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LA CANCIÓN DE MARGOT
Luis Alberto Marín*
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“No hables con mujeres desconocidas que te toquen el
pelo, que te digan qué bonita cara de pingo y luego pa-
labras dichas en voz baja como hablándote en secreto o
que te pregunten qué te gustaría comprarte o cómo te
gustaría divertirte en algún lugar que. ¿Oíste, cora-
zón?”. Manolito asiente siempre en silencio con un
gesto que quiere parecer afirmativo, abrazado a su pe-
lota y algo confundido por aquel raro juego de palabras
que suena igual que cuando hay que hacer la tarea o
los deberes, pero luego entiende que cada vez que ella
habla así se trata de otra cosa, porque en cuanto la ma-
dre se voltea a seguir viendo su programa de las tardes,
no le dice “a ver a qué horas, corazón”, que es como la
señal de que hay que hacer algo en particular, como
sentarse a la mesa a estudiar o recoger los juguetes de
la sala o irse a lavar las manos o apagar la tele y meter-
se a la cama al final del día, aunque nada de eso le gus-
ta pero igual tiene que hacerlo. Sí. Que no hablara con
mujeres solas en la calle o en la iglesia o en donde fue-
ra porque podían hacerme quién sabe qué. La voz afla-
utada, de naufragio, pero acostumbrada a hacerse obe-
decer de cualquier forma, queda dando vueltas en su
cabeza como un rehilete viejo que ronronea descom-
puesto. Su madre siempre con sus cosas. Y sus cuida-
dos excesivos. Y sus ideas fijas que no vienen al caso. Y
su manía ésa de decirme, amenazante y apuntando ha-
cia arriba con el dedo, sobre todo cuando papá no está
en casa, de que no hable con mujeres que no conozco,
etcétera. Fuera de los deberes diarios de la escuela y la
casa, esa amonestación de mamá es una lección que
tengo que aprenderme bien, dice, igual que si fuera la
clase de catecismo que me da todos los sábados por la
tarde la señorita Carmelita en la parroquia de Santo
Domingo de Guzmán, aquí cerquita de la Plaza Figue-
roa. Luego de su telenovela y de las partes en que llora
como si a ella le doliera lo que le hacen a no sé qué hija
nacida fuera de matrimonio, mamá se queda dormida
en la mecedora de madera que le regaló mamá Celi, la
abuela, el mismo día en que estuvieron a punto de ven-
der la casa grande de los abuelos a unos chinos que la
querían para comercio. La mano abierta de mamá de-
tiene su cabeza mientras duerme. Como deja la tele
puesta, pues ella dice que así hace mejor la siesta, la
luz de la pantalla garabatea aletazos de arriba a abajo
en la sala. Si yo la apagara, sería como si mamá estu-
viera muerta con su bolsa de turrones y panecillos co-
letos en las piernas, y no habría reflejos moviéndose en
las paredes, y el silencio se metería como una mariposa
grande y negra y yo me sentiría como si no hubiera na-
die en nuestra casa, esperando sólo a que papá vuelva
del trabajo con su aire cansado y su periodicucho en la
mano para decirle, cuando abra la puerta, “papá, creo
que mamá está muerta”. Pero el ruido chirriante de la
sierra y los martillazos huecos de la carpintería de al
lado y la tele encendida y como hablando sola aquí en
la sala, impiden que la mariposa grande entre y que
mamá se muera y que papá tenga que recibir de mí no-
ticia tan desagradable.
Casi todas las tardes es lo mismo después de que
mamá y yo terminamos de comer y me pide, “a ver a
qué horas, corazón”, que limpie la sobra de los platos y
le tire los huesos, sólo los huesos, porque lo demás es
para el bote del achigual, al Misín, que siempre se la
pasa en el traspatio durmiendo o espantándose las
moscas o correteando a las palomas que bajan de re-
pente a tomar agua al tinaco del zaguán cuando el ca-
lor está que se mete por todas partes y el sol baja, can-
sado y solo, entreverándose en las ramas del cupapé,
las guayas y los naranjos y la ropa ya seca oreándose
en los tendederos. Cuando el Misín me ve mueve ale-
gremente la cola y se me enreda en las piernas cariño-
so y me empuja quedo con su lomo mientras olisquea
su plato y luego, como en el sueño en que lo veo a ve-
ces con su pelambre amarillenta, su hocico viejo y su
cola mocha, se pone a triturar los huesos echado de pa-
tas en su cama de hojas secas. Los perros no hablan,
piensa Manolito, llenando de agua un latón de peltre,
pero no se andan con dos caras a la hora de expresar lo
que sienten. Qué triste sería el mundo sin ellos. O si
mintieran o engañaran como los adultos. El padre Luis
dice que al morir reencarnamos en las cosas buenas.
No entiendo todavía bien cómo ocurre lo de la reencar-
nación. Pero si es verdad eso que dice, deberíamos re-
encarnar en algún perro. No sé si alguien como el se-
ñor cura tenga permiso para pedir algo como eso antes
de morirse, pero con todos los perros mansos que an-
dan rondando en el atrio de la iglesia, él podría reen-
carnar en uno de su medida, como el cárdeno de lo-
mos, que bien parece llevar una sotana oscura encima.
