2. 16
La Semana Santa
Sostiene el hispanista Leo Spitzer que para conocer el es-píritu
del Barroco hay que ver la Semana Santa de Sevilla.
Aquella época dejó huellas en el arte y en las costumbres,
en la forma de exprimir el idioma hasta sacarle los
recursos más ocultos a la sintaxis, hasta agotar los
paralelismos y las combinaciones, hasta dejar la len-gua
tan brillante, que ciega los ojos del lector que
se atreve con los grandes poetas del XVII. Pero esa
huella es una sucesión de fragmentos, a menudo in-conexos:
un autorretrato de Rembrandt o un poe-ma
de Lope, un lienzo de Velázquez o una tragedia
de Shakespeare, una sonata de Bach, una iglesia de
Vignola o una estatua de Bernini.
El Barroco renace de sus cenizas como el Ave Fénix, y so-brevuela
el cielo de marzo con el piar de los vencejos
que regresan cada primavera a la ciudad que con-vierte
la Pasión y la Muerte en una obra de Arte. La
Semana Santa es una ópera colectiva que se celebra
de forma continua y simultánea en el teatro abier-to
de la calle. Es una representación vivida donde
el dramaturgo es el mismo Jesús que muere en el
madero, pero no del todo. Porque en esta vieja y sa-bia
ciudad no se le escapa a nadie el final feliz de
la historia. Por eso el Domingo de Ramos se cele-bra
la Resurrección con una semana de adelanto, y
los niños nazarenos derraman su blancura desde el
templo del Salvador para anunciarle a la ciudad que
el Galileo ha regresado, y que va a entrar en ella.
A partir de ese momento, la ciudad se convier-te
en un templo al aire libre, incluidas lasa tabernas
donde se oficia el rito profano del convivir y del
‘combeber’. Es imposible distinguir lo sagrado de lo
profano, lo religioso de la costumbre. La razón, si es
que la hay en estos días donde se pierde el sentido
del tiempo, es muy sencilla: Dios se confunde con
la ciudad. Todo es el Uno, y el Uno está en todo. Si
el visitante se empeña en desgajar lo espiritual de lo
carnal, lo litúrgico de lo sensorial, está perdido. Lo
único que debe hacer es dejarse llevar por lo que pasa
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25 razones para conocer Sevilla La Semana Santa LAS FIESTAS
3. Manolo Sanlúcar
Fue don Manuel Machado quien acuñando el pi-ropo
más hermoso a esta divina ciudad, la definió
como a ninguna otra cuando, después de describir
con hermosura a cada una de las siete capitales
restantes de Andalucía junto con sus caracteres
principales, concluyó su poema refiriéndose a esta
de la manera más elocuente y precisa, al decir es-cuetamente:
…y Sevilla.
Más tarde, Pascual González, de Los Cantores de
Híspalis, en una sevillana certificaría la expresión
inmensa con que don Manuel visualizó ésta, su
tierra, al explicar la razón de ser presentada tan
sucintamente: es que, diciendo Sevilla, ya se está
diciendo to.
¡¿Qué añadir ahora a lo dicho, hermano?!
Porque tú, Sevilla mía, eres como este dolor que
me crece dentro. Esta mirada que oculto tras los
visillos. Esta espera que me llena de tu ausencia.
Porque tú, Sevilla mía, me hiciste ser antes de yo
saberlo. Por eso, si algo bueno hay en mí, será por
cuanto eres. Por ser tu aliento el calor que me pro-tegía,
la que siempre estaba. La que me esperaba
en mis noches frías y en el soñar temprano de mis
ilusiones. Quien ponía en mis angustias un ramito
de esperanza; la que me sonríe mientras crezco.
¡Ay!, Sevilla mía, ¡cuánto duele el amor que por ti
siento!»
a su alrededor, que ya es bastante. Abandonarse,
como hacían los místicos cuando buscaban la vía
unitiva que les permitiera contemplar la Luz. Esa
luz es una de las protagonistas de esta fiesta solar y
luminosa, primaveral y sanguínea, emotiva y desga-rradora
en el mejor sentido de la palabra.
Durante la Semana Santa, el sevillano se en-cuentra
consigo mismo. Con el niño que fue. Con
aquéllos que faltan, y que siguen ahí, en esa esqui-na
concreta, en esa calle por la que vuelve a pasar el
Crucificado del Amor que abraza a la ciudad ente-ra,
o la Estrella que todo lo enciende cuando cruza
el puente de Triana y deja su resplandor sobre las
aguas quietas del Guadalquivir. La Semana Santa es
la Amargura que vuelve su cara a San Juan para que-darse
a solas con su dolor sin límites, y es el Dulce
Nombre que deja un rastro de color rosa a su paso.
La Semana Santa es el barrio extramuros que se sale
literalmente de sus fronteras urbanas para conquis-tar
el corazón de la ciudad: Porvenir, Tiro de Línea,
San Gonzalo, Polígono de San Pablo, Cerro del
Águila, San Bernardo... La Semana Santa no es un
fósil que pervive, como una crisálida permanente,
en las calles típicas que reinventó la estética del se-villanismo,
sino la gran fiesta que incluye en su seno
a todos los sevillanos: creyentes e indecisos, niños y
mayores, jóvenes y maduros, ricos y pobres, de iz-quierdas
y de derechas, nativos y forasteros... Todos
tienen cabida en este tiempo que definió el poeta
Caro Romero con un verso tan certero: “La vida es
una Semana”.
