La Religión y el Mundo Actual de Federico Salvador Ramón – 15 – España resiste

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Huelga del Sindicato del Transporte
Organiza la CNT valenciana en respuesta a la suspensión de las garantías constitucionales decretada en
marzo de 1919 por el presidente del Consejo de Ministros, conde de Romanones.
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2016 Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado (Edición).
Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña
La Religión y el Mundo Actual. 15. España resiste. Federico Salvador Ramón
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Edición preparada con ocasión del proceso de beatificación del Padre Fundador de las Esclavas de La
Inmaculada Niña.
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La religión
y el
mundo actual
- 15 -
España resiste
Federico Salvador Ramón
Publicado en la revista mariana Esclava y Reina
Septiembre/19 a Enero/21
Instinción (Almería) y Guadix (Granada) – España
1919 a1921
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Edición actualizada por
María Dolores Mira Gómez de Mercado
Antonio García Megía

Esta serie de documentos recopila los artículos que Federico Salvado Ramón, bajo
el seudónimo de «Mirasol», publica en la sección “Apuntes Sociales”, con subtítulo
genérico La Religión y el Mundo Actual, de forma casi ininterrumpida en la revista
Esclava y Reina de la Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña, desde su segundo
número aparecido en febrero de 1917.
Con la intención pedagógica que caracteriza toda su producción escrita, el padre
Federico observa, analiza y comenta desde un punto de vista católico, apostólico, romano
y de esclavo militante, los matices y perspectivas que se suceden en los ámbitos
filosófico, social, cultural, histórico, político, y por supuesto, religioso, durante la
turbulenta transición que supone el cambio de centuria, cuyo impacto se extiende hasta el
segundo cuarto del siglo XX.
Se trata de una época de mentalidades en conflicto que concluyen con el trágico
estallido de la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias posteriores.
Los ejes nucleares del cambio de mentalidad afectan a campos tan diversos como
la relatividad y la operatividad de los conocimientos, el problema de los valores, las
relaciones entre ciencia, filosofía —desde el entendimiento de que la opción que cada
intelectual escoge —ya sea desde el pensamiento conceptualista, ya desde el
irracionalismo y desde la reivindicación de la «experiencia y la intuición de la
inmediatez», que siempre implica elecciones éticas y políticas a veces abiertamente
contrapuestas.
El mundo en los albores del siglo XX se enfrenta a la remoción de los fundamentos
del saber en las ciencias y en la cultura filosófica. En las décadas finales del siglo XIX y
en los inicios del siglo XX, entra en crisis el modelo positivista de cientificidad y la
prevalencia de la razón y la ciencia que habían constituido la base de los grandes sistemas
del siglo XIX. El racionalismo tradicional se ve amenazado por la irrupción imparable de
los sistemas irracionalistas de Nietzsche, Bergson o Freud.

Desde las últimas décadas del mil ochocientos y hasta la Primera Guerra Mundial,
sobre todo en Francia y en Alemania, la certeza positivista comienza a sufrir un intenso
proceso de erosión por las expansión de las posiciones irracionalista ya citadas y por la
transformación interna del propio positivismo, en el sentido de una mayor conciencia
crítica sobre las posibilidades, los límites y los métodos del saber científico, tal como se
manifiesta en la postulación sobre la fenomenología de Edmund Husserl.
Este decurso acelera el proceso de modernización emprendida por la burguesía
liberal hacia el capitalismo financiero que se aleja del capitalismo industrial alumbrado
en el siglo XVIII.
A ello se suman las transformaciones culturales sobrevenidas por las políticas de
expansión imperialista y colonial de las grandes potencias, exclusivamente europeas hasta
los inicios del siglo XX, a las que habrán de sumarse desde inicios de la centuria, los
Estados Unidos norteamericanos y el Imperio de Japón que sale fortalecido tras derrotar
al coloso Ruso en la guerra por el dominio de los territorios de Manchuria.
Este es el contexto en que se desarrolla la vida del padre Federico Salvador
Ramón, y, como queda dicho, esta su postura al respecto.
MaríaDoloresMirayGómezdeMercado
Antonio GarcíaMegía

LA RELIGIÓN Y EL MUNDO ACTUAL – ESPAÑA RESISTE
FEDERICO SALVADOR RAMÓN
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La religión y el mundo actual
- 15 -
Apuntes Sociales
España resiste
Fuertes son las oleadas de anarquismo que azotan los más sólidos fundamentos de
las sociedades todas.
Tan rudo es el constante zarandearse de las naciones que mucho será no verlas a
todas desgranarse como mazorca de maíz y rodar disgregadas por los senderos de la
destrucción, hasta que, al cabo, el violento golpear de unos granos con otros los muela, y
las lágrimas y la sangre conviertan la harina en masa y al fin vuelvan los anárquicos
elementos a conglutinarse y a disponerse en orden en fuerza de la obediencia moderadora
universal de todos los extravíos morales.
La semilla de rebelión, arrojada a la tierra del corazón humano por el
Protestantismo, da, al parecer, sus últimos y más envenenados frutos, y los pueblos que
se han alimentado especialmente de ellos, sienten, como corroídas sus entrañas por ellos
mismos, como la carcoma inevitable gangrena al cuerpo de que se apodera.
Y por este motivo es hoy, a todas luces, evidente cómo las naciones protestantes
son las que caen bajo la suicida segur de su propia falsa civilización.
Inglaterra y Alemania, principalmente, fueron las encendedoras de la hoguera que
aun alumbra con siniestros resplandores al mundo y lo alumbrará por muchos lustros, que
no se apagan tan pronto las teas incendiarias de los cuatro años de guerra pasados.

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Quiera el Señor en su divina providencia seguir librándonos de caer en esos
incendios de la ambición humana, avivados por el vehemente soplo de los corazones que
perdieron el rumbo del cielo, porquese les escondieron los derroteros de la vida
sobrenatural.
Nuestra España, la gran enemiga de esa civilización que hizo de los comerciantes
los grandes señores del mundo, nuestra España, que, por más que a la superficie aparezca
otra cosa tiene, y guarda siempre en su alma de gigante, horror a cuanto empequeñece y
rebaja al hombre ante las criaturas visibles de las cuales él es señor y rey, nunca se dejará
arrastrar en masa por las leyes de la avaricia imperante y por el despotismo de los grandes
ni de los pequeños, aunque por el exceso del número se impongan. Podrá ser un aluvión
en nuestra patria, un ciclón devastador, violento y, por lo mismo, fugaz.
Sí, pasajero será el tiempo que aquí llamamos de las izquierdas y que ya va
tomando tintes de sindicalista y que no tardaremos en reconocer como eminentemente
anárquico. Es muy halagüeña la ola que invade al proletariado para que, éste, se deje
convencer antes de haber gustado las delicias que le ofrece el socialismo anticristiano y
ateo, de que no lo ha de saborear.
Poseer, mandar y gozar. Son tres fuerzas humanas que sólo con los grandes
esfuerzos del sacrificio sobrenatural pueden contrarrestarse, y hoy no hay enfrente del
obrerismo sin Dios otra fuerza inspirada en la ley divina y, por ende, con energías para
imponerse los propios sacrificios que la lucha social exige.
La disputa está trabada entre dos seres que aspiran a la posesión de la tierra sin
más limitación que el derecho del más fuerte. Y en este palenque, el primer triunfo será
indudablemente del más poderoso en lo humano.
Entre ambos contendientes está la Iglesia Católica, única moderadora en todos los
combates e inspiradora de los más heroicos sacrificios. Ella se levantará un día con sus
hombres abnegados y despreciadores de todo lo terreno, con sus almas sacrificadas y con
sus espíritus sumisos como el humilde esclavo de Belén, y ella conducirá de nuevo al
mundo a los senderos de la verdadera civilización.
Y entonces tendremos la más firme esperanza que nuestra España embrazará de
nuevo la rodela bruñidísima de su fe inquebrantable y dará al mundo el espectáculo
asombroso de mostrar los perfectos ejemplares de la vida de justicia cristiana entre los
hombres.
Es verdad, nadie puede dudarlo. De ello han dado testimonio público y solemne
los más altos representantes de la Justicia humana en nuestra patria. Es verdad que la
Justicia está relajada, corrompida, pero no es poco adelantar para curar a un enfermo que
los médicos conozcan las dolencias del paciente.
Habrá, sin duda, quien trate de sacar todo el partido posible de ese estado morboso,
pero es cierto que no faltarán buenos hijos de esta noble España que se apresten a luchar

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con todo denuedo cuando sea llegada la hora de hacer triunfar la verdadera justicia sobre
todas las arbitrarias tiranías.
Sabemos los españoles de luengos siglos que la injusticia es el patrimonio de los
humanos, pero también aprendimos que mirando al cielo, y aprendiendo en él, se corrigen
todas las injusticias de los hombres.
Que hoy triunfan los criminales, que hoy medran los grandes y pequeños
vividores, que hoy amenaza la fuerza bruta con grandes probabilidades de éxito a la fuerza
moral de la razón y del derecho, que, en efecto, triunfará todo eso es cierto, pero no lo es
menos que, en esta católica tierra, todas esas sociales injusticias que nos importaron los
acatólicos serán borradas al soplo vivificante de la fe de Cristo, de que vive solamente el
verdadero justo, abanderado de la eterna paz.
Pero, ¡qué difícil es hablar de las circunstancias de España con relación a su estado
religioso, y qué aventurado hacer pronósticos acerca de su porvenir!
Los que por dicha nuestra, que nunca agradeceremos bastante a la divina
misericordia, militamos bajo la bandera del sumo Capitán Cristo Jesús, no sé si llegamos
a formarnos idea exacta del estado de glacial indiferencia práctica en que viven las
sociedades constitutivas del pueblo español.
Es verdad que hay templos, especialmente los dirigidos por las congregaciones
religiosas, en donde se contemplan, a las veces, verdaderos asombrosos espectáculos de
la piedad en acción, pero también lo es que ese religioso aparato háyase inficionado de
miles espíritus no tan sinceramente cristianos como fueron de desear.
Así y todo, y sirvan estas palabras de testimonio de que no tratamos de censurar
ni a directores ni a dirigidos, ni siquiera indicar, de estos defectos, los remedios que suelen
ser claramente conocidos tanto a unos como a otros. Ojalá, decimos, hubiera muchos más
de estos focos de prácticas religiosas, de numerosas comuniones diarias y de caridad para
el prójimo, manifestada en el ejercicio de todas las obras de misericordia con más o menos
abundancia.
Empero, aun aceptando que tales manifestaciones de la fe católica fueran
realizadas con el más amplio y más fervoroso espíritu, ¿serían bastante a satisfacer a los
padres y maestros de la fe, a los Prelados de la Iglesia Católica en España?
No dudamos en afirmar que no.
Aparte la consideración de que el celo de nuestros Pastores en la fe no se verá
satisfecho nunca por mucho que sea el acrecentamiento de ella en las almas de los fieles,
ni aun relativamente puede sentirse satisfecho el celo pastoral de nuestros obispos
sabiendo, como saben, que hoy la inmensa mayoría de sus diocesanos no cumplen con
los más perentorios preceptos de la Iglesia de oír la Santa Misa los domingos, y los días
de fiesta, y Comulgar, a lo menos, una vez al año.
No puede caber la menor duda, los hechos son, por desgracia, harto elocuentes.