A mí me gustaría hacerlo en el Misín porque al menos
es el perro que conozco. Pero creo que tendría que mo-
rirme yo primero que él sin el consentimiento de mis
padres. Y de Dios, por más que el padre Luis diga que
morirse antes de la hora que tenemos señalada es un
pecado. Porque así como me lo enseñan, parece que
todo en el catecismo es pecado y penitencia. Y no todos
los que se mueren se van al cielo, porque según la se-
ñorita Carmelita algunos no pueden alcanzar la gracia,
por tanta maldad que hicieron, para elevarse como los
ángeles y quedan convertidos en gusanos, alacranes o
víboras que se arrastran entre las piedras y los aguje-
ros de la tierra. Y las almas de los perros, cuando los
perros se mueren ¿a dónde van? Con un varejón de
guanabanita Manolito se pone a hacer, distraído, figu-
ras inciertas sobre la tierra al pie del tinaco viejo, ima-
ginando un montón de almas aladas de perros muertos
tratando de alcanzar las últimas nubes para entrar a
las puertas del cielo, cuando su madre se asoma desde
el corredor que da al patio y le dice con su voz casi de-
safinada, “a ver a qué horas, corazón”, y él ya sabe que
aún le falta llevar las sobras de las comidas del día al
chiquero de la casa de la “niña” Lupita, la vecina solte-
ra y cuarentona que vive enfrente de ellos, y sabe tam-
bién que tiene que preguntarle de paso si va a venir a
platicar con su madre más tarde para que ella no se
duerma y se pongan tal vez a ver la tele juntas –Lupita
siempre trae a su sobrina Margot-, o a tomar café con
galletas Marías mientras se cuentan, como si ellas hu-
bieran estado de testigos, el último episodio de los
amoríos perversos y sucios, según mamá, de Juan Ga-
llo con Aurorita, la sirvienta más bonita de la hacienda,
que en realidad está enamorada del niño Sebastián, el
hijo grande del patrón, pero que parece que son me-
dios hermanos, o algo así, pero no lo saben. Manolito,
de mala gana, mete la vara en una hendidura del za-
guán, se sacude los pantalones cortos y se lava las ma-
nos sucias de polvo, mientras las almas aladas de los
perros que estaban a punto de alcanzar la salvación se
desploman aparatosamente, sin que él lo pueda evitar,
en los tejados grisáceos y cenizos, los patios cercados,
las calles turbias de vagabundos y borrachitos y el atrio
ruinoso y desigual de la iglesia. Incluso una cae justo
en el tinaco con tanta fuerza que casi lo deja medio
vacío, cuando el “a ver a qué horas, corazón”, se oye de
nuevo y más fuerte en el corredor y Manolito, mojado
y desconsolado sabe de cualquier forma que ya no se
puede hacer nada por ellas, porque una vez que tocan
tierra están perdidas, y brincando por encima del Mi-
sín y sin lanzarle siquiera un zape cariñoso se apresura
a tomar el tacho del achigual que está atrás de las ma-
cetas de chulas, bajo la mirada impávida pero indul-
gente de la madre que al parecer, piensa él, ya no se
aguanta las ganas de sentarse con su bolsa de turrones
a ver su telenovela de todas las tardes, mientras tanto
él, cuando regrese de entregar el tacho, tendrá que po-
nerse a memorizar sin margen de desobediencia ‘La
Magnífica’ y el ‘Padre Nuestro’, repasar una y otra vez
las tablas de multiplicar, escribir una plana completa
de El buen ciudadano y enfrentar con todas sus horas
no sólo la larga destrucción de la tarde a veces tan lle-
na de olores rancios, suspiros remotos, ruidos de la ca-
lle, de la carpintería y de cosas inútiles, sino también la
puntual ausencia del padre, que ha aprendido a sopor-
tar, como quiera que sea, minuto a minuto. Como casi
nunca llega a comer por razones de su trabajo, imagina
al padre, esté donde quiera que esté, comiendo sin
ellos o pensando en ellos, o al menos pensando en él
-¿por qué habría de pensar en mamá que casi siempre
lo está riñendo por cualquier cosa?-, en algún comede-
ro barato y desperdigado de la poco animada estación
de autobuses de algún pueblito desconocido, o lim-
piándose la frente bajo el quemante sol de aquellas ca-
llejuelas turbias y vaporosas, entre el saludo extrañado
de algún hombre viejo sentado a la puerta de su casa
viendo pasar el tiempo, o la mirada altiva y sin compa-
sión de algún abarrotero que no se acostumbra a verlo
llegar como inspector y recolector de impuestos. O
descansando bajo la pálida sombra de un añoso árbol
aflojándose la vieja corbata, sacudiéndose el pegajoso
polvo de los zapatos, o mirando la hora y diciéndose
irritado “muy bien, por hoy ya estuvo bueno, por qué
carajos no mejor me voy a casa, me doy un baño de