De los cuatro puntos cardinales de la ciudad lle-gan
las cofradías hasta su Catedral. Algunas se fun-daron
antes del Descubrimiento de América. Las
que le dan solera y fundamento son del siglo XVI,
La Semana Santa no es un museo en la calle, porque las
imágenes son, para el sevillano, mucho más que una
obra de arte. La imagen es la devoción y es la vida
reflejada en los ojos verdes de la Virgen del Valle, o
en ese paso de la misma cofradía donde Jesús es co-ronado
de espinas mientras nuestro rostro se refleja
en los espejitos de la rocalla del paso. Las imágenes
están vivas. Se besan cuando bajan de los altares
para ofrecernos sus manos. Se habla con ellas en
la penumbra de sus capillas o a la luz del día cuan-do
salen de sus templos a nuestro encuentro. Se las
acompaña vestidos de nazarenos o de penitentes. Se
las lleva con el esfuerzo del costalero que no con-siente
ningún medio mecánico que las transporte,
de la centuria dorada que enriqueció a la ciudad con
la plata de las Indias. Hermandades gremiales que
aglutinaban en su seno a plateros y panaderos, a los
medidores de la alhóndiga, a los cocheros de las ca-sas
nobles, a los aristócratas y a los gitanos, a los me-nestrales
y a los mulatos, a los nobles y a los negros
que llegaban a venderse como esclavos para mante-ner
a la cofradía que sigue llevando ese nombre: Los
Negritos. Así pues, que nadie piense que esto es una
novelería, un invento de ayer por la mañana. Todo
lo contrario. Esto es la historia viva de la ciudad, la
fiesta que va ligada a la cadena del tiempo que la ha
atravesado siglo a siglo, desde las postrimerías del
Medievo hasta nuestro siglo XXI.
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25 razones para conocer Sevilla La Semana Santa LAS FIESTAS
4. porque no son objetos, porque están vivas. Sólo
hay que mirar alrededor del paso del Cachorro para
comprobar cómo la mirada ascendente del Cristo
expirante tiene su correlato en los ojos que se alzan
para buscarlo en la bóveda infinita del cielo que cu-bre
del barrio de Triana.
La Semana Santa tampoco es un rito postizo
y premeditado. En cualquier momento puede saltar
esa chispa que enciende el corazón y que convierte
la mirada en ese mar que resume el oleaje de nuestra
vida entera. Por eso el visitante debe mirar a los que
miran, y dejarse llevar por esa emoción contenida
que se contagia gracias a esta cadena de afectos com-partidos
en la calle. Si alguien que no ha visto nunca
la Semana Santa siente esa emoción, ese no sé qué
que queda balbuciendo en los labios de San Juan de
la Cruz, que no se preocupe de nada. Que sólo se
preocupe de vivir el instante, de soñar el presente. El
retorcimiento manierista del Cristo del Museo hará
lo demás. O el pausado caminar del Señor Cautivo
que viene acompañado por su gente desde un barrio
humilde donde no hay patios ni cancelas, sino blo-ques
de pisos donde se encierra la verdadera esencia
de esta ciudad.
Que el visitante abra las compuertas de los ojos,
que no se deje llevar por los juicios ni por los prejui-cios,
por las aparentes contradicciones que forman
la masa de la sangre que palpita en el corazón de esta
generosa ciudad. Porque en estos días, Sevilla se en-trega
en carne y alma, en historia y presente, en espí-ritu
y en arte. Saca lo mejor de sí misma a las calles y
a las plazas, a las avenidas y a los rincones más ínti-mos.
No se guarda nada. Absolutamente nada. Ahí
está la Esperanza de Triana para demostrarlo: no
cabe mayor derroche de flores ni de amor, de llanto
ni de alegría. Y en el ángulo opuesto, el Silencio que
pasa como si fuera un sueño, una sombra de sí mis-mo,
un cortejo tan perfecto que parece planificado
desde la misma inteligencia del Creador.
La Semana Santa es un misterio. Nadie la ha descifrado.
Nadie lo hará. Tal vez por eso se llamen así, miste-rios,
los pasos donde se representan los pasajes de
la Pasión. Misterios que van desde la alegría que
despierta la Sagrada Entrada en Jerusalén hasta el
cortejo fúnebre del Traslado al Sepulcro. Misterios
que contienen todo el poderío de Roma en los que
representan a Pilato presentando a Jesús al Pueblo,
o condenándolo bajo el Arco de la Macarena.
Pilato es un romano muy querido en esta ciudad
que por aquella época se llamaba Híspalis. ¿Por
qué? Otra vez la contradicción. Esos misterios con-tienen
toda la tensión que buscaban los imagine-ros
del Barroco, como es el caso de la Exaltación,
donde la cruz está en diagonal, levantándose lite-ralmente
del suelo. Y levantándose de la Cruz en
un esfuerzo postrero y extenuante, el Cristo de la
Conversión le dice al Buen Ladrón lo mismo que
Dios le susurra a la ciudad con la brisa envuelta
en el azahar de la noche: “Hoy estarás conmigo en
el Paraíso”. Misterios que van cayendo a plomo,
como el tiempo que se llevó por unos días la vida
terrenal del Cristo. En La Carretería, el momento
anterior al Descendimiento, como si el paso lo hu-biera
diseñado el mismo Rembrandt que pintó el
momento previo a la acción en su Ronda nocturna.
Ese misterio llega hasta el punto exacto del instan-
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25 razones para conocer Sevilla La Semana Santa LAS FIESTAS
5. te en el Descendimiento de la Quinta Angustia, la
apoteosis temporal del Barroco. El cuerpo exangüe
del Cristo pende de la cruz. Ni arriba, ni abajo. En
ese tránsito que tanto se parece a la Expiración
del Cachorro. Luego, la Piedad de la Mortaja: es-tatismo
de la Virgen con el cuerpo en sus brazos,
juntando los pañales de Belén con la mortaja de
Jerusalén.