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La que empezó por ser huida del templo, por cierto espíritu de impiedad que
trascendía de los Pirineos, la indiferencia que se aumentó en el corazón de todos por el
que dirán nacido en el corazón, más ignorante quizás que cobarde, de nuestro pueblo
ilustrado, esa indiferencia que se acrecentó merced a una época de verdadera persecución
a la Iglesia, en la cual el sacerdote ni estaba preparado en España ni podía prepararse de
momento, con la prontitud y extensión que la enfermedad requería, esa indiferencia
acuciada en las clases necesitadas porque el sacerdote, empobrecido, no se podía acercar
a ellas para socorrerlas, y, si se les mostraba, era para exigir derechos, ora en los
momentos de gozo, ora en los de mayor pesar.
Esa indiferencia, en fin, que hace cuarenta años hemos conocido y sentido en
nuestras almas con su halito de muerte, todos los que, de alguna manera, hemos
contemplado claustros de profesores en su inmensa mayoría, impíos en religión y
escandalosos no pocos, en su conducta, que ha escalado, por ende, las alturas del Gobierno
y nos ha hecho oír desde los escaños de nuestro Parlamento las más execrables blasfemias,
evidentes muestras de la ignorancia y soez procacidad de sus autores, que ha fulgurado
en hombres que, diciéndose católicos, han pugnado en contra de los principios más
fundamentales de la sociedad hiriendo, al propio tiempo, a los más preciados dogmas del
Catolicismo.
Esa indiferencia, en fin, de la que todos nos hemos alimentado, saturada, no de la
santa libertad de los hijos de Dios, sí que del más insano e hipócrita liberalismo, que ha
llegado a sentar como verdad fundamental que la religión para los pueblos es un mero
accidente, y que es indiferente que ésta o aquella religión sea la que informe a los pueblos.
Esa indiferencia tan arraigada, y, si no queremos decir así, tan aferradamente asida
a nuestro pueblo como la fuerte buganvilla al árbol que la sostiene, ¿habrá modo de
arrancarla del pueblo español sin que éste haya de ser arrastrado en la caída y destrucción
de aquella?
La contestación a esta pregunta la tenemos más de una vez formulada en estos
artículos.
Para nosotros sería más admirable salvar a España de las ruinas de la impiedad
que todo lo invade, que de haber tomado parte en la guerra del 14.
El problema físicamente expresado es éste: ¿habrá, en las almas de los
verdaderamente católicos calor suficiente para contrarrestar el frío intenso de la irreligión
que todo lo hiela?
Si los católicos españoles, que por tales se tienen y confiesan, son capaces a
impedir que el sentimiento religioso no se hiele en el alma del pueblo español, habremos
sabido y podido contener a nuestra amadísima España a la altura suficiente para que pueda
empuñar de nuevo el lábaro santo, y, como glorioso heraldo de la Religión única
verdadera, pregonar la civilización de Cristo por todo el mundo.

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Mas, si, por el contrario, los europeizantes se imponen, entonces una ola de hielo
abrasará las más regaladas flores de muchos corazones en flor para la verdad y el bien, y
quedarán soterradas por el espacio de tiempo de un invierno corto, sin duda, las fuertes
semillas de la austera fe católica de los españoles de legítimo abolengo, mas, al aparecer
la nueva primavera, el deshecho hielo por el fuego de innúmeras tribulaciones dará paso
al nuevo trigo de la fe, que no tardará en convertir a España en fecundísimo campo donde
crecerá lozano el reino de Dios y su justicia y al que toda prosperidad se le dará por
añadidura.
Nosotros, ni un solo momento lo ponemos en duda.
Creemos firmemente que el alma española siente, y cada día más hondo, el hálito
del bien y el esplendor de la grandeza, y aunque, reducida por falsos fulgores de verdad
y de bien, sea arrastrada a los abismos de la imperante anarquía, no tardará esa alma tan
indómita como hidalga que se siente reina en las mesetas de las dos castillas, que se
admira viéndose en su invicta voluntad de ser dueña de sí misma asomada a los Picos de
Europa, esa alma española, decimos, competidora de los pueblos laboriosos en Barcelona
y Bilbao, rica y exuberante en Valencia y Sevilla, intrépida en las costas del Cantábrico y
regalada a las orillas del Mediterráneo, esa alma sonadora de la más pura nobleza en Don
Quijote y fiel sufrida, como Sancho, cuando busca un mendrugo de pan, esa alma
decimos, no tardará en embrazar el escudo de la fe y, empuñando la lanza de la caridad,
dando lanzadas de amor y sufriendo los golpes del odio, levantárase fuerte como águila
real a las alturas de las celestiales idealidades y, allí, será templada para lanzarse,
arrogante pero humilde, a la nueva lucha por el triunfo de la Iglesia Católica, Apostólica,
Romana en el mundo.
La indiferencia del pueblo español es muy relativa. Si se refiere a la religión y la
relacionamos con la sociedad, no creemos eso de que España no tiene pulso.
Lo que creemos es que el alma Española siente desprecio a todo lo acomodaticio
y a todo bajo lucro. Por eso, ante los vividores sociales que se estilan desde hace ya
muchos años en nuestra Patria, el alma española ha hecho una despectiva mueca y, con
soberano desdén, hase recostado majestuosa en su solio de grandeza, y, por el poco interés
que tales bienes le inspiran, tal vez ha llegado a dormitar, pero, ¡ay! de los fautores de la
farsa liberal el día que despierte el amodorrado león. Advertid que está descansando y que
despertará más valeroso que nunca.
Hemos seguido, en cuanto nuestras humildes fuerzas nos lo han permitido, el
violento chocar de las naciones unas con otras desde que Esclava y Reina nació al mundo
de la publicidad.
De todas las naciones beligerantes tuvimos algo que alabar y no poco que censurar,
y a todas las impugnamos en común porque prendieron una hoguera, fruto maldito de una
civilización nefanda.

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La guerra del 14 es uno de los más exquisitos frutos de la civilización protestante,
o mejor, es la grande era en la cual van trillándose ahora los frutos de la avaricia
principalmente sembrados por los que aspiraron a ser, más que civilizadores de los
hombres, explotadores y poseedores del mundo. Y porque es así, hasta este momento
histórico, y de hoy en más, sólo se discute cual ha de ser la nación señora de las otras.
Llegó un día en que la derrota de la civilización contraría al Catolicismo, fue tan
manifiesta a todos, que preferimos volver los ojos a nuestra España a seguir ocupándonos
en los inmensos problemas económicos que formaban las parrillas sobre las cuales las
naciones avaras de riquezas habían de purificarse de la escoria de sus inveteradas
avaricias.
Pero, al poner los ojos en la patria del Cid y de Don Quijote, no pudimos ocultar
a nuestra vista los Sanchos vaciados, no tanto en el crisol donde se forman los sobrios
Sanchos españoles, cuanto aquellos otros ansiosos de todos los goces sensibles, educados
en la vorágine de las Lonjas, Bolsas y Bancos, y movidos por impulsos de lucro, muchas
veces, de muy discutible justicia u honorabilidad, los cuales Sanchos, figuran a la cabeza
de los grandes organismos de nuestra Patria. Y, ¿cómo ocultar que esto tipos exóticos,
aptos para todas las innoblezas si en ello se interesa un buen negocio, sobre la repugnancia
que nos causan, lo[s] creemos la polilla más destructora de la grandeza de España,
pudiendo convertirse en gangrena mortal en cualquier instante?
El amor a la patria lo ha sustituido el egoísmo brutal, dispénsennos la palabra pero
la creemos justísima, y este egoísmo origina inmediatamente las grandes convulsiones
sociales que agitan los pueblos. Y esos sacudimientos son tan ostensibles en otras
naciones, y, aún entre nosotros saltan a la vista como sucede, desgraciadamente, en
Cataluña, que apenas habrá sin una luz superior quien se atreviera a juzgar que tales
trastornos no lleguen a generalizarse, triunfadores en toda Cataluña y en el resto de
España.
En lucha entre el capital y el trabajo dicen que han venido a convertirse todos los
antagonismos sociales engendrados por el alejamiento de Dios del corazón de los pueblos.
Nosotros los llamaríamos mejor disturbios sociales por más gozar los placeres de esta
vida una vez olvidados de la eterna felicidad.
¡Cuánto envilecimiento supone tales fines!
Es claro que a cualquier hombre le resulta vergonzoso confesar que todos sus
afanes y, sobre todo, estas luchas modernistas, son por el infecundo fin de gozar sin
molestias. La triste realidad es esa, aunque sea imposible conseguir tan detestable fin
porque son quiméricas tantas avaricias y ambiciones engendradas y nutridas por las
doctrinas anticatólicas en el alma popular.
El amor libre, el comunismo y la anarquía, siempre serán imposibles entre los
hombres, y sólo como espejuelos de felicidad, echados a las multitudes que viven sin fe

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divina, podrán gozar de fuerza de atracción para arrastrar a las masas al horrible estado
de insensatez criminal en que hoy se hallan.
Se impone, por consiguiente, levantar al pueblo de esa inmensa charca de las
desenfrenadas concupiscencias y, para conseguirlo, no hay otro camino que reaccionar en
sentido contrario. Este es siempre el modo como salva la Iglesia Católica. No
condescendiendo con las malas pasiones, antes al contrario, oponiéndoles denodadamente
las virtudes opuestas, pero no con pura doctrina, sino mostrando ejemplares vivos de sus
enseñanzas. Y esto no de cualquier modo. La Iglesia personifica sus ideas redentoras en
el grado más perfecto en que pueden llevarse a la práctica para que, de esos modelos,
aprendan los hombres a practicarlas en el grado ordinario de la perfección cristiana.
Dedúcese, pues, de lo dicho que es tiempo declarado de lucha o de muerte para
las ideas de autoridad y propiedad y cuanto significa orden y estímulo de perfecciona
miento social.
Aquí, en España, todavía se procura, en cuanto es posible, con más o menos
acierto, encauzar a la sociedad por los derroteros de la concordia entre las clases sociales.
Pero la sociedad, minada en sus fundamentos más indispensables, apenas si puede
mantenerse en pie y se bambolea como la estatua de Daniel empujada por la peña que
rueda de lo alto del monte. Y como quiera que la conmoción es social, el Estado no es
suficiente a mantener firme la rica y hermosa estatua que el Catolicismo había esculpido
con los hombres de los pueblos por él civilizados.
La herejía y el cisma han abierto en el trascurso de los tres últimos siglos los
abismos en los cuales se precipitan el pudor, la generosidad y la obediencia que servían
de base, de crecimiento y de belleza a las grandes naciones influenciadas por el espíritu
del Vicario de Cristo.
Sin el fundamento de la obediencia, lazo diamantino de la sociedad, los elementos
sociales se disgregan como el polvo de los caminos arrebatado por el huracán.
Sin la generosidad, no corren por las venas sociales la sangre que vivifica y
robustece a los órganos todos y al organismo, en general, que forma las naciones
acariciándolo con el suave calor de la vida robusta.
Sin pudor pierde toda sociedad la belleza del colorido que alegra hasta las
privaciones y trabajo, el candor de los niños, la inocencia y la modestia de la pudorosa
virgen cristiana que es verdor que muestra la exuberancia de la vida vigorosa.
Hay que dar muerte a la anarquía con la obediencia, a la egoísta avaricia con la
generosidad y a la sucia carnalidad del amor libre con la bruñida castidad del Cristo
azotado y coronado de espinas.
Pero esta reacción no la impele, ni manda, ni puede en modo alguno infundirla en
la sociedad nada gubernamental. Los gobiernos podrán limpiar, más o menos, los caminos
de esta detestable raza nueva de bandoleros sociales para que, así, el espíritu renovador

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de almas marche con menos embarazo y más efecto cause en los pueblos, pero no puede
ser causa eficiente de tal regeneración.
Este espíritu es propio de Cristo y de su Iglesia. Esta es la que hace nacer de su
fecundo seno los modelos, como ya hemos dicho, y la que arrastra con ellos a las masas
para informarlas del espíritu de verdadero progreso y civilización.
Por eso nadie está más obligado que los sacerdotes a dar ejemplos de sumisión a
sus superiores, trabajando con dependencia de los obispos los párrocos, y de éstos los
coadjutores y vicarios.
Y, ¿quién sino ellos han de ser los que hoy, como siempre, den ejemplos de
desprendimiento y de sacrificio en pro de los pueblos en que trabajen?
Y, ¿cómo no ha de ser grato a Dios y a la sociedad este espíritu sacerdotal si exhala
el olor purísimo de Cristo?
Y si para saturar de este espíritu a los sacerdotes, y a todos, en buena filosofía y
experiencia se requieren algunos que lleven este espíritu de obediencia, generosidad y
pureza, hasta el grado más alto, ¿será posible que no aparezcan ya estos hombres de tan
extraordinaria obediencia que sean capaces de destruir el anarquismo imperante,
despreciadores del mundo y amantes de la castidad al modo de la Reina Inmaculada?
No creo que se pueda pedir al cielo gracia más especialmente salvadora de la
sociedad en estos tiempos, que esos hombres singulares como especial antídoto de la
venenosa corrupción que daña las sociedades actuales.
Ni el mundo ni nuestra España volverán al espíritu sinceramente católico mientras
estos hombres no se vean nacidos en el establo de Belén, mientras no los veamos aparecer
ante el Bautista en el Jordán donde aprendan, en el desprecio de sí mismos, a seguir las
huellas del Maestro, mientras no se ejerciten en el monte de la Cuarentena en las luchas
contra Lucifer, aprendiendo a vencerlos con el espíritu de fe de que vive el justo, apelando
siempre a la palabra divina para guerrear, mostrando así su perfecta de pendencia de Dios.
Oremos, suframos, esperemos.
En los momentos presentes es indudable que debemos regocijarnos con nuestra
madre España, como se regala el hijo en el exuberante pecho de su honrada madre.
Es verdad que no pocos españoles, afrancesados unas veces y otras seducidos por
diversas influencias extranjeras, quisieron hacer de nuestra patria un facsímil de extrañas
naciones de muy diferente idiosincrasia a la del pueblo español, pero también lo es que el
pueblo de los chisperos y las manolas supo siempre imponerse a los abusadores de sus
libertades patrias y engendró hijos sabios y honrados que igualmente lucharon, y lucharan
en todo tiempo, por los fueros intelectuales, morales y religiosos, característicos del
pueblo español.
También es verdad que, en estos momentos, atravesamos por uno de los excesos
más agudos que ha padecido la moral y la religiosidad de las naciones.

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Hubiera sido imposible aislarse tan en absoluto que no sufriéramos las
salpicaduras de la charca inmunda en que se revuelven los pueblos sin Cristo, llámense
judíos, protestantes o cismáticos. Pero, a pesar de los nefandos crímenes que el
anarquismo comete en nuestra amada España, no dudamos que el Catolicismo se
impondrá y, en nuestros lares, llegaremos a sentir bien pronto que nos ponemos de nuevo
a la cabeza de la verdadera civilización, después de haber sostenido en contra del mundo
entero los principios genuinamente cristianos, enseñados solamente por la Iglesia del
Papa.
Los que alcanzamos media centuria de vida hemos sentido el desprecio con que,
en la Católica España, se miraban las personas y cosas católicas.
Los sacerdotes eran objeto de burlas manifiestas, las piadosas costumbres
motejadas, cuándo menos, de ñoñeces, y el espíritu cristiano que todavía saboreamos en
nuestra niñez en los brazos de nuestras cristianas madres, lo vimos trocado por el más
censurable espíritu mundano, por no decir diabólico, ya que no era, ni es, otro el hábito
emponzoñador que alienta al teatro, con su ligero e inmundo «género chico», al bulevar
con sus parejas descocadas, al paseo, con su lujo desmedido, incitamento de todos los
vicios, a los elegantes centros de reunión.
Nunca olvidaremos el «Kursale» de Ginebra, con sus centenares de luces ornando
sus fachadas, apareciendo a los ojos honrados como un monstruo inmenso de grandes
fauces, iluminadas intensamente, que tragaba, hambriento, parejas y más parejas
formadas al acaso poco antes en la vía pública, las cuales no tardaban en ser sepultadas
en los antros obscuros de los más enervadores vicios.
Ese hálito de muerte lo hemos respirado en las más grandes capitales del mundo
y, como Jeremías, hemos llorado las inmundicias de la Roma de los italianísimos, y la
inconsciente frialdad con que se practica el más grosero materialismo en New York y en
París. Ante Montecarlo hemos sentido el escalofrío del miedo, ante el teatro de la ópera
en París indignación hacia las sociedades egoístas que, en diversiones, gastan lo que a
tantos pobres libraría de los estragos morales y materiales de la desnudez.
¿Quién no siente las avaricias protestantes engendradas en Londres y en Berlín?
¿Quién no ve cómo todos los intereses, los intelectuales y los de conciencia, se
han subordinado a la ganancia en caja?
El éxito en los negocios, no del pobre mercader que a costa de afanes y propios
sacrificios consigue una utilidad siquiera sea pingüe, sí que el éxito de los más inmorales
monopolios y de la acaparadoras compañías que han hecho, con la usura, que el trabajo y
la utilidad que de él pudieran alcanzar los labradores y obreros, hayan vuelto a las cajas
del capitalista negociador que ha tomado el nombre de banquero, casa frutera, sociedad
anónima y tantos otros que han sido el disfraz con que ha cubierto sus inmoralidades el
capital avaro para enriquecerse a costa del trabajador necesitado.

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¿Quién no ha sentido el avasallador poderío con que esos pueblos prósperos han
intentado en su soberbia someterlo todo a su dominio?
Todo para ellos: esa era la consigna.
Nosotros no decimos que hemos estado exentos de esas enfermedades.
España ha sido objeto de las iras del protestantismo de modo tan singular como
Felipe II fue azote de Lutero y San Ignacio de Loyola debelador incansable de todos los
errores de la falsa Reforma.
España fue el blanco de las sátiras de filósofos y enciclopedistas.
España era el pueblo retrógrado y obscurantista, al decir de los revolucionarios y
de los liberales de toda laya, progenitores de todos los abusos de la libertad veneranda del
hombre.
España ha sido calumniada y mofada en su historia, en su ciencia, en su literatura,
en sus honradas costumbres, hasta el punto que no faltaron tiempos en que era vergonzoso
confesarse español y era indispensable hablar francés, y vivir como extranjero y vestir a
la inglesa, y hasta comer a la francesa si se quería gozar de patente de hombre culto.
Pero hoy van cambiando los hombres en su loco modo de pensar y, al reflexionar
sobre el pasado que produjo las ruinas nacionales y la internacional que hoy
contemplamos, según confesión paladina de los cinco hombres ingleses más grandes que
oficialmente reconoce Inglaterra, ante el mundo entero han hecho esta declaración los
jefes de los Gobiernos de los Estados que integran el Imperio británico:
«Está hoy claramente demostradohan dicho Mr. Lloyd George, por la Gran
Bretaña, Sir Robert Borden por Canadá, Mr. W. M, Hugues, por Australia, Mr. W.
J. Massey por Nueva Zelanda y Mr. R. A. Squires, por Terranova, tanto por la
experiencia de la guerra como por los ensayos hechos para reconstruir la vida de
la paz, que ni la educación, ni la ciencia, ni la diplomacia, ni la prosperidad
comercial, fundadas en la opinión de ser la fuerza material el poder decisivo,
constituyen cimientos sólidos para el ordenado desenvolvimiento de la vida
mundial. Todos esos factores son sencillamente los elementos o medios que para
obrar utiliza el espíritu».
No creemos que se pueda escribir confesión más clara para reprobar la civilización
que el, falsamente pedagogo, protestantismo quiso imponer al mundo valiéndose, ora de
la educación, he aquí la escuela laica y neutra condenada, ora de la ciencia, he aquí el
racionalismo rechazado, ora de la diplomacia, he aquí el arte de atraer unos pueblos a
otros por la astucia garantida por la fuerza o la ventaja, desprestigiado, ora de la
prosperidad, he aquí el industrialismo mercantilista menospreciado, ora de la fuerza
material, he aquí el militarismo como instrumento de imposición conquistadora o
humillante de otros pueblos, herido por el buen sentir de los hombres directores del
inmenso Imperio británico.

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Y he aquí, también, por qué nos gozamos en nuestra Católica España, pues
habiendo sido combatida y vilipendiada durante cuatro siglos, hoy es colocada, por los
mismos que de modo especial la vilipendiaron, en el lugar que ocupaba en los tiempos de
Carlos I.
España ha triunfado moralmente colocándose a la cabeza de las naciones
civilizadas, pues en ella, más que en cualquiera otra nación, se conservan los elementos
civilizadores del mundo señalados en el documento que comentamos y de los que
trataremos en el artículo próximo, elementos que implican la paz del mundo y que la
experiencia, la ciencia y el inmenso sacrificio obliga, al mundo a acudir a ellos para salvar
a las naciones de la inminente anarquía que las amenaza.
Seguimos abrigando la firme esperanza de que España no será vencida por la
anarquía que trata de imponerse en todas partes con mano fieramente destructora.
No dejamos de sentir los sendos embates de los locos de la democrática ambición
estrellándose contra el espíritu de disciplina, engendrado y conservado por la pura fe
católica jamás renegada por el pueblo español.
Y más de una vez lo hemos dicho, y lo repetiremos mil veces, aunque, por un
momento, viéramos las olas revolucionarias aniquilarlo todo, nosotros tendríamos esa
tempestad como principio de muy reposadas avenidas que fertilizarían, para darles gran
pujanza, los campos del orden y de la paz.
Es indudable que, en el mundo todo, las tormentas anarquistas son espantosas,
pero, si bien se las examina, no dejándose sobrecoger por ellas, estas nubes, aunque
cargadas de todos los elementos de destrucción, están muy próximas a la tierra, tanto que
no llegan a cubrir las cimas de las montañas, y de tales tempestades se libran fácilmente
las almas que saben ascender a las cumbres. Por esta razón es notorio que la aristocracia
del saber y los hombres ansiosos de la moralidad, procuran escapar de esa ola materialista
que todo lo invade y trata de someterlo todo a su férreo dominio. Y esta es una esperanza
de que el mundo retornará a pasos de gigante a los senderos de la doctrina católica, pues
no tarda en pasar el desbordado torrente y, pronto, en las cimas de los montes vuelve a
lucir el sol que todo lo ilumina y fecunda.
Y así vemos que, en todas las naciones, la tendencia a volver al redil de la Iglesia
de los Papas es por momentos creciente, notándose en ellas que, a pesar de los partidos
extremos irreligiosos, y hasta de los partidos liberales amigables componedores de Cristo
y Belial, sobrenada la tendencia al catolicismo como único verdadero reformador de la
sociedad, traduciéndose en triunfos electorales y en agrupaciones de fuerzas netamente
católicas que se dejan sentir lo mismo en Inglaterra que en los Estados Unidos
americanos, en Alemania que en Francia, en Italia que España.
Y así, mientras se pierde el espíritu de indiferencia en las clases ilustradas y los
hombres directores de los pueblos se convencen de que no es con ideas perniciosas como
se enseña a los pueblos, si éstos han de ser verdaderamente civilizados, los católicos se

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aprestan en todas partes a dar la batalla a la impiedad, llevando con obras y con palabras
el triunfo de la única verdadera civilización universal, que es la enseñada por Cristo,
sellada con su sangre y millones de veces hermoseada con la sangre de ]os mártires.
Considerado a esta luz el estado actual del mundo, nos complacemos en mirar a
nuestra España defendida siempre con el escudo de la verdadera fe y armada con la espada
del ardiente celo de su glorioso apóstol Santiago el Mayor, dispuesta a dar mil veces su
sangre por la fe católica de la que fue siempre el más invicto soldado que reconoce la
Historia, la madre más fecunda para engendrar católicas naciones y la casa solariega más
rica en la fundación y sostenimiento de invencibles ejércitos, templados en el crisol de los
santos, de los sabios y de los valientes,
Por eso confiamos en que España sabrá triunfar e imponerse a la nueva bárbara
invasión que padecemos porque, aunque la masa sea mucha, no necesita de tanta levadura
para que se ponga en condiciones de ser cambiada en rico pan.
No dudamos nosotros que en España sobra levadura de orden, de disciplina, de
paz, de obediencia en una palabra, y, siendo así, es seguro que cuando la reacción de la
dependencia del hombre a Dios empiece a ser en las demás naciones un alegre despertar,
aquí en España será un hábito que lucirá en el más esplendoroso cenit.
Nuestro pueblo mismo en su gran mayoría no es más que católico y los que,
merced a las bastardas propagandas de los enemigos de la Iglesia, no obran ni se confiesan
católicos, éstos, no tienen religión alguna, creen sinceramente lo que les predican y
esperan ese vellocino de oro, que se torna en hambre y miseria y que a no pocos jamás
llega a satisfacer, aun a los mismos que llenan las impías Casas del Pueblo.
Y es porque el espíritu no está satisfecho sino cuando lucha y se sacrifica en aras
de un ideal, como Don Quijote, no así cuando va a la rastra con Sancho que, al fin, anda
siempre pesaroso y apesadumbrado.
Y cuando el ideal es verdaderamente grande es cuando el pueblo español avanza
impertérrito en su camino, sin temer al número ni a las fuerzas de sus enemigos.
¿Quién le sostuvo si no durante los siete siglos de lucha en contra del
mahometismo avasallador?
¿Quién le prestó alientos en Otumba y en la Noche triste, en presencia de los Incas
y en el seno de la fiera araucaria?
¿Quién armó a hombres y mujeres, cuando parecía el español un pueblo muerto,
en contra del coloso capitán del siglo XIX?
El amor a la religión y a la Patria, dos nombres santos que lleva el ibero grabado
en su corazón con el hierro candente del más sacro entusiasmo y de la más espartana
sobriedad.

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Todavía hay caballeros católicos en España dignos sucesores de los Reyes
Católicos y de Felipe II. Todavía son muchos los hijos del noble Santo Domingo de
Guzmán y del sin par caballero de Cristo San Ignacio de Loyola.
Y sostenidos en los seculares hombros de estos dos héroes, ¿quién negará que
pueda sostener España la gloria de otra creación sublime, germen de otros santos, maestra
de otros sabios y madre de otros héroes que lleven por el mundo nuevo espíritu vivificador
cristiano, luces de salvadora sabiduría e intrépidos soldados de Cristo, que 1uchen con sin
igual denuedo las batallas del Señor en estos tiempos tan azarosos como apartados de la
verdadera fe?
Nosotros confiamos firmísimamente en que así será y por eso suspiramos por el
momento en que España vuelva a ser la grande, la heroica, defensora en primer término
del reinado de Jesús en este mundo.
No faltan ciudades en España en las cuales va resultando imponente el movimiento
anarquista importado de las naciones que, al decir de los civilizadores modernos, habíanse
de tal modo adelantado que marchaban a paso de gigante emulando la superior cultura de
los habitantes de Marte que se encuentran en lo más alto del progreso por haber llegado a
las cumbres del saber matemático, según la afirmación del engañador Voltaire.
España era menospreciada por los sabios a la moderna y modernistas.
España no salía de los moldes del dogma católico. No se entusiasmaba con los
mercaderes del mundo. Los penachos de humo de las fábricas de máquinas y de cañones
no la seducían, ni el arte de las baratijas y de los artículos de lujo que llenaban, y llenan
de vana coquetería, los salones y gabinetes de las elegantes del mundo eran parte a
despertar el espíritu hispano.
España, aunque agobiada bajo el peso de su propia grandeza, resistió a la fiebre
avara de los traficantes del mundo siglo tras siglo hasta lo menos cuatro, y cifraba su
grandeza en la generosidad de sus hijos que habían aprendido en la escuela de los héroes
a dar su sangre por su Dios, por su patria y por su rey, o, acostumbrados tal vez los
codiciosos españoles a cambiar pedazos de vidrio por puñados de oro. Todo este
movimiento industrial europeo y americano lo miró con menosprecio y siguió viviendo
el pueblo de sus costumbres patriarcales, sin que faltaran ilustres ambiciosos que se
europeizaran en su relaciones interesadas con Inglaterra y Francia, y que sirvieron de gran
polilla a la secular fe católica española, haciéndola, por un momento, zozobrar en las
alturas del poder escalado por una impía pléyade de ilustres afrancesados.
Pero aquella república fracasó con la mueca del ridículo que la marcó para siempre
con hierro de ignorancia y de ignominia. Y el pueblo español católico, y nada más que
católico, mirose en los brazos de la turba liberal, a la que siempre ha contemplado con
indiferencia, y de los que hoy empieza a desprenderse con hastío, para venir a dar o en
sus antiguas católicas andanzas, o para lanzarse, siempre aventurado, por los temibles
piélagos de la anarquía.

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La ambición hizo a muchos favoritos de los reyes españoles afrancesados.
La avaricia ha hecho ilícitamente ricos a muchos de la clase media y la soberbia
intelectual hizo de hombres poco estudiosos, y de menguado talento, atrevidos impíos que
en, la irreligiosidad, fingieron encontrar las puertas del templo de Minerva.
Y así acaeció que la ambición de los ineptos y la avaricia de los que no poseían ni
títulos de nobleza ni de saber, y la soberbia de los que tras poco estudio querían aparecer
como maestros de la patria, vinieron a dar con el pueblo español en estas profundas sirtes
en que hoy se encuentra de gobiernos europeizantes, de clase media que tiene su mirada
puesta en el lucro, siquiera sea ilícito, y de sabios sin fe que pueblan en gran parte nuestras
Escuelas, Institutos y Universidades.
Todas estas oleadas que empujan a la nave española sin rumbo ni norte, de acá
para allá, hubieran sido más que suficientes para dar con ella en el más profundo abismo
de todas las ruinas que asuelan a las demás naciones europeas en estos instantes de mortal
angustia para el mundo.
Pero España no sucumbe.
España resiste y resistirá el embate sindicalista y, volviendo cada día más sobre sí
misma, aprenderá que, si hoy ha de levantar gloriosa el estandarte del gran ejército de la
verdadera civilización, ha de ser afianzando la fe católica en el pueblo que la ha perdido
por las impías predicaciones de los unos y por la falta de preparación de los otros para
sostener esa lucha. Pero lo que no pudo deshacer en tanto tiempo de lucha, cuando el
ejército defensor era de todo punto insuficiente e inepto, menos podrá ser hoy destruido
cuando desde todos los sectores de la vida nacional española, levántase el espíritu católico
decidido a imponer en todas partes el reino de Cristo.
Es verdad que son muchos los enriquecidos y los que siguen enriqueciéndose con
el sangriento pretexto de la guerra, antes, y ahora con el hambre de los que han de ganar
el pan con el sudor de su frente.
Cierto que éstos exageran sus ansias de ganancias acuciados por la sórdida codicia
de los improvisados opulentos, innegable que sentimos los mortales efectos de la lucha
entre ricos y pobres, entre el capital y el trabajo, pero no es menos evidente que en contra
del sindicalismo nacional se constituyen gobiernos que, si no son todo lo nacionales que
debían de ser, son siempre de los prohombres más inclinados al orden, advirtiendo que,
en esto de gobiernos, poco son de temer los que se denominan de la izquierda dentro de
la monarquía, pues si entre los que forman esos gobiernos hay alguno menos religioso,
también lo es que son muchos los propios intereses que ha de defender, y para conseguirlo
se impone el orden.
Como extremo que ponderar en esta consideración nos atreveríamos a mencionar
al Sr. Lerroux que desde los jóvenes bárbaros se le ve descender ganoso de tomar asiento
en las poltronas ministeriales, aunque sean conservadoras.

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Pero, sea de esto lo que quiera, no dejará de ser siempre un hecho aislado que poco
valdría a demostrar en este caso. Lo que demuestra es que el ambiente que respiran los de
arriba, colocados enfrente del sindicalismo, es de fe católica, y tanto, que ya es cosa de la
que se trata en España, como de lo más fácil, de la constitución de un partido netamente
católico que se disponga a dirigir la nave del estado en cualquier momento que los altos
intereses de la Patria así lo exijan.
Conviene tener presente en este punto que en España no se trata de formar un
partido católico, todos deben serlo, y los que no corresponden a ese dictado defraudan los
intereses y deseos de los españoles.
De lo que en España se trata es de formar un partido católico que abomine de todo
gobierno liberal, aunque lo presida Maura, el más sincero de los jefes de gobierno, y que
venga a tener a la cabeza un hombre que, por lo menos, tenga los convencimientos de
Mella, y que esté constituido por hombres prácticamente católicos como los integristas.
Este es, sin duda, el ideal de ese partido católico que se proyecta en España y que
al parecer no está en fervientes vías de acción por efecto de la dolencia que aqueja, hace
algún tiempo, al que es el verbo irresistible y atrayente del tradicionalismo en España.
Que se adelanta en el campo contrarío a la anarquía el amor al orden, a la paz y a
la disciplina es innegable.
¿Se adelantará cuanto es preciso?
¿Negará la divina Providencia al Rey, que tan gallardamente ha entronizado al
Sacratísimo Corazón de Jesús en España, el hombre o los hombres sostenedores de una
monarquía que dé pruebas irrefutables de la sinceridad de su fe católica?
Nosotros que más de una vez hemos admirado la singular bondad con que el
Altísimo defiende y fortalece al augusto ahijado de León XIII, acariciamos con verdadero
contento en nuestras almas, la muy grata esperanza de que el nieto de nuestros reyes, si
continúa digno de Alfonso el Católico, será el gran caudillo de los hijos de la verdadera
libertad, por lo cual no dudamos que con razón puedan llamarlo los hombres de las futuras
generaciones, cuando gocen la paz y el orden y la prosperidad que insensatamente
quisieron arrebatar a España los tiranos engendrados por la anarquía, Alfonso XIII el
Libertador.
Hacemos votos porque así sea y pedimos incesantemente al cielo, por intercesión
de nuestra soberana Reina la Divina Infantita, que no permita que se turbe nuestra
amadísima España como tantas otras naciones en esta espantosa guerra social, así como
fuimos también libres de la terrible guerra europea.
Cada día se hace más crítica la situación en España por efecto de las salpicaduras
que las luchas sociales esparcen por todo el mundo. Los vientos de la revolución
sembrados por todo el orbe no habían de quedar infecundos en esta ocasión.

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Sacudido el blando yugo de la autoridad espiritual, encarnada en el Romano
Pontífice, convertido en protestante el Santo Imperio por la ambición de mando de los
reyes, derrocadas las seculares monarquías por la bastarda ansia de sobreponerse a los
demás habida y fomentada en los envanecidos hijos del pueblo que, por su riqueza o saber,
se consideraban aptos para gobernar y no ser gobernados, mirados éstos, en fin, como
ambiciosos y acaparadores, en perjuicio de la clase obrera que se consideró vejada y
explotada por los favorecidos de la fortuna, fueron éstos paulatinamente perdiendo
prestigio y simpatías hasta que, considerados en su más exiguo valor, vinieron a ser
tenidos, cuando mucho, como si fuesen puros menestrales que habían de colocarse al nivel
de éstos para compartir con ellos la riqueza y la dirección y gobierno de todas las cosas.
Y así, de abismo en abismo, la sociedad sintiose anarquista, con lo que los menos
doctos y ricos, al medir su fuerza y reconocerla superior a la de los privilegiados de la
ciencia o de la fortuna, con el siniestro gozo del tigre que mira en sus garras la víctima
flaca en que se recrea, sacuden toda preminencia, desprecian toda autoridad y, verdaderos
tiranos y déspotas, lo someten todo por la fuerza a sus caprichos o antojos.
¿Pensarían acaso los fautores de la Revolución que Rusia había de sacar
consecuencias tan extraordinariamente avanzadas a las enseñadas por ella al mundo?
¿Qué son los revolucionarios franceses ante los bolcheviques rusos?
Los crímenes de la guillotina, aunque execrables, son como juegos de niños ante
los de la Tercera Internacional que acarician Lenin y los judíos del mundo en sus ansias
de dominación universal, sin darse cuenta de que vivifican en su pecho el más venenoso
áspid.
¡Desgraciados!
¿Pero llegará España a ser pasto de esas llamas y a ser arrasada por ellas, como
otras naciones?
Por nuestra parte lo dudamos mucho, y como siempre hemos dicho, repetimos
ahora, si por un momento triunfara en España la anarquía, la tendríamos como prueba en
la que se ejercitarían los obedientes hijos de la fe de Cristo para purgar sus flaquezas y
para prepararse en esa lucha al apostolado de la sumisión y de la paz evangélica en el
mundo.
Tal vez no falte quien sienta deseos de sonreír despectivamente al leer que España
ha de jugar papel tan singularmente grande en la nueva etapa de la era cristiana que
empieza la humanidad, pero, por lo que a nosotros toca, firmemente creemos y esperamos
que la despreciada España, la vilipendiada por las naciones protestantes y revolucionarias,
la combatida y empobrecida y calumniada España Católica, resurgirá de entre las cenizas.
Y así lo creemos y esperamos, y no tenemos inconveniente en confesarlo por cierto
instinto de nuestra alma que alienta el amor que sentimos a nuestra patria, en primer
término, y la consideración de multitud de cualidades que adornan a nuestro pueblo y de
gran número de circunstancias que abonan un pronto y seguro triunfo a nuestra España.

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Esperamos mucho de la noble generosidad de nuestro pueblo por la que tantas
veces nos sentimos impulsados a creer ya realizadas las más grandes empresas, aunque
supongan los más largos desprendimientos de las cosas terrenas, y las más heroicas
donaciones de la propia comodidad y de la propia sangre.
Mil veces lo proclamaremos con todo el conocimiento y entusiasmo de nuestra
alma: en España existen almas de religiosos, de sacerdotes y de seglares, que hoy, como
en los tiempos primitivos de la Iglesia, están dispuestas a los mayores sacrificios por la
verdadera fe de Jesucristo, que se conserva solamente en la Iglesia Católica, única iglesia
verdadera, columna y fundamento de la divina verdad.
Cuando hacemos esta afirmación procuramos confirmarla con hechos que sean
por lo menos indicio cierto de que así será, y aparte los que aducíamos en nuestro artículo
anterior y todos los que hemos escrito acerca de España en esta sección de nuestra Revista,
nos bastará ahora recordar que el pueblo español ha sido el que más fiel ha permanecido
a la fe de sus mayores, el que más ha resistido los asaltos del protestantismo después de
luchar como ningún otro en contra del Mahometismo, el que con más indiferencia ha
preciado los progresos de liberalismo, y al que apenas si han llegado las locuras del
modernismo.
Es verdad que esto supone cierta ignorancia, pero el conocimiento indebido y
excesivo es el que infla mientras que el saber sobrio nutre y fomenta la caridad.
A la luz de esta doctrina, no tenemos el menor reparo en bendecir la ignorancia
negativa en que ha vivido nuestro pueblo y por la que vivió ignorante de muchas
demoledoras teorías y de no pocas doctrinas de corrupción.
Sería no querer darse por enterado suponer a nuestro pueblo hoy en ese mismo
estado de ignorancia ante las doctrinas comunistas, socialistas, y anarquistas que profesan
los desgraciados inscritos en las Casas del Pueblo, instrumentos agudizados por la
ambición de unos cuantos ignorantes e inconscientes cuyos nombres serán la mengua de
nuestra historia contemporánea, pero, esto no obstante, enfrente de esas masas
revolucionarias que gritan y vociferan, no faltan núcleos de menestrales de toda clase y
condición que abominan de todo desorden y que están dispuestos a mantenerse dentro de
la justicia enseñada por la Iglesia Católica.
No dudamos que ha sido muy zarandeado el árbol de la doctrina cristiana aquí en
España. Convencidos estamos de que arrancaron muchos y muy exquisitos frutos del
árbol de nuestra unidad católica las impías propagandas, el mal ejemplo de las naciones
que se daban a sí mismas el dictado de civilizadas y la torpe transigencia, cuando no la
criminal alianza, de los nuestros con los enemigos de la religión católica. Pero, así y todo,
no dudamos que las raíces de nuestra fe viven rebosantes de sabia divina en no pocas
regiones de nuestra España, aun en aquellas mismas en que el sindicalismo hace mayores
estragos, pues éstos son causados o por españoles inducidos al mal por la ineducación, o
por gentes siempre advenedizas o maleantes en aquellas regiones.