pies y termino la tarde con una buena siesta o tomán-
dome un café mientras me tiro a leer en la sala lo que
me falta del periódico”. ¿Hará todo lo que él dice que
hace por esos caminos maltrechos y esos caseríos a
medio levantar, andando siempre solo y a la buena de
Dios? ¿O será como dice mamá, que aprovecha sus sa-
lidas a los pueblos para hacerse acompañar de mujeres
solas que recoge, según ella, sólo Dios sabe dónde? “Tu
papá no es de los que saben andar solo ni comer solo
ni dormir solo, si lo sabré yo”, dice, cuando descubre
con verdadera irritación que sus camisas huelen a per-
fume barato o están manchadas con pintura de labios
que ella no usa. “Sí, si lo sabré yo”, se repite a sí misma
una y otra vez pronunciando cada palabra como si tu-
viera la lengua escaldada, aunque yo creo que más bien
es la muina la que la pone así. “Pero yo tengo la culpa
por no haber escuchado en su momento a tu abuela”,
se reprocha en voz alta contra las paredes del cuarto,
aunque parece que me hablara a mí, mientras revuelve
todo el armario buscando quién sabe qué. “Ya bien me
advertía ella que la fama de casanovas de los Saragueti
no era por nada, aunque entonces yo confiaba tanto en
Román que llegué a pensar, ilusa de mí, que con el
tiempo él se reformaría. Pero tal parece que los hom-
bres no pueden cambiar. No saben decir no cuando
ven una falda, y encima se vuelven mentirosos y sin-
vergüenzas. Si lo sabré yo que lo he venido viviendo
por tanto tiempo”. Luego de un largo rato en que se
queda como atontada y vacía, habla y habla despacio
consigo misma, y entre aplazados suspiros y el hilo
delgado del llanto contenido, murmura ayes y susurra
trabalenguas que en esa soledad de su cuarto sólo ella
entiende. Ya para entonces, como por arte de magia,
ha puesto el armario de nuevo con cada cosa en su si-
tio, mirándolo largamente como si faltara algo qué a-
comodar, o recordando algún día especial relacionado
con alguna prenda, y, después, amarrándose una pa-
ñoleta en la frente y como frotándosela involuntaria-
mente con los dedos, me manda a la farmacia de don
Joaquinillo Rosales, que está en la esquina, a comprar-
le algo para los nervios y el dolor de cabeza que luego,
a pesar de las pastillas que se toma, durante noches
enteras se convierte en una pesadilla que a veces no la
deja dormir, pero como ella es de las que odia estar
dando vueltas y vueltas en la cama, prefiere ocupar su
insomnio y se levanta a caminar largo rato en el pasillo
o se dedica a podar sus flores o a poner en orden su co-
cina y su sala o a espulgarle, a montoncillos de frijol
negro, la basurita que tiene y que luego coloca en un
cuenco de barro para cocerlos, todo siempre acompa-
ñándose de una lámpara de petróleo para no distraer
el sueño de papá con la luz eléctrica. Algunas madru-
gadas, cuando el calor ya ha revuelto el sueño de todo
el mundo, él y yo la encontramos hecha una furia sobre
la puerta de alambres del traspatio, gritando y echán-
doles piedras a los perros que no dejan de ladrarle al
Misín desde la calle, hasta que bajo el escrutinio enfer-
mizo de los vecinos azorados se arma un gran escánda-
lo, incluido el lastimoso aullido del Misín que, lleno de
miedo, busca refugio tras un hacinamiento de piedra
caliza, como si no fuera un perro y no atinara a saber lo
que pasa. Papá sólo me dice, como entre dientes, que
no me asuste y me envía de nuevo a la cama tal vez
pensando “ahorita la calmo yo”, pero en vez de hacer lo
que me dice yo me quedo atrás de las macetas de hele-
chos o en la galera de cosas viejas viendo cómo él, to-
davía despeinado, en calzoncillos y descalzo y la cara
atravesada por un gesto de fastidio o cansancio, trata
de apaciguar inútilmente a aquella figura extraña, aris-
ca y escurridiza en que se convierte mi madre de tanto
en tanto, y no valen gritos ni ruegos ni nada, pues a
medida que le habla o trata de levantarla y cargarla,
ella se le escurre violentamente hacia atrás, se enfurece
aún más y se defiende como gato panza arriba y, en su
desvarío, hasta arremete a pedradas contra mi padre
como si se tratara de otro perro más: lo que me hace
sentir entre la espada y la pared al verlos así forcejean-
do y peleando. Ya para entonces él está casi a punto de
perder el control, lo que significa que como no logra
tranquilizarla, en cualquier momento podría empezar
a golpearla, pero antes de que eso suceda, y él bien lo
sabe, a gritos me manda que vaya corriendo a buscar a
mamá Celi a esa hora de la mañana a donde quiera que