Pero donde habita el misterio de verdad es en
las imágenes que no se pueden explicar por mu-cho
que el poeta se apriete el cerebro o se ensañe
con el corazón. Ese caminar suave de Jesús de la
Pasión, esa dulzura del martirio, ese dolor metafí-sico
que va más allá de lo intelectual pero que no
consigue doblegar la voluntad... Esa bondad en la
muerte del Cristo de la Buena Muerte, ese cuerpo
crucificado que es un sueño tronchado de lirios en
su cintura caída. Ese crujido de la caoba que sostie-ne
al Calvario, y esa gracia gitana que lleva a com-pás,
siempre muy despacio, al Señor de la Salud. Y
en el centro del todo, como el fuego sagrado de una
madera que se ha ennegrecido para convertirse en el
carbón que nos calienta el alma, la efigie sin fisuras
del Gran Poder. El Dios de la ciudad. El que escucha
las debilidades de los que se acercan hasta la ternura
de su cuerpo derrotado y alzado a un tiempo. Parece
que no puede con la cruz, mas avanza con zancada
abierta y paso firme. El pueblo lo llamó el Cisquero
por eso. Porque estaba renegrido y porque servía y
sigue sirviendo de rescoldo y de bálsamo para el frío
de la muerte. Esto no es una representación, ni un
carnaval. Esto es algo perfectamente serio.
Y por si esto no fuera bastante, el sevillano de
adopción -ya no es visitante quien se enfrente con
su mirada- sentirá cómo el cuerpo se queda en el
Si el sevillano de adopción ha conseguido sobrevivir a tan-tas
emociones, ya puede sentirse uno más entre no-sotros.
Y puede afirmar, como hiciera el escritor se-villano
Joseph Peyré que nació en Francia, que toda
la tristeza que embarga a la ciudad el Sábado Santo,
cuando la Soledad va de regreso a San Lorenzo, es
el preámbulo de la alegría que volveremos a sentir el
próximo Domingo de Ramos. Nadie se lo explicó a
Peyré. Él lo dejó escrito. De forma clara y tajante. De
la misma manera que el visitante, bautizado como
sevillano por el aire de marzo o abril, por las lágri-mas
de la emoción y la sonrisa del gozo, dirá cuando
llegue a su lugar de origen con la dulce espina de la
nostalgia clavada en su corazón: “Lo sé por haberlo
vivido yo mismo”.
olvido cuando llega la Esperanza. Todo es alma
cuando todo es la Macarena. La imagen misma de
la belleza que vence al dolor y que se enfrenta con
la muerte para vencerla cada mañana de Viernes
Santo, cuando regresa hasta su templo después de
haber conquistado todas las Madrugadas de la ciu-dad.
La asimetría de su rostro es la vida misma que
corre por nuestras entrañas. La sonrisa adolescente
de la Muchacha que espera el Fruto de su vientre, y
las lágrimas que se anticipan a la Resurección que
Ella va anunciando desde ese paso donde nadie se
fija en la riqueza del manto, ni en la orfebrería de los
varales, ni en la lenta cera ardida, porque su rostro es
el Todo, y porque el Todo cabe en esa carita que es la
ciudad sobre todas las cosas.
Carlos Herrera
¡Hace ya tantos años que decidí que Sevilla era la ciu-dad
donde quería vivir! Su luz, sus decires, su paisaje
y sus costumbres, me resultan difíciles de permutar
por otras. Hace ya algún tiempo que le declaré mi
amor públicamente en los versos de mi Pregón de
Semana Santa:
Soy, mi amor, lo que queda de un abrazo
El vaivén de tibias manos en la cuna
Ese gozo que cabe en tu regazo
Cuando un niño esta rezándole a la luna.
Soy un hombre feliz porque te amo
Porque espero que tu entraña se entreabra
E ir sembrando, quedamente, tramo a tramo
Tanto amor recriado en tu palabra.
No me mueve más la risa que el lamento
Ni a ti la multitud. Una cuadrilla
Te basta, te sobra, te da aliento
Soy la sombra, tú la luz, eres Sevilla.»
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25 razones para conocer Sevilla La Semana Santa LAS FIESTAS
6. 152 153
25 razones para conocer Sevilla LAS FIESTAS La Feria de Abril
7. 17
La Feria de Ab ril
Si la Semana Santa hunde sus raíces en el dolor y en la
historia, en lo espiritual y en lo penitencial, la Feria de
Abril le sirve a la ciudad para alegrarse de algo tan evi-dente
que a veces se nos escapa. La Feria de Abril
es la alegría que se experimenta por el hecho de que
estemos vivos. En la Feria todo es vitalismo. Todo
es luz y todo es el color que despliega su abanico
de matices por ese espacio concreto que se conoce
como el Real. Allí se levantan unas casetas de lona
que son tan efímeras como esa vida que se celebra,
pero que no dejan resquicio para la tristeza. Todo
bulle, como si la primavera fuera una diosa pagana
que cubre con el sol de abril el recinto de la gloria
que linda con la calle del Infierno, llamada así por el
ruido que provocan las atracciones propias de estos
festejos.
Si Sevilla es una ciudad con nombre y hechuras de mujer,
en la Feria de Abril alcanza el culmen de ese carác-ter
femenino por obra y gracia de la belleza. Todo
está medido en esta fiesta que es lo contrario de una
bacanal. De momento, emborracharse en la Feria
está mal visto. Como ir mal vestido, como si aque-llo
fuera un campamento o un descampado. A la
Feria se va con las mejores galas, y en la Feria hay
que comportarse como si aquello fuera un elegante
salón más aristocrático que popular. Nada de bo-rracheras
que hacen perder el sentido de la vertica-lidad.
Se bebe lo justo para mantenerse animado, y
se come poco a poco, sin llegar nunca al hartazgo
que provoca el sueño.
