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Vamos a abordar el tema de la narrativa realista comentando un relato de
    CLARÍN.




                              ¡Adiós, Cordera!
   Eran tres: siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.

    El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una
colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el
camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón
de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda,
representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible,
eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días
—48→ y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de
aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con
él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los
alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras
que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le
acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies
en el césped.

    Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con
arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba
escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del
pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las
del diapasón, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para
Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje
incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; —49→ ella no tenía
curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del
mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su
timbre y su misterio.

   La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente,
de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo
civilizado, y miraba de lejos el palo del telégrafo, como lo que era para ella,
efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse.- Era
una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía
aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo
el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen
los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca
matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y
doctrinales odas de Horacio.
Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados —50→ de llindarla, como una
abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado
cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del
ferrocarril ni saltara a la heredad vecina.- ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!

   Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin
perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los
mejores bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la
vida, a gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía que
hacer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la
mosca.

    «El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas, adelante... ¡todo eso estaba tan
lejos!».

    Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del
ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó la
sebe1 de —51→ lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró
muchos días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por
la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando
llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin
dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida,
al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con
antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera.

    En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y
persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso,
una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas
descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día.
Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa,
acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que —52→ llevaba dentro de sí
tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas. Pero telégrafo, ferrocarril,
todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad
que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban
ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a
veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del
mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el
mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la
altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las penas en
la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en
lo más obscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de
Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad sonadora de la solemne y seria Naturaleza,
callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados —
53→ cerca de la Cordera; que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un
blando son de perezosa esquila.

   En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos
como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de
lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera,
1
    .Cercado de estacas, clavadas en el suelo y entretejidas con ramas largas.
la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría
a un poeta la zacala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en
la solemne serenidad de sus pensados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo
destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que
dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que
también quería a los gemelos encargados de apacentarla.

    Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella
les servía de almohada, de escondite, de montura; y para otras cosas que ideaba la —
54→ fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y
pensativo.

    En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de
solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este
regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás, la Cordera tenía que salir a la
gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y
callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública
como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores
altozanos, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil
injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los
azares de un camino.

    En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el narvaso para
estrar el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil
industrias que la hacían más suave la —55→ miseria. ¡Y qué decir de los tiempos
heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y
regalo de la nación, y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la
pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero
subsistiese Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en
cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego, y como loco, a
testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su
vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera:

   -Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.

   Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan.

   Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo.
Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella,
sabía someter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la
  —56→ cabeza torcida, en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja
dormía en tierra.

                                          * * *

   Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la
imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos
yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y
purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no paso de ahí; antes
de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la
casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la
Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos aritos de tener la Cordera
en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a
un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa de la economía en
aquel hogar miserable, —57→ había muerto mirando a la vaca por un boquete del
destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.

  «Cuidadla, es vuestro sustento», parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que
murió extenuada de hambre y de trabajo.

   El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su
cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el
establo, y allá, en el Somonte.

   Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no
había qué decir palabra a los neños. Un sábado de Julio, al ser de día, de mal humor
Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el
collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El
padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. «Sin duda, mío
pá la había llevado al xatu». No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca
iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos, —58→ acababa
por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.

   Al obscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada mohínos, cansados y
cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.

    No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había
puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para
que nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se
habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y
desafío el que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta el
último momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el Humedal, dando plazo a la
fatalidad. «No se dirá, pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la
Cordera en lo que vale». Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo,
volvió a emprender el camino por la carretera de Candás adelante, entre la confusión y
el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, —59→ que los aldeanos de muchas
parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo
las relaciones entre dueños y bestias.

   En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a
quedarse sin la Cordera; un vecino de Carrió que le había rondado todo el día
ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho.

   El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca.
Antón; como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la
carretera, interrumpiendo el paso... Por fin, la codicia pudo más; el pico de los cincuenta
los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Antón, por
una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo
hasta su casa.
* * *

 —60→

   Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media
semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma
parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía
reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.

  El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda.
Había que pagar o quedarse en la calle.

   Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con
horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue
comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel
y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás
caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la
venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al
yugo.

 —61→

   «¡Se iba la vieja!» -pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.

   «Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela».
Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La
Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie
aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la
derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en
adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era
aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por otro el que les llevaba su
Cordera.

   El viernes, al obscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de
Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la
quintana la Cordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero
en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las
excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque —62→ las alabanzas de Antón eran
impertinentes. ¿Que daba la res tantos y tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el
yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a
chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva,
trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz...
Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho, recuerdo para ellos sentimental de la
Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de
espanto. En el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de
todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó
como en un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral obscuro. Los hijos siguieron
un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y
la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que
separarse. Antón, mal humorado, clamaba desde casa:
—63→

   -Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes! -Así gritaba de lejos el padre con
voz de lágrimas.