esté, que casi siempre es en la iglesia en la misa de seis,
pues es la única que sabe cómo apaciguarla, o tal vez la
única a la que escucha. Así que salgo de casa casi desfi-
gurándome de la prisa, y apenas ella siente que asomo
la cara perpleja lejos del reclinatorio –siempre me ha
parecido la abuela una mujer que está pendiente de to-
do, como si tuviera ojos por todas partes-, deja su ‘Pa-
dre Nuestro’, extiende hacia adelante el ruedo de su
mantilla, toma el rosario y su libro de oraciones y viene
a mi encuentro con ese su semblante siempre dispues-
to y parejo, y antes de que alcance a decirle esta boca
es mía, ya me ha señalado el camino de vuelta con sus
ojos de almíbar por las mismas calles de todos sus
días. Y mientras la abuela –cuando llegamos, el traspa-
tio es todavía un panal de abejas-, sosiega y abraza a
mamá Ángela, la mete a la sala, le da un calmante y le
prepara un té de tila, papá sale a enfrentar a la perrada
como puede con un palo de tepezcohuite, hasta hacer-
los huir cosa de una cuadra de distancia, para entonces
yo ya estoy parado en la puerta de alambres y oigo có-
mo grita expresiones que no entiendo cuando casi des-
panzurra, por empecinado, al cárdeno de lomos que yo
creía tan mansito. En medio de la calle y mesándose
los cabellos, papá vuelve con la cara pálida pero altiva
y sin darle importancia al brazo enrojecido por una ta-
rascada que no alcanzó a esquivar. Y con los ojos cal-
mos y como puestos en ningún lado, ignora las mira-
das largas, el gesto despectivo o ambiguo de algunas
mujeres solas o casadas que lo observan, ausentes, tí-
midas, con aire fingido o abiertamente codicioso; y él
desecha, mientras se mete y se pone a atrancar la puer-
ta diciéndome “ya todo está bien”, cualquier pensa-
miento que tenga que ver con el “qué dirán”, que en
esos momentos no está su ánimo para esas cosas.
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Algunas tardes poco soleadas, cuando Lupita llega a la
casa a compartir el café y las galletas acompañada de
su sobrina Margot, una niña muy obediente y más
grande que yo y que sabe muchas cosas de niñas que
yo no sé, mamá me deja ir a la esquina que topa con la
tienda de dulces de don Esteban, a jugar con Lalo y
Martín, y como está con Lupita me dice antes de irme,
como queriendo poner al tanto a las visitas de su rela-
ción conmigo, “pórtate bien, corazón, no te vayas a es-
capar al río”, pero nada dice de algo que tenga que ver
con ese invento suyo de no hablar con mujeres solas
que me toquen el pelo y no sé cuántas cosas; y aunque
se me queda mirando un instante como queriendo ver
a través de mis ojos lo que pasa por mi cabeza, sé que
no encuentra nada, por más que se empeñe en pensar
o en hacerme creer que tengo las mismas inclinaciones
de papá cuando sale de casa; así que sólo se agacha,
pone la mejilla izquierda –siempre es la misma meji-
lla-, le doy un beso y me voy; y a pesar de sus consejos
y advertencias, ni ella ni yo logramos impedir que Lu-
pita, al cruzar junto a mí, me pase la mano sobre la ca-
beza con insistencia cuando estoy a punto de alcanzar
la puerta, pero como ya no volteo a ver a mamá porque
no quiero y porque para mí es mejor así, no puedo sa-
ber la cara que ha puesto, aunque me la imagino, y en
cambio sí siento encima de mí, como un airecillo ca-
liente, los ojos grandes como hechos de miel de Margot
que me persiguen aún después de salir de casa, será
porque es alta y alcanza a ver bien la calle por la venta-
na; y luego desaparecen, o al menos eso es lo que sien-
to. Seguramente Lupita, pues es lo que hace siempre,
le ha señalado un lugar de la mesa con la mirada mien-
tras le dice que se siente en silencio a tomar su café
con galletas; y el airecillo caliente de sus pupilas curio-
sas –mamá dice que tiene ojos de gata güicha-, se dise-
mina en todas las cosas sin dejar rastro; mientras tan-
to, yo alcanzo la tienda –Lalo y Martín están sacando
canicas de sus botellas de vidrio en la acera de enfren-
te-, y le pido a don Esteban –que se levanta con cierta
dificultad mesándose los cabellos al tiempo que carras-
pea grueso y forzado y lanza un escupitajo en una vasi-
ja de peltre-, un dulce de leche, otro de tamarindo y
tres chicles de bola que envuelve sin ganas en un peda-
zo de papel de estraza –a menos que sea necesario,
nunca hace gestos ni habla mientras despacha don Es-
teban-, y luego que guarda en la hucha el dinero que le
dejo en el mostrador, se acuesta otra vez en su gastada
hamaca de hilos carraspeando más fuerte, pero esta
