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9. LA ESPAÑA DEL Siglo XVII.


9.1. Los Austrias del siglo XVII. Gobierno de validos y conflictos internos.


       Los principales cargos de la administración eran los secretarios y los consejeros. Entre unos y
otros, se abrió paso el valido. Representa el intento de la nobleza por acaparar la dirección política
a expensas de los Consejos. Esta figura apareció por la apatía de los Austrias del s. XVII. Los validos
o privados no fueron simples secretarios de sangre azul, sino que dirigieron la máquina del Estado a
modo de primeros ministros o jefes de gobierno. Ambición de mando, alta categoría nobiliaria y
profunda amistad con el rey desde que fuera príncipe definieron a los validos. Más que funcionarios
servidores del rey, los validos fueron políticos en todo el sentido de la palabra, pues marcaron los
destinos de la Monarquía legitimados por la amistad y la confianza reales.
       La evolución política del s. XVII se encuadra en tres reinados, pero se explica casi mejor por la
sucesión y capacidades de los validos. Del reinado de Felipe III (1598-1621) destaca el duque de
Lerma, responsable del traslado de la corte a Valladolid (1601-6) dentro de una planificada política
viajera para el rey, que pretendía acercarle a sus posesiones y alejarle de influencias ajenas. Los
excesos de su poder y corrupción forzaron su retirada en 1618, no sin antes conseguir el capelo
cardenalicio, que le protegió en el proceso abierto contra él. Su propio hijo, el duque de Uceda,
encabezando el bando opositor a su padre, le sucedió en todos sus cargos, pero no llegó a ostentar un
poder tan absoluto. El acceso al trono de Felipe IV (1621-1665) precipitó su caída y el ascenso
imparable del que sería el más poderoso y representativo valido, el conde-duque de Olivares. Su
figura se agranda por comparación y porque presentó un programa de reformas para que la Monarquía
mantuviera el prestigio y la hegemonía dinástica en Europa. El fracaso de sus proyectos, unificadores y
centralistas, significó el final de esta hegemonía. Su impopularidad fue grande entre los grupos sociales
y los reinos que podían salir perjudicados por sus reformas (la Unión de Armas). Su principal
obstáculo fue querer compaginar sus dos objetivos de restauración en el interior y reputación en
el exterior: las reformas internas requerían un tiempo y una paz que no hubo. Le sucedió en el
valimiento (1643) su sobrino y enemigo político, el duque de Haro, cuyo ascendiente sobre el rey fue
menor. El reinado de Carlos II (1665-1700), caracterizado por la debilidad política de la Monarquía,
fue una sucesión de validos desde la minoría del rey -con el confesor de la reina, el padre Nithard,
como hombre fuerte- hasta el final: Valenzuela, don Juan José de Austria, el duque de Medinaceli,
el conde de Oropesa se sucedieron con desigual fortuna en las tareas de gobierno ante la nula
capacidad del monarca.
Del reinado de Felipe III la cuestión interna más destacada fue la expulsión de los moriscos en
1609-10. Sorprende que se decretara entonces y no en el reinado anterior -aparentemente más
oscurantista- con ocasión de la Guerra de las Alpujarras (1568-70). Entre los motivos se alude a un
intento de fortalecer la imagen de la Monarquía. En cualquier caso, la expulsión revela el fracaso de la
conversión y asimilación de los descendientes de musulmanes. La dureza del decreto de expulsión -sólo
tres días de plazo para abandonar sus hogares- contrasta con el de los judíos en 1492. Al odio
generalizado de las masas populares se unía la acusación de tratar con turcos y berberiscos, y aun con los
hugonotes o los ingleses. Muchos nobles de Aragón y Valencia que se beneficiaban de esta sumisa mano
de obra y que habían conseguido con sus argumentos económicos evitar la expulsión hasta entonces,
ahora no pudieron. Se calcula que salieron unas 300.000 personas (150.000 valencianos, 64.000
aragoneses, 40.000 andaluces). Hubo graves incidentes, extorsiones y vejámenes a los expulsos. La
mayor parte de ellos pasaron al norte de África, sufriendo más atropellos, una minoría marchó al sur de
Francia y algunos volvieron (en Murcia hubo que decretar una nueva expulsión en 1615). Las
divergencias religiosas quedaban en teoría absoluta y definitivamente liquidadas, pero desde el punto
de vista económico se agravó el problema agrario, especialmente en Valencia, ya muy dañada por la
peste. Los señores fueron compensados con la plena propiedad de las tierras abandonadas, pero muchos
pequeños rentistas, que percibían censos de las aljamas, se arruinaron.
       Los conflictos internos más graves se vivieron en el reinado de Felipe IV como consecuencia
de las directrices impulsadas por el conde-duque de Olivares. La confluencia de factores internos y
externos en torno a 1640 generaron una crisis cuyas consecuencias más relevantes fueron la rebelión de
Cataluña, y la rebelión y definitiva independencia de Portugal, pero también hubo alteraciones y
conspiraciones en Vizcaya (1632), Andalucía (1641 y 1647-52) y Aragón (1648), movidas ya no sólo
por fricciones territoriales, sino por resentimientos nobiliarios o con un carácter popular antifiscal que
demuestran el grado de descomposición política y social a que había llevado la política de Olivares.
