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Doña Francisca la embrujada (Sucedió en la hoy calle de Venustiano Carranza)
Que nadie ose negar la existencia de poderes diabólicos y sobrenaturales, que se sustentan del alma y
cuerpo humanos, la maldad y hechicería, son hijas del demonio y las sombras de la noche…
Si, este suceso ocurrido en el siglo XVI, aquí en nuestra capital, nos habla de un caso de hechizo diabólico y
perverso; se que algunos de los lectores dudarán de éstos poderes, sin embargo, sépase que en México y en
otros países, aún sigue practicándose la hechicería.
Retrocedamos al año 1554, a plena mitad del siglo XVI y veamos en una visión retrospectiva, esta casona y
esta calle que llamóse de la Cadena; gobernaba en ese siglo el virrey Don Luis de Velasco I, y ésta casa
tenía el número siete, de la que hoy es Venustiano Carranza. Habitaba la casa en cuestión, Doña Felipa
Palomares de Heredia, rica viuda de uno de los conquistadores, de quien fuera heredera; pero si Felipa había
heredado nombre y fortuna del esposo, también habíale quedado un hijo joven y apuesto, llamado Domingo
de Heredia y Palomares, criado con lujo desmedido y cuidados extremos, érase este joven Domingo la
adoración y consuelo de la madre, y llevada de su amor maternal, lo cuidaba y mimaba con exceso y siempre
le recordaba que ya estaba en edad casadera, que encontrara a una chica que le gustara, que tuviera
alcurnia y abolengo, claro, la madre tenía que aprobar a la muchacha.
El joven deseaba en verdad esposa y buscaba con ansias entre las chicas una de la Nueva España; solía
reunirse con otros jóvenes también deseosos de casorio y escogían así a las mejores muchachas. Durante
varios meses buscó a la chica que le gustase y fuese un buen partido del agrado de la madre, sin hallarla;
pero al fin cierta tarde, vio acercarse al templo a una hermosa chiquilla, cuyo nombre y cuna desconocía, sin
embargo era de una belleza virginal, que hizo dar vuelcos al corazón del joven Domingo; llena de misticismo y
de candor, pasó junto al joven, el cuál lanzó un hondo suspiro. Ella entró a la iglesia y mientras oraba con
fervor, el chico la miraba cada vez más cautivado por esa angelical figura; al terminar de orar, ella se acercó a
la pila de agua bendita y el le ofreció sus dedos húmedos, emocionado, después, como era la costumbre en
ese siglo, el la siguió a prudente distancia, para saber donde vivía, la chica, que al parecer se dio cuenta de
que la seguían, no trató de apresurar el paso; entonces ella llegó ante una casa de mediana fábrica, allá por
entonces calle Cerrada de Nacatitlán (hoy Novena de Cinco de Febrero); ella sin embrago, volvió sus glaucos
ojos hacia el joven y le clavó una mirada que llevaba toda la ternura del mundo.
A partir de entonces, Domingo de Heredia y Palomares, acompañado de un juglar y amigos, comenzó el
asedio de la chica, llamada Doña Francisca de Bañuelos y era hija única de padres humildes; al fin una noche
escapó entre barrotes y tiestos florecidos una mano trémula que recibió ardiente beso de amor, y noches
después, entre suspiros y perfumes de jazmines, unos labios musitaron la declaración de amor.
Más la Colonia era chica y pronto dos lenguas oficiosas fueron con la noticia de estos amores a la madre de
Domingo, lo que le contaron a la mujer no le agradó en absoluto, pero más tardaron en marcharse las dos
damas informantes, que Doña Felipa en salir rumbo a la casa de Francisca, acto seguido, su mano firme,
cruel, golpeó contra el zaguán el pesado aldabón, había en sus golpes furia y decisión; fue las misma
muchacha la que abrió el zaguán, su sorpresa no tuvo límites, pues conocía ya a la furiosas dama; la joven
invitó a pasar a la mujer a su casa, como la noto indecisa le repitió la invitación, entonces empezó a hablar,
comunicándole no volviera a ver a Domingo, pues ella era una plebeya sin nombre ni fortuna y que su hijo la
iba obedecer sin reclamos; en ese momento apreció el joven y ante el asombro de Felipa que jamás había
visto a su hijo en tal actitud, el joven defendió su amor y autonomía; furiosa la madre se fue, mientras los dos
jóvenes ratificaban su amor y sus deseos de casarse. Pero cuanto más mostraba su decisión por casarse con
Francisca, Doña Felipa sufría más y más, llenando su dolor con lágrimas amargas; en su loca desesperación
por evitar la boda de su hijo, Doña Felipa supo la existencia de una bruja tan poderosa como temida y fue a
verla, ansiosa por lograr por medio de siniestros maleficios, el alejamiento de los enamorados, se apresuró a
buscar a la bruja en su jacal, la hechicera la recibió como si supiera a que iba la dama, ésta le explicó su caso
a aquella mujer, la segunda le prometió para tenerle la solución para el jueves y la angustiada Felipa le
pagaría con largueza.
Esa misma noche, Domingo y su madre tuvieron otra discusión, con respecto a la decisión de el de casarse
con Francisca, pidiéndole aguardar hasta el viernes.
La noche del jueves Doña Felipa fue en busca de la bruja, que le reveló un plan siniestro y de venganza, el
cual consistía en que ambos jóvenes se casaran y después darle un diabólico presente a Francisca, que la
iría matando poco a poco. ¿Quieres saber que es? Entonces, sigue leyendo.