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Muchos, sin duda, creen que Cataluña es una región rebosante de impiedad y falta
de fe, pero no es así ciertamente. En Valencia sucede otro tanto. La Virgen de la Merced
y Nuestra Señora de los Desamparados, son dos poderosos focos de luz divina, de paz y
de amor que no serán fácilmente arrancados del corazón de esos dos grandes pueblos,
glorias de Español, que se regala en ellos, como en el más adelantado de sus pueblos
industriales y como en el más feraz de sus pueblos agrícolas.
Y si de Bilbao hubiéramos de hablar, ¿quién desconoce el espíritu católico que
anima a los pueblos ribereños del Cantábrico y vecinos de la veneranda Cueva de nuestra
Señora de Covadonga?
En nuestra España el bolchevismo está en la superficie y puede llegar a ser
bastante aparatoso impulsado por la necesidad y revestido por la veleidosa vanidad que
es patrimonio común de todos los pueblos, pero la verdadera masa popular, la instruida,
la estable, la que confía en su trabajo honrado, la que vive para la educación de sus hijos,
mucha de esa misma masa obrera honrada y laboriosa, que, huyendo de los estragos
sindicalistas, emigra a las Américas, ese pueblo no se puede comparar con el de ninguna
otra nación europea, pues cualquiera otro ha vivido días de irreligiosidad que en España
apenas si se han presentido, y si se sintieron no llegaron a constituir hábito en el pueblo
español.
He aquí por qué en España los crímenes sindicalistas harán despertar cada día más
el espíritu sinceramente cristiano que informa nuestros pueblos y la avalancha sindicalista
encontrará más fuerte muro de contención a cada paso. Y a medida que más se avive e
intensifique entre nosotros la fe católica, madre de todas nuestras grandezas, el
anarquismo asolador hallará menos ambiente y volverá a sus antros rusos y protestantes
para acabar de dar muerte al padre que lo engendró, al venenoso reformismo con todas
sus consecuencias de satánicas libertades.
Lucha es esta de titanes, pero confiamos en que no han de faltar en España los
hombres que, perseverando en la fe de Cristo, sepan morir mil veces antes que renegar de
la obediencia de Cristo. Es más, esperamos que en la Patria de la Virgen del Pilar no falten
hombres que sepan dar al mundo el ejemplo de la sumisión a las legítimas autoridades y
a las justas leyes, cuésteles lo que les costare, hasta vencer la anarquía y renovar el mundo
en el bautismo purificador de la santa obediencia.
Por momentos se nota como va penetrando, en fuerzas de los excesos de la
irreligión, el espíritu de divina dependencia en el mundo.
Asombrados de su obra destructora los mismos que la llevaron a horrible término,
espantados, vuelven los ojos con horror del cuadro de crímenes que representa la
humanidad naturalizada y los tornan, como a única tabla salvadora, al mundo
sobrenatural, aunque todavía, con inaudita tenacidad propia de la soberbia que la
engendró, persisten en sostener las falsas religiones o los falsos principios religiosos,
verdaderos padres de la anarquía reinante.

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Inoculados del ponzoñoso virus de una civilización deslumbradora y que a tantos
pueblos alucinó haciéndoles creer que ella era la verdadera madre de la felicidad, viven
todavía pueblos y gobernantes arrastrados de esa letal influencia y tarde acabarán, los
unos y los otros, de convencerse que hay necesidad de girar en redondo si han de restaurar
las sociedades, que han de apartar los ojos de la tierra para levantarlos a los cielos, que
han de volver al seno de la Iglesia a la que persiguieron y odiaron.
Del mismo modo que el mercantilismo y capitalismo hizo en nuestra España no
pocos prosélitos, así también el liberalismo no dejó de sembrar vientos de ruina que nos
amenazan con tempestades de destrucción, pero es de suponer que tales revolucionarias
doctrinas, pues no otra cosa son todas las teorías liberales que gérmenes de discordia, no
lleguen a dar los frutos de disolución que el anarquismo produce en todas las naciones
influenciadas más directamente por el protestantismo y judaísmo engendradores de la
masonería en toda su virtualidad, productora de cuanto ha sido contrario a la Iglesia
Católica en todos los órdenes, literario, docente, propagandista, internacional, militar,
diplomático, histórico, colonial…
Nada han perdonado para destruir la influencia del Romano Pontífice en el orden
social y, para mejor conseguirlo procuró la masonería, en criminal amalgama con todo
cuanto podía ser anticatólico, escalar las alturas del Poder en todas las naciones, formando
osados, y prestando apoyo, de todos los hombres, a los más ambiciosos, a los más
sectarios, para conseguir, como lo hicieron, dejar a los pueblos sin el espíritu religioso,
único moderador de la honradez y de la paz.
Vergüenza será para la historia política de las naciones paganizadas, el estudio de
los medios arteros que emplearon los políticos esclavizadores de los pueblos con el
señuelo de la libertad.
Estos políticos, que todos vendrán a ser conocidos con el nombre común de
liberales aunque se hayan acomodado a todas las circunstancias de lugar, de tiempo, de
cultura, de religión, y así se fingieron piadosos y caritativos cuando les convino, aunque
después sus piedades se redujeran a las ridículas procacidades de pisar o apuñalar las
imágenes de Cristo y menospreciar las de María con Satánico odio o cobarde servilismo,
y las caridades se tradujeran en los más renombrados crímenes que ha presenciado la
humanidad.
Derivaciones de este estado hipócrita del liberalismo doctrinario y práctico es este
estado tristísimo en que se halla la política española, resabiada por los ejemplos
revolucionarios y protestantes, y pervertida por los que, atendiendo más al propio medro
que al bien de la patria, hicieron causa común con los impíos recibiendo las inspiraciones
de su propia irreligión y los mandatos más o menos directos de las logias. Por este motivo
es ordinario entre los prohombres de nuestra política hacer, de tiempo en tiempo, viajes
de atención a la vecina república.
Y con hombres vacíos de principios fundamentales y cargados de ambición, hase
venido a formar en España un politiquismo tan menguado como los partidos de turno, en

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la apariencia más o menos liberales pero todos igualmente acomodaticios para usufructuar
la cosa pública, aunque haya honrosas excepciones que confirman la regla general, ya se
llamen moderados o progresistas, ya conservadores o fusionistas, ya, para más ignominia
de la mesnada, dejen el nombre de liberales para llamarse según es llamado el gran
manijero que los conduce y abreva, ya, en fin, acudan a nombres artificiosos que siempre
tienen por divisa y norte la manera de engañar con más arte para seducir con más facilidad.
Este diabólico politiquismo español, que atiende al número de votos del amigo
para encumbrarlo y a la fuerza política del cacique para administrar justicia, que se olvida
de los intereses nacionales y se desvive por acrecentar los del partido, que crea el
abogadismo y la enorme masa de hombres sin oficio que aguardaban cobrar una
credencial de supuesto destino cuando mandara Cánovas o Sagasta, que hizo grandes
señores a soberanas nulidades que poseyeron destinos en los que se cobraba escaso
sueldo, pero quedaban las manos libres.
Esta política que han padecido todas las naciones, y muy especialmente España,
porque habían de atender a dos fuerzas opuestas los falsos gobernantes, a la imposición
extranjera masónica e irreligiosa y al espíritu propio del pueblo español amante de la
religión, encariñado con la monarquía y avaro de paz.
Se imponía, ante todo, descatolizar a la nación entera, arrancarla de sus hábitos de
laboriosidad, de sobria energía, de apego a la familia, de predilección por su terruño, de
honradez cristiana, en una palabra. Pero esta obra antipatriótica, de alta traición, había
que hacerla artera, solapadamente, y así se hizo, engañando al pueblo desde los escaños
del Congreso, con un cinismo tan sin nombre que excitaba la hilaridad de muchos y que
hacia encogerse de hombros a las personas serias, mientras se infundía en todos los
espíritus sinceros horror y hasta asco a la política.
Y así quedaba el noble arte de gobernar a los pueblos a la altura de las prácticas
despreciables. Y la nación española, con su tan característico gesto de no me importa,
dejaba en libertad a los que por no tener otro oficio, ni capacidad para adquirirlo, se metían
a políticos para convertirse en logreros de todas las influencias sociales y económicas,
constituyendo Cortes con hombres tan irresponsables cuanto ignorantes y tan criminales
cuanto impunes en sus tropelías, llevando la administración al despilfarro entre los amigos
políticos. Y por estas causas, y otras de peor laya, precipitar la vergonzosa pérdida de las
últimas joyas que adornaban la corona de España en América y Oceanía.
¡Cuántas injusticias en los repartos vecinales de los pueblos!
¡Cuántas ocultaciones en las contribuciones nacionales!
¡Cuántos bienes comunes pasados a ser propiedad particular! ¡Qué vergüenza! En
los del Estado todos pueden hacer presa, basta con que, los que tienen obligación de velar
por ellos, hagan la vista gorda, y para conseguirlo no hay humo más eficaz para tales
cristales que la vaporosa influencia del cacique.

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Tal vez extrañe que hablamos en tiempo pasado. No quisiéramos hacer tales
cargos a los políticos de hoy, los tendríamos por tan criminales, que toda imprecación nos
parecería leve para condenar tamaña traición.
Llegamos a creer que todos los políticos de hoy tienen por lo menos voluntad de
corregir tales yerros, que todos miran al bien de la patria aunque todos estén equivocados,
hasta a los más distanciados de las verdades, que son condición sine qua non para el recto
y justo gobierno de los pueblos.
Los juzgamos llenos de buenos deseos en pro de la nación española. A nadie
queremos zaherir ni recriminar. Nos hacemos cargo de lo difícil que es gobernar hoy, pero
no dejaremos de afirmar que nuestra mayor esperanza de ver salvar a España de esta
bancarrota de la política liberal con todas sus abominaciones, la fundamos en la seguridad
de que los que quieren ser partidos de orden se ven ya obligados a pedir ayuda a las
enseñanzas de la Iglesia y esperamos que, en plazo no lejano, se formará en España una
agrupación política limpia de toda mancha liberal, por el bautismo o por la penitencia, y
que esos hombres, verdaderos representantes del pueblo español, depuraran el gobierno
de España de tanta miseria y libertinaje y conducirán por los caminos del verdadero
progreso a la nación de San Fernando.
Aun entre los liberales, algunos, los más sensatos sin duda, ya empiezan a
reconocer que no hay otra manera de impulsar a la patria por los derroteros de la paz y
del progreso que confesarse equivocados y declarar, paladinamente, que el Catolicismo
es el único sistema doctrinal y práctico capaz de salvar a los pueblos.
Y la prensa no deja de hacer esfuerzos para convencer a todos de que los hombres
católicos son los llamados a regir a España y, es indudable que, con revolución o sin ella,
el Catolicismo salvador se impondrá y nos salvará.
Es indudable que asistimos a una de las transformaciones más hondas que ha
sufrido la historia de la humanidad. Todas las naciones se aprestan a desempeñar el papel
que les corresponde en esta inmensa tragedia, aceptando cada una la orientación que más
armoniza con su carácter y sobre todo, con los antecedentes de su historia.
Y así vemos que las grandes naciones protestantes un día, hoy eminentemente
materialista o racionalista, siguen el derrotero del naturalismo en que las precipitó una
religión falsa, acomodaticia y madre de las más hipócritas y nefandas ficciones, mientras
que las naciones, de antiguo católicas, reaccionan cada día con más vehemencia, buscando
la solución de las cuestiones propias e internacionales en los principios indefectibles del
catolicismo.
Adonde quiera que volvamos nuestra mirada hallaremos esas dos tendencias.
Hasta si consideramos las naciones por excelencia protestantes, Alemania, Inglaterra y
los Estados Unidos americanos, tienen en su seno bien marcada esa doble orientación
católica y anticatólica, que así se puede expresar más gráficamente.

28
Doble derrotero que determina el que han de recorrer los pueblos en esta nueva
etapa de la era cristiana que ahora comenzamos.
Y más nos atrevemos a decir. Y es que estas dos vías que han de recorrer los
pueblos modernos, hasta que los que caminen por la una atraigan hacia sí a los que
marchan por la otra, quedan perfectamente marcadas aún en aquellos pueblos que parecen
más preocupados de la prosperidad que de la íntegra civilización, y en las naciones que
aspiran a sacudir el yugo tiránico de otras más poderosas, y en las que, por su pequeñez
territorial, son débiles pero desean asentar sobre bases firmes su decoro internacional, y
en las que se cansan de soportar injerencias, por lo general, interesadas y siempre
mezquinas.
Las naciones todas, en una palabra, aspiran a regirse a sí mismas y a vivir de sus
propios ideales y de sus peculiares medios de subsistencia, sin que pueblo alguno les
estorbe la satisfacción de ser dueñas de sí mismas y de las riquezas y particulares modos
de atender a las propias necesidades y al engrandecimiento nacional.
Para que así llegara a ser se llevó a cabo esa horrible guerra, vergüenza de la
prosperidad e ilustración conseguida por las naciones protestantes o de otro modo
anticatólicas durante cuatro siglos. Y porque así iba a ser se concedió el primer armisticio
a los alemanes. Y para llevar a feliz término esa suspirada libertad de las naciones, se
fraguó, con muy poco fundamento aunque tal vez con muy buena voluntad de su primer
iniciador público, esa Liga de Naciones que en forma de catorce puntos a resolver hizo
conocer Wilson al mundo. Y esto no obstante, a pesar de la guerra, de la paz y de la Liga
de Naciones, todo demuestra a cada instante que, en la guerra, en la paz y en la Liga, la
justicia está a merced de los intereses del más fuerte. Y por este motivo los que fueron
hasta la Liga se apartan de ella con horror, si son sinceros, o no entran en ella, si son
suficientemente fuertes para imponérseles, o siguen a remolque y esperando la hora más
propicia para apartarse de tan menguados amigos, que más vale solos que mal
acompañados.
Del número de éstas esperamos que sea nuestra España, ya que, tan impremeditada
como velozmente, fuimos enlazados en ese mal conglomerado de naciones históricamente
antitéticas a la nuestra, moralmente inconfundibles y, por lo que atañe a los intereses
materiales, no pocas de esas naciones con las que nos hemos ligado, avaras de nuestras
riquezas y enemigas de nuestro engrandecimiento, dentro y fuera de nuestra patria.
¿Cómo andaremos nosotros mucho tiempo en liga cordial con naciones
protestantes y de idealidad tan opuesta a la nuestra, que no será posible en un caso
encontrado armonizar los principios sobre los cuales unos y otros nos basamos para
resolver las cuestiones?
¿Cómo podremos nosotros ligarnos, sinceramente y con decoro, con la nación que
posa su planta sobre nuestro amadísimo territorio y con látigo de inhumano negrero nos
cruza el rostro despóticamente, abusando de toda clase de derechos, por la ley del más
fuerte y con mengua de nuestro honor?

29
¿Cómo ligará la nación española con la nación hermana vecina, émula siempre de
nuestras glorias y hoy nuestra enemiga en Marruecos?
¿Cómo puede ser estable, digna, verdadera esa liga de naciones de la que España
forma parte, si Francia quiere, y quien sabe si lo consiga, pasar sobre nosotros para hacer
suyo lo que debe ser nuestro?
Ligas de tigres y de corderos, de gavilanes y de palomas, no se hacen con fuerzas
puramente humanas. Quien tal pensó quiso edificar y edificó sobre arena, o trató de
emplear como aglutinante los mismos medios que se proponía destruir: el derecho de la
fuerza en cualquiera de sus manifestaciones por disimulado que aparezca.
En una palabra, lo repetimos de nuevo, el mundo tiene abiertos en este momento
histórico dos caminos que recorrer, uno secular, inconmovible, imperecedero, el otro
circunstancial, versátil y por demás caduco.
Los pueblos llegan hasta el sovietismo guiados por el espíritu del mundo, que es
soberbia, codicia y sensualismo, y de otra parte estrechan otras naciones sus amistades
con el Romano Pontífice, o las renuevan los que las perdieron, con lo que demuestran que
del espíritu católico esperan la propia regeneración, las fuerzas para defenderse de las
incursiones de los enemigos y las armas para luchar en contra de los destructores de la
paz venida del cielo.
Y en este doble sendero, ¿qué perspectiva se ofrece a España?
Nosotros en este sentido somos entusiastas optimistas. No queremos decir con esto
que nuestra patria se halla libre de gravísimos peligros y hasta de trances duros y amargos,
por los que puede pasar de un momento a otro, gracias al esfuerzo de los revolucionarios
internacionales, que, a toda costa, se proponen subvertir el orden secular de las naciones
si es que nuestros gobernantes por debilidad o ignorancia se dejaran vencer o sorprender
en esta titánica lucha de las naciones modernas.
Pero, lo repetimos, nosotros creemos que nuestra patria está, por multitud de
razones, en condiciones de indiscutible ventaja en comparación de todas las naciones
católicas.
España es la nación progenitora de naciones a las que informó en el espíritu de
justicia y caridad católicas, naciones que si, por un momento, al hacerse independientes,
sintieron los efectos de los que luchan en contra de sus progenitores, es evidente que los
desvíos de ayer se tornan hoy en los más fervorosos afectos de piedad y de filial cariño.
Y, ¿quién no verá en esta reciprocidad de amores un trono de magnífica gloria
para nuestra España, la más fecunda de todas las naciones?
Ella descansará sin sobresalto alguno sobre los pechos de sus hijas las naciones
colombianas, de sus hijos recibirá gozosa los dulcísimos besos del amor que rebosa paz y
guardará, como sus más codiciados timbres de gloria, las nobles gallardías y los esfuerzos
de grandeza que todas hagan como si fueran fruto de sus propias entrañas. Y hoy, cuando

30
ya estamos a punto de hacer desaparecer las distancias, la madre España, rodeada de sus
hijas las naciones que arrancó del abismo de lo ignoto, se mostrará ante el mundo fuerte,
rica y honorable y capaz, por ende, de hacerse respetar y temer, si fuera preciso, de las
demás naciones, por poderosas que sean.
Y no tenemos reparo en anotar que cuando hemos dicho por poderosas que sean,
hemos mirado a los Estados Unidos americanos con toda su prosperidad y con toda la
conciencia que hoy tiene la gran nación americana de su propio poderío, y conste que hoy
empiezo a juzgar a Inglaterra satélite de los americanos, para que así se dé a mis palabras
todo el alcance que yo las pretendo dar.
De las naciones del mundo, mejor si se quiere, de las naciones mundanas o
inspiradas en el humanismo paganizado de nuestros tiempos, Norteamérica es, sin
disputa, la nación que más ha aventajado, dejando a la zaga a las naciones europeas que
la formaron sin espíritu mercantilista.
El desarrollo material de aquellas vastas regiones cargadas de primeras materias y
exuberantes frutos, es verdaderamente admirable.
New York es la metrópoli comercial del mundo. Las industrias, las artes, las
ciencias, todo lleva en sí un sello especial de grandiosidad característico de los
americanos. Allí hay grandiosidad, es indudable, pero eso no basta para que una nación
adquiera los elementos de perdurable grandeza que lleva a los pueblos hasta los linderos
de lo sublime. Grandes y relativamente más grandes que la república yanqui, hubo
naciones en el mundo y se derrumbaron tan pronto como ruidosamente.
Ahora bien, ¿está la gran nación yanqui en vías de armonizar la prosperidad de
que goza con la verdadera civilización que se basa sobre los eternos principios de la única
religión verdadera?
Nos atrevemos a decir que más nos inclinamos a la respuesta afirmativa que a la
contraria. Pero aun suponiendo que los Estados Unidos americanos llegasen a ser
católicos, seguimos preguntando, ¿será tal la preponderancia americana que llegue a
anular la prístina influencia de Europa en el mundo?
No lo creemos. Por mucho que avance el pueblo americano en los caminos de la
civilización católica, sus hábitos contrarios, por más que Mr. Harding no lo crea, será
dificilísimo arrancarlos, y obra de tiempo, aunque sea relativamente corto dada la
velocidad con que todo se hace en Norteamérica.
Y en esta acción negativa invertirá largos años y no pocos esfuerzos. En llegar a
tener por levadura la masa social yanqui los principios sinceramente católicos hasta el
punto de poder afirmar que el catolicismo informa el espíritu de la nación americana,
¿habrá pasado tanto tiempo como la nación históricamente informadora del espíritu
católico de las naciones hispano-americanas y geográficamente avizora de los altos
destinos de las naciones que engendrara a costa, las más de las veces, de savia de

31
heroísmo, brotada del desprecio de la propia vida, ofrecida en aras de la verdadera caridad
a los prójimos, virtud impulsadora, en primer término, del descubrimiento de América?
¿Cuándo llegará el espíritu yanqui a decidirse a sus empresas impulsado por el
verdadero espíritu apostólico que inspira las empresas católicas?
¡Hay tanta distancia del ansia de negocios lucrativos al sacrificio de los propios
bienes con tal de salvar almas!
Las minas de oro, los yacimientos petrolíferos, las estaciones carboníferas, los
grandes bosques de finas maderas, todo cuanto supone ganancia terrena es lo que mueve
hoy a la gran nación de Norteamérica, y a sus similares, a emprender sus hazañas, de las
cuales no pocas execrará la Historia, mientras que Isabel la Católica, el más excelso jefe
de Estado que ha tenido el mundo, emprendió la obra del descubrimiento del Nuevo
Mundo dispuesta a vender sus propias alhajas si no hallara a la mano otros recursos.
La Pinta, la Niña y la Santa María son la más excelsa gloria de la Marina del
mundo, ni escuadra que más haya conquistado, ni expedición que se inspirara, desde los
argonautas hasta hoy, en sus más bellos ideales, ni hazaña de hombres que reportara más
beneficios a la humanidad.
Yo me atrevería a ofrecer a Mr. Harding estas sencillísimas consideraciones no
para que las aprendiera, él las sabe muy bien, más para que considerara el camino que ha
de recorrer la gran república que preside si ha de cumplir ese destino de ser directora de
naciones y cabeza del mundo. Mientras el espíritu que informe a los americanos sea el de
Isabel de Inglaterra, toda su soberanía sucumbirá, como los herederos de Washington ven
que sucumbe la gloria de su principal progenitora.
Lo que dista Isabel la Católica a la de Inglaterra, eso distan los Estados Unidos de
América de tener capacidad para dirigir los destinos del mundo.
Y porque así lo creemos, no dudamos que nuestra España está más apta hoy para
cumplir ese fin que la próspera república americana, sin que, en buena lógica se pueda
objetar que España necesita de la marina de guerra y mercante de que disponen los
E.E.U.U. pues no se trata de conquistar, no hablamos de imposición alguna de la fuerza,
la empresa que más nos ocupa es fundamentalmente de amor, de purísimo amor, de amor
tan insólito que solamente el solar español lo puede sentir como padre y las naciones
hispano-americanas como hijas de este noble pueblo, el más glorioso de la tierra en todos
los siglos.
Mr. Harding, nuevo presidente de la república americana, ha dicho que para
cumplir como debe las obligaciones que le impone su cargo se esforzará en seguir en
todos sus puntos los preceptos divinos, ¿por qué camino?, ¿por el que ya conocemos
trazado por el protestantismo o por el único verdadero de la civilización integral, que es
el enseñado por la Iglesia Católica?
El primero arrastró a las naciones a la hecatombe que dio comienzo en 1914 y que
nadie sabe cuándo ni cómo acabará. El segundo camino para seguir los preceptos divinos

32
es el que se ha desconocido por los factores del Tratado de Versalles que Mr. Harding
condena como falto de espíritu religioso. Y así es en efecto, no porque esté falto de espíritu
protestante, más porque en él no fue para nada tenida en cuenta la actuación de la
conciencia católica.
Por último, el primer ciudadano de los E.E.U.U., que se siente Augusto cuando
menos, habla a la vez de construir la mayor escuadra del mundo y de ocupar su puesto en
una bienhechora asociación, que tendrá por fin el establecimiento de la paz. Si vis pacem
para bellum, mas no ambiciones ni codicies.
Sé fuerte, bien está, y serás respetado, pero si buscas la fuerza para levantarte
soberbio sobre los demás y para extender soberanamente la garra y hacerte dueño de lo
que no te pertenece, ¿para qué esa soberanía nacional, la más preciada de todas las
aspiraciones del pueblo yanqui?
No es en protestante como se conquista para una gran nación la corona de la
verdadera gloria. El protestantismo formó naciones prósperas para su mercantilismo,
industrialismo y poca aprensión para escoger los medios que conducen a la riqueza. Pero
esa prosperidad no tiene por fin la civilización. Esa extraordinaria grandeza no llega jamás
a lo sublime, que es el verdadero timbre de la gloria de los que aspiran a ser cabezas de la
humanidad o de otros pueblos. Esa grandeza es semejante a la material de la aludida torre
de Babel, nacidas de la soberbia de los hombres para así, con su propio saber e industria,
llegar a inmortalizar su nombre antes de repartirse sobre la faz de la tierra. Ese poderío y
soñada gloria no tarda en ser destruida por la mano omnipotente que reprocha siempre a
los soberbios, confundiéndolos en su mentida sabiduría y haciéndoles vagar sin rumbo
fijo sobre la faz de todas las regiones.
Si el catolicismo progresara tanto en los E.E.U.U. que los inviolables principios
de la Verdad eterna llegaran a regular en toda su pureza las acciones yanquis, no dudamos
que esa nación haría mucho bien a las naciones no latinas y a sí propia, pues daría firmeza
al conglomerado de pueblos que forman la gran nación y haría de su estrellada bandera
una constelación en derredor de la cual girarían las otras naciones de su raza, pero si no
piensa y obra en católico, esas estrellas no pasarán de formar una nebulosa que al fin y al
cabo será de confusión para todos los pueblos.
España es católica, sabe ser madre, y en su bendito regazo se regalarán las
naciones sus hijas, colmando a su madre de honor y fortaleza, que hará vivir a todas en la
suspirada paz tan deseada de todos los pueblos.
No lo dudamos, tenemos de ello evidencia, como si lo viéramos ya realizado.
Sabemos que no suben las naciones a la cumbre en un día, de un salto, pero España siente
revivir en sí los gérmenes de su verdadera grandeza.
La sangre de sus héroes se caldea y la patria de San Francisco Javier, y de San
Pedro Claver, y de San Vicente Ferrer y del Padre Marchena, la patria de los apóstoles
como Fr. Bartolomé de las Casas, que son legión en toda la América Española, la patria

33
de los mártires hechos por judíos y mahometanos, la patria del más grande de los apóstoles
en orden a la predicación, por lo que el gran Boanerges fue denominado el Mayor. Esta
patria que puede manifestarse en el apostolado ostentando las dos inconmovibles y más
esclarecidas columnas de los misioneros en Santo Domingo de Guzmán y en San Ignacio
de Loyola, grabando en sus frentes el non plus ultra que ostenta el escudo español en sus
hercúleas columnas. Esta patria que en alas de su amor a la religión descubrió, conquistó
y cristianizó un mundo y abrió a otros los caminos de la civilización, esta patria resurge
del cansancio que su pasada grandeza le causara, y a la voz de un Soberano Pontífice que
la ama, y al empuje de su Rey que la levanta, se dispone a reanudar las inmarcesibles
glorias de su mundial apostolado bajo la inmediata vigilancia y alta dirección de un celoso
arzobispo de nuestra España, elegido directamente por nuestro amadísimo Padre el Papa
Benedicto XV, para llevar a efecto la fundación del «Pontificio y Real Seminario Español
de Misiones Extranjeras». Y como elegido por el mismo Vicario de Cristo que tanto
conoce a España el Sr. Arzobispo de Burgos, doctor don Juan Benlloch, como dice el
Apostolado Franciscano que se publica en Bilbao,
«Es un prelado muchas veces ilustre por su ciencia, por su bondad, por su corazón,
por su talento, por su actividad. Estas grandes obras son la atmósfera propia de su
alma en donde él se mueve como en su medio connatural».
Pero esta institución, ¿será parte principal para dar a España esclarecimiento y
grandeza? Es imposible dudarlo. Adonde quiera que pisan los católicos españoles, y muy
especialmente diremos los misioneros españoles, se ama y se respeta a España porque
ellos son honrados ciudadanos que honorifican a su madre patria en los pueblos en que
viven.
Los misioneros no son aventureros impulsados por la avaricia, buscan las almas
para depositar en ellas el ósculo santo de la paz del divino Maestro. Las naciones de
América y de Oceanía, que fueron en otro tiempo hijas del espíritu católico español darán
es sus historias buen testimonio de esta verdad, como lo dio el protestante Taf, más tarde
presidente de la república de los E.E.U.U. americanos, cuando fue a estudiar, por encargo
especial de su país, la organización del pueblo filipino deduciendo, en conclusión, que
debía conservarse cuanto existía de los frailes y reponer, a ser posible, cuanto se hubiera
destruido.
Los misioneros en China y en el Japón serán los denunciadores de nuestras glorias,
ganadas por nuestro espíritu de sacrificio, por nuestra sobriedad, por nuestro desafecto a
las cosas de la tierra, por nuestro amor al trabajo espiritual, por nuestro decidido empeño
de ser soldados abanderados de Cristo. Y tiene este nuevo Seminario, inaugurado el 1 de
diciembre con la asistencia del Nuncio de Su Santidad y del ministro de Gracia y Justicia
en representación del Rey, una particularidad que lo hace singular entre todos los centros
de esta clase de nuestra patria y es que los misioneros no serán de esta esta o aquella
Orden o Congregación religiosa, ni de todas juntas, los misioneros de que se trata serán
del clero secular.

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Dice así la revista antes citada:
«Y con este patronato y patrociniose refiere al Papa, al Rey y a San Francisco
Javier, Patrón de la obra de misiones, crecerá el número de los misioneros
españoles del clero secular, que emulara en fraternal y santa contienda de amor a
Cristo el celo de las Órdenes religiosas, crecerá ese número y España acrecentará
los lauros de sus conquistas apostólicas».
También son dignas de ser tenidas en cuenta estas palabras que transcribimos:
«Ni se nos olvidará jamás el elogio tributadopor el Excmo. Sr. Arzobispo de
Burgos en el discurso inaugural, al difunto canónigo D. Geraldo Villota,
fundador del Colegio de Ultramar, como base providencial del que hoy se inaugura
y que será su ampliación».
Hacen tanta falta en el que nosotros decimos nuestro ultramar, tanto esfuerzo
religioso de nuestra parte para que no se pierdan las semillas de cristiandad que en
aquellas naciones depositaron tan sabia y celosamente nuestros religiosos que todo lo que
se trabaje en ese sentido merecerá siempre el más ferviente elogio de los buenos
españoles.
Que Dios derrame sus bendiciones proporcionando tantos y tan variados medios
como son indispensables para que esta obra corresponda a los deseos del Papa, del Rey y
de su celoso fundador y sea un verdadero semillero de héroes para enaltecer por todo el
mundo infiel nuestra catolicidad tantas veces gloriosa como fecunda.
En presencia de esta futura generación de misioneros seculares, asalta nuestra
memoria un nombre santo que ha brillado y brillará en nuestra patria como sol que
alumbre con sus luces recibidas de lo alto ese nuevo derrotero, que señale ese nuevo
oriente de la vida del catolicismo.
Una multitud de consideraciones se escaparían de nuestra pluma espontánea y
sencillamente, como el que contempla un exuberante manantial que nace y un arroyo que
corre apacible. El corazón se llena también de los más sinceros afectos para aquellos que
nacieron de un alma gigante y de niño a la par con el fin de que fueran los dechados y
guías y padres del clero secular en todas las manifestaciones de la vida de éste.
En España están los gérmenes y los frutos más o menos sazonados, para conseguir
ese fin religioso y quién sabe si más gigantes fines todavía. Velemos en misterioso
silencio por hoy nuestros pensamientos, pues no conocemos este asunto de manera que
nos permita ir más allá, ni seria discreto hacer insinuaciones que tal vez estuvieran fuera
de la realidad de las cosas. Habló el Vicario de Cristo, para él sea todo honor y toda gloria.

Derechos de autor reservados
2016 Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado (Edición).
La Religión y el Mundo Actual. 15. España resiste. Federico Salvador Ramón
Angarmegia: Ciencia, Cultura y Educación. Portal de Investigación y Docencia
Edición preparada con ocasión del proceso de beatificación del Padre Fundador de las Esclavas de La
Inmaculada Niña.
http://angarmegia.com - angarmegia@angarmegia.com

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