vez sin lograr escupir, a seguir fumando sus cigarrillos
ovalados “alas azules” con esa indiferencia de estatua
que tiene desde que se quedó viudo y solo, según dice
mamá; y me ha contado también, cuando está de áni-
mos y le da por hablar de la gente de Figueroa con ese
su modo que tiene de ir soltando largas frases a brin-
cos –y para que yo “sepa algo de la vida”, insiste- que
antes, “cuando vivía la finada Crucita, que en paz des-
canse”, musita y se santigua a medias, “que era alma y
vida de don Esteban, porque se veía a leguas que la
adoraba el pobre, él era muy conversador, alegre y di-
charachero, o sea, de esos hombres que siempre andan
con la sonrisa clara en el rostro, de ésos era; y no se le
veía nunca mustio ni se le conocían malas caras ni des-
plantes, y la tienda más bien, pero la tienda de antes,
no ésa que ahora parece un tiradero sin ton ni son, yo
no puedo entender cómo puede vivir así el pobre hom-
bre, se necesita estar muy resmolido del alma, aunque
Dios sabe que no debo decir estas cosas, la tienda, di-
go, era un bullicio que daba gusto, una cosa que había
que estar ahí para creerlo, para ver cómo aquel hom-
bre, conocido de sobra por todo el Valle, entretenía a
todo el que llegaba a comprar algo, sea que se quedara
o no; bueno, con decirte que hasta a los muchachitos
les caía en gracia, era como si aquel enorme lugar, por-
que entonces no tenía tantos canceles y separaciones
como se ve ahora, siempre estuviera de fiesta”. Y según
mamá, ella y papá iban muy seguido a tomar café con
ellos, sobre todo en las tardes después de la siesta; “en
esa época estábamos recién casados y tu papá era due-
ño de un vehículo con redilas con el que daba servicio
de transporte y carga, y cuando entonces, hasta parece
mentira, era yo tan feliz”, suspira mamá todavía algu-
nas veces; “porque en esos días, qué diferencia de aho-
ra, tu padre era el hombre más bueno del mundo y no
se iba de boca y rodillas con esas mujeres sonsacadoras
que luego se le pegan como moscas por su camino.
Porque has de saber”, y enarca las cejas con vivacidad
cada vez que lo cuenta, “don Esteban era muy respe-
tuoso de todo y con todos, nunca hablaba mal de na-
die, nunca una mala palabra, jamás se propasaba de
copas ni andaba de rabo verde con las mujeres, aunque
no creo, corazón”, y me mira de reojo, “que compren-
das muy bien todavía lo que quiero decir con esto. En
fin, que Crucita, con lo bonita que estaba, se puede de-
cir que era todo lo que él tenía, pues familia, lo que se
dice familia, no se le conocía. Él la ayudaba a más no
poder. Jamás le daba un disgusto. Y si ella era feliz, él
estaba de maravilla, que era todo el tiempo. Ni siquiera
el hecho de que él tuviera un hijo con otra mujer antes
de conocerla a ella, tal vez su único pecado, que ade-
más Crucita sabía pero se conformaba porque ella era
incapaz de darle hijos por no sé qué defecto de su ma-
triz, impedía que fueran inmensamente felices. La vida
que hacían era una historia de amor sin sobresaltos
que muchos deseaban y envidiaban. Y hasta donde yo
sé de Crucita, que es casi todo porque nos sincerába-
mos como dos hermanas, ella jamás tuvo queja de él.
Era tanta su dicha que tenía miedo hasta de sí misma,
me decía mirando al vacío, y una vez hasta me confesó
que si Esteban llegara a faltarle, que era el miedo que
más la seguía, o se moría de tristeza o se ahorcaba de
la primera viga a la mano, y no sé cuántas otras cosas
más me contaba de las que luego se arrepentía de sólo
pensarlas, aunque esto tampoco creo que lo entiendas
muy bien, corazón”, me dice mamá en un tono afecta-
do, “como no espero que puedas creer”, y entonces ma-
má mira al vacío y suspira hondo cuando remata con
esto, “que ese hombre que todos ven sin poder hacer
nada por él, echado en esa hamaca y dejándose morir
como un animal enfermo, era la persona casi perfecta
de todo Valle de Figueroa. Luego, la enfermedad de
Crucita llegó un sábado sin saber cómo: la pobre no sé
si se estaba bañando o le ponía flores a la Virgen del
Calvario que tenía junto a su cama cuando un dolor
fulminante la dejó tendida en el piso, y a pesar de que
volvió en sí después de un momento, ya no se recuperó
y todo fue un irse chupando del cuerpo durante sema-
nas interminables entre tratamientos, doctores, curas
de espanto, bebedizos de quién sabe qué y curanderos
de quién sabe dónde. Hasta que se fue y no hubo nada
ni nadie que pudiera hacer algo por ella. Y así fue como
la muerte de Crucita terminó postrando a don Esteban,
y en esa casa todo cambió para siempre.