Aún sin salir de su incredulidad los jóvenes estos se casaron y fueron recibidos muy bien por Doña Felipa;
pronto se dieron cuenta de que si la chica no era de linaje, su belleza y dones espirituales sobrepasaban
cualquier deseo. A esas mismas horas en la laguna de Macuitlapilco, la bruja celebrará un diabólico rito con
un ánade (una especie de patito); y la bruja degolló más patos, hasta contar siete y con su sangre se embijó
el rostro mientras continuaba su invocación a Satanás. Tres días después, cuando todo era dicha y felicidad
entre los recién casados, se presentó muy amable Doña Felipa, la cuál le dio aquel presente a Felipa, que era
un cojín de plumas muy bonito, relleno de aquellas plumas de pato embrujadas; desde esa noche, el cojín de
terciopelo fue la almohada donde reposaba su cabeza la ingenua Francisca, pero he aquí que desde le día
siguiente, la joven se levantó de la cama con un extraño malestar: dolo de cabeza, mareos. En efecto,
corrieron ante Doña Felipa, a quien le contaron el extraño malestar con que había amanecido la hermosa
recién casada; pero ni cuidados ni descansos fueron suficientes, día con día se sentía Francisca desmejorada
y pálida, de fresca y lozana habíase tornado paliducha y débil y su alegría había desaparecido para dar paso
a una honda tristeza; pero a medida que pasaron los días, la muchacha se sentía peor, ya su rostro
desencajado era cadavérico, Y Domingo viendo el estado de su esposa llamó al médico, que desde luego
examinó a la enferma, para rendir un diagnóstico, que no fue nada bueno, pues la pobre mujer presentaba el
aspecto de los presos de las galeras y mazmorras. Los temores de Francisca no fueron infundados, antes de
deis meses había muerto víctima de aquel extraño mal; una vez enterrada Domingo se encerró en su alcoba
durante días y días, apenas si comía lo que tomaba de la cocina por las noches y se negó por mucho tiempo
a dejar entrar a su ,madre que fingidamente trataba de consolarle, sin embargo su desgracia del joven por las
noches le pesaba enormemente regando el lecho de su amado con su llano; e hizo entonces un santuario en
su alcoba y besó los lugares que ella tocaba y durmió sobre su cojín de terciopelo rojo.
Al fin, una de esas noches Domingo se despertó sobresaltado, al sentir la presencia de algo sobrenatural
junto a su lecho; surgió entonces de entre las sombras dela alcoba, la visión más horrenda que pudieran
contemplar ojos humanos: era Doña Francisca descarnada, que había venido de ultratumba a advertirle del
cojín embrujado, el cuál provocó su muerte, chupándole la sangre poco a poco, hasta llevarla a la tumba, y
que las autoras del crimen habían sido su madre y la bruja.
Antes de que el horrible fantasma se diluyera entre las sombras, Domingo le hizo un juramento, que era
vengar su muerte; entonces, el muchacho salió a hurtadillas de la casa y se dirigió a hacer la denuncia ante el
Santo Oficio, que esa misma tarde se presentó a la casa; de un tajo fue roto el cojín de terciopelo rojo,
cayendo al suelo extrañas plumas de ánade, lo espantoso fue que, a la hora de oprimir el cañón de las
plumas, se escapó un líquido rojo, que era sangre humana, de aquella victima, Francisca de Bañuelos. Y al
ver las plumas caídas en el suelo, se comprobó que se movían como sierpes (víboras), como impulsadas por
una satánica fuerza, furioso, piso aquellas plumas Domingo, hasta que la sangre que contenían formó
extenso charco. Tratando de hallar piedad en su acto criminal, Doña Felipa cayó de rodillas ante el fraile.
Sometida a torturas crueles, Doña reveló el sitio donde se hallaba la bruja, de allí la sacó el Santo Oficio;
cabe decir que, aunque establecido el Tribunal de la Fe, hasta 1571, los castigos contra brujas y herejía se
practicaban ya en Nueva España, y que estos juicios se celebraban en forma rápida y expedita; los acusados
eran encarcelados tras el juicio y después conducidos a la horca ó la quema. En un juicio sumario, se
condenó a ambas mujeres a morir quemadas en la entonces Plaza de Santo Domingo; Doña Felipa de
Heredia y la bruja, cuyo nombre real jamás se supo, fueron atadas a los postes, y según rezaba la sentencia,
fueron quemadas en leña verde, para después esparcir sus cenizas a los vientos diabólicos de la noche.
Durante algunos mese Domingo de Hurtado y Palomares se encerró en su casona rumiando su tristeza, tal
vez su arrepentimiento; la gente y el mismo se señalaba como el delator de su madre y el responsable de su
horrible y vergonzante muerte.
No volvió a saberse nada sobre Domingo, aunque algunos aseguran se marchó a España, llevándose
consigo pena y fortuna.
Los macabros moradores de la casa de los Arcos (Sucedió en la calle de
Analco, hoy Arcos de Belem)

De la época colonial son pocos los vestigios que quedan en la hoy llamada Avenida
Arcos de Belem; si acaso el templo y el convento de los betlemitas, que después fuera
por muchos años la Escuela Médico Militar.
En nombre del progreso han entrado en los viejos edificios el pico y la pala con su obra
devastadora, demoliendo casas llenas de historia y tradición; tal fue el caso del Palacio
de Doña Soledad de Castaño y Burgos, dama sobre la cual se aborda una extraordinaria
historia y espeluznante leyenda y que, según las crónicas vivió en el año 1642. En
aquella época era virrey el duque de Escalona, conocido entre otras cosas por haber
dado a su gobierno el aspecto de una ostentosa corte, en la que privaban la corrupción
y la intriga.
