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A L

S U R .

1 ª

P A R T E .

Autor: Carbonilla
Co-autora: Cruella.

1.
La luz que le ofrecían las estrellas era lo único que alumbraba la espesa noche. Aquella paz infinita que brindaban al cuerpo
tendido sobre la hierba era lo único que se percibía. El suave aire que hacía unos minutos revoloteaba entre las hojas de los
árboles haciéndolas silbar se había apagado y lo único que se oía eran los susurros de las aves nocturnas y de los animales
trasnochadores, un susurro suave y lento para no molestar a los demás congéneres.

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El cuerpo que yacía en el pastizal no se había movido en minutos; con sus ojos abiertos de par en par miraba el cielo y las
numerosas estrellas que lo poblaban. Cerró los ojos, respiró profundamente y los volvió a abrir con tan improvisada rapidez,
que su mirada azul deslumbró durante un momento en la oscuridad. Entonces se irguió y se quedó sentada, aún mirando
hacia arriba, como si el cielo pudiera darle alguna respuesta, como si en él intentara encontrar alguna solución. Pero sabía
que el cielo no estaba de su parte, no lo estuvo en el pasado y no lo estaría ahora tampoco. Sin embargo, contemplar su
negrura vestida de un manto amarillo reluciente le ayudaba a meditar, a relajarse y, en la mayoría de las ocasiones, a
recordar. Tal vez por eso reservaba tiempo cada noche para dedicarse a escrutar el cielo, simplemente para recordar y traer
al presente cosas que no deberían salir del pasado por el daño que causaron en su momento, pero que ella se empeñaba en
revivirlas una y otra vez. O quizás esperaba la respuesta de aquella estrella especial que una noche de verano, cuando ella
aún conservaba su ingenuidad infantil, su padre le señaló en el brillante cielo; una estrella que tenía todas las respuestas
para un latido desgarrado. Sólo tenía que estar preparada y escuchar con el corazón abierto. Lo había conseguido una vez,
pero ya ni se acordaba. O quizá fuera un sueño. Por eso acudía cada noche a ese lugar, implorando una respuesta a su
estrella, una respuesta que no llegaba, tal vez porque su padre inventó ese cuento para niños. O tal vez porque no estaba
preparada para escuchar...
– ¿En qué momento me rendí?

La tenue voz de la mujer irrumpió en la quietud de la noche rompiendo el silencio mientras su mirada brillaba clavada en el
cielo.
– ¡Qué ingenua! –Y agachó la cabeza con una sonrisa amarga. Sabía que no obtendría respuesta alguna pero aún así algo en
ella no perdía la esperanza y cada noche le lanzaba la misma pregunta a la estrella, con la ilusión de que su súplica se uniera
pedazo a pedazo, hasta formar una escalera que un día llegara hasta la estrella para poder tocarla y susurrarle una vez más
su pregunta. Entonces ya podría oírla y contestarle.
Una lágrima amenazó con brotar; por un momento la mujer sintió el impulso de hacerse la fuerte, como otras tantas veces, y
dejar que se ahogara en su interior, como otras tantas lágrimas. Pero reprimió el deseo, esa noche dejaría que toda su
amargura, su recriminación y su culpa salieran fuera... Permitió que esa lágrima resbalara por su mejilla lentamente para
luego perderse en la hierba.
– Hoy es tu noche, Sara. Aprovéchala porque a partir de ahora no habrá muchas como ésta. –Eso mismo se había dicho
momentos antes de que su vida tomara un nuevo rumbo, hacía ya cuatro años. Qué lejos quedaba todo, y qué cercano su
dolor.
El calor se estaba haciendo insoportable y la noche cada vez más oscura. Sara decidió que ya era hora de volver a casa y
dejar que los recuerdos descansaran de nuevo. Se levantó lentamente enderezando su fuerte y alto cuerpo, como casi todo
en ella, herencia de su padre. Se alisó su cabello moreno y se lo recogió en una coleta para aliviar un poco el calor. A modo
de despedida, dio una última mirada al cielo, a su estrella, con la esperanza de oír aunque fuera un susurro, y comenzó a
andar. No se encontraba muy lejos de casa, así que no se dio mucha prisa en su caminata, hizo su paso lento, remolón,
como si quisiera despistar su destino. Sin embargo, tras varios minutos avistó su hogar. Había un candil encendido en el
porche. Clarisa había tomado la costumbre de encender el candil desde que descubrió las salidas nocturnas de Sara. No es
que a Sara le importara pero no necesitaba la ayuda de ninguna luz para llegar a casa sin equivocarse, entre otras cosas
porque las otras viviendas quedaban algo alejadas y lo notaría en el recorrido, además su sentido de la orientación estaba
muy agudizado. Subió los escalones del porche y, con una media sonrisa, abrió la puertezuela del candil y apagó su llama de
un soplo. Acto seguido sacó la llave del bolsillo y abrió la puerta, que cerró tras de sí cuando entró. Se aseguró de echar
todos los cerrojos debido al brote de vandalismo que había surgido después de la guerra. Echó una mirada rápida al comedor
por simple comprobación, una costumbre que había adquirido desde que su padre muriera; la sensación de inseguridad y
peligro se había apoderado de ella desde que él faltaba. La casa estaba en completo y absoluto silencio. Subió los escalones
con sumo cuidado, saltando el tercero de ellos que era el que crujía, y entró en su habitación. Se quitó la ropa, se puso el
camisón y se metió en la cama en un suspiro. El calor era pegajoso aquella noche así que echó las sábanas hacia atrás. Una
vez acomodada, cerró los ojos con la esperanza de tener un bonito sueño por una vez y no las tan acostumbradas pesadillas.
Pensaba que podría ser una experiencia distinta soñar con algo apacible, pero estaba tan agotada que el sueño la venció y no
pudo pensar con lo que le gustaría soñar.
– ¡Sara, Sara!

Sara pegó un bote en la cama ante la inesperada llamada.
– Ah, Sammy, eres tú.
Delante de ella se encontraba una niñita negra, con el pelo rizado y con unos ojos marrones oscuros que la miraban
asustada. Sara se acercó a ella y la abrazó.
– Tranquila Sammy, estoy aquí, no pasa nada.
– Tengo miedo, Sara.
Sara se separó un poco de la niña y la miró a los ojos. Ahora ya sabía que esa noche no dormiría sola.
– Anda, acuéstate aquí conmigo y verás como pronto se te pasa el miedo.
– Eres la mejor hermana, Sara.
La mujer morena dejó escapar una suave risotada.
–¡Claro que lo soy, no tienes otra!
– Ya, pero si la tuviera, tú seguirías siendo la mejor. –Y diciendo esto la niña apoyó la cabeza sobre el pecho de su hermana
y se agarró fuertemente a ella.
Cuando Sara tuvo la certeza de que la pequeña dormía susurró para sí misma:
– Sí, Sammy, porque si tuvieras más familia yo no estaría aquí. Tú eres lo único que me retiene.

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Y tras besar la frente de la niña ella también cerró los ojos y se durmió.
 

2.

Los primeros rayos del sol entraban con un afán cegador a través de la ventana, su inmensa luz se desparramaba por toda
la habitación y chocaba contra los párpados del cuerpo que dormitaba en la cama. De manera reluctante e inconsciente Sara
se llevó las manos a los ojos y se los frotó con pereza para acabar abriéndolos lentamente y mirar al techo con un profundo
suspiro. De repente notó una soledad extraña y se volvió para ver que un lado de la cama estaba vacío, el lado que la noche
anterior había ocupado la pequeña. "Seguro que estaba impaciente por salir a jugar", pensó Sara mientras se le formaba
una sonrisa en los labios. Sammy era tan impaciente..., parecía que el tiempo se le acababa y se le hacía tarde para jugar.
En unos minutos ya estaba lavada y vestida. Bajó los escalones de tres en tres, estaba de buen humor aquella mañana.
Entró en la cocina donde, inexplicablemente, aún estaba su hermana.
– Conque estás aquí, ¿eh pequeñaja?

– Es que tenía hambre y tú estabas tan dormida que no te quise despertar... –La cara de la niña mostraba una mueca
inocente.
– Bueno, no importa, la verdad es que necesitaba descansar.
– Buenos días, Sara. Aquí tienes tu café.

– Buenos días, Aminata. Gracias. –Dijo Sara cogiendo la taza humeante que le ofrecía la mujer.

Aminata era una mujer de unos treinta y tantos años algo mal llevados debido a los padecimientos que la vida le había
propiciado. Su condición de mujer negra no le dio muchas esperanzas hasta que conoció al padre de Sara, un terrateniente
de Carolina del Sur que la compró a un alto precio. Por aquel entonces, Aminata era una hermosa esclava negra de un
atractivo sin igual, por la que cualquier hombre blanco hubiera pagado un buen precio sólo para poder disfrutarla y retozar
con ella en la cama. Y eso fue lo que pensó cuando Stuart Johnson la compró y se la llevó a su hacienda. Sin embargo, se
sorprendió cuando, nada más llegar, el amo les dijo a los otros sirvientes que la lavaran y le dieran ropas adecuadas; que le
mostraran sus aposentos, le dieran de comer y la informaran de sus tareas. Aunque fue un buen comienzo y no estaba
acostumbrada a que los amos con los que había estado la tratasen así, no hacía más que pensar en que momento el blanco
se le tiraría encima. Pero Clarisa, la sirvienta que la condujo a su habitación, sonreía; de hecho, los esclavos de aquella
hacienda sonreían y se veían saludables, así que, con la sorpresa reflejada en la cara, siguió a la sonriente Clarisa que, con
el tiempo, se convertiría en lo más parecido a una madre que ella jamás hubiera tenido. Mientras Clarisa la lavaba y le
curaba las heridas que un látigo le había causado, le habló sobre su nuevo dueño. Le explicó que el señor Johnson no era
como los demás amos, que era un hombre bueno que compraba esclavos para darles una vida digna en su casa. A cambio
de que ellos trabajaran, él les proporcionaba comida, un lugar cómodo donde dormir, libertad hasta ciertos límites y
educación. Incluso, en algunas ocasiones, había escondido a esclavos huidos de otras haciendas dándoles después dinero
para que pudieran sobrevivir. A Aminata eso le pareció increíble en un principio, pero con el paso del tiempo comprobó que
lo que Clarisa le había contado era cierto. Además, el señor Johnson tenía una hija, Sara, con la que congenió desde el
primer momento. Enseguida se hicieron algo así como amigas, aunque Sara era una persona muy cerrada que no dejaba
entrever mucho sus emociones, pero con el tiempo Aminata aprendió a ver en ella cosas que los demás no veían. Para Sara,
Aminata era una hermana mayor a la que trataba con respeto, en ningún momento la veía como una sirvienta o una mera
esclava.
– Aminata, hoy podríamos ir de picnic y relajarnos un poco. Llevamos unos días algo atareados, ¿qué os parece?

Y Aminata daba gracias a Dios todos los días por haber encontrado a esas personas o, mejor dicho, porque esas personas la
hubieran encontrado a ella.
– Aminata, ¿me estás escuchando?
– ¡Yo sí quiero ir, yo sí quiero ir! –Gritaba ilusionada Sammy.
Y seguiría dándole las gracias hasta que muriera.
– ¡AMINATA! –Vociferó finalmente Sara ante el silencio de la mujer.
– Dime Sara, ¿qué decías?
– ¿Qué te parece si nos vamos a comer al campo, cerca del río y luego paseamos un poco?
– Bueno... es una idea estupenda, pero hoy teníamos que ir a mirar como está la plantación.
– Tranquilízate un poco, parece que ese fuera tu trabajo. Ya estuve ayer por allí y la plantación va muy bien. Si todo sigue
así podremos empezar a recoger el algodón a partir de la semana que viene. Me parece que este año tendremos una buena
cosecha.
– Tu padre estaría orgulloso de ti, Sara, lo sabes.
– No estoy tan segura de eso, Aminata. –Los ojos de Sara se volvieron cristalinos, las lágrimas amenazaban con salir. El
recuerdo de su padre aún estaba profundamente arraigado en su memoria y en su corazón; guardaba la secreta esperanza
de que el culpable de su muerte ya hubiera pagado. Pensar que todo fue por unos estúpidos ideales y por proclamar una
absurda política...– Pero bueno, habrá que ponerse en marcha y preparar todo, ¿no? –Dijo interrumpiendo sus
pensamientos.– Veamos... Sammy, tú ayuda a Aminata con la comida y la bebida, yo iré al establo a ver los caballos y a
preparar el carromato. Venga, cada una a lo suyo.

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Sara salió al porche dejando a Sammy y a Aminata en la cocina discutiendo sobre qué llevar para comer. Se apoyó contra la
puerta, como aquel día, y su mirada se perdió en el horizonte durante unos minutos, creyendo ver la misma nube de polvo
que los caballos levantaban con su frenético galope...
En ese momento varios jinetes confederados cruzaron al galope por delante del portón de entrada, pasando de largo a una
velocidad trepidante. Días antes había oído que Nueva Orleáns y Memphis estaban siendo asediadas y que los sudistas no
podrían aguantar mucho más los ataques del ejército de la Unión y el general Grant se haría con esas dos victorias.
– Maldita guerra.

La guerra duraba ya un año, desde que en Abril de 1861 fuera bombardeado el fuerte Sumter por sus compatriotas. Todo
esto fue causado cuando Carolina del Sur decidió separarse de la Unión, la cual fue seguida de otros diez estados más,
dando lugar a la Confederación de la que Jefferson Davies fue proclamado su presidente y establecieron la capital en
Richmond, del estado de Virginia. Un año de muerte, sufrimiento, llanto, apropiaciones, asesinatos, dolor, gritos... y aún no
se veía el final. Cierto que el ejército confederado era menor pero de una calidad superior a la del Norte, sin embargo, esa
calidad tarde o temprano se vería derrotada por la cantidad de hombres que el ejército de la Unión tenía. A veces, Sara no
sabía qué era mejor, si que continuara la guerra o que parara de una vez por todas. No le veía ningún sentido. Aunque eso
no era del todo cierto. De alguna forma comprendía la actitud de la gente del Norte; la esclavitud no es el mejor medio de
vida, sobre todo para el que la padece. Su padre, desde que era pequeña, le había enseñado a respetar a todas las
personas, fueran de la clase o del color que fueran. Le enseñó que lo que realmente importaba no era el aspecto externo de
las personas, sino lo que había dentro y para saberlo, había que mirar sin prejuicios a las personas para ver si merecían
realmente la pena. Su padre había llevado hasta el final ese ejemplo: Sammy era el fruto del amor que sintió su padre por
una mujer negra que empezó teniendo a sus órdenes y que se convirtió en su amante tiempo después de que su esposa
muriera. Nunca se casaron. Si lo hubieran hecho, su padre y Rita habrían muerto asesinados, pues muchos convecinos no
habrían aceptado tal unión. Aún así, Rita vivía en la casa como si fuera la dueña de la misma, haciendo el papel de amada
esposa y de madre ejemplar. Sin embargo, la buena suerte no dura eternamente y Rita fue otra víctima más de la
tuberculosis. Fue en esos momentos que Sara se convirtió en el bote de salvamento de su hermana pequeña y cuando su
relación se hizo más fuerte, creando lazos que nadie podría imaginar ni romper. Su padre se volvió más introvertido y se
dedicó de lleno a cuidar de la plantación y de que todo fuera bien en la hacienda. Cuando la guerra empezó le pidieron su
colaboración, pero se negó, dijo que él nunca lucharía contra algo en lo que no creía. Su negativa no es que fuera muy bien
recibida por algunos de los que se hacían llamar amigos ni por el grupo de terratenientes de la zona pero su padre era un
hombre bueno y respetado, así que lo dejaron tranquilo. Sin embargo, días más tarde el sonido de un disparo despertó a la
hacienda "Serenity": Sara encontró a su padre muerto en el establo, con un tiro de rifle en el pecho. Vio salir corriendo a un
hombre de uniforme azul: no cabía duda, era un soldado del ejército de la Unión que su padre sorprendió robando. Jonson
iba desarmado por lo que no era una amenaza para el soldado pero eso no le importó al hombre. Lo mató a sangre fría.
A partir de ese momento Sara prometió que acabaría con cualquier soldado del Norte que se le pusiera por delante, dejando
atrás sus ideales y las enseñanzas de su padre. Lo que quería era venganza. Ni siquiera esperó a que se le pusieran delante,
ella misma fue a buscarlos. No pudo alistarse en el ejército, pues las mujeres no eran aceptadas, pero buscó la manera de
enfrentarse a sus enemigos.
Ahora corría el año 1866 y la guerra ya había quedado atrás, aunque continuaba en la memoria de algunos, sobre todo en la
de los sudistas que, tras la derrota, tuvieron que acatar las leyes de la Unión. Y también en su memoria se habían quedado
grabados los gritos, el dolor, la muerte, los ojos en blanco cuando asesinaba a su enemigo, el amargo sabor de la sangre en
su boca, las náuseas contenidas en su estómago...
Con un movimiento de cabeza, Sara regresó al presente.

– Maldita guerra. –Volvió a maldecir y se dirigió hacia el establo.
 

3.

El coche de caballos avanzaba por el camino de tierra, levantando a su paso una nube de polvo que podría cegar a
cualquiera que fuera por detrás. El viaje en barco a través del Mississippi no era nada comparado con el traqueteo y los
saltos que el carro daba cuando alguna de sus ruedas pasaba por encima de una piedra.
"Tendré que meter mis posaderas en agua fría cuando llegue a casa", pensó Catherine, que estaba abstraída de la
conversación que mantenían sus padres. Durante todo el camino no habían hecho más que hablar de la plantación de tabaco
por allí, la plantación de tabaco por allá, el dinero que iban a conseguir y todo lo demás. A Catherine le habría gustado
quedarse en el Norte, donde todo estaba tomando un rumbo increíble. Un tal Bell acababa de inventar el teléfono y otro
hombre había construido el ascensor, que parecía ser que servía para transportar personas, y todo iba avanzando, el Norte
se volvía cada vez más industrial y comercial. Si ella se hubiera quedado en San Luis habría tenido más oportunidades de
publicar una novela, como años antes lo había hecho Harriet Beecher–Stone, aunque con la suya esperaba no poner en
marcha los mecanismos silenciosos de otra nueva guerra; con una había tenido suficiente. Y ahora su padre la obligaba a
trasladarse allí. ¿Qué se suponía que iba a hacer en un lugar rodeada de tabaco y algodón? Unido eso a que los habitantes
de la zona no los tratarían demasiado amablemente pues su orgullo aún estaba herido y tardaría en recuperarse. A nadie le
gusta obedecer a otros, tal vez ahora entenderían algo más a los esclavos la gente del Sur.
En ese mismo momento pasaban junto al río; podía oler la humedad de la hierba que llegaba a ella con suavidad a través
del aire. Puso más atención en el paisaje al oír las voces juguetonas de una niña y asomó la cabeza por la ventanilla del
carromato, dejando que el aire jugueteara con su cobrizo cabello. La pequeña, de piel morena y pelo rizado, corría de acá
para allá y parecía que su intención era marear a la pobre mujer también de color que corría tras ella. Cuando la mujer la
iba a atrapar, la niña giró hacia el otro lado hábilmente y empezó a correr en línea recta.

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Los verdes ojos de Catherine giraban de un lado a otro siguiendo el juguetón recorrido de la niña, deleitándose, divirtiéndose
con su inocente provocación. De repente la niña se detuvo en seco y de un pequeño salto se tiró encima de la figura que
estaba sentada en el suelo. Ambas rodaron sobre la hierba. La pequeña no paraba de reír y chillar de alegría. Entonces, la
figura que la niña había derrumbado en su carrera, se irguió; Catherine pudo comprobar que se trataba de una mujer, sólo
que esta mujer era blanca y estaba jugando con una niña negra. En su ciudad esto tal vez no sería extraño pero aquí... Aún
sumida en sus pensamientos se percató de que la niña la saludó con la mano cuando el coche de caballos pasó a su altura.
Catherine le devolvió el saludo, fijándose de nuevo en la mujer que acompañaba a la niña y que ahora la cogía en brazos y
la lanzaba al aire, como si se tratara de una pluma, para luego volverla a coger y repetir la acción varias veces más. Sonrió
ante aquella visión. Después de todo, aquella gente no parecía tan malvada. Quizás todo el mundo había exagerado...
– ¿Ves, Cathy? Para eso utilizan los sureños a los negros: para su propia diversión..., entre otras cosas. –La voz de su padre
rompió la magia de aquel momento escupiendo desprecio hacia los sureños.
– Vamos papá, no creo que todos los sureños se puedan medir con el mismo rasero. Además, yo creo que quien se está
divirtiendo es la niña.
– ¿Y qué me dices de la mujer negra?

– Papá, siempre sacas las cosas de su contexto.

– Yo no saco nada de ningún sitio, es lo que he visto.
– Claro, claro, lo que tú digas.

Catherine no quería discutir con su padre en esos momentos, prefería quedarse con aquella sensación de felicidad que la
pequeña le había transmitido. Su padre parecía tener el don de echar por tierra sus puntos de vista, estaba claro que nunca
se entenderían... Él no se paraba a pensar en las consecuencias de una acción o en las causas que la habían provocado, sólo
opinaba en razón de lo que sus ojos veían, y esa no siempre es la visión adecuada. En aquella escena campestre que
acababan de dejar atrás había algo más que un ama y dos esclavas.
 

4.

– ¿Quiénes son esas personas, Sara?

– Pues no lo sé, pero me imagino que serán los que compraron las tierras de los Clark.

– ¿Las han comprado? –Preguntó Sammy con una mueca.– Creí que habías dicho que las habían robado.

– ¿Qué yo he dicho qué? –Su mirada se volvió fría y miró a la mujer que se acercaba jadeante con cara de disgusto.
– Bueno, oí como se lo decías el otro día a Aminata. Le decías que era un robo.
La mirada de Sara se suavizó y retornó su atención a Sammy.

– Lo que quise decir es que la han comprado muy barata, y que esa tierra vale mucho más. Y no deberías de espiar detrás
de las puertas.
– Entonces no la han robado –sentenció Sammy.

– No, en realidad ellos han pagado lo que se les pedía.

Sammy puso uno de sus dedos índice sobre los labios y movía la cabeza intermitentemente asintiendo varias veces.
Entonces se levantó y dijo:
– Es una pena que no venga ningún muchacho con ellos.

– ¡Sammy! –Se sorprendió Sara. –Aún eres muy pequeña para que pienses en eso.

– No lo pienso para mí, Sara. Lo pienso para ti. Ya que tú no te buscas un novio, tendré que hacerlo yo.
Aminata no pudo aguantarse y estalló en grandes carcajadas ante la ocurrencia de Sammy.
– Muy bonito Aminata, ríele la gracia.

– Ja, ja, ja... pero es que tiene toda la razón –dijo la mujer de color como buenamente pudo, intentando contener la risa
cubriendo su boca con una mano.
– Ya es hora de que pienses en sentar la cabeza y darme sobrinitos, hermanita. –Terminó diciendo Sammy apuntando con el
índice a su hermana.
– ¿Qué tengo que sentar qué? Ahora te vas a enterar tú quién se va a sentar, renacuaja.
Y poniéndose en pie echó a correr detrás de la niña, que ya había empezado a huir a toda la velocidad que sus piernitas le
permitían, al ver la amenaza de la venganza en los ojos de su hermana, una venganza que le dejaría el estómago dolorido
de tanto reír, pues la mirada de Sara iba acompañada de una enorme sonrisa, esa sonrisa que le nacía de los labios cuando
se avecinaba una guerra de cosquillas.
 
5.

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Hacía como diez minutos que habían pasado una hacienda llamada "Serenity" y Catherine estaba deseando llegar ya a la
suya para recomponer su maltrecho cuerpo en cuanto pisara el suelo, pero no parecía que eso fuera a ocurrir de forma
inmediata. De repente, el cochero anunció que aquella mansión que se veía a lo lejos era su casa. "¿Mansión? Pues desde
esa distancia más bien parecía una minúscula cabaña", se dijo Catherine algo decepcionada. Aunque su visión cambió cuando
estuvo frente a ella, las distancias engañaban en aquella región donde todo era llano y enorme. Unos minutos más y ya
estaban entrando a la hacienda por un camino principal bastante ancho, cuyos lados estaban poblados por frondosos robles.
Ya se imaginaba paseando entre ellos, cobijada en su sombra y protegida del astro rey mientras, tal vez, saboreaba algún
emparedado acompañado con jengibre y una tarta de moras. Sólo pensar en eso su boca se hizo agua y su estómago
empezó a quejarse; ¿cuánto hacía que no comía? Desde que dejaron Atlanta no había probado bocado y de eso hacía ya
mucho pero que mucho tiempo y era normal que su mente viajara hacia esa parte escondida de su cerebro donde se
procesaba el hambre y...
– ¡Dios mío! ¿Aquí es donde vamos a vivir? ¡Pero si es enorme! –Catherine acababa de olvidar todos los manjares en los que
pensaba para dejar que la sorpresa y la excitación se adueñaran de ella. –Padre, esto es realmente grande, ¡pero si nos
sobrarán habitaciones y todo!
Y cogiéndose el vestido con ambas manos para no tropezar con los escalones empezó a subirlos rápidamente y entró en la
casa corriendo. Se paró en la puerta un momento y miró a ambos lados: no sabía cuál de los dos escoger para empezar su
exploración. Al fin, se decidió por su derecha. Detrás de la puerta le esperaba un gran salón con una mesa de madera
enorme, con sitio para diez comensales, en ese momento estaba adornada con un tapete blanco de encaje a lo largo de la
mesa y cada extremo lo coronaban sendos candelabros. Del techo colgaba una lámpara de cristal que más tarde
encenderían para cuando se dispusieran a cenar. Cenar, comida, cocina, ¿dónde estaba la cocina? Y entonces la vio. Había
una puerta al final del comedor que, con toda probabilidad, llevaba a la cocina facilitando así a los sirvientes la entrada en el
comedor. Catherine abrió la puerta y un olor familiar entró hasta sus pulmones, entonces cerró los ojos y se dejó embriagar
un momento por ese olor.
– Buenas tardes señorita Catherine.

– Ahora sí que son buenas, Meredith. ¿Son bollos de leche lo que estás cocinando?
– Veo que la tierra del camino no ha menguado en absoluto su olfato.

–Y tomando una bandeja de la repisa se la ofreció a Catherine, que cogió un bollo ipso facto. – Ummmm, están buenísimos.
–Informó a la cocinera con la boca llena y masticando rápidamente se dispuso a dar otro bocado al bollo.
Catherine se alegraba ahora de la genial idea de su padre de enviar a los criados a la hacienda unos días antes que ellos
para que limpiaran y prepararan la casa. Si no hubiera sido así no se estaría comiendo ese delicioso pan caliente azucarado.
Con medio bollo todavía en su mano y masticando ansiosamente, salió de la cocina y se dirigió al otro extremo de la casa.
Pasó de largo las escaleras que seguramente conducían a las habitaciones y abrió otra puerta. Lo que vio le hizo abrir tanto
la boca por la sorpresa, que casi se le caen los trozos del dulce que comía.
– ¡Madre, madre, ven aquí! ¡Tienes que ver esto! ¡Es impresionante!

Beatriz llegó con paso apresurado hasta donde se encontraba su hija, seguida por Keneth, su marido.
– ¿Qué es lo que...? Ooohhh.

La luz que entraba por los grandes ventanales de la estancia dejaba ver la amplitud de la habitación, el suelo brillante en el
que casi se reflejaban las caras de la familia Murdock, la enorme araña que colgaba del techo hecha de un cristal tan fino y
tan bien tallado, que con una pequeña ráfaga de aire que entrara se podría oír una suave melodía al ir deslizándose el aire
entre los huecos de la talla.
– Es el salón de baile más hermoso que he visto. –Declaró Catherine.

– Pues no esperes que demos grandes fiestas. No hemos venido con ese propósito. –Le anunció su padre.
– Pero, padre, una fiesta para presentarnos en sociedad no estaría mal...

– ¿A qué sociedad te refieres? –preguntó con retintín. En su mirada seria despuntaba la superioridad del vencedor.– Los
sureños no saben lo que es una sociedad civilizada, y dudo que alguna vez lleguen a saberlo. Lo único que saben hacer es
dar latigazos. Veremos cómo sacan sus tierras adelante ahora que su mano de obra se ha largado. –añadió regodeándose en
ese pensamiento.
La expresión de Catherine cambió enseguida. No le gustaba su padre cuando hablaba así, con aquel tono... Además, una vez
más, le había tirado por tierra una ilusión... Poder ofrecer a un baile en su casa era la situación ideal para alternar con gente
y darse a conocer pero definitivamente su padre parecía no tener la intención de hacer vida social... Pensar que toda su vida
en aquella tierra estaría limitada a pasear por el campo con la única compañía del sol y algún libro en la mano no era muy
alentador. Aquella nueva vida se le presentaba aburrida, ningún atisbo de distracción parecía dominar sobre las plantaciones
de algodón ni de tabaco.
– Señor Murdock, las maletas ya han sido subidas a las habitaciones.
– Gracias Pete, puedes retirarte. Será mejor que veamos el resto de la casa. Luego desharemos las maletas y colocaremos
cada cosa en su sitio. Cuando terminemos seguramente será la hora de cenar.
Catherine, aún con la expresión de pesar reflejada en su rostro, siguió a sus padres, con actitud sumisa, en su recorrido por
la casa. Sus pensamientos nada tenían que ver con aquel lugar y hasta se le habían quitado las ganas de comer.
 
6.

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El día había sido agotador y caluroso. Sara agradecía la fresca brisa nocturna que corría. Sentada en una butaca del porche
a la tenue luz del candil, mascaba tabaco con la mirada fija en el horizonte. Podía ver las hojas de los árboles moviéndose al
compás del baile que marcaba el viento, con la luz difuminada de la luna, creando un paisaje de luces y sombras que daba a
la escena un aspecto perfecto en su equilibrio. Se removió un poco en la butaca, buscando una postura algo más cómoda,
estirando sus piernas y doblándolas a la altura de los tobillos, y aprovechó el movimiento para escupir algo del tabaco que
había mascado.
Se preguntaba cómo serían los nuevos vecinos que acababan de llegar esa misma mañana. Durante toda la semana anterior
había visto la llegada de carromatos que transportaban tanto personas como bienes materiales, esperando que las cosas más
frágiles estuvieran bien protegidas, pues la infraestructura del camino no era muy buena. Suponía que lo que esos carros
llevaban serían trajes y algunas cosas más sin demasiado valor. Pero esa mañana habían llegado los dueños de la hacienda,
y con ellos venía también una joven, que suponía sería su hija. Sin embargo, a la distancia a la que la había visto, no había
diferenciado muy bien los rasgos de su cara, además de que Sammy no le había dejado mucha más opción que fijar su
atención en los juegos de la pequeña.
¿En qué estarían pensando esos condenados federales cuando compraron la plantación de los Clark? O eran muy valientes o
eran muy estúpidos. Sara se inclinó por esta última opción cuando escupió los últimos restos de tabaco que quedaban en su
boca. No era de mucha lucidez ir a vivir a una ciudad que había participado en una guerra contra los nordistas, guerra que al
final habían perdido después de tener prácticamente la victoria en sus manos, tras el triunfo en Bull Run si hubieran atacado
el centro de operaciones, Washington, que estaba indefenso... Y sobre todo, ahora que se había puesto en marcha un
movimiento secreto dedicado a vengarse de los negros y, cómo no, también de cualquier nordista que se pusiera a su
alcance, por ser la causa de la pérdida de su mano de obra barata.
– Buenas noches, señorita Johnson.

La voz la sacó de sus pensamientos.

– Buenas noches Paul. Deja los formalismos que no estamos en ninguna reunión social en la que guardar las maneras.

Paul McGregor era uno de los tres hijos de George McGregor, uno de los terratenientes con las plantaciones más grandes de
algodón de toda Carolina del Sur. Las riquezas que había adquirido con la venta de algodón los años anteriores a la guerra y
los sobornos que había realizado con algunos federales durante la misma, le habían permitido llevar una vida tranquila y sin
sobresaltos. Además, se había cubierto bien las espaldas y, por si el Sur perdía la contienda, había adquirido varias
propiedades en el Norte dedicadas al acero, material que estaba siendo muy usado en las construcciones de la Unión, por lo
que la familia McGregor era una de las más adineradas de la región y la que menos había sufrido las barbaries y destrozos
de la inútil guerra.
– ¿Y qué te trae por aquí a estas horas, Paul? Es un poco tarde para hacer una visita, ¿no? –Sara lo miraba con desinterés
pero sin perder detalle de sus gestos, sabiendo la respuesta que el hombre le iba a dar a su pregunta.
Paul, con su aspecto altanero, subió los escalones del porche y se apoyó en uno de los postes, quedando frente a la quieta
figura de Sara. Metió las manos en los bolsillos después de echarse el flequillo de su corto pelo negro hacia un lado, y dobló
una rodilla, apoyando el pie en la madera del porche. Sus ojos marrones miraban fijamente a la mujer, que no se sentía
nada intimidada por su presencia, aunque sí algo molesta de que la hubiera interrumpido en sus pensamientos.
– Ya sabes a lo que he venido, Sara. Todos los miembros esperan una respuesta tuya.

– Mi respuesta sigue siendo la misma que la de hace unos días. Te dije bien claro que no necesitaba más tiempo para
pensármelo.

– Sara, no seas terca. –El tono de voz del joven era tranquilo.– Un nordista asesinó a tu padre, ¿y quienes son los culpables
de eso? Todos tienen que pagar lo que nos han hecho, y cuando decimos todos quiere decir negros incluidos.
– Ningún negro asesinó a mi padre, Paul. No vas a convencerme con tu filosófica palabrería ni atendiendo a mi
sentimentalismo, sabes que carezco de él.

El joven McGregor abandonó su posición y apoyó una mano en la mesa inclinándose hacia Sara. Antes de hablar clavó sus
oscuros ojos en la cristalina mirada de ella, forzando un intenso y teatral silencio. Al fin decidió hablar antes de hundirse en
la profundidad de aquella mirada, antes de olvidar la razón por la que estaba allí. Aunque ¿acaso la verdadera razón no era
verla una vez más? ¿Intentar penetrar su endurecido corazón? ¿Oler el delicado perfume que su insinuante piel le regalaba?
– No te engañes Sara, si esos estúpidos negros no se hubieran quejado de las condiciones de vida que tenían, ni se hubieran
escapado, la guerra nunca habría estallado y tu padre seguiría vivo cuidando su preciado algodón. Ahora la mano de trabajo
es escasa y puede que este año no saques mucho dinero con él, nunca se sabe lo que puede pasar.
– ¿Me estás amenazando, Paul?
El hombre tragó saliva. Le había costado pronunciar aquellas palabras pero eran necesarias. Esa endemoniada mujer era más
terca que su padre y no quería que le pasara nada. No antes de que cayese rendida en sus brazos.
– Yo que tú tendría cuidado de que no le pasara nada a mi plantación y, de paso, a mi gente. –Su mirada era más fría que
el aire que corría y Paul se enderezó un poco.
– No soy el único que está en esto, no depende de mí. –se excusó. Dándole la espalda a la mujer bajó los escalones y
empezó a andar hacia la dirección por la que había llegado. Sin dejar de caminar le habló a la mujer morena que seguía
sentada en la misma postura y que no se había inmutado ante las palabras de McGregor. –Si cambias de opinión, házmelo
saber.

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No obtuvo respuesta, aunque sabía que Sara no cambiaría de opinión. Tenía unos fuertes ideales inculcados por el blando de
su padre. Aquel estúpido de Johnson no había hecho un buen trabajo con su hija, no le había sabido dar los valores de un
buen ciudadano del Sur. Ella era una buena terrateniente, sabía cuidar sus tierras pero era intolerable que trabajase junto
con sus negros. Era una débil, como su padre... Un verdadero sureño tenía que hacerse respetar, hacer cumplir las órdenes
de cualquier forma y no había mejor manera que unos buenos latigazos a cualquiera de esos cerdos negros delante de sus
compañeros, que lo oyeran gritar, que lo vieran desfallecer entre alaridos de dolor. Así aprendían a respetar la autoridad,
como los perros. Aunque siempre había alguno que intentaba destacar y que, de forma accidental, acababa muriendo. ¡No
servían ni para vivir! Y ahora, esos estúpidos federales les habían concedido el derecho al voto y a la ciudadanía, ciegos
ignorantes... Pero si ellos podían harían que esos negros no llegaran nunca a saber lo que significaba la libertad.
Sara vio alejarse la tensa figura del hombre. Por su forma de caminar parecía que iba mordiendo el aire... Sara sonrió ante
aquella imagen. Entonces se levantó de la butaca y se apoyó en la barandilla del porche. Agachó la cabeza durante un
instante, dejando que el pelo le cayera a los lados de la cara; luego levantó la vista al cielo.
– No te preocupes padre, no entraré en su juego. Quien te mató ya pagó. –Y dándole la espalda a la noche, apagó el candil y
entró en la casa.
 

7.

A unos tres kilómetros más abajo de la hacienda "Serenity", en la casa de los McGregor se estaba llevando a cabo una
reunión a la que había acudido los terratenientes más poderosos de Carolina del Sur, aquellos que habían perdido en la
guerra más que sus preciados esclavos y alguna que otra gallina cuando el estómago de algún soldado se revelaba ante los
guisos con sabor a rata que se preparaban en los campamentos de avituallamiento. Al fin y al cabo, los que de verdad
habían combatido por el Sur habían sido gente sencilla que no poseía esclavos, sino un humilde oficio, como carpinteros o
herreros, pero que habían ofrecido su vida al ejército en honor a la palabra "libertad".
– Deberíamos empezar dándoles una lección a los negros que se han establecido a orillas del río. –William Smith alzó su voz
entre los congregados en el lugar. Ante su declaración se armó un alboroto de voces en alza apoyando la decisión.
George McGregor, un hombre alto, se pasó la mano por su barba color ceniza, acariciándola con parsimonia. Todo en él
transmitía la serenidad del que ha vivido y conoce. Su espeso cabello canoso le otorgaba la edad real que su piel y su
fornido cuerpo le negaban. Sus ojos negros y pequeños se paseaban de un lado a otro, posándose en sus compañeros,
hombretones de complexión fuerte pero con el exceso dormitando en sus barrigas. Levantó una mano y la agitó varias veces
de arriba a abajo pidiendo que se calmasen.
– Silencio amigos, tenemos mucho de que hablar y aún no hemos llegado a una conclusión.

Todos prestaron atención a las palabras del que parecía ser el cabecilla del grupo. William Smith volvió a ocupar su asiento y
miró hacia donde estaba McGregor.
– Si queremos que las cosas salgan bien, tenemos que organizarnos. –McGregor volvió a hablar cuando fue consciente de
que tenía la atención de todos.– Atacar a los que están en el río es una buena idea Will, pero no podemos hacerlo así sin
más. Tiene que ser un ataque por sorpresa, porque el río puede ser una escapatoria para ellos. Y si escapan estaríamos
perdidos... Todos nuestros planes de futuro se irían al traste... Tenemos que pensar una estrategia, rodear aquellos lugares
por los que puedan escapar. El objetivo es acorralarlos como gallinas enjauladas, que no sepan hacia dónde van a ir, no
dejarles salida alguna.
– Pero George...

Todos se volvieron hacia la voz que acababa de interrumpir el discurso de McGregor.
– ¿Algún problema, Laurence?

Laurence Perkins se aclaró la garganta, miró fugazmente a todos los que había en la sala, no más de doce hombres, y
finalmente se atrevió a hablar.
– En ese campamento del río... también hay mujeres y niños...

– ¿Y? Laurence sentía como todas las miradas se clavaban en él esperando su siguiente respuesta.
– Bueno... yo... supongo que... ellos no sufrirán daño alguno.

Varias risas se oyeron tras su contestación, seguidas de algunos que otros improperios dirigidos a Perkins.
– Laurence, Laurence... –Una voz llegó desde la puerta.– Nunca aprenderás. –Paul McGregor acababa de llegar y no esperó
para dar su opinión.– Tienes que pensar más las cosas. Si dejas que esas esclavas negras vivan, sólo servirán para traer al
mundo más negros, y el Sur acabará pareciendo una colonia africana. Y si dejas que esos niños crezcan, seguramente más
de uno acabará convirtiéndose en un revolucionario que, algún día, acabará comprando tus tierras y ganando una buena
suma de dinero a tu costa. –Su semblante, con gestos acompasados y calmados hasta ese momento, se tornó en un mohín
agrio.– Los negros son una plaga. ¿Y qué se hace con las plagas? –Su voz fue una ronca declaración. Miró a todos, uno por
uno, con una de sus acostumbradas pausas dramáticas.
– ¡Se exterminan! –Gritó William Smith.
– Exacto.
Laurence Perkins agachó la cabeza, mientras pensaba que allí todos estaban locos, incluso él por participar en tal complot.
Pero el miedo que sentía hacia los McGregor era tan inmenso que prefería asistir a estas reuniones clandestinas antes que
sufrir las consecuencias de la negativa. Sin embargo, parecía que las cosas estaban llegando demasiado lejos y que, a partir
de ese momento, no todo iba a ser palabrería.
– ¿Cuál ha sido la respuesta de la señorita Johnson? –George McGregor volvió a captar la atención de los presentes, y todos
se volvieron hacia el joven Paul en espera de su respuesta.
– No. –Fue la simple contestación de su hijo.

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– Me lo temía. Además de la fortaleza y la testarudez de su padre también ha heredado sus absurdos ideales... En fin,
pasemos a la organización del ataque al río, más tarde nos ocuparemos de Johnson y de su buen corazón.

siguerá... -->
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S U R .

2 ª

P A R T E .

Autor: Carbonilla
Co-autora: Cruella.

8.

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El silbido de las balas rasgando el aire, los gritos de los hombres de ambos bandos, el fuego que invadía todo el campo de
batalla, cuerpos inertes que cubrían el suelo llenos de escombros y de restos de ropa; los que aún vivían corrían de un lado
a otro, los altos mandos gritaban órdenes sin parar para seguir adelante y, de repente, delante de ella, con una amplia
sonrisa en los labios se encontraba su padre con la mirada fija en ella. En ese momento, un obús hizo explosión entre ellos,
lanzando a la mujer hacia atrás por la fuerza del impacto y dejándola tumbada. Poco a poco, se levantó con cierta dificultad
agarrándose la cabeza con ambas manos para comprobar que la tenía aún en su sitio, siendo cada vez más consciente de
que seguía allí por el dolor que sentía en ella. Entonces, se acordó de su padre y miró hacia donde segundos antes lo había
visto con miedo de no encontrarlo allí. Sin embargo, su padre seguía en la misma posición y con la misma sonrisa apacible,
como si la bala de aquel cañón no hubiera hecho efecto alguno en él, ni siquiera su cabello rubio se había despeinado. La
mujer se incorporó del todo e intentó esbozar una media sonrisa algo forzada. Con paso lento pero firme empezó a caminar
hacia el hombre que tanto le había enseñado pero, entonces, un soldado con uniforme azul, adornando sus pantalones con
listas rojas, se interpuso entre los dos, apuntó con su winchester al hombre y le disparó. Sara ahogó un grito en su garganta
mientras que la figura de su padre se desplomaba, no pudiendo sacar su agonía más allá del estómago.
Con el cuerpo cubierto de sudor, Sara despertó de su pesadilla gimiendo. Se llevó la mano al pecho: le dolía, una punzada
que le encogía los pulmones y se los retorcía como si una mano invisible los estuviera exprimiendo. Haciendo bastantes
esfuerzos por respirar con normalidad, se deslizó hasta el borde de la cama y se sentó. El frío de la madera del suelo bajo
sus pies la ayudó a ubicarse en la realidad que le rodeaba y en unos minutos consiguió reponerse de la impresión inicial.
Apoyó los codos en las rodillas y dejó descansar la cabeza entre sus manos durante unos instantes. Recordó algunas de las
escenas que habían aparecido en la pesadilla y cuando tragó saliva se le mezcló con las lágrimas que no había dejado salir y
una bilis amarga recorrió su cuerpo, instalándose en la boca de su estómago. Se levantó y esperó unos segundos en pie a
que un súbito mareo se alejase. Se dirigió con paso cauteloso hasta la palangana que había encima del aparador y se mojó
la cara con agua abundante, dejando que ésta se escurriera por su rostro para que su frescor acabase de espabilarla. Se
frotó los ojos, le dolían.... Vaya forma de empezar el día, pensó con amargura. Caminó hasta la ventana y, al retirar las
cortinas, comprobó que el sol aún no había hecho aparición, ni tan siquiera un solo rayo despuntaba. Sacó unos pantalones
marrón claro y una camisa blanca del armario y se vistió con lentitud. Todos los músculos de su cuerpo le pesaban. Se calzó
unas botas que le cubrían el pantalón hasta un poco más abajo de la rodilla y al dirigirse a la puerta, alcanzó el sombrero
que colgaba del espaldar de una silla. Bajó con cuidado las escaleras, sin hacer ruido, no quería despertar a nadie antes de
hora. Al abrir la puerta de entrada se encontró con el frío de la madrugada. Dejó el sombrero sobre la mesa del porche y se
sentó en las escaleras, apoyando la espalda sobre uno de los pilares que mantenían la casa en pie.
Todo estaba en silencio, a excepción del canto de los grillos que parecían no sentir el frescor de la madrugada. En cuanto el
sol saliera, el trabajo en la plantación daría comienzo y sería un día de preparativos y de correr de aquí para allá. La
recolección del algodón se aproximaba y todo tenía que estar listo. Se tenía que vaciar el granero para dejar espacio
suficiente y poder apilar las balas de algodón, los instrumentos de recolección serían limpiados y preparados, los hombres
serían asignados por hectáreas para seguir un orden... Ese año habría que organizarse bien pues muchos trabajadores se
habían marchado al Norte y otros, simplemente, se habían ido. Este hecho era un contratiempo ya que el trabajo sería el
doble o el triple por cada hombre, incluso para ella, pero lo que más le preocupaba era que muchos de los jornaleros que
habían desaparecido eran hombres de confianza, trabajadores y gente fiel a ella y a la memoria de su padre... Lo que más le
preocupaba era la sensación que tenía de que nunca más volvería a verlos ni a saber de ellos...
El sol empezó a despuntar acompañando estos pensamientos y Sara se desperezó y abandonó su asiento. Entró en la cocina
para prepararse una buena taza de café. Puso a calentar agua en el fogón y esperó a que hirviera para verterla en la taza
que ya contenía el café.
– Sara, siempre tan madrugadora.

– Buenos días a ti también, Clarisa. –Le dijo a la mujer de color poco antes de llevarse la taza a los labios con cuidado de no
quemarse.
– ¿Una noche dura?

Sara esbozó una media sonrisa. Las ojeras que adornaban sus ojos claros no pasaban desapercibidas.
– No tan dura como lo va a ser este día, me temo...

– Me ocuparé de tener la comida preparada a tiempo para que no os quejéis.

– Sí, es una buena idea. –Bebió otro sorbo del café y se quedó mirando a Clarisa.– ¿Crees que es necesario que Aminata y
Sammy vayan hoy a la ciudad? No me gusta que vayan solas... Preferiría que esperasen otro día y así yo podría
acompañarlas...
– No les pasará nada, Sara. Además, Jeremías irá con ellas. Te preocupas en exceso.
– Sí, pero es que si algo les pasara yo...
– ¡AMINATA! –Sara fue interrumpida por el ensordecedor grito de Sammy.– Ah, hola. ¿No está Aminata aquí?
– Aún es temprano, Sammy, no tengas tanta prisa. –Le habló Sara tranquilamente mientras bebía su café.
– Pero ya tenemos que irnos, sino no llegaremos temprano. –Le reprochó la niña con cara de disgusto.
– De eso nada, pequeña, de aquí no se va nadie sin desayunar antes. –Advirtió Clarisa con una mueca divertida en su cara.
– Pero...
– Ya has oído a Clarisa. Hasta que no desayunes no te irás. –Se acercó hasta la niña y se agachó hasta ponerse a su nivel.–
Y ten mucho cuidado en la ciudad, haz caso a Aminata y no hagas travesuras.
– Síííí. –Le respondió la niña arrastrando la palabra en señal de que ya estaba aburrida de oír siempre las mismas
advertencias.
Sara hizo ademán de levantarse, pero entonces Sammy se enganchó a su cuello y le dio un beso en la mejilla, que hizo que
la mujer mostrara una gran sonrisa y le devolviera el gesto a la niña, manteniendo el abrazo durante unos segundos, hasta
que la pequeña la soltó.
– ¡Vale ya, hermanita, que sólo me voy a la ciudad!
Sara se irguió aún con la sonrisa y acabó de beberse el café.

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– Bueno, ya va siendo hora de trabajar. Hoy hay mucho que hacer. Y, ¿Sammy...?
– Sí, me portaré bien. –Y puso la cara más inocente y buena que tenía.

– No, no era eso, quería decirte que te diviertas. –Y le dio la espalda mientras salía por la puerta. –Adiós, renacuaja. Hasta
luego, Clarisa.
– Adiós, hermanita.

Sara salió al porche, cogió el sombrero de la mesa poniéndoselo seguidamente en la cabeza y se dirigió al establo donde le
aguardaba su yegua ya preparada.
 

9.

Los rayos del sol hacía ya rato que entraban por la ventana del cuarto de Catherine, obligándola a taparse con las sábanas
hasta los ojos, pero ella aún se negaba a levantarse. Habían sido varios días de duro y agotador viaje hasta llegar a esa
ciudad y creía que el descanso que se estaba tomando era realmente merecido. El dolor de su espalda casi había
desaparecido, y la sensación de estar dando pequeños saltitos en cualquier sitio que se sentara también había cesado.
Perezosamente, se removió en la cama poniéndose de costado y se abrazó a la almohada. Sus días de redactora en el "San
Luis Extra" se habían acabado antes del tiempo previsto, y su sueño de alcanzar un puesto superior en dicha publicación
también se había esfumado. Sin embargo, ahora que no tenía mucho que hacer podría dedicarse a su otra gran ilusión,
escribir un libro.
La llamada en la puerta la devolvió a la realidad.
– ¿Sí?

– Le traigo el desayuno, señorita Catherine.

– Gracias, Cecile, pero lo tomaré abajo. –Le contestó a la puerta.
– De acuerdo, señorita.

Catherine se levantó perezosamente de la cama dejando sus pensamientos envueltos entre las sábanas. En unos minutos se
presentó en el comedor y se sentó en una silla delante de una taza de té y unos bollos de leche.
La puerta de la cocina que daba a la sala se abrió y una mujer con uniforme entró con unos cubiertos en la mano que se
afanaba en secar con un paño.
– Buenos días, señorita Catherine.

– Buenos días, Cecile. –Hizo una pausa para tomar un sorbo de té.– ¿Mis padres ya han desayunado?
– Oh, sí. –Le contestó la doncella.– Desayunaron pronto y se fueron a la ciudad.

– ¿A la ciudad? –Catherine no pudo ocultar su sorpresa.– ¿Y cómo es que no me han avisado?
– Bueno... Creo que no era una visita de placer.
– Entiendo...

A Catherine le importaba poco de qué clase fuera la visita que sus padres pensaban hacer. A ella le habría bastado con llegar
allí y ver el ambiente que se respiraba, pasear por las calles, pararse en las tiendas y ver lo que ofrecían, mezclarse con la
gente y disfrutar de las conversaciones en cualquier esquina. Sabía que no sería lo mismo que su ciudad natal, pero aquello
le daría una idea de la clase de gente con la que tendría que relacionarse y de cómo se vivía allí tras la larga y dura guerra.
Después de dar cuenta de su desayuno, subió a su habitación dispuesta a colocar en su sitio lo que había traído para ver si
así podía olvidar la nostalgia de hallarse en un lugar en el que creía que no encajaba, pero que no tendría más remedio que
esforzarse en aceptarlo.
Estuvo parte de la mañana ocupada en esta labor y el resto de ella la pasó sentada en el espacioso porche de la casa
intentando esbozar alguna idea para su libro, pero cada vez que la plasmaba en el papel acababa tachándola, no le convencía
nada de lo que escribía ni el estilo que había seguido. Así, entre tachones, papeles arrugados y rabietas infructíferas, llegó la
hora de comer.
Ya que estaba sola y deprimida por su falta de inspiración, decidió comer en la cocina con Cecile y Meredith. Le gustaba
compartir esos momentos con aquella gente sencilla. Tenían tanto que explicar, su visión de la vida distaba tanto de la que
tenía la gente de su esfera social... Probablemente, después de la comida, ya tendría alguna idea para su libro. A su padre,
sin embargo, no le gustaba que se mezclara de aquella manera con la servidumbre pero siempre que sabía que sus padres
no almorzarían en casa se metía en la cocina y participaba de las charlas rutinarias de los empleados. La idea de comer sola
en un gran salón no era de su agrado, además de ser una de las cosas más aburridas.
Después del almuerzo, Catherine cogió uno de sus libros favoritos y se sentó debajo de un roble, tal cual lo había imaginado
el día anterior, cuando llegaron. Comenzó a leer mientras esperaba que llegase la inspiración, aunque al ritmo que llevaba
llegarían antes sus padres. No podía dejar de pensar en las cientos de preguntas con las que los acribillaría sobre lo que
habían visto en la ciudad.
 

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10.

Ese día el sol había apretado con fuerza. Sara entró en la casa con pasos pesados. Se quitó el sombrero y con el dorso de la
mano se secó el sudor de la frente. El resto de su cuerpo también estaba empapado en sudor, como lo mostraban los surcos
que se habían formado en su camisa. Subió a su habitación, sorprendiendo a Clarisa cuando entró en ella.
– ¿Ya habéis acabo? –La interrogó la mujer volviendo a su labor.

– Por hoy, sí. –Y se dejó caer boca arriba en la cama cerrando los ojos.

Clarisa estaba llenando de agua caliente una bañera que había puesto en medio de la habitación de Sara. Cuando empezó a
ver que los hombres regresaban de la plantación, supuso que Sara tardaría un poco más hasta dejar todo en su sitio,
asegurándose hasta el último detalle, como siempre hacía. Eso le daría tiempo para prepararle el baño que la mujer morena
necesitaría después del duro trabajo.
– Bueno, esto ya está.

– Gracias, Clarisa. –Dijo sin moverse de su postura. Entonces abrió los ojos, giró la cabeza hacia la mujer de color y la
enfocó.– ¿Aún no han venido Aminata y Sammy?

– No. Sabes que iban a quedarse a comer en la ciudad y que después se pasarían por el campamento del río para que
Aminata viera a su prima.

– Sí, es cierto. –Volvió su mirada al techo.– Y conociendo a la prima de Aminata y lo poco que le gusta hablar... –Dijo esto
con tono de sorna, lo que consiguió sacar una sonrisa de Clarisa.
– Voy a preparar algo de té helado. Y métete pronto en la bañera o el agua se enfriará. –Y la mujer salió por la puerta
dejándola sola en la habitación.
Sara giró la cabeza hacia donde estaba la bañera, sin muchas ganas de levantarse de la cama, pero al ver el vapor que salía
de ella cambió rápidamente de decisión. Se quitó la ropa sucia y sudada y se metió despacio en la bañera, agradeciendo el
calor que le daba la bienvenida. Se recostó dentro de la tina, doblando un poco las rodillas ya que la bañera le venía un poco
pequeña y echó la cabeza hacia atrás a la vez que cerraba los ojos.
Cuando despertó no sabía el tiempo que había estado durmiendo pero había sido el suficiente para que el agua se enfriara y
para que los dedos de las manos y de los pies se le hubieran arrugado como garbanzos. Se levantó tan rápidamente que
provocó un pequeño oleaje en la bañera. De su cuerpo desnudo escurrían las gotas de agua que aún se resistían a
abandonarlo, cayendo de nuevo al agua de donde se habían escabullido, con un suave tintineo. Cogió la toalla que Clarisa le
había dejado doblada encima de un taburete junto a la bañera y se envolvió en ella. Cuando levantó la vista se encontró con
la imagen que el espejo le ofrecía de sí misma. Se contempló durante un momento, tras el cual posó la mirada sobre una
cicatriz que tenía un poco más abajo del hombro, recuerdo de un soldado del Norte. Pasó un dedo suavemente por la antigua
herida, ya no le causaba dolor, al menos no dolor físico. Volvió a mirarse en el espejo e intentó descifrar quién era aquella
mujer que veía delante suyo, aquella que era una completa desconocida en algunas ocasiones, que buscaba comprenderse a
sí misma y encontrar algo de consuelo a su dolor. Como siempre, no pudo o quizás es que no quería descubrir lo que la
imagen podía decirle, así que, decepcionada, le dio la espalda y comenzó a vestirse, pensando que si cubría el frío de su
cuerpo, su alma también entraría en calor.
Minutos más tarde ya estaba sentada en la butaca del porche mascando tabaco y con una jarra y un vaso de té helado sobre
la mesa. Era uno de sus momentos preferidos, sentarse en el porche viendo cómo la tarde se iba y la noche hacía su
aparición en escena, contemplando cómo el sol iba perdiéndose poco a poco, despacio, como si no quisiera irse sin antes
asegurarse de que la luna ocuparía su lugar en el inmenso cielo. Un ruido que provino de los arbustos del camino hizo que
su mirada se desviara del horizonte y buscara la causa de la interrupción. Cogió el rifle que siempre la acompañaba y se
encaminó hacia el lugar. Cuando ya estaba cerca, una sombra empezaba a aparecer por entre las altas hierbas. Estaba de
espaldas e intentaba salir afanosamente de entre los matorrales por los movimientos que hacía y los grititos de ofuscación
que emitía. Era una mujer. Su largo pelo cobrizo y el vestido que llevaba no dejaban lugar a dudas.
– ¿Se puede saber que hace en mi propiedad?
– ¿Qué...?
La mujer cayó al suelo al oír la voz detrás suyo que la asustó y que no esperaba justo cuando salía del atolladero de matas.
Cayó de espaldas sobre el suelo, y cuando levantó la vista vio a una mujer alta y morena de pie que la miraba fijamente.
Tenía un rifle que sujetaba a modo de bastón y sobre el que estaba apoyada. Catherine, viendo que la mujer no tenía
intención de ayudarla a levantarse, se puso en pie por sí misma con algo de esfuerzo, debido al aparatoso vestido. Se
recompuso un poco las ropas, sacudiéndolas para quitarles el polvo de la tierra y se pasó las manos por el pelo alisándoselo
un poco. Se agachó para recoger el libro que se le había caído y cuando se levantó de nuevo, fijó su mirada en la mujer. La
morena levantó las cejas en señal de pregunta muda en espera de una respuesta.
– Hola, soy Catherine Murdock. –Le tendió la mano con delicadeza.
Sara cogió el rifle y escupió tabaco antes de estrechar la mano ofrecida.
– Sara Johnson. –Y soltó la mano rápidamente. Seguidamente, le dio la espalda a la mujer y empezó a andar hacia el
porche.
Catherine, sorprendida con aquella actitud poco gentil, siguió a la mujer que se sentó en una butaca. La rubia se apoyó en la
barandilla quedando frente a la dueña de la casa.
– Los del Norte siempre creen que pueden entrar en cualquier lugar sin pedir permiso, ¿no?
Sara le habló a la mujer sin mirarla mientras apoyaba el rifle en la pared. Su tono era áspero y distante, la primera muestra
de cortesía de un sureño, pensó Catherine.

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– No. Es sólo que... bueno, me puse a andar y llegué hasta aquí. No sabía que estuviera entrando en una propiedad privada.
– Bueno, ahora ya lo sabe. –La miró fijamente a los ojos para que su advertencia fuera tomada en serio y fijó su atención en
la pequeña bolsa de tabaco que sacó de su bolsillo.
El silencio reinó entre ellas. Ninguna de las dos sabía qué decir. Como la mujer morena estaba afanada revolviendo el tabaco
de la bolsita, Catherine aprovechó para fijarse en ella. Lo que más le impactó fue aquella mirada azul que la había
observado tirada en el suelo minutos antes. Parecía que la estuviera taladrando. Luego, su actitud algo brusca cuando ella se
presentó y la otra mujer escupió tabaco. Por un momento pensó que la iba a echar a patadas o que le iba a escupir el tabaco
encima... pero finalmente aceptó la mano que le ofreció aunque con cierta hostilidad. El apretón fue fuerte y rápido, muy
rápido. Apenas sintió la calidez de la mano de la mujer, pero sí sintió su fuerza, la misma fuerza que le había transmitido su
mirada. Mientras la seguía observando, Catherine supuso que la mujer debía pasar largas horas en la plantación, bajo el sol,
para tener la piel de aquel tono tostado.
– Puede sentarse si quiere. –Sara le señaló con la mano una silla y Catherine aceptó el ofrecimiento.

Clarisa, que oyó a Sara hablar con alguien, se asomó por la puerta con cuidado de no ser vista. Se sorprendió un poco
cuando vio que la persona con la que hablaba era una mujer joven, aunque en ese momento estaban en completo silencio.
Fue a buscar un vaso a la cocina para la improvisada invitada de Sara.
– Como te he oído hablar, he pensado que sería buena idea sacar otro vaso. –Lo colocó encima de la mesa y lo llenó de té.
Se lo ofreció a Catherine con amabilidad pero sin un ápice de sumisión, observó la muchacha.
– Gracias.

Clarisa notó que Sara no hacía más que mirar al camino, sin duda preocupada porque Aminata y Sammy no habían
regresado aún. Se volvió hacia ella y puso una mano sobre su hombro.
– Regresarán pronto, tranquilízate.

Sara la miró y le dedicó una media sonrisa en señal de agradecimiento a la que Clarisa correspondió con otra que mantuvo
en sus labios mientras se iba. Se le pasó por la cabeza lo estupendo que sería que Sara entablara amistad con alguien ajeno
a la plantación y que cambiara un poco su monotonía. No conocía a aquella chica pero su instinto le dijo que era agradable.
Sara dejó de revolver el tabaco y fijó su atención en la joven, que jugueteaba con el vaso entre las manos. Catherine, al
sentirse observada, dejó su entretenimiento. Tomó un sorbo de té para aclararse la garganta antes de preguntar.
– ¿Cómo sabe que soy del Norte?

– Es sencillo. Todos aquí somos vecinos y nos dedicamos a lo mismo. No hay mucha animación, así que cuando ocurre algo,
como que los Clark vendieran su hacienda a unos ciudadanos del Norte, la noticia se difunde rápidamente.
– Entiendo. En San Luis ocurre lo mismo, sólo que las noticias que pasan de boca en boca suelen ser de índole más frívola.
Catherine miró a Sara, que se mecía en la butaca, con la mirada perdida en el camino. A pesar de que la mujer no daba
muestras de seguirle la conversación, continuó hablando, ya que así se sentía menos incómoda. Oírse hablar a sí misma le
daba confianza, como si de esa forma espantara la sombra de la ingenuidad y del miedo.
Le explicó a la otra mujer aquellos cotilleos frívolos que se solían contar entre las mujeres porque los hombres tenían cosas
más importantes de las que hablar, como la economía o la política, conversaciones en las que las ellas tenían vedada la
entrada. Empezó a sentir que la garganta se le secaba y bebió un sorbo de té. Miró pensativa a Sara, que parecía no
prestarle atención a su discurso y que sólo había mostrado parte de interés en la conversación con alguna inclinación de
cabeza en señal afirmativa o un simple "ajá" al compás del movimiento de la butaca. Catherine volvió a refrescarse el
gaznate dispuesta a empezar a hablar otra vez, aunque no sabía muy bien qué era lo que podía interesarle a aquella mujer
de tan pocas palabras.
– ¿Siempre hace tanto calor aquí? –Catherine esperaba que esta vez contestara con algo más que un monosílabo.
– Las tierras del Sur son secas, necesitan el calor del sol para dar sus frutos. –Sara se volvió entonces hacia Catherine.– Los
inviernos no son muy fríos y los veranos son muy calurosos, pero acabará acostumbrándose.
Catherine, en respuesta a su explicación, le mostró una pequeña sonrisa.
– Supongo que sí.
El ruido de unos cascos de caballos llamaron la atención de Sara, que giró la cabeza en dirección al camino. Cuando el carro
se paró frente a la casa Sara se puso en pie y dejó huir lejos de ella la preocupación que tenía al ver bajar a Sammy con
una sonrisa enorme. La pequeña, en cuanto sus pies tocaron el suelo, corrió hacia su hermana y se enganchó a su cuello.
En ese momento, Catherine se dio cuenta de que aquella mujer sabía sonreír y que no siempre mantenía aquel rictus tan
serio. Sin embargo, el que una niña negra le causara esa reacción era algo que no entendía, conociendo el clasicismo que
existían en aquellas tierras y el trato que se le daban a los esclavos. Empezaba a preguntarse si todas esas habladurías
serían ciertas o sólo habían sido una invención para dar una excusa a la guerra.
Sara desenganchó a la niña de su cuello y miró a Aminata.
– ¿Se puede saber porque habéis tardado tanto? Me teníais preocupada.
– Lo siento, Sara. –Se disculpó la mujer de color.– Pero es que hacía mucho tiempo que no veía a mi prima y teníamos
muchas cosas que contarnos.

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Catherine seguía sin salir de su asombro. Ningún "señorita Sara" o "señorita Johnson"... La actitud de aquella mujer
realmente era inusual. Esa manera de tratar a los esclavos no era la que había oído, no era lo que en aquellas reuniones de
sociedad de San Luis se comentaba. Y aquel brillo en los ojos cuando miraba a la pequeña... Entonces se acordó de la
escena que había visto en el río, de las risas de la niña jugando con la mujer. Y se acordó también de la preocupación de
Sara. ¿Qué tenía aquella niña que era capaz de causarle esas emociones?
– Vamos hermanita, no te enfades que tampoco hemos tardado tanto.

"¿Hermanita? ¿Sara y aquella niña eran hermanas?" Aún si eso era cierto, eso seguía sin explicar el comportamiento de Sara
hacía las otras mujeres negras. Era como si entre ellas hubiera una especie de familiaridad; igual que había pasado con la
mujer que le había ofrecido un vaso de té, cuando le había puesto la mano sobre el hombro y la dueña de la casa había
aceptado el contacto sin protestar.
Sara se sentó en la butaca y acomodó a Sammy en su regazo, mientras que Aminata entraba en la casa.
– No estoy enfadada, sino preocupada.

Entonces Sara se dio cuenta de que Catherine las estaba observando en atónito silencio, aquel silencio que no había hecho
acto de presencia durante los minutos anteriores pero que, en cierta medida agradecía porque la había hecho olvidarse un
poco de su preocupación y la había obligado a hacer el esfuerzo de centrarse en lo que la otra mujer le decía para poder
hacerle una señal de vez en cuando dándole a entender que la escuchaba.
– Sammy, ésta es Catherine Murdock. Es una de nuestros nuevos vecinos.

La pequeña bajó del regazo de su hermana y se plantó delante de Catherine. La observó durante escasos instantes y le
tendió una de sus manitas. Catherine sonrió ante el gesto de la niña a la vez que cogía la mano ofrecida.
– Es un placer conocerla, señorita Murdock. –La pequeña hizo gala de su buena educación.
– Lo mismo digo. Y puedes llamarme Catherine.

La pequeña retiró su mano y sonrió. Volvió al lado de su hermana, le plantó un beso en la mejilla y salió corriendo
perdiéndose tras la puerta de la casa. Seguramente se acordó de algún juego que había dejado sin acabar antes de irse de
casa esa mañana. Siempre era así de escurridiza, sobre todo cuando había hecho alguna trastada.
Tras la marcha de la niña, el porche nuevamente quedó en silencio, aunque Catherine rápidamente lo rompió.
– Se está haciendo tarde y todos deben de preguntarse dónde estoy, así que será mejor que me vaya.
– Uno de mis hombres la llevará hasta su casa.

– No hace falta, de veras, puedo deshacer el camino que hice para llegar hasta aquí.

– La noche está a punto de caer. Además, ¿no querrá correr el riesgo de volver a perderse y aparecer en otra casa que no
sea la suya, verdad? –Sara esbozó una pequeña sonrisa, al recordar cómo había llegado hasta allí la joven.
– Está bien, pero sólo porque pronto se hará de noche, si no, hubiera aceptado el reto.

Sara se alejó del porche y se encaminó hacia los establos. Al poco rato apareció seguida de un hombre de color.
– Éste es Jeremías, él la llevará hasta su casa.
– Gracias.

Jeremías ayudó a Catherine a subir al carromato y luego él se acomodó en el asiento delantero con la fusta en la mano.
Azuzó a los caballos con ella y el carro emprendió la marcha. Cuando ya estuvo fuera de sus dominios, Sara entró en la
casa, no sin antes mirar al cielo y dar un resoplido, sabedora de todo lo que Sammy iba a contarle. Recompuso su gesto
dispuesta a enfrentarse a la extensa verborrea de la pequeña.
 
11.
Catherine, montada en aquel carro y notando los ya tan familiares saltitos del camino, hizo un repaso mental de la tarde que
había pasado. Si bien la mañana había sido bastante aburrida, la tarde no parecía tener un cariz más animado. Sin embargo,
su pérdida de rumbo y su aparición inesperada en la casa de uno de sus nuevos vecinos, hizo que el día no fuera tan
monótono.
Mientras miraba el paisaje que atravesaban, Catherine intentó buscar una explicación a la actitud de Sara. De por sí, ya era
raro que ella se comportara como dueña total de la casa, aunque ¿por qué no podría serlo? La verdad es que no había visto
ningún hombre por los alrededores de la casa, al menos no ninguno que fuera blanco... Y eso también era extraño ya que
Sara era una mujer muy atractiva, a pesar de mascar tabaco... Fuera como fuese, seguro que tenía más de un pretendiente
deseando apoderarse de su belleza y de sus posesiones. Ella debía tener una fuerte personalidad, además de un gran
aplomo, resistencia y una voluntad de hierro para hacerse cargo de una casa tan grande y de las duras obligaciones que la
plantación exigía...

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Un atisbo de envidia se apoderó de Catherine: ¿cuántas veces no había soñado ella misma con poder disfrutar de una
independencia total? Pero no podía. Sabía que su padre le cortaría el camino ante el primer paso que diese, y no sería la
primera vez que lo hiciera. Se dejó caer hacia atrás en el asiento y soltó un resoplido de resignación. Por ahora eso era lo
único que su coraje le permitía hacer. Cerró los ojos y se imaginó corriendo libremente como Sammy lo hizo el día que la vio
a orillas del río, corriendo sin una dirección determinada, riendo sin preocupación... Ante la visión de esa escena, sonrió.
Seguía corriendo, dejando que el aire le diera de lleno en la cara y le echara el pelo hacia atrás, sintiendo aquella sensación
de libertad. De repente, una figura apareció a su lado corriendo y riendo también. Era Sara, con una inusual sonrisa que ella
aún no había visto pero que era capaz de imaginar. Ante esa mala jugada de su subconsciente, Catherine abrió los ojos
rápidamente y la escena campestre desapareció.
Su casa ya se veía como un adorno más del paisaje.
 

12.

Los días siguientes pasaron despacio. El trabajo en las plantaciones se convirtió en un cruel castigo bajo el sol. Horas
interminables cosechando hectárea a hectárea, las manos que se empezaban a agrietar del duro trabajo y de la sequedad
del aire, el dolor de espalda que se revelaba por las noches impidiendo conciliar el sueño... Los días pasaban y el algodón no
se acababa. Se notaba la escasez de mano de trabajo, si bien "Serenity" era una de las haciendas con más trabajadores que
habían acudido a ayudar. A cambio, las raciones de la deliciosa comida que preparaba Clarisa eran un precio justo que
hombres y mujeres agradecían ante la escasez de alimentos que padecían. Todo se desarrollaba lenta y laboriosamente pero
acompañado de mucha tranquilidad. Tal vez una tranquilidad inusual...
– ¡¡FUEGO, FUEGO!!

Unos gritos desgarrados despertaron a Sara de su pesado y merecido sueño. Se levantó dando un bote de la cama. En
cuestión de segundos había cambiado su camisón por la ropa que horas antes dejó sobre la silla. Cogió su rifle y bajó los
escalones corriendo, como si la vida le fuera en ello. Abrió la puerta casi con furia, dejando que el aire le pegara en la cara.
– ¿Qué pasa, Abraham?

Abraham se hallaba tirado en las escaleras, intentando coger aire para respirar ya que la carrera que había realizado lo había
dejado sin resuello. Levantó su angustiada mirada hacia Sara y ésta pudo ver la agonía reflejada en su cara. El blanco de sus
ojos, en contraste con su piel tostada, era casi lo único que le indicaba a Sara que él estaba allí, aunque ese blanquecino
color se estaba transformando en el rojo que el dolor de aguantarse las lágrimas le provocaba. No era momento para
lágrimas, sino para actuar, pensaba con un nudo en la garganta.
– ¡Abraham, por Dios, dime qué pasa! –Sara empezaba a impacientarse sospechando lo peor.

– El campamento... del río... está ardiendo. –dijo entrecortadamente, intentando llevar aire a sus pulmones.– Hombres... con
antorchas... y rifles...
Sara no esperó para ver si Abraham tenía algo más que decir. Se dirigió corriendo al establo y montó sobre una yegua.
En ese mismo momento, Clarisa salió al porche y al ver a Abraham tirado en las escaleras, se acercó a él. La preguntó qué
pasaba pero el hombre sólo tenía ganas de llorar. Algo malo había pasado, algo demasiado malo. Clarisa lo acunó en su
pecho justo cuando vio salir al galope a Sara como alma que lleva al diablo.
Sara, montada sobre Venus, parecía que iba flotando a través de los árboles. La yegua era tan negra como la noche que
cubría el cielo, y seguía el frenético ritmo que Sara le marcaba con la fusta. Venus fue un regalo de su padre cuando ella
cumplió veintidós años. Su nombre fue fruto de las largas noches que ella y su padre pasaban contemplando las estrellas.
Realmente, Venus era el nombre de un planeta, pero era tan brillante que en una noche despejada se podía ver en lo alto de
la bóveda celeste, como moviéndose a través de las nubes, desapareciendo y volviendo a aparecer tras una de ellas. Por
esta razón, este planeta también era conocido como Estrella de Venus, y Sara bautizó a la yegua con ese nombre casi de
inmediato, en reconocimiento a los agradables momentos que había pasado junto a su padre estudiando el cielo. Pero ahora
Sara no se acordaba de ese día, sólo pensaba en llegar. En su mente se mezclaban los amargos recuerdos, aquellos que
muchas noches regresaban en forma de pesadillas y le robaban el descanso.
La alarma de que se había originado un incendio también llegó hasta la casa de los Murdock. Los gritos de un hombre
despertaron a todos, como lo habían hecho con Sara.
– Pete, prepara mi caballo y que los demás hombres se preparen para ir a ayudar. –Ordenó Keneth Murdock.
Pete desapareció rápidamente para cumplir las órdenes que le habían encomendado. Catherine, que se encontraba en lo alto
de las escaleras y escuchó todo, se metió en su habitación en cuanto oyó lo que su padre decía de ponerse en marcha.
Empezó a vestirse y nada más comenzar, maldijo no disponer de ropa más adecuada para la ocasión, pero "una señorita
siempre tiene que ir bien arreglada", imitó a su madre en la voz y en los gestos. Ese era el lema de su madre.
Escogió uno de los vestidos más sencillos que tenía y se vistió más rápido de lo que nunca lo había hecho. Alcanzó a su
padre cuando éste salía por la puerta.
– ¿Dónde crees que vas?
– Yo también quiero ayudar. –Contestó Catherine con decisión.
– Tú te quedas aquí, allí habrá gente suficiente para echar una mano. Tu sitio es permanecer en la casa, no entrometerte en
trabajos de hombres. –Su padre le recordó nuevamente la poca importancia que tenía ser mujer en una sociedad como
aquella.
– Pero padre, toda ayuda es poca y si...
– ¡He dicho que te quedes aquí! –La cortó tajante su padre.– Sube y haz compañía a tu madre.
Tras decir esto, Keneth Murdock salió y cerró con un sonoro portazo dejando a Catherine parada ante la puerta con un
rabioso gesto de impotencia. No conforme con la decisión de su padre, se dirigió hacia la parte de atrás de la casa, donde
estaba la cocina, y abrió la puerta que daba a un pequeño jardín. Delante del establo un carromato se estaba llenando de
hombres y Catherine se dirigió a él. Sin pensárselo dos veces subió al carro.

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– Señorita Catherine, no puede venir con nosotros. –Intentó explicarle Pete.– Su padre se enfadará.
– No pienses ahora en lo que hará mi padre y vámonos. Esas personas necesitan ayuda y no tenemos que perder el tiempo
discutiendo. Además, ya me conoces y sabes que no me bajaré del carro por mucho que insistas.
Pete sabía que más tarde recibiría una sonada bronca por llevar a Catherine con ellos, pero la joven tenía razón. Se
necesitaba ayuda y el tiempo corría en su contra, sin olvidar el carácter empecinado que tenía la jovencita. Así que prestó
atención a los caballos y los atizó para que comenzaran a cabalgar a toda velocidad.
 

13.

Sara desmontó con un hábil salto cuando llegó al campamento. Frente a ella se extendía una cortina de fuego y humo
espesa y rugiente que estaba devorándolo todo. Los gritos sonaban desgarrados, como si fueran almas condenadas al
infierno sufriendo todo tipo de torturas durante una cruel eternidad.

Los ojos de Sara miraron con dolor el panorama, buscando por dónde empezar. Las llamas se reflejaron en sus pupilas como
si quisieran arder también dentro de ellas. El humo era intenso, apenas permitía ver nada. Sólo sabía que allí había gente
por aquellos desgarrados alaridos de agonía. Guiándose por las voces, llegó hasta la orilla del río, donde varios hombres
negros habían formado una cadena e iban pasándose cubos de agua que arrojaban sobre las llamas en un pobre y tardío
intento de sofocarlas. Sara sabía que aquella tarea resultaría infructuosa aunque eso no le impidió echar una mano a falta de
algo mejor que hacer. Al parecer, el fuego se había formado en varios focos del campamento y se propagó rápidamente
debido a lo seco que estaba todo por la escasez de lluvia. Quienes lo provocaron sabían perfectamente lo que hacían, todo
fue calculado para hacer el mayor daño posible, para formar un cerco de fuego imposible de superar sin riesgo de perder la
vida.
Una voz que provenía del otro lado del río daba órdenes a unos cuantos hombres. Sara no reconoció la voz aunque su acento
lo delataba.
– ¡Pete, formad una segunda cadena en ese lado! ¡Thomas, coge esos cubos y llénalos de agua! ¡Vamos, rápido, el fuego se
sigue extendiendo!
Reconoció a aquel hombre como Murdok, su nuevo vecino, el que ocupaba la hacienda de los Clark aunque con el humo de
por medio su identificación se volvía difícil. Si no hubiera sido por su acento del Norte, podía haber pasado perfectamente
por un terrateniente sureño ya que gritaba órdenes a unos y otros desde lo alto de su caballo, sin ensuciarse las manos.
Viendo aquella imagen, no se distinguían mucho los sudistas de los nordistas. La única diferencia que Sara percibía era que
los sudistas tenían esclavos negros y los nordistas esclavos blancos. "Al menos ha venido a ayudar, no seas desagradecida"
pensó tirando un cubo lleno de agua sobre un brote de fuego.
No muy lejos de allí, en la parte del río donde el fuego ya había sido sofocado, Catherine se afanaba en tranquilizar a las
mujeres de color que lloraban y miraban angustiadas la catástrofe. Lo que hasta ahora fueron sus hogares, desaparecían
engullidas por las dañinas llamas y el humo. El espectáculo era aterrador: los árboles ardían como antorchas gigantes, el
fuego se extendía por sus ramas y formaban una columna que llegaba hasta el cielo, enrojecido por el reflejo del fuego o
quizás por la vergüenza que sentía de la raza humana y de su rencor sin límites. Si aquello no hubiera significado muerte y
destrucción, podría haber sido incluso un espectáculo hermoso...
Cuando Catherine llegó al campamento, no había organización alguna. Tanto los hombres como las mujeres, con los niños
entre sus brazos protegiéndolos del peligro, corrían de un lado a otro intentando escapar del ese infierno. El terror era tan
espeso como el humo y el llanto tan desesperado que encogía el corazón. Los mismos ojos de Catherine luchaban contra ese
llanto que no era de ella sino el de un pueblo unido por la desgracia. Nunca olvidaría a aquel hombre que salió de entre
lenguas de llamas, como si fuera una de ellas. Su cuerpo ardía como si se tratase de uno de aquellos árboles, y el dolor que
le causaban las quemaduras le hacían chillar tan fuertes que podía romper los tímpanos y el alma de cualquiera. Catherine
se había precipitado sobre él con una manta echándosela por encima al hombre que se retorcía en el suelo convulsionado
por el dolor. Como la manta no parecía ser suficiente, le echó tierra por encima intentando apagar el fuego que lo consumía.
La parte baja de su vestido empezó a arder también y si no hubiera sido por otro hombre que se abalanzó sobre ella,
hubiera ardido como un papel. Sin preocuparse de su estado, volvió su atención al que estaba tumbado en el suelo. Ya no se
movía. Catherine retiró la manta y observó horrorizada lo que quedaba de él... Una ascua recién sacada de una hoguera, eso
parecía. Quizás, pensó, mejor que hubiera muerto. Catherine se arrodilló a los pies del hombre, sin aliento, y agachó la
cabeza pensando en lo poco que era la raza humana. Se preguntaba qué pensaría el pobre desgraciado poco antes de morir,
quizás ya no sentía el dolor, quizás perdió el sentido antes... El llanto incunable de las mujeres la sacó de su estado de
shock. Volvió a la realidad y supo que aquella gente la necesitaba y que tenía que ser fuerte. Entonces se unió a un grupo de
personas heridas a las que atendió y consoló como mejor sabía.
El fuego parecía que estaba menguando, el arduo trabajo de los hombres dio resultado. Murdok seguía dirigiendo la
situación, haciéndose el amo de ella. Ese hombre parecía haber nacido para mandar. Sara se apartó de la cadena humana,
se adentró en el campamento en busca de heridos y supervivientes de la tragedia. Levantó cada madera que encontró a su
paso, entró en las pocas casas que habían aguantado en pie, aunque ahora realmente no sabía cómo llamarlas. Agudizó el
oído, desconectando de las voces de los demás, por si alguien había quedado atrapado entre los escombros y su voz,
ahogada por el humo, no era lo suficientemente audible, aunque dudaba de que alguien quedara vivo allí, quien no hubiera
muerto quemado, lo habría hecho asfixiado.
De pronto, detrás de un roble humeante y negruzco, le pareció ver una figura apoyada en él. Se acercó hasta allí y vio a una
mujer sentada en el suelo con la mirada perdida. Un niño pequeño, de apenas dos años, descansaba en sus brazos
protectores. Dormía ajeno a toda aquella tristeza que inundaba el lugar. Sara siguió la mirada de la mujer. A varios metros
de donde estaban, un hombre se encontraba tendido boca arriba. Sara comprobó que estaba muerto. En su expresión se
había congelado la sorpresa y en su pecho un ramo de rosas rojas y secas desbordaban su camisa, encharcándola. Era
sangre, derramada por un único y certero disparo que había roto el corazón del hombre muerto y se había llevado de la
mujer. Posó su mano sobre los ojos del hombre y se los cerró.
Sara volvió a acercarse a la mujer, que seguía con aquella mirada fantasmal. Se acuclilló.

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– Vamos, tenemos que salir de aquí. Aún corremos peligro. –Las palabras de Sara eran suaves, lentas, casi susurradas.
La mujer parecía no prestarle atención. Sara sabía que tenían que salir de ese lugar, no era seguro permanecer bajo aquel
árbol que tenía las ramas chamuscadas y que podían caer de un momento a otro. Como la mujer no ponía de su parte, Sara
la sacudió por los hombros intentando que reaccionase. Ante el repentino movimiento, el niño despertó y comenzó a llorar.
A Catherine le pareció oír el llanto de un bebé entre todos aquellos gritos, y buscó el lugar de donde procedía. Una mujer
intentaba coger en brazos a otra que llevaba un niño, pero la que sostenía al crío parecía oponer resistencia. Un intenso
crujido sonó sobre sus cabezas, la mujer morena miró hacia arriba, Catherine también. Una inmensa rama hecha brasa se
desprendió de lo que antes había sido un hermoso árbol. Catherine gritó alertando a la mujer pero ésta, con un raudo y
potente impulso, estiró de los brazos de la otra obligándola a levantarse y la protegió con su cuerpo, a ella y al niño,
mientras trataban de alejarse de allí. Pero, a pesar de la rapidez, la rama era demasiado larga y en el último momento
alcanzó la espalda a la mujer más alta que ahogó un quejido a la vez que, sintiendo el golpe, empujaba a la otra lejos del
peligro.
Catherine corrió hacia ellas. La mujer que tenía el niño se sentó y abrazaba a la criatura que seguía llorando. La otra,
tendida en el suelo, empezó a dar señales de vida. Cuando llegó a su lado ya se estaba incorporando aunque Catherine tuvo
que sujetarla porque las piernas parecieron fallarle. La mujer la miró enfocando la vista para darle las gracias. Fue entonces
cuando la joven rubia la reconoció... Sin poder evitarlo, sonrió: no sabía explicar porqué pero aquello pero no se le hizo
extraño verla allí, era como si lo hubiera esperado. Sin embargo, cuando Sara la reconoció la sorpresa brilló en su cansada
mirada. Por un momento se quedaron una atrapada en la mirada sorprendida de la otra, sujetando sus brazos por si volvía a
flaquear.
La mujer negra, que hasta ese momento no había dado señales de saber lo que pasaba, comenzó a sollozar. Era un llanto
amargo, desesperado, impotente... Empezaba a ser consciente de lo que acababa de perder: toda una vida. Catherine
abandonó los brazos de Sara y arropó a la joven madre mientras la conducía hasta el resto de mujeres. Volvió su cabeza
hacia atrás en busca de Sara, mirando al lugar de donde se había llevado a la mujer, pero Sara ya no estaba allí. La buscó
con la mirada y la vio. Estaba sentada sobre la parte trasera de un carro, observando el suelo, el pelo cubriéndole la cara. La
vio levantar sus manos y frotarse los ojos. "Esa es la lágrima que se resiste a quedarse encerrada en el interior. Siempre
hay una que se rebela" pensó Catherine, que pudo sentir la misma agonía que ella. Entonces hizo un movimiento y su gesto
se resintió dolorosamente, se llevó la mano al hombro. Tenía una herida. Catherine se acercó a ella.
– Déjeme que le eche un vistazo a eso. –Se ofreció Catherine.
– Sólo es un rasguño. Apenas me ha rozado.

– Me gustaría cerciorarme por mí misma de que es así.

Sara estaba demasiado agotada y aturdida como para discutir con la joven, así que, con gesto sumiso, se dio media vuelta
para mostrarle la espalda. Catherine pudo apreciar la herida, sucia por la rama carbonizada, debajo de la rasgadura de la
camisa. Le pidió que se la desabrochase para poder bajársela, ya que la herida parecía ir desde el hombro hasta la mitad de
la espalda. Sara obedeció con un gesto de desgana. La joven se la bajó suavemente, con cuidado, aquello tenía pinta de
escocer mucho. Sara sintió sus manos cuidadosas estudiando su piel, el simple roce de sus dedos por la zona donde tenía la
herida le hizo componer una mueca de dolor en su rostro tiznado. La muchacha, ajena a esto, siguió palpando con sumo
cuidado, recorriendo toda la zona afectada.
– No parece que sea una herida grave. –Le informó Catherine.

– Ya le dije que era sólo un rasguño. –Le recriminó Sara, dándole a entender que ella tenía razón y que rara vez se
equivocaba.

– Sí, pero más vale que se lo cure o este simple rasguño acabará convirtiéndose en una fea infección. Las quemaduras son
peligrosas, señorita Jonhson.
Catherine se alejó del lugar sin previo aviso cosa que extrañó a la mujer morena. Parecía una joven muy educada como para
que se fuera sin ni siquiera haberse despedido, no era esa la impresión que le había causado días antes cuando se había
dejado caer por la hacienda. A pesar de la primera impresión, parecía ser una chica sencilla, sin prejuicios ni clasismos, no
como el padre que, a pesar de tener la muerte delante de las narices, no había sido capaz de ensuciarse las manos... Sin
duda Catherine no había permanecido quieta, se había mezclado con los negros, los había consolado y ayudado, había
permanecido a su lado en un intento de tranquilizarlos, aún a sabiendas de que tal intento era un imposible. Las ropas de la
muchacha, al igual que las suyas propias, estaban negras a causa del hollín y la ceniza, incluso parecía que el fuego la había
alcanzado pues una parte de su vestido estaba chamuscado.
... Chamuscado, quemado, negro, todo negro... Ése era el color, esa era la huella que dejaba tras de sí el fuego a su paso
infernal, el negro recordando todo el mal del que era capaz, una simple llama destruyendo miles de sueños... Negro para los
negros...
Sus ojos recorrieron el lugar, deteniéndose en los cuerpos que yacían en el suelo y que los compañeros, amigos y familiares
cubrían en un acto de dignidad a los muertos. Con una extraña sensación de vacío se levantó lentamente del carro dispuesta
a alejarse del lugar, pensando que tal vez así se alejara también de los recuerdos, de los malos recuerdos. Recuerdos de una
guerra entre estados que ya había terminado para provocar una guerra entre razas, entre colores: el blanco y el negro.
Negro... Negro para los negros... Un escalofrío le recorrió la espalda al pensar en eso de nuevo, la herida le escocía y le
sobrevino una arcada, se apoyó en el carro, mareada. Una idea rondaba por su cabeza, golpeándole la sien, insistiendo en
repetir esa frase, "negro para los negros"... Abrió mucho los ojos, sin acabar de creérselo, sin querer creérselo: de alguna
forma sabía quién era el causante de aquel desastre, estaba segura de ello. El fuego se metió dentro de ella y ardía con
renovada furia en su corazón y en sus cansados ojos. Tenía que salir de allí, ir a ver al culpable, plantarle cara al asesino,
hacerle pagar su descaro. Se giró buscando a su yegua y en el momento que su mirada la encontró una voz la interrumpió
con severidad.
– ¿Dónde cree que va, señorita Johnson? –Sara se volvió hacia la voz.– Me despisto sólo un momento en busca de agua y
usted aprovecha para marcharse. Venga, siéntese otra vez.

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– No puedo entretenerme ahora.

Catherine vio su mirada decidida y oscura destacando en la extrema palidez que se traslucía a través de los tiznajos de su
cara.
– ¿Se encuentra bien? Esto... no le va a doler pero necesita limpiárselo...

Su dulce y confusa expresión le devolvió un poco de calma y, por qué no, cierta ternura. Aquella chica, a pesar de haber
vivido el azote de una guerra, no parecía darse cuenta de la maldad que la rodeaba en aquel lugar invadido por el fuego del
odio. Sin querer esbozó una tenue sonrisa.
– No crea que me estaba escabullendo por una simple herida. Además, lo más efectivo para este tipo de quemadura es
limpiarla con alcohol, no con agua. Y eso es lo que voy a hacer en cuanto llegue a casa.
– Me parece bien, pero déjeme que, por lo menos, se la limpie un poco antes...

Sara, muy a su pesar, volvió a sentarse en el carro pensando que tal vez era mejor así. Relajarse un poco, enfriar sus
pensamientos, tranquilizar su latido. En un estado de furia no sabía lo que podía hacer y, además, tampoco tenía pruebas,
sólo una corazonada. Así que se rindió a la dulzura de aquella ingenua mujercita y se sentó, se desabrochó de nuevo los tres
primeros botones de su maltrecha camisa y le ofreció la espalda.
La herida tenía forma de lengua, un arañazo largo que le cubría parte del hombro y se extendía hacia el omóplato. Catherine
rasgó un trozo de su VISO y lo humedeció con el agua que había traído en un pequeño cuenco. La otra mujer se giró al oír
el ruido de la rasgadura y la rubia le sonrió.
– Bueno, no he visto por aquí ningún botiquín con gasas limpias, creo que esto servirá...

La morena volvió su atónita aunque complacida mirada al frente mientras la muchacha empezaba a limpiarle la herida con
cuidado, frotando con el reconvertido paño despacio y sin apretar mucho por los bordes de la quemadura.
Sara no podía contener el impulso de mirarla de soslayo mientras la joven la curaba y maldijo tenerla detrás pero, a través
de su delicado tacto podía imaginársela con sus preciosos ojos verdes atentos a lo que sus manos hacían y el gesto de su
cara mostrando concentración. Una extraña sensación de bienestar empezó a embriagarla: Hacía mucho tiempo que nadie
ajeno a su familia, porque Aminata y Clarisa formaban parte de su reducida familia, se había preocupado de lo que le
pudiera pasar o del daño que algo pudiera causarle. Y era muy agradable. Sintiendo la caricia de aquel paño sobre su piel,
tuvo la necesidad de eternidad: no quería que aquel momento terminara, hubiera deseado que aquella herida fuera algo más
grande, a pesar de lo absurdo del pensamiento, para que el tacto de Catherine se alargara en el tiempo, sin importarle
cuánto dolor pudiera causarle la quemadura.
– Bueno, esto ya está.

Le interrumpió su voz. Sara se giró enmudecida por cuanto había pensado. Siguió todos sus movimientos con atención, como
si quisiera descubrir algo. La muchacha estrujaba el paño en el cuenco y se lavaba las manos secándoselas luego en alguna
parte de su vestido. Los ojos verdes de Catherine la miraron de repente, al sentirse observada. Durante unos segundos sus
miradas quedaron detenidas en el tiempo, en esa eternidad que antes había esperado Sara, ajenas a la destrucción que las
rodeaba, ajenas a los llantos de los que habían sufrido pérdidas, ajenas a todo... El azul pálido y cristalino de los ojos de
Sara perdiéndose en las profundidades de los ojos verdes de Catherine. El silencio que las cubría se convirtió en un aliado de
la situación, diciendo sin palabras algo que aún no llegaban a comprender ninguna de las dos, algo que aún no eran capaces
de oír...
– Como siempre te has salido con la tuya, ¿verdad, Catherine?

La voz de su padre rompió el momento. Parecía que siempre hacía acto de presencia en el instante en que más a gusto se
sentía, cuando más feliz se encontraba, cuando disfrutaba de la vida... Pero sabía que ése no era buen momento para
discutir con él. El enfado que mostraba su rostro era la señal que le indicaba que debía permanecer callada.
– Sube al carro ahora mismo. Ya hablaremos en casa.
Catherine le dio el cuenco de agua a Sara, cuando ésta lo cogió sus manos se rozaron y sintió una pequeña descarga
eléctrica que la hizo sobresaltarse. La reacción fue mutua ya que la rubia se la quedó mirando con sorpresa apenas tres
segundos y le dijo un simple y titubeante adiós. Sin decir nada más, empezó a alejarse en dirección al carro en el que unas
horas antes había llegado al lugar.
– Señorita Murdock...
Catherine se volvió ante la llamada.
– La próxima vez llámeme Sara.
Una sincera sonrisa fue la corta respuesta que la joven le concedió antes de volver a darle la espalda. Sara también sonrió,
aunque más para sí misma que para nadie más. Se sentía extraña, no entendía cómo, a pesar de estar rodeada de tanta
destrucción, era capaz de sonreír y de lo bien que se sentía haciéndolo.
Con la tenue sonrisa aún dibujada en sus labios, se dirigió hacia donde había dejado a Venus, ansiosa de llegar a casa y
descansar un poco antes de que el sol apareciera nuevamente. Sin duda, el sol ofrecería un espectáculo del lugar aún más
dantesco de lo que ahora la mortecina luz de la luna sólo insinuaba.
 
14.

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En un claro del bosque, alejado del infierno que se había desatado, el ruido de cascos de caballo al galope sonaban en la
oscuridad haciendo temblar el suelo como el miedo hizo temblar a las gentes del campamento ante ese galope terrorífico.
Los caballos pararon en seco y los jinetes se apearon de sus monturas. Cada persona parecía la repetición de la que se
encontraba a su lado o en frente suyo, como figuras esculpidas por la misma mano artesanal. Aquella escena parecía un
tétrico cuadro: toda esa gente vestida con túnicas blancas y capuchas del mismo color y portando antorchas encendidas –las
que no habían tirado entre la maleza del bosque para poder iluminarse en la noche– y riendo... Una risa cruel que rasgó el
aire y que provocó que los animales del bosque se escondieran en lo más profundo de sus madrigueras. Aquellas diabólicas
risotadas eran el preludio de una victoria aún mayor.
Una figura se alejó del corro fantasmal sin llamar la atención, y se ocultó tras un árbol de inmenso tronco. Apoyado sobre él,
dejó que su espalda resbalara hasta que su cuerpo llegó al suelo. Se quitó la capucha lentamente, con pesadumbre y la dejó
sobre su regazo. Su rostro aparecía angustiado y el sudor perlaba su frente. Asomó la cabeza por un lado del árbol y lo que
vio le produjo un escalofrío que le recorrió el cuerpo entero: parecía una reunión de brujería, un aquelarre. Volvió a su
posición original. Laurence Perkins, oculto tras la oscuridad, lloró como un niño dejando que las lágrimas bañaran su pálido
rostro.

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"Al sur" de Carbonila

  • 1. A L S U R . 1 ª P A R T E . Autor: Carbonilla Co-autora: Cruella. 1. La luz que le ofrecían las estrellas era lo único que alumbraba la espesa noche. Aquella paz infinita que brindaban al cuerpo tendido sobre la hierba era lo único que se percibía. El suave aire que hacía unos minutos revoloteaba entre las hojas de los árboles haciéndolas silbar se había apagado y lo único que se oía eran los susurros de las aves nocturnas y de los animales trasnochadores, un susurro suave y lento para no molestar a los demás congéneres. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E fa S IN nf sa PA A ic te Ñ L .h c O , ol a. L .e co s m El cuerpo que yacía en el pastizal no se había movido en minutos; con sus ojos abiertos de par en par miraba el cielo y las numerosas estrellas que lo poblaban. Cerró los ojos, respiró profundamente y los volvió a abrir con tan improvisada rapidez, que su mirada azul deslumbró durante un momento en la oscuridad. Entonces se irguió y se quedó sentada, aún mirando hacia arriba, como si el cielo pudiera darle alguna respuesta, como si en él intentara encontrar alguna solución. Pero sabía que el cielo no estaba de su parte, no lo estuvo en el pasado y no lo estaría ahora tampoco. Sin embargo, contemplar su negrura vestida de un manto amarillo reluciente le ayudaba a meditar, a relajarse y, en la mayoría de las ocasiones, a recordar. Tal vez por eso reservaba tiempo cada noche para dedicarse a escrutar el cielo, simplemente para recordar y traer al presente cosas que no deberían salir del pasado por el daño que causaron en su momento, pero que ella se empeñaba en revivirlas una y otra vez. O quizás esperaba la respuesta de aquella estrella especial que una noche de verano, cuando ella aún conservaba su ingenuidad infantil, su padre le señaló en el brillante cielo; una estrella que tenía todas las respuestas para un latido desgarrado. Sólo tenía que estar preparada y escuchar con el corazón abierto. Lo había conseguido una vez, pero ya ni se acordaba. O quizá fuera un sueño. Por eso acudía cada noche a ese lugar, implorando una respuesta a su estrella, una respuesta que no llegaba, tal vez porque su padre inventó ese cuento para niños. O tal vez porque no estaba preparada para escuchar... – ¿En qué momento me rendí? La tenue voz de la mujer irrumpió en la quietud de la noche rompiendo el silencio mientras su mirada brillaba clavada en el cielo. – ¡Qué ingenua! –Y agachó la cabeza con una sonrisa amarga. Sabía que no obtendría respuesta alguna pero aún así algo en ella no perdía la esperanza y cada noche le lanzaba la misma pregunta a la estrella, con la ilusión de que su súplica se uniera pedazo a pedazo, hasta formar una escalera que un día llegara hasta la estrella para poder tocarla y susurrarle una vez más su pregunta. Entonces ya podría oírla y contestarle. Una lágrima amenazó con brotar; por un momento la mujer sintió el impulso de hacerse la fuerte, como otras tantas veces, y dejar que se ahogara en su interior, como otras tantas lágrimas. Pero reprimió el deseo, esa noche dejaría que toda su amargura, su recriminación y su culpa salieran fuera... Permitió que esa lágrima resbalara por su mejilla lentamente para luego perderse en la hierba. – Hoy es tu noche, Sara. Aprovéchala porque a partir de ahora no habrá muchas como ésta. –Eso mismo se había dicho momentos antes de que su vida tomara un nuevo rumbo, hacía ya cuatro años. Qué lejos quedaba todo, y qué cercano su dolor. El calor se estaba haciendo insoportable y la noche cada vez más oscura. Sara decidió que ya era hora de volver a casa y dejar que los recuerdos descansaran de nuevo. Se levantó lentamente enderezando su fuerte y alto cuerpo, como casi todo en ella, herencia de su padre. Se alisó su cabello moreno y se lo recogió en una coleta para aliviar un poco el calor. A modo de despedida, dio una última mirada al cielo, a su estrella, con la esperanza de oír aunque fuera un susurro, y comenzó a andar. No se encontraba muy lejos de casa, así que no se dio mucha prisa en su caminata, hizo su paso lento, remolón, como si quisiera despistar su destino. Sin embargo, tras varios minutos avistó su hogar. Había un candil encendido en el porche. Clarisa había tomado la costumbre de encender el candil desde que descubrió las salidas nocturnas de Sara. No es que a Sara le importara pero no necesitaba la ayuda de ninguna luz para llegar a casa sin equivocarse, entre otras cosas porque las otras viviendas quedaban algo alejadas y lo notaría en el recorrido, además su sentido de la orientación estaba muy agudizado. Subió los escalones del porche y, con una media sonrisa, abrió la puertezuela del candil y apagó su llama de un soplo. Acto seguido sacó la llave del bolsillo y abrió la puerta, que cerró tras de sí cuando entró. Se aseguró de echar todos los cerrojos debido al brote de vandalismo que había surgido después de la guerra. Echó una mirada rápida al comedor por simple comprobación, una costumbre que había adquirido desde que su padre muriera; la sensación de inseguridad y peligro se había apoderado de ella desde que él faltaba. La casa estaba en completo y absoluto silencio. Subió los escalones con sumo cuidado, saltando el tercero de ellos que era el que crujía, y entró en su habitación. Se quitó la ropa, se puso el camisón y se metió en la cama en un suspiro. El calor era pegajoso aquella noche así que echó las sábanas hacia atrás. Una vez acomodada, cerró los ojos con la esperanza de tener un bonito sueño por una vez y no las tan acostumbradas pesadillas. Pensaba que podría ser una experiencia distinta soñar con algo apacible, pero estaba tan agotada que el sueño la venció y no pudo pensar con lo que le gustaría soñar. – ¡Sara, Sara! Sara pegó un bote en la cama ante la inesperada llamada. – Ah, Sammy, eres tú. Delante de ella se encontraba una niñita negra, con el pelo rizado y con unos ojos marrones oscuros que la miraban asustada. Sara se acercó a ella y la abrazó. – Tranquila Sammy, estoy aquí, no pasa nada.
  • 2. – Tengo miedo, Sara. Sara se separó un poco de la niña y la miró a los ojos. Ahora ya sabía que esa noche no dormiría sola. – Anda, acuéstate aquí conmigo y verás como pronto se te pasa el miedo. – Eres la mejor hermana, Sara. La mujer morena dejó escapar una suave risotada. –¡Claro que lo soy, no tienes otra! – Ya, pero si la tuviera, tú seguirías siendo la mejor. –Y diciendo esto la niña apoyó la cabeza sobre el pecho de su hermana y se agarró fuertemente a ella. Cuando Sara tuvo la certeza de que la pequeña dormía susurró para sí misma: – Sí, Sammy, porque si tuvieras más familia yo no estaría aquí. Tú eres lo único que me retiene. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E fa S IN nf sa PA A ic te Ñ L .h c O , ol a. L .e co s m Y tras besar la frente de la niña ella también cerró los ojos y se durmió.   2. Los primeros rayos del sol entraban con un afán cegador a través de la ventana, su inmensa luz se desparramaba por toda la habitación y chocaba contra los párpados del cuerpo que dormitaba en la cama. De manera reluctante e inconsciente Sara se llevó las manos a los ojos y se los frotó con pereza para acabar abriéndolos lentamente y mirar al techo con un profundo suspiro. De repente notó una soledad extraña y se volvió para ver que un lado de la cama estaba vacío, el lado que la noche anterior había ocupado la pequeña. "Seguro que estaba impaciente por salir a jugar", pensó Sara mientras se le formaba una sonrisa en los labios. Sammy era tan impaciente..., parecía que el tiempo se le acababa y se le hacía tarde para jugar. En unos minutos ya estaba lavada y vestida. Bajó los escalones de tres en tres, estaba de buen humor aquella mañana. Entró en la cocina donde, inexplicablemente, aún estaba su hermana. – Conque estás aquí, ¿eh pequeñaja? – Es que tenía hambre y tú estabas tan dormida que no te quise despertar... –La cara de la niña mostraba una mueca inocente. – Bueno, no importa, la verdad es que necesitaba descansar. – Buenos días, Sara. Aquí tienes tu café. – Buenos días, Aminata. Gracias. –Dijo Sara cogiendo la taza humeante que le ofrecía la mujer. Aminata era una mujer de unos treinta y tantos años algo mal llevados debido a los padecimientos que la vida le había propiciado. Su condición de mujer negra no le dio muchas esperanzas hasta que conoció al padre de Sara, un terrateniente de Carolina del Sur que la compró a un alto precio. Por aquel entonces, Aminata era una hermosa esclava negra de un atractivo sin igual, por la que cualquier hombre blanco hubiera pagado un buen precio sólo para poder disfrutarla y retozar con ella en la cama. Y eso fue lo que pensó cuando Stuart Johnson la compró y se la llevó a su hacienda. Sin embargo, se sorprendió cuando, nada más llegar, el amo les dijo a los otros sirvientes que la lavaran y le dieran ropas adecuadas; que le mostraran sus aposentos, le dieran de comer y la informaran de sus tareas. Aunque fue un buen comienzo y no estaba acostumbrada a que los amos con los que había estado la tratasen así, no hacía más que pensar en que momento el blanco se le tiraría encima. Pero Clarisa, la sirvienta que la condujo a su habitación, sonreía; de hecho, los esclavos de aquella hacienda sonreían y se veían saludables, así que, con la sorpresa reflejada en la cara, siguió a la sonriente Clarisa que, con el tiempo, se convertiría en lo más parecido a una madre que ella jamás hubiera tenido. Mientras Clarisa la lavaba y le curaba las heridas que un látigo le había causado, le habló sobre su nuevo dueño. Le explicó que el señor Johnson no era como los demás amos, que era un hombre bueno que compraba esclavos para darles una vida digna en su casa. A cambio de que ellos trabajaran, él les proporcionaba comida, un lugar cómodo donde dormir, libertad hasta ciertos límites y educación. Incluso, en algunas ocasiones, había escondido a esclavos huidos de otras haciendas dándoles después dinero para que pudieran sobrevivir. A Aminata eso le pareció increíble en un principio, pero con el paso del tiempo comprobó que lo que Clarisa le había contado era cierto. Además, el señor Johnson tenía una hija, Sara, con la que congenió desde el primer momento. Enseguida se hicieron algo así como amigas, aunque Sara era una persona muy cerrada que no dejaba entrever mucho sus emociones, pero con el tiempo Aminata aprendió a ver en ella cosas que los demás no veían. Para Sara, Aminata era una hermana mayor a la que trataba con respeto, en ningún momento la veía como una sirvienta o una mera esclava. – Aminata, hoy podríamos ir de picnic y relajarnos un poco. Llevamos unos días algo atareados, ¿qué os parece? Y Aminata daba gracias a Dios todos los días por haber encontrado a esas personas o, mejor dicho, porque esas personas la hubieran encontrado a ella. – Aminata, ¿me estás escuchando? – ¡Yo sí quiero ir, yo sí quiero ir! –Gritaba ilusionada Sammy. Y seguiría dándole las gracias hasta que muriera. – ¡AMINATA! –Vociferó finalmente Sara ante el silencio de la mujer. – Dime Sara, ¿qué decías?
  • 3. – ¿Qué te parece si nos vamos a comer al campo, cerca del río y luego paseamos un poco? – Bueno... es una idea estupenda, pero hoy teníamos que ir a mirar como está la plantación. – Tranquilízate un poco, parece que ese fuera tu trabajo. Ya estuve ayer por allí y la plantación va muy bien. Si todo sigue así podremos empezar a recoger el algodón a partir de la semana que viene. Me parece que este año tendremos una buena cosecha. – Tu padre estaría orgulloso de ti, Sara, lo sabes. – No estoy tan segura de eso, Aminata. –Los ojos de Sara se volvieron cristalinos, las lágrimas amenazaban con salir. El recuerdo de su padre aún estaba profundamente arraigado en su memoria y en su corazón; guardaba la secreta esperanza de que el culpable de su muerte ya hubiera pagado. Pensar que todo fue por unos estúpidos ideales y por proclamar una absurda política...– Pero bueno, habrá que ponerse en marcha y preparar todo, ¿no? –Dijo interrumpiendo sus pensamientos.– Veamos... Sammy, tú ayuda a Aminata con la comida y la bebida, yo iré al establo a ver los caballos y a preparar el carromato. Venga, cada una a lo suyo. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E fa S IN nf sa PA A ic te Ñ L .h c O , ol a. L .e co s m Sara salió al porche dejando a Sammy y a Aminata en la cocina discutiendo sobre qué llevar para comer. Se apoyó contra la puerta, como aquel día, y su mirada se perdió en el horizonte durante unos minutos, creyendo ver la misma nube de polvo que los caballos levantaban con su frenético galope... En ese momento varios jinetes confederados cruzaron al galope por delante del portón de entrada, pasando de largo a una velocidad trepidante. Días antes había oído que Nueva Orleáns y Memphis estaban siendo asediadas y que los sudistas no podrían aguantar mucho más los ataques del ejército de la Unión y el general Grant se haría con esas dos victorias. – Maldita guerra. La guerra duraba ya un año, desde que en Abril de 1861 fuera bombardeado el fuerte Sumter por sus compatriotas. Todo esto fue causado cuando Carolina del Sur decidió separarse de la Unión, la cual fue seguida de otros diez estados más, dando lugar a la Confederación de la que Jefferson Davies fue proclamado su presidente y establecieron la capital en Richmond, del estado de Virginia. Un año de muerte, sufrimiento, llanto, apropiaciones, asesinatos, dolor, gritos... y aún no se veía el final. Cierto que el ejército confederado era menor pero de una calidad superior a la del Norte, sin embargo, esa calidad tarde o temprano se vería derrotada por la cantidad de hombres que el ejército de la Unión tenía. A veces, Sara no sabía qué era mejor, si que continuara la guerra o que parara de una vez por todas. No le veía ningún sentido. Aunque eso no era del todo cierto. De alguna forma comprendía la actitud de la gente del Norte; la esclavitud no es el mejor medio de vida, sobre todo para el que la padece. Su padre, desde que era pequeña, le había enseñado a respetar a todas las personas, fueran de la clase o del color que fueran. Le enseñó que lo que realmente importaba no era el aspecto externo de las personas, sino lo que había dentro y para saberlo, había que mirar sin prejuicios a las personas para ver si merecían realmente la pena. Su padre había llevado hasta el final ese ejemplo: Sammy era el fruto del amor que sintió su padre por una mujer negra que empezó teniendo a sus órdenes y que se convirtió en su amante tiempo después de que su esposa muriera. Nunca se casaron. Si lo hubieran hecho, su padre y Rita habrían muerto asesinados, pues muchos convecinos no habrían aceptado tal unión. Aún así, Rita vivía en la casa como si fuera la dueña de la misma, haciendo el papel de amada esposa y de madre ejemplar. Sin embargo, la buena suerte no dura eternamente y Rita fue otra víctima más de la tuberculosis. Fue en esos momentos que Sara se convirtió en el bote de salvamento de su hermana pequeña y cuando su relación se hizo más fuerte, creando lazos que nadie podría imaginar ni romper. Su padre se volvió más introvertido y se dedicó de lleno a cuidar de la plantación y de que todo fuera bien en la hacienda. Cuando la guerra empezó le pidieron su colaboración, pero se negó, dijo que él nunca lucharía contra algo en lo que no creía. Su negativa no es que fuera muy bien recibida por algunos de los que se hacían llamar amigos ni por el grupo de terratenientes de la zona pero su padre era un hombre bueno y respetado, así que lo dejaron tranquilo. Sin embargo, días más tarde el sonido de un disparo despertó a la hacienda "Serenity": Sara encontró a su padre muerto en el establo, con un tiro de rifle en el pecho. Vio salir corriendo a un hombre de uniforme azul: no cabía duda, era un soldado del ejército de la Unión que su padre sorprendió robando. Jonson iba desarmado por lo que no era una amenaza para el soldado pero eso no le importó al hombre. Lo mató a sangre fría. A partir de ese momento Sara prometió que acabaría con cualquier soldado del Norte que se le pusiera por delante, dejando atrás sus ideales y las enseñanzas de su padre. Lo que quería era venganza. Ni siquiera esperó a que se le pusieran delante, ella misma fue a buscarlos. No pudo alistarse en el ejército, pues las mujeres no eran aceptadas, pero buscó la manera de enfrentarse a sus enemigos. Ahora corría el año 1866 y la guerra ya había quedado atrás, aunque continuaba en la memoria de algunos, sobre todo en la de los sudistas que, tras la derrota, tuvieron que acatar las leyes de la Unión. Y también en su memoria se habían quedado grabados los gritos, el dolor, la muerte, los ojos en blanco cuando asesinaba a su enemigo, el amargo sabor de la sangre en su boca, las náuseas contenidas en su estómago... Con un movimiento de cabeza, Sara regresó al presente. – Maldita guerra. –Volvió a maldecir y se dirigió hacia el establo.   3. El coche de caballos avanzaba por el camino de tierra, levantando a su paso una nube de polvo que podría cegar a cualquiera que fuera por detrás. El viaje en barco a través del Mississippi no era nada comparado con el traqueteo y los saltos que el carro daba cuando alguna de sus ruedas pasaba por encima de una piedra. "Tendré que meter mis posaderas en agua fría cuando llegue a casa", pensó Catherine, que estaba abstraída de la conversación que mantenían sus padres. Durante todo el camino no habían hecho más que hablar de la plantación de tabaco por allí, la plantación de tabaco por allá, el dinero que iban a conseguir y todo lo demás. A Catherine le habría gustado quedarse en el Norte, donde todo estaba tomando un rumbo increíble. Un tal Bell acababa de inventar el teléfono y otro hombre había construido el ascensor, que parecía ser que servía para transportar personas, y todo iba avanzando, el Norte
  • 4. se volvía cada vez más industrial y comercial. Si ella se hubiera quedado en San Luis habría tenido más oportunidades de publicar una novela, como años antes lo había hecho Harriet Beecher–Stone, aunque con la suya esperaba no poner en marcha los mecanismos silenciosos de otra nueva guerra; con una había tenido suficiente. Y ahora su padre la obligaba a trasladarse allí. ¿Qué se suponía que iba a hacer en un lugar rodeada de tabaco y algodón? Unido eso a que los habitantes de la zona no los tratarían demasiado amablemente pues su orgullo aún estaba herido y tardaría en recuperarse. A nadie le gusta obedecer a otros, tal vez ahora entenderían algo más a los esclavos la gente del Sur. En ese mismo momento pasaban junto al río; podía oler la humedad de la hierba que llegaba a ella con suavidad a través del aire. Puso más atención en el paisaje al oír las voces juguetonas de una niña y asomó la cabeza por la ventanilla del carromato, dejando que el aire jugueteara con su cobrizo cabello. La pequeña, de piel morena y pelo rizado, corría de acá para allá y parecía que su intención era marear a la pobre mujer también de color que corría tras ella. Cuando la mujer la iba a atrapar, la niña giró hacia el otro lado hábilmente y empezó a correr en línea recta. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E fa S IN nf sa PA A ic te Ñ L .h c O , ol a. L .e co s m Los verdes ojos de Catherine giraban de un lado a otro siguiendo el juguetón recorrido de la niña, deleitándose, divirtiéndose con su inocente provocación. De repente la niña se detuvo en seco y de un pequeño salto se tiró encima de la figura que estaba sentada en el suelo. Ambas rodaron sobre la hierba. La pequeña no paraba de reír y chillar de alegría. Entonces, la figura que la niña había derrumbado en su carrera, se irguió; Catherine pudo comprobar que se trataba de una mujer, sólo que esta mujer era blanca y estaba jugando con una niña negra. En su ciudad esto tal vez no sería extraño pero aquí... Aún sumida en sus pensamientos se percató de que la niña la saludó con la mano cuando el coche de caballos pasó a su altura. Catherine le devolvió el saludo, fijándose de nuevo en la mujer que acompañaba a la niña y que ahora la cogía en brazos y la lanzaba al aire, como si se tratara de una pluma, para luego volverla a coger y repetir la acción varias veces más. Sonrió ante aquella visión. Después de todo, aquella gente no parecía tan malvada. Quizás todo el mundo había exagerado... – ¿Ves, Cathy? Para eso utilizan los sureños a los negros: para su propia diversión..., entre otras cosas. –La voz de su padre rompió la magia de aquel momento escupiendo desprecio hacia los sureños. – Vamos papá, no creo que todos los sureños se puedan medir con el mismo rasero. Además, yo creo que quien se está divirtiendo es la niña. – ¿Y qué me dices de la mujer negra? – Papá, siempre sacas las cosas de su contexto. – Yo no saco nada de ningún sitio, es lo que he visto. – Claro, claro, lo que tú digas. Catherine no quería discutir con su padre en esos momentos, prefería quedarse con aquella sensación de felicidad que la pequeña le había transmitido. Su padre parecía tener el don de echar por tierra sus puntos de vista, estaba claro que nunca se entenderían... Él no se paraba a pensar en las consecuencias de una acción o en las causas que la habían provocado, sólo opinaba en razón de lo que sus ojos veían, y esa no siempre es la visión adecuada. En aquella escena campestre que acababan de dejar atrás había algo más que un ama y dos esclavas.   4. – ¿Quiénes son esas personas, Sara? – Pues no lo sé, pero me imagino que serán los que compraron las tierras de los Clark. – ¿Las han comprado? –Preguntó Sammy con una mueca.– Creí que habías dicho que las habían robado. – ¿Qué yo he dicho qué? –Su mirada se volvió fría y miró a la mujer que se acercaba jadeante con cara de disgusto. – Bueno, oí como se lo decías el otro día a Aminata. Le decías que era un robo. La mirada de Sara se suavizó y retornó su atención a Sammy. – Lo que quise decir es que la han comprado muy barata, y que esa tierra vale mucho más. Y no deberías de espiar detrás de las puertas. – Entonces no la han robado –sentenció Sammy. – No, en realidad ellos han pagado lo que se les pedía. Sammy puso uno de sus dedos índice sobre los labios y movía la cabeza intermitentemente asintiendo varias veces. Entonces se levantó y dijo: – Es una pena que no venga ningún muchacho con ellos. – ¡Sammy! –Se sorprendió Sara. –Aún eres muy pequeña para que pienses en eso. – No lo pienso para mí, Sara. Lo pienso para ti. Ya que tú no te buscas un novio, tendré que hacerlo yo. Aminata no pudo aguantarse y estalló en grandes carcajadas ante la ocurrencia de Sammy. – Muy bonito Aminata, ríele la gracia. – Ja, ja, ja... pero es que tiene toda la razón –dijo la mujer de color como buenamente pudo, intentando contener la risa cubriendo su boca con una mano.
  • 5. – Ya es hora de que pienses en sentar la cabeza y darme sobrinitos, hermanita. –Terminó diciendo Sammy apuntando con el índice a su hermana. – ¿Qué tengo que sentar qué? Ahora te vas a enterar tú quién se va a sentar, renacuaja. Y poniéndose en pie echó a correr detrás de la niña, que ya había empezado a huir a toda la velocidad que sus piernitas le permitían, al ver la amenaza de la venganza en los ojos de su hermana, una venganza que le dejaría el estómago dolorido de tanto reír, pues la mirada de Sara iba acompañada de una enorme sonrisa, esa sonrisa que le nacía de los labios cuando se avecinaba una guerra de cosquillas.   5. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E fa S IN nf sa PA A ic te Ñ L .h c O , ol a. L .e co s m Hacía como diez minutos que habían pasado una hacienda llamada "Serenity" y Catherine estaba deseando llegar ya a la suya para recomponer su maltrecho cuerpo en cuanto pisara el suelo, pero no parecía que eso fuera a ocurrir de forma inmediata. De repente, el cochero anunció que aquella mansión que se veía a lo lejos era su casa. "¿Mansión? Pues desde esa distancia más bien parecía una minúscula cabaña", se dijo Catherine algo decepcionada. Aunque su visión cambió cuando estuvo frente a ella, las distancias engañaban en aquella región donde todo era llano y enorme. Unos minutos más y ya estaban entrando a la hacienda por un camino principal bastante ancho, cuyos lados estaban poblados por frondosos robles. Ya se imaginaba paseando entre ellos, cobijada en su sombra y protegida del astro rey mientras, tal vez, saboreaba algún emparedado acompañado con jengibre y una tarta de moras. Sólo pensar en eso su boca se hizo agua y su estómago empezó a quejarse; ¿cuánto hacía que no comía? Desde que dejaron Atlanta no había probado bocado y de eso hacía ya mucho pero que mucho tiempo y era normal que su mente viajara hacia esa parte escondida de su cerebro donde se procesaba el hambre y... – ¡Dios mío! ¿Aquí es donde vamos a vivir? ¡Pero si es enorme! –Catherine acababa de olvidar todos los manjares en los que pensaba para dejar que la sorpresa y la excitación se adueñaran de ella. –Padre, esto es realmente grande, ¡pero si nos sobrarán habitaciones y todo! Y cogiéndose el vestido con ambas manos para no tropezar con los escalones empezó a subirlos rápidamente y entró en la casa corriendo. Se paró en la puerta un momento y miró a ambos lados: no sabía cuál de los dos escoger para empezar su exploración. Al fin, se decidió por su derecha. Detrás de la puerta le esperaba un gran salón con una mesa de madera enorme, con sitio para diez comensales, en ese momento estaba adornada con un tapete blanco de encaje a lo largo de la mesa y cada extremo lo coronaban sendos candelabros. Del techo colgaba una lámpara de cristal que más tarde encenderían para cuando se dispusieran a cenar. Cenar, comida, cocina, ¿dónde estaba la cocina? Y entonces la vio. Había una puerta al final del comedor que, con toda probabilidad, llevaba a la cocina facilitando así a los sirvientes la entrada en el comedor. Catherine abrió la puerta y un olor familiar entró hasta sus pulmones, entonces cerró los ojos y se dejó embriagar un momento por ese olor. – Buenas tardes señorita Catherine. – Ahora sí que son buenas, Meredith. ¿Son bollos de leche lo que estás cocinando? – Veo que la tierra del camino no ha menguado en absoluto su olfato. –Y tomando una bandeja de la repisa se la ofreció a Catherine, que cogió un bollo ipso facto. – Ummmm, están buenísimos. –Informó a la cocinera con la boca llena y masticando rápidamente se dispuso a dar otro bocado al bollo. Catherine se alegraba ahora de la genial idea de su padre de enviar a los criados a la hacienda unos días antes que ellos para que limpiaran y prepararan la casa. Si no hubiera sido así no se estaría comiendo ese delicioso pan caliente azucarado. Con medio bollo todavía en su mano y masticando ansiosamente, salió de la cocina y se dirigió al otro extremo de la casa. Pasó de largo las escaleras que seguramente conducían a las habitaciones y abrió otra puerta. Lo que vio le hizo abrir tanto la boca por la sorpresa, que casi se le caen los trozos del dulce que comía. – ¡Madre, madre, ven aquí! ¡Tienes que ver esto! ¡Es impresionante! Beatriz llegó con paso apresurado hasta donde se encontraba su hija, seguida por Keneth, su marido. – ¿Qué es lo que...? Ooohhh. La luz que entraba por los grandes ventanales de la estancia dejaba ver la amplitud de la habitación, el suelo brillante en el que casi se reflejaban las caras de la familia Murdock, la enorme araña que colgaba del techo hecha de un cristal tan fino y tan bien tallado, que con una pequeña ráfaga de aire que entrara se podría oír una suave melodía al ir deslizándose el aire entre los huecos de la talla. – Es el salón de baile más hermoso que he visto. –Declaró Catherine. – Pues no esperes que demos grandes fiestas. No hemos venido con ese propósito. –Le anunció su padre. – Pero, padre, una fiesta para presentarnos en sociedad no estaría mal... – ¿A qué sociedad te refieres? –preguntó con retintín. En su mirada seria despuntaba la superioridad del vencedor.– Los sureños no saben lo que es una sociedad civilizada, y dudo que alguna vez lleguen a saberlo. Lo único que saben hacer es dar latigazos. Veremos cómo sacan sus tierras adelante ahora que su mano de obra se ha largado. –añadió regodeándose en ese pensamiento. La expresión de Catherine cambió enseguida. No le gustaba su padre cuando hablaba así, con aquel tono... Además, una vez más, le había tirado por tierra una ilusión... Poder ofrecer a un baile en su casa era la situación ideal para alternar con gente y darse a conocer pero definitivamente su padre parecía no tener la intención de hacer vida social... Pensar que toda su vida en aquella tierra estaría limitada a pasear por el campo con la única compañía del sol y algún libro en la mano no era muy
  • 6. alentador. Aquella nueva vida se le presentaba aburrida, ningún atisbo de distracción parecía dominar sobre las plantaciones de algodón ni de tabaco. – Señor Murdock, las maletas ya han sido subidas a las habitaciones. – Gracias Pete, puedes retirarte. Será mejor que veamos el resto de la casa. Luego desharemos las maletas y colocaremos cada cosa en su sitio. Cuando terminemos seguramente será la hora de cenar. Catherine, aún con la expresión de pesar reflejada en su rostro, siguió a sus padres, con actitud sumisa, en su recorrido por la casa. Sus pensamientos nada tenían que ver con aquel lugar y hasta se le habían quitado las ganas de comer.   6. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E fa S IN nf sa PA A ic te Ñ L .h c O , ol a. L .e co s m El día había sido agotador y caluroso. Sara agradecía la fresca brisa nocturna que corría. Sentada en una butaca del porche a la tenue luz del candil, mascaba tabaco con la mirada fija en el horizonte. Podía ver las hojas de los árboles moviéndose al compás del baile que marcaba el viento, con la luz difuminada de la luna, creando un paisaje de luces y sombras que daba a la escena un aspecto perfecto en su equilibrio. Se removió un poco en la butaca, buscando una postura algo más cómoda, estirando sus piernas y doblándolas a la altura de los tobillos, y aprovechó el movimiento para escupir algo del tabaco que había mascado. Se preguntaba cómo serían los nuevos vecinos que acababan de llegar esa misma mañana. Durante toda la semana anterior había visto la llegada de carromatos que transportaban tanto personas como bienes materiales, esperando que las cosas más frágiles estuvieran bien protegidas, pues la infraestructura del camino no era muy buena. Suponía que lo que esos carros llevaban serían trajes y algunas cosas más sin demasiado valor. Pero esa mañana habían llegado los dueños de la hacienda, y con ellos venía también una joven, que suponía sería su hija. Sin embargo, a la distancia a la que la había visto, no había diferenciado muy bien los rasgos de su cara, además de que Sammy no le había dejado mucha más opción que fijar su atención en los juegos de la pequeña. ¿En qué estarían pensando esos condenados federales cuando compraron la plantación de los Clark? O eran muy valientes o eran muy estúpidos. Sara se inclinó por esta última opción cuando escupió los últimos restos de tabaco que quedaban en su boca. No era de mucha lucidez ir a vivir a una ciudad que había participado en una guerra contra los nordistas, guerra que al final habían perdido después de tener prácticamente la victoria en sus manos, tras el triunfo en Bull Run si hubieran atacado el centro de operaciones, Washington, que estaba indefenso... Y sobre todo, ahora que se había puesto en marcha un movimiento secreto dedicado a vengarse de los negros y, cómo no, también de cualquier nordista que se pusiera a su alcance, por ser la causa de la pérdida de su mano de obra barata. – Buenas noches, señorita Johnson. La voz la sacó de sus pensamientos. – Buenas noches Paul. Deja los formalismos que no estamos en ninguna reunión social en la que guardar las maneras. Paul McGregor era uno de los tres hijos de George McGregor, uno de los terratenientes con las plantaciones más grandes de algodón de toda Carolina del Sur. Las riquezas que había adquirido con la venta de algodón los años anteriores a la guerra y los sobornos que había realizado con algunos federales durante la misma, le habían permitido llevar una vida tranquila y sin sobresaltos. Además, se había cubierto bien las espaldas y, por si el Sur perdía la contienda, había adquirido varias propiedades en el Norte dedicadas al acero, material que estaba siendo muy usado en las construcciones de la Unión, por lo que la familia McGregor era una de las más adineradas de la región y la que menos había sufrido las barbaries y destrozos de la inútil guerra. – ¿Y qué te trae por aquí a estas horas, Paul? Es un poco tarde para hacer una visita, ¿no? –Sara lo miraba con desinterés pero sin perder detalle de sus gestos, sabiendo la respuesta que el hombre le iba a dar a su pregunta. Paul, con su aspecto altanero, subió los escalones del porche y se apoyó en uno de los postes, quedando frente a la quieta figura de Sara. Metió las manos en los bolsillos después de echarse el flequillo de su corto pelo negro hacia un lado, y dobló una rodilla, apoyando el pie en la madera del porche. Sus ojos marrones miraban fijamente a la mujer, que no se sentía nada intimidada por su presencia, aunque sí algo molesta de que la hubiera interrumpido en sus pensamientos. – Ya sabes a lo que he venido, Sara. Todos los miembros esperan una respuesta tuya. – Mi respuesta sigue siendo la misma que la de hace unos días. Te dije bien claro que no necesitaba más tiempo para pensármelo. – Sara, no seas terca. –El tono de voz del joven era tranquilo.– Un nordista asesinó a tu padre, ¿y quienes son los culpables de eso? Todos tienen que pagar lo que nos han hecho, y cuando decimos todos quiere decir negros incluidos. – Ningún negro asesinó a mi padre, Paul. No vas a convencerme con tu filosófica palabrería ni atendiendo a mi sentimentalismo, sabes que carezco de él. El joven McGregor abandonó su posición y apoyó una mano en la mesa inclinándose hacia Sara. Antes de hablar clavó sus oscuros ojos en la cristalina mirada de ella, forzando un intenso y teatral silencio. Al fin decidió hablar antes de hundirse en la profundidad de aquella mirada, antes de olvidar la razón por la que estaba allí. Aunque ¿acaso la verdadera razón no era verla una vez más? ¿Intentar penetrar su endurecido corazón? ¿Oler el delicado perfume que su insinuante piel le regalaba? – No te engañes Sara, si esos estúpidos negros no se hubieran quejado de las condiciones de vida que tenían, ni se hubieran escapado, la guerra nunca habría estallado y tu padre seguiría vivo cuidando su preciado algodón. Ahora la mano de trabajo es escasa y puede que este año no saques mucho dinero con él, nunca se sabe lo que puede pasar. – ¿Me estás amenazando, Paul?
  • 7. El hombre tragó saliva. Le había costado pronunciar aquellas palabras pero eran necesarias. Esa endemoniada mujer era más terca que su padre y no quería que le pasara nada. No antes de que cayese rendida en sus brazos. – Yo que tú tendría cuidado de que no le pasara nada a mi plantación y, de paso, a mi gente. –Su mirada era más fría que el aire que corría y Paul se enderezó un poco. – No soy el único que está en esto, no depende de mí. –se excusó. Dándole la espalda a la mujer bajó los escalones y empezó a andar hacia la dirección por la que había llegado. Sin dejar de caminar le habló a la mujer morena que seguía sentada en la misma postura y que no se había inmutado ante las palabras de McGregor. –Si cambias de opinión, házmelo saber. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E fa S IN nf sa PA A ic te Ñ L .h c O , ol a. L .e co s m No obtuvo respuesta, aunque sabía que Sara no cambiaría de opinión. Tenía unos fuertes ideales inculcados por el blando de su padre. Aquel estúpido de Johnson no había hecho un buen trabajo con su hija, no le había sabido dar los valores de un buen ciudadano del Sur. Ella era una buena terrateniente, sabía cuidar sus tierras pero era intolerable que trabajase junto con sus negros. Era una débil, como su padre... Un verdadero sureño tenía que hacerse respetar, hacer cumplir las órdenes de cualquier forma y no había mejor manera que unos buenos latigazos a cualquiera de esos cerdos negros delante de sus compañeros, que lo oyeran gritar, que lo vieran desfallecer entre alaridos de dolor. Así aprendían a respetar la autoridad, como los perros. Aunque siempre había alguno que intentaba destacar y que, de forma accidental, acababa muriendo. ¡No servían ni para vivir! Y ahora, esos estúpidos federales les habían concedido el derecho al voto y a la ciudadanía, ciegos ignorantes... Pero si ellos podían harían que esos negros no llegaran nunca a saber lo que significaba la libertad. Sara vio alejarse la tensa figura del hombre. Por su forma de caminar parecía que iba mordiendo el aire... Sara sonrió ante aquella imagen. Entonces se levantó de la butaca y se apoyó en la barandilla del porche. Agachó la cabeza durante un instante, dejando que el pelo le cayera a los lados de la cara; luego levantó la vista al cielo. – No te preocupes padre, no entraré en su juego. Quien te mató ya pagó. –Y dándole la espalda a la noche, apagó el candil y entró en la casa.   7. A unos tres kilómetros más abajo de la hacienda "Serenity", en la casa de los McGregor se estaba llevando a cabo una reunión a la que había acudido los terratenientes más poderosos de Carolina del Sur, aquellos que habían perdido en la guerra más que sus preciados esclavos y alguna que otra gallina cuando el estómago de algún soldado se revelaba ante los guisos con sabor a rata que se preparaban en los campamentos de avituallamiento. Al fin y al cabo, los que de verdad habían combatido por el Sur habían sido gente sencilla que no poseía esclavos, sino un humilde oficio, como carpinteros o herreros, pero que habían ofrecido su vida al ejército en honor a la palabra "libertad". – Deberíamos empezar dándoles una lección a los negros que se han establecido a orillas del río. –William Smith alzó su voz entre los congregados en el lugar. Ante su declaración se armó un alboroto de voces en alza apoyando la decisión. George McGregor, un hombre alto, se pasó la mano por su barba color ceniza, acariciándola con parsimonia. Todo en él transmitía la serenidad del que ha vivido y conoce. Su espeso cabello canoso le otorgaba la edad real que su piel y su fornido cuerpo le negaban. Sus ojos negros y pequeños se paseaban de un lado a otro, posándose en sus compañeros, hombretones de complexión fuerte pero con el exceso dormitando en sus barrigas. Levantó una mano y la agitó varias veces de arriba a abajo pidiendo que se calmasen. – Silencio amigos, tenemos mucho de que hablar y aún no hemos llegado a una conclusión. Todos prestaron atención a las palabras del que parecía ser el cabecilla del grupo. William Smith volvió a ocupar su asiento y miró hacia donde estaba McGregor. – Si queremos que las cosas salgan bien, tenemos que organizarnos. –McGregor volvió a hablar cuando fue consciente de que tenía la atención de todos.– Atacar a los que están en el río es una buena idea Will, pero no podemos hacerlo así sin más. Tiene que ser un ataque por sorpresa, porque el río puede ser una escapatoria para ellos. Y si escapan estaríamos perdidos... Todos nuestros planes de futuro se irían al traste... Tenemos que pensar una estrategia, rodear aquellos lugares por los que puedan escapar. El objetivo es acorralarlos como gallinas enjauladas, que no sepan hacia dónde van a ir, no dejarles salida alguna. – Pero George... Todos se volvieron hacia la voz que acababa de interrumpir el discurso de McGregor. – ¿Algún problema, Laurence? Laurence Perkins se aclaró la garganta, miró fugazmente a todos los que había en la sala, no más de doce hombres, y finalmente se atrevió a hablar. – En ese campamento del río... también hay mujeres y niños... – ¿Y? Laurence sentía como todas las miradas se clavaban en él esperando su siguiente respuesta. – Bueno... yo... supongo que... ellos no sufrirán daño alguno. Varias risas se oyeron tras su contestación, seguidas de algunos que otros improperios dirigidos a Perkins. – Laurence, Laurence... –Una voz llegó desde la puerta.– Nunca aprenderás. –Paul McGregor acababa de llegar y no esperó para dar su opinión.– Tienes que pensar más las cosas. Si dejas que esas esclavas negras vivan, sólo servirán para traer al mundo más negros, y el Sur acabará pareciendo una colonia africana. Y si dejas que esos niños crezcan, seguramente más de uno acabará convirtiéndose en un revolucionario que, algún día, acabará comprando tus tierras y ganando una buena
  • 8. suma de dinero a tu costa. –Su semblante, con gestos acompasados y calmados hasta ese momento, se tornó en un mohín agrio.– Los negros son una plaga. ¿Y qué se hace con las plagas? –Su voz fue una ronca declaración. Miró a todos, uno por uno, con una de sus acostumbradas pausas dramáticas. – ¡Se exterminan! –Gritó William Smith. – Exacto. Laurence Perkins agachó la cabeza, mientras pensaba que allí todos estaban locos, incluso él por participar en tal complot. Pero el miedo que sentía hacia los McGregor era tan inmenso que prefería asistir a estas reuniones clandestinas antes que sufrir las consecuencias de la negativa. Sin embargo, parecía que las cosas estaban llegando demasiado lejos y que, a partir de ese momento, no todo iba a ser palabrería. – ¿Cuál ha sido la respuesta de la señorita Johnson? –George McGregor volvió a captar la atención de los presentes, y todos se volvieron hacia el joven Paul en espera de su respuesta. – No. –Fue la simple contestación de su hijo. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E fa S IN nf sa PA A ic te Ñ L .h c O , ol a. L .e co s m – Me lo temía. Además de la fortaleza y la testarudez de su padre también ha heredado sus absurdos ideales... En fin, pasemos a la organización del ataque al río, más tarde nos ocuparemos de Johnson y de su buen corazón. siguerá... -->
  • 9. A L S U R . 2 ª P A R T E . Autor: Carbonilla Co-autora: Cruella. 8. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E fa S IN nf sa PA A ic te Ñ L .h c O , ol a. L .e co s m El silbido de las balas rasgando el aire, los gritos de los hombres de ambos bandos, el fuego que invadía todo el campo de batalla, cuerpos inertes que cubrían el suelo llenos de escombros y de restos de ropa; los que aún vivían corrían de un lado a otro, los altos mandos gritaban órdenes sin parar para seguir adelante y, de repente, delante de ella, con una amplia sonrisa en los labios se encontraba su padre con la mirada fija en ella. En ese momento, un obús hizo explosión entre ellos, lanzando a la mujer hacia atrás por la fuerza del impacto y dejándola tumbada. Poco a poco, se levantó con cierta dificultad agarrándose la cabeza con ambas manos para comprobar que la tenía aún en su sitio, siendo cada vez más consciente de que seguía allí por el dolor que sentía en ella. Entonces, se acordó de su padre y miró hacia donde segundos antes lo había visto con miedo de no encontrarlo allí. Sin embargo, su padre seguía en la misma posición y con la misma sonrisa apacible, como si la bala de aquel cañón no hubiera hecho efecto alguno en él, ni siquiera su cabello rubio se había despeinado. La mujer se incorporó del todo e intentó esbozar una media sonrisa algo forzada. Con paso lento pero firme empezó a caminar hacia el hombre que tanto le había enseñado pero, entonces, un soldado con uniforme azul, adornando sus pantalones con listas rojas, se interpuso entre los dos, apuntó con su winchester al hombre y le disparó. Sara ahogó un grito en su garganta mientras que la figura de su padre se desplomaba, no pudiendo sacar su agonía más allá del estómago. Con el cuerpo cubierto de sudor, Sara despertó de su pesadilla gimiendo. Se llevó la mano al pecho: le dolía, una punzada que le encogía los pulmones y se los retorcía como si una mano invisible los estuviera exprimiendo. Haciendo bastantes esfuerzos por respirar con normalidad, se deslizó hasta el borde de la cama y se sentó. El frío de la madera del suelo bajo sus pies la ayudó a ubicarse en la realidad que le rodeaba y en unos minutos consiguió reponerse de la impresión inicial. Apoyó los codos en las rodillas y dejó descansar la cabeza entre sus manos durante unos instantes. Recordó algunas de las escenas que habían aparecido en la pesadilla y cuando tragó saliva se le mezcló con las lágrimas que no había dejado salir y una bilis amarga recorrió su cuerpo, instalándose en la boca de su estómago. Se levantó y esperó unos segundos en pie a que un súbito mareo se alejase. Se dirigió con paso cauteloso hasta la palangana que había encima del aparador y se mojó la cara con agua abundante, dejando que ésta se escurriera por su rostro para que su frescor acabase de espabilarla. Se frotó los ojos, le dolían.... Vaya forma de empezar el día, pensó con amargura. Caminó hasta la ventana y, al retirar las cortinas, comprobó que el sol aún no había hecho aparición, ni tan siquiera un solo rayo despuntaba. Sacó unos pantalones marrón claro y una camisa blanca del armario y se vistió con lentitud. Todos los músculos de su cuerpo le pesaban. Se calzó unas botas que le cubrían el pantalón hasta un poco más abajo de la rodilla y al dirigirse a la puerta, alcanzó el sombrero que colgaba del espaldar de una silla. Bajó con cuidado las escaleras, sin hacer ruido, no quería despertar a nadie antes de hora. Al abrir la puerta de entrada se encontró con el frío de la madrugada. Dejó el sombrero sobre la mesa del porche y se sentó en las escaleras, apoyando la espalda sobre uno de los pilares que mantenían la casa en pie. Todo estaba en silencio, a excepción del canto de los grillos que parecían no sentir el frescor de la madrugada. En cuanto el sol saliera, el trabajo en la plantación daría comienzo y sería un día de preparativos y de correr de aquí para allá. La recolección del algodón se aproximaba y todo tenía que estar listo. Se tenía que vaciar el granero para dejar espacio suficiente y poder apilar las balas de algodón, los instrumentos de recolección serían limpiados y preparados, los hombres serían asignados por hectáreas para seguir un orden... Ese año habría que organizarse bien pues muchos trabajadores se habían marchado al Norte y otros, simplemente, se habían ido. Este hecho era un contratiempo ya que el trabajo sería el doble o el triple por cada hombre, incluso para ella, pero lo que más le preocupaba era que muchos de los jornaleros que habían desaparecido eran hombres de confianza, trabajadores y gente fiel a ella y a la memoria de su padre... Lo que más le preocupaba era la sensación que tenía de que nunca más volvería a verlos ni a saber de ellos... El sol empezó a despuntar acompañando estos pensamientos y Sara se desperezó y abandonó su asiento. Entró en la cocina para prepararse una buena taza de café. Puso a calentar agua en el fogón y esperó a que hirviera para verterla en la taza que ya contenía el café. – Sara, siempre tan madrugadora. – Buenos días a ti también, Clarisa. –Le dijo a la mujer de color poco antes de llevarse la taza a los labios con cuidado de no quemarse. – ¿Una noche dura? Sara esbozó una media sonrisa. Las ojeras que adornaban sus ojos claros no pasaban desapercibidas. – No tan dura como lo va a ser este día, me temo... – Me ocuparé de tener la comida preparada a tiempo para que no os quejéis. – Sí, es una buena idea. –Bebió otro sorbo del café y se quedó mirando a Clarisa.– ¿Crees que es necesario que Aminata y Sammy vayan hoy a la ciudad? No me gusta que vayan solas... Preferiría que esperasen otro día y así yo podría acompañarlas... – No les pasará nada, Sara. Además, Jeremías irá con ellas. Te preocupas en exceso. – Sí, pero es que si algo les pasara yo... – ¡AMINATA! –Sara fue interrumpida por el ensordecedor grito de Sammy.– Ah, hola. ¿No está Aminata aquí? – Aún es temprano, Sammy, no tengas tanta prisa. –Le habló Sara tranquilamente mientras bebía su café.
  • 10. – Pero ya tenemos que irnos, sino no llegaremos temprano. –Le reprochó la niña con cara de disgusto. – De eso nada, pequeña, de aquí no se va nadie sin desayunar antes. –Advirtió Clarisa con una mueca divertida en su cara. – Pero... – Ya has oído a Clarisa. Hasta que no desayunes no te irás. –Se acercó hasta la niña y se agachó hasta ponerse a su nivel.– Y ten mucho cuidado en la ciudad, haz caso a Aminata y no hagas travesuras. – Síííí. –Le respondió la niña arrastrando la palabra en señal de que ya estaba aburrida de oír siempre las mismas advertencias. Sara hizo ademán de levantarse, pero entonces Sammy se enganchó a su cuello y le dio un beso en la mejilla, que hizo que la mujer mostrara una gran sonrisa y le devolviera el gesto a la niña, manteniendo el abrazo durante unos segundos, hasta que la pequeña la soltó. – ¡Vale ya, hermanita, que sólo me voy a la ciudad! Sara se irguió aún con la sonrisa y acabó de beberse el café. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E fa S IN nf sa PA A ic te Ñ L .h c O , ol a. L .e co s m – Bueno, ya va siendo hora de trabajar. Hoy hay mucho que hacer. Y, ¿Sammy...? – Sí, me portaré bien. –Y puso la cara más inocente y buena que tenía. – No, no era eso, quería decirte que te diviertas. –Y le dio la espalda mientras salía por la puerta. –Adiós, renacuaja. Hasta luego, Clarisa. – Adiós, hermanita. Sara salió al porche, cogió el sombrero de la mesa poniéndoselo seguidamente en la cabeza y se dirigió al establo donde le aguardaba su yegua ya preparada.   9. Los rayos del sol hacía ya rato que entraban por la ventana del cuarto de Catherine, obligándola a taparse con las sábanas hasta los ojos, pero ella aún se negaba a levantarse. Habían sido varios días de duro y agotador viaje hasta llegar a esa ciudad y creía que el descanso que se estaba tomando era realmente merecido. El dolor de su espalda casi había desaparecido, y la sensación de estar dando pequeños saltitos en cualquier sitio que se sentara también había cesado. Perezosamente, se removió en la cama poniéndose de costado y se abrazó a la almohada. Sus días de redactora en el "San Luis Extra" se habían acabado antes del tiempo previsto, y su sueño de alcanzar un puesto superior en dicha publicación también se había esfumado. Sin embargo, ahora que no tenía mucho que hacer podría dedicarse a su otra gran ilusión, escribir un libro. La llamada en la puerta la devolvió a la realidad. – ¿Sí? – Le traigo el desayuno, señorita Catherine. – Gracias, Cecile, pero lo tomaré abajo. –Le contestó a la puerta. – De acuerdo, señorita. Catherine se levantó perezosamente de la cama dejando sus pensamientos envueltos entre las sábanas. En unos minutos se presentó en el comedor y se sentó en una silla delante de una taza de té y unos bollos de leche. La puerta de la cocina que daba a la sala se abrió y una mujer con uniforme entró con unos cubiertos en la mano que se afanaba en secar con un paño. – Buenos días, señorita Catherine. – Buenos días, Cecile. –Hizo una pausa para tomar un sorbo de té.– ¿Mis padres ya han desayunado? – Oh, sí. –Le contestó la doncella.– Desayunaron pronto y se fueron a la ciudad. – ¿A la ciudad? –Catherine no pudo ocultar su sorpresa.– ¿Y cómo es que no me han avisado? – Bueno... Creo que no era una visita de placer. – Entiendo... A Catherine le importaba poco de qué clase fuera la visita que sus padres pensaban hacer. A ella le habría bastado con llegar allí y ver el ambiente que se respiraba, pasear por las calles, pararse en las tiendas y ver lo que ofrecían, mezclarse con la gente y disfrutar de las conversaciones en cualquier esquina. Sabía que no sería lo mismo que su ciudad natal, pero aquello le daría una idea de la clase de gente con la que tendría que relacionarse y de cómo se vivía allí tras la larga y dura guerra. Después de dar cuenta de su desayuno, subió a su habitación dispuesta a colocar en su sitio lo que había traído para ver si así podía olvidar la nostalgia de hallarse en un lugar en el que creía que no encajaba, pero que no tendría más remedio que esforzarse en aceptarlo. Estuvo parte de la mañana ocupada en esta labor y el resto de ella la pasó sentada en el espacioso porche de la casa
  • 11. intentando esbozar alguna idea para su libro, pero cada vez que la plasmaba en el papel acababa tachándola, no le convencía nada de lo que escribía ni el estilo que había seguido. Así, entre tachones, papeles arrugados y rabietas infructíferas, llegó la hora de comer. Ya que estaba sola y deprimida por su falta de inspiración, decidió comer en la cocina con Cecile y Meredith. Le gustaba compartir esos momentos con aquella gente sencilla. Tenían tanto que explicar, su visión de la vida distaba tanto de la que tenía la gente de su esfera social... Probablemente, después de la comida, ya tendría alguna idea para su libro. A su padre, sin embargo, no le gustaba que se mezclara de aquella manera con la servidumbre pero siempre que sabía que sus padres no almorzarían en casa se metía en la cocina y participaba de las charlas rutinarias de los empleados. La idea de comer sola en un gran salón no era de su agrado, además de ser una de las cosas más aburridas. Después del almuerzo, Catherine cogió uno de sus libros favoritos y se sentó debajo de un roble, tal cual lo había imaginado el día anterior, cuando llegaron. Comenzó a leer mientras esperaba que llegase la inspiración, aunque al ritmo que llevaba llegarían antes sus padres. No podía dejar de pensar en las cientos de preguntas con las que los acribillaría sobre lo que habían visto en la ciudad.   V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E fa S IN nf sa PA A ic te Ñ L .h c O , ol a. L .e co s m 10. Ese día el sol había apretado con fuerza. Sara entró en la casa con pasos pesados. Se quitó el sombrero y con el dorso de la mano se secó el sudor de la frente. El resto de su cuerpo también estaba empapado en sudor, como lo mostraban los surcos que se habían formado en su camisa. Subió a su habitación, sorprendiendo a Clarisa cuando entró en ella. – ¿Ya habéis acabo? –La interrogó la mujer volviendo a su labor. – Por hoy, sí. –Y se dejó caer boca arriba en la cama cerrando los ojos. Clarisa estaba llenando de agua caliente una bañera que había puesto en medio de la habitación de Sara. Cuando empezó a ver que los hombres regresaban de la plantación, supuso que Sara tardaría un poco más hasta dejar todo en su sitio, asegurándose hasta el último detalle, como siempre hacía. Eso le daría tiempo para prepararle el baño que la mujer morena necesitaría después del duro trabajo. – Bueno, esto ya está. – Gracias, Clarisa. –Dijo sin moverse de su postura. Entonces abrió los ojos, giró la cabeza hacia la mujer de color y la enfocó.– ¿Aún no han venido Aminata y Sammy? – No. Sabes que iban a quedarse a comer en la ciudad y que después se pasarían por el campamento del río para que Aminata viera a su prima. – Sí, es cierto. –Volvió su mirada al techo.– Y conociendo a la prima de Aminata y lo poco que le gusta hablar... –Dijo esto con tono de sorna, lo que consiguió sacar una sonrisa de Clarisa. – Voy a preparar algo de té helado. Y métete pronto en la bañera o el agua se enfriará. –Y la mujer salió por la puerta dejándola sola en la habitación. Sara giró la cabeza hacia donde estaba la bañera, sin muchas ganas de levantarse de la cama, pero al ver el vapor que salía de ella cambió rápidamente de decisión. Se quitó la ropa sucia y sudada y se metió despacio en la bañera, agradeciendo el calor que le daba la bienvenida. Se recostó dentro de la tina, doblando un poco las rodillas ya que la bañera le venía un poco pequeña y echó la cabeza hacia atrás a la vez que cerraba los ojos. Cuando despertó no sabía el tiempo que había estado durmiendo pero había sido el suficiente para que el agua se enfriara y para que los dedos de las manos y de los pies se le hubieran arrugado como garbanzos. Se levantó tan rápidamente que provocó un pequeño oleaje en la bañera. De su cuerpo desnudo escurrían las gotas de agua que aún se resistían a abandonarlo, cayendo de nuevo al agua de donde se habían escabullido, con un suave tintineo. Cogió la toalla que Clarisa le había dejado doblada encima de un taburete junto a la bañera y se envolvió en ella. Cuando levantó la vista se encontró con la imagen que el espejo le ofrecía de sí misma. Se contempló durante un momento, tras el cual posó la mirada sobre una cicatriz que tenía un poco más abajo del hombro, recuerdo de un soldado del Norte. Pasó un dedo suavemente por la antigua herida, ya no le causaba dolor, al menos no dolor físico. Volvió a mirarse en el espejo e intentó descifrar quién era aquella mujer que veía delante suyo, aquella que era una completa desconocida en algunas ocasiones, que buscaba comprenderse a sí misma y encontrar algo de consuelo a su dolor. Como siempre, no pudo o quizás es que no quería descubrir lo que la imagen podía decirle, así que, decepcionada, le dio la espalda y comenzó a vestirse, pensando que si cubría el frío de su cuerpo, su alma también entraría en calor. Minutos más tarde ya estaba sentada en la butaca del porche mascando tabaco y con una jarra y un vaso de té helado sobre la mesa. Era uno de sus momentos preferidos, sentarse en el porche viendo cómo la tarde se iba y la noche hacía su aparición en escena, contemplando cómo el sol iba perdiéndose poco a poco, despacio, como si no quisiera irse sin antes asegurarse de que la luna ocuparía su lugar en el inmenso cielo. Un ruido que provino de los arbustos del camino hizo que su mirada se desviara del horizonte y buscara la causa de la interrupción. Cogió el rifle que siempre la acompañaba y se encaminó hacia el lugar. Cuando ya estaba cerca, una sombra empezaba a aparecer por entre las altas hierbas. Estaba de espaldas e intentaba salir afanosamente de entre los matorrales por los movimientos que hacía y los grititos de ofuscación que emitía. Era una mujer. Su largo pelo cobrizo y el vestido que llevaba no dejaban lugar a dudas. – ¿Se puede saber que hace en mi propiedad? – ¿Qué...? La mujer cayó al suelo al oír la voz detrás suyo que la asustó y que no esperaba justo cuando salía del atolladero de matas. Cayó de espaldas sobre el suelo, y cuando levantó la vista vio a una mujer alta y morena de pie que la miraba fijamente. Tenía un rifle que sujetaba a modo de bastón y sobre el que estaba apoyada. Catherine, viendo que la mujer no tenía
  • 12. intención de ayudarla a levantarse, se puso en pie por sí misma con algo de esfuerzo, debido al aparatoso vestido. Se recompuso un poco las ropas, sacudiéndolas para quitarles el polvo de la tierra y se pasó las manos por el pelo alisándoselo un poco. Se agachó para recoger el libro que se le había caído y cuando se levantó de nuevo, fijó su mirada en la mujer. La morena levantó las cejas en señal de pregunta muda en espera de una respuesta. – Hola, soy Catherine Murdock. –Le tendió la mano con delicadeza. Sara cogió el rifle y escupió tabaco antes de estrechar la mano ofrecida. – Sara Johnson. –Y soltó la mano rápidamente. Seguidamente, le dio la espalda a la mujer y empezó a andar hacia el porche. Catherine, sorprendida con aquella actitud poco gentil, siguió a la mujer que se sentó en una butaca. La rubia se apoyó en la barandilla quedando frente a la dueña de la casa. – Los del Norte siempre creen que pueden entrar en cualquier lugar sin pedir permiso, ¿no? Sara le habló a la mujer sin mirarla mientras apoyaba el rifle en la pared. Su tono era áspero y distante, la primera muestra de cortesía de un sureño, pensó Catherine. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E fa S IN nf sa PA A ic te Ñ L .h c O , ol a. L .e co s m – No. Es sólo que... bueno, me puse a andar y llegué hasta aquí. No sabía que estuviera entrando en una propiedad privada. – Bueno, ahora ya lo sabe. –La miró fijamente a los ojos para que su advertencia fuera tomada en serio y fijó su atención en la pequeña bolsa de tabaco que sacó de su bolsillo. El silencio reinó entre ellas. Ninguna de las dos sabía qué decir. Como la mujer morena estaba afanada revolviendo el tabaco de la bolsita, Catherine aprovechó para fijarse en ella. Lo que más le impactó fue aquella mirada azul que la había observado tirada en el suelo minutos antes. Parecía que la estuviera taladrando. Luego, su actitud algo brusca cuando ella se presentó y la otra mujer escupió tabaco. Por un momento pensó que la iba a echar a patadas o que le iba a escupir el tabaco encima... pero finalmente aceptó la mano que le ofreció aunque con cierta hostilidad. El apretón fue fuerte y rápido, muy rápido. Apenas sintió la calidez de la mano de la mujer, pero sí sintió su fuerza, la misma fuerza que le había transmitido su mirada. Mientras la seguía observando, Catherine supuso que la mujer debía pasar largas horas en la plantación, bajo el sol, para tener la piel de aquel tono tostado. – Puede sentarse si quiere. –Sara le señaló con la mano una silla y Catherine aceptó el ofrecimiento. Clarisa, que oyó a Sara hablar con alguien, se asomó por la puerta con cuidado de no ser vista. Se sorprendió un poco cuando vio que la persona con la que hablaba era una mujer joven, aunque en ese momento estaban en completo silencio. Fue a buscar un vaso a la cocina para la improvisada invitada de Sara. – Como te he oído hablar, he pensado que sería buena idea sacar otro vaso. –Lo colocó encima de la mesa y lo llenó de té. Se lo ofreció a Catherine con amabilidad pero sin un ápice de sumisión, observó la muchacha. – Gracias. Clarisa notó que Sara no hacía más que mirar al camino, sin duda preocupada porque Aminata y Sammy no habían regresado aún. Se volvió hacia ella y puso una mano sobre su hombro. – Regresarán pronto, tranquilízate. Sara la miró y le dedicó una media sonrisa en señal de agradecimiento a la que Clarisa correspondió con otra que mantuvo en sus labios mientras se iba. Se le pasó por la cabeza lo estupendo que sería que Sara entablara amistad con alguien ajeno a la plantación y que cambiara un poco su monotonía. No conocía a aquella chica pero su instinto le dijo que era agradable. Sara dejó de revolver el tabaco y fijó su atención en la joven, que jugueteaba con el vaso entre las manos. Catherine, al sentirse observada, dejó su entretenimiento. Tomó un sorbo de té para aclararse la garganta antes de preguntar. – ¿Cómo sabe que soy del Norte? – Es sencillo. Todos aquí somos vecinos y nos dedicamos a lo mismo. No hay mucha animación, así que cuando ocurre algo, como que los Clark vendieran su hacienda a unos ciudadanos del Norte, la noticia se difunde rápidamente. – Entiendo. En San Luis ocurre lo mismo, sólo que las noticias que pasan de boca en boca suelen ser de índole más frívola. Catherine miró a Sara, que se mecía en la butaca, con la mirada perdida en el camino. A pesar de que la mujer no daba muestras de seguirle la conversación, continuó hablando, ya que así se sentía menos incómoda. Oírse hablar a sí misma le daba confianza, como si de esa forma espantara la sombra de la ingenuidad y del miedo. Le explicó a la otra mujer aquellos cotilleos frívolos que se solían contar entre las mujeres porque los hombres tenían cosas más importantes de las que hablar, como la economía o la política, conversaciones en las que las ellas tenían vedada la entrada. Empezó a sentir que la garganta se le secaba y bebió un sorbo de té. Miró pensativa a Sara, que parecía no prestarle atención a su discurso y que sólo había mostrado parte de interés en la conversación con alguna inclinación de cabeza en señal afirmativa o un simple "ajá" al compás del movimiento de la butaca. Catherine volvió a refrescarse el gaznate dispuesta a empezar a hablar otra vez, aunque no sabía muy bien qué era lo que podía interesarle a aquella mujer de tan pocas palabras. – ¿Siempre hace tanto calor aquí? –Catherine esperaba que esta vez contestara con algo más que un monosílabo. – Las tierras del Sur son secas, necesitan el calor del sol para dar sus frutos. –Sara se volvió entonces hacia Catherine.– Los inviernos no son muy fríos y los veranos son muy calurosos, pero acabará acostumbrándose. Catherine, en respuesta a su explicación, le mostró una pequeña sonrisa. – Supongo que sí.
  • 13. El ruido de unos cascos de caballos llamaron la atención de Sara, que giró la cabeza en dirección al camino. Cuando el carro se paró frente a la casa Sara se puso en pie y dejó huir lejos de ella la preocupación que tenía al ver bajar a Sammy con una sonrisa enorme. La pequeña, en cuanto sus pies tocaron el suelo, corrió hacia su hermana y se enganchó a su cuello. En ese momento, Catherine se dio cuenta de que aquella mujer sabía sonreír y que no siempre mantenía aquel rictus tan serio. Sin embargo, el que una niña negra le causara esa reacción era algo que no entendía, conociendo el clasicismo que existían en aquellas tierras y el trato que se le daban a los esclavos. Empezaba a preguntarse si todas esas habladurías serían ciertas o sólo habían sido una invención para dar una excusa a la guerra. Sara desenganchó a la niña de su cuello y miró a Aminata. – ¿Se puede saber porque habéis tardado tanto? Me teníais preocupada. – Lo siento, Sara. –Se disculpó la mujer de color.– Pero es que hacía mucho tiempo que no veía a mi prima y teníamos muchas cosas que contarnos. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E fa S IN nf sa PA A ic te Ñ L .h c O , ol a. L .e co s m Catherine seguía sin salir de su asombro. Ningún "señorita Sara" o "señorita Johnson"... La actitud de aquella mujer realmente era inusual. Esa manera de tratar a los esclavos no era la que había oído, no era lo que en aquellas reuniones de sociedad de San Luis se comentaba. Y aquel brillo en los ojos cuando miraba a la pequeña... Entonces se acordó de la escena que había visto en el río, de las risas de la niña jugando con la mujer. Y se acordó también de la preocupación de Sara. ¿Qué tenía aquella niña que era capaz de causarle esas emociones? – Vamos hermanita, no te enfades que tampoco hemos tardado tanto. "¿Hermanita? ¿Sara y aquella niña eran hermanas?" Aún si eso era cierto, eso seguía sin explicar el comportamiento de Sara hacía las otras mujeres negras. Era como si entre ellas hubiera una especie de familiaridad; igual que había pasado con la mujer que le había ofrecido un vaso de té, cuando le había puesto la mano sobre el hombro y la dueña de la casa había aceptado el contacto sin protestar. Sara se sentó en la butaca y acomodó a Sammy en su regazo, mientras que Aminata entraba en la casa. – No estoy enfadada, sino preocupada. Entonces Sara se dio cuenta de que Catherine las estaba observando en atónito silencio, aquel silencio que no había hecho acto de presencia durante los minutos anteriores pero que, en cierta medida agradecía porque la había hecho olvidarse un poco de su preocupación y la había obligado a hacer el esfuerzo de centrarse en lo que la otra mujer le decía para poder hacerle una señal de vez en cuando dándole a entender que la escuchaba. – Sammy, ésta es Catherine Murdock. Es una de nuestros nuevos vecinos. La pequeña bajó del regazo de su hermana y se plantó delante de Catherine. La observó durante escasos instantes y le tendió una de sus manitas. Catherine sonrió ante el gesto de la niña a la vez que cogía la mano ofrecida. – Es un placer conocerla, señorita Murdock. –La pequeña hizo gala de su buena educación. – Lo mismo digo. Y puedes llamarme Catherine. La pequeña retiró su mano y sonrió. Volvió al lado de su hermana, le plantó un beso en la mejilla y salió corriendo perdiéndose tras la puerta de la casa. Seguramente se acordó de algún juego que había dejado sin acabar antes de irse de casa esa mañana. Siempre era así de escurridiza, sobre todo cuando había hecho alguna trastada. Tras la marcha de la niña, el porche nuevamente quedó en silencio, aunque Catherine rápidamente lo rompió. – Se está haciendo tarde y todos deben de preguntarse dónde estoy, así que será mejor que me vaya. – Uno de mis hombres la llevará hasta su casa. – No hace falta, de veras, puedo deshacer el camino que hice para llegar hasta aquí. – La noche está a punto de caer. Además, ¿no querrá correr el riesgo de volver a perderse y aparecer en otra casa que no sea la suya, verdad? –Sara esbozó una pequeña sonrisa, al recordar cómo había llegado hasta allí la joven. – Está bien, pero sólo porque pronto se hará de noche, si no, hubiera aceptado el reto. Sara se alejó del porche y se encaminó hacia los establos. Al poco rato apareció seguida de un hombre de color. – Éste es Jeremías, él la llevará hasta su casa. – Gracias. Jeremías ayudó a Catherine a subir al carromato y luego él se acomodó en el asiento delantero con la fusta en la mano. Azuzó a los caballos con ella y el carro emprendió la marcha. Cuando ya estuvo fuera de sus dominios, Sara entró en la casa, no sin antes mirar al cielo y dar un resoplido, sabedora de todo lo que Sammy iba a contarle. Recompuso su gesto dispuesta a enfrentarse a la extensa verborrea de la pequeña.   11. Catherine, montada en aquel carro y notando los ya tan familiares saltitos del camino, hizo un repaso mental de la tarde que había pasado. Si bien la mañana había sido bastante aburrida, la tarde no parecía tener un cariz más animado. Sin embargo,
  • 14. su pérdida de rumbo y su aparición inesperada en la casa de uno de sus nuevos vecinos, hizo que el día no fuera tan monótono. Mientras miraba el paisaje que atravesaban, Catherine intentó buscar una explicación a la actitud de Sara. De por sí, ya era raro que ella se comportara como dueña total de la casa, aunque ¿por qué no podría serlo? La verdad es que no había visto ningún hombre por los alrededores de la casa, al menos no ninguno que fuera blanco... Y eso también era extraño ya que Sara era una mujer muy atractiva, a pesar de mascar tabaco... Fuera como fuese, seguro que tenía más de un pretendiente deseando apoderarse de su belleza y de sus posesiones. Ella debía tener una fuerte personalidad, además de un gran aplomo, resistencia y una voluntad de hierro para hacerse cargo de una casa tan grande y de las duras obligaciones que la plantación exigía... V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E fa S IN nf sa PA A ic te Ñ L .h c O , ol a. L .e co s m Un atisbo de envidia se apoderó de Catherine: ¿cuántas veces no había soñado ella misma con poder disfrutar de una independencia total? Pero no podía. Sabía que su padre le cortaría el camino ante el primer paso que diese, y no sería la primera vez que lo hiciera. Se dejó caer hacia atrás en el asiento y soltó un resoplido de resignación. Por ahora eso era lo único que su coraje le permitía hacer. Cerró los ojos y se imaginó corriendo libremente como Sammy lo hizo el día que la vio a orillas del río, corriendo sin una dirección determinada, riendo sin preocupación... Ante la visión de esa escena, sonrió. Seguía corriendo, dejando que el aire le diera de lleno en la cara y le echara el pelo hacia atrás, sintiendo aquella sensación de libertad. De repente, una figura apareció a su lado corriendo y riendo también. Era Sara, con una inusual sonrisa que ella aún no había visto pero que era capaz de imaginar. Ante esa mala jugada de su subconsciente, Catherine abrió los ojos rápidamente y la escena campestre desapareció. Su casa ya se veía como un adorno más del paisaje.   12. Los días siguientes pasaron despacio. El trabajo en las plantaciones se convirtió en un cruel castigo bajo el sol. Horas interminables cosechando hectárea a hectárea, las manos que se empezaban a agrietar del duro trabajo y de la sequedad del aire, el dolor de espalda que se revelaba por las noches impidiendo conciliar el sueño... Los días pasaban y el algodón no se acababa. Se notaba la escasez de mano de trabajo, si bien "Serenity" era una de las haciendas con más trabajadores que habían acudido a ayudar. A cambio, las raciones de la deliciosa comida que preparaba Clarisa eran un precio justo que hombres y mujeres agradecían ante la escasez de alimentos que padecían. Todo se desarrollaba lenta y laboriosamente pero acompañado de mucha tranquilidad. Tal vez una tranquilidad inusual... – ¡¡FUEGO, FUEGO!! Unos gritos desgarrados despertaron a Sara de su pesado y merecido sueño. Se levantó dando un bote de la cama. En cuestión de segundos había cambiado su camisón por la ropa que horas antes dejó sobre la silla. Cogió su rifle y bajó los escalones corriendo, como si la vida le fuera en ello. Abrió la puerta casi con furia, dejando que el aire le pegara en la cara. – ¿Qué pasa, Abraham? Abraham se hallaba tirado en las escaleras, intentando coger aire para respirar ya que la carrera que había realizado lo había dejado sin resuello. Levantó su angustiada mirada hacia Sara y ésta pudo ver la agonía reflejada en su cara. El blanco de sus ojos, en contraste con su piel tostada, era casi lo único que le indicaba a Sara que él estaba allí, aunque ese blanquecino color se estaba transformando en el rojo que el dolor de aguantarse las lágrimas le provocaba. No era momento para lágrimas, sino para actuar, pensaba con un nudo en la garganta. – ¡Abraham, por Dios, dime qué pasa! –Sara empezaba a impacientarse sospechando lo peor. – El campamento... del río... está ardiendo. –dijo entrecortadamente, intentando llevar aire a sus pulmones.– Hombres... con antorchas... y rifles... Sara no esperó para ver si Abraham tenía algo más que decir. Se dirigió corriendo al establo y montó sobre una yegua. En ese mismo momento, Clarisa salió al porche y al ver a Abraham tirado en las escaleras, se acercó a él. La preguntó qué pasaba pero el hombre sólo tenía ganas de llorar. Algo malo había pasado, algo demasiado malo. Clarisa lo acunó en su pecho justo cuando vio salir al galope a Sara como alma que lleva al diablo. Sara, montada sobre Venus, parecía que iba flotando a través de los árboles. La yegua era tan negra como la noche que cubría el cielo, y seguía el frenético ritmo que Sara le marcaba con la fusta. Venus fue un regalo de su padre cuando ella cumplió veintidós años. Su nombre fue fruto de las largas noches que ella y su padre pasaban contemplando las estrellas. Realmente, Venus era el nombre de un planeta, pero era tan brillante que en una noche despejada se podía ver en lo alto de la bóveda celeste, como moviéndose a través de las nubes, desapareciendo y volviendo a aparecer tras una de ellas. Por esta razón, este planeta también era conocido como Estrella de Venus, y Sara bautizó a la yegua con ese nombre casi de inmediato, en reconocimiento a los agradables momentos que había pasado junto a su padre estudiando el cielo. Pero ahora Sara no se acordaba de ese día, sólo pensaba en llegar. En su mente se mezclaban los amargos recuerdos, aquellos que muchas noches regresaban en forma de pesadillas y le robaban el descanso. La alarma de que se había originado un incendio también llegó hasta la casa de los Murdock. Los gritos de un hombre despertaron a todos, como lo habían hecho con Sara. – Pete, prepara mi caballo y que los demás hombres se preparen para ir a ayudar. –Ordenó Keneth Murdock. Pete desapareció rápidamente para cumplir las órdenes que le habían encomendado. Catherine, que se encontraba en lo alto de las escaleras y escuchó todo, se metió en su habitación en cuanto oyó lo que su padre decía de ponerse en marcha. Empezó a vestirse y nada más comenzar, maldijo no disponer de ropa más adecuada para la ocasión, pero "una señorita siempre tiene que ir bien arreglada", imitó a su madre en la voz y en los gestos. Ese era el lema de su madre. Escogió uno de los vestidos más sencillos que tenía y se vistió más rápido de lo que nunca lo había hecho. Alcanzó a su
  • 15. padre cuando éste salía por la puerta. – ¿Dónde crees que vas? – Yo también quiero ayudar. –Contestó Catherine con decisión. – Tú te quedas aquí, allí habrá gente suficiente para echar una mano. Tu sitio es permanecer en la casa, no entrometerte en trabajos de hombres. –Su padre le recordó nuevamente la poca importancia que tenía ser mujer en una sociedad como aquella. – Pero padre, toda ayuda es poca y si... – ¡He dicho que te quedes aquí! –La cortó tajante su padre.– Sube y haz compañía a tu madre. Tras decir esto, Keneth Murdock salió y cerró con un sonoro portazo dejando a Catherine parada ante la puerta con un rabioso gesto de impotencia. No conforme con la decisión de su padre, se dirigió hacia la parte de atrás de la casa, donde estaba la cocina, y abrió la puerta que daba a un pequeño jardín. Delante del establo un carromato se estaba llenando de hombres y Catherine se dirigió a él. Sin pensárselo dos veces subió al carro. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E fa S IN nf sa PA A ic te Ñ L .h c O , ol a. L .e co s m – Señorita Catherine, no puede venir con nosotros. –Intentó explicarle Pete.– Su padre se enfadará. – No pienses ahora en lo que hará mi padre y vámonos. Esas personas necesitan ayuda y no tenemos que perder el tiempo discutiendo. Además, ya me conoces y sabes que no me bajaré del carro por mucho que insistas. Pete sabía que más tarde recibiría una sonada bronca por llevar a Catherine con ellos, pero la joven tenía razón. Se necesitaba ayuda y el tiempo corría en su contra, sin olvidar el carácter empecinado que tenía la jovencita. Así que prestó atención a los caballos y los atizó para que comenzaran a cabalgar a toda velocidad.   13. Sara desmontó con un hábil salto cuando llegó al campamento. Frente a ella se extendía una cortina de fuego y humo espesa y rugiente que estaba devorándolo todo. Los gritos sonaban desgarrados, como si fueran almas condenadas al infierno sufriendo todo tipo de torturas durante una cruel eternidad. Los ojos de Sara miraron con dolor el panorama, buscando por dónde empezar. Las llamas se reflejaron en sus pupilas como si quisieran arder también dentro de ellas. El humo era intenso, apenas permitía ver nada. Sólo sabía que allí había gente por aquellos desgarrados alaridos de agonía. Guiándose por las voces, llegó hasta la orilla del río, donde varios hombres negros habían formado una cadena e iban pasándose cubos de agua que arrojaban sobre las llamas en un pobre y tardío intento de sofocarlas. Sara sabía que aquella tarea resultaría infructuosa aunque eso no le impidió echar una mano a falta de algo mejor que hacer. Al parecer, el fuego se había formado en varios focos del campamento y se propagó rápidamente debido a lo seco que estaba todo por la escasez de lluvia. Quienes lo provocaron sabían perfectamente lo que hacían, todo fue calculado para hacer el mayor daño posible, para formar un cerco de fuego imposible de superar sin riesgo de perder la vida. Una voz que provenía del otro lado del río daba órdenes a unos cuantos hombres. Sara no reconoció la voz aunque su acento lo delataba. – ¡Pete, formad una segunda cadena en ese lado! ¡Thomas, coge esos cubos y llénalos de agua! ¡Vamos, rápido, el fuego se sigue extendiendo! Reconoció a aquel hombre como Murdok, su nuevo vecino, el que ocupaba la hacienda de los Clark aunque con el humo de por medio su identificación se volvía difícil. Si no hubiera sido por su acento del Norte, podía haber pasado perfectamente por un terrateniente sureño ya que gritaba órdenes a unos y otros desde lo alto de su caballo, sin ensuciarse las manos. Viendo aquella imagen, no se distinguían mucho los sudistas de los nordistas. La única diferencia que Sara percibía era que los sudistas tenían esclavos negros y los nordistas esclavos blancos. "Al menos ha venido a ayudar, no seas desagradecida" pensó tirando un cubo lleno de agua sobre un brote de fuego. No muy lejos de allí, en la parte del río donde el fuego ya había sido sofocado, Catherine se afanaba en tranquilizar a las mujeres de color que lloraban y miraban angustiadas la catástrofe. Lo que hasta ahora fueron sus hogares, desaparecían engullidas por las dañinas llamas y el humo. El espectáculo era aterrador: los árboles ardían como antorchas gigantes, el fuego se extendía por sus ramas y formaban una columna que llegaba hasta el cielo, enrojecido por el reflejo del fuego o quizás por la vergüenza que sentía de la raza humana y de su rencor sin límites. Si aquello no hubiera significado muerte y destrucción, podría haber sido incluso un espectáculo hermoso... Cuando Catherine llegó al campamento, no había organización alguna. Tanto los hombres como las mujeres, con los niños entre sus brazos protegiéndolos del peligro, corrían de un lado a otro intentando escapar del ese infierno. El terror era tan espeso como el humo y el llanto tan desesperado que encogía el corazón. Los mismos ojos de Catherine luchaban contra ese llanto que no era de ella sino el de un pueblo unido por la desgracia. Nunca olvidaría a aquel hombre que salió de entre lenguas de llamas, como si fuera una de ellas. Su cuerpo ardía como si se tratase de uno de aquellos árboles, y el dolor que le causaban las quemaduras le hacían chillar tan fuertes que podía romper los tímpanos y el alma de cualquiera. Catherine se había precipitado sobre él con una manta echándosela por encima al hombre que se retorcía en el suelo convulsionado por el dolor. Como la manta no parecía ser suficiente, le echó tierra por encima intentando apagar el fuego que lo consumía. La parte baja de su vestido empezó a arder también y si no hubiera sido por otro hombre que se abalanzó sobre ella, hubiera ardido como un papel. Sin preocuparse de su estado, volvió su atención al que estaba tumbado en el suelo. Ya no se movía. Catherine retiró la manta y observó horrorizada lo que quedaba de él... Una ascua recién sacada de una hoguera, eso parecía. Quizás, pensó, mejor que hubiera muerto. Catherine se arrodilló a los pies del hombre, sin aliento, y agachó la cabeza pensando en lo poco que era la raza humana. Se preguntaba qué pensaría el pobre desgraciado poco antes de morir, quizás ya no sentía el dolor, quizás perdió el sentido antes... El llanto incunable de las mujeres la sacó de su estado de shock. Volvió a la realidad y supo que aquella gente la necesitaba y que tenía que ser fuerte. Entonces se unió a un grupo de
  • 16. personas heridas a las que atendió y consoló como mejor sabía. El fuego parecía que estaba menguando, el arduo trabajo de los hombres dio resultado. Murdok seguía dirigiendo la situación, haciéndose el amo de ella. Ese hombre parecía haber nacido para mandar. Sara se apartó de la cadena humana, se adentró en el campamento en busca de heridos y supervivientes de la tragedia. Levantó cada madera que encontró a su paso, entró en las pocas casas que habían aguantado en pie, aunque ahora realmente no sabía cómo llamarlas. Agudizó el oído, desconectando de las voces de los demás, por si alguien había quedado atrapado entre los escombros y su voz, ahogada por el humo, no era lo suficientemente audible, aunque dudaba de que alguien quedara vivo allí, quien no hubiera muerto quemado, lo habría hecho asfixiado. De pronto, detrás de un roble humeante y negruzco, le pareció ver una figura apoyada en él. Se acercó hasta allí y vio a una mujer sentada en el suelo con la mirada perdida. Un niño pequeño, de apenas dos años, descansaba en sus brazos protectores. Dormía ajeno a toda aquella tristeza que inundaba el lugar. Sara siguió la mirada de la mujer. A varios metros de donde estaban, un hombre se encontraba tendido boca arriba. Sara comprobó que estaba muerto. En su expresión se había congelado la sorpresa y en su pecho un ramo de rosas rojas y secas desbordaban su camisa, encharcándola. Era sangre, derramada por un único y certero disparo que había roto el corazón del hombre muerto y se había llevado de la mujer. Posó su mano sobre los ojos del hombre y se los cerró. Sara volvió a acercarse a la mujer, que seguía con aquella mirada fantasmal. Se acuclilló. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E fa S IN nf sa PA A ic te Ñ L .h c O , ol a. L .e co s m – Vamos, tenemos que salir de aquí. Aún corremos peligro. –Las palabras de Sara eran suaves, lentas, casi susurradas. La mujer parecía no prestarle atención. Sara sabía que tenían que salir de ese lugar, no era seguro permanecer bajo aquel árbol que tenía las ramas chamuscadas y que podían caer de un momento a otro. Como la mujer no ponía de su parte, Sara la sacudió por los hombros intentando que reaccionase. Ante el repentino movimiento, el niño despertó y comenzó a llorar. A Catherine le pareció oír el llanto de un bebé entre todos aquellos gritos, y buscó el lugar de donde procedía. Una mujer intentaba coger en brazos a otra que llevaba un niño, pero la que sostenía al crío parecía oponer resistencia. Un intenso crujido sonó sobre sus cabezas, la mujer morena miró hacia arriba, Catherine también. Una inmensa rama hecha brasa se desprendió de lo que antes había sido un hermoso árbol. Catherine gritó alertando a la mujer pero ésta, con un raudo y potente impulso, estiró de los brazos de la otra obligándola a levantarse y la protegió con su cuerpo, a ella y al niño, mientras trataban de alejarse de allí. Pero, a pesar de la rapidez, la rama era demasiado larga y en el último momento alcanzó la espalda a la mujer más alta que ahogó un quejido a la vez que, sintiendo el golpe, empujaba a la otra lejos del peligro. Catherine corrió hacia ellas. La mujer que tenía el niño se sentó y abrazaba a la criatura que seguía llorando. La otra, tendida en el suelo, empezó a dar señales de vida. Cuando llegó a su lado ya se estaba incorporando aunque Catherine tuvo que sujetarla porque las piernas parecieron fallarle. La mujer la miró enfocando la vista para darle las gracias. Fue entonces cuando la joven rubia la reconoció... Sin poder evitarlo, sonrió: no sabía explicar porqué pero aquello pero no se le hizo extraño verla allí, era como si lo hubiera esperado. Sin embargo, cuando Sara la reconoció la sorpresa brilló en su cansada mirada. Por un momento se quedaron una atrapada en la mirada sorprendida de la otra, sujetando sus brazos por si volvía a flaquear. La mujer negra, que hasta ese momento no había dado señales de saber lo que pasaba, comenzó a sollozar. Era un llanto amargo, desesperado, impotente... Empezaba a ser consciente de lo que acababa de perder: toda una vida. Catherine abandonó los brazos de Sara y arropó a la joven madre mientras la conducía hasta el resto de mujeres. Volvió su cabeza hacia atrás en busca de Sara, mirando al lugar de donde se había llevado a la mujer, pero Sara ya no estaba allí. La buscó con la mirada y la vio. Estaba sentada sobre la parte trasera de un carro, observando el suelo, el pelo cubriéndole la cara. La vio levantar sus manos y frotarse los ojos. "Esa es la lágrima que se resiste a quedarse encerrada en el interior. Siempre hay una que se rebela" pensó Catherine, que pudo sentir la misma agonía que ella. Entonces hizo un movimiento y su gesto se resintió dolorosamente, se llevó la mano al hombro. Tenía una herida. Catherine se acercó a ella. – Déjeme que le eche un vistazo a eso. –Se ofreció Catherine. – Sólo es un rasguño. Apenas me ha rozado. – Me gustaría cerciorarme por mí misma de que es así. Sara estaba demasiado agotada y aturdida como para discutir con la joven, así que, con gesto sumiso, se dio media vuelta para mostrarle la espalda. Catherine pudo apreciar la herida, sucia por la rama carbonizada, debajo de la rasgadura de la camisa. Le pidió que se la desabrochase para poder bajársela, ya que la herida parecía ir desde el hombro hasta la mitad de la espalda. Sara obedeció con un gesto de desgana. La joven se la bajó suavemente, con cuidado, aquello tenía pinta de escocer mucho. Sara sintió sus manos cuidadosas estudiando su piel, el simple roce de sus dedos por la zona donde tenía la herida le hizo componer una mueca de dolor en su rostro tiznado. La muchacha, ajena a esto, siguió palpando con sumo cuidado, recorriendo toda la zona afectada. – No parece que sea una herida grave. –Le informó Catherine. – Ya le dije que era sólo un rasguño. –Le recriminó Sara, dándole a entender que ella tenía razón y que rara vez se equivocaba. – Sí, pero más vale que se lo cure o este simple rasguño acabará convirtiéndose en una fea infección. Las quemaduras son peligrosas, señorita Jonhson. Catherine se alejó del lugar sin previo aviso cosa que extrañó a la mujer morena. Parecía una joven muy educada como para que se fuera sin ni siquiera haberse despedido, no era esa la impresión que le había causado días antes cuando se había dejado caer por la hacienda. A pesar de la primera impresión, parecía ser una chica sencilla, sin prejuicios ni clasismos, no como el padre que, a pesar de tener la muerte delante de las narices, no había sido capaz de ensuciarse las manos... Sin duda Catherine no había permanecido quieta, se había mezclado con los negros, los había consolado y ayudado, había permanecido a su lado en un intento de tranquilizarlos, aún a sabiendas de que tal intento era un imposible. Las ropas de la muchacha, al igual que las suyas propias, estaban negras a causa del hollín y la ceniza, incluso parecía que el fuego la había alcanzado pues una parte de su vestido estaba chamuscado.
  • 17. ... Chamuscado, quemado, negro, todo negro... Ése era el color, esa era la huella que dejaba tras de sí el fuego a su paso infernal, el negro recordando todo el mal del que era capaz, una simple llama destruyendo miles de sueños... Negro para los negros... Sus ojos recorrieron el lugar, deteniéndose en los cuerpos que yacían en el suelo y que los compañeros, amigos y familiares cubrían en un acto de dignidad a los muertos. Con una extraña sensación de vacío se levantó lentamente del carro dispuesta a alejarse del lugar, pensando que tal vez así se alejara también de los recuerdos, de los malos recuerdos. Recuerdos de una guerra entre estados que ya había terminado para provocar una guerra entre razas, entre colores: el blanco y el negro. Negro... Negro para los negros... Un escalofrío le recorrió la espalda al pensar en eso de nuevo, la herida le escocía y le sobrevino una arcada, se apoyó en el carro, mareada. Una idea rondaba por su cabeza, golpeándole la sien, insistiendo en repetir esa frase, "negro para los negros"... Abrió mucho los ojos, sin acabar de creérselo, sin querer creérselo: de alguna forma sabía quién era el causante de aquel desastre, estaba segura de ello. El fuego se metió dentro de ella y ardía con renovada furia en su corazón y en sus cansados ojos. Tenía que salir de allí, ir a ver al culpable, plantarle cara al asesino, hacerle pagar su descaro. Se giró buscando a su yegua y en el momento que su mirada la encontró una voz la interrumpió con severidad. – ¿Dónde cree que va, señorita Johnson? –Sara se volvió hacia la voz.– Me despisto sólo un momento en busca de agua y usted aprovecha para marcharse. Venga, siéntese otra vez. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E fa S IN nf sa PA A ic te Ñ L .h c O , ol a. L .e co s m – No puedo entretenerme ahora. Catherine vio su mirada decidida y oscura destacando en la extrema palidez que se traslucía a través de los tiznajos de su cara. – ¿Se encuentra bien? Esto... no le va a doler pero necesita limpiárselo... Su dulce y confusa expresión le devolvió un poco de calma y, por qué no, cierta ternura. Aquella chica, a pesar de haber vivido el azote de una guerra, no parecía darse cuenta de la maldad que la rodeaba en aquel lugar invadido por el fuego del odio. Sin querer esbozó una tenue sonrisa. – No crea que me estaba escabullendo por una simple herida. Además, lo más efectivo para este tipo de quemadura es limpiarla con alcohol, no con agua. Y eso es lo que voy a hacer en cuanto llegue a casa. – Me parece bien, pero déjeme que, por lo menos, se la limpie un poco antes... Sara, muy a su pesar, volvió a sentarse en el carro pensando que tal vez era mejor así. Relajarse un poco, enfriar sus pensamientos, tranquilizar su latido. En un estado de furia no sabía lo que podía hacer y, además, tampoco tenía pruebas, sólo una corazonada. Así que se rindió a la dulzura de aquella ingenua mujercita y se sentó, se desabrochó de nuevo los tres primeros botones de su maltrecha camisa y le ofreció la espalda. La herida tenía forma de lengua, un arañazo largo que le cubría parte del hombro y se extendía hacia el omóplato. Catherine rasgó un trozo de su VISO y lo humedeció con el agua que había traído en un pequeño cuenco. La otra mujer se giró al oír el ruido de la rasgadura y la rubia le sonrió. – Bueno, no he visto por aquí ningún botiquín con gasas limpias, creo que esto servirá... La morena volvió su atónita aunque complacida mirada al frente mientras la muchacha empezaba a limpiarle la herida con cuidado, frotando con el reconvertido paño despacio y sin apretar mucho por los bordes de la quemadura. Sara no podía contener el impulso de mirarla de soslayo mientras la joven la curaba y maldijo tenerla detrás pero, a través de su delicado tacto podía imaginársela con sus preciosos ojos verdes atentos a lo que sus manos hacían y el gesto de su cara mostrando concentración. Una extraña sensación de bienestar empezó a embriagarla: Hacía mucho tiempo que nadie ajeno a su familia, porque Aminata y Clarisa formaban parte de su reducida familia, se había preocupado de lo que le pudiera pasar o del daño que algo pudiera causarle. Y era muy agradable. Sintiendo la caricia de aquel paño sobre su piel, tuvo la necesidad de eternidad: no quería que aquel momento terminara, hubiera deseado que aquella herida fuera algo más grande, a pesar de lo absurdo del pensamiento, para que el tacto de Catherine se alargara en el tiempo, sin importarle cuánto dolor pudiera causarle la quemadura. – Bueno, esto ya está. Le interrumpió su voz. Sara se giró enmudecida por cuanto había pensado. Siguió todos sus movimientos con atención, como si quisiera descubrir algo. La muchacha estrujaba el paño en el cuenco y se lavaba las manos secándoselas luego en alguna parte de su vestido. Los ojos verdes de Catherine la miraron de repente, al sentirse observada. Durante unos segundos sus miradas quedaron detenidas en el tiempo, en esa eternidad que antes había esperado Sara, ajenas a la destrucción que las rodeaba, ajenas a los llantos de los que habían sufrido pérdidas, ajenas a todo... El azul pálido y cristalino de los ojos de Sara perdiéndose en las profundidades de los ojos verdes de Catherine. El silencio que las cubría se convirtió en un aliado de la situación, diciendo sin palabras algo que aún no llegaban a comprender ninguna de las dos, algo que aún no eran capaces de oír... – Como siempre te has salido con la tuya, ¿verdad, Catherine? La voz de su padre rompió el momento. Parecía que siempre hacía acto de presencia en el instante en que más a gusto se sentía, cuando más feliz se encontraba, cuando disfrutaba de la vida... Pero sabía que ése no era buen momento para discutir con él. El enfado que mostraba su rostro era la señal que le indicaba que debía permanecer callada. – Sube al carro ahora mismo. Ya hablaremos en casa. Catherine le dio el cuenco de agua a Sara, cuando ésta lo cogió sus manos se rozaron y sintió una pequeña descarga eléctrica que la hizo sobresaltarse. La reacción fue mutua ya que la rubia se la quedó mirando con sorpresa apenas tres segundos y le dijo un simple y titubeante adiós. Sin decir nada más, empezó a alejarse en dirección al carro en el que unas horas antes había llegado al lugar.
  • 18. – Señorita Murdock... Catherine se volvió ante la llamada. – La próxima vez llámeme Sara. Una sincera sonrisa fue la corta respuesta que la joven le concedió antes de volver a darle la espalda. Sara también sonrió, aunque más para sí misma que para nadie más. Se sentía extraña, no entendía cómo, a pesar de estar rodeada de tanta destrucción, era capaz de sonreír y de lo bien que se sentía haciéndolo. Con la tenue sonrisa aún dibujada en sus labios, se dirigió hacia donde había dejado a Venus, ansiosa de llegar a casa y descansar un poco antes de que el sol apareciera nuevamente. Sin duda, el sol ofrecería un espectáculo del lugar aún más dantesco de lo que ahora la mortecina luz de la luna sólo insinuaba.   14. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E fa S IN nf sa PA A ic te Ñ L .h c O , ol a. L .e co s m En un claro del bosque, alejado del infierno que se había desatado, el ruido de cascos de caballo al galope sonaban en la oscuridad haciendo temblar el suelo como el miedo hizo temblar a las gentes del campamento ante ese galope terrorífico. Los caballos pararon en seco y los jinetes se apearon de sus monturas. Cada persona parecía la repetición de la que se encontraba a su lado o en frente suyo, como figuras esculpidas por la misma mano artesanal. Aquella escena parecía un tétrico cuadro: toda esa gente vestida con túnicas blancas y capuchas del mismo color y portando antorchas encendidas –las que no habían tirado entre la maleza del bosque para poder iluminarse en la noche– y riendo... Una risa cruel que rasgó el aire y que provocó que los animales del bosque se escondieran en lo más profundo de sus madrigueras. Aquellas diabólicas risotadas eran el preludio de una victoria aún mayor. Una figura se alejó del corro fantasmal sin llamar la atención, y se ocultó tras un árbol de inmenso tronco. Apoyado sobre él, dejó que su espalda resbalara hasta que su cuerpo llegó al suelo. Se quitó la capucha lentamente, con pesadumbre y la dejó sobre su regazo. Su rostro aparecía angustiado y el sudor perlaba su frente. Asomó la cabeza por un lado del árbol y lo que vio le produjo un escalofrío que le recorrió el cuerpo entero: parecía una reunión de brujería, un aquelarre. Volvió a su posición original. Laurence Perkins, oculto tras la oscuridad, lloró como un niño dejando que las lágrimas bañaran su pálido rostro. siguerá... -->