1. Los deberes de Europa.
Manfred Nolte
Decididamente España está bajo los focos del gran plató financiero donde se
apostan los inversores globales y donde cruzan apuestas los tahúres de algunos
‘hedge funds’ y otros bribones con licencia, pseudo-gurús especializados en
agitar el árbol más vulnerable para que caigan sus frutos y hacer caja, bajo la
mirada tolerante de los árbitros institucionales y con el murmullo de fondo de
los medios profesionales en infundir miedo al ciudadano de a pie.
No solo se ha reabierto el escrutinio acerca de los kilates de nuestra deuda
pública, que ha visto desplomarse su cotización de forma inesperada, elevando
los tipos hasta los umbrales del 6,10%(10 años), sino que por razones no
siempre concordantes la Bolsa pierde el 20% en lo que va de año y se acerca a niveles de los
mínimos de marzo de 2009, el momento más agudo de la crisis desencadenada con
la quiebra de Lehman Brothers. El paro repunta de forma sórdida e implacable.
La morosidad en la banca rebasa el 8% en febrero y toca máximos desde 1994. El crédito no
reacciona y las dudas sobre el saneamiento de los bancos españoles se han
acrecentado tras conocerse el informe del FMI que estima que las 58 principales
entidades europeas deberían matar dos billones de euros equivalentes al 7% de
sus activos, lo que sugiere la posibilidad de la entrada en escena del Fondo de
rescate europeo.
Nos sitúan en el epicentro de los males mundiales y nosotros mismos
atravesamos serias dudas sobre nuestra viabilidad. Un reciente barómetro
cuatrimestral publicado por el Instituto Elcano revela que el 84,1% de los
españoles cree que la situación económica es muy mala. Solamente un tercio de
los consultados (35,3%) se inclina por pensar que la situación mejorará en el
futuro, porcentaje similar al que responde que seguirá igual y algo superior al de
los que auguran que empeorará (28,4). El 89% atisba la amenaza de una
quiebra del euro, por lo que el Real Instituto Elcano concluye que existe "alarma
social" en torno a este posible escenario. No obstante, más de la mitad de los
españoles (57,3%) está convencida de que España no tendrá que ser rescatada,
frente al 30,8% que sí lo cree. El FMI apuntala y fija en 2017 la recuperación de
los niveles de renta del 2008.
Retrocedamos en el túnel del tiempo 13 años atrás.
El euro se introdujo en los mercados financieros mundiales, como una moneda
de cuenta el 1 de enero de 1999. Los socios promotores de la eurozona se
dividían, como en cualquier club al uso, entre los del primera y segunda
categoría, tratando aquellos de impedir el ingreso de estos. No es que forzaran
nuestra adhesión, sino todo lo contrario. En la memoria de muchos estará la
hostilidad declarada de Alemania y otros triples ‘A’ a que los ‘países
mediterráneos’ fueran aceptados en la exclusiva familia de los detentores del
euro. Pero en el caso de España una certera política de persuasión, el descuento
de una disciplina implacable y unas cifras macro suficientes inclinaron
finalmente el platillo de la Balanza, el platillo del ‘sí’.
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2. ¿Por qué aquel ahínco sin fisuras por someterse a los estatutos de una empresa
incierta y en todo caso manifiestamente desequilibrada en el peso de sus
impulsores?
Por un mero, aunque inexcusable, afán de progreso y modernidad.
Con la nueva adscripción se cerraban de un portazo las devaluaciones
competitivas –un arma que luego se revelaría de doble filo- lo que acarrearía
una reducción de los niveles de precios y un sustancial ahorro en los costes de
financiación. Dinero más sólido y más barato para el sector público y el privado,
con presupuestos más eficientes en un mercado financiero más integrado. Un
mercado interior único sin riesgo de cambio, sin costes transaccionales ni
comisiones, más transparente y unificado debería procurar oportunidades a los
más audaces y eficientes. No se ocultaban detrás de esas ventajas la renuncia a
la autonomía de las políticas monetarias, por lo que la batalla de la
competitividad debería librarse en los costes salariales y en la vigilancia de los
desequilibrios estructurales. Pero quedó en clave de sordina que el euro, por sí
mismo, no proporcionaría estabilidad y crecimiento. Que para ello habría en
todo caso que observar las normas del Tratado y del Pacto de Estabilidad y
Crecimiento, de cuyo cumplimiento los socios relevantes nunca otorgarían
licencia o dispensa.
Hasta la crisis del 2007 la trayectoria de España en el euro ha sido tan ejemplar
como engañosa. Ejemplar porque en dicho año registraba un superávit
presupuestario del 1,9% y el porcentaje de su deuda exterior sobre PIB apenas
rebasaba el 25%, cifras que se comparaban con éxito incluso con las del recién
reunificado gigante alemán. Ilusoria porque detrás de esos guarismos gravitaba
una economía real desproporcionadamente dependientemente de la
construcción, con cuya burbuja y posterior estallido España abre un cráter de
producción que ha debido sustituir con políticas públicas de demanda,
causantes del déficit excesivo que arrastramos.
La acción combinada de la depresión privada y recorte público han desatado las
reacciones internacionales y han conducido al cuadro-diagnóstico que ya se ha
descrito. Coherente con su vocación de permanencia en el Club del Euro,
España carece de alternativas a una política de recomposición fiscal como la
emprendida por el actual gabinete y que todas las instancias oficiales testifican
circular ‘en la dirección adecuada’.
Pero al mismo tiempo, la prociclicidad de las medidas abordadas, que concitan
el disgusto unánime tanto de gobernantes como de administrados, exige que los
socios y las instituciones Comunitarias jueguen el papel que les corresponde en
el seno de los que se entiende una ‘Unión’ y no una jungla monetaria. Las
inasumibles declaraciones del presidente del Bundesbank y miembro del
Consejo del Banco Central Europeo Jens Weidmann, según las cuales ‘España
debería tomarse el incremento de los intereses de su deuda como un acicate en
vez de volverse hacia el Instituto emisor de la eurozona con la esperanza de
que le compre sus bonos’ deben sustituirse por un BCE absolutamente
beligerante y evitar que el coste innecesario de la deuda o la estabilidad del
sistema financiero estrangulen la refundación de una economía como la
española, en todo caso con menor deuda pública que el promedio de las
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3. europeas. El ajuste comienza a lanzar tímidas señales positivas. Una inflación
controlada y la caída de los costes laborales unitarios tienen su reflejo en la
balanza por cuenta corriente, reflejo de los desequilibrios de un país, pasando
de un déficit del 10% a poco más del 3%, con una trayectoria esperanzadora.
El gobierno español está haciendo sus deberes. Europa debe hacer los suyos.
Publicado en ‘El Correo’ el 22 de abril de 2012.
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