“Y aunque ese sábado no era muy distinto de otros
-tal vez algo más sombrío que de costumbre a pesar del
calor-, sólo tu mamá Celi notó, cuando íbamos a la pri-
mera misa del día, que un reguero de zopilotes nervio-
sos andaba saltando y revoloteando en los tejados ce-
nizos de algunas casas. ‘Dios no permita que vaya a
ocurrir una desgracia’, me dijo y se santiguó, ‘estas
aves de mal agüero andaban así la tarde en que tu pa-
dre se nos murió: Yo había salido al patio a recoger la
ropa puesta a secar el día anterior y entonces los vi: ahí
estaban arriba de los techos y de los árboles como cria-
turas trajinantes haciendo perjuicio y medio. Y ya me
iba a poner a planchar cuando tu padre, que estaba
acostado en su hamaca me dijo, con una voz achicada,
hija, tengo un dolor agudo en el pecho y no me puedo
levantar ¿por qué no me pasas la cuartita de aguar-
diente?, ya sabes que con eso se curaba de cualquier
dolencia. Pero como el huelgo y la voz se le iban y la
mirada se le desencajaba y no había quién se quedara
cuidándolo, tú estabas aún en el sanatorio recién ali-
viada de Manolito, ¿te acuerdas?, me fui a buscar al
doctor Braulio que por fortuna ya había llegado de El
Vedadito de atender no sé qué entrevero incurable de
doña Inesita Girón. Y es que tuve que ir obligada a ver
al doctor porque esa vez don Joaquinillo no estaba en
la farmacia para pedirle su sedativo universal, así que
imaginarás que me tardé en regresar más de la cuenta,
y cuando llegamos la mancha negra de zopilotes toda-
vía seguía ahí, como ahuizotes arracimados esperando
no sé qué pendiente, pero el hombre que era tu padre,
Dios lo guarde, ya estaba hecho una inerte vela de cera,
con la boca abierta y las manos engarruñadas en la ha-
maca: el doctor Braulio, después de ayudarme a man-
tenerme entera en aquel trance, a limpiarlo, a cambiar-
lo de ropa y ponerlo en la cama en forma y disposición
como Dios manda, se puede decir que sólo llegó a le-
vantar el acta de defunción’ ”.
Mamá es torpe para imitar a la abuela cuando se po-
ne a hacer esos sus ademanes y gestos que tienen que
ver con cosas que mamá Celi le cuenta, como si quisie-
ra parecérsele, en parte porque cree tal vez que puede
causar alguna verdadera impresión como ella cuando
platica, en parte porque no encuentra otra forma de
contar las mismas cosas. Pero eso de ponerse a contar
historias que sabe de otras personas o que le vienen a
la mente de repente es algo que me he dado cuenta que
le gusta hacer conmigo, como si yo fuera su mejor con-
fidente, por más que intercale su creencia de que por
mi edad yo no entiendo muchas cosas y tendría que ex-
plicármelas tal vez más adelante, cuando ya esté listo
para comprender “el sentido de las cosas de la vida”.
Pero contármelas, no importa si en ocasiones lo hace
una y otra vez, es algo que la ayuda a tener entereza
para soportar las horas muertas de la tarde cuando ya
se acaba la telenovela y no puede completar su siesta, o
que no vino por fin a tomar café Lupita por impedi-
mento del padre enfermo, o a sobreponerse de la au-
sencia de papá y de todo lo que dice que él le hace. No
sé si mamá es feliz como dice que lo era antes. Y lo
pienso porque a veces la pobre pasa mucho tiempo en
silencio en su habitación, como si no tuviera más que
sus pensamientos, sus secretos, sus recuerdos y su ha-
blar sola, entregándose a la nostalgia como única me-
dida de salvación aparente, pero sufriendo también
por la certeza de que nada volverá a ser igual, como si
después de recapitular aquello de “todo tiempo pasado
fue mejor”, una frase que a veces gusta de repetir, las
cosas presentes hubieran perdido sentido y no hallara
cómo restituírselas, lo que en gran medida es como si
tratara de restituirse a sí misma en medio de su propia
incertidumbre, de su desangelada desolación conteni-
da, del sentimiento de que la vida y los últimos mejo-
res años de su juventud se le van, inexorables, de que
se vuelven polvo, viento, humo, agua entre los dedos
en esa estrecha inmensidad vacía, mezquina e inconse-
cuente, que es Valle de Figueroa.