   Caía la noche; por la calleja obscura que hacían casi negra los altos setos, formando
casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no
quedó de ella más que el tin tan pausado de la esquila, desvanecido con la distancia,
entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.

   -¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mío alma!

   -¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno.

   -Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste,
resignado, entre los demás sonidos de la noche de Julio en la aldea...

 —64→

  Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao
Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos, triste; aquel día, el
Somonte sin la Cordera parecía el desierto.

   De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado,
en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos
cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.

   -¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.

   -¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que
volaba camino de Castilla.

  Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del
mundo:

   -La llevan al Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los curas... los
indianos.

   -¡Adiós, Cordera!

   -¡Adiós, Cordera!

   Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, —65→ el telégrafo, los símbolos de
aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas
soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares
de ricos glotones...

   -¡Adiós, Cordera!...

   -¡Adiós, Cordera!...
Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el Rey. Ardía la guerra
carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia
para declarar inútil a Pinín, que, por ser, era como un roble.

   Y una tarde triste de Octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del
tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la
máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida
por las ruedas, pudo ver un instante en un —66→ coche de tercera multitud de
cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo,
a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las
luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no
conocían.

    Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi
se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la
voz distinta de su hermano, que sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo
de dolor lejano:

   -¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera!

   -¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mío alma!...

   «Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca
para los glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de cañón para las locuras
del mundo, para las ambiciones ajenas».

    Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo al tren
perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido —67→ que repercutían los castaños,
las vegas y los peñascos...

   ¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte.

   -¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!

   Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los
alambres del telégrafo. ¡Oh! bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el
mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza
sobre el palo clavado tomó un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las
entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción
de lágrimas, de abandono, de soledad; de muerte.

   En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que
sollozaba por la vía adelante

   -¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!

Dos partes narrativas: los niños pierden a Cordera, la vaca-madre.

Años más tarde, Rosa pierde a su hermano.
Los dos finales se entrelazan para explicar cómo los aldeanos viven y mueren para
otros.

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Adios cordera. una explicación de técnicas realistas

  • 1. Vamos a abordar el tema de la narrativa realista comentando un relato de CLARÍN. ¡Adiós, Cordera! Eran tres: siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera. El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días —48→ y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped. Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; —49→ ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio. La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo del telégrafo, como lo que era para ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse.- Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.
  • 2. Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados —50→ de llindarla, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina.- ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter! Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía que hacer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca. «El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas, adelante... ¡todo eso estaba tan lejos!». Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó la sebe1 de —51→ lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera. En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que —52→ llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas. Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las penas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más obscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad sonadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados — 53→ cerca de la Cordera; que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blando son de perezosa esquila. En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, 1 .Cercado de estacas, clavadas en el suelo y entretejidas con ramas largas.
  • 3. la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zacala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pensados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla. Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura; y para otras cosas que ideaba la — 54→ fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo. En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás, la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino. En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el narvaso para estrar el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que la hacían más suave la —55→ miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación, y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego, y como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera: -Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí. Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan. Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella, sabía someter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la —56→ cabeza torcida, en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra. * * * Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no paso de ahí; antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la
  • 4. casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos aritos de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, —57→ había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia. «Cuidadla, es vuestro sustento», parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo. El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo, y allá, en el Somonte. Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había qué decir palabra a los neños. Un sábado de Julio, al ser de día, de mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. «Sin duda, mío pá la había llevado al xatu». No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos, —58→ acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo. Al obscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro. No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío el que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. «No se dirá, pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que vale». Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, —59→ que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias. En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera; un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho. El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón; como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso... Por fin, la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Antón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa.
  • 5. * * * —60→ Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio. El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle. Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo. —61→ «¡Se iba la vieja!» -pensaba con el alma destrozada Antón el huraño. «Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela». Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por otro el que les llevaba su Cordera. El viernes, al obscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque —62→ las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tantos y tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto. En el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como en un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral obscuro. Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, mal humorado, clamaba desde casa:
  • 6. —63→ -Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes! -Así gritaba de lejos el padre con voz de lágrimas. Caía la noche; por la calleja obscura que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tin tan pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas. -¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mío alma! -¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno. -Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de Julio en la aldea... —64→ Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos, triste; aquel día, el Somonte sin la Cordera parecía el desierto. De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces. -¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela. -¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla. Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo: -La llevan al Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los curas... los indianos. -¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Cordera! Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, —65→ el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones... -¡Adiós, Cordera!... -¡Adiós, Cordera!...
  • 7. Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el Rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín, que, por ser, era como un roble. Y una tarde triste de Octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un —66→ coche de tercera multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían. Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano: -¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mío alma!... «Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas». Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo al tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido —67→ que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos... ¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte. -¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera! Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh! bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado tomó un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad; de muerte. En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante -¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera! Dos partes narrativas: los niños pierden a Cordera, la vaca-madre. Años más tarde, Rosa pierde a su hermano.
  • 8. Los dos finales se entrelazan para explicar cómo los aldeanos viven y mueren para otros.