Mucho se habló de amoríos secretos entre el duque y doña Soledad, que nadie sabía de
dónde había obtenido su cuantiosa fortuna, el hecho que la dama en cuestión hacía
honor a la época de lujo, derroche y disipación ofreciendo grandes saraos en su palacio
de la calle de Analco. Nunca se le vio al virrey asistir a una de esas fiestas, pero si, en
cambio se veía sumamente concurrida por cortesanos y nobles que se disputaban una
sonrisa ó una mirada de doña Soledad, desde los más jóvenes hasta los más maduros;
siempre había riñas entre los caballeros asistentes y para que las cosas no pasaran
mayores intervenía la dueña de la casa.
Siempre al terminar una fiesta doña Soledad esperaba a un caballero en su alcoba, en
esta ocasión fue don Vicente, pero el afortunado resultó un joven que astutamente
había permanecido escondido. Su juvenil corazón empezó a latir furiosamente, al oír
que los criados cerraban el portón, y los menudos pasos de la dama por el corredor,
salió de su escondite y le habló de lo que los sentimientos que habían despertado en su
corazón. Sin embargo, a pesar de mostrarse sorprendida y hasta escandalizar, lo cierto
es que a la poco escrupulosa doña Soledad le halagaba en apasionamiento del
muchacho; afecta a buscar nuevas experiencias una vez más dio rienda suelta a sus
pasiones.
Don Vicente llegaría dos horas después, que traía una llave de una puertecita secreta
que la mujer le había dado, pero al querer entrar en la alcoba que según le habían
dicho se encontró nada menos que al joven y acto seguido entraron en combate, y sin
más el chico lanzó un furioso mandoble sobre el sorprendido don Vicente que apenas
pudo esquivar; pero el segundo más diestro y experimentado en el manejo de la
espada, pronto cedió el lance en su favor; doña Soledad creyó perdido al mancebo y
ofuscada por el miedo se arrojo sobre don Vicente armada de filoso puñal, pero
desafortunadamente el caballero cayó hacia delante y accidentalmente atravesó al
indefenso joven, ambos cayeron heridos de muerte.
La dama rectificó que nadie se hubiera percatado de los hechos, y acto seguido arrastro
el cadáver de don Vicente al otro extremo del corredor donde movió una moldura de la
decoración de la pared, ésta cedió dejando ver una escalera que bajaba en medio de la
oscuridad, arrojó en seguida el cuerpo inanimado del hombre dando tumbos hasta
chocar con una corriente de agua, después hizo lo mismo con el joven. La pared se
volvió a cerrar y doña Soledad se dispuso a limpiar cuidadosamente la sangre de piso y
muros y a pensar en una historia creíble de las repentinas desapariciones.
Al día siguiente los sirvientes no hicieron preguntas acerca del joven, por lo que la
mujer aprovechó esto para diseminar la versión de que se había ido de la casa sin dar
aviso alguno y como si nada hubiera pasado siguió con su vida de orgías y disipación;
aunque para los habitantes del México Colonial pasaban cosas extrañas en torno a doña
Soledad, sus amantes que desaparecían sin dejar rastro, brujería, entre otros rumores.
Pero el tío del joven, don Andrés de Calderón y Díaz no se podía quedar tranquilo y
decidió averiguar las extrañas actividades de aquella mujer llendo a su casa para hablar
también sobre la repentina desaparición de su sobrino. La discusión entre ambos llegó a
tal grado, que doña Soledad aprovechó esto para llorar y que aquel hombre que era
todo un caballero no podía ver lágrimas en los ojos de una dama sin sentirse
conmovido.
Don Andrés estaba a punto de retirarse, cuando la mujer le ofreció alojamiento en su
casa, insistiéndole hasta poderlo convencer y nuevamente el caballero se vio
desarmado ante ella; pero la oferta de la dama no era de a gratis, ya que esa misma
tarde inició sus labores de seducción con una rica comida, decidida a hacer que el señor
de Calderón se olvidara de investigar lo que había sido de su sobrino Diego.
Cuando por la noche se retiraron a dormir, don Andrés ya no podía apartarla de su
pensamiento, soñando con doña Soledad permaneció largo rato, hasta que de pronto
sitió la presencia de alguien más en su habitación, y no precisamente que estuviera
vivo; pasado el suceso, el hombre sentía escalofríos y se sirvió un vaso de vino, pero al
querer llevárselo a los labios sintió que algo le jalaba el brazo, la impresión que le hizo
aquel contacto invisible y helado lo hizo soltar aterrorizado el vaso. Los cabellos se le
erizaron y miró asustado a su alrededor, la temperatura comenzó a disminuir y eso lo
hizo estremecerse de pies a cabeza, acto seguido la luz de la bujía se apagó y sin
embargo, la habitación quedó iluminada por una extraña y lúgubre fosforescencia. El
terror había paralizado a don Andrés, pues la silueta que se destacaba en una de las
esquinas de la habitación empezó a moverse lentamente hacia él, hasta que se destacó
claramente ante sus ojos el rostro de aquella aparición, que conocía muy bien: era su
sobrino Diego. El joven pálido y frío le lanzó una tristísima mirada y entreabrió los
labios como para decir algo; pero una sombra gigantesca surgió y lo envolvió
totalmente, dejando la habitación sumida en la oscuridad; acto seguido entró la
seductora doña Soledad alarmad, al verle tembloroso y con el rostro pálido pregúntole
que le acontecía, para lo que el hombre le relato aquel sobrenatural suceso.