3
A pesar del calor inclemente de las tardes la casa de
Lupita es muy fresca. Será porque está hecha de adobe,
el piso es de ladrillo y el techo de tejas es muy alto y la
construcción tiene muchos espacios y entradas por
donde el aire se cuela a su antojo. Para Manolito es co-
mo ‘la casa grande del viento’. Pero no como el de su
casa, ese viento enojado, arisco, como lleno de heridas,
que algunas noches remece violentamente, sin descan-
so, las ramas secas del cupapé y los huizaches, no deja
dormir a nadie y en cambio forma una cama enorme
de vainas, flores amarillentas y hojas muertas en el pa-
tio. De día la puerta siempre está abierta en casa de
Lupita. Y cada vez que Manolito lleva el tacho de los
deshechos entra despacio, como contando los pasos,
conteniendo tanto como puede el roce casi impercepti-
ble de la frescura del viento: por alguna razón siempre
cree que el viento se arremolina primero, al amanecer,
en los entresijos húmedos del enorme patio de abajo;
después da vueltas un rato sobre la boca verdosa y des-
carapelada del pozo y luego, subiendo como puede las
gradas de piedra que conducen hacia adentro, se mete
en remolinos pequeños y alegres a cada una de las es-
tancias para no ser molestado por nadie. Cada vez que
paso con el tacho, piensa Manolito, Margot está senta-
da en un taburete al final del corredor, junto a los setos
y macetas de azucenas, magnolias y margaritas. Está
sentada como la niña solitaria que es y que siempre es-
pera algo. Y cuando se cansa de esperar eso que ni ella
misma sabe qué es, se pone a cantar canciones apren-
didas en la iglesia o en el catecismo. También sabe
canciones rancheras que hablan de amor y de cosas
que a Lupita no le gustan. A veces la encuentro miran-
do al cielo sin cesar, buscando formas caprichosas en
las nubes, a las que les da nombres raros que después
sólo ella recuerda; otras, está cortando margaritas y
quitándoles los pétalos uno por uno al sonsonete ju-
guetón de “me quiere, no me quiere”, dejando un re-
guero de tallos y pétalos rotos en el piso. Cuando Lupi-
ta me ve junto a Margot se acerca sonriendo sin decir
nada –cuando habla, su voz es extraña y delgada, como
si estuviera lejos-, y se hace cargo del tacho. Nunca de-
ja que yo lo lleve al chiquero porque dice que se espan-
tan los marranos, se empachan o se indisponen y luego
no quieren comer ni tomar agua, según ella, aunque yo
sé que eso no es cierto. A veces sólo me deja pasar
cuando le pido si me regala un morro y me dice que va-
ya a cortarlo yo mismo o con Margot, pero me advierte
que tenga cuidado con el pozo y las chayas de junto al
morro. Mientras Lupita se aleja con el tacho, entre los
árboles de mango y tamarindo, le pregunto a Margot
qué hace. “¿Qué no ves?”, me contesta, tirando las
margaritas sobre los setos. O, a veces, como si estuvie-
se enojada “¿y a ti qué te importa?”, y se levanta de
mala gana como un animal arisco, y se va a sentar a
otra parte –algunas veces en la puerta cerrada a me-
dias del cuarto oscuro donde dicen que agoniza todos
los días su abuelo Benigno-, o se pone a dar vueltas por
toda la casa con su aire espigado y altanero de niña en-
greída y su vestido claro con figuras estampadas y cuyo
ruedo hace resaltar sus muslos de color apiñonado.
Mamá, que siempre está pendiente de lo que hago y
hasta de lo que no, me dice a veces que mejor ya deje
de verle las piernas a Margot cuando va a la casa, “por-
que no sabes en lo que te estás metiendo, corazón”. Y
sospecha que también lo hago cuando voy a dejar el
tacho y me tardo más de la cuenta. Pero fuera de la re-
primenda de mamá y de no saber qué podría pasarme,
yo no sé qué daría por tocarle las piernas a Margot al
menos una vez en la vida sin que ella dijera nada ni se
molestara. Que se quedara nada más como dormida.
Me gustaría saber qué se siente tener mis manos meti-
das entre sus muslos, como si yo fuera el viento. Y
mientras espero el tacho junto a las macetas de hele-
chos que están entre las columnas cuadradas del corre-
dor, Lupita es una confusa y delgada figura en el fondo
del patio, una silueta que se agacha y se mueve alrede-
dor del chiquero como si fuera una ilusión de la luz de
la tarde o un engaño de la vista, porque a veces se des-
aparece y luego, cuando la busco entre los árboles, se
aparece en otra parte haciendo otra cosa, como lavan-
do el tacho y llenándolo luego con los mangos caídos
de los árboles que aún están buenos para comerse, o
estar subida en una larga escalera de madera, sobre la
tapia, quitando las excesivas lianas del matapalo que
se han enredado en las buganvilias, en los algarrobos y
el zapote negro. Manolito siente que si la eternidad
existe –no esa de la que habla el padre Luis en la misa,
sino la que le explica mejor la señorita Carmelita con
su voz tersa como de virgencita- tendría que ser ese
instante sin tiempo en que se queda con Margot com-
pletamente a solas en la casa del viento, mirándose en
la profundidad de sus grandes ojos y oyendo la imper-
ceptible caída de los pétalos de las margaritas, mien-
tras Lupita, atrapada alrededor de la escalera por el fu-
rioso matapalo que no la suelta, y mezclada entre la
maleza con los algarrobos, lucha por zafarse de sus
múltiples lianas infructuosamente igual que una mos-
ca tratando de liberarse de una telaraña moviendo in-
cesantemente las alas. Lupita no tiene alas para defen-