       El reinado de Carlos II se inició con su minoría de edad y la regencia de Mariana de Austria bajo
privados de mediocres cualidades (padre Nithard y Fernando Valenzuela). Juan José de Austria desterró
a la regente y se convirtió en el hombre fuerte del país en los primeros años de la mayoría del rey; pero no
consiguió poner coto al despilfarro y la corrupción. La reina madre volvió y se reconcilió con su hijo,
pero ambos estaban sometidos a las camarillas e intrigas de Corte que colocaron en la privanza al duque
de Medinaceli y después al conde de Oropesa. Buena parte de las preocupaciones del reinado se centraron
en el problema sucesorio, dada la aparente fragilidad del monarca y su incapacidad de tener herederos
directos.
9.2. La crisis de 1640


        El conde-duque de Olivares pretendió recobrar el prestigio como potencia de la Monarquía
Hispánica, constituida por un conglomerado de entidades políticas cuya referencia de unidad era el
monarca. La idea de España existía más bien desde fuera de la Península. Desde dentro, la realidad
imponía una entidad tan plural que a menudo se hablaba del "rey de las Españas". Olivares tomó el
sometimiento de Castilla por modelo, pero el fracaso de sus reformas administrativas, constitucionales y
económicas hundieron su reputación y significaron la definitiva pérdida de la hegemonía española.
        Buscó racionalizar la administración potenciando las Juntas y los Secretarios en detrimento de
los Consejos. Pretendió aumentar los ingresos de la Corona con aportaciones proporcionales de los
súbditos más solventes, en especial de la nobleza, pero solo obtuvo un pequeño aumento. Pero la
propuesta más importante fue la Unión de Armas (1625) que consistía en crear un ejército de 140.000
hombres, reclutado y sufragado por los habitantes de las diferentes provincias que a cambio obtendrían
cargos y oportunidades. Sin embargo, las Cortes de Aragón y Valencia sólo aceptaron contribuir con
dinero y con las catalanas no hubo ningún acuerdo.
        En Cataluña los problemas comenzaron cuando Francia entró en la Guerra de los Treinta Años y
la guerra llegó allí. Diversos incidentes entre campesinos y los tercios desembocaron en una rebelión que
se extendió con un hecho culminante: el Corpus de Sang de junio de 1640 en Barcelona, donde un
motín acabó con la vida de los delegados reales y del propio virrey, conde de Santa Coloma. Olivares
envió un ejército y los catalanes se pusieron bajo la protección de Francia, aunque pronto comprobaron
que Luis XIII era aún menos respetuoso con sus fueros y que Cataluña sólo le interesaba como avanzada
militar y colonia económica. La guerra en Cataluña continuó hasta 1652, en que la decepción por la
actitud de Francia, el desgaste de la guerra y la peste condujeron a la rendición de Barcelona, volviéndose
a la situación anterior de respeto a los fueros.
        En Portugal en cambio si tuvo éxito el movimiento secesionista. Su entrada en la Monarquía
Hispánica era impopular y había traído más inconvenientes que ventajas. Hasta Olivares se habían
respetado sus instituciones, pero cuando sintieron las exigencias tributarias y militares de la Unión de
Armas se produjeron revueltas populares y las capas superiores de la sociedad propusieron al duque de
Braganza como candidato al trono. Aprovechando la distracción de fuerzas castellanas por los
acontecimientos de Cataluña, le proclamaron rey de Portugal el 1 de diciembre de 1640 con el nombre de
Juan IV y con el apoyo de las Cortes portuguesas, de Francia e Inglaterra. En 1656 le sucedió Alfonso
VI, apenas un muchacho, que contó con la energía y convicción de los portugueses, y sobre todo con el
apoyo francés. Las derrotas de Elvas (1659), Amegial (1663) y la definitiva de Villaviciosa (1665)
acabaron con las ilusiones de Felipe IV de reincorporar Portugal. El rey moría ese mismo año sin haber
reconocido su independencia, cosa que sucedió oficialmente en 1668 a cambio de la cesión de Ceuta.
9.3. El ocaso del Imperio español en Europa.


       Durante el siglo XVII continuaron prevaleciendo los intereses dinásticos, pero la situación
económica y política del país imposibilitaron el mantenimiento de esta política y permitieron que el
reinado de Felipe III fuera una época de paz al firmarse la Tregua de los Doce Años (1609-1621) con
los Países Bajos y mantener relaciones más pacíficas con Francia e Inglaterra. Pero con Felipe IV y
Olivares la tregua con los Países Bajos no se renovó, entrando en el bando de los Habsburgo dentro de la
Guerra de los Treinta Años (1618-48). En ella se enfrentaban dos concepciones de Europa: los
intereses de la Casa de Austria, defensora de la fe católica y de su preponderancia dinástica, y los países
protestantes y la católica Francia, que sostenían principios basados en el individualismo renacentista y
reformador, el racionalismo filosófico y político, y un incipiente nacionalismo que definía Europa como
una suma de estados soberanos independientes. La entrada de Francia en la guerra (1635) resultaría
determinante tanto para el interior peninsular como para llegar a la paz.
       La Paz de Westfalia (1648) sancionaba el final del sistema imperial cristiano y de la
hegemonía española. Ponía los derechos de la fuerza y de la razón de Estado por encima de las
relaciones entre los príncipes cristianos. La diplomacia y la política internacional se hacían más laicas. El
pretendido "equilibrio entre estados" encubría la hegemonía francesa, con el apoyo en el Báltico de su
aliado, Suecia. Se reconocía la independencia de las Provincias Unidas del Norte (Países Bajos),
quedando bajo el Rey de España las meridionales (Bélgica), que pudo así resistir los intentos de
absorción de Francia y Holanda. El Imperio Romano Germánico mantenía el título, pero desaparecía en
la práctica dividido en 354 soberanías, con Austria, Prusia y Baviera como principales poderes. España se
negó a negociar con Francia, por lo que la guerra entre ambas continuó hasta el Tratado de los Pirineos
(1659), donde ya sí se reconoció el orden europeo nacido en Westfalia. Mazarino en nombre de Luis
XIV, y Luis de Haro en el de Felipe IV, acordaron intercambiar territorios y plazas (entre otros el
Artois, el Rosellón y la Cerdaña para Francia), fijando la frontera natural pirenaica como una de las más
antiguas de Europa. Otra cláusula de importantes repercusiones futuras fue la que unía en matrimonio a
Luis XIV con Mª Teresa, hija de Felipe IV, que posibilitaría el acceso de los Borbones al trono español en
el siglo XVIII.
       Durante el reinado de Carlos II, la política exterior estuvo sometida a los afanes hegemónicos de
Luis XIV. Sólo la alianza con otros países detuvo el expansionismo francés. Las fronteras sufrieron
ligeros retoques. En conclusión, la Monarquía Hispánica pasó a ser una potencia de segundo orden en el
concierto europeo, lo que se ajustaba más a la realidad, y posibilitó un mayor interés por los asuntos
mediterráneos y atlánticos.
9.4. Evolución económica y social.


        En la primera mitad del siglo XVII se produjo una regresión demográfica motivada por la
trilogía hambre-peste-guerra, la expulsión de los moriscos y el saldo migratorio negativo (300.000
individuos partieron con destino a América). A partir de 1650 se observa una cierta recuperación, que se
produjo antes en la periferia mediterránea, a pesar de verse más afectada por las epidemias de peste, que
en Castilla.
        La coyuntura desfavorable empezó antes en lo económico que en lo político, aunque la política
hegemónica provocó serias dificultades económicas. Las ventas de la Corona (cargos públicos, tierras de
realengo, privilegios de villazgo, títulos nobiliarios...) y el aumento de la presión fiscal (creación de
nuevos impuestos, exigencias de donativos) no evitó las bancarrotas y el endeudamiento creciente que
promovió la mentalidad rentista (inversión en juros y censos que producían rentas más altas que las
agrarias y atraían el ahorro). En el campo se concentró la propiedad ("reseñorialización") y disminuyó la
cabaña merina; la producción artesanal, sobre todo la textil, disminuyó; el comercio interior se vio
perjudicado por la red viaria y la existencia de aduanas entre los reinos; el comercio americano había
pasado a manos de extranjeros y la piratería y el contrabando redujeron las cantidades de metales
preciosos llegadas a España. España se convirtió en una economía dependiente: suministradora de
metales preciosos pero mera intermediaria entre América y las nuevas potencias. Las reformas fiscales y
monetarias de elevados costes sociales frenaron la inflación y facilitaron la recuperación económica de
final de siglo, preludio de la expansión del XVIII.
        En cuanto a los grupos sociales, la nobleza, multiplicó su número y reforzó su posición con las
tierras enajenadas por la Corona. A la cabeza están los Grandes, jefes de las principales casas nobiliarias
que gozaban de grandes privilegios y obtenían los mejores puestos de la administración y la milicia. Más
próximos a las clases medias están los hidalgos y caballeros, algunos de ellos burgueses enriquecidos
que adquirían títulos de hidalguía para gozar de privilegios (exención de impuestos personales o no poder
ser presos por deudas). El clero, que permitía a los que alcanzaban mayor nivel cultural acceder a altos
puestos políticos y diplomáticos, estaba formado por el alto clero (obispos, abades), miembros de la
nobleza, y el bajo clero, formado por campesinos y miembros de los grupos intermedios de la sociedad.
En su conjunto la capacidad intelectual y moral del clero decayó. El Tercer Estado estaba formado por
los plebeyos, campesinos sometidos a impuestos de origen feudal, artesanos y menestrales; los
"medianos" (tenderos, abogados, funcionarios, maestros de los gremios y una minoría de campesinos
enriquecidos) que vivían en las ciudades, y los burgueses que tendían a emparentar con la nobleza o a
buscar el ennoblecimiento creando un grave vacío en el cuerpo que teóricamente debía de haber
impulsado la industria y el comercio. Por último un grupo de pícaros, vagabundos, en buena parte
extranjeros, que llevaban una vida libre y azarosa fundamentalmente en las ciudades importantes, donde
aumentó la delincuencia y las formas de vida marginal como refleja la literatura picaresca.


9.5. Esplendor cultural. El Siglo de Oro.


         Desde finales del siglo XVI fueron muchos los que percibieron la amenaza de decadencia
española y elaboraron informes para el rey, con la esperanza de obtener alguna recompensa, realizando
en la mayoría de las ocasiones simples propuestas o arbitrios para que la Hacienda obtuviera más
recursos; de ahí el nombre de arbitristas. Sin embargo, también hubo autores, como Sancho de
Moncada, que realizaron análisis más serios de la realidad española y señalaron los principales
problemas del país: la despoblación, el agotamiento económico de Castilla por la excesiva presión
fiscal, el enriquecimiento de los extranjeros y la pobreza de los españoles y el perjudicial aumento del
clero.
         Por otro lado, la sociedad estamental del siglo de Oro gusta de fiestas, recibimientos oficiales
y espectáculos urbanos donde los diferentes grupos sociales manifiestan sus modos de diversión y
lucen sus mejores galas. Ciudades como Madrid o Sevilla crecen en población, en número de
viviendas, conventos e iglesias. El bullicio urbano crece ante el mayor número de carruajes que
recorren sus calles; surgen barrios señoriales donde se asientan las residencias nobiliarias coexistiendo
con ricos burgueses o comerciantes y aumentan las calles de oficios donde los diferentes artífices
agrupan sus obradores respondiendo a las demandas de una amplia clientela. El Barroco es la época de
las capitales europeas: Madrid, Roma París, y Viena. En las dos primeras brillará una cultura
fundamentalmente religiosa y en las dos últimas una cultura más civil y cortesana
         Por lo que respecta a la cultura, el siglo XVII es el siglo del barroco. Durante mucho tiempo se
identificó lo barroco con lo deforme y exagerado en contraposición al ideal renacentista de orden y
equilibrio. En realidad, el barroco refleja la visión del mundo propia de una época de crisis general. En
síntesis, las características de la cultura barroca son las siguientes: exaltación del poder (autoridad
del rey, infalibilidad de la Iglesia católica), defensa del orden social establecido y mensajes sencillos
pero fastuosos para impactar y conmover a unas masas de escasa cultura.
         En la literatura, las corrientes y autores más importantes son:
    •    Miguel de Cervantes, autor de El Quijote, primera novela moderna.
    •    La novela picaresca, con obras como La vida del pícaro Guzmán de Alfarache, de Mateo
         Alemán, o La historia de la vida del buscón, de Quvedo.
    •    La poesía barroca, con autores como Góngora, Lope de Vega o Quevedo, y formas populares
         y otras más cultas y refinadas.
    •    El teatro barroco, donde destaca la obra de Lope de Vega, creador de la llamada comedia
         nacional, Tirso de Molina y Calderón de la Barca.
El arte barroco tiene sus precedentes en el espíritu de la Contrarreforma de la segunda mitad
del siglo XVI y se prolongó hasta la reacción neoclásica del siglo XVIII.
       La arquitectura barroca se caracteriza en principio por la sobriedad decorativa por influencia
de la obra de Herrera en El Escorial, pero la llegada de los Borbones provoca un exceso decorativo en
las últimas obras que se inspiran en el barroco francés. Versalles, sus fuentes y jardines sometidos a
esquemas geométricos son modelo de inspiración para los arquitectos del Palacio Real de Oriente
(Juvara y Sachetti) y La Granja de San Ildefonso (Ardemans y Sachetti). Esta residencia forma parte de
los llamados Reales Sitios hispanos: conjunto palaciego cuya naturaleza circundante sirve de descanso
y lugar de caza de la Monarquía.
       En síntesis, se caracteriza por dos cuestiones: en primer lugar, no se desarrollaron programas
urbanísticos de importancia ni grandes construcciones sino que se añadieron a los edificios existentes
fachadas, torres o sacristías en el nuevo estilo; en segundo lugar, se emplearon con frecuencia
materiales pobres que ocultaban su apariencia con pinturas y elementos decorativos. Las figuras más
destacadas son Juan Gómez de la Mora, autor de la Cárcel de la Corte (actual Ministerio de Exteriores),
la Plaza Mayor y el Ayuntamiento de Madrid, y José Benito Churriguera caracterizado por el efectismo
y la profusión decorativa (líneas quebradas, formas curvas y grandes columnas salomónicas).
       La escultura siguió las instrucciones del Concilio de Trento y se caracteriza por el predominio
de la imagen religiosa y el realismo para fomentar la devoción popular (empleo de la madera
policromada, ojos y lágrimas de cristal,etc.). En la escuela castellana sobresale Gregorio Fernández,
autor de tipos iconográficos muy imitados como el Cristo yacente, el crucificado, la Piedad, etc., de
gran dramatismo y detalles de fuerte impacto (policromía, llagas, magulladuras). En la escuela
andaluza se busca una belleza más amable y serena, idealizada, con figuras femeninas (vírgenes y
santas) o infantiles (Jesús y san Juan de niños). Destacan allí Martínez Montañés y Alonso Cano.
       La pintura barroca, quizá la manifestación artística más significativa, se caracteriza por una
temática casi exclusivamente religiosa, una representación realista de los temas, escenas dotadas de
gran movimiento, figuras de gestos y actitudes teatrales y una luz de tipo focal, como la de los teatros,
que ilumina mucho unas partes del cuadro y deja otras en la oscuridad para resaltar los elementos más
importantes. Los autores más importantes son José de Ribera, El Españoleto, Francisco de
Zurbarán, pintor de apacibles ambientes monacales y de magníficos bodegones, y Diego Rodríguez
de Silva Velázquez, el más importante de todos por su dominio de la perspectiva aérea y el color.
Entre sus obras destacan El aguador de Sevilla, la Vieja friendo huevos, Los borrachos, La rendición
de Breda y las Meninas. Por último está Bartolomé Esteban Murillo, pintor de la delicadeza y la
gracia femenina e infantil, con colores ricos en tonalidades doradas como La Inmaculada, la Virgen del
Rosario y Los Niños de la concha.

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  • 1. 9. LA ESPAÑA DEL Siglo XVII. 9.1. Los Austrias del siglo XVII. Gobierno de validos y conflictos internos. Los principales cargos de la administración eran los secretarios y los consejeros. Entre unos y otros, se abrió paso el valido. Representa el intento de la nobleza por acaparar la dirección política a expensas de los Consejos. Esta figura apareció por la apatía de los Austrias del s. XVII. Los validos o privados no fueron simples secretarios de sangre azul, sino que dirigieron la máquina del Estado a modo de primeros ministros o jefes de gobierno. Ambición de mando, alta categoría nobiliaria y profunda amistad con el rey desde que fuera príncipe definieron a los validos. Más que funcionarios servidores del rey, los validos fueron políticos en todo el sentido de la palabra, pues marcaron los destinos de la Monarquía legitimados por la amistad y la confianza reales. La evolución política del s. XVII se encuadra en tres reinados, pero se explica casi mejor por la sucesión y capacidades de los validos. Del reinado de Felipe III (1598-1621) destaca el duque de Lerma, responsable del traslado de la corte a Valladolid (1601-6) dentro de una planificada política viajera para el rey, que pretendía acercarle a sus posesiones y alejarle de influencias ajenas. Los excesos de su poder y corrupción forzaron su retirada en 1618, no sin antes conseguir el capelo cardenalicio, que le protegió en el proceso abierto contra él. Su propio hijo, el duque de Uceda, encabezando el bando opositor a su padre, le sucedió en todos sus cargos, pero no llegó a ostentar un poder tan absoluto. El acceso al trono de Felipe IV (1621-1665) precipitó su caída y el ascenso imparable del que sería el más poderoso y representativo valido, el conde-duque de Olivares. Su figura se agranda por comparación y porque presentó un programa de reformas para que la Monarquía mantuviera el prestigio y la hegemonía dinástica en Europa. El fracaso de sus proyectos, unificadores y centralistas, significó el final de esta hegemonía. Su impopularidad fue grande entre los grupos sociales y los reinos que podían salir perjudicados por sus reformas (la Unión de Armas). Su principal obstáculo fue querer compaginar sus dos objetivos de restauración en el interior y reputación en el exterior: las reformas internas requerían un tiempo y una paz que no hubo. Le sucedió en el valimiento (1643) su sobrino y enemigo político, el duque de Haro, cuyo ascendiente sobre el rey fue menor. El reinado de Carlos II (1665-1700), caracterizado por la debilidad política de la Monarquía, fue una sucesión de validos desde la minoría del rey -con el confesor de la reina, el padre Nithard, como hombre fuerte- hasta el final: Valenzuela, don Juan José de Austria, el duque de Medinaceli, el conde de Oropesa se sucedieron con desigual fortuna en las tareas de gobierno ante la nula capacidad del monarca.
  • 2. Del reinado de Felipe III la cuestión interna más destacada fue la expulsión de los moriscos en 1609-10. Sorprende que se decretara entonces y no en el reinado anterior -aparentemente más oscurantista- con ocasión de la Guerra de las Alpujarras (1568-70). Entre los motivos se alude a un intento de fortalecer la imagen de la Monarquía. En cualquier caso, la expulsión revela el fracaso de la conversión y asimilación de los descendientes de musulmanes. La dureza del decreto de expulsión -sólo tres días de plazo para abandonar sus hogares- contrasta con el de los judíos en 1492. Al odio generalizado de las masas populares se unía la acusación de tratar con turcos y berberiscos, y aun con los hugonotes o los ingleses. Muchos nobles de Aragón y Valencia que se beneficiaban de esta sumisa mano de obra y que habían conseguido con sus argumentos económicos evitar la expulsión hasta entonces, ahora no pudieron. Se calcula que salieron unas 300.000 personas (150.000 valencianos, 64.000 aragoneses, 40.000 andaluces). Hubo graves incidentes, extorsiones y vejámenes a los expulsos. La mayor parte de ellos pasaron al norte de África, sufriendo más atropellos, una minoría marchó al sur de Francia y algunos volvieron (en Murcia hubo que decretar una nueva expulsión en 1615). Las divergencias religiosas quedaban en teoría absoluta y definitivamente liquidadas, pero desde el punto de vista económico se agravó el problema agrario, especialmente en Valencia, ya muy dañada por la peste. Los señores fueron compensados con la plena propiedad de las tierras abandonadas, pero muchos pequeños rentistas, que percibían censos de las aljamas, se arruinaron. Los conflictos internos más graves se vivieron en el reinado de Felipe IV como consecuencia de las directrices impulsadas por el conde-duque de Olivares. La confluencia de factores internos y externos en torno a 1640 generaron una crisis cuyas consecuencias más relevantes fueron la rebelión de Cataluña, y la rebelión y definitiva independencia de Portugal, pero también hubo alteraciones y conspiraciones en Vizcaya (1632), Andalucía (1641 y 1647-52) y Aragón (1648), movidas ya no sólo por fricciones territoriales, sino por resentimientos nobiliarios o con un carácter popular antifiscal que demuestran el grado de descomposición política y social a que había llevado la política de Olivares. El reinado de Carlos II se inició con su minoría de edad y la regencia de Mariana de Austria bajo privados de mediocres cualidades (padre Nithard y Fernando Valenzuela). Juan José de Austria desterró a la regente y se convirtió en el hombre fuerte del país en los primeros años de la mayoría del rey; pero no consiguió poner coto al despilfarro y la corrupción. La reina madre volvió y se reconcilió con su hijo, pero ambos estaban sometidos a las camarillas e intrigas de Corte que colocaron en la privanza al duque de Medinaceli y después al conde de Oropesa. Buena parte de las preocupaciones del reinado se centraron en el problema sucesorio, dada la aparente fragilidad del monarca y su incapacidad de tener herederos directos.
  • 3. 9.2. La crisis de 1640 El conde-duque de Olivares pretendió recobrar el prestigio como potencia de la Monarquía Hispánica, constituida por un conglomerado de entidades políticas cuya referencia de unidad era el monarca. La idea de España existía más bien desde fuera de la Península. Desde dentro, la realidad imponía una entidad tan plural que a menudo se hablaba del "rey de las Españas". Olivares tomó el sometimiento de Castilla por modelo, pero el fracaso de sus reformas administrativas, constitucionales y económicas hundieron su reputación y significaron la definitiva pérdida de la hegemonía española. Buscó racionalizar la administración potenciando las Juntas y los Secretarios en detrimento de los Consejos. Pretendió aumentar los ingresos de la Corona con aportaciones proporcionales de los súbditos más solventes, en especial de la nobleza, pero solo obtuvo un pequeño aumento. Pero la propuesta más importante fue la Unión de Armas (1625) que consistía en crear un ejército de 140.000 hombres, reclutado y sufragado por los habitantes de las diferentes provincias que a cambio obtendrían cargos y oportunidades. Sin embargo, las Cortes de Aragón y Valencia sólo aceptaron contribuir con dinero y con las catalanas no hubo ningún acuerdo. En Cataluña los problemas comenzaron cuando Francia entró en la Guerra de los Treinta Años y la guerra llegó allí. Diversos incidentes entre campesinos y los tercios desembocaron en una rebelión que se extendió con un hecho culminante: el Corpus de Sang de junio de 1640 en Barcelona, donde un motín acabó con la vida de los delegados reales y del propio virrey, conde de Santa Coloma. Olivares envió un ejército y los catalanes se pusieron bajo la protección de Francia, aunque pronto comprobaron que Luis XIII era aún menos respetuoso con sus fueros y que Cataluña sólo le interesaba como avanzada militar y colonia económica. La guerra en Cataluña continuó hasta 1652, en que la decepción por la actitud de Francia, el desgaste de la guerra y la peste condujeron a la rendición de Barcelona, volviéndose a la situación anterior de respeto a los fueros. En Portugal en cambio si tuvo éxito el movimiento secesionista. Su entrada en la Monarquía Hispánica era impopular y había traído más inconvenientes que ventajas. Hasta Olivares se habían respetado sus instituciones, pero cuando sintieron las exigencias tributarias y militares de la Unión de Armas se produjeron revueltas populares y las capas superiores de la sociedad propusieron al duque de Braganza como candidato al trono. Aprovechando la distracción de fuerzas castellanas por los acontecimientos de Cataluña, le proclamaron rey de Portugal el 1 de diciembre de 1640 con el nombre de Juan IV y con el apoyo de las Cortes portuguesas, de Francia e Inglaterra. En 1656 le sucedió Alfonso VI, apenas un muchacho, que contó con la energía y convicción de los portugueses, y sobre todo con el apoyo francés. Las derrotas de Elvas (1659), Amegial (1663) y la definitiva de Villaviciosa (1665) acabaron con las ilusiones de Felipe IV de reincorporar Portugal. El rey moría ese mismo año sin haber reconocido su independencia, cosa que sucedió oficialmente en 1668 a cambio de la cesión de Ceuta.