Para entrar en la Feria no sólo hay que pasar
bajo la portada que se renueva cada año, como si
el mito de Perséfone o Proserpina se plasmara en
esa estructura de paneles y bombillas que refleja la
novelería del sevillano. En la Feria se entra a través
de la amistad. La mayoría de las casetas son más o
menos particulares: asociaciones, centros cultura-
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25 razones para conocer Sevilla La Feria de Abril LAS FIESTAS
8. José Javier Brey
Desde hace mucho tiempo tengo la suerte de vivir
en Sevilla. Ella me da generosamente muchas de
esas cosas pequeñas, que a menudo pasan inad-vertidas
pero que son esenciales para la felicidad.
Mis sensaciones acerca de Sevilla están más liga-das
a vivencias rutinarias que a las grandes cele-braciones
que ocurren en la ciudad cada año. Para
mí, Sevilla es cruzar el parque de María Luisa o el
Guadalquivir por cualquier razón, deambular por el
barrio de Santa Cruz camino del centro, ir a misa a
la Catedral, pasar por el Postigo de noche a la vuel-
ta de la ópera, o ir a comprar al Mercado de la Car-ne.
En todo ello, es esencial su gente, los sevillanos.
Esta es una ciudad que te habla, sin necesidad de
palabras, a través de sus habitantes. Se comunica
conmigo cuando tengo la suerte de ver a un gru-po
de jóvenes bailando sevillanas en los Jardines de
Murillo, y también lo hace, en este caso casi a gri-tos,
cuando de forma espontánea todo el mundo
participa en las grandes fiestas de la ciudad. Pero
no es necesario que se trate de situaciones espe-ciales.
Mi entorno cotidiano, es decir, mi frutero, mi
panadero, mi vendedor de periódicos, el taxista y
otros muchos, me hablan cada día en nombre de
Sevilla, como lo hacen también los niños que juegan
en los parques y los ancianos sentados en un ban-co.
Lo que todos ellos me trasmiten es algo muy
íntimo y personal que sólo siento en esta ciudad.
Mi relación con Sevilla ha sido y es determinante
en el devenir de mi vida. Aquí encuentro la tranqui-lidad
de espíritu y el entorno acogedor adecuados.
Considero a Sevilla mi amiga, y por ello no le doy las
gracias a pesar de lo mucho que le debo.»
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25 razones para conocer Sevilla LAS FIESTAS La Feria de Abril
9. les, peñas del Sevilla FC o del Real Betis Balompié,
círculos y casinos, hermandades y cofradías, o sim-plemente
grupos de amigos que se organizan para
montar una caseta. En este punto y hora hay que
decir la verdad para no engañar al visitante. En la
Feria no se entra así como así. Primero hay que bus-carse
un cicerone que nos lleve de una caseta a otra,
que nos vaya explicando los pequeños secretos de
la fiesta, y que nos integre en esta ciudad efímera
que dura siete días. Después vendrá la diversión,
el cante y el baile, el compartir charlas y momentos
que pueden ser inolvidables. Pero antes hay que en-trar
por esa puerta tan discreta y complicada como
la ciudad misma.
Alguien que venga de fuera también puede
entrar en las casetas de entrada libre, o en aqué-llas
que no lo sean siempre que se haga con res-peto
y con educación. Existe para ello un truco
muy sencillo: al sevillano le gusta sentirse halaga-do,
que se le hable bien de sus cosas, de su ciu-dad,
de sus fiestas, de su feria... Quien lo haga,
tiene medio pasaporte sellado para entrar donde
quiera, incluso para ser agasajado por alguien a
quien acaba de conocer. Pero lo mejor es llegar
de la mano de alguien que conozca bien la Feria
y que la domine. Si eso no fuera posible, la Feria
de Abril también ofrece un espectáculo gratui-to
para todos los que se acerquen a su recinto:
el paseo de caballos. Carruajes adornados a la
antigua usanza, tirados por mulas enjaezadas, o
caballos montados por jinetes o amazonas impe-cablemente
vestidos harán las delicias de quien
se detenga a contemplarlos durante las horas de
la tarde. Es un auténtico espectáculo gratuito,
como antes se ha señalado, que la ciudad ofrece a
sus visitantes sin cobrarles absolutamente nada.
Además, la Feria es un derroche de belleza en sí
misma. Sólo hay que dejarse llevar por el color dora-do
del albero, esa arena tan rubia y tan especial que
se obtiene en las canteras de Alcalá de Guadaíra. O
por la hermosura de las mujeres vestidas de flamen-ca.
Trajes regionales que son los únicos que han
evolucionado con el tiempo. Vestidos ceñidos a la
cintura que se curvan en las caderas, que estilizan
el talle y remarcan todos los encantos femeninos
de la mujer. Hay que fijarse detenidamente en una
sevillana vestida de flamenca o de gitana, nunca de
faralaes como se dice fuera de la ciudad que jamás
usa ese término. Entonces se comprenderá de dón-de
nace el embrujo de esta ciudad tan femenina y
tan sensual.
El pelo recogido como un jardín del que nace la
flor que corona su figura. El rostro suavemente ma-quillado,
como si la flamenca fuera a casarse con el
mes de abril. Los ojos insinuantes, pícaros y pro-fundos,
rasgados por esa mirada que es capaz de
descomponer por dentro al hombre que tenga la
osadía de asomarse a ese abismo. Los labios como
espadas que son capaces de clavarse en la otra boca
sin que haya más contacto que el aire tibio que todo
lo reúne en el ámbito apasionado de la caseta. Ese
cuello de cisne que se eleva sobre la desnudez ar-quitectónica
de los hombros como una fuente de
José Mercé
Sevilla por su gente, por su generosidad, por
su forma de ser y de vivir la ciudad. Vivir en
Sevilla ya es un premio porque Sevilla te
invita a vivir. Sol, alegría, salir a tapear, sus grandes
restaurantes. Sevilla lo tiene todo.
Cualquier rincón es maravilloso, aunque el embrujo
del barrio de Santa Cruz con poco se puede com-parar.
Pasear por ella es estar en otro planeta; no
parece realidad, sino un sueño.