derse, pero en cambio es tan delgada y frágil que luego
parece dividirse en ramas y arbustos, y su cabeza, com-
pletamente enredada, sufrir una especie de metamor-
fosis hasta quedar convertida en una liparis fantástica,
esa orquídea rara que alguien trajo de Nicaragua. Pero
aquella ensoñación vespertina queda interrumpida
bruscamente por los gritos enronquecidos y agonizan-
tes y llenos de agravios que salen del cuarto oscuro del
abuelo Benigno, y Manolito pronto cae en la cuenta
que a Margot, con su desdén acostumbrado y con los
pies en la tierra, la eternidad le vale un comino cuando
la ve levantarse como una gacela para cruzar el corre-
dor, las gradas y el patio y ayudar a su tía Lupita a ba-
jarse de la escalera que, sin fijarse, la había puesto de-
masiado empinada, y mientras se pone a barrer y a re-
coger la maleza y los restos de lianas que han quedado
en el suelo, le dice que “papá Benigno ya quiere su me-
rienda y que también ya es hora de su medicina”. El
desconcierto en el ánimo de Lupita es una sensación
intocable pero presente que se vuelve, de pronto, parte
de todo, pues mientras Manolito se sienta en el lugar
donde Margot se dedica a arrancarle pétalos a las mar-
garitas –el viento se ha vuelto denso, áspero, inestable-
contempla cómo Lupita, auxiliada por su sobrina, es
un manojo de nervios que entra y sale de la cocina con
una vianda repleta de cuencos con alimentos y otra con
bebidas calientes, que entra y sale también del cuarto
del señor Benigno con otra vianda llena de pocillos y
platos vacíos entre quejas, amonestaciones y gritos que
se apagan a medias apenas Margot, con la precisión de
siempre, entrecierra la puerta. Un lejano susurro como
de moscardones o abejorros furiosos sale de entre las
paredes del cuarto a intervalos cada vez más largos,
hasta que las fuerzas del hombre o el aire de sus pul-
mones deteriorados llega a su nivel más bajo, hasta
que su lengua, quizá ya sin saliva o reseca, sólo produ-
ce chasquidos. Luego ni siquiera se oye si come, o si se
queja o no de la comida. Ni siquiera se oye si carras-
pea, eructa o esputa. O llora o maldice, o se siente in-
defenso, abandonado, impotente, o perdido en sí mis-
mo o si duerme o si está deseando, de una vez por to-
das, morirse justo ahora mismo, o mañana, o muy
pronto. Tal vez ya ni siquiera se ha de dar cuenta, en su
agonía permanente y senil, imagina Manolito cuando
piensa en el complicado mundo de los adultos, cómo
se le cae la comida de entre los dedos rígidos y endure-
cidos por la artrosis, cómo llena de baba el babero, có-
mo se ahoga, sin poder masticar lo que se lleva a la bo-
ca, en su propio vómito, cómo no siente ya el trasudar
de sus propios olores, la incontinencia de sus propias
heces y orines y el malestar infecto e insomne que le
producen sus llagas purulentas. Nadie quiere apenas
limpiarlo, bañarlo y cambiarlo. Una vieja mujer y sus
hijas, que vienen de La Rabasera, un caserío de veinte
chozas al oriente de Figueroa, lo hacen cada tercer día
a cambio de comida y especie. Pero más que limpiarlo
y cambiarlo, parece que lo enfrentaran, que pelearan
contra un fardo vivo, que lucharan a brazo partido, una
y otra vez, contra él. Nadie tampoco quiere cortar los
garfios imposibles que son sus uñas enormes. Sólo “es-
peran lo peor” en cualquier momento que, de alguna
manera, se dicen todos, se dice Lupita y los hermanos
mayores de Lupita, sería para él lo mejor. Sería lo me-
jor para todos. “El fin de su sufrimiento” se repiten en-
tre sí, sin remordimientos, cada día y cada noche. La
frase en la mente de los demás que acude siempre en
falso auxilio de los que sufren. Ni siquiera el padre
Luis quiere venir ya a darle el consuelo de la Eucaristía
o a echarle agua bendita. Tiene una feligresía piadosa
que atender, se excusa. “Además Benigno es medio
ateo”, agrega con su malicia de cura. “Nunca iba a mi-
sa”. El silencio aparente en el cuarto de aquel hombre
postrado es un pozo que en cualquier momento podría
desbordarse y afectarlos a todos en la parte que les to-
ca. Ese silencio es el momento en que Margot se levan-
ta, se acerca a la tía que está como tiesa bajo el vano de
la puerta de la cocina y le dice que ya, que “el abuelo ya
está calmado”. Entonces, como despojada de un peso
enorme en su espalda, Lupita se sienta, se pasa el man-
dil en la cara, los hombros, el cuello y las manos, y lue-
go otra vez en la cara con una fruición nerviosa que le
arranca gestos de ascos involuntarios como si quisiera
vomitar “algo” que no sabe qué es, y que no sale de su
boca porque no tiene forma ni cuerpo. Después de un
lapso de tiempo –la tarde se va acortando, indecisa-, el
desconcierto y la ansiedad desaparecen del ánimo mo-
vedizo de Lupita y vuelve a su condición ensimismada,
distraída y risueña de niña vieja que suele tener casi
siempre cuando voy a dejarle el tacho. Olvidado bajo la
mesa, casi a sus pies, recojo el tacho y puedo ver de
cerca los ojos sin color de Lupita. De pronto algo pasa
en ellos que miran, perdidos, por encima de la tapia y
de los árboles del fondo. Y, atrás de ella, como enor-
mes estructuras sepultadas por el tiempo, se ven las al-
tas paredes tiznadas de la cocina, y, en el fogón, el res-
coldo de algunas brasas latiendo ya sin chispas y, más
al fondo, la oscura profundidad del adobe sin encalar
donde la luz del día ya no llega. De pronto, también,
cuando vuelvo sobre mis pasