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LA TAREA ÉTICA DE EDUCAR EN LA ESCUELA


                                                               Ramón Mínguez Vallejos
                                                                  Universidad de Murcia




       El objetivo de esta addenda es aportar ideas al debate sobre el sentido de la
escuela desde una opción ético moral. Es muy probable que sea urgente reflexionar
sobre el papel transmisor de la escuela. No sólo porque la crisis actual del sistema
educativo sea un reflejo de la escasa eficacia de las reformas educativas implantadas en
nuestro país en los últimos decenios (el fracaso escolar no deja de aumentar), sino
también y muy especialmente por la profunda desorientación que provoca la escuela
como mediadora imprescindible para orientar a niños, adolescentes y jóvenes a
alumbrar respuestas novedosas a los problemas que se plantean en nuestra sociedad.

       Nuestra reflexión se aleja de los presupuestos científico-tecnológicos hasta ahora
predominantes en la actividad escolar. Se parte de la idea de que educar nace de una
demanda que proviene del otro, el educando, quien con su presencia interpela al
educador a hacerse cargo de él. Por ello, en primer término, la tarea de educar en la
escuela se convierte en un ejercicio de responsabilidad y cuidado de niños y
adolescentes. Y esa actividad escolar implica la propuesta y enseñanza de unos valores
morales: diálogo, tolerancia-respeto y búsqueda de la verdad. Pero la realización de
estos valores en el marco escolar no se reduce al férreo encorsetamiento de las
disciplinas, ni tampoco a un rígido sistema de funciones y roles como ahora rige la vida
escolar. Precisa de otra mentalidad, de otro modo de ser y de hacer la tarea educativa en
medio de la incertidumbre y la provisionalidad. Lejos de encerrar la enseñanza de
valores escolar en el ámbito de las asignaturas, el profesor y la actividad escolar se
convierten en elementos generadores del aprendizaje de valores.


1. Algunas señales de interrupción de la tarea educadora de la escuela.

       Corre la opinión ampliamente compartida de que la escuela está inmersa en una
frágil situación de fractura o interrupción de las transmisiones. Las estructuras de
acogida (familia, escuela, religión,…), que tiempo atrás han servido de sólido asidero



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para orientar la vida de las personas, en el momento presente se muestran como
referentes provisionales de la vida personal y comunitaria. Por ello, el carácter
provisional y a la vez contingente de la vida en común trae consigo el estar sometido a
una constante desestructuración, desorientación y abandono de criterios fiables que
puedan incidir en el proceso formativo de niños y adolescentes. De hecho, la precaria
situación de la institución escolar no escapa del profundo colapso de la totalidad de los
procesos de transmisión en el interior de nuestra sociedad. Ello da lugar a un creciente
desarraigo psicológico y social y la ausencia de identidad personal de muchos
individuos en formación. A consecuencia de este desarraigo, se está produciendo un
aumento sin precedentes de las más variadas e inéditas formas de violencia en el interior
de nuestra sociedad y de la institución escolar, como así lo manifiestan los recientes
informes de conflicto en las aulas1 y de fracaso escolar2. Por eso creemos preciso
manifestar que los modelos y reformas escolares llevadas a cabo en los últimos decenios
no han aportado de modo satisfactorio los resultados esperados. Buscar las causas y los
factores que han intervenido en esta situación bastante pesimista de nuestro sistema
educativo no deja de ser una tarea ciertamente compleja y que las responsabilidades de
esta situación están muy extendidas.


        A nuestro juicio, una de las cuestiones centrales de esta problemática está en la
convicción de que la educación ha sido considerada, tanto en círculos académicos como
también en la investigación y la práctica escolar, como ciencia con pretensiones de
univocidad y de verificación experimental. La acomodación del discurso pedagógico y
de la práctica educativa a unos determinados modelos científicos ha producido unos
resultados muy alejados de lo deseable y ha afectado casi de modo irreparable en la vida
cotidiana de las personas. Además, es harto evidente que los avances científicos y
tecnológicos han determinado las condiciones actuales de vida humana hasta el punto de
que se ha producido un cambio radical en el modo humano de pensar y de vivir los unos
con los otros. Lo verificable científicamente es y sigue siendo el criterio ampliamente

1
  A pesar de que el último informe del Defensor del Pueblo sobre violencia escolar (2007) aporta datos
algo optimistas en comparación con al anterior (2000), sin embargo, tales logros son absolutamente
insuficientes porque este fenómeno está prácticamente extendido en todos los centros escolares de
secundaria y con todas las formas de maltrato; además, están apareciendo nuevas formas de violencia
escolar con el uso de las nuevas tecnologías de la información (ciberbullying) y con sectores de población
más vulnerables (inmigrantes, niños adoptados, en riesgo de exclusión social, etc.)
2
  Andreas Schleicher, coordinador del último informe PISA (2007), es taxativo afirmando que el nivel de
educación de la juventud española está a bastante distancia en comparación con estudiantes de otros
países de la UE.


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admitido en la comprobación de los resultados educativos; importan los “efectos” a
conseguir en los procesos de enseñanza-aprendizaje, mientras que se ha desvalorizado el
mundo de los “afectos”, el olvido o alejamiento más indiferente de los unos respecto de
los otros (Duch, 2007). Ello está provocando un fuerte enclaustramiento de la identidad
en grupos primarios y una significativa incertidumbre en la convivencia que se
manifiesta con nuevos fenómenos de anomía, aislamiento, rechazo social y exclusión
del otro diferente (Tezanos, 2008). La escasa capacidad de la escuela para articular un
proyecto educativo realmente humanizador no sólo lo experimenta esta misma
institución, sino también la familia, la religión y la comunidad. Cualquier chico o chica
en proceso de formación necesita vincularse a un proyecto humano en y para este
mundo, descubrir un “sentido de vida” que señale un horizonte ético hacia el cual
dirigirse y desde el cual encuentre el contexto donde sitúe su existencia (Carr, 2005).