  • 4. 9.3. El ocaso del Imperio español en Europa. Durante el siglo XVII continuaron prevaleciendo los intereses dinásticos, pero la situación económica y política del país imposibilitaron el mantenimiento de esta política y permitieron que el reinado de Felipe III fuera una época de paz al firmarse la Tregua de los Doce Años (1609-1621) con los Países Bajos y mantener relaciones más pacíficas con Francia e Inglaterra. Pero con Felipe IV y Olivares la tregua con los Países Bajos no se renovó, entrando en el bando de los Habsburgo dentro de la Guerra de los Treinta Años (1618-48). En ella se enfrentaban dos concepciones de Europa: los intereses de la Casa de Austria, defensora de la fe católica y de su preponderancia dinástica, y los países protestantes y la católica Francia, que sostenían principios basados en el individualismo renacentista y reformador, el racionalismo filosófico y político, y un incipiente nacionalismo que definía Europa como una suma de estados soberanos independientes. La entrada de Francia en la guerra (1635) resultaría determinante tanto para el interior peninsular como para llegar a la paz. La Paz de Westfalia (1648) sancionaba el final del sistema imperial cristiano y de la hegemonía española. Ponía los derechos de la fuerza y de la razón de Estado por encima de las relaciones entre los príncipes cristianos. La diplomacia y la política internacional se hacían más laicas. El pretendido "equilibrio entre estados" encubría la hegemonía francesa, con el apoyo en el Báltico de su aliado, Suecia. Se reconocía la independencia de las Provincias Unidas del Norte (Países Bajos), quedando bajo el Rey de España las meridionales (Bélgica), que pudo así resistir los intentos de absorción de Francia y Holanda. El Imperio Romano Germánico mantenía el título, pero desaparecía en la práctica dividido en 354 soberanías, con Austria, Prusia y Baviera como principales poderes. España se negó a negociar con Francia, por lo que la guerra entre ambas continuó hasta el Tratado de los Pirineos (1659), donde ya sí se reconoció el orden europeo nacido en Westfalia. Mazarino en nombre de Luis XIV, y Luis de Haro en el de Felipe IV, acordaron intercambiar territorios y plazas (entre otros el Artois, el Rosellón y la Cerdaña para Francia), fijando la frontera natural pirenaica como una de las más antiguas de Europa. Otra cláusula de importantes repercusiones futuras fue la que unía en matrimonio a Luis XIV con Mª Teresa, hija de Felipe IV, que posibilitaría el acceso de los Borbones al trono español en el siglo XVIII. Durante el reinado de Carlos II, la política exterior estuvo sometida a los afanes hegemónicos de Luis XIV. Sólo la alianza con otros países detuvo el expansionismo francés. Las fronteras sufrieron ligeros retoques. En conclusión, la Monarquía Hispánica pasó a ser una potencia de segundo orden en el concierto europeo, lo que se ajustaba más a la realidad, y posibilitó un mayor interés por los asuntos mediterráneos y atlánticos.
  • 5. 9.4. Evolución económica y social. En la primera mitad del siglo XVII se produjo una regresión demográfica motivada por la trilogía hambre-peste-guerra, la expulsión de los moriscos y el saldo migratorio negativo (300.000 individuos partieron con destino a América). A partir de 1650 se observa una cierta recuperación, que se produjo antes en la periferia mediterránea, a pesar de verse más afectada por las epidemias de peste, que en Castilla. La coyuntura desfavorable empezó antes en lo económico que en lo político, aunque la política hegemónica provocó serias dificultades económicas. Las ventas de la Corona (cargos públicos, tierras de realengo, privilegios de villazgo, títulos nobiliarios...) y el aumento de la presión fiscal (creación de nuevos impuestos, exigencias de donativos) no evitó las bancarrotas y el endeudamiento creciente que promovió la mentalidad rentista (inversión en juros y censos que producían rentas más altas que las agrarias y atraían el ahorro). En el campo se concentró la propiedad ("reseñorialización") y disminuyó la cabaña merina; la producción artesanal, sobre todo la textil, disminuyó; el comercio interior se vio perjudicado por la red viaria y la existencia de aduanas entre los reinos; el comercio americano había pasado a manos de extranjeros y la piratería y el contrabando redujeron las cantidades de metales preciosos llegadas a España. España se convirtió en una economía dependiente: suministradora de metales preciosos pero mera intermediaria entre América y las nuevas potencias. Las reformas fiscales y monetarias de elevados costes sociales frenaron la inflación y facilitaron la recuperación económica de final de siglo, preludio de la expansión del XVIII. En cuanto a los grupos sociales, la nobleza, multiplicó su número y reforzó su posición con las tierras enajenadas por la Corona. A la cabeza están los Grandes, jefes de las principales casas nobiliarias que gozaban de grandes privilegios y obtenían los mejores puestos de la administración y la milicia. Más próximos a las clases medias están los hidalgos y caballeros, algunos de ellos burgueses enriquecidos que adquirían títulos de hidalguía para gozar de privilegios (exención de impuestos personales o no poder ser presos por deudas). El clero, que permitía a los que alcanzaban mayor nivel cultural acceder a altos puestos políticos y diplomáticos, estaba formado por el alto clero (obispos, abades), miembros de la nobleza, y el bajo clero, formado por campesinos y miembros de los grupos intermedios de la sociedad. En su conjunto la capacidad intelectual y moral del clero decayó. El Tercer Estado estaba formado por los plebeyos, campesinos sometidos a impuestos de origen feudal, artesanos y menestrales; los "medianos" (tenderos, abogados, funcionarios, maestros de los gremios y una minoría de campesinos enriquecidos) que vivían en las ciudades, y los burgueses que tendían a emparentar con la nobleza o a buscar el ennoblecimiento creando un grave vacío en el cuerpo que teóricamente debía de haber impulsado la industria y el comercio. Por último un grupo de pícaros, vagabundos, en buena parte
  • 6. extranjeros, que llevaban una vida libre y azarosa fundamentalmente en las ciudades importantes, donde aumentó la delincuencia y las formas de vida marginal como refleja la literatura picaresca. 9.5. Esplendor cultural. El Siglo de Oro. Desde finales del siglo XVI fueron muchos los que percibieron la amenaza de decadencia española y elaboraron informes para el rey, con la esperanza de obtener alguna recompensa, realizando en la mayoría de las ocasiones simples propuestas o arbitrios para que la Hacienda obtuviera más recursos; de ahí el nombre de arbitristas. Sin embargo, también hubo autores, como Sancho de Moncada, que realizaron análisis más serios de la realidad española y señalaron los principales problemas del país: la despoblación, el agotamiento económico de Castilla por la excesiva presión fiscal, el enriquecimiento de los extranjeros y la pobreza de los españoles y el perjudicial aumento del clero. Por otro lado, la sociedad estamental del siglo de Oro gusta de fiestas, recibimientos oficiales y espectáculos urbanos donde los diferentes grupos sociales manifiestan sus modos de diversión y lucen sus mejores galas. Ciudades como Madrid o Sevilla crecen en población, en número de viviendas, conventos e iglesias. El bullicio urbano crece ante el mayor número de carruajes que recorren sus calles; surgen barrios señoriales donde se asientan las residencias nobiliarias coexistiendo con ricos burgueses o comerciantes y aumentan las calles de oficios donde los diferentes artífices agrupan sus obradores respondiendo a las demandas de una amplia clientela. El Barroco es la época de las capitales europeas: Madrid, Roma París, y Viena. En las dos primeras brillará una cultura fundamentalmente religiosa y en las dos últimas una cultura más civil y cortesana Por lo que respecta a la cultura, el siglo XVII es el siglo del barroco. Durante mucho tiempo se identificó lo barroco con lo deforme y exagerado en contraposición al ideal renacentista de orden y equilibrio. En realidad, el barroco refleja la visión del mundo propia de una época de crisis general. En síntesis, las características de la cultura barroca son las siguientes: exaltación del poder (autoridad del rey, infalibilidad de la Iglesia católica), defensa del orden social establecido y mensajes sencillos pero fastuosos para impactar y conmover a unas masas de escasa cultura. En la literatura, las corrientes y autores más importantes son: • Miguel de Cervantes, autor de El Quijote, primera novela moderna. • La novela picaresca, con obras como La vida del pícaro Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, o La historia de la vida del buscón, de Quvedo. • La poesía barroca, con autores como Góngora, Lope de Vega o Quevedo, y formas populares y otras más cultas y refinadas. • El teatro barroco, donde destaca la obra de Lope de Vega, creador de la llamada comedia nacional, Tirso de Molina y Calderón de la Barca.
  • 7. El arte barroco tiene sus precedentes en el espíritu de la Contrarreforma de la segunda mitad del siglo XVI y se prolongó hasta la reacción neoclásica del siglo XVIII. La arquitectura barroca se caracteriza en principio por la sobriedad decorativa por influencia de la obra de Herrera en El Escorial, pero la llegada de los Borbones provoca un exceso decorativo en las últimas obras que se inspiran en el barroco francés. Versalles, sus fuentes y jardines sometidos a esquemas geométricos son modelo de inspiración para los arquitectos del Palacio Real de Oriente (Juvara y Sachetti) y La Granja de San Ildefonso (Ardemans y Sachetti). Esta residencia forma parte de los llamados Reales Sitios hispanos: conjunto palaciego cuya naturaleza circundante sirve de descanso y lugar de caza de la Monarquía. En síntesis, se caracteriza por dos cuestiones: en primer lugar, no se desarrollaron programas urbanísticos de importancia ni grandes construcciones sino que se añadieron a los edificios existentes fachadas, torres o sacristías en el nuevo estilo; en segundo lugar, se emplearon con frecuencia materiales pobres que ocultaban su apariencia con pinturas y elementos decorativos. Las figuras más destacadas son Juan Gómez de la Mora, autor de la Cárcel de la Corte (actual Ministerio de Exteriores), la Plaza Mayor y el Ayuntamiento de Madrid, y José Benito Churriguera caracterizado por el efectismo y la profusión decorativa (líneas quebradas, formas curvas y grandes columnas salomónicas). La escultura siguió las instrucciones del Concilio de Trento y se caracteriza por el predominio de la imagen religiosa y el realismo para fomentar la devoción popular (empleo de la madera policromada, ojos y lágrimas de cristal,etc.). En la escuela castellana sobresale Gregorio Fernández, autor de tipos iconográficos muy imitados como el Cristo yacente, el crucificado, la Piedad, etc., de gran dramatismo y detalles de fuerte impacto (policromía, llagas, magulladuras). En la escuela andaluza se busca una belleza más amable y serena, idealizada, con figuras femeninas (vírgenes y santas) o infantiles (Jesús y san Juan de niños). Destacan allí Martínez Montañés y Alonso Cano. La pintura barroca, quizá la manifestación artística más significativa, se caracteriza por una temática casi exclusivamente religiosa, una representación realista de los temas, escenas dotadas de gran movimiento, figuras de gestos y actitudes teatrales y una luz de tipo focal, como la de los teatros, que ilumina mucho unas partes del cuadro y deja otras en la oscuridad para resaltar los elementos más importantes. Los autores más importantes son José de Ribera, El Españoleto, Francisco de Zurbarán, pintor de apacibles ambientes monacales y de magníficos bodegones, y Diego Rodríguez de Silva Velázquez, el más importante de todos por su dominio de la perspectiva aérea y el color. Entre sus obras destacan El aguador de Sevilla, la Vieja friendo huevos, Los borrachos, La rendición de Breda y las Meninas. Por último está Bartolomé Esteban Murillo, pintor de la delicadeza y la gracia femenina e infantil, con colores ricos en tonalidades doradas como La Inmaculada, la Virgen del Rosario y Los Niños de la concha.