La astuta mujer se las ingenió para salirse con la suya una vez más, pues don Andrés
sucumbió a sus encantos como tantos otros, sin embargo, no por eso se tranquilizó. A
la mañana siguiente el día estaba nublado y los corredores de la casa sumamente
oscuros; pero cuando el abandonó su cuarto para dirigirse al comedor volvió a
experimentar una extraña sensación, pues sentía que varias presencias invisibles y
etéreas lo seguían, pero sin volver la cabeza apresuró el paso hasta entrar en el
comedor. Sin embargo, cuando más tarde volvió a tener la misma sensación empezó a
intrigarse seriamente sobre lo que podría ser; pero mientras más hacía por vencer el
miedo y establecer contacto con todos aquellos fantasmas, más parecía impedirlo, ya
que la sombra gigantesca que siempre los cubría para hacerlos desaparecer.
Intrigado por estos acontecimientos sobrenaturales, don Andrés decide dar parte a las
autoridades del Santo Oficio, aún exponiéndose a que lo acusaran de herejía; pero doña
Soledad se entera de sus planes y pone el grito en el cielo, pero al resultarle imposible
convencerlo de los contrario, recurre nuevamente a sus armas de seducción para
impedirle al preocupado hombre que pusiera en marcha sus propósitos. Finalmente don
Andrés quedó convencido de que podía ir al Santo Oficio a la mañana siguiente.
La noche se presentó oscura y desapacible, fuerte vendaval estremecía las copas de los
árboles y cimbraba puertas y ventanas de la casa. Mientras tanto, dentro de las casa, el
caballero había podido dormirse tal vez por no haberlo hecho bien la noche anterior y la
mujer lo contemplaba de una manera muy extraña planeando algo por demás malo; del
buró preciosamente tallado que había junto a su cama, extrajo una filosa daga de
mango de marfil y acto seguido levantó la mano para descargar un brutal golpe de
cuchillo sobre el corazón de don Andrés, pero hubo de soltar la daga casi en seguida,
pues sintió que dos manos fuertes y vigorosas le atenazaban el brazo para impedirle
todo movimiento; entonces comenzó a sentir que el brazo le ardía de una manera
horrible y al escuchar los gritos, se despierta el caballero, quien quiso aliviarla de su
dolor y fue cuando advirtió unas manchas enrojecidas en el tornado y blanco brazo de
la dama, y don Andrés ayudado por los sirvientes colocó compresas frías en su brazo,
pero esto servía de nada porque los dolores eran cada vez más intensos, hasta que
finalmente perdió el sentido.
El tío de Diego, dado a los acontecimientos decide ir acto seguido al Santo Oficio a
relatar los sucesos. Entre tanto doña Soledad se encontraba en sus aposentos
recobrando el sentido y una de sus sirvientas le relata lo que el caballero fue a hacer.
Ante el azoro de la sirvienta, la mujer saltó del lecho y quiso salir de la habitación, la
primera quiso detenerla, pero la segunda la apartó con un vigoroso empujón. La dama
salió espantada por el corredor, mientras la criada daba desesperadas voces; doña
soledad llega al final del corredor y mueve la moldura de la pared se introduce en la
puerta que se abrió y en ese preciso momento llegaban don Andrés y el sacerdote,
quienes sorprendidos la vieron descender por aquella escalera oscura y lúgubre;
optaron por seguirla, la oscuridad era cada vez más impenetrable y el sacerdote
encendió el cirio bendito que llevaba.
Doña Soledad se encontraba en el último peldaño de la escalera mirando como
hipnotizada las negras aguas que se abrían a sus pies; don Andrés y los sacerdotes
contemplaron algo que los dejó de una pieza: de las turbulentas aguas surgió una
extraña embarcación con un tétrico remero que se acercó hasta donde se encontraba la
mujer y le tendió la mano, ella de manera instintiva retrocedió, pero aquella mano
peluda y bestial la aferró fuertemente del brazo haciéndola lanzar un alarido de dolor;
en ese momento, de debajo de las aguas surgieron infinidad de espectros y bestias
infernales, que la hicieron entrar a la siniestra embarcación y debatiéndose con
desesperación entre aquellos entes infernales, doña Soledad se alejó de la orilla a bordo
de la lancha remada por el extraño encapuchado.
El sacerdote miró con el rostro desencajado a don Andrés, corroborando el religioso lo
que el caballero le había venido a relatar momentos antes.
La casa fue bendecida y se dijeron muchos exorcismos para liberarla de los espíritus
infernales, que se creía la habitaban, pero con todo eso, continuaron las pariciones de
Diego y otros más, entre los que se reconocieron los antiguos amantes de doña
Soledad, y por ese motivo la casa a la que le decían de los Arcos por estar frente a los
Arcos de Belem, fue llamada también de los moradores macabros.
Don Diego López Pacheco Cabrera y Bobadilla, Duque de Escalona fue destituido a poco
de estos acontecimientos, pues mucho se dijo que en parte fue por haber sido protector
de doña Soledad.
La casa quedó abandonada. Don Andrés decidió mandar decir varias misas en sufragio
del alma de su sobrino Diego; y siglo y medio después, cuando empezaba a hablarse de
las insurrecciones contra España, la casa de los Arcos ó de los habitantes macabros fue
demolida, pero al arrasarla encontraron entre el lodo que había en sus cimientos varios
esqueletos, para lo cual se dio parte a la Inquisición, pero misteriosamente no dio
importancia al hecho, ¿la razón?, quizá porque seguían pensando que aquel lugar era la
entrada del infierno, y que los cadáveres encontrados pertenecían a personas
codenadas por sus culpas.

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Doña francisca la embrujada

  • 1. Doña Francisca la embrujada (Sucedió en la hoy calle de Venustiano Carranza) Que nadie ose negar la existencia de poderes diabólicos y sobrenaturales, que se sustentan del alma y cuerpo humanos, la maldad y hechicería, son hijas del demonio y las sombras de la noche… Si, este suceso ocurrido en el siglo XVI, aquí en nuestra capital, nos habla de un caso de hechizo diabólico y perverso; se que algunos de los lectores dudarán de éstos poderes, sin embargo, sépase que en México y en otros países, aún sigue practicándose la hechicería. Retrocedamos al año 1554, a plena mitad del siglo XVI y veamos en una visión retrospectiva, esta casona y esta calle que llamóse de la Cadena; gobernaba en ese siglo el virrey Don Luis de Velasco I, y ésta casa tenía el número siete, de la que hoy es Venustiano Carranza. Habitaba la casa en cuestión, Doña Felipa Palomares de Heredia, rica viuda de uno de los conquistadores, de quien fuera heredera; pero si Felipa había heredado nombre y fortuna del esposo, también habíale quedado un hijo joven y apuesto, llamado Domingo de Heredia y Palomares, criado con lujo desmedido y cuidados extremos, érase este joven Domingo la adoración y consuelo de la madre, y llevada de su amor maternal, lo cuidaba y mimaba con exceso y siempre le recordaba que ya estaba en edad casadera, que encontrara a una chica que le gustara, que tuviera alcurnia y abolengo, claro, la madre tenía que aprobar a la muchacha. El joven deseaba en verdad esposa y buscaba con ansias entre las chicas una de la Nueva España; solía reunirse con otros jóvenes también deseosos de casorio y escogían así a las mejores muchachas. Durante varios meses buscó a la chica que le gustase y fuese un buen partido del agrado de la madre, sin hallarla; pero al fin cierta tarde, vio acercarse al templo a una hermosa chiquilla, cuyo nombre y cuna desconocía, sin embargo era de una belleza virginal, que hizo dar vuelcos al corazón del joven Domingo; llena de misticismo y de candor, pasó junto al joven, el cuál lanzó un hondo suspiro. Ella entró a la iglesia y mientras oraba con fervor, el chico la miraba cada vez más cautivado por esa angelical figura; al terminar de orar, ella se acercó a la pila de agua bendita y el le ofreció sus dedos húmedos, emocionado, después, como era la costumbre en ese siglo, el la siguió a prudente distancia, para saber donde vivía, la chica, que al parecer se dio cuenta de que la seguían, no trató de apresurar el paso; entonces ella llegó ante una casa de mediana fábrica, allá por entonces calle Cerrada de Nacatitlán (hoy Novena de Cinco de Febrero); ella sin embrago, volvió sus glaucos ojos hacia el joven y le clavó una mirada que llevaba toda la ternura del mundo. A partir de entonces, Domingo de Heredia y Palomares, acompañado de un juglar y amigos, comenzó el asedio de la chica, llamada Doña Francisca de Bañuelos y era hija única de padres humildes; al fin una noche escapó entre barrotes y tiestos florecidos una mano trémula que recibió ardiente beso de amor, y noches después, entre suspiros y perfumes de jazmines, unos labios musitaron la declaración de amor. Más la Colonia era chica y pronto dos lenguas oficiosas fueron con la noticia de estos amores a la madre de Domingo, lo que le contaron a la mujer no le agradó en absoluto, pero más tardaron en marcharse las dos damas informantes, que Doña Felipa en salir rumbo a la casa de Francisca, acto seguido, su mano firme, cruel, golpeó contra el zaguán el pesado aldabón, había en sus golpes furia y decisión; fue las misma muchacha la que abrió el zaguán, su sorpresa no tuvo límites, pues conocía ya a la furiosas dama; la joven invitó a pasar a la mujer a su casa, como la noto indecisa le repitió la invitación, entonces empezó a hablar, comunicándole no volviera a ver a Domingo, pues ella era una plebeya sin nombre ni fortuna y que su hijo la iba obedecer sin reclamos; en ese momento apreció el joven y ante el asombro de Felipa que jamás había visto a su hijo en tal actitud, el joven defendió su amor y autonomía; furiosa la madre se fue, mientras los dos jóvenes ratificaban su amor y sus deseos de casarse. Pero cuanto más mostraba su decisión por casarse con Francisca, Doña Felipa sufría más y más, llenando su dolor con lágrimas amargas; en su loca desesperación por evitar la boda de su hijo, Doña Felipa supo la existencia de una bruja tan poderosa como temida y fue a verla, ansiosa por lograr por medio de siniestros maleficios, el alejamiento de los enamorados, se apresuró a buscar a la bruja en su jacal, la hechicera la recibió como si supiera a que iba la dama, ésta le explicó su caso a aquella mujer, la segunda le prometió para tenerle la solución para el jueves y la angustiada Felipa le pagaría con largueza. Esa misma noche, Domingo y su madre tuvieron otra discusión, con respecto a la decisión de el de casarse con Francisca, pidiéndole aguardar hasta el viernes. La noche del jueves Doña Felipa fue en busca de la bruja, que le reveló un plan siniestro y de venganza, el cual consistía en que ambos jóvenes se casaran y después darle un diabólico presente a Francisca, que la iría matando poco a poco. ¿Quieres saber que es? Entonces, sigue leyendo. Aún sin salir de su incredulidad los jóvenes estos se casaron y fueron recibidos muy bien por Doña Felipa; pronto se dieron cuenta de que si la chica no era de linaje, su belleza y dones espirituales sobrepasaban cualquier deseo. A esas mismas horas en la laguna de Macuitlapilco, la bruja celebrará un diabólico rito con un ánade (una especie de patito); y la bruja degolló más patos, hasta contar siete y con su sangre se embijó el rostro mientras continuaba su invocación a Satanás. Tres días después, cuando todo era dicha y felicidad entre los recién casados, se presentó muy amable Doña Felipa, la cuál le dio aquel presente a Felipa, que era un cojín de plumas muy bonito, relleno de aquellas plumas de pato embrujadas; desde esa noche, el cojín de terciopelo fue la almohada donde reposaba su cabeza la ingenua Francisca, pero he aquí que desde le día
  • 2. siguiente, la joven se levantó de la cama con un extraño malestar: dolo de cabeza, mareos. En efecto, corrieron ante Doña Felipa, a quien le contaron el extraño malestar con que había amanecido la hermosa recién casada; pero ni cuidados ni descansos fueron suficientes, día con día se sentía Francisca desmejorada y pálida, de fresca y lozana habíase tornado paliducha y débil y su alegría había desaparecido para dar paso a una honda tristeza; pero a medida que pasaron los días, la muchacha se sentía peor, ya su rostro desencajado era cadavérico, Y Domingo viendo el estado de su esposa llamó al médico, que desde luego examinó a la enferma, para rendir un diagnóstico, que no fue nada bueno, pues la pobre mujer presentaba el aspecto de los presos de las galeras y mazmorras. Los temores de Francisca no fueron infundados, antes de deis meses había muerto víctima de aquel extraño mal; una vez enterrada Domingo se encerró en su alcoba durante días y días, apenas si comía lo que tomaba de la cocina por las noches y se negó por mucho tiempo a dejar entrar a su ,madre que fingidamente trataba de consolarle, sin embargo su desgracia del joven por las noches le pesaba enormemente regando el lecho de su amado con su llano; e hizo entonces un santuario en su alcoba y besó los lugares que ella tocaba y durmió sobre su cojín de terciopelo rojo. Al fin, una de esas noches Domingo se despertó sobresaltado, al sentir la presencia de algo sobrenatural junto a su lecho; surgió entonces de entre las sombras dela alcoba, la visión más horrenda que pudieran contemplar ojos humanos: era Doña Francisca descarnada, que había venido de ultratumba a advertirle del cojín embrujado, el cuál provocó su muerte, chupándole la sangre poco a poco, hasta llevarla a la tumba, y que las autoras del crimen habían sido su madre y la bruja. Antes de que el horrible fantasma se diluyera entre las sombras, Domingo le hizo un juramento, que era vengar su muerte; entonces, el muchacho salió a hurtadillas de la casa y se dirigió a hacer la denuncia ante el Santo Oficio, que esa misma tarde se presentó a la casa; de un tajo fue roto el cojín de terciopelo rojo, cayendo al suelo extrañas plumas de ánade, lo espantoso fue que, a la hora de oprimir el cañón de las plumas, se escapó un líquido rojo, que era sangre humana, de aquella victima, Francisca de Bañuelos. Y al ver las plumas caídas en el suelo, se comprobó que se movían como sierpes (víboras), como impulsadas por una satánica fuerza, furioso, piso aquellas plumas Domingo, hasta que la sangre que contenían formó extenso charco. Tratando de hallar piedad en su acto criminal, Doña Felipa cayó de rodillas ante el fraile. Sometida a torturas crueles, Doña reveló el sitio donde se hallaba la bruja, de allí la sacó el Santo Oficio; cabe decir que, aunque establecido el Tribunal de la Fe, hasta 1571, los castigos contra brujas y herejía se practicaban ya en Nueva España, y que estos juicios se celebraban en forma rápida y expedita; los acusados eran encarcelados tras el juicio y después conducidos a la horca ó la quema. En un juicio sumario, se condenó a ambas mujeres a morir quemadas en la entonces Plaza de Santo Domingo; Doña Felipa de Heredia y la bruja, cuyo nombre real jamás se supo, fueron atadas a los postes, y según rezaba la sentencia, fueron quemadas en leña verde, para después esparcir sus cenizas a los vientos diabólicos de la noche. Durante algunos mese Domingo de Hurtado y Palomares se encerró en su casona rumiando su tristeza, tal vez su arrepentimiento; la gente y el mismo se señalaba como el delator de su madre y el responsable de su horrible y vergonzante muerte. No volvió a saberse nada sobre Domingo, aunque algunos aseguran se marchó a España, llevándose consigo pena y fortuna.
  • 3. Los macabros moradores de la casa de los Arcos (Sucedió en la calle de Analco, hoy Arcos de Belem) De la época colonial son pocos los vestigios que quedan en la hoy llamada Avenida Arcos de Belem; si acaso el templo y el convento de los betlemitas, que después fuera por muchos años la Escuela Médico Militar. En nombre del progreso han entrado en los viejos edificios el pico y la pala con su obra devastadora, demoliendo casas llenas de historia y tradición; tal fue el caso del Palacio de Doña Soledad de Castaño y Burgos, dama sobre la cual se aborda una extraordinaria historia y espeluznante leyenda y que, según las crónicas vivió en el año 1642. En aquella época era virrey el duque de Escalona, conocido entre otras cosas por haber dado a su gobierno el aspecto de una ostentosa corte, en la que privaban la corrupción y la intriga. Mucho se habló de amoríos secretos entre el duque y doña Soledad, que nadie sabía de dónde había obtenido su cuantiosa fortuna, el hecho que la dama en cuestión hacía honor a la época de lujo, derroche y disipación ofreciendo grandes saraos en su palacio de la calle de Analco. Nunca se le vio al virrey asistir a una de esas fiestas, pero si, en cambio se veía sumamente concurrida por cortesanos y nobles que se disputaban una sonrisa ó una mirada de doña Soledad, desde los más jóvenes hasta los más maduros; siempre había riñas entre los caballeros asistentes y para que las cosas no pasaran mayores intervenía la dueña de la casa. Siempre al terminar una fiesta doña Soledad esperaba a un caballero en su alcoba, en esta ocasión fue don Vicente, pero el afortunado resultó un joven que astutamente había permanecido escondido. Su juvenil corazón empezó a latir furiosamente, al oír que los criados cerraban el portón, y los menudos pasos de la dama por el corredor, salió de su escondite y le habló de lo que los sentimientos que habían despertado en su corazón. Sin embargo, a pesar de mostrarse sorprendida y hasta escandalizar, lo cierto es que a la poco escrupulosa doña Soledad le halagaba en apasionamiento del muchacho; afecta a buscar nuevas experiencias una vez más dio rienda suelta a sus pasiones. Don Vicente llegaría dos horas después, que traía una llave de una puertecita secreta que la mujer le había dado, pero al querer entrar en la alcoba que según le habían dicho se encontró nada menos que al joven y acto seguido entraron en combate, y sin más el chico lanzó un furioso mandoble sobre el sorprendido don Vicente que apenas pudo esquivar; pero el segundo más diestro y experimentado en el manejo de la espada, pronto cedió el lance en su favor; doña Soledad creyó perdido al mancebo y ofuscada por el miedo se arrojo sobre don Vicente armada de filoso puñal, pero desafortunadamente el caballero cayó hacia delante y accidentalmente atravesó al indefenso joven, ambos cayeron heridos de muerte. La dama rectificó que nadie se hubiera percatado de los hechos, y acto seguido arrastro el cadáver de don Vicente al otro extremo del corredor donde movió una moldura de la decoración de la pared, ésta cedió dejando ver una escalera que bajaba en medio de la oscuridad, arrojó en seguida el cuerpo inanimado del hombre dando tumbos hasta chocar con una corriente de agua, después hizo lo mismo con el joven. La pared se volvió a cerrar y doña Soledad se dispuso a limpiar cuidadosamente la sangre de piso y muros y a pensar en una historia creíble de las repentinas desapariciones. Al día siguiente los sirvientes no hicieron preguntas acerca del joven, por lo que la mujer aprovechó esto para diseminar la versión de que se había ido de la casa sin dar aviso alguno y como si nada hubiera pasado siguió con su vida de orgías y disipación; aunque para los habitantes del México Colonial pasaban cosas extrañas en torno a doña Soledad, sus amantes que desaparecían sin dejar rastro, brujería, entre otros rumores. Pero el tío del joven, don Andrés de Calderón y Díaz no se podía quedar tranquilo y decidió averiguar las extrañas actividades de aquella mujer llendo a su casa para hablar también sobre la repentina desaparición de su sobrino. La discusión entre ambos llegó a tal grado, que doña Soledad aprovechó esto para llorar y que aquel hombre que era todo un caballero no podía ver lágrimas en los ojos de una dama sin sentirse
  • 4. conmovido. Don Andrés estaba a punto de retirarse, cuando la mujer le ofreció alojamiento en su casa, insistiéndole hasta poderlo convencer y nuevamente el caballero se vio desarmado ante ella; pero la oferta de la dama no era de a gratis, ya que esa misma tarde inició sus labores de seducción con una rica comida, decidida a hacer que el señor de Calderón se olvidara de investigar lo que había sido de su sobrino Diego. Cuando por la noche se retiraron a dormir, don Andrés ya no podía apartarla de su pensamiento, soñando con doña Soledad permaneció largo rato, hasta que de pronto sitió la presencia de alguien más en su habitación, y no precisamente que estuviera vivo; pasado el suceso, el hombre sentía escalofríos y se sirvió un vaso de vino, pero al querer llevárselo a los labios sintió que algo le jalaba el brazo, la impresión que le hizo aquel contacto invisible y helado lo hizo soltar aterrorizado el vaso. Los cabellos se le erizaron y miró asustado a su alrededor, la temperatura comenzó a disminuir y eso lo hizo estremecerse de pies a cabeza, acto seguido la luz de la bujía se apagó y sin embargo, la habitación quedó iluminada por una extraña y lúgubre fosforescencia. El terror había paralizado a don Andrés, pues la silueta que se destacaba en una de las esquinas de la habitación empezó a moverse lentamente hacia él, hasta que se destacó claramente ante sus ojos el rostro de aquella aparición, que conocía muy bien: era su sobrino Diego. El joven pálido y frío le lanzó una tristísima mirada y entreabrió los labios como para decir algo; pero una sombra gigantesca surgió y lo envolvió totalmente, dejando la habitación sumida en la oscuridad; acto seguido entró la seductora doña Soledad alarmad, al verle tembloroso y con el rostro pálido pregúntole que le acontecía, para lo que el hombre le relato aquel sobrenatural suceso. La astuta mujer se las ingenió para salirse con la suya una vez más, pues don Andrés sucumbió a sus encantos como tantos otros, sin embargo, no por eso se tranquilizó. A la mañana siguiente el día estaba nublado y los corredores de la casa sumamente oscuros; pero cuando el abandonó su cuarto para dirigirse al comedor volvió a experimentar una extraña sensación, pues sentía que varias presencias invisibles y etéreas lo seguían, pero sin volver la cabeza apresuró el paso hasta entrar en el comedor. Sin embargo, cuando más tarde volvió a tener la misma sensación empezó a intrigarse seriamente sobre lo que podría ser; pero mientras más hacía por vencer el miedo y establecer contacto con todos aquellos fantasmas, más parecía impedirlo, ya que la sombra gigantesca que siempre los cubría para hacerlos desaparecer. Intrigado por estos acontecimientos sobrenaturales, don Andrés decide dar parte a las autoridades del Santo Oficio, aún exponiéndose a que lo acusaran de herejía; pero doña Soledad se entera de sus planes y pone el grito en el cielo, pero al resultarle imposible convencerlo de los contrario, recurre nuevamente a sus armas de seducción para impedirle al preocupado hombre que pusiera en marcha sus propósitos. Finalmente don Andrés quedó convencido de que podía ir al Santo Oficio a la mañana siguiente. La noche se presentó oscura y desapacible, fuerte vendaval estremecía las copas de los árboles y cimbraba puertas y ventanas de la casa. Mientras tanto, dentro de las casa, el caballero había podido dormirse tal vez por no haberlo hecho bien la noche anterior y la mujer lo contemplaba de una manera muy extraña planeando algo por demás malo; del buró preciosamente tallado que había junto a su cama, extrajo una filosa daga de mango de marfil y acto seguido levantó la mano para descargar un brutal golpe de cuchillo sobre el corazón de don Andrés, pero hubo de soltar la daga casi en seguida, pues sintió que dos manos fuertes y vigorosas le atenazaban el brazo para impedirle todo movimiento; entonces comenzó a sentir que el brazo le ardía de una manera horrible y al escuchar los gritos, se despierta el caballero, quien quiso aliviarla de su dolor y fue cuando advirtió unas manchas enrojecidas en el tornado y blanco brazo de la dama, y don Andrés ayudado por los sirvientes colocó compresas frías en su brazo, pero esto servía de nada porque los dolores eran cada vez más intensos, hasta que finalmente perdió el sentido. El tío de Diego, dado a los acontecimientos decide ir acto seguido al Santo Oficio a relatar los sucesos. Entre tanto doña Soledad se encontraba en sus aposentos recobrando el sentido y una de sus sirvientas le relata lo que el caballero fue a hacer.
  • 5. Ante el azoro de la sirvienta, la mujer saltó del lecho y quiso salir de la habitación, la primera quiso detenerla, pero la segunda la apartó con un vigoroso empujón. La dama salió espantada por el corredor, mientras la criada daba desesperadas voces; doña soledad llega al final del corredor y mueve la moldura de la pared se introduce en la puerta que se abrió y en ese preciso momento llegaban don Andrés y el sacerdote, quienes sorprendidos la vieron descender por aquella escalera oscura y lúgubre; optaron por seguirla, la oscuridad era cada vez más impenetrable y el sacerdote encendió el cirio bendito que llevaba. Doña Soledad se encontraba en el último peldaño de la escalera mirando como hipnotizada las negras aguas que se abrían a sus pies; don Andrés y los sacerdotes contemplaron algo que los dejó de una pieza: de las turbulentas aguas surgió una extraña embarcación con un tétrico remero que se acercó hasta donde se encontraba la mujer y le tendió la mano, ella de manera instintiva retrocedió, pero aquella mano peluda y bestial la aferró fuertemente del brazo haciéndola lanzar un alarido de dolor; en ese momento, de debajo de las aguas surgieron infinidad de espectros y bestias infernales, que la hicieron entrar a la siniestra embarcación y debatiéndose con desesperación entre aquellos entes infernales, doña Soledad se alejó de la orilla a bordo de la lancha remada por el extraño encapuchado. El sacerdote miró con el rostro desencajado a don Andrés, corroborando el religioso lo que el caballero le había venido a relatar momentos antes. La casa fue bendecida y se dijeron muchos exorcismos para liberarla de los espíritus infernales, que se creía la habitaban, pero con todo eso, continuaron las pariciones de Diego y otros más, entre los que se reconocieron los antiguos amantes de doña Soledad, y por ese motivo la casa a la que le decían de los Arcos por estar frente a los Arcos de Belem, fue llamada también de los moradores macabros. Don Diego López Pacheco Cabrera y Bobadilla, Duque de Escalona fue destituido a poco de estos acontecimientos, pues mucho se dijo que en parte fue por haber sido protector de doña Soledad. La casa quedó abandonada. Don Andrés decidió mandar decir varias misas en sufragio del alma de su sobrino Diego; y siglo y medio después, cuando empezaba a hablarse de las insurrecciones contra España, la casa de los Arcos ó de los habitantes macabros fue demolida, pero al arrasarla encontraron entre el lodo que había en sus cimientos varios esqueletos, para lo cual se dio parte a la Inquisición, pero misteriosamente no dio importancia al hecho, ¿la razón?, quizá porque seguían pensando que aquel lugar era la entrada del infierno, y que los cadáveres encontrados pertenecían a personas codenadas por sus culpas.