1. DETECTIVES EN LA
INGLATERRA PREVICTORIANA
Y VICTORIANA.
Gabriel Pombo
Aun cuando parezca extraño, a diferencia de
otros países del continente europeo que disponían de
policía en exceso, Inglaterra no contó con una fuerza
policial estatal hasta entrado el siglo XVIII, pese a
ser la nación más poderosa del orbe en esa época.
La custodia de los bienes y las vidas de los
ciudadanos de Londres, por ejemplo, se
encomendaba a agentes o detectives privados que
ejercían su oficio en condiciones harto precarias.
Eran conocidos como los “Carlitos”, porque su
existencia databa del antiguo tiempo de los reyes
Carlos. Su cargo no era muy codiciado por el inglés
medio, y únicamente aceptaban ejercer tal función
de vigilancia ancianos cuya jubilación no les
alcanzaba para sobrevivir o desocupados carentes de
cualquier preparación.
No era de sorprender que frente a los embates de
una delincuencia irrefrenable la ciudadanía clamara
por verdadera protección. No obstante, se siguió
2. insistiendo con detectives o agentes particulares, tras
leyes promulgadas durante los reinados de Jorge II
(1737) y de su sucesor Jorge III (1777), monarcas
que ordenaron la creación de una guardia nocturna
destinada a patrullar la City de Londres y otras
ciudades prominentes de Gran Bretaña con el objeto
de evitar incendios, hurtos, homicidios, violaciones
y desórdenes en general.
El rey inglés Jorge II
3. Pero esta legislación fracasó, pues los detectives
que sustituyeron a los “Carlitos”, aunque eran
hombres más jóvenes, duchos y mejor equipados, en
muchos casos también eran corruptos y congeniaban
con los bribones. Se generalizó y se tornó habitual
por aquél entonces la práctica de la felonía y de los
sobornos.
De hecho, los habitantes se veían forzados a
acordar con los malhechores, entregándoles dinero
para que aquellos accediesen a devolver los bienes y
valores que previamente habían hurtado.
A veces, estos detectives impuestos por las leyes
de los reyes Jorge intercedían entre el agresor y la
víctima logrando un trato medianamente justo,
actuando con probidad y eficacia, pero tal conducta
no constituía la regla sino la rara excepción.
La función de la salvaguarda pública quedaba en
manos de tales detectives, o bien (en casos de
extremo peligro social) de la milicia. Los más
eficaces de estos detectives custodios pertenecían a
las patrullas o grupos de agentes de Bow Street, y
recibían órdenes impartidas por los jueces de dicha
jurisdicción.
En 1748 fue nombrado por el Tribunal de
Justicia como magistrado a cargo de estas patrullas
Sir Henry Fielding.
Una de sus más acertadas medidas consistió en
subir la paga de los agentes, estímulo que dotó a sus
subordinados de renovados bríos, y al poco tiempo
4. ese grupo de vigilancia comenzó a ser designado
popularmente bajo el mote de “Corredores de Bow
Street”.
Sobre Sir Henry Fielding y el antiguo cuerpo de
detectives que presidió se ha enfatizado:
“…estos agentes fueron la semilla de la que salió la fuerza
policíaca de Bow Street y los antecesores de la policía
profesional en Inglaterra. Al final de 1750 Fielding tenía 80
agentes a sus órdenes y promulgó una reglamentación para su
gobierno. Pero Fielding no tenía ni el dinero necesario ni los
sitios donde mantener su cuerpo de agentes indefinidamente, y al
cabo de un año tuvo que disolverlo…” (1)
Cuando en el año 1754 Henry Fielding se retiró,
aquejado por problemas de salud, lo suplantó en el
puesto su hermano John Fielding, cuya característica
más notoria residía en que era ciego, y se cubría los
ojos con una venda cuando se careaba con los
detenidos, siendo capaz de reconocer a los
criminales por el timbre de la voz. Este menoscabo
físico en nada redujo su valía, y John condujo a estas
escuadras de detectives cuasi-oficiales con
extremada pericia y dignidad hasta su fallecimiento
en 1780.
5. El rey inglés Jorge III
Aunque las patrullas de Bow Street mejoraron un
tanto la defensa de la ciudadanía contra los
malvivientes, no existió en Inglaterra un cuerpo
policial propiamente dicho hasta la fundación en
1829 de la Policía Metropolitana, que fue conocida
con el nombre de Scotland Yard por el lugar donde
emplazó su sede central el primer edificio de
oficinas de dicha policía.
Conforme se apuntó:
“…Al principio, en la policía metropolitana no había detectives.
Bastantes problemas tenían ya con los agentes uniformados de
azul, y la idea de que unos hombres vestidos de paisano vigilasen
de manera solapada a la gente para pillarla en falta suscitó la
violenta oposición de los ciudadanos, e incluso de los policías
uniformados a quienes nos les gustaba que los detectives ganasen
más que ellos…” (2)
6. A partir de 1842 la policía metropolitana recurrió
nuevamente al empleo de detectives, y se
introdujeron en su seno agentes particulares,
contratándose incluso a caballeros cultos pero
carentes de adiestramiento policial, experiencia que,
como resulta fácil de asumir, devino desastrosa a la
hora de repeler los delitos.
En 1878 se organizó el llamado Departamento
de Investigación Criminal (CID en inglés) que
contaba dentro de sus filas con agentes de carrera.
Se mantuvo formalmente el rango de Detective
Inspector, pero ahora sólo destinado a profesionales
formados en la policía.
Había llegado a su final la era del detective
privado.
Inglaterra ya cursaba pleno reinado de la reina
Victoria, y gozaba de un momento de apogeo
económico, social y político, por lo que su acción
represiva frente a la delincuencia no podía ser tosca
ni improvisada.
Scotland Yard iría rápidamente ganando
prestigio, no sólo local sino internacional, y hasta
pudo forjarse un aura de infalibilidad. Sin embargo,
a los diez años de la creación del tan bien
organizado CID, la policía británica con su
distinguido cuerpo de detectives profesionales sufrió
una inesperada y amarga derrota.
En el otoño de 1888 un asesino serial irrumpió
en las neblinosas callejuelas del East End londinense
7. haciendo de los distritos de Whitechapel y
Spitafields su sangriento coto de caza.
Sus víctimas eran prostitutas pobres con las
cuales se encarnizó atrozmente hasta llegar a sumar
cinco homicidios considerados “canónicos”. Los
nombres de aquellas desventuradas mujeres: Mary
Ann Nichols, Annie Chapman, Elizabeth Stride,
Catherine Eddowes y Mary Jane Kelly.
El alias que la prensa otorgó al misterioso
criminal: “Jack el Destripador”.
Aunque Scotland Yard, bajo el mando de su
supremo jefe el General Sir Charles Warren, asignó
la cacería del bribón a uno de sus más connotados
detectives: el Inspector Frederick George Abberline,
el Destripador logró burlar todos los esfuerzos por
capturarlo y permaneció anónimo e impune por
siempre.
Detective Inspector
Frederick Abberline
8. Esta mácula precipitó la renuncia del jerarca
máximo y supuso para el Detective Abberline uno
de sus raros fracasos.
Según se comentó al respecto:
“…Paradójicamente, más renombrado que Sir Charles
Warren en la historia de Jack el Destripador resultó ser uno de
sus subordinados, el Inspector de Scotland Yard. Mr. Frederick
George Abberline. Este detective contaba con fuerte experiencia
por haber actuado en años anteriores específicamente en el
distrito de Whitechapel. Dicha cualidad determinó que fuera
reasignado allí para comandar las operaciones en pos de dar
caza al matador de prostitutas. La posteridad lo elevó al sitial de
figura romántica. Algo así como el idealista que enfrenta al mal
encarnado en la postura del malévolo asesino que persiguió y a
las poderosas fuerzas ocultas que lo protegían…” (3)
No obstante aquel histórico tropiezo, Scotland
Yard y su selecto cuerpo de detectives profesionales
concluyó el siglo XIX con formidables triunfos, y su
prestigio se fue consolidando y creciendo
inexorablemente en el correr del siglo XX
constituyéndose en el germen del igualmente famoso
y respetado Nuevo Scotland Yard.
Citas: (1) Thomson, Basil, La historia de Scotland Yard, traducción de G.
Sans Huélin, editorial Espasa-Calpe SA., Madrid, España, 1937, p. 27.
(2) Cornwell, Patricia, Retrato de un asesino. Jack el Destripador. Caso
Cerrado, traducción de María Eugenia Ciocchini, Ediciones B, S.A,
Barcelona, España, 2006, p. 128.
(3) Pombo, Gabriel, El monstruo de Londres. La leyenda de Jack el
Destripador, Editorial Artemisa, Montevideo, Uruguay, 2008, p. 28.