Su olor a azahar, la Semana Santa… su maravillosa
primavera es la estación más bonita, cuando empie-zan
los naranjos a florecer. ¡Cuánto la echo de menos!
Y el flamenco, lo máximo junto a Jerez-Caí-Los Puer-tos.
Es la fragua de los pelaos de Triana. Como decía
Antonio Mairena, del cuervo pá bajo, tos embrujaos.
Siempre digo que aunque soy de Jerez, Sevilla es mi
segunda casa, y que me ha recibo con los brazos
abiertos.
Me siento sevillano en cuanto pongo allí un pie por-que
soy uno más. La gente me quiere. Es una gran
ciudad, de mis predilectas.»
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25 razones para conocer Sevilla La Feria de Abril LAS FIESTAS
10. agua clara. Agitado el pecho por el baile, apuntan-do
al cielo cuajado de farolillos venecianos. Un ta-lle
infinito que va zigzagueando con las curvas que
remarca el baile. Y esas manos que rozan el cielo
tachonado de flores de papel, que se enredan en los
compases de las sevillanas, y que vuelan como vo-lutas
barrocas que cambian de un instante a otro.
Quien asista a este prodigio comprobará que la
Feria de Abril es la belleza... o no es nada.
Luego habrá que comer y beber. Siempre a pequeños
sorbos. Manzanilla de Sanlúcar o fino de Jerez. La
comida se reduce al tapeo continuo, a esa manera
de prolongar la fiesta durante todo el día. No exis-ten
horarios en la Feria. Y cada uno la cuenta, o se la
monta, según le va. Los actos fijados de antemano,
más o menos protocolarios, no forman parte de la
esencia de esta fiesta. Lo suyo es pasear y disfrutar
de la luz y el colorido. Entrar en una caseta y charlar
con los amigos mientras se comparte media botella
de manzanilla y un plato de jamón. O una tortilla de
papatas y unos pimientos fritos si la cosa no da para
más. Cantar, tocar las palmas, bailar, participar en el
jolgorio cuando se tercia. Esa expresión es muy sevi-llana,
y al foráneo le cuesta algo de trabajo asumirla:
cuando se tercia, o sea, cuando todo está dispuesto
para la juerga. Porque la alegría no se puede provo-car
así como así. Y si no llega ese momento, pues
a disfrutar del guiso que preparan en la caseta para
asentar el estómago, o del caldo de puchero que ali-gera
los otros caldos, más fríos, que se han tomado.
La Feria es, además, el gran escaparate de la ciu-dad.
El sevillano va a ver, pero sobre todo, a dejarse
ver. A exhibirse en carruajes o montado a caballo. A
invitar a los demás para dejar claro que no le falta de
nada. Esa generosidad corre en paralelo con la va-nidad.
Aspectos complementarios que no chirrían
cuando se hacen de buena fe, como es el caso que
nos ocupa. Así pues, lo mejor es dejar los proble-mas
junto a la portada que se ilumina cada noche
para dejar constancia de que la luz nunca falta en
esta ciudad de la fiesta. Y con el ánimo limpio de
preocupaciones, disfrutar del paseo de caballos y
de carruajes, de la belleza que derrama esa flamen-ca
descalza que ya no puede con su cuerpo, pero
que sigue bailando mientras camina al son de su
hermosura. Y cuando uno ya no pueda más, que se
dé la vuelta en busca del descanso, y que pronuncie
la frase que le da un sentido vivencial a todo esto:
“Que nos quiten lo bailao”. Porque nadie nos podrá
quitar lo vivido.
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25 razones para conocer Sevilla La Feria de Abril LAS FIESTAS
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25 razones para conocer Sevilla La Feria de Abril LAS FIESTAS
12. 18
El Cor pus
Un amanecer radiante de junio. Un sol que se ha que-dado
a vivir en el calendario íntimo de la ciudad, y
que apenas le deja un breve espacio a la sombra tem-plada
de la noche. Una mañana que empieza muy
pronto en el interior de esa Catedral iluminada por
las voces infantiles y por la campana que portan los
niños carráncanos que arrancan la procesión. En la
calle huele a juncia y romero. Una alfombra vegetal
y aromática. Como si el campo se hubiera metido de
lleno en la ciudad que un día, antes de su fundación,
lo fue. Uvas y espigas le añaden un matiz agrario a la
fiesta. Es uno de esos jueves que relucen más que el
sol según el refrán popular. Es Sevilla en el día gran-de
del Corpus Christi.
Toda la plata del Renacimiento y todo el esplendor del
Barroco unidos en una misma procesión. “Señor,
Sevilla pasa”. Y es cierto el adagio. Es la ciudad mis-ma
quien pasa por las calles que forman el nudo
gordiano de su propio laberinto. La Sevilla que pro-cesiona,
y la Sevilla que mira a los que forman parte
del cortejo. Otra vez el juego de los espejos que nun-ca
dejan de mirarse en esta ciudad de las pompas y
las vanidades, de las celebraciones que se remontan,
río arriba del tiempo, hasta unos siglos que en otros
lugares ya forman parte del polvo olvidado en esos
vetustos manuales que nadie abre. Aquí la Historia
está viva, y por eso discurre por las calles que trazan
los imposibles ejes de simetría que sustentan el ur-banismo
de esta barroca ciudad.
La procesión del Corpus se abre con esos
niños que son toda una metáfora de la existencia.
Como en la Semana Santa, lo importante siempre
empieza con la infancia. Tras ellos, las representa-ciones
de las hermandades y de las cofradías con sus
estandartes. Terciopelo bordado en oro. Atrás que-daron
las tarascas y las zarabandas, el lado profano
de la procesión que se perdió con el tiempo. Ahora
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25 razones para conocer Sevilla El Corpus LAS FIESTAS
13. todo es solemne, pero sin pasarse. Porque el sevilla-no
está tan acostumbrado a estos acontecimientos,
que los vive de una forma doméstica y cotidiana. No
se extrañe el visitante si ve a uno, a dos, a cientos
de participantes en la procesión saludar al público, o
entablar conversación con un amigo o un conocido.
