metálico acompañado por un temblor— ” Luego está indicado el nombre de los dioses que manifiestan su cólera: así comienza la sabia exé- gesis del fenómeno, parte esencial de estas consul­ tas, ya que proporciona a la ciudad temerosa la explicación de un hecho amenazador e incompren- dido. “Las reclamaciones vienen de Júpiter, Satur­ no, Neptuno, Tellus, de los dioses celestes...” ¿De dónde nació esta cólera? Las razones de ella son múltiples y se las enumera cuidadosamente. “Los juegos se celebraron con demasiada negli­ gencia y fueron mancillados. Se han dedicado al uso profano lugares sagrados y religiosos. Se con­ denó a muerte a oradores, despreciando las leyes divinas y humanas. Se olvidó la palabra dada y el juramento. Se han realizado con excesiva negli­ gencia y se han mancillado sacrificios antiguos y secretos.” ¿Cuáles son los peligros que se ciernen sobre la ciudad? La lista es también larga y amenazadora. Hay que temer “ que por la discordia y el disenti­ miento de los optimates, se preparen violencias y peligros contra los Padres y los jefes, que éstos no se vean privados de socorro, a raíz de lo cual las provincias se alinearían bajo una sola autori­ dad, el ejército sería expulsado y se produciría un debilitamiento final. Hay que temer también que la cosa pública no sea lesionada por manejos secre­ tos, que hombres deteriorados y desposeídos no sean elevados a las dignidades, en fin, que no se cambie la forma de gobierno” . 67
  • 63. Después de esta sabia exégesis, se esperaría la tercera parte de la adivinación aruspicinal, la indi­ cación de los medios efectivos para calmar a los dioses y alejar las amenazas. Esto no aparece aquí, en contraposición con el uso que vemos constante­ mente atestiguado en Roma, donde los arúspices completan sus análisis adivinatorios mediante pres­ cripciones detalladas relativas a las procuraciones, a las expiaciones a cumplir. Pese a esta laguna que es fortuita, el texto evo­ cado resulta revelador. Muestra concretamente la sutileza de los adivinos toscanos en el estudio de los prodigios, da una idea de las luces que ellos creían proyectar, gracias a su pseudociencia, sobre el pasado, el presente y el porvenir. En efecto, todo está reunido en este responsum: las faltas huma­ nas de un pasado reciente, que se sitúan en el mundo de la religión y de los ritos; el estado del presente, en su aspecto capital, es decir, la actitud de los dioses respecto de los hombres y, por último, el anuncio de un cercano porvenir, cargado de ame­ nazas en lo que concierne al Estado y a las clases dirigentes. La ciencia aruspicinal tenía así un carác­ ter, en cierto modo, universal y cósmico y un solo fenómeno le permitia abrazar de una ojeada el estado del mundo. Las relaciones profundas que unen las diversas partes del mundo, naturaleza, hu­ manidad y dioses, se aclaran mediante tal análisis y algunas de las correspondencias indicadas pare­ cen imponerse a posteriori: ¿un rumor subterráneo no es la expresión de la cólera de las divinidades ctónicas? Volvemos a encontrar este simbolismo cósmico en el dominio de los rayos y, más aun, en el de los exta: en el animal consagrado y ofrecido a los dioses, el hígado, sede y órgano de la vida, es como el espejo del mundo en el momento del sacrificio. 68
  • 64. Sobre su superficie el sacerdote distinguía las sedes de los dioses en compartimientos rigurosamente orientados y correspondientes, por una ley sutil de equivalencias, a las ubicaciones de los dioses en el espacio celeste.2 El hígado de bronce encon­ trado en Piacenza, que lleva inscriptos, cada uno en su casillero, los nombres de los dioses, era una especie de manual que servía para la instrucción de los arúspices y se presenta como un verdadero microcosmos. En el responsum transmitido por Cicerón, la ac­ titud fundamentalmente aristocrática de los arúspi­ ces, cuyo reclutamiento se efectuaba entre la clase noble de Etruria, se manifiesta en el anuncio de los peligros que amenazan al Estado y a la clase senatorial. Y, por cierto, sus advertencias contra toda tentativa tendiente a desquiciar el orden establecido y a reemplazar la autoridad senatorial por el poder de uno solo, coinciden admirablemente con el mo­ mento en que este responsum fue formulado, pues la República senatorial estaba entonces en apuros. Sin embargo, se ha demostrado que no hay dere­ cho a considerar esta respuesta como escrita sola­ mente para esa circunstancia.3 El autor bizantino Lido nos conservó, en efecto, en su Tratado de los prodigios, un calendario brontoscópico de origen etrusco, dictado por el mítico Tages, traducido al latín por Nigidio Figulo, y del latín al griego por Lido mismo. Este calendario indica la significa­ ción del trueno para cada día del año. Ahora bien, son evidentes las analogías que existen entre el responsum del 56 a. C. y ciertas exegesis del trueno formuladas en el calendario de Lido, en particular para la fecha de 25 de septiembre. Hay que atri­ buir pues al responsum mismo un valor que sobre­ pasa ampliamente su cuadro temporal. Los arús­ pices debieron consultar en 56 a. C. un calendario 69
  • 65. adivinatorio del tipo que nos legó Lido y que se remonta, pese a posibles retoques tardíos, a la época de la Etruria independiente. No hay duda de que en caso de rumores subterráneos ocurridos en el territorio de sus ciudades, los arúspices de Veyes, Tarquinia o Volscos formularon siempre, en el curso de su historia, respuestas de este tipo. Además, la tendencia conservadora del documen­ to no deja de reflejar muy fielmente la posición constante de los arúspices, atenidos al orden esta­ blecido, campeones de la clase oligárquica. Su acti­ tud política no se modificó durante la inverosímil duración de su ministerio, desde los comienzos de Etruria hasta el fin del Imperio romano. Conviene, por último, anotar que los peligros anunciados por sus respuestas, aunque amenazan­ tes, no son irremediables, irreversibles. Si los olvi­ dos o las faltas de los hombres provocan la cólera divina y la aparición de peligros, éstos pueden con­ jurarse mediante ceremonias apropiadas. El res­ ponsum del año 56 a. C., tal como nos fue trans­ mitido, no menciona los ritos a cumplir. Pero los indican en cambio una cantidad de otros textos y, para tomar el ejemplo más cercano del precedente en el tiempo, en el año 65 a. C., bajo el consulado de Cotta y Torcuato, los arúspices a los que se hizo venir de toda Etruria, para interpretar los rayos caídos en repetidas oportunidades sobre ob­ jetos sagrados del Capitolio, dieron la siguiente res­ puesta: “Dijeron que estaban cercanas masacres e incendios y la aniquilación de las leyes y la guerra civil en el seno de la ciudad y la ruina total de Roma y del Imperio... ”, nisi di inmortales Omni ratione placati suo numine prope fata flexissent, “si no se aplacaba, costara lo que costara, a los dioses inmortales, cuya intercesión quizá doblega­ ría las decisiones del destino.” 4 70
  • 66. Aquí aparece bien claro el proceso mediante el cual los hombres y las ciudades, instruidos acerca de sus deberes por los arúspices, podían intervenir en la marcha del mundo. Sin duda que para el pensamiento toscano el destino es todopoderoso y nada puede forzarlo a cambiar su ruta. Pero los dioses pueden servir de intercesores entre la huma­ nidad y el fatum. Para que acepten representar este papel, hay que calmar por supuesto su cólera, aplacarlos (omni ratione placari). Entonces, pero sólo entonces, pueden intentar torcer el curso del destino, prope fata ipsa flectere. Con ello la adivi­ nación aruspicinal encuentra su posibilidad de ac­ ción, su eficacia, ya que su tarea esencial consiste siempre en indicar qué ritos son agradables para los dioses. Cicerón recuerda los ritos expiatorios y propiciatorios correspondientes al 65 a. C. Se organizaron juegos durante diez días. “Además no se omitió nada que pudiera aplacar a los dioses.” Como la estatua de Júpiter había sido herida por el rayo, “los arúspices prescribieron que se erigiera una más grande, se la colocara sobre un zócalo elevado y, contrariamente a lo que se había hecho hasta entonces, se la volviera con la cara hacia el oriente. Esperaban, según decían, que si la estatua que veis aquí mirara hacia el levante y al mismo tiempo hacia el Foro y la Curia, las maquinaciones que se tramaran contra el bienestar de la Repú­ blica y del Imperio se aclararían con una luz tal que el Senado y el pueblo romano llegarían a pe­ netrarlas”. Resulta aquí evidente el vínculo que existe entre la interpretación del prodigio y su pro­ curación. Los romanos mismos captaron muy bien tal relación y Cicerón escribe así en su De diuina- tione: Magna uis. .. monstris interpretandis ac pro­ curandis in haruspicum disciplina.6 71
  • 67. Notas 1. Cicerón,De haruspicum, responso, 20 y sigs. 2. A este respecto, cf. Ia memoriade C.0. Thu- lin, Die Gotter des Martianus CapeUa. .., los ar­ tículos de A. Grenier, “L’orientation du foie de Plaisance”, y de M. Pallottino, “Deorum sedes”, ci­ tados infra, pág. 187. 3. Cf. a este respecto el artículo de A. Piga- niol, “Sur le calendrier brontoscopique de Nigidius Figulus”, citado infra, pág. 188. 4. Cicerón,Catilinarias, III, 19. 5. Cicerón,De diuinatione, I, 3. 72
  • 68. Ill Los arúspices y las exégesis de los prodigios Sería necesario un largo estudio si se quisiera agrupar y clasificar las exégesis y expiaciones con­ tenidas en las respuestas de los arúspices. En efec­ to, aunque los textos etruscos, de comprensión to­ davía muy difícil, se mantienen mudos a este res­ pecto, la literatura romana es rica en informaciones concernientes a la ciencia aruspicinal, en lo que se refiere a los prodigios. Debemos limitarnos aquí a los hechos esenciales. Se impone una observación general. No encon­ tramos ningún rasgo de evolución en la disciplina etrusca, desde el momento en que surge en el suelo toscano hasta su extinción. Las respuestas de los arúspices acerca de los prodigios responden siem­ pre a los mismos principios, a las mismas exigen­ cias. Su arte adivinatorio parece, pues, haber sido asombrosamente estable. A esto se podría objetar que este arte sólo nos es conocido por fuentes ro­ manas, por lo tanto tardías. Es cierto. Pero estas fuentes romanas se refieren a épocas extremada­ mente diversas, desde el momento de la realeza etrusca hasta el fin del Imperio de Roma. Ahora bien, aunque no sean, desde luego, aceptables todos los datos que nos transmite la tradición, concernien- 73
  • 69. tes a épocas muy antiguas, los preciosos relatos de Tito Livio y de Dionisio de Halicarnaso que se refieren a la aruspicina bajo el reino de los Tar­ quinos parecen basarse sobre fundamentos autén­ ticos, sin duda fuentes etruscas, contemporáneas de los hechos mismos. Citemos solamente, entre otros, el siguiente prodigio.1 Antes de hacer construir el templo de Júpiter Capitolino, que debía ser el mayor de Roma y afir­ mar su supremacía sobre el Lacio, Tarquino el Soberbio debió hacer preparar una vasta superficie sobre el Capitolio y emprender trabajos considera­ bles. Se produjeron entonces varios prodigios, de los cuales el más famoso fue el siguiente: de los fundamentos del templo, los obreros extrajeron una cabeza humana, cuyos rasgos estaban intactos, capul humanum integra facie aperientibus fundamenta templi dicitur apparuisse? Según Tito Livio, los arúspices de Roma y los venidos ex profeso de Etruria interpretaron que el prodigio anunciaba que Roma estaría a la cabeza del mundo. El sím­ bolo era manifiesto. Por su parte, Dionisio de Halicarnaso relata en cambio que ocurrió un hecho extraño: los adivinos existentes en Roma fueron incapaces de interpretar el fenómeno y una misión fue a Etruria a consultar allí a un arúspice. Este quiso engañar a los romanos pero, por una especie de pacto espontáneo con los enviados de Roma, el hijo del arúspice les aconsejó evitar responder a su padre si éste, insidiosamente, les preguntaba en qué punto del Capitolio había sido encontrada la cabeza milagrosa, se tratara del este, del oeste, del norte o del sur. Sólo había que dar la indica­ ción siguiente: en el monte Tarpeyo, en Roma. En caso contrario, el adivino habría intentado trasladar a su ciudad el presagio de grandeza recibido por Roma. Así se hizo y el experto toscano debió reco­ 74