2. Raymond Bloch, eminente arqueólogo y latinista. Director de estudios ce la
Ecole Pratique des Hautes Études de París, expone el tema fascinante de la
adivinación, los presagios y prodigios entre los griegos, etruscos y romanos. Su
encuadre es histórico y evolutivo y toca aspectos de la utilización política ce!
prodigio. A Bloch debemos agradecerle, señala H. Le Bonniec, "haber sabido
decir lo esencial en pocas páginas, y decirlo en un estilo sim ple y claro, que
evita con cuidado la ¡erga técnica y resulta accesible a todo hombre cultivado''
,"Revue des Études latines"}.
A la vez que breve y completo, este libro es original por su enfoque y por
sus aportes concretos (como, por ejemplo, . las interpretaciones referentes ai
espejo de Bolsena y a las urnas funerarias).
El lector puede consultar las siguientes obras conexas del fondo Paidós:
J. Carcopino: Las etapas del imperialismo romano
Examen magistral de las etapas principales de ese im perialismo, que sobre todo
a partir de Escipión el Africano apresó a Roma en el engranaje de la guerra,
ia conquista y la rapiña. Más que formular infructuosas explicaciones del con
junto, el autor se atiene a problemas y momentos concretos y sustanciales.
A. M. Guillem in: V irg ilio . Poeta, ariista y pensador
Este libro nos pone en contacto directo con los mejores momentos delalma
virgiliana, a la que escruta desde los primeros ejercicios literarios hasta la
Dlasm ación definitiva del ú ltim o y más logrado poema, la "Eneida".
P M. Schuhl: Platón y el arte de su tiempo
El estudioso de la historia del arte y de la filosofía griega l^erá con prove
cho el penetrante^ y ameno análisis de Schuhl, y el lector culto encontrará en él
una excelente introducción a la compleja y apasionante meditación piaícrvca
scC'-e ei valor y la dignidad del arte y el beneficio y daño que puede cro ó u c'r
e r e seno de la sociedad." (Eduardo J. Prieto)
PAIDOS — Buiercs Aires
3. RAYMOND BLOCH
LOS PRODIGIOS
EN LA ANTIGÜEDAD
CLASICA
Biblioteca de Cultura
Clásica, Editorial Paidós
Buenos Aires, Argentina
5. Indice
Introducción 9
Notas 16
Primera Parte
Los prodigios en Grecia
I La adivinación griega y los prodigios 19
Notas 27
II Los diversos aspectos del prodigio griego 29
Notas 42
III Los rituales. Evolución de la actitud helénica
respecto del prodigio 45
Notas 54
Segunda Parte
Los prodigios en Etruria
I La adivinación etrusca y los prodigios 59
Notas 65
7
6. II Caracteres generales de los “Responso” de los
arúspices acerca de los prodigios 66
Notas 72
III Los arúspices y las exégesis de los
prodigios 73
Notas 86
IV Las expiaciones de los prodigios 89
Notas 95
Tercera Parte
El prodigio romano
I La actitud de los romanos respecto de la adi·
vinación: presagios y prodigios 99
Notas 108
II El período primitivo. El período etrusco. Los
Libros Sibilinos 110
Notas 133
III Roma y los prodigios hasta la segunda guerra
púnica. La procuratio prodigiorum 137
Notas 152
IV Cambios y crisis. El prodigio a fines de la
República y bajo el Imperio 155
Notas 178
Bibliografía 184
Normas seguidas para la transliteración de palabras
en griego 189
8
7. Introducción
Un tema de estudio como el del prodigio en la
antigüedad griega, etrusca y romana, no sólo es
vasto y complejo: requiere, para que se lo com·
prenda exactamente, recurrir a perspectivas múlti
ples, a ángulos de visión diversos. En la vida
religiosa de los antiguos el prodigio posee, en
efecto, un valor multiforme y a menudo esencial.
Fenómeno de psicología religiosa y social, es re
velador de la actitud de los pueblos en lo que
concierne a las relaciones existentes entre el mundo
natural y el de los dioses. Pero tal como ocurre
con todos los otros elementos de la vida religiosa
de los antiguos, está, por supuesto, sometido a una
evolución histórica que transforma a menudo su
propia naturaleza y la actitud de los hombres res
pecto de él. Convendrá, pues, adoptar, en el inte
rior de cada una de las civilizaciones consideradas,
un punto de vista histórico y evolutivo. Y aun
esto es insuficiente. El prodigio interrumpe brutal
mente el curso normal de la vida de los individuos
y de la comunidad. Así, interesa directamente y
conmueve a loe espíritus y los corazones. Pero
ello ocurre de manera desigual respecto del mismo
período, según las diversas capas sociales. Cabe,
9
8. entonces, distinguir las actitudes y creencias de
éstas. Cuando las clases cultivadas se apartan
de los ritos de la religión tradicional, algunos de
sus miembros sienten una fuerte tentación de acre
centar su autoridad y su poder explotando políti
camente la creencia enraizada de las muchedum
bres en los prodigios y en el valor significativo de
éstos. Habría, pues, por escribir toda una historia
política del prodigio. El cuadro restringido de
esta obra impide, por supuesto, presentar un estudio
exhaustivo de estos diferentes puntos de vista. Pero
es imposible dejar de lado ninguno de ellos.
Encararemos sucesivamente los dominios griego,
etrusco y romano. En cada caso, el estudio nos
hará penetrar en la esfera de la mántica, ese arte
que se difundió, pero en medida diversa, entre
todos los pueblos y que consiste en deducir indi
caciones concernientes al pasado, el presente o el
futuro, a partir de signos divinos, presagios o pro
digios. Y el valor adivinatorio del prodigio varía,
por cierto, según los pueblos: en un caso el pro
digio es un presagio de importancia que devela
todo un sector del porvenir; en otro, por lo con
trario, sólo es el signo de la cólera divina que
ordena al hombre una reverencia más atenta res
pecto de los dioses y la realización de nuevos sa
crificios. En la mayor parte de los casos, sin em
bargo, se sitúa en el mundo de la adivinación.1
Un prodigio es siempre la irrupción de lo sagrado
en lo profano, testimonio de tal o cual modifica
ción que se produce en las relaciones entre los
hombres y los dioses: y los primeros pueden dedu
cir de él importantes conclusiones para su propia
vida. Signo privilegiado ofrecido a la observa
ción humana, el prodigio entra de pleno en el
mundo de la adivinación, actividad religiosa pri
vilegiada de los antiguos, que tantos documentos
10
9. diversos de la literatura, la epigrafía y la arqueo
logía contribuyen a hacernos conocer. La actitud
de los griegos, de los etruscos y de los romanos
acerca del prodigio dependerá, pues, en un plano
más general, de su propia posición respecto de la
adivinación. Convendrá evocar entonces aquí la
actitud de éstos y los dones adivinatorios que res
pectivamente manifestaron.
La obra monumental de Bouché-Leclercq,2 aun
que ya tiene casi un siglo, todavía no ha sido
reemplazada. La idea que él se hace de la mántica
y las definiciones que da de ella reflejan sin em
bargo demasiado las tendencias de su época, que
se complacía en generalizaciones de un racionalis
mo demasiado simplista. Así, se lee en la segunda
página de su introducción “sobre el valor moral
de la adivinación” : “Esta vena de sentimiento, que
vivificaba al politeísmo grecorromano, es la creencia
en una revelación permanente otorgada por los
dioses a los hombres, en una especie de socorro
intelectual ofrecido espontáneamente y obtenido con
facilidad, gracias al cual la sociedad y los indi
viduos podían reglar sus actos con una prudencia
sobrehumana...” Un poco más lejos (pág. 7),
nos describe así el origen y el fundamento de la
mántica: “La adivinación es el producto de una
idea religiosa que la conciencia humana ha po
seído en todas las épocas, la fe en la Providencia.
Sólo presupone las dos condiciones o postulados
cuya reunión constituye el fondo de toda doctrina
religiosa, a saber, la existencia de una divinidad
inteligente y la posibilidad de relaciones recípro
cas entre el hombre y la divinidad; y es una con
secuencia racional, si no necesaria, de ella, ya que
se considera que esta ciencia puede contribuir a
la felicidad del hombre o a su perfeccionamiento.”
11
10. No son éstas, en verdad, reflexiones desdeña
bles: en realidad, corresponden a las ideas que los
pensadores antiguos mismos se hacían acerca de
la adivinación. ¿Y quién no evoca en su recuerdo,
al releer estas líneas escritas por un excelente his
toriador de las religiones, las descripciones filosó
ficas que se suceden en los dos libros ciceronianos
De diuinatione?
Pero un enfoque tal sólo es valedero para las
épocas en las cuales la religión había ya tomado
un aspecto civilizado y se habían olvidado sus
lejanos orígenes. El estudio comparativo de las
creencias adivinatorias entre los diferentes pueblos
lleva hoy a buscar su explicación no en la fe en
una Providencia caritativa, en dioses de rostro hu
mano, sino en la creencia —universalmente difun
dida en la aurora de las civilizaciones—, en que
existe una interpenetración constante de lo sagrado
y lo profano, y además hay relaciones íntimas y
secretas, armonías, correspondencias entre los di
versos elementos del mundo y relaciones simbó
licas y estrechas entre el objeto, el microcosmos,
y el mundo, el macrocosmos. Una exposición cien
tífica realizada en el museo Guimet en 1953, y
cuyo catálogo metódico, redactado por varios espe
cialistas, se agotó lamentablemente poco después de
su publicación,3 trató del simbolismo cósmico y
de los monumentos religiosos en diferentes épocas
y diversas civilizaciones. Esta exposición puso bien
de manifiesto con qué frecuencia los templos, las
tumbas, los palacios y aun las ciudades represen
taron, aquí o allá, la imagen misma del cosmos.
Y, tal como se lo ha señalado con razón,4 no
habría que creer con ligereza que el motivo cós
mico se haya desvanecido en la época moderna.
En efecto, el simbolismo cósmico se manifiesta
tanto en las civilizaciones más evolucionadas como
12
11. en las más humildes. Este valor cósmico de los
edificios religiosos, y a veces civiles, es sólo nn
aspecto privilegiado de una creencia muy frecuen
te, según la cual hay interpenetración entre los
diferentes elementos constitutivos del mundo. Con
el desarrollo del pensamiento y de los sistemas
filosóficos, la especulación sobre el cosmos con
cluirá frecuentemente en la interdependencia entre
sus diversas partes, en todo un conjunto complejo
de íntimas correspondencias, sacras o no. Es en
estas perspectivas donde se sitúa la actitud del
hombre respecto de la adivinación.
Me parece que la fórmula siguiente define bas
tante bien la actitud psicológica que se halla en el
origen de la mantica:5 “La adivinación aparece
como el modo de conocimiento apropiado para un
universo constituido por objetos que tienen, en
escalas diversas, una estructura análoga y están
unidos entre sí por sistemas de relaciones.” Y el
estudio de J. Vernant, del cual hemos tomado esta
definición, termina justamente con la siguiente ob
servación: “Todo pensamiento religioso, en la me
dida misma en que supone equivalencias y susti
tutos en el espacio y en el tiempo, autoriza y
justifica la adivinación.” Esta tendencia de la na
turaleza humana a buscar relaciones entre cosas
parecidas sobrepasó ampliamente sus aspiraciones
iniciales; en la época científica, es también ella la
que llegará a la búsqueda y al establecimiento de
leyes. Maestra de errores, se transforma luego en
fuente de verdad. Pese a la expansión vertiginosa
de los límites mismos del cosmos, la ciencia se
dirige siempre al descubrimiento de relaciones ín
timas entre sus más lejanos elementos.
Sea como fuere, produce asombro la importancia
que revistieron, en la época precientífica, y la
importancia que revisten aún entre ciertos pueblos
13
12. o en ciertas capas sociales, una cantidad de prác
ticas adivinatorias que pretenden desgarrar el velo
del porvenir mediante el análisis de fenómenos
perfectamente naturales. La explicación reside en
una especie de necesidad profunda y constante que
siente la naturaleza humana (aunque esta necesi
dad esté destinada al fracaso), de sobrepasar sus
propios límites y llegar a saber más de lo que le
está concedido acerca de su propio destino. Se
trata en este caso de una aspiración sentimental,
y la creencia en la adivinación fue siempre extra
ordinariamente estimulada por las crisis, los te
mores y los terrores. Las pruebas recientes por
las que pasó el mundo lo mostraron muy bien: el
desorden y la confusión desarrollan siempre en los
pueblos la boga de los oráculos y el favor, jamás
desmentido, de la cartomancia. Hasta tal punto
desea el hombre que sufre o tiene miedo, adivinar
por todos los medios un porvenir que puede ser
para él una liberación.
Así, el tema de estudios que presentamos aquí
se inserta en el mundo de la adivinación antigua.
£1 prodigio no es, sin embargo, según hemos visto,
un simple signo entre otros signos, simbólicos y
sagrados. Su carácter excepcional le confiere un
valor sin igual. Pero, como parece interrumpir por
un tiempo el curso de las leyes naturales, un pue
blo inclinado al racionalismo, como lo es el pueblo
griego, no lo admite de muy buena gana. Inversa
mente los etruscos, que sienten constantemente por
encima de sí el peso de las fuerzas misteriosas del
destino, le consagran toda su atención y su ciencia
de los ritos. Respecto de los romanos, veremos
que fueron bastante supersticiosos como para ver
aparecer constantemente prodigios en torno de sí;
pero también bastante pragmáticos como para or
ganizar sólidamente los ciclos rituales destinados
14
13. a confirmar las promesas y a apartar las amena·
zas. El prodigio es, quizás, el fenómeno frente al
cual los pueblos antiguos manifestaron de la manera
más clara las características de su religión y de
su genio.
Esta obra no habría podido ser publicada sin
la iniciativa y los consejos de J. Bayet. Es él
quien me propuso este hermoso tema de estudio,
hace ya mucho tiempo, cuando yo era un joven
estudiante en la Escuela Normal Superior. No dejó
luego nunca de interesarse en el curso de mis
investigaciones. Quiero expresarle aquí mi afec
tuosa gratitud. Agradezco igualmente a A. Piga-
niol que, desde la época de la Escuela Normal, me
ayudó siempre en mis investigaciones en un domi
nio que él también exploró. La señora de Romilly
tuvo la amabilidad de releer el capítulo referente
a Grecia y formularme preciosas observaciones; J.
André me prestó la ayuda de su ciencia de filó
logo; les agradezco muy amistosamente. Las in
vestigaciones que presento aquí en una forma rela
tivamente breve habrían debido, según era mi
intención, constituir el tema de una publicación
más vasta; circunstancias imprevistas me lo impi
dieron. El presente estudio y una obra ulterior
reemplazarán este proyecto inicial. Para no dar
excesiva amplitud a las notas de pie de página,
sólo cito en abreviatura las obras y artículos cu
yas referencias completas se encontrarán en la
bibliografía, al final del libro.
15
14. Notae
1. £1 prodigio en forma de puro milagro es
raro en la antigüedad. Cf. sin embargo infra,
pág. 35.
2. A. Bouché-Leclercq, Histoire de la divination
dans FAntiquité, 4 vols., Paris, 1879-1882.
3. La publicación se titula Symbolisme cosmi
que et monuments religieux y comprende un vo
lumen de texto y uno de ilustraciones; ed. de los
Museos Nacionales, julio de 1953.
4. Ibid., texto de A. Chastel, Les temps mo
dernes, pág. 96.
5. J. Vernant, “La divination. Contexte et sens
psychologiques des rites et des doctrines”, en el
Journal de Psychologie, julio-septiembre de 1948,
págs. 299-325.
16
16. La adivinación griega y los prodigios
I
La mitología griega y, consecutivamente, una
buena parte de la mitología romana, consisten en
relatos maravillosos en los cuales los héroes y los
dioses se mezclan en peripecias innumerables y
donde los presagios y los prodigios constituyen
legión. £1 prodigio anuncia el nacimiento, la gran
deza o la muerte del héroe, atestigua la omnipo
tencia de la divinidad. Todas las clases de signos
adivinatorios forman parte de las animadas aven
turas de que está entretejida la vida del héroe,
dotado de cualidades que sobrepasan la medida
común, o la de los dioses, de aspecto humano pero
de poderío sin límite. En la masa compleja de
los relatos mitológicos se han distinguido justa
mente los mitos propiamente dichos, los ciclos he
roicos, los cuentos, las leyendas etiológicas, los
relatos populares, en fin, las simples anécdotas.1
En todos los casos, la aparición frecuente de pre
sagios y de prodigios da una aureola de maravilla
a relatos que, si bien cuentan aventuras semejan
tes en el fondo a las de los hombres, aunque más
grandiosas, tienen permanente necesidad del pres
tigio que les confiere el mundo asombroso de la
adivinación.
19
17. Es claro que si en el vasto circulo de los héroes
y de los dioses de la Hélade los signos del por
venir y lo maravilloso desempeñan un gran papel,
es porque la imaginación de los pueblos helénicos
pudo proyectar sin dificultad, en una esfera supra-
terrestre, creencias y procedimientos de adivinación
que eran de uso familiar y corriente en la vida
de la religión y de la política. Como nuestro es
tudio se propone examinar una forma de las creen
cias adivinatorias de los antiguos, nos conviene
analizar aquí esencialmente el prodigio, tal como
aparecía en la vida de los hombres para sembrar
en ella por un momento la perturbación o el terror.
Como los prodigios pertenecen al mundo del mito,
sólo podrán servirnos de puntos de referencia, vale
deros, sin embargo, en la medida misma en que son
la imagen de creencias que vivieron, en un mo
mento dado, en el corazón de los hombres. Pa
sando del dominio de los dioses al de los hombres,
el prodigio pierde buena parte de su carácter
mágico y gratuito. Sirve a menudo para dirigir la
vida del individuo y de la sociedad. Pero su
importancia varía según las épocas y resulta de
entrada evidente que la Grecia de la época clásica
no le atribuye gran crédito. Debemos ubicarlo
con exactitud en el interior del amplio mundo de la
adivinación.
Este mundo, bajo formas diferentes, gozó siem
pre en Grecia de un gran favor, sobre todo entre
las clases populares, pero también en las capas más
altas de la sociedad. Adivinos, profetas, sibilas y
sobre todo oráculos ocupan un lugar importante
en la vida religiosa helénica. Pensemos, por ejem
plo, en el papel desempeñado por los oráculos en
las relaciones entre ciudades griegas, en la cele
bridad de que gozó el oráculo délfico de Apolo
en el mundo antiguo. De ahí proviene el interés
20
18. justificado que acuerda la erudición moderna a
este aspecto de la vida religiosa de los griegos.
Tres de los cuatro tomos de la obra citada más
arriba, de Bouché-Leclercq, analizan las formas de
la adivinación en Grecia, la actitud de los filósofos
respecto de ella, la naturaleza de los sacerdocios,
individuales o colectivos, que eran los depositarios
de la complicada ciencia de la adivinación. La
verdadera naturaleza de estos métodos adivinato
rios, utilizados sistemáticamente en diversos lugares,
constituye hoy todavía el objeto de penetrantes
estudios, a veces contradictorios. La mántica de
la Pitia délfica, lejos de ser de carácter profético
e inspirado, reposaría, según una tesis nueva, en
procedimientos clerománticos y en las respuestas
dadas por las “suertes”.2 Pero la mayor parte de
los eruditos se atienen, a justo título según parece,
al punto de vista tradicional desde la antigüedad,
que afirma el delirio de la Pitia, y las profecías que
en su éxtasis le inspiraba Apolo difícilmente pue
dan ser relegadas al dominio de la leyenda.3
Si se pasa de la vida religiosa de Grecia a la
especulación filosófica que le concierne, la impre
sión no cambia. La importancia de la mántica se
refleja claramente en las discusiones de las escue
las filosóficas que oscilaron, a su respecto, entre
dos polos opuestos. Según unos, los diversos pro
cedimientos de la adivinación, valedera en su prin
cipio esencial, permitían descubrir efectivamente el
porvenir, mientras que otros veían en ella, por lo
contrario, creencias estimadas por el vulgo pero des
provistas de todo fundamento real. Recordemos
solamente aquí las creencias fundamentales de las
grandes corrientes filosóficas. La filosofía plató
nica creía en el éxtasis profético, en tanto que Aris
tóteles, con su espíritu científico, se mostraba muy
desconfiado respecto de los diversos procedimien
21
19. tos de la mántica. Luego los estoicos y los epicú
reos desarrollaron tesis contradictorias: para los
primeros existía, sin duda, una adivinación y los
dioses eran demasiado buenos como para rehusar
un bien tan precioso al hombre. En cambio Epicuro
suprimió radicalmente la adivinación de su explica
ción del mundo; para él no había providencia y el
universo estaba organizado según leyes inmutables.
Esta actitud fue también la de la Nueva Academia,
fundada en 280 a. C. por Arcesilao. El reflejo de
estas oposiciones y debates se encontrará en los
discursos filosóficos de Cicerón que, si bien fue
alumno del estoico Posidonio, no dejó de ironizar
acerca de las creencias populares en la mántica.
En el interior de este mundo adivinatorio com
plejo y que ocupa así un lugar importante en la
religión, la vida política y el pensamiento griego,
¿qué situación conviene acordar al prodigio? La
cuestión es delicada y requiere un análisis preciso
de las realidades abarcadas por este término. En
bien de la claridad de la exposición, he aquí el
orden que seguiremos: analizaremos sucesivamente
la noción misma de prodigio, los términos que lo
designan, los diferentes aspectos que reviste en la
Hélade y las consecuencias culturales que acarrea;
por último, intentaremos definir la actitud del pue
blo griego respecto del prodigio y la evolución que
esta actitud ha sufrido.
Se impone una observación fundamental. Tal
como lo reconocieron desde hace mucho tiempo los
especialistas, no existe en Grecia, contrariamente a
lo que ocurrirá luego en Roma, una diferencia esen
cial entre el presagio y el prodigio. Uno y otro son
signos adivinatorios que pueden aclarar al hombre
y a la ciudad la voluntad de los dioses y el porve
nir más o menos cercano. Sin embargo, el presagio
y el prodigio se distinguen uno de otro esenciaimen-
22
20. te por la importancia superior del prodigio, signo
de peso, cuya advertencia nadie podría descuidar, a
menos que padeciera de ceguera. Se impone al
individuo o a la ciudad a la que concierne. Es
rara la aparición de prodigios que constituyen pu
ros milagros sin valor anunciador, pero los hubo
sin embargo en ciertos santuarios, como en Epi
dauro, según veremos más adelante.4
Gracias al prodigio que se impone al hombre,
éste puede descubrir muy a menudo el porvenir,
favorable o funesto. En efecto, el valor del pro
digio es diferente según los casos, y no es forzoso
que traiga el anuncio de la cólera divina. La situa
ción es diversa en Roma. El dios que lo envía
sobre la tierra y lo presenta a la observación huma
na es generalmente Zeus, el señor del Olimpo, cuya
omnipotencia sabe modificar fácilmente los fenó
menos que se suceden en la superficie de la tierra;
pero también otras divinidades pueden amonestar
con fuerza al pueblo o al hombre que les interesa:
Atena en la litada,5 Deméter y Perséfona,® o tam
bién Poseidón, cuyo tridente provoca la tempestad o
sacude la superficie de la tierra. Sin embargo, a
juzgar por los textos y la impresión que de ellos
se desprende, consideran los helenos como un hecho
muy raro que los dioses intervengan de manera
brutal en el curso de la vida humana. Tan frecuen
tes son sus manifestaciones de toda clase en los
relatos míticos como rara su intervención en la vida
misma de la Hélade. Todo ocurre como si el
espíritu griego, de imaginación fecunda, hubiera
permitido que los héroes y los dioses manifestaran
a gusto su poder en las peripecias de sus aventuras
sobrehumanas, y como si sus tendencias a un racio
nalismo precoz lo hubieran hecho al mismo tiempo
muy poco propenso a ver surgir a menudo, en
23
21. torno- de él, la brutal manifestación de la voluntad
divina.
La lengua griega misma testimonia alguna va·
cilación en la designación del prodigio.7 Cierto
número de términos designan a la vez el presa
gio y el prodigio, sin que ninguno de ellos esté
reservado al fenómeno milagroso; veremos que la
lengua latina opone a esto un estado de cosas muy
diferente.8 Entre estos términos que resulta impo
sible estudiar aquí en forma detallada —aunque se
ría instructivo— los más importantes son sémeion,
oionós, phasma y teros. Una disertación ya muy
vieja y que sin embargo sigue conservando valor
en algunos puntos, la de K. Steinhauser,9 ha mos
trado claramente cuán difícil es distinguir con pre
cisión estas palabras, que parecen a menudo inter
cambiables. Sin embargo, ya los antiguos habían
hecho tentativas en este sentido. Al comienzo del
preámbulo de su libro De ostentis, el bizantino
Johannes Lido explica que los escritores judíos dis
tinguían dos tipos de prodigio, los sémeia, de or
den atmosférico, meteórico (ta en metéorois sünis-
támena), y los térata,- que aparecerían solamente
sobre la tierra y constituirían hechos contra la na
turaleza, monstruos del dominio animal o humano
(ta epí íes gés hos paró phiisin phainómena). El
valor así atribuido al segundo de estos términos es,
en efecto, muy frecuente. Sin embargo, es impo
sible adjudicar a los diferentes términos griegos
dominios separados: ninguno de ellos abarca una
categoría de hechos determinados con exclusión
de los otros. Según los períodos, y también según
los escritores, tal o cual palabra adquiere una mar
cada preferencia que desaparece a menudo en
época posterior.
Los términos más generales eran sémeion, el sig
no adivinatorio, cualquiera que sea, y oiónós, eti-
24
22. otológicamente el signo dado por los pájaros. Los
dos sirvieron para designar toda especie de signo
adivinatorio y, por consiguiente, el prodigio mismo.
Jenofonte muestra una cierta predilección por la
palabra oídnos, que aparece muy a menudo en sus
obras. Phasma, que se aplica en un comienzo a
los fenómenos meteorológicos, no se limita de nin
guna manera a este empleo. Teras, en fin, es sin
duda el término cuyo valor se halla más cercano
al de la palabra latina prodigium, a la palabra
francesa prodige (prodigio). Es cierto que teros
puede emplearse a propósito de todo acontecimien
to no habitual que sirve al hombre para prever el
porvenir. Sin embargo, a menudo implica una at
mósfera de terror, como cuando Hesíodo escribe, a
propósito del Tártaro:10 “Prodigio terrorífico
(deinón teras) aim para los dioses inmortales.”
El término se emplea a menudo para designar
un ser sobrehumano, humano o animal, contrario
a las leyes de la naturaleza por su nacimiento, el
medio en que vive, su aspecto insólito. Aristóteles
utiliza sistemáticamente teras a propósito de un
ser parádoxon, engendrado pará phüsin. Los ejem
plos están reunidos en una vieja disertación de
Marburgo,11 y su número resulta significativo. Re
cordemos solamente los versos de Eurípides que
evocan la aparición del toro marino que va a pro·
vocar la muerte de Hipólito: 12 “Y con la triple ola
que rompe, el mar vomita un toro, monstruo sal
vaje (agrión teras) .”
En el mundo de la mitología, los cíclopes, el
Minotauro y todos los seres que se alejan de la
común naturaleza del hombre por tal o cual parti
cularidad o por la unión de elementos humanos
y animales son, en verdad, prodigios de la natu
raleza, térata. La simple anomalía del nacimiento
hace que se recurra a este término, aunque el ser
25
23. surgido de él no tenga ya nada de sorprendente.
La encantadora Helena se califica así, por haber
surgido del huevo de Leda: “ ¿Me engendró mi
madre como objeto de estupor (teras) para los
hombres?” 18
De teras surgió toda una serie de términos va
riados: así, teratoskopos, intérprete de presagios,
de prodigios, palabra vecina de mantis, el verbo
terúizein que designa la actividad del adivino, los
adjetivos terastios, prodigioso o bien autor de pro
digios, teratôdês, monstruoso. Muchas palabras
tomaron un valor desfavorable y se refieren a rela
tos extraordinarios o falaces (teratéuesthai), a
truhanerías (teratourgía). La familia del término
es amplia, como se ve, y muestra la importancia
de la noción que éste abarca.
Por lo tanto, si se desea extraer conclusiones de
esta situación lingüística compleja, serían en mi
opinión las siguientes: muchos términos sirven en
griego para designar toda clase de presagios y por
consiguiente se aplican también a los fenómenos
extremadamente raros y de apariencia prodigiosa.
Uno de ellos, sin embargo, el vocablo teras, suscita
generalmente una impresión de estupor, de terror,
cuando se lo aplica a un ser monstruoso, a un
hecho contrario a la naturaleza. Pero tampoco esta
palabra tiene únicamente tal valor, sino que se la
puede emplear a propósito de los signos adivina
torios más comunes.
26
24. Notas
1. Cf. P. Grimai, Dictionnaire de la mythologie
grecque et romaine, Paris, Presses Universitaires
de France, 1951, pág. XIII.
2. P. Amandry, La mantique apollinienne à
Delphes, Essai sur le fonctionnement de Foracle, Bi
blioteca de las Escuelas francesas de Atenas y de
Roma, Paris, 1950. En la cleromancia se tira a
suertes entre objetos (sortes) que llevan inscriptos
o grabados diversos oráculos, para ver cuál da la
respuesta del destino a la cuestión planteada.
3. H. W. Parker y D. E. Wormwell, The delphic
oracle, Oxford, 1956.
4. Infra, pág. 35.
5. Iliada, X, 275.
6. Plutarco, Timoleón, 8.
7. Falta un estudio detallado de los términos
de la adivinación en la lengua griega. Valdría la
pena, sin embargo, que se llevara a cabo tal traba
jo, pues abundaría en enseñanzas tanto para el
filólogo como para el historiador de las religiones.
Cf., no obstante, el libro de G. Redard, Recherches
sur KHRE, KHRESTHAI. Etudes sémantiques, en
la Biblioteca de la Ecole des Hautes Etudes, Scien
27
25. ces historiques et philologiques, fasc. 303, Paris,
1953.
8. Cf. infra, pág. 105.
9. Citada en la bibliografía, pág. 186.
10. Teogonia, verso 743.
11. La disertación de P. Stein; cf. la bibliogra
fía, pág. 186.
12. Eurípides, Hipólito, verso 1.214 y sigs.
13. Eurípides, Helena, verso 256.
28
26. Los diversos aspectos del prodigio griego
II
Veamos ahora un poco más en detalle las reali
dades mismas que abarcan los términos conside
rados más arriba. La investigación filosófica y
científica supo explicar muy pronto, en los medios
cultivados, las causas reales de toda una serie de
fenómenos de apariencia insólita. Pero pese al rá
pido desarrollo que tuvo el pensamiento racional
helénico desde el siglo vi a. C., sólo logró hacer
algo más presentables las creencias y los temores
del vulgo. Sin embargo, los progresos del raciona
lismo griego se hacen sentir netamente en el lugar,
muy mesurado y restringido, que se asigna al pro
digio en la época clásica. Debemos, no obstante,
agrupar los hechos. Los fenómenos clasificados
como prodigios en las diferentes épocas son muy
diversos. Geográficamente, y como en todas las
civilizaciones antiguas, se dividen en prodigios ce
lestes y prodigios terrestres; los que ocurren en la
tierra pueden interesar a la naturaleza inanimada
o bien a la naturaleza animada.
La conciencia inquieta de los pueblos se conmo
vió siempre especialmente ante los fenómenos ce
lestes, que parecían emanar directamente de las
divinidades, ya que éstas se hallaban también si-
29
27. tuadas, en forma más o menos vaga, en las zonas
supraterrestres; tales fenómenos expresaban en
tonces, de manera más clara, la voluntad de éstas.
Estos prodigios celestes, considerados como divinos
por una multitud poco permeable a la explicación
científica, pueden ser de naturaleza diversa: eclipses
de sol o de luna, tempestades excepcionales, rayos
y truenos imprevistos, cometas y meteoros. Los
eclipses solares y lunares no dejaron de atraer la
atención precoz de sabios como Anaximenes o Ana
ximandro, que determinaron su verdadera causa.
El pueblo no abandonó, sin embargo, las antiguas
creencias. El eclipse anunciaba a menudo la ruina
o la muerte de un hombre importante, de un jefe,
de un ejército o bien de una ciudad y volvemos a
encontrar aquí ese juego de parentesco entre los
diversos elementos del cosmos; el juego se funda
aquí, por supuesto, sobre la analogía establecida en
tre lo real y lo figurado, entre la luz de los astros
y el esplendor de un hombre o de una ciudad. La
desaparición de una de esas luces prefigura y
acarrea la pérdida de la otra.
Los textos señalan numerosos eclipses histórica
mente ocurridos, con su interpretación y el efecto
que provocaron sobre las masas, ejércitos o po
blaciones de las respectivas ciudades.1 Su men
ción es de una extrema utilidad para el historiador
moderno, pues los cálculos astronómicos permiten
hoy situarlos muy exactamente en el tiempo.
Una disertación aparecida hace muy poco y que
estudia la acción de los presagios —junto a la de
los sacrificios y las fiestas— sobre la conduc
ción de la guerra entre los griegos en los siglos v
y XV a. C.,2 analiza cuidadosamente ciertos episo
dios en el curso de los cuales un eclipse vino a
interrumpir una acción militar ya emprendida. He
rodoto (IX, 10) cuenta así que después de la
30
28. batalla de Salamina, el rey de Esparta, Cleombroto,
llegado al istmo de Corinto, debía atacar a los
persas. Previamente, tuvo la precaución de sacrifi
car y de interrogar a los dioses. El cielo entonces
se oscureció, y el rey decidió retirar sus tropas. De
hecho, los cálculos astronómicos indican exactamen
te que en el otoño de 480 a. C. hubo en esta región
eclipse parcial de sol. Así se confirma el relato de
Herodoto. Mucho más célebres son las funestas
consecuencias del eclipse de luna del 27 de agosto
de 413 a. C., que retrasó la retirada de las tropas
atenienses de Siracusa y causó su pérdida.3 Nicias
decidió retrasar la retirada, siguiendo la opinión
de los adivinos, y provocó así el desastre de la
expedición siciliana. Y Tucídides observa, con una
fórmula teñida de una fría ironía: “Era un poco
demasiado propenso a la observación de los signos
divinos y de las cosas de ese género.” 4 Un epi
sodio interesante nos muestra que en medio del
siglo IV a. C., si ciertos jefes se burlaban de tales
creencias, no ocurría lo mismo con sus tropas.
Para tranquilizarlas era más eficaz la intervención
del adivino que una tentativa de explicación cien
tífica a la cual, por lo demás, se apeló a veces. En
357 a. C., un eclipse de luna impresionó viva
mente, según nos dice Plutarco,5 al ejército que
Dión conducía contra Dionisio de Siracusa. Dión
y su séquito conocían, según Plutarco, las verdade
ras razones del fenómeno, pero el general, para
reconfortar a sus tropas, tuvo que apelar al adivino
Miltas, que dio a los soldados una interpretación
favorable del eclipse. Este anunciaba, naturalmente,
el oscurecimiento de alguna cosa brillante; claro,
se trataba de la tiranía de Dionisio mismo, quien
debía sucumbir en un cercano asalto.
Los truenos y los rayos imprevistos pasan, en
razón de su carácter brutal e instantáneo, por pro
31
29. digios que interesan a acciones importantes, en
curso de realización. Citemos solamente, entre los
muchos ejemplos literarios, estos dos relatos homé
ricos. En la Ilíada,e Néstor declara: “Digo que el
Crónida todopoderoso me ha dado una seguridad,
el día en que los Argivos se iban, en sus rápidas
naves, a llevar a los troyanos la masacre y la
muerte: tronó sobre la derecha, ofreciéndonos así
un signo favorable.” Así también, antes de la
masacre de los pretendientes, cuando Ulises prueba
su arco, Zeus le dirige las mismas palabras alen
tadoras: 7 “Zeus indicó su voluntad con un gran
rayo. El paciente héroe se alegró profundamente
de ello. El divino Ulises había comprendido muy
bien que el hijo de Cronos, de pensamientos tene
brosos, le daba este presagio.”
Y luego habría que citar muchos otros fenóme
nos celestes: el meteoro, lamprón teras de Zeus, que
Homero compara con la llegada fulminante de Pa
las Atena entre los combatientes,8 los cometas, las
luces imprevistas, el fuego que cae del cielo, signo
terrorífico,9 la apertura súbita, de par en par, del
cielo, el khasma.10
En lo que respecta al sector terrestre, la natu
raleza inanimada y el mundo animado tampoco
eran avaros en signos prodigiosos de toda especie.
Entre los primeros, el más impresionante era el
temblor de tierra, expresión de la cólera de Posei
don que requería con ello honores y sacrificios.
No era raro que este prodigio terrorífico detu
viera las expediciones militares e hiciera volver las
tropas a su patria.11 Así ocurrió en la primavera
del año 414 cuando los lacedemonios, que habían
partido en campaña contra Argos, fueron espan
tados por un sismo y se volvieron atrás.12 Sin
embargo, la advertencia fue a veces desviada há
bilmente sobre el enemigo, cuando un jefe, muy
32
30. deseoso de proseguir su camino, supo extraer de
ella una significación favorable para su ejército.
Tal fue el caso en el año 387 a. C.13 cuando Age
sipolis, que había partido contra Argos, no se dejó
detener por un sismo que sobrevino en la primera
tarde de su expedición. Los soldados, entonando
un peán en honor de Poseidón, pensaban ya en el
retorno. Pero Agesipolis los reconfortó asegurán
doles que ése era para ellos un signo de aliento
dado por la divinidad, ya que había llegado no
en el momento de la partida sino durante la ruta.
Los hizo proseguir por la mañana, no sin sacrificar
antes a Poseidón. Su conducta tiene su mérito,
pues si creemos a Pausanias,14 los lacedemonios
eran los que más se aterrorizaban de entre todos
los griegos por las advertencias divinas.
Las aguas de lluvia, de las fuentes, del mar, se
modificaban extrañamente en el momento en que
iban a ocurrir acontecimientos de importancia;13
los árboles cambiaban de naturaleza o bien se in
cendiaban: así, en el momento del avance de Jer-
jes y de su ejército, un plátano se transformó en
olivo.16 Por supuesto, según se comprueba en todas
las religiones, los lugares y los objetos sagrados
constituyen la sede de los prodigios más frecuentes
y más significativos. El incendio de una estatua
anuncia la muerte de un jefe,17 el sudor que la
recubre presagia graves acontecimientos.18 La es
tatua de culto, que es la sede misma de lo divino,
posee en sí toda la virtud necesaria para dar sig
nos adivinatorios de primordial importancia. El
sudor o la sangre que se difunden sobre ella ex
presan, mediante un simbolismo evidente, la tris
teza y el duelo. Lo mismo ocurrirá en Roma.
Todo lo que concierne a las ceremonias del culto y
se halla en relación directa con lo sagrado resulta
igualmente apropiado para dar presagios y ser esce
33
31. na de prodigios. Citemos solamente el conocido rela
to de Herodoto,19referente a la prodigiosa aventura
ocurrida a Hipócrates, padre de Pisistrato, en las
fiestas de Olimpia: había sacrificado las víctimas
habituales, y los calderos, que estaban preparados,
llenos de carne y de agua, comenzaron a hervir y a
desbordar sin que fuera encendido el fuego. Qui-
lón, de Lacedemonia, aconsejó entonces insisten
temente a Hipócrates que no tuviera hijos.
En lo que respecta a la naturaleza animada, Hero
doto, siempre dispuesto a acoger lo maravilloso
dondequiera que se encuentre, menciona en di
versos pasajes casos de nacimientos monstruosos y
de malformaciones de toda índole, observadas en
animales o seres humanos. Hechos semejantes re
fieren también algunos raros escritores, pero, una
vez más, todo esto desempeña un papel bastante
menor en Grecia que en el mundo romano, sin duda
a causa de la menor credulidad de los habitantes de
la Hélade, poco dispuestos a ver constantemente,
en estos crueles juegos de la naturaleza, la mani
festación de la acción de los dioses. El extraño
comportamiento de los animales puede valer tam
bién como prodigio, ya se trate de un enjambre
de abejas que se posan sobre un navio,20 o de
cuervos que se entregan a feroces combates hasta
que algunos de ellos caen muertos.21 Los autores
que más se complacen en relatar este tipo de his
torias, son Herodoto y Plutarco y, respecto de este
último, veremos más adelante el motivo.22 Los dos
refieren también anécdotas concernientes al com
portamiento excepcional de un ser humano, la mo
dificación extraordinaria de su estado; así por
ejemplo cuando pierde brutalmente la vista,23 las
plagas que causan devastaciones en la población de
una ciudad o de un país.24
34
32. Conviene asignar aquí un lugar aparte a las cu
raciones excepcionales operadas por ciertos dioses,
ante todo por Asclepios en Epidauro y en otros
santuarios. Este dios médico opera, a su manera, cu
raciones lentas o rápidas, y hay fenómenos extra
ordinarios —que se encuentran, en verdad, en
numerosas civilizaciones, bajo aspectos más o me
nos similares— que constituyen un dominio par
ticular en la cuestión que nos ocupa. Contraria
mente a lo que podría creerse, este dominio no nos
hace salir enteramente del mundo de la adivinación.
Pero existe, sin duda, una diferencia considerable:
cuando interviene la mántica, ejerce su función no
después del prodigio, para interpretarlo, sino antes
de él, para permitir su aparición. El prodigio no
es ya un signo adivinatorio sino un fin en sí, aun
que sea la adivinación la que, a menudo, permite
su cumplimiento.
Las curaciones sobrenaturales se producen, en
efecto, sea bajo forma de milagros instantáneos,
sea, a menudo, gracias a la adivinación mediante
los sueños: la iatromántica, que ocupó en Grecia
un lugar considerable, reposa sobre el envío, por
parte del dios, de sueños al paciente que vino a
consultarlo en su santuario, sueños que los sacer
dotes transforman fácilmente, gracias a su simbo
lismo más o menos claro, en prescripciones médi
cas eficaces.25 En el Asklëpieion de Epidauro el
enfermo, preparado para un contacto directo con
la divinidad mediante purificaciones y plegarias,
pasaba toda la noche en un dormitorio, el ábaton,
local interdicto, y mientras dormía recibía un sueño
del dios al que había implorado: éste se le apa
recía y le ordenaba tal o cual acción.26 Si el sueño
requería interpretación, su simbolismo latente era
penetrado por los sacerdotes que formaban parte
del personal del santuario. Estos llegaron a ser
35
33. poco a poco los herederos de una tradición mé
dica que se formó a la sombra de la religión. Los
archivos sacerdotales acumularon el recuerdo de
las prescripciones ya hechas, de las curaciones ob
tenidas.
La práctica de la incubatio gozó de favor du
rante toda la antigüedad grecorromana, y la cono
cemos bien por muchos textos, en particular por los
escritos de Elio Aristides, sofista que vivió en el
segundo siglo de nuestra era y nos describe en
detalle las frecuentes visitas que hizo a los san
tuarios de Asclepios para obtener del dios remedio
a sus numerosas enfermedades.27 Más privilegiados
fueron los que recibieron curación inmediata y
total en el curso de la noche pasada en el templo.
Los datos epigráficos y literarios que poseemos
permiten entrever con dificultad una evolución en
la acción terapéutica de Asclepios. El milagro puro
y simple (aparición nocturna del dios y curación
inmediata, instantánea, del enfermo) no debía ser
raro en la época clásica, como lo testimonian las
estelas cubiertas de inscripciones que Pausanias
descifró y de las cuales muchas llegaron hasta
nosotros.28 Las inscripciones datan del siglo XVa. C..
y relatan una serie de curaciones milagrosas, abso
lutamente increíbles y que, según lo que allí se
dice, habrían sido instantáneas. Así, una de ellas
cuenta ingenuamente cómo le fue devuelta la vista
a un ciego, Alcetas de Halieis: “Tuvo una visión
en sueños: le parecía que el dios se acercaba y le
abría los ojos con los dedos y que él comenzaba a
ver los árboles en el santuario. Al nacer el día,
salió curado.” El caso de Heraiéus de Mitiíene
es muy gracioso: “Este hombre no tenía cabellos,
pero sí muchos pelos en el mentón. Avergonzado
por las burlas de que era objeto, se durmió en el
templo. El dios le frotó la cabeza con un ungüen-
36
34. to e hizo que los cabellos volvieran a brotar en
ella.” 29 No faltan indicaciones cronológicas para
seguir la evolución de las curas milagrosas de As-
clepios; aunque es probable que en la época hele
nística ocurriera menos la curación súbita que la
revelación, por el dios, del tratamiento a seguir.
Los conocimientos médicos de sus sacerdotes se
fueron desarrollando poco a poco y los pacientes
recibieron de su boca prescripciones de orden tera
péutico que aclaraban o desarrollaban la revelación
debida a la divinidad. En el siglo a de nuestra era,
para Elio Aristides, Asclepios es siempre el gran
hacedor de milagros, pero se le aparece no como el
dios que cura, con una fácil instantaneidad, a cie
gos, paralíticos o estropeados, sino como el dios
médico que viene de noche a traer al devoto la
indicación de un tratamiento que los sacerdotes
tendrán a su vez que analizar y detallar. La ar
queología viene aquí a agregar su testimonio al
de los textos literarios y epigráficos. El hecho es de
notar, pues los documentos figurados permanecen
casi mudos en lo que concierne al mundo del
prodigio y esto se comprende fácilmente. La in
mensa mayoría de los fenómenos considerados
como prodigiosos por los antiguos casi no se pres
taban a una representación efectiva, demasiado di
fícil y compleja. Además, el sentimiento oscuro de
temor sagrado que inspiraban debía apartar a los
artistas y artesanos de su representación plástica.
Sin embargo, la aparición milagrosa y salvadora
de Asclepios o de otras divinidades curadoras, que
se presentaban de noche al enfermo dormido, sirvió
de tema a muchos bajorrelieves votivos. En un
bajorrelieve célebre del museo del Pireo,30 que
data más o menos del año 400 a. C., Asclepios tien
de sus manos sobre el devoto que está acostado. La
imposición de las manos, según una creencia am·
37
35. pliamente difundida, bastará para realizar la cu
ración deseada. Es ésta una excelente ilustración
de la realidad del sueño que venía a visitar a los
fieles de Asclepios.
Anfiarao, el héroe oracular de Oropo, en Atica,
aparece representado de la misma manera en un
bajorrelieve votivo del museo nacional de Atenas,
que data de comienzos del siglo IV a. C.31 Aplica
su mano derecha sobre el hombro enfermo de un
paciente, representado de pie ante él. Se trata tam
bién en este caso de la ilustración del sueño noc
turno del enfermo, pues éste aparece otra vez a la
derecha del bajorrelieve, en el fondo, extendido
y dormido, y una serpiente viene a lamerle el hom
bro. El desarrollo del prodigio se sitúa sobre dos
planos paralelos pero diversos: el de la realidad
interior, con la aparición en sueños del dios, y el
de la realidad material, con la presencia del animal
que le está consagrado. Un juego similar de co
rrespondencias se vuelve a encontrar a menudo en
los relatos griegos de curaciones milagrosas.
La creencia en las curaciones milagrosas se en
cuentra en todas las civilizaciones de la antigüedad
y el cuadro de su estudio podría extenderse a las
más diversas regiones y épocas. Si nos atenemos
a la antigüedad clásica, creo que se puede definir
así, a grandes rasgos, la posición helénica respecto
de la posición etrusca y de la romana. Aparecen
en todas partes divinidades curadoras, entroniza
das como las únicas capaces de vencer las enfer
medades y sus sufrimientos, ya que la medicina,
aunque estaba comenzando a desarrollarse en el
plano teórico,32 era todavía incapaz de mantener
a raya los males y las epidemias que hacían espan
tosos estragos en las filas de los adultos y, sobre
todo, de los niños. Lo que caracteriza a Grecia es
que la devoción de las multitudes se dirige a gran
38
36. des divinidades: Apolo, que envía las epidemias,
las pestes, pero también sabe curarlas; su hijo As
clepios, que llegó a ser, según hemos visto, el gran
dios médico de la Hélade; en fin, Serapis, divini
dad egipcia que se helenizó y llegó a constituir una
asociación con Asclepios. Se les atribuyen cura
ciones milagrosas y el renombre del santuario de
Epidauro se mantuvo durante todo el paganismo.
Digamos enseguida, anticipándonos en bien de la
claridad de la exposición a lo que veremos en un
capítulo posterior, que en Etruria, en Roma y en
ciertas provincias occidentales del Imperio romano
como la Calia, la situación parece diferente. Mien
tras los griegos reservaban sobre todo su confianza
a sus grandes divinidades médicas, los etruscos y
los romanos, que sin embargo las habían acogido
y las honraban,33 dirigían frecuentemente sus ple
garias de curación y su fervor a una cantidad de
divinidades locales que eran deidades femeninas
de las fuentes, de las aguas y de la fecundidad; la
gente humilde de la campaña las sentía más cerca
nas y les consagraba esa infinidad de exvotos
médicos que se encuentran hoy en las fauissae, en
las fosas votivas de sus santuarios.34 Vinculada
así con la acción de los grandes dioses o de divini
dades populares, la curación de los males que su
frían los hombres constituía en la antigüedad uno
de los aspectos más conmovedores de la creencia de
las multitudes en la realidad del prodigio.
Hay que citar, por último, para impedir que
esta enumeración y este análisis sean demasiado in
completos, las apariciones de seres divinos, sus
epifanías, y las voces inexplicadas que se elevaban
a menudo en graves circunstancias y cuyo origen
divino parecía evidente. Salvo en el mito y en la
epopeya, los dioses griegos, según hemos dicho, no
alternaban fácilmente con los hombres y los relatos
39
37. de sus acciones en la tierra se situaban en un
pasado maravilloso y lejano. Se conocen, sin em
bargo, algunos raros ejemplos de tales interven
ciones ocurridas en época histórica, como la apa
rición de Cástor y Pólux, los héroes caballeros, en
ciertos combates, como aquel en que lucharon junto
a las tropas de Locres, en la Magna Grecia. En una
guerra en que se oponían, entre 540 y 530 a. C.,
dos ciudades de la Magna Grecia, Crotona y Lo
cres Epicefiriana, los dos héroes laconios vinieron
en ayuda de los soldados de Locres, que luchaban
en las riberas del río Sagra contra los de Crotona.
Combatieron montados en sus corceles blancos,
vestidos con clámides de púrpura, y los habitantes
de Locres los honraron luego con un culto asiduo.35
La aparición de los Dióscuros puede ser menos
efectiva y, sin embargo, igualmente eficaz: su solo
fantasma junto con el de su hermana Helena bastó
para proteger a Esparta de un ataque enemigo.36
Fuera de estos casos de asistencia milagrosa, las
epifanías de los Dióscuros se reproducían perió
dicamente cuando Cástor y Pólux eran convidados,
con su hermana Helena, a participar en las teoxe-
nias, o sea en los banquetes solemnes que las ciu
dades o los particulares les ofrecían. A estos héroes
eminentemente auxiliadores les correspondía, con
trariamente a los hábitos de los demás habitantes
del Olimpo, presentarse en fechas fijas a los hom
bres ansiosos de recibir su apoyo y su confor
tación. Los imagineros griegos no dejaron de ilus
trar estas creencias 37 y representaron a los héroes
dirigiéndose a través de los aires, generalmente a
caballo, al banquete que les estaba preparado. La
epifanía de los Dióscuros que se reproducía en
fecha fija, en ocasión de las ceremonias del culto,
como una especie de prodigio humanizado o por
lo menos regularizado, pudo servir para ilustrar
40
38. vasos pintados y bajorrelieves, tal como ocurrió
con tantas otras ceremonias religiosas. Así, sólo
encontraremos en el arte griego —y aun en nú
mero muy limitado— la representación de prodi-
gibs favorables a los hombres y provocados por
dioses o héroes esencialmente bienhechores. Una
especie de tabú más o menos consciente impidió
la representación de prodigios funestos. No ocu
rrirá de otro modo, según veremos, en Roma, pues
los antiguos sólo quisieron grabar sobre la piedra
el recuerdo de la asistencia milagrosa de los dioses,
nunca el de las manifestaciones extraordinarias de
su cólera. Una especie de prodigio antitético de la
epifanía de los Dióscuros, que venían a ayudar
fraternalmente a las tropas en dificultades, es el
terror “pánico” que el dios Pan sabe inspirar de
manera misteriosa a los enemigos del pueblo que
él apoya. Esta creencia estaba tan bien anclada
en el corazón del pueblo en la época clásica, que
Tucídides no desdeña mostrar la causa puramente
humana de estas reacciones de espanto irrazonables
y colectivas,38 como lo hará a su vez Polibio, en
época muy posterior.39
41
39. Notas
1. Steinhauser, op. cit., pág. 25, y el artículo
Finsternisse de BoII, que data de 1909, en la Real-
Encyclopedie de Pauly-Wissowa, VI, 2329 y sigs.
2. Harald Popp, Die Einwirkung von Vorzeichen,
Opfern und Festen auf die Kriegführung der Grie·
chen im 5. und 4. Jahrhundert v. C. Disertación de
Erlangen, sostenida en 1957, hacia la cual tuvo la
gentileza de atraer mi atención L. Robert.
3. Tucídides, VII, 50, 4; Diodoro, XIII, 12, 6;
Plutarco, Vida de Nicias, 23.
4. Tucídides, loe. cit.
5. Plutarco, Vida de Dión, 24.
6. Iliada, II, 351 y sigs.
7. Odisea, XXI, 413 y sigs.
8. Iliada, IV, 75.
9. Plinio el Viejo, II, 27.
10. Plinio el Viejo, II, 26.
11. Cf. Harald Popp, op. cit., pág. 13 y sigs.
12. Tucídides, VI, 95, 1.
13. Jenofonte, Hél., IV, 7, 4.
14. Pausanias, III, 5, 8.
42
40. 15. Sobre las lluvias anunciadoras, como por
ejemplo las lluvias de sangre, enviadas por Zeus,
cf. Arthur Bernard Cook, Zeus, a study in. ancient
religion, vol. Ill, parte I (Zeus, god of the dark
sky, earthquakes, clouds, wind, dew, rain, meteori
tes), pág. 478 y sigs., Cambridge, 1940.
16. Plinio el Viejo, XVII, 241.
17. Pausanias, VIII, 5, 8.
18. Cf. Plutarco, Vida de Alejandro, 14.
19. Herodoto, I, 59.
20. Plutarco, Vida de Dión, 24.
21. Plutarco, Vida de Alejandro, 73.
22. Infra, pág. 52.
23. Pausanias, IV, 13, 1.
24. Herodoto, VI, 27.
25. Cf. H. Bouché-Leclercq, op. cit., I, pág. 320
(adivinación iatromántica), y III, pág. 271 y sigs.
(los oráculos de Asclepios) y la bibliografía, pá
gina 186.
26. Cf. Ch. Kerényi, Le médecin divin. Prome
nades mythologiques aux sanctuaires d’Asklépios,
Basilea, 1948.
27. Cf. A. Boulanger, Aelius Aristide et la so
phistique du IIe siècle de notre ère, en la Bibl. de
las Escuelas francesas de Atenas y de Roma, fase.
126, 1923.
28. Pausanias, II, 27, 4.
29. IV, I,2 121.
30. Cf. Ch. Kerényi, op. cit., fig. 18, pág. 41.
31. Ibid., fig. 19, pág. 42.
32. Cf. en La science antique et médiévale, t. I
de la Histoire générale des Sciences, dirigida por
R. Taton, Presses Universitaires de France, Paris,
1957, los capítulos sobre la medicina griega de
43
41. L. Bourgey y J. Beaujeu, pág. 276 y sigs. y 384
y sigs.
33. Acerca de las curaciones milagrosas de As
clepios en Roma, cf. la tesis de M. Besnier, citada
en la pág. 189.
34. Cf. Quentin F. Maulé y H. R. W. Smith,
“Votive religion at Caere: prolegomena”, en las
Publications in classical archaeology, de la Uni
versidad de California, vol. 4, n? 1, Berkeley y
Los Angeles, 1959, sobre todo pág. 90, η1? 4, y mi
reseña de este libro aparecida bajo el título “Les
dépôts votifs et l’étude de la religion étrusque et
romaine”, en la Revue des Etudes anciennes, t.
LXIII, n08· 1-2, enero-junio de 1961, págs. 96 a 100.
35. Cf. la bibliografía concerniente a este epi
sodio en mi artículo “L’origine des Dioscures à
Rome”, Revue de Philologie, XXXIV, 11, 1960, pá
gina 182 y sigs.
36. Pausanias, IV, 16, 5.
37. Cf. a este respecto la tesis de F. Chapouthier,
Les Dioscures au service d’une déesse. Etude d’ico-
noghaphie religieuse, en la Biblioteca de las Escue
las francesas de Atenas y de Roma, 1935, sobre
todo la pág. 132 y sigs. Citemos solamente aquí el
bajorrelieve de Larisa que se encuentra en el mu
seo del Louvre, y fue publicado por Heuzey, Mis
sion de Macédoine, lám. XXV, I, pág. 419.
38. Tucídides, IV, 125; VI, 78; VII, 80.
39. Polibio, V, 96, 110; XX, 6, 12.
44
42. Ill
Los rituales.
Evolución de la actitud helénica
respecto del prodigio
Después de este análisis de los aspectos variados
del prodigio en la Hélade, quedan por plantear
dos cuestiones importantes: cuáles fueron los actos
cultuales que acarreaban estos prodigios y, en se
gundo lugar, si hay medios para discernir una
evolución sensible en la actitud de los griegos res
pecto de ellos.
La diferencia fundamental que existe sin duda
en este dominio entre el mundo griego y el mundo
itálico consiste en que en Grecia no se observan
las numerosas e importantes ceremonias que, según
veremos, eran ordenadas regularmente en Etruria
y en Roma para conjurar los prodigios.1 Es cierto
que los textos nos hacen conocer diversas prescrip
ciones cultuales decididas en Grecia en estas oca
siones, purificaciones o ceremonias variadas. Es
critos tardíos llamados Exegetiká las coleccionaron,
pero no hubo jamás rituales que prescribieran su
ejecución. Es muy curioso que en Italia, el más
importante de estos rituales relativos a los prodi
gios y a su expiación, los Libros Sibilinos, fue
considerado de origen griego e importado de Gre
cia. Convendrá examinar el valor de esta tradición.
Individuos y ciudades podían pedir ayuda, consejo
45
43. e interpretación de todos los signos adivinatorios
a los colegios de sacerdotes o bien a los adivinos,
los montéis, grandes conocedores de las diferentes
técnicas de la adivinación,2 cuya popularidad fue
grande en la Hélade, desde la época arcaica; o por
último, y sobre todo, acudir a los oráculos y a los
sacerdotes asignados a ellos.
Aquí la situación es también clara. En el mundo
de la adivinación no se otorga sistemáticamente
en Grecia ninguna atención preferencial al hecho
propiamente milagroso. Este entra en el dominio
de la adivinación fundada sobre la interpretación
de los signos exteriores al hombre, la adivinación
llamada inductiva, razonada, conjetural, en griego
mantiké éntekhnos, tekhniké, en latín diuinatio ar
tificiosa, mientras que la adivinación llamada na
tural se funda sobre la inspiración divina que hace
hablar directamente al profeta, al vidente: se trata,
en este último caso, de la mantike átekhnos, adi-
daktos de los griegos, de la diuinatio naturalis de
los latinos.
Un cierto número de los hechos que hemos en
carado salen de esta regla general y, sin tener
valor significativo para el porvenir, rompen por un
tiempo el curso normal de las cosas; así ocurre
con las curaciones milagrosas, las epifanías divinas.
Estas acciones, estas intervenciones directas de la
divinidad son acogidas, por supuesto, con alegría
por los hombres o las ciudades que reconocen en
ellas, a justo título, verdaderas gracias acordadas
por los dioses. Sólo exigían de sus beneficiarios
ceremonias de reconocimiento, que éstos decidían
espontáneamente o que les eran indicadas por los
adivinos y los sacerdotes. Así, no había nada de
sistemático en este mundo helénico del prodigio,
sino una gran flexibilidad en su interpretación y
en la indicación de los actos cultuales a ejecutar
46
44. como consecuencia de él. En Italia encontraremos,
en cambio, una estructura rígida.
La segunda cuestión que nos hemos planteado es
delicada y exigiría, en verdad, un largo estudio,
que sobrepasaría en mucho los límites de la pre
sente obra. Debemos limitarnos aquí a algunas
observaciones esenciales acerca de la evolución del
sentimiento religioso de los griegos en este domi
nio. La actitud de los filósofos en lo que con
cierne al mundo de la adivinación y de los prodi
gios fue, según hemos visto, diversa y matizada.
Las escuelas se oponían unas a otras y las obras
morales de Cicerón nos han conservado el reflejo
de estos debates contradictorios. De allí surgieron
desde muy temprano, por supuesto, posiciones di
versas entre las clases cultivadas. Para la época
arcaica cabe señalar, sin embargo, la importancia
que tuvieron en la vida de la Hélade esos sacer
dotes purificadores y hacedores de milagros, acer
ca de los cuales circulaban los relatos más extraños
y maravillosos. En pleno siglo v a. C., un hombre
como Empédocles aparece como el último de estos
videntes y taumaturgos cuya celebridad recorrió la
Hélade.3 Habrá que esperar a la época helenística
para ver aparecer, bajo la influencia de las reli
giones de Oriente, magos y taumaturgos de toda
especie y de todo origen. Sin embargo, la acción
de la investigación y de los descubrimientos cien
tíficos de los siglos v y iv a. C. no fue pequeña e
influyó ampliamente sobre la posición de los es
critores y de los griegos cultivados, y aun repercutió
sobre la actitud de las clases populares, que fueron
sin embargo las menos tocadas, como es natural,
por el desarrollo de la ciencia de la naturaleza.
La posición de los escritores respecto del pro
digio fue, en verdad, muy matizada desde la época
arcaica. Dada la influencia que ejerció Homero
47
45. sobre la educación griega, no se podría subestimar
la importancia de la actitud de algunos de sus
héroes respecto de los signos adivinatorios, de los
presagios y de los adivinos. Es cierto que una
cantidad de presagios y de prodigios suscitan, se
gún hemos visto, la atención, el temor o la alegría
de los personajes homéricos que los acogen. Pero
algunos de los héroes de Homero, y no de los
menores, no temen rechazar desdeñosamente su
puestas advertencias del cielo. Recordemos sola
mente la respuesta altanera y magnífica opuesta
por Héctor a Polidamante, en el libro XII de la
¡liada: 4 “Quieres que obedezca a pájaros que ex
tienden sus alas. No me importa nada si vuelan a
mi derecha, del lado de la aurora o del sol; o a mi
izquierda, hacia las tinieblas inmensas. El mejor de
los presagios es combatir por la patria.”
Príamo y Telémaco tienen reflexiones no menos
desdeñosas para los adivinos y sus predicciones.5
Así, la literatura griega transparenta desde sus
comienzos una cierta tendencia a un racionalismo
precoz. Es verdad que tal racionalismo constituye
ya el punto de llegada de un lejano pasado reli
gioso, el del mundo micénico, que el desciframiento
de la linear B nos permite conocer hoy mejor.®
Sería interesante analizar en seguida la actitud
respecto del prodigio —y, por lo tanto, de la adivi
nación en general— de los grandes escritores y de
los grandes hombres políticos de Grecia. En un
estudio sistemático, tal actitud aparecería distinta
según la época en que vivieron y las tendencias
de cada uno. Luego de un Sófocles, respetuoso de
la tradición religiosa, Eurípides, formado por los
sofistas, no muestra blandura alguna respecto de
las creencias en el prodigio, que serán también
objeto de sarcasmo para Aristófanes. La misma
oposición de actitud se da entre Herodoto y Tucí-
48
46. dides. La obra del primero está plena de relatos
referentes a prodigios y presagios a los cuales el
escritor acuerda sinceramente crédito. Tucídides
cita los diversos prodigios que conmovieron a la
multitud ateniense en razón de sus repercusiones
históricas. Conoce la verdadera explicación de
ellos e ironiza fríamente acerca de la superstición
popular. Volveremos a encontrar en Polibio el
mismo frío análisis de las supersticiones de la
masa. La actitud de los hombres de Estado y de
los jefes militares no fue muy distinta de la que
observaron los escritores. Algunos, como Nicias,
seguían viendo una advertencia divina en el pro
digio que irrumpía en su camino. Entre aque
llos que se habían ilustrado suficientemente con
conocimientos científicos, algunos, como Pericles,
trataban de devolver la calma al corazón de las mul
titudes inquietas, explicándoles con dulzura la ver
dadera causa de los pretendidos prodigios. Para
ello, nada valía tanto como una explicación con
creta: un día, en ocasión de un eclipse de sol,
Pericles desplegó su manto ante las tropas sobreco
gidas de angustia y les preguntó si tenía realmente
algo de notable la sombra así obtenida.7 Hay que
vincular esta anécdota con la escena que, siempre
según Plutarco, protagonizaron ante Pericles dos
de sus amigos, el filósofo Anaxágoras de Clazó-
menes y el adivino Lampón, que discutían a propó
sito de un prodigio. Según Lampón, la anomalía
monstruosa de un cordero nacido con un solo
cuerno en la finca de Pericles, anunciaba con un
claro simbolismo que al poderío de los dos partidos
de Tucídides y de Pericles sucedería el de un solo
hombre. Pero Anaxágoras cortó la cabeza del cor
dero y explicó la monstruosidad como una caracte
rística anatómica. No dejó de recordarse con ad
miración la exégesis de Lampón cuando Tucídides
49
47. íue abatido y Pericles tomó en su mano los asuntos
del país.8 Muchos jefes políticos o militares hi
cieron servir estas creencias populares para favore
cer su propia ambición. Los ambiciosos vieron
ante todo en la religión un medio de actuar sobre
las masas y comprendieron que en la creencia en
los prodigios residía una de las palancas más efi
caces de su acción. En Grecia, y luego en Roma,
esta utilización sin escrúpulos de los temores co
lectivos e irracionales no escapó al observador
atento, pero tal toma de conciencia por parte de los
buenos espíritus no atenuó la eficacia de esta arma
de primera clase, que proporcionaba la psicolo
gía de las multitudes. Si hubiera que hacer un
estudio de los temas de propaganda utilizados por
los políticos de Grecia y de Roma, el prodigio
ocuparía, por cierto, un lugar no despreciable.
Esta reflexión nos lleva a encarar un aspecto
importante que el problema presenta en la época he
lenística. Entre los cambios que ocurrieron entonces
en las creencias religiosas, el principal fue, sin duda,
la aparición del culto real, de ese culto del sobe
rano suscitado por la personalidad de Alejandro
y que se desarrolló en torno de la persona de los
soberanos helenísticos. El nacimiento y la historia
de este culto monárquico, que los excesos y los
desórdenes del mundo contemporáneo nos ayudan
sin duda a comprender mejor, atrajeron la aten
ción de los eruditos, y muchos libros excelentes
contribuyen en la actualidad a iluminar con luz
nueva esta religión antigua del jefe.9
Este nuevo carisma monárquico acarrea una es
pecie de desplazamiento o, si se prefiere, de con
centración en el mundo de los prodigios. Toda la
vida de los monarcas helenísticos se encuentra mar
cada, iluminada por presagios y prodigios que
confirman de una manera palpable su predestina
50
48. ción y su valor divino. Se trata, por supuesto, de
un carácter común a toda monarquía sagrada, cual
quiera que sea la civilización en que aparezca. En
Grecia, los temas legendarios desarrollados en tor
no de la realeza primitiva y de los héroes funda
dores habían conocido brillantes ilustraciones lite
rarias. Pero la época clásica fue profundamente
hostil y extraña a la realeza y al culto del jefe;
hay que esperar hasta el período helenístico para
ver florecer, en torno de la persona de los nuevos
soberanos, queridos por los dioses, toda una serie
de signos carismáticos, entre los cuales ocupan el
primer lugar los prodigios, a causa de su importan
cia y de su fuerza significativa. La influencia de
la ideología de las monarquías orientales se siente
fuertemente, por supuesto, en este dominio. Cuando
nació Alejandro, los magos anunciaron enseguida
el nuevo peligro —peligro mortal— que había apa
recido para Asia. “La noche misma en que ardió
el templo de Efeso, escribe Cicerón,10 Olimpia dio
a luz a Alejandro y, cuando nació el día, los magos
anunciaron a grandes gritos que la noche precedente
había visto aparecer la ruina y la peste de Asia.”
El episodio capital de la vida de Alejandro, que
fue su peregrinaje al oasis de Siwah, para visitar
el santuario de Ammón, fue saludado con manifes
taciones divinas de la misma importancia. Su estu
dio ha suscitado una inmensa literatura, que trata
de este momento crucial y analiza con cuidado las
fuentes antiguas de las cuales dependemos. A la
manera de los grandes reyes iranios, Alejandro es
señalado por signos milagrosos en el curso de su
viaje. Cuando tempestades de arena obstaculizan el
avance del ejército macedonio, que sufre cruelmen
te de sed, las condiciones atmosféricas mejoran mi
lagrosamente y una tormenta providencial trae la
deseada lluvia. Además, los límites habían desapa-
51
49. recido y la ruta ya no se veía: dos cuervos o, según
otros relatos, dos serpientes vinieron a indicar el
camino a seguir. Si Alejandro fue a Siwah a bus
car pruebas de su filiación y de su misión divinas,
sin duda que las palabras del gran sacerdote de
Ammón le dieron la respuesta que esperaba; pero
ya los prodigios ocurridos en su camino habían
constituido para él —y luego para el mundo— un
comienzo capital de confirmación.11 Luego de Ale
jandro, los reinos helenísticos desarrollaron y siste
matizaron el culto del soberano y, en cada uno de
ellos, se multiplicaron los prodigios que consagra
ban la persona del rey y señalaban los principales
actos de su vida. El nuevo sistema político-religioso
—monarquía de derecho divino— y las influencias
venidas de un Oriente entonces helenizado, sirvieron
de eje al prodigio sobre la filiación, a menudo so
brenatural, la persona, la vida y la muerte del sobe
rano. La literatura helenística y luego la romana
nos conservan reflejos muy fieles de esta nueva
tendencia y los ambiciosos de Roma, ávidos de
instaurar sobre las ruinas de las guerras civiles un
poder personal, no desaprovecharán esta lección.
Comprendemos ahora por qué un escritor como Plu
tarco, que redactó en la segunda parte del siglo I
de nuestra era las Vidas de hombres ilustres, acor
dó al prodigio un lugar de preferencia en su obra.
Sería interesante tratar de discernir —pero, na
turalmente, es imposible hacerlo aquí—, en el cua
dro inmenso del mundo helenístico, la parte que
corresponde a las creencias y la que debemos asig
nar a la explotación política, en esta presencia y
esta proliferación de los presagios y de los prodi
gios “reales”. Habría que distinguir con cuidado
los países (ya que la Grecia propiamente dicha se
muestra infinitamente más reticente en este domi
nio que el resto del mundo del Mediterráneo orien
52
50. tal), las épocas, las clases sociales y el carácter
mismo de los soberanos en torno de los cuales
caían continuamente los signos del favor divino. Los
eruditos, según sus tendencias, insisten más sobre la
creencia religiosa y la creencia sincera, o sobre
las razones de oportunismo político y de interés
bien entendido. Podrá medirse la amplitud de una
investigación tal12 pensando en las discusiones que
suscitó el análisis del verdadero móvil de Alejandro,
en ocasión de su expedición a Siwah.
Me basta haber mostrado cómo el prodigio, que
existió a todo lo largo de la historia de la Hélade,
pero aceptado con reserva por las élites del país y
sin entusiasmo excesivo por el pueblo mismo, tomó
a partir de fines del siglo iv a. C., en razón misma
de la evolución de las instituciones y de las ideas,
una importancia y un valor nuevos: al constituir el
anuncio, la confirmación y la consagración del
carisma real, se revistió de un valor ejemplar en los
países del Oriente mediterráneo, valor que luego
los emperadores romanos percibirán plenamente y
utilizarán para sus fines.
53
51. Notas
1. Infra, pág. 89 y sigs. y pág. 143 y sigs.
2. Cf. la obra citada de H. Bouché-Leclercq,
ts. II y III: Les sacerdoces divinatoires.
3. Corresponde referirse a este respecto a los
libros de P. Nilsson sobre las creencias religiosas
de la Grecia antigua, citados en la bibliografía,
pág. 185.
4. Iliada, XII, 230 y sigs.
5. Iliada, XXIV, 221 y Odisea, I, 415.
6. Para la religion micénica a la luz de los
descubrimientos recientes, cf. Michael Jameson,
“Mycenaean Religion”, en Archaeology, primavera
de 1960, vol. 13, ώ9 1, pág. 33 y sigs. La obra
clásica de Martin P. Nilsson, Minoan-Mycenaean
Religion, Lund, 1950, fue escrita antes del desci
framiento de la lengua micénica.
7. Plutarco, Pericles, 35.
8. Cf. P. Flacelière, Devins et oracles grecs,
col. “Que sais-je?”, n"?939, Paris,1961, cap. 5,
“Adivinación y filosofía”.
9. Por ejemplo los libros de Fr. Taeger y de
L. Cerfaux y J. Tondriau, citados en la bibliogra
fía, infra, pág. 186.
54
52. 10. Cicerón, De diuinatione, I, 47.
11. Sobre este episodio, cf. la bibliografía de la
obra de Cerfaux-Tondriau, pág. 30. Acerca de los
presagios y los prodigios que caracterizaron la
vida de Alejandro, cf. la obra de Taeger, t. I,
pág. 87, n? 33; sobre la marcha por el desierto,
cf. el mismo libro, pág. 191 y sigs.
12. Animosamente emprendida en el libro citado
antes, de Fr. Taeger.
55
54. La adivinación etrusca
y los prodigios
I
Pese a la influencia que el mundo helénico ejer
ció sobre Etruria, en las diferentes épocas de la
historia de este país, pese al número de dioses o
de héroes griegos cuyo nombre y mito pasaron al
arte y la religión toscana, ésta siguió siendo fun
damentalmente distinta de la religión griega por
su estructura y aspecto; para captar mejor la
oposición, la antítesis, debemos partir, sin duda, de
una definición general de esta última.
Leamos, pues, las siguientes líneas, con las cuales
el R. P. Festugiére define excelentemente la reli
gión de los griegos:1 “La religión griega no fue el
acto de voluntad instantáneo de un profeta o de un
mago, que se impuso, inmutable, a una larga serie
de siglos. No fue codificada en un libro, no per
teneció a una casta cerrada, a una iglesia, no cono
cía dogma alguno. Brotó del corazón mismo de
las poblaciones que, poco a poco, se mezclaron en
el suelo de Grecia. Evolucionó según el mismo rit
mo que las poblaciones, su historia depende inme
diatamente de la de éstas, representa un elemento
de su civilización. No hay manera alguna de estu
diarla aparte: esta flor pierde su perfume cuando
se la arranca del terreno que le dio nacimiento.”
59
55. Frente a esta flexibilidad, a esta evolución, a
esta vinculación indisoluble con la historia misma
del pueblo, la religión etrusca presenta caracteres
muy diferentes. Es una religión revelada, codifi
cada, unitaria, rebelde, según parece, a toda modi
ficación profunda. La razón de esta estructura rígi
da reside en la actitud fundamental de los etruscos
respecto de lo sagrado y de los dioses, actitud total
mente opuesta a las relaciones flexibles que los grie
gos mantenían con los dioses del Olimpo. Pese a
su concepción de la omnipotencia del destino, fuen
te de tantos temas dramáticos, el griego no abdica
nunca de su libertad, salvo en la medida misma
en que sabe tomar clara conciencia de los límites
de su condición. Más aun, se rebeló muy pronto
contra la idea de la omnipotencia de esta fuerza
ciega y terrible. En Etruria las cosas son absolu
tamente distintas, como lo han aclarado muy bien
algunos estudiosos.2 El poder sombrío y oscuro de
las divinidades toscanas crea un sentimiento de
anonadamiento de la persona humana. En Grecia,
y luego en Roma, se establece siempre un diálogo
entre los dioses y los hombres. En Etruria el hom
bre calla y sólo puede escuchar, temeroso, el eterno
monólogo de los dioses. Su tarea consiste sólo en
ejecutar, tan escrupulosamente como le es posible,
las voluntades y decisiones de éstos.3
Las consecuencias de esta posición son muy im
portantes en lo que respecta a nuestro tema. La
vida religiosa etrusca, en efecto, se centró perma
nentemente en torno de las prácticas adivinatorias
más diversas, las únicas capaces de hacer conocer
en la tierra la voluntad de los dioses ocultos. Una
ojeada de conjunto sobre la disciplina etrusca nos
permitirá darnos cuenta de ello.
El destino de Etruria, las reglas de vida y de
muerte de su pueblo, se encontraban enunciadas en
60
56. libros sagrados que contenían las palabras de per
sonajes divinos, aparecidos milagrosamente, un buen
día, sobre el suelo de la Toscana. El genio Tages,
la ninfa Begoe, tales eran los autores míticos de
esta revelación fundamental. Es cierto que la re
dacción de los libros fue tardía y no parece remon
tarse más allá del siglo II a. C. Pero esta redacción
de conjunto debió agrupar elementos ya escritos,
aunque sin unidad. Y todo eso reproducía, sin
duda, una tradición oral muy antigua y escrupulo
samente transmitida de generación en generación.
Se ha comprobado desde hace mucho tiempo la ex
trema seguridad de memoria de las poblaciones anti
guas, y esta seguridad se manifestaba sobre todo en
el dominio de los ritos y de las reglas de la religión.
No nos queda casi nada de esos libros sagrados
en su lengua original, pues desaparecieron en el
naufragio de la literatura etrusca. Algo subsiste,
sin embargo, de esta colección: fragmentos escasos
y dispersos, que se conservan en las traducciones o
las citas que de ellos hicieron autores griegos y
latinos. Además, como veremos en detalle en el
capítulo siguiente, la disciplina fue ampliamente
utilizada por las autoridades religiosas romanas
durante toda la historia de la urbs. La actividad
de los arúspices en Roma en los diferentes siglos,
nos la describen cuidadosamente algunos escritores
romanos, preocupados por anotar prolijamente sus
costumbres, y esto nos informa con bastante exacti
tud acerca de las prácticas de los sacerdotes tosca-
nos y los principios por los que guiaban su ac
tuación.
Pudo así un excelente erudito de comienzos del
siglo describir, con tanta minuciosidad como se lo
permitía el estado fragmentario de nuestra documen
tación, la estructura y el contenido de estos libri
etrusci. Los tres fascículos de O. Thulin, agrupa
61
57. dos bajo el título de Etruskische Disziplin, son
todavía utilizables pese a su fecha. En el interior
de esta rígida disciplina de la antigua Toscana,
ocupan su lugar la creencia en los prodigios y los
ritos que les conciernen. Hay que recordar pues,
para comenzar, la organización de los libros reve
lados de los etruscos.
Su división era triple y Cicerón da fe de ello en
su Tratado sobre la adivinación con dos pasajes
explícitos: quod etruscorum declarant et haruspi
cini et fulgurales et rituales Ubri (I, 72) ; sed
quoniam de extis et de fulgoribus satis est disputa
tum, ostenta restant ut tota haruspicina sit pertrac
tata (II, 49), Se nota la ambigüedad del último
término. La disciplina enseñada y aplicada por los
arúspices podía recibir, en su conjunto, el nombre
de aruspicinsr. Pero, en un sentido más estricto y
estrecho, esta palabra sólo se aplicaba a la técnica
adivinatoria, fundada sobre el examen de las entra
ñas y en la cual los arúspices eran maestros incon
testables. Y resulta clara la articulación del con
junto. El primer grupo de libros trataba del examen
y el estudio de las entrañas de las víctimas, técnica
de la cual los arúspices habían tomado su nom
bre.4 El segundo grupo concernía a los rayos,
su origen, su valor y su expiación. El tercero, en
fin, era el más considerable, ya que abarcaba los
preceptos más diversos referentes a la vida de los
individuos y de los Estados: formaban parte de él
los libri acheruntici, libros de los muertos, sin
duda semejantes a los del antiguo Egipto, y los
ostentaría, relativos a los ostenta^ a los prodigios.
La enseñanza propia de éstos constituía entonces
parte integrante de una teoría muy vasta, que daba
respuestas precisas a las cuestiones planteadas por
la vida y la muerte de las ciudades y de los
hombres.
62
58. Esta rápida referencia muestra un hecho capital
para nuestro estudio: la importancia primordial
que asumía el arte adivinatorio en la vida religiosa
toscana. Las teorías acerca de los rayos y de las
entrañas no tienen otro sentido y otra finalidad
sino deducir la voluntad de los dioses, las ceremo
nias por cumplir en las diversas circunstancias de la
vida, el porvenir cercano o lejano de fenómenos
particularmente cargados de valor sagrado. La
atención que se acordaba a los prodigios responde
a las mismas preocupaciones.
Para el espíritu profundamente religioso de los
etruscos, no hay diferencia esencial entre los diver
sos signos enviados por los dioses. Así, los arús-
pices despliegan una virtuosidad igual al hacer la
exégesis erudita de los exta, de los rayos, o bien
de los prodigios. Interesantes pasajes de Séneca
y de Plinio el Viejo aclaran bien, a propósito de la
doctrina referente a los rayos, los principios fun
damentales a los que obedecía el conjunto del arte
adivinatorio etrusco. Las opiniones que estos auto
res expresan no son sólo sentimientos personales,
sino que reposan sobre el conocimiento de traduc
ciones al latín de libros sagrados etruscos, que
hombres como Cecina pusieron al alcance de los
técnicos de la religión romana.
Veamos cómo Séneca opone la posición cientí
fica de los filósofos y el modo de pensar de los
etruscos en lo que respecta a la interpretación de
los fenómenos de la naturaleza: “He aquí en qué
no estamos de acuerdo con los toscanos, intérpretes
consumados de los rayos. Según nosotros, el rayo
estalla porque hay un choque de nubes; según
ellos el choque sólo ocurre para que se produzca
la explosión. Como ellos refieren todo a la divini
dad, están persuadidos no de que los rayos anun
cien el porvenir porque se formaron, sino de que
63
59. se forman porque deben anunciar el porvenir.” 6
Asi, para lós etruscos, la naturaleza obedece a una
finalidad universal, los fenómenos que se presentan
al hombre son provocados por las potencias divi
nas para instruirlo respecto de su porvenir y de
sus deberes. No existe, según se ve, actitud más
alejada de la ciencia, ni que ofrezca a la adivina
ción un campo más extenso. Todo es aquí cuestión
de mantica y la atención especial que se presta a
los exta, a los rayos y a los prodigios proviene
solamente del hecho de que están más cargados 3e
valor sagrado que todos los otros fenómenos de la
naturaleza o del mundo animal y humano. La cien
cia de los prodigios es, pues, totalmente paralela a
la de las entrañas y de los rayos.
Los métodos de enfoque y de estudio son, de
hecho, los mismos en uno y otro caso. Séneca, en
el mismo pasaje de sus Cuestiones naturales,e define
así la adivinación fulgural: “Volvamos a los rayos
cuya ciencia incluye tres partes, la observación, la
interpretación, la conjuración.” Estas tres partes
fundamentales del arte del arúspice se vuelven a
encontrar en lo referente al prodigio.
64
60. Notas
1. Cf. en la Histoire générale des religions, ed.
Quillet, Paris, 1960, “La religion grecque”, del
R. P. Festugière, t. I, págs. 465-575.
2. Pensamos ante todo en la lúcida exposición
de M. Pallottino, en su manual titulado Etruscolo-
gia, 3^ éd., Hoepli, Milán, 1955, pág. 199 y sigs.
3. Si se trata de encontrar alguna limitación
a esta dependencia, debe buscársela por el lado
del poder semimágico del sacerdote. Cf. infra,
págs. 75 y 173.
4. Cf. A. Ernout y A. Meillet, Dictionnaire éty
mologique de la langue latine, artículo haru-, har-.
5. Séneca, Naturales quaestiones, II, 32. “ .. .Nam
cum omnia ad Deum referant (sc. Etrusci), in ea
sunt opinione tanquam non quia facta sunt signi
ficent, sed, quia significatura sunt, fiant.”
6. Séneca, ibid., II, 33.
65
61. Caracteres generales de los “ Responsa”
de los arúspices acerca de los prodigios
II
Un texto precioso de Cicerón, su discurso De
haruspicum responso, que data del año 56 a. C.,
nos transmite la forma y el contenido de una res
puesta dada al Senado romano por los arúspices,
consultados respecto de un rumor subterráneo que
se había oído en el ager latiniensis. Consultas se
mejantes se realizaron en Roma hasta la caída del
Imperio. Examinemos los diversos puntos a que
se refiere este responsum.1
El primer tiempo de la adivinación aruspicinal
que señala Séneca, la observación, sólo aparece aquí
bajo una forma alusiva y rápida y esto se com
prende fácilmente. En efecto, los arúspices sólo
desempeñaron en Roma el papel de consultores.
Según veremos, los interrogaba el Senado acerca
de los prodigios que inquietaban a Roma y no les
correspondía la observación de los fenómenos. No
hay duda de que el detalle de la actividad de los
arúspices en la Etruria independiente, y luego roma
nizada, se nos escapa en gran parte, pero debía
ser, en todo caso, infinitamente más importante que
en Roma. La observación de los prodigios, así
como la de los exta y la de los rayos, correspondía,
seguramente, a estos maestros indiscutibles de la
66
62. vida religiosa de cada ciudad toscana. Aquí el
responsum de los arúspices se limita a indicar rápi
damente, pero con precisión, el fenómeno sobre el
cual se les llama a pronunciarse: “Visto que en el
ager latiniensis se ha oído bajo tierra un ruido
metálico acompañado por un temblor— ”
Luego está indicado el nombre de los dioses que
manifiestan su cólera: así comienza la sabia exé-
gesis del fenómeno, parte esencial de estas consul
tas, ya que proporciona a la ciudad temerosa la
explicación de un hecho amenazador e incompren-
dido. “Las reclamaciones vienen de Júpiter, Satur
no, Neptuno, Tellus, de los dioses celestes...”
¿De dónde nació esta cólera? Las razones de
ella son múltiples y se las enumera cuidadosamente.
“Los juegos se celebraron con demasiada negli
gencia y fueron mancillados. Se han dedicado al
uso profano lugares sagrados y religiosos. Se con
denó a muerte a oradores, despreciando las leyes
divinas y humanas. Se olvidó la palabra dada y
el juramento. Se han realizado con excesiva negli
gencia y se han mancillado sacrificios antiguos y
secretos.”
¿Cuáles son los peligros que se ciernen sobre la
ciudad? La lista es también larga y amenazadora.
Hay que temer “ que por la discordia y el disenti
miento de los optimates, se preparen violencias y
peligros contra los Padres y los jefes, que éstos
no se vean privados de socorro, a raíz de lo cual
las provincias se alinearían bajo una sola autori
dad, el ejército sería expulsado y se produciría un
debilitamiento final. Hay que temer también que
la cosa pública no sea lesionada por manejos secre
tos, que hombres deteriorados y desposeídos no
sean elevados a las dignidades, en fin, que no se
cambie la forma de gobierno” .
67
63. Después de esta sabia exégesis, se esperaría la
tercera parte de la adivinación aruspicinal, la indi
cación de los medios efectivos para calmar a los
dioses y alejar las amenazas. Esto no aparece aquí,
en contraposición con el uso que vemos constante
mente atestiguado en Roma, donde los arúspices
completan sus análisis adivinatorios mediante pres
cripciones detalladas relativas a las procuraciones,
a las expiaciones a cumplir.
Pese a esta laguna que es fortuita, el texto evo
cado resulta revelador. Muestra concretamente la
sutileza de los adivinos toscanos en el estudio de
los prodigios, da una idea de las luces que ellos
creían proyectar, gracias a su pseudociencia, sobre
el pasado, el presente y el porvenir. En efecto, todo
está reunido en este responsum: las faltas huma
nas de un pasado reciente, que se sitúan en el
mundo de la religión y de los ritos; el estado del
presente, en su aspecto capital, es decir, la actitud
de los dioses respecto de los hombres y, por último,
el anuncio de un cercano porvenir, cargado de ame
nazas en lo que concierne al Estado y a las clases
dirigentes. La ciencia aruspicinal tenía así un carác
ter, en cierto modo, universal y cósmico y un solo
fenómeno le permitia abrazar de una ojeada el
estado del mundo. Las relaciones profundas que
unen las diversas partes del mundo, naturaleza, hu
manidad y dioses, se aclaran mediante tal análisis
y algunas de las correspondencias indicadas pare
cen imponerse a posteriori: ¿un rumor subterráneo
no es la expresión de la cólera de las divinidades
ctónicas?
Volvemos a encontrar este simbolismo cósmico
en el dominio de los rayos y, más aun, en el de los
exta: en el animal consagrado y ofrecido a los
dioses, el hígado, sede y órgano de la vida, es como
el espejo del mundo en el momento del sacrificio.
68
64. Sobre su superficie el sacerdote distinguía las sedes
de los dioses en compartimientos rigurosamente
orientados y correspondientes, por una ley sutil de
equivalencias, a las ubicaciones de los dioses en
el espacio celeste.2 El hígado de bronce encon
trado en Piacenza, que lleva inscriptos, cada uno
en su casillero, los nombres de los dioses, era una
especie de manual que servía para la instrucción
de los arúspices y se presenta como un verdadero
microcosmos.
En el responsum transmitido por Cicerón, la ac
titud fundamentalmente aristocrática de los arúspi
ces, cuyo reclutamiento se efectuaba entre la clase
noble de Etruria, se manifiesta en el anuncio de
los peligros que amenazan al Estado y a la clase
senatorial. Y, por cierto, sus advertencias contra toda
tentativa tendiente a desquiciar el orden establecido
y a reemplazar la autoridad senatorial por el poder
de uno solo, coinciden admirablemente con el mo
mento en que este responsum fue formulado, pues
la República senatorial estaba entonces en apuros.
Sin embargo, se ha demostrado que no hay dere
cho a considerar esta respuesta como escrita sola
mente para esa circunstancia.3 El autor bizantino
Lido nos conservó, en efecto, en su Tratado de los
prodigios, un calendario brontoscópico de origen
etrusco, dictado por el mítico Tages, traducido al
latín por Nigidio Figulo, y del latín al griego por
Lido mismo. Este calendario indica la significa
ción del trueno para cada día del año. Ahora bien,
son evidentes las analogías que existen entre el
responsum del 56 a. C. y ciertas exegesis del trueno
formuladas en el calendario de Lido, en particular
para la fecha de 25 de septiembre. Hay que atri
buir pues al responsum mismo un valor que sobre
pasa ampliamente su cuadro temporal. Los arús
pices debieron consultar en 56 a. C. un calendario
69
65. adivinatorio del tipo que nos legó Lido y que
se remonta, pese a posibles retoques tardíos, a la
época de la Etruria independiente. No hay duda
de que en caso de rumores subterráneos ocurridos
en el territorio de sus ciudades, los arúspices de
Veyes, Tarquinia o Volscos formularon siempre,
en el curso de su historia, respuestas de este tipo.
Además, la tendencia conservadora del documen
to no deja de reflejar muy fielmente la posición
constante de los arúspices, atenidos al orden esta
blecido, campeones de la clase oligárquica. Su acti
tud política no se modificó durante la inverosímil
duración de su ministerio, desde los comienzos
de Etruria hasta el fin del Imperio romano.
Conviene, por último, anotar que los peligros
anunciados por sus respuestas, aunque amenazan
tes, no son irremediables, irreversibles. Si los olvi
dos o las faltas de los hombres provocan la cólera
divina y la aparición de peligros, éstos pueden con
jurarse mediante ceremonias apropiadas. El res
ponsum del año 56 a. C., tal como nos fue trans
mitido, no menciona los ritos a cumplir. Pero los
indican en cambio una cantidad de otros textos y,
para tomar el ejemplo más cercano del precedente
en el tiempo, en el año 65 a. C., bajo el consulado
de Cotta y Torcuato, los arúspices a los que se
hizo venir de toda Etruria, para interpretar los
rayos caídos en repetidas oportunidades sobre ob
jetos sagrados del Capitolio, dieron la siguiente res
puesta: “Dijeron que estaban cercanas masacres e
incendios y la aniquilación de las leyes y la guerra
civil en el seno de la ciudad y la ruina total de
Roma y del Imperio... ”, nisi di inmortales Omni
ratione placati suo numine prope fata flexissent,
“si no se aplacaba, costara lo que costara, a los
dioses inmortales, cuya intercesión quizá doblega
ría las decisiones del destino.” 4
70
66. Aquí aparece bien claro el proceso mediante el
cual los hombres y las ciudades, instruidos acerca
de sus deberes por los arúspices, podían intervenir
en la marcha del mundo. Sin duda que para el
pensamiento toscano el destino es todopoderoso y
nada puede forzarlo a cambiar su ruta. Pero los
dioses pueden servir de intercesores entre la huma
nidad y el fatum. Para que acepten representar
este papel, hay que calmar por supuesto su cólera,
aplacarlos (omni ratione placari). Entonces, pero
sólo entonces, pueden intentar torcer el curso del
destino, prope fata ipsa flectere. Con ello la adivi
nación aruspicinal encuentra su posibilidad de ac
ción, su eficacia, ya que su tarea esencial consiste
siempre en indicar qué ritos son agradables para
los dioses. Cicerón recuerda los ritos expiatorios
y propiciatorios correspondientes al 65 a. C. Se
organizaron juegos durante diez días. “Además no
se omitió nada que pudiera aplacar a los dioses.”
Como la estatua de Júpiter había sido herida por el
rayo, “los arúspices prescribieron que se erigiera
una más grande, se la colocara sobre un zócalo
elevado y, contrariamente a lo que se había hecho
hasta entonces, se la volviera con la cara hacia el
oriente. Esperaban, según decían, que si la estatua
que veis aquí mirara hacia el levante y al mismo
tiempo hacia el Foro y la Curia, las maquinaciones
que se tramaran contra el bienestar de la Repú
blica y del Imperio se aclararían con una luz tal
que el Senado y el pueblo romano llegarían a pe
netrarlas”. Resulta aquí evidente el vínculo que
existe entre la interpretación del prodigio y su pro
curación. Los romanos mismos captaron muy bien
tal relación y Cicerón escribe así en su De diuina-
tione: Magna uis. .. monstris interpretandis ac pro
curandis in haruspicum disciplina.6
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67. Notas
1. Cicerón,De haruspicum, responso, 20 y sigs.
2. A este respecto, cf. Ia memoriade C.0. Thu-
lin, Die Gotter des Martianus CapeUa. .., los ar
tículos de A. Grenier, “L’orientation du foie de
Plaisance”, y de M. Pallottino, “Deorum sedes”, ci
tados infra, pág. 187.
3. Cf. a este respecto el artículo de A. Piga-
niol, “Sur le calendrier brontoscopique de Nigidius
Figulus”, citado infra, pág. 188.
4. Cicerón,Catilinarias, III, 19.
5. Cicerón,De diuinatione, I, 3.
72
68. Ill
Los arúspices y las
exégesis de los prodigios
Sería necesario un largo estudio si se quisiera
agrupar y clasificar las exégesis y expiaciones con
tenidas en las respuestas de los arúspices. En efec
to, aunque los textos etruscos, de comprensión to
davía muy difícil, se mantienen mudos a este res
pecto, la literatura romana es rica en informaciones
concernientes a la ciencia aruspicinal, en lo que se
refiere a los prodigios. Debemos limitarnos aquí a
los hechos esenciales.
Se impone una observación general. No encon
tramos ningún rasgo de evolución en la disciplina
etrusca, desde el momento en que surge en el suelo
toscano hasta su extinción. Las respuestas de los
arúspices acerca de los prodigios responden siem
pre a los mismos principios, a las mismas exigen
cias. Su arte adivinatorio parece, pues, haber sido
asombrosamente estable. A esto se podría objetar
que este arte sólo nos es conocido por fuentes ro
manas, por lo tanto tardías. Es cierto. Pero estas
fuentes romanas se refieren a épocas extremada
mente diversas, desde el momento de la realeza
etrusca hasta el fin del Imperio de Roma. Ahora
bien, aunque no sean, desde luego, aceptables todos
los datos que nos transmite la tradición, concernien-
73
69. tes a épocas muy antiguas, los preciosos relatos de
Tito Livio y de Dionisio de Halicarnaso que se
refieren a la aruspicina bajo el reino de los Tar
quinos parecen basarse sobre fundamentos autén
ticos, sin duda fuentes etruscas, contemporáneas de
los hechos mismos. Citemos solamente, entre otros,
el siguiente prodigio.1
Antes de hacer construir el templo de Júpiter
Capitolino, que debía ser el mayor de Roma y afir
mar su supremacía sobre el Lacio, Tarquino el
Soberbio debió hacer preparar una vasta superficie
sobre el Capitolio y emprender trabajos considera
bles. Se produjeron entonces varios prodigios, de
los cuales el más famoso fue el siguiente: de los
fundamentos del templo, los obreros extrajeron una
cabeza humana, cuyos rasgos estaban intactos, capul
humanum integra facie aperientibus fundamenta
templi dicitur apparuisse? Según Tito Livio, los
arúspices de Roma y los venidos ex profeso de
Etruria interpretaron que el prodigio anunciaba
que Roma estaría a la cabeza del mundo. El sím
bolo era manifiesto. Por su parte, Dionisio de
Halicarnaso relata en cambio que ocurrió un hecho
extraño: los adivinos existentes en Roma fueron
incapaces de interpretar el fenómeno y una misión
fue a Etruria a consultar allí a un arúspice. Este
quiso engañar a los romanos pero, por una especie
de pacto espontáneo con los enviados de Roma, el
hijo del arúspice les aconsejó evitar responder
a su padre si éste, insidiosamente, les preguntaba
en qué punto del Capitolio había sido encontrada
la cabeza milagrosa, se tratara del este, del oeste,
del norte o del sur. Sólo había que dar la indica
ción siguiente: en el monte Tarpeyo, en Roma. En
caso contrario, el adivino habría intentado trasladar
a su ciudad el presagio de grandeza recibido por
Roma. Así se hizo y el experto toscano debió reco
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