Sevilla es así en sus días grandes.
Los pasitos que conforman el cortejo sirven
para repasar la memoria de la ciudad. Lo abre, desde
hace muy pocos años, la imagen de Santa Ángela de
la Cruz, la monja de los pobres, la mujer que llevó la
Caridad hasta la mayúscula de una vida entregada a
los más débiles. Hasta tal punto concitó la unanimi-dad
en esta ciudad dual, que fue el Ayuntamiento
republicano quien le dedicó la calle que lleva su
nombre. Abren el repaso a la historia de la ciudad las
santas Justa y Rufina, alfareras de la Híspalis romana
que sufrieron pena de muerte por negarse a adorar
a la diosa Salambó cuando su procesión pasó por
su taller, ya que todo aquello les sonaba a idoloatría.
Al cabo de los años, las Santas Justa y Rufina salen
en procesión: ¿cabe mayor paradoja? Sostienen una
deliciosa Giralda, de la cual son protectoras y de-fensoras
ante los terremotos que no pudieron con la
Turris Fortissima.
Tras ellas, los santos medievales el periodo
visigótico. San Leandro y San Isidoro, revestidos
con la plata barroca, pues las imágenes son del siglo
XVII: más de mil años entre el santo y su escultura lo
dicen todo sobre la forma de entender los siglos en
Sara Baras
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25 razones para conocer Sevilla LAS FIESTAS
Jersusalén de Occidente. La Inmaculada lo convier-te
todo en el celeste que ya brilla en la bóveda infinita
del cielo. El Niño Jesús de Martínez Montañés sigue
protegido por ese templete de plata que semeja el
tiempo de la infancia. La Santa Espina nos anuncia
el dolor que siempre está por llegar. Y por último, la
colosal y fastuosa Custodia, verdadera catedral ar-géntea,
obra maestra de Arfe. Orfebrería que ascien-de
hasta el círculo blanco, perfecto, donde habita el
misterio de Dios. Uvas y espigas. Silencio y repicar
de campanas. Música y recogimiento. Sevilla ha pa-sado
para que Sevilla se contemple a sí misma en
esta mañana donde nace la luz cenital y cegadora de
su estación total: el verano.
esta ciudad. Cierra esa parte de la historia cristiana
de la ciudad el Rey Santo. Fernando III conquistó
Sevilla en 1248, pero hasta el siglo XVII no fue cano-nizado.
La imagen que procesiona es del imaginero
barroco Pedro Roldán, de ahí los rasgos más propios
de aquella época que de la Edad Media en que vivió
este rey castellano.
A partir de ahí, los representantes militares y
civiles, diplomáticos y académicos, clérigos y ca-nónigos,
autoridades municipales con el alcalde al
frente, y el arzobispo presidiéndolo todo. De lo his-toricista,
a lo sagrado. Ya no son santos, obispos ni
reyes. Ahora la ciudad se convierte, otra vez, en la
He tenido la suerte, durante toda mi vida, de com-partir
con Sevilla momentos maravillosos que han
marcado mi carrera y mi corazón, por eso siempre
me sobran razones para volver .
La primera vez que bailé allí era una niña y fue en
el Teatro Lope de Vega. Entonces empezó mi ro-mance
con Sevilla. Recuerdo la soleá en Itálica, la
caña en los Reales Alcázares, la farruca en el Par-que
María Luisa, en el Hotel Triana la carcelera, las
alegrías en el Teatro Central, por tangos en Fibes,
por bulerías en Casa Pilatos y por seguirilla en el
Teatro de la Maestranza…
En todos estos fantásticos lugares tengo los re-cuerdos
más bonitos del mundo, no solo por su
belleza sino por la entrega mágica de Sevilla. Des-pués…
cuando me voy, llevo dentro la sensación de
querer volver… Y siempre me sobran razones… ¡Me
encanta Sevilla!»
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25 razones para conocer Sevilla El Corpus LAS FIESTAS
15. 19
Los toros
La fiesta de los toros está íntimamente ligada a la ciudad
de Sevilla, si bien hay muchos sevillanos que no son
aficionados a este mundo. Los toros son algo más que
un vestigio del pasado. Antes que nada hay que se-ñalar
que la plaza donde se celebran las corridas es
un auténtico monumento que destaca por su belle-za
arquitectónica. Enclavada en el Arenal que fue el
lugar por el que transitaban las personas y las mer-cancías
que iban a las Indias o que llegaban desde
América, La Plaza de Toros de la Real Maestranza
de Caballería es un lugar único. Su fachada presenta
esa blancura de lo inmaculado, de lo limpio, de lo
que está bien terminado. Culta y popular a un tiem-po,
como la fiesta que acoge en su seno. Y abierta
al espacio que linda con la lámina del río por una
puerta que sólo se abre para que pase el torero que
ha conseguido vencer a la muerte y al fracaso, y que
se ha erigido en un triunfador, en un héroe: la Puerta
del Príncipe.
La Plaza de Toros no está vacía cuando no hay público en sus
gradas. La plaza se encuentra, entonces, desnuda.
Como una mujer rubia y extendida que ha puesto el
oro de su albero a secar, que se dedica a tomar el sol
que calienta suavemente su piel de ladrillo, o que se
queda dormida bajo la luna que llena de luz blanca
el espacio circular de su alma. Esta plaza no es una
plaza cualquiera. Es la belleza renacentista de esa lo-gia
que le da la vuelta a su vuelo. Es la conjunción
del rojo y el amarillo, almagre y calamocha, sangre y
triunfo. Es un templo profano donde la inteligencia
y el arte son capaces de vencer a la fiera que lleva la
muerte en el filo de sus pitones.
En las tardes de corrida, la luz representa un pa-pel
fundamental. El toro se la bebe cuando su pelo
es capaz de recoger toda la negrura de la tragedia.
O deja que lo acaricie cuando su pelo se vuelve co-lorado
como un atardecer al otro lado del río, en la
Triana donde Belmonte sigue mirando a la plaza de
sus triunfos desde el bronce de su estatua. El toro
sale con esa furia que arrebata y atemoriza, y que
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25 razones para conocer Sevilla Los Toros LAS FIESTAS
16. reo, según la definición atinada e ingeniosa del poeta
José Bergamín. Un silencio que se escucha, que se
palpa, que se corta cuando la embestida del animal
rasga, con su bufido, el aire espectral que se ha que-dado,
como el torero, quieto. Ese silencio es la señal
inequívoca del respeto que el aficionado siente por
el hombre que en ese instante se juega la vida para
crear una belleza efímera que permanecería, intac-ta,
en la mente de los buenos aficionados. Pero el
silencio también puede ser de indiferencia. En lu-gar
de gritar y de sumarse al anonimato de la bronca
colectiva, el sevillano prefiere quedarse callado. Es
la peor de las protestas, porque es el silencio de la
indiferencia. Incluso del desprecio que siente quien
ha ido para ver algo grande, y se ha quedado con la
sensación de que el engañado no era el toro, sino él
mismo.
En la Plaza de Toros, las dualidades sevillanas se
hacen míticas y tangibles a un tiempo. El toro y el
torero. El hombre y la fiera. La inteligencia y la em-bestida.
El arte y el instinto. El diestro y el público
separados por la barrera. El público privilegiado de
la sombra, y el que tiene que soportar los rigores del
sol. El triunfo y el fracaso. La verdad y el engaño. La
muerte y la vida. Todos estos contrarios se dan cita
cada tarde, cuando el reloj marca esa hora que sea
cual sea, siempre nos recuerda a las cinco de la tar-de,
como en la elegía de Lorca. En la Plaza de Toros,
a esa hora esperanzada y fatídica, se representa una
tragedia griega, un ballet de verdad, una ópera del
silencio, una obra de arte que pretende lo imposible:
templar la embestida del toro, crear arte con ella, y
detener el tiempo con las muñecas del artista que
maneja el capote o la muleta. Nada más. Y nada me-nos...
sólo puede dominar el torero con la sabiduría del
engaño, como si fuera a cortejarlo, a enamorarlo con
el rosa y amarillo del capote, con el grana lentísimo
de esa muleta que le permite detener el tiempo gra-cias
al temple. Porque aquí, excepto la salida del
toro, todo se hace despacio. Muy despacio.
Esa luz le saca esquirlas de oro y plata a los vestidos de to-rear,
y nos muestra la paleta de colores que le dan
un tono poético al cromatismo del torero: el rojo es
grana, el celeste es purísima, el amarillo deja la su-perstición
que provoca para convertirse en caña, el
morado es nazareno, el marrón se denomina tabaco,
y el negro se conoce con el nombre de azabache. La
estética triunda sobre el rito. Todo está diseñado con
esa minuciosidad que se reserva a los momentos im-portantes
de la vida y del arte. Es la luz de la ciudad
quien provoca esas estampas que van desde el brillo
más absoluto, a los matices más sutiles. De las luces,
a los contraluces. El toro también puede ser sombra
de sí mismo. Sombra de la sombra sobre el espejo
dorado del albero.
En la Plaza de Toros, el silencio es la música de
la expectación, del respeto y de la indiferencia. En
este templo pagano se puede escuchar el silencio
cuando el torero se enfrenta a solas con el toro. Es
un silencio casi religioso. Es la música callada del to-
Curro Romero
Sevilla es una de las cunas del arte en to-das
las épocas. En esta tierra han nacido
artistas grandiosos, por eso son los sevi-llanos
los que hacen que esta ciudad tenga no sólo
25 motivos para conocerla, sino infinitos. Su his-toria,
sus monumentos, su gracia, su luz especial,
su alegría.
Sólo basta ir un día a una corrida de toros a la Plaza
de La Maestranza. Es una lección de categoría que
tienen los sevillanos. Silencian en el fracaso y se
entusiasman al apreciar el arte en el triunfo. Por
eso vivo y disfruto todos los días de Sevilla, sólo
con pasear por el puente de Triana o por la margen
de este río con sus casitas y el barrio de Triana, con
ese arte. Es algo especial.
Vuelvo a decir que no sólo hay 25 razones, sino
infinitas para sentirla. Y me lleno de orgullo de per-tenecer
a ella.»
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25 razones para conocer Sevilla Los Toros LAS FIESTAS
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25 razones para conocer Sevilla Los Toros LAS FIESTAS
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La Navidad
La Navidad en Sevilla no es la fiesta del trineo ni de la
nieve. La Navidad en Sevilla es la fiesta de la luz. Sólo
hay que pasear por sus calles llenas de gente que dis-fruta
de ese sol de diciembre que es ajeno en otras
latitudes. Un sol amable y templado que le saca a la
ciudad sus mejores colores. Un cielo azul intenso es
el telón de fondo para estos días donde el sol se pone
después de las seis de la tarde, algo que sorprende al
visitante que está acostumbrado a esos anocheceres
tempranos que dejan el día envuelto en una sombra
tan triste como pertinaz.
La Navidad en Sevilla es, además, la fiesta de los Belenes,
que aquí se llaman Nacimientos. Fieles a la tradición
de la imaginería y del teatro que nos legó el Barroco,
los sevillanos montan unos Belenes dignos de ser vi-sitados
y admirados. El misterio del Nacimiento del
Señor se rodea con multitud de escenas costumbris-tas
protagonizadas por los pastores y por los Magos
de Oriente. Así se crea un mundo donde todo es
paz, y donde reina esa alegría que la ciudad contagia
a los que la visitan por esas fechas.