       Pero la escuela, al igual que la familia, tiene un serio competidor para conseguir
una formación global y responsable en niños y adolescentes. Los medios de
comunicación están implantándose en nuestra sociedad como la “nueva” estructura de
acogida (Duch, 2007) en la que las generaciones más jóvenes se sienten reconocidos.
Desde ella se configura casi todo lo que piensa, siente y hace la mayoría de jóvenes
(valores, estilos de vida, información, moda, ocio, etc.), y ellos se sienten más
identificados con la actual cultura mediática que con sus profesores o padres. A la
televisión, los famosos, las revistas del corazón, el star system, etc., se les concede casi
de modo mágico la capacidad de determinar las formas de pensar y de convivir.
Precisamente esta cultura (Gubern, 2003), por su fuerte poder de influencia en el
universo simbólico de muchos ciudadanos en formación, está desempeñando una
función social capaz de dar respuesta a una gran variedad de necesidades básicas, desde
las cognitivas a las de entretenimiento, afectivas y de integración personal y social. En
concreto, el mundo pluriforme de la publicidad, del consumo y del mercado es uno de
los principales referentes del imaginario colectivo de niños y jóvenes, porque hoy por
hoy determina prácticamente todas las facetas de su vida cotidiana. Su manera de
aprehender, estar y ser en el mundo, la forma en que construyen y expresan la identidad
y la alteridad, los modos en que se comunican difícilmente pueden entenderse al margen
de esa cultura mediática. Esto es algo reconocido ampliamente, incluso por aquellos que
trabajan en ese ámbito profesional (Lucerga, 2005). En uno de los debates del mes de la



                                                                                          3
revista Control (2004, p. 33), centrado en la relación entre nuevos públicos y marcas,
Pilar Granados como directora general del CIMEC3 señalaba lo siguiente:

            “Una de las peculiaridades de los más jóvenes y de los niños de ahora es esa:
           son poblaciones que tienen un alto nivel de vida, son los reyes de la casa y, sin
           embargo, ese excedente de tiempo y despreocupación se emplea en consumo,
           porque es la única manera de ser. Esa es la clave. No existe socialización sin ese
           consumo, es el vehículo. Todo pasa por realizar consumos que además me
           identifican con otros. Ahí se inscribe el tema de las marcas. Para mí es lo más
           espectacular del cambio que percibo. Hay un tema meramente sociológico, cada
           vez somos menos personas y más consumidores, parece que somos simplemente
           consumiendo y ahí hay una convulsión brutal donde la identidad parece que
           pasa por eso”.

           Por su parte, la encuesta de Jóvenes 2005 de la Fundación Santa María señala
que los rasgos de “consumistas”, “pensando sólo en el presente”, “egoístas” y “con poco
sentido del deber y del sacrificio” aparecen entre los que aparecen el mayor número de
encuestados señalan atribuyéndoselos al conjunto de los jóvenes, mostrando así más un
perfil de baja que de alta autoestima (Elzo, 2005, 91).

           La fuerte adhesión de los jóvenes al entramado de la cultura mediática (TV,
Internet, personajes audiovisuales, etc.) va unido a la pérdida de confianza de lo que
transmiten las estructuras de acogida tradicionales. Sin confianza en lo que se transmite
a través de las distintas esferas de relacionalidad humana (educativa, familiar, religiosa,
política, etc.), emergen actitudes de rechazo y alejamiento de los unos respecto de los
otros. La desconfianza es un serio obstáculo para la transmisión de valores y de criterios
orientadores en la formación de las personas y es generadora de violencia y alejamiento
entre ellos. Sin confianza, por tanto, es poco probable la existencia de un espacio
compartido en donde lo que se da y se recibe sea bien acogido y reconocido con la
consiguiente desorientación y desestructuración de la persona en formación. Y junto a
esta precaria situación de sospecha en lo que se transmite va ligado un fenómeno actual
de consecuencias aún más imprevisibles. Vivimos en una vertiginosa sobre-aceleración
del tiempo; la velocidad con que vivimos las relaciones interpersonales deja tras de sí
una estela de desasosiego, inestabilidad, descontrol y perversión del tiempo humano.
Vivimos en la escasez del tiempo porque no tenemos tiempo para compartir, para
acompañar y cuidar. En este sentido, un reciente informe sobre la infancia en España de
la Fundación Santa María afirma que existe la tendencia creciente a estar solos en casa
los niños de 6 a 11 años (1 de cada tres) durante la mayor parte del tiempo vespertino y

3
    Centro de Investigación del Mercado de Entretenimiento y de la Cultura, c/ Sagasta 15, 5º Izda., Madrid.


                                                                                                          4
“esa tendencia se duplica a partir de los doce años” (Vidal y Mota, 2008, 117). No es
raro suponer que los niños reciben más atenciones materiales y menos atención
personal. El Barómetro KidSpeak elaborado por Millward Brown (2004), dedicado a los
hábitos de ocio y audiovisuales, se comprueba que las tres actividades preferidas por los
niños de 8 a 12 años en España están relacionados con el mundo de “la pantalla”. La
preferida es, por supuesto, la televisión, la segunda “navegar por Internet” y la tercera
“jugar a los videojuegos” (Granados, 2006). Si los seres humanos nos construimos
como tales por medio de las relaciones en un espacio y tiempo concreto, la atención a la
relacionalidad educativa debería ser una cuestión preferente entre las múltiples
preocupaciones por la mejora de la práctica escolar.


2. Educar es una demanda que viene del otro

       Existe una amplia preocupación en el profesorado por los contenidos a enseñar y
éstos casi siempre han estado centrados en la instrucción. En efecto, el profesorado cree
que la escuela se distingue de otras agencias educadoras porque es el espacio en donde
se diseñan, realizan y evalúan actividades de aprendizaje para la consecución de unos
objetivos. Parece evidente que, desde esta perspectiva, el rol principal del profesor sea
la transmisión de unos contenidos instructivos, esto es, la enseñanza de conceptos y
hechos, procedimientos y habilidades derivados de áreas de conocimiento o disciplinas
académicas. En los últimos tiempos, se ha dado más prioridad a aquellos conocimientos
científicos y técnicos en detrimento de aquellos otros que tienen rostro humano. La
difusión de una mentalidad científica y tecnológica se ha admitido casi sin discusión
entre los planes de estudio de las distintas reformas llevadas a cabo durante los últimos
decenios en nuestro país. Ello ha provocado una tendencia a valorar más lo útil, a
transmitir lo que se puede verificar de modo experimental y a equiparar lo verdadero
con lo numérico, lo positivo o lo empíricamente contrastable. Otros contenidos
instructivos relacionados con los valores morales propios de una ciudadanía plural y
democrática, a pesar de tener carácter obligatorio en el curriculum escolar, han sido
tratados como una cuestión marginal en la tarea cotidiana del profesor. Pero el profesor
no ha renunciado a la enseñanza de valores sino que, al conceder mayor primacía a la
instrucción en el aula, su labor educadora se ha centrado en la promoción de aquellos
valores que son intrínsecos a las disciplinas. Así, por ejemplo, los valores relacionados
con una forma de pensamiento científico (verosimilitud, precisión, intersubjetividad,


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coherencia, adecuación empírica, etc.) son, a fin de cuentas, los que realmente se
aprenden en las distintas situaciones de enseñanza escolar. Pero estos valores presentan
un carácter netamente instrumental al servicio de unos procesos de aprendizaje que
siempre llevan al dominio, comprensión y recuerdo de unos contenidos (conocimientos,
hechos, habilidades, etc.). En cambio, la tarea de educar valores morales no es algo
exclusivo de la escuela sino compartido con otras agencias educadoras, particularmente
la familia y las instituciones socio-comunitarias más próximas a la vida del niño y
adolescente (Ortega, Mínguez y Hernández, 2009).