Coros de campanilleros se encargan de animar
las noches de la Navidad. Cada tarde se enciende,
además, un alumbrado diseñado para el entrama-do
urbano de esta urbe fundada por los fenicios y
amurallada por los romanos, para esta Sevilla que
contiene en su casco antiguo las huellas propias del
laberinto medieval. Así, la ciudad luce en estas fe-chas
gracias a la luz solar que acompaña la cálida en-trada
en el invierno sevillano, y gracias también a ese
alumbrado que sirve de reclamo para que nativos y
foráneos pueblen sus calles con el gozoso bullicio
que acompaña a esta celebración.
Un apartado propio merecen los dulces que se
elaboran en los conventos sevillanos. Manos monji-les,
delicadas y expertas, convierten los ingredientes
naturales en verdaderas delicias para el paladar. Con
harina, huevo, leche, almendras, azúcar, chocolate y
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25 razones para conocer Sevilla La Navidad LAS FIESTAS
19. las naranjas amargas de los naranjos sevillanos, es-tas
monjas elevan la repostería a la categoría de obra
de arte. En el silencio claustral de sus cenobios, las
monjas van dándoles forma a los bollitos de Santa
Inés, el convento donde Bécquer sitúa su leyenda
Maese Pérez el Organista, y donde reposan los res-tos
de Doña María Coronel, la dama que prefirió
quemarse la cara antes que sucumbir al adulterio
con el rey Pedro I el Cruel. En Santa Paula, el con-vento
con la portada donde se reúnen la cerámica y
el Ranacimiento, se elabora la mejor mermelada del
mundo. En Madre de Dios consiguen que la naran-ja
y el mazapán se fusionen en un bocado divino,
como se fusionan todos los tiempos de la ciudad en
ese convento construido en el filo de la vieja Judería,
y que escogió la viuda de Hernán Cortés para pasar
los últimos días de su vida terrenal, y para reposar
el resto del tiempo en una sepultura situada en su
templo.
Visitar esos conventos es entrar de lleno en la
ciudad del silencio. En la Sevilla más verdadera y
más oculta. Entre sus muros se guarda un patrimo-nio
artístico de primer nivel. Sólo hay que recordar
que la Sevilla del Siglo de Oro era conocida como
la ciudad convento por el número de clausuras que
se abrían en su interior. El visitante podrá gozar de
patios abiertos a la claridad de un cielo que allí pa-rece
la estampa misma de la eternidad. No hay nada
más hondo que una sala de profundis, el lugar don-de
se vela a la monja que ha entregado su vida al
Altísimo, y que ya no espera lo que esperó durante
su existencia en este mundo. Es una mística vivida
y aceptada que nada tiene que ver con la pérdida de
libertad que para algunos supone la clausura, sino
todo lo contrario.
Y para culminar la Navidad, nada mejor que
asistir a la Cabalgata de Reyes que organiza el
Ateneo cada tarde del 5 de enero. Esa víspera
de la Epifanía sale a las calles de Sevilla el mayor
cortejo de los que desfilan por la ciudad. Niños
y mayores disfrutan de la Cabalgata, fundada en
1918 por José María Izquierdo, el ateneísta que
fundó el sevillanismo literario gracias a su obra
Un sol templado, unas horas de luz que no existen en la in-mensa
mayoría de las ciudades europeas, una suce-sión
de Belenes que se visitan a lo largo de un paseo
tan agradable como la temperatura, la alegría en las
calles y el aroma de los dulces artesanales que elabo-ran
las monjas en sus conventos. Como guinda, la
Cabalgata de Reyes Magos. Sevilla es la ciudad del
sol en Navidad.
maestra: Divagando por la ciudad de la gracia.
Los Reyes Magos, tan esperados durante las fies-tas
de Navidad, arrojan cientos de kilos de cara-melos
que servirán para endulzar la tensa espera.
Porque esa noche acudirán, en secreto, a los ho-gares
donde viven esos niños que les han pedido
sus regalos. Contemplar la Cabalgata rodeado de
niños es una forma de darles la vuelta a los relojes
y recuperar el único territorio perdido que merece
la pena: la infancia.
Teresa Berganza
Ese niño chiquito no tiene cuna...
su padre es carpintero y le hará una.
En Sevilla todo lo ínfimo se convierte en grandeza,
toda la tristeza del mundo parece dormirse bajo los
efectos de una nana de Lorca en un cofrecito repleto
de belleza... llegas a la vera del río y el efecto del olor
de las flores disipan el hastío de la vida y se hace la
magia... de repente y sin venir a cuento eres comple-tamente
feliz.
Ya no se sabe distinguir si son sus delicados balcones
llenos de colores, o los desayunos con pan con aceite,
o su cielo azul, o la sonrisa llena de humanidad de sus
gentes que inmediatamente responde a tu mirada...
La verdad es que como un niño montado en unos ca-ballitos
de feria ya no quieres salir nunca de allí.
Sevilla, además, está unida íntimamente a mi voz. A
Rosina, Cherubino y, sobre todo, a Carmen, aquí me
vine a buscar su corazón para ser capaz de interpre-tarla
con toda la honestidad posible, y aquí la encon-tré
cantando y bailando en cada rincón, pizpireta, so-ñadora
y libre y allí supe que Teresa, como Carmen, ya
no quería ser de otra manera.
Así que confieso que si me ataca la melancolía, si
me duele el alma sin querer, si todo parece imposible-mente
negro, aparece un deseo que me devuelve a la
vida... a Sevilla, vuela sin parar... hasta la ciudad donde
duermen las penas y despiertan las alegrías y donde
todos lo galapaguitos tienen su cuna... allí!»
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25 razones para conocer Sevilla La Navidad LAS FIESTAS
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