       Por otra parte, de manera progresivamente explícita, se va implantando el
carácter ético de la educación como un componente de calidad de la tarea educativa de
la escuela. A pesar de que las sucesivas reformas escolares han ocasionado una fuerte
erosión en su credibilidad y expectativas, sería incorrecto negar que la escuela haya sido
escenario de avances significativos en materia educativa. Se han mejorado los
contenidos, las metodologías y aprendizajes de varias generaciones de alumnado; se ha
dotado a los centros escolares de más y mejores recursos materiales y humanos; se ha
mejorado el funcionamiento, participación y gobiernos de las instituciones educativas;
se ha logrado superar barreras de exclusión social y atender a sujetos desfavorecidos.
Sobre este escenario, con evidentes logros aún insuficientes y parciales, la “buena”
educación es el horizonte al que tiende hoy la escuela, hacia una educación que “se
inscribe bajo la cobertura de imperativos éticos y sociales, estrechamente vinculados a
la aspiración de construir una mundo más habitable y una sociedad más humana y justa,
al tiempo que un modelo de desarrollo social y económico sostenible” (Escudero 2005,
15). Pero el carácter ético de la escuela, a nuestro juicio, no le viene sólo desde fuera
porque haya habido un aumento significativo de los recursos materiales y humanos, ni
tampoco porque la escuela se ajuste al marco normativo de unos principios propios de
una sociedad democrática que haga posible la buena vida en común y la promoción
integral de sus ciudadanos. Para nosotros, el carácter ético es elemento intrínseco de la
“buena educación”, es decir, sin ética no hay educación.

       Siendo evidente la tendencia actual de la escuela a educar más en el
adiestramiento y la instrucción, en el aprendizaje de conocimientos y competencias que
preparen a las futuras generaciones para su incorporación al mundo laboral, se percibe
un amplio desconocimiento del otro concreto. Se parte de la idea de que los alumnos



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son iguales y con los mismos derechos a recibir una educación de calidad pero, a su vez,
hay un olvido clamoroso de la realidad concreta del alumno. Se admite que todos los
alumnos tienen características similares y tienen las mismas aspiraciones y dificultades.
Se parte del supuesto de que la educación debe ser igual para todos en un mismo
escenario. Pero esto no es cierto, no existen dos sujetos educativos iguales, ni tampoco
la realidad desde la que educar a cada alumno es la misma. Por ello, considero que
cualquier acción educativa se resuelve en el modo de establecer relaciones concretas
dentro de una espacio–temporalidad que sitúa al profesor y al alumno en una
perspectiva histórica y cultural concreta. A nuestro juicio, lo que constituye la razón de
educar en la escuela son las relaciones que se establecen entre unos y otros, profesores y
alumnos. Inmersos como estamos en la fugacidad del tiempo y del espacio, la
relacionalidad humana (Duch, 2004) se convierte en factor constituyente y constitutivo
de la vida escolar cotidiana de cada individuo implicado en la vida de la escuela. La
relación con el otro educando no depende de una elección personal, ni profesional; el
profesor contrae una “deuda” antes de reconocerlo como tal. Es lo que Lévinas
denomina responsabilidad para con el otro aún antes de reconocer su existencia
concreta, porque la obligación hacia el otro que viene (educando) está enraizado en la
misma razón de ser como educador y como ser humano que tiene una existencia
concreta (Crespi, 1996). Ello supera la lógica de cualquier derecho a educar en justa
reciprocidad y anteponer los derechos del otro educando a los míos propios (Mínguez,
2008).

         Y al referirse a la relacionalidad como sustrato básico de la tarea educativa de la
escuela implica, por parte del profesor, hacerse esta pregunta: ¿Quién es este alumno
para mí? ¿Qué espera de mí? ¿Cómo es mi relación con él? Pueden darse multitud de
respuestas, pero también hay una desde la ética o la moral. Desde esa opción, el alumno
es visto como alguien y no algo con quien se quiere establecer una relación ética, de
acogida - reconocimiento y responsabilidad para con el otro educando. Caben otras
respuestas, como también no preguntarse por el otro que se educa; en esos casos, educar
es una tarea domesticadora o totalitaria (Mèlich, 2004), donde la relación educativa se
convierte en pretexto para la enseñanza de unos conocimientos cosificados y
competencias instrumentales. Si hablamos de educar en la escuela, por tanto, la acción
educativa escolar es respuesta a la pregunta que viene del otro, a la demanda del otro
educando en una situación concreta. La respuesta educativa, en cuanto responsabilidad,


                                                                                          7
se manifiesta como acogida, acompañamiento y cuidado. Educar es hacerse cargo del
educando en su realidad concreta (Ortega, 2004). Solamente el educador se hace
responsable del otro, cuando responde a este en su situación, cuando se ocupa y
preocupa desde la responsabilidad.


3. ¿Qué hacer en la escuela?

       Es bastante probable que una de las cosas más importantes en la mejora de la
escuela sea tomarse en serio la acción educativa. En buena medida depende del
educador en el modo de establecer una relación ética con el educando. Y para ello la
acción del educador debe transcurrir no sólo por el discurso y la comprensión
intelectual, sino por la experiencia de vida que, como educador, se manifiesta en un
contexto (Mínguez y Hernández, 2003). Por eso, otra educación orientada a la
plasmación de los valores en la escuela pasa necesariamente por “hacer pensar” a los
profesores sobre el componente ético de la práctica educativa. Dicho de otro modo ¿Qué
hay en juego entre un maestro y un alumno cuando éste intenta aprender?: El comienzo
de una aventura educativa. Intentar hacer otra educación, exige pensar la tarea educativa
de la escuela desde otros parámetros que, en conjunto, faciliten el aprendizaje valioso
del alumno. Y ello comienza, a nuestro juicio, con la aceptación y el reconocimiento del
alumno como “alguien” en su singularidad concreta. Mientras que no se produzca este
reconocimiento y compromiso para con el otro (alumno) no es posible una educación
distinta. Hablamos aquí de una pedagogía en la que el profesor asume al otro en su
radical alteridad (Ortega, 2004). Y ello implica admitir que el otro escapa de todo poder,
especialmente de “mi poder” como docente. El alumno es alguien a quien “no puedo
dominar”, con el que establezco una relación desinteresada y con el que no hay ningún
contrato, tan sólo un mandato que se impone por su condición de radical alteridad: “no
me mates”. De ahí que educar desde esta óptica evoca la experiencia de un
acontecimiento singular (Bárcena y Mèlich, 2000), en el que se da la oportunidad de
asistir al encuentro con el otro, al nacimiento de alguien que no soy yo. Y esta
experiencia de la novedad exige que el docente opte incondicionalmente por el otro, a
que el otro sea distinto de mí. Porque la actitud fundamental del educador es su
disponibilidad incondicionada a que el otro sea “otro”. Asunto ciertamente complicado
porque se educa “por el éxito del otro por la simple razón de que está ahí y de que su
presencia es una llamada al advenimiento de la humanidad” (Meirieu, 2001, 49). Y esto


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no se comprende bien si no se admite que educar es un acto desinteresado de amor.
Educar, desde la pedagogía de la alteridad, consiste en un acto de amar al otro para que
sea otro, no parecido a mi, o que me devuelva lo que yo le doy. No resulta fácil para el
educador, acostumbrado a enseñar, renunciar a pensar lo que uno piensa, a saber lo que
uno sabe, a convencer al otro de lo que creemos que da sentido a nuestra vida o
profesión que también puede ser “bueno” para él, sin caer fácilmente en la dominación
o en la sumisión del alumno. Si, “lo humano sólo se ofrece a una relación que no es un
poder” (Lévinas 2001, 23), el encuentro con el otro (el maestro con el alumno, por
ejemplo), escapa a cualquier intento de dominación. Por ello, tenemos que renunciar a
una relación educativa en la que el “yo” docente se afirma y se impone, se cierra sobre
sí mismo. Frente a esta posición totalizadora y negadora del otro, es conveniente
practicar otro tipo de acción que no niega al otro, ni le es indiferente, sino que deja lugar
a que “el otro sea” desde la moderación. “La moderación es la expresión del yo sin la
violencia hacia el otro; es esta especie de “pudor” que conoce la verdadera competencia,
cuando se expresa sin imponerse y, sin renunciar a lo que cree, toma la precaución
esencial de darle un espacio donde existir” (Meirieu, 2001, 121). La acción del educador
como moderador es aquella tarea que crea vínculos con el alumno que le atrae hacia el
saber, hacia el aprendizaje. ¿Cómo se establecen estos vínculos?


       El proceso educativo se inicia con la actitud de respuesta del profesor hacia el
alumno. Consciente de lo que está en juego, el docente genera confianza, inspira el
deseo de aprender a través de energías morales e intelectuales. No son pocos los
docentes que, desde el inicio, han matado el ansia de aprender o que han convertido la
enseñanza de disciplinas en algo muerto o mediocre. “Los buenos profesores, los que
prenden fuego en las almas nacientes de los alumnos, son tal vez más escasos que los
artistas virtuosos o los sabios. Los maestros de escuela que forman el alma y el cuerpo,
que saben lo que está en juego, que son conscientes de la interrelación de confianza y
vulnerabilidad, de la fusión orgánica de responsabilidad y respuesta son alarmantemente
pocos” (Steiner, 2004, 26). Ello implica un cambio radical en la actitud del docente
hacia el alumno que exige apertura y disposición, confianza y responsabilidad. El
docente tiene que estar abierto al alumno, no como la “persona eficaz” que sabe y se
presenta ante sus alumnos en posesión de la verdad, de la sabiduría, sino como aquel
que despierta el interés del alumno por aprender, que actúa como guía y ejemplo, que se
hace cómplice del proceso de aprendizaje de cada alumno (Kouzes y Posner, 2008;


                                                                                           9
2003). Y estas son situaciones óptimas para la apropiación de valores, en las que la
acogida del alumno se convierte en seña de identidad de la acción del docente. No es
posible adquirir valores si no es en y desde la experiencia del valor, porque no es
suficiente con “conocer” o tener noticia para aprenderlo. Sólo cuando el valor es
experiencia puede ser aprendido. Por ello, el aprendizaje del diálogo, de la tolerancia,
del respeto a las ideas de los demás, entre otros, será posible si va asociado a la
experiencia de ser acogido, aceptado y querido en lo que es. La acogida se convierte en
acompañamiento, guía y ejemplo. El profesor acoge en la medida en que genera
confianza hacia el alumno. Y esto es posible cuando el alumno comienza a tener la
experiencia de la comprensión del afecto y del respeto hacia lo que él es. De ahí que
acoger en educación no es una concesión ni una ley que se impone, es pasión, donación
y entrega que se manifiesta como responsabilidad hacia el alumno. Educar es “hacerse
cargo del otro”, asumir y responder del otro y al otro. Por lo que la acogida, en la
pedagogía de la alteridad, no es pregunta sino respuesta incondicionada. Aquí no
hablamos de obligaciones o deberes impuestos desde fuera, ni tampoco de la
deontología que obliga al profesor a una determinada conducta ética ante sus alumnos.
Hay algo previo al cumplimiento del deber como profesor y que se sitúa en la misma
raíz de la acción educativa. La mejor entrega o respuesta del profesor a su alumno es dar
la confianza que necesita para llegar a ser él mismo. “Ésta es la donación suprema de un
Maestro” (Steiner, 2004, 132). Pero rara vez este planteamiento está presente entre los
profesores, más afanados en “lo que hay que enseñar”, en el aprendizaje de
conocimientos científicos y técnicos. Y enseñar con mayor rigor es adentrarse en lo más
vital de un ser humano. Es acceder al interior de la persona que aprende, porque el
docente - maestro irrumpe como un extraño en el pensamiento y conducta del alumno,
le cuestiona con la intención de limpiar y reconstruir. Una enseñanza mediocre que
conscientemente o no tan sólo busca objetivos utilitarios es destructiva.




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Educar en la escuela

  • 1. LA TAREA ÉTICA DE EDUCAR EN LA ESCUELA Ramón Mínguez Vallejos Universidad de Murcia El objetivo de esta addenda es aportar ideas al debate sobre el sentido de la escuela desde una opción ético moral. Es muy probable que sea urgente reflexionar sobre el papel transmisor de la escuela. No sólo porque la crisis actual del sistema educativo sea un reflejo de la escasa eficacia de las reformas educativas implantadas en nuestro país en los últimos decenios (el fracaso escolar no deja de aumentar), sino también y muy especialmente por la profunda desorientación que provoca la escuela como mediadora imprescindible para orientar a niños, adolescentes y jóvenes a alumbrar respuestas novedosas a los problemas que se plantean en nuestra sociedad. Nuestra reflexión se aleja de los presupuestos científico-tecnológicos hasta ahora predominantes en la actividad escolar. Se parte de la idea de que educar nace de una demanda que proviene del otro, el educando, quien con su presencia interpela al educador a hacerse cargo de él. Por ello, en primer término, la tarea de educar en la escuela se convierte en un ejercicio de responsabilidad y cuidado de niños y adolescentes. Y esa actividad escolar implica la propuesta y enseñanza de unos valores morales: diálogo, tolerancia-respeto y búsqueda de la verdad. Pero la realización de estos valores en el marco escolar no se reduce al férreo encorsetamiento de las disciplinas, ni tampoco a un rígido sistema de funciones y roles como ahora rige la vida escolar. Precisa de otra mentalidad, de otro modo de ser y de hacer la tarea educativa en medio de la incertidumbre y la provisionalidad. Lejos de encerrar la enseñanza de valores escolar en el ámbito de las asignaturas, el profesor y la actividad escolar se convierten en elementos generadores del aprendizaje de valores. 1. Algunas señales de interrupción de la tarea educadora de la escuela. Corre la opinión ampliamente compartida de que la escuela está inmersa en una frágil situación de fractura o interrupción de las transmisiones. Las estructuras de acogida (familia, escuela, religión,…), que tiempo atrás han servido de sólido asidero 1
  • 2. para orientar la vida de las personas, en el momento presente se muestran como referentes provisionales de la vida personal y comunitaria. Por ello, el carácter provisional y a la vez contingente de la vida en común trae consigo el estar sometido a una constante desestructuración, desorientación y abandono de criterios fiables que puedan incidir en el proceso formativo de niños y adolescentes. De hecho, la precaria situación de la institución escolar no escapa del profundo colapso de la totalidad de los procesos de transmisión en el interior de nuestra sociedad. Ello da lugar a un creciente desarraigo psicológico y social y la ausencia de identidad personal de muchos individuos en formación. A consecuencia de este desarraigo, se está produciendo un aumento sin precedentes de las más variadas e inéditas formas de violencia en el interior de nuestra sociedad y de la institución escolar, como así lo manifiestan los recientes informes de conflicto en las aulas1 y de fracaso escolar2. Por eso creemos preciso manifestar que los modelos y reformas escolares llevadas a cabo en los últimos decenios no han aportado de modo satisfactorio los resultados esperados. Buscar las causas y los factores que han intervenido en esta situación bastante pesimista de nuestro sistema educativo no deja de ser una tarea ciertamente compleja y que las responsabilidades de esta situación están muy extendidas. A nuestro juicio, una de las cuestiones centrales de esta problemática está en la convicción de que la educación ha sido considerada, tanto en círculos académicos como también en la investigación y la práctica escolar, como ciencia con pretensiones de univocidad y de verificación experimental. La acomodación del discurso pedagógico y de la práctica educativa a unos determinados modelos científicos ha producido unos resultados muy alejados de lo deseable y ha afectado casi de modo irreparable en la vida cotidiana de las personas. Además, es harto evidente que los avances científicos y tecnológicos han determinado las condiciones actuales de vida humana hasta el punto de que se ha producido un cambio radical en el modo humano de pensar y de vivir los unos con los otros. Lo verificable científicamente es y sigue siendo el criterio ampliamente 1 A pesar de que el último informe del Defensor del Pueblo sobre violencia escolar (2007) aporta datos algo optimistas en comparación con al anterior (2000), sin embargo, tales logros son absolutamente insuficientes porque este fenómeno está prácticamente extendido en todos los centros escolares de secundaria y con todas las formas de maltrato; además, están apareciendo nuevas formas de violencia escolar con el uso de las nuevas tecnologías de la información (ciberbullying) y con sectores de población más vulnerables (inmigrantes, niños adoptados, en riesgo de exclusión social, etc.) 2 Andreas Schleicher, coordinador del último informe PISA (2007), es taxativo afirmando que el nivel de educación de la juventud española está a bastante distancia en comparación con estudiantes de otros países de la UE. 2
  • 3. admitido en la comprobación de los resultados educativos; importan los “efectos” a conseguir en los procesos de enseñanza-aprendizaje, mientras que se ha desvalorizado el mundo de los “afectos”, el olvido o alejamiento más indiferente de los unos respecto de los otros (Duch, 2007). Ello está provocando un fuerte enclaustramiento de la identidad en grupos primarios y una significativa incertidumbre en la convivencia que se manifiesta con nuevos fenómenos de anomía, aislamiento, rechazo social y exclusión del otro diferente (Tezanos, 2008). La escasa capacidad de la escuela para articular un proyecto educativo realmente humanizador no sólo lo experimenta esta misma institución, sino también la familia, la religión y la comunidad. Cualquier chico o chica en proceso de formación necesita vincularse a un proyecto humano en y para este mundo, descubrir un “sentido de vida” que señale un horizonte ético hacia el cual dirigirse y desde el cual encuentre el contexto donde sitúe su existencia (Carr, 2005). Pero la escuela, al igual que la familia, tiene un serio competidor para conseguir una formación global y responsable en niños y adolescentes. Los medios de comunicación están implantándose en nuestra sociedad como la “nueva” estructura de acogida (Duch, 2007) en la que las generaciones más jóvenes se sienten reconocidos. Desde ella se configura casi todo lo que piensa, siente y hace la mayoría de jóvenes (valores, estilos de vida, información, moda, ocio, etc.), y ellos se sienten más identificados con la actual cultura mediática que con sus profesores o padres. A la televisión, los famosos, las revistas del corazón, el star system, etc., se les concede casi de modo mágico la capacidad de determinar las formas de pensar y de convivir. Precisamente esta cultura (Gubern, 2003), por su fuerte poder de influencia en el universo simbólico de muchos ciudadanos en formación, está desempeñando una función social capaz de dar respuesta a una gran variedad de necesidades básicas, desde las cognitivas a las de entretenimiento, afectivas y de integración personal y social. En concreto, el mundo pluriforme de la publicidad, del consumo y del mercado es uno de los principales referentes del imaginario colectivo de niños y jóvenes, porque hoy por hoy determina prácticamente todas las facetas de su vida cotidiana. Su manera de aprehender, estar y ser en el mundo, la forma en que construyen y expresan la identidad y la alteridad, los modos en que se comunican difícilmente pueden entenderse al margen de esa cultura mediática. Esto es algo reconocido ampliamente, incluso por aquellos que trabajan en ese ámbito profesional (Lucerga, 2005). En uno de los debates del mes de la 3
  • 4. revista Control (2004, p. 33), centrado en la relación entre nuevos públicos y marcas, Pilar Granados como directora general del CIMEC3 señalaba lo siguiente: “Una de las peculiaridades de los más jóvenes y de los niños de ahora es esa: son poblaciones que tienen un alto nivel de vida, son los reyes de la casa y, sin embargo, ese excedente de tiempo y despreocupación se emplea en consumo, porque es la única manera de ser. Esa es la clave. No existe socialización sin ese consumo, es el vehículo. Todo pasa por realizar consumos que además me identifican con otros. Ahí se inscribe el tema de las marcas. Para mí es lo más espectacular del cambio que percibo. Hay un tema meramente sociológico, cada vez somos menos personas y más consumidores, parece que somos simplemente consumiendo y ahí hay una convulsión brutal donde la identidad parece que pasa por eso”. Por su parte, la encuesta de Jóvenes 2005 de la Fundación Santa María señala que los rasgos de “consumistas”, “pensando sólo en el presente”, “egoístas” y “con poco sentido del deber y del sacrificio” aparecen entre los que aparecen el mayor número de encuestados señalan atribuyéndoselos al conjunto de los jóvenes, mostrando así más un perfil de baja que de alta autoestima (Elzo, 2005, 91). La fuerte adhesión de los jóvenes al entramado de la cultura mediática (TV, Internet, personajes audiovisuales, etc.) va unido a la pérdida de confianza de lo que transmiten las estructuras de acogida tradicionales. Sin confianza en lo que se transmite a través de las distintas esferas de relacionalidad humana (educativa, familiar, religiosa, política, etc.), emergen actitudes de rechazo y alejamiento de los unos respecto de los otros. La desconfianza es un serio obstáculo para la transmisión de valores y de criterios orientadores en la formación de las personas y es generadora de violencia y alejamiento entre ellos. Sin confianza, por tanto, es poco probable la existencia de un espacio compartido en donde lo que se da y se recibe sea bien acogido y reconocido con la consiguiente desorientación y desestructuración de la persona en formación. Y junto a esta precaria situación de sospecha en lo que se transmite va ligado un fenómeno actual de consecuencias aún más imprevisibles. Vivimos en una vertiginosa sobre-aceleración del tiempo; la velocidad con que vivimos las relaciones interpersonales deja tras de sí una estela de desasosiego, inestabilidad, descontrol y perversión del tiempo humano. Vivimos en la escasez del tiempo porque no tenemos tiempo para compartir, para acompañar y cuidar. En este sentido, un reciente informe sobre la infancia en España de la Fundación Santa María afirma que existe la tendencia creciente a estar solos en casa los niños de 6 a 11 años (1 de cada tres) durante la mayor parte del tiempo vespertino y 3 Centro de Investigación del Mercado de Entretenimiento y de la Cultura, c/ Sagasta 15, 5º Izda., Madrid. 4
  • 5. “esa tendencia se duplica a partir de los doce años” (Vidal y Mota, 2008, 117). No es raro suponer que los niños reciben más atenciones materiales y menos atención personal. El Barómetro KidSpeak elaborado por Millward Brown (2004), dedicado a los hábitos de ocio y audiovisuales, se comprueba que las tres actividades preferidas por los niños de 8 a 12 años en España están relacionados con el mundo de “la pantalla”. La preferida es, por supuesto, la televisión, la segunda “navegar por Internet” y la tercera “jugar a los videojuegos” (Granados, 2006). Si los seres humanos nos construimos como tales por medio de las relaciones en un espacio y tiempo concreto, la atención a la relacionalidad educativa debería ser una cuestión preferente entre las múltiples preocupaciones por la mejora de la práctica escolar. 2. Educar es una demanda que viene del otro Existe una amplia preocupación en el profesorado por los contenidos a enseñar y éstos casi siempre han estado centrados en la instrucción. En efecto, el profesorado cree que la escuela se distingue de otras agencias educadoras porque es el espacio en donde se diseñan, realizan y evalúan actividades de aprendizaje para la consecución de unos objetivos. Parece evidente que, desde esta perspectiva, el rol principal del profesor sea la transmisión de unos contenidos instructivos, esto es, la enseñanza de conceptos y hechos, procedimientos y habilidades derivados de áreas de conocimiento o disciplinas académicas. En los últimos tiempos, se ha dado más prioridad a aquellos conocimientos científicos y técnicos en detrimento de aquellos otros que tienen rostro humano. La difusión de una mentalidad científica y tecnológica se ha admitido casi sin discusión entre los planes de estudio de las distintas reformas llevadas a cabo durante los últimos decenios en nuestro país. Ello ha provocado una tendencia a valorar más lo útil, a transmitir lo que se puede verificar de modo experimental y a equiparar lo verdadero con lo numérico, lo positivo o lo empíricamente contrastable. Otros contenidos instructivos relacionados con los valores morales propios de una ciudadanía plural y democrática, a pesar de tener carácter obligatorio en el curriculum escolar, han sido tratados como una cuestión marginal en la tarea cotidiana del profesor. Pero el profesor no ha renunciado a la enseñanza de valores sino que, al conceder mayor primacía a la instrucción en el aula, su labor educadora se ha centrado en la promoción de aquellos valores que son intrínsecos a las disciplinas. Así, por ejemplo, los valores relacionados con una forma de pensamiento científico (verosimilitud, precisión, intersubjetividad, 5
  • 6. coherencia, adecuación empírica, etc.) son, a fin de cuentas, los que realmente se aprenden en las distintas situaciones de enseñanza escolar. Pero estos valores presentan un carácter netamente instrumental al servicio de unos procesos de aprendizaje que siempre llevan al dominio, comprensión y recuerdo de unos contenidos (conocimientos, hechos, habilidades, etc.). En cambio, la tarea de educar valores morales no es algo exclusivo de la escuela sino compartido con otras agencias educadoras, particularmente la familia y las instituciones socio-comunitarias más próximas a la vida del niño y adolescente (Ortega, Mínguez y Hernández, 2009). Por otra parte, de manera progresivamente explícita, se va implantando el carácter ético de la educación como un componente de calidad de la tarea educativa de la escuela. A pesar de que las sucesivas reformas escolares han ocasionado una fuerte erosión en su credibilidad y expectativas, sería incorrecto negar que la escuela haya sido escenario de avances significativos en materia educativa. Se han mejorado los contenidos, las metodologías y aprendizajes de varias generaciones de alumnado; se ha dotado a los centros escolares de más y mejores recursos materiales y humanos; se ha mejorado el funcionamiento, participación y gobiernos de las instituciones educativas; se ha logrado superar barreras de exclusión social y atender a sujetos desfavorecidos. Sobre este escenario, con evidentes logros aún insuficientes y parciales, la “buena” educación es el horizonte al que tiende hoy la escuela, hacia una educación que “se inscribe bajo la cobertura de imperativos éticos y sociales, estrechamente vinculados a la aspiración de construir una mundo más habitable y una sociedad más humana y justa, al tiempo que un modelo de desarrollo social y económico sostenible” (Escudero 2005, 15). Pero el carácter ético de la escuela, a nuestro juicio, no le viene sólo desde fuera porque haya habido un aumento significativo de los recursos materiales y humanos, ni tampoco porque la escuela se ajuste al marco normativo de unos principios propios de una sociedad democrática que haga posible la buena vida en común y la promoción integral de sus ciudadanos. Para nosotros, el carácter ético es elemento intrínseco de la “buena educación”, es decir, sin ética no hay educación. Siendo evidente la tendencia actual de la escuela a educar más en el adiestramiento y la instrucción, en el aprendizaje de conocimientos y competencias que preparen a las futuras generaciones para su incorporación al mundo laboral, se percibe un amplio desconocimiento del otro concreto. Se parte de la idea de que los alumnos 6
  • 7. son iguales y con los mismos derechos a recibir una educación de calidad pero, a su vez, hay un olvido clamoroso de la realidad concreta del alumno. Se admite que todos los alumnos tienen características similares y tienen las mismas aspiraciones y dificultades. Se parte del supuesto de que la educación debe ser igual para todos en un mismo escenario. Pero esto no es cierto, no existen dos sujetos educativos iguales, ni tampoco la realidad desde la que educar a cada alumno es la misma. Por ello, considero que cualquier acción educativa se resuelve en el modo de establecer relaciones concretas dentro de una espacio–temporalidad que sitúa al profesor y al alumno en una perspectiva histórica y cultural concreta. A nuestro juicio, lo que constituye la razón de educar en la escuela son las relaciones que se establecen entre unos y otros, profesores y alumnos. Inmersos como estamos en la fugacidad del tiempo y del espacio, la relacionalidad humana (Duch, 2004) se convierte en factor constituyente y constitutivo de la vida escolar cotidiana de cada individuo implicado en la vida de la escuela. La relación con el otro educando no depende de una elección personal, ni profesional; el profesor contrae una “deuda” antes de reconocerlo como tal. Es lo que Lévinas denomina responsabilidad para con el otro aún antes de reconocer su existencia concreta, porque la obligación hacia el otro que viene (educando) está enraizado en la misma razón de ser como educador y como ser humano que tiene una existencia concreta (Crespi, 1996). Ello supera la lógica de cualquier derecho a educar en justa reciprocidad y anteponer los derechos del otro educando a los míos propios (Mínguez, 2008). Y al referirse a la relacionalidad como sustrato básico de la tarea educativa de la escuela implica, por parte del profesor, hacerse esta pregunta: ¿Quién es este alumno para mí? ¿Qué espera de mí? ¿Cómo es mi relación con él? Pueden darse multitud de respuestas, pero también hay una desde la ética o la moral. Desde esa opción, el alumno es visto como alguien y no algo con quien se quiere establecer una relación ética, de acogida - reconocimiento y responsabilidad para con el otro educando. Caben otras respuestas, como también no preguntarse por el otro que se educa; en esos casos, educar es una tarea domesticadora o totalitaria (Mèlich, 2004), donde la relación educativa se convierte en pretexto para la enseñanza de unos conocimientos cosificados y competencias instrumentales. Si hablamos de educar en la escuela, por tanto, la acción educativa escolar es respuesta a la pregunta que viene del otro, a la demanda del otro educando en una situación concreta. La respuesta educativa, en cuanto responsabilidad, 7
  • 8. se manifiesta como acogida, acompañamiento y cuidado. Educar es hacerse cargo del educando en su realidad concreta (Ortega, 2004). Solamente el educador se hace responsable del otro, cuando responde a este en su situación, cuando se ocupa y preocupa desde la responsabilidad. 3. ¿Qué hacer en la escuela? Es bastante probable que una de las cosas más importantes en la mejora de la escuela sea tomarse en serio la acción educativa. En buena medida depende del educador en el modo de establecer una relación ética con el educando. Y para ello la acción del educador debe transcurrir no sólo por el discurso y la comprensión intelectual, sino por la experiencia de vida que, como educador, se manifiesta en un contexto (Mínguez y Hernández, 2003). Por eso, otra educación orientada a la plasmación de los valores en la escuela pasa necesariamente por “hacer pensar” a los profesores sobre el componente ético de la práctica educativa. Dicho de otro modo ¿Qué hay en juego entre un maestro y un alumno cuando éste intenta aprender?: El comienzo de una aventura educativa. Intentar hacer otra educación, exige pensar la tarea educativa de la escuela desde otros parámetros que, en conjunto, faciliten el aprendizaje valioso del alumno. Y ello comienza, a nuestro juicio, con la aceptación y el reconocimiento del alumno como “alguien” en su singularidad concreta. Mientras que no se produzca este reconocimiento y compromiso para con el otro (alumno) no es posible una educación distinta. Hablamos aquí de una pedagogía en la que el profesor asume al otro en su radical alteridad (Ortega, 2004). Y ello implica admitir que el otro escapa de todo poder, especialmente de “mi poder” como docente. El alumno es alguien a quien “no puedo dominar”, con el que establezco una relación desinteresada y con el que no hay ningún contrato, tan sólo un mandato que se impone por su condición de radical alteridad: “no me mates”. De ahí que educar desde esta óptica evoca la experiencia de un acontecimiento singular (Bárcena y Mèlich, 2000), en el que se da la oportunidad de asistir al encuentro con el otro, al nacimiento de alguien que no soy yo. Y esta experiencia de la novedad exige que el docente opte incondicionalmente por el otro, a que el otro sea distinto de mí. Porque la actitud fundamental del educador es su disponibilidad incondicionada a que el otro sea “otro”. Asunto ciertamente complicado porque se educa “por el éxito del otro por la simple razón de que está ahí y de que su presencia es una llamada al advenimiento de la humanidad” (Meirieu, 2001, 49). Y esto 8
  • 9. no se comprende bien si no se admite que educar es un acto desinteresado de amor. Educar, desde la pedagogía de la alteridad, consiste en un acto de amar al otro para que sea otro, no parecido a mi, o que me devuelva lo que yo le doy. No resulta fácil para el educador, acostumbrado a enseñar, renunciar a pensar lo que uno piensa, a saber lo que uno sabe, a convencer al otro de lo que creemos que da sentido a nuestra vida o profesión que también puede ser “bueno” para él, sin caer fácilmente en la dominación o en la sumisión del alumno. Si, “lo humano sólo se ofrece a una relación que no es un poder” (Lévinas 2001, 23), el encuentro con el otro (el maestro con el alumno, por ejemplo), escapa a cualquier intento de dominación. Por ello, tenemos que renunciar a una relación educativa en la que el “yo” docente se afirma y se impone, se cierra sobre sí mismo. Frente a esta posición totalizadora y negadora del otro, es conveniente practicar otro tipo de acción que no niega al otro, ni le es indiferente, sino que deja lugar a que “el otro sea” desde la moderación. “La moderación es la expresión del yo sin la violencia hacia el otro; es esta especie de “pudor” que conoce la verdadera competencia, cuando se expresa sin imponerse y, sin renunciar a lo que cree, toma la precaución esencial de darle un espacio donde existir” (Meirieu, 2001, 121). La acción del educador como moderador es aquella tarea que crea vínculos con el alumno que le atrae hacia el saber, hacia el aprendizaje. ¿Cómo se establecen estos vínculos? El proceso educativo se inicia con la actitud de respuesta del profesor hacia el alumno. Consciente de lo que está en juego, el docente genera confianza, inspira el deseo de aprender a través de energías morales e intelectuales. No son pocos los docentes que, desde el inicio, han matado el ansia de aprender o que han convertido la enseñanza de disciplinas en algo muerto o mediocre. “Los buenos profesores, los que prenden fuego en las almas nacientes de los alumnos, son tal vez más escasos que los artistas virtuosos o los sabios. Los maestros de escuela que forman el alma y el cuerpo, que saben lo que está en juego, que son conscientes de la interrelación de confianza y vulnerabilidad, de la fusión orgánica de responsabilidad y respuesta son alarmantemente pocos” (Steiner, 2004, 26). Ello implica un cambio radical en la actitud del docente hacia el alumno que exige apertura y disposición, confianza y responsabilidad. El docente tiene que estar abierto al alumno, no como la “persona eficaz” que sabe y se presenta ante sus alumnos en posesión de la verdad, de la sabiduría, sino como aquel que despierta el interés del alumno por aprender, que actúa como guía y ejemplo, que se hace cómplice del proceso de aprendizaje de cada alumno (Kouzes y Posner, 2008; 9
  • 10. 2003). Y estas son situaciones óptimas para la apropiación de valores, en las que la acogida del alumno se convierte en seña de identidad de la acción del docente. No es posible adquirir valores si no es en y desde la experiencia del valor, porque no es suficiente con “conocer” o tener noticia para aprenderlo. Sólo cuando el valor es experiencia puede ser aprendido. Por ello, el aprendizaje del diálogo, de la tolerancia, del respeto a las ideas de los demás, entre otros, será posible si va asociado a la experiencia de ser acogido, aceptado y querido en lo que es. La acogida se convierte en acompañamiento, guía y ejemplo. El profesor acoge en la medida en que genera confianza hacia el alumno. Y esto es posible cuando el alumno comienza a tener la experiencia de la comprensión del afecto y del respeto hacia lo que él es. De ahí que acoger en educación no es una concesión ni una ley que se impone, es pasión, donación y entrega que se manifiesta como responsabilidad hacia el alumno. Educar es “hacerse cargo del otro”, asumir y responder del otro y al otro. Por lo que la acogida, en la pedagogía de la alteridad, no es pregunta sino respuesta incondicionada. Aquí no hablamos de obligaciones o deberes impuestos desde fuera, ni tampoco de la deontología que obliga al profesor a una determinada conducta ética ante sus alumnos. Hay algo previo al cumplimiento del deber como profesor y que se sitúa en la misma raíz de la acción educativa. La mejor entrega o respuesta del profesor a su alumno es dar la confianza que necesita para llegar a ser él mismo. “Ésta es la donación suprema de un Maestro” (Steiner, 2004, 132). Pero rara vez este planteamiento está presente entre los profesores, más afanados en “lo que hay que enseñar”, en el aprendizaje de conocimientos científicos y técnicos. Y enseñar con mayor rigor es adentrarse en lo más vital de un ser humano. Es acceder al interior de la persona que aprende, porque el docente - maestro irrumpe como un extraño en el pensamiento y conducta del alumno, le cuestiona con la intención de limpiar y reconstruir. Una enseñanza mediocre que conscientemente o no tan sólo busca objetivos utilitarios es destructiva. 10
  • 11. BIBLIOGRAFÍA Bárcena, F. y Mèlich, J. C. (2000): La educación como acontecimiento ético. Barcelona, Paidós. Carr, D. (2005): El sentido de la educación. Una introducción a la filosofía y a la teoría de la educación y de la enseñanza. Barcelona, Graó. Crespi, F. (1996): Aprender a existir. Madrid, Alianza. Duch, L. (2004): Estaciones del laberinto. Ensayos de antropología. Barcelona, Herder. Duch, L. (2007): La paraula trencada. Assaigs d’antropologia. Barcelona, PAM. Elzo, J. (2005): El grito de los adolescentes. En AA.VV.: Ser adolescente hoy. Madrid, FAD. Escudero, J. M. (2005): Valores institucionales de la escuela pública: ideales que hay que precisar y políticas a realizar. En AA.VV.: Sistema educativo y democracia. Barcelona, Octaedro. Granados, P. (2006): El papel de la televisión en el ocio de los niños. Revista PubliEspaña. Septiembre. Gubern, R. (2003) La sociedad en red: Mitos y culturas. En Aguiar, M. V., y Farray, J. I. (Coords.) Sociedad de la información y cultura mediática. La Coruña, Netbiblo, pp. 13-20. Kouzes, J. M. y Posner, B. Z. (2003) Encouring the Heart: A Leader’s Guide to Rewardingand Recogning Others. New York, Wiley. Kouzes, J. M. y Posner, B. Z. (2008) The Student Leadership Challenge: Five Practices for Exemplary Leaders. New York, Jossey-Bass. Lévinas, E. (2001): Entre nosotros. Valencia, Pre-textos. Lucerga, M. J. (2005) Los jóvenes en el mundo-marca. En Zamora, J. A. (coord.): Informe 8. Murcia, Foro Ignacio Ellacuría “Solidaridad y Cristianismo”. Meirieu, Ph. (2001): La opción de educar. Ética y pedagogía. Barcelona, Octaedro. Mèlich, J. C. (2004): La lección de Auschwitz. Barcelona, Herder. Mínguez, R. (2008): Derechos humanos y pedagogía de la alteridad. Comunicación, VI Congreso Internacional de Filosofía de la Educación. Madrid, Universidad Complutense, Junio. Mínguez, R. y Hernández, M. A. (2003): Narración y educación en valores. Addenda, XII Seminario Interuniversitario de Teoría de la Educación. Sitges (Barcelona), Noviembre. Ortega, P. (2004): La educación moral como pedagogía de la alteridad. Revista Española de Pedagogía. Nº 227, 5-30. Ortega, P. y Hernández, M. A. (2008): Lectura, narración y experiencia en la educación de los valores. Revista Iberoamericana de Educación. Nº 45/4. Ortega, P.; Mínguez, R. y Hernández, M. A. (2009): Las difíciles relaciones de familia y escuela. Revista Española de Pedagogía. Nº 243, mayo-agosto; 231-243. Sánchez Noriega, J. L. (2004) Crítica de la seducción mediática: comunicación y cultura de masas en la opulencia informativa. Madrid, Tecnos. 11
  • 12. Steiner, G. (2004): Lecciones de los maestros. Madrid, Siruela. Tezanos, J. (Coord.) (2008): Tendencias de cambios de las identidades y valores de la juventud en España. 1995-2007. Madrid, Injuve. Vidal, F., y Mota, R. (2008): Encuesta de Infancia en España 2008. Madrid, Fundación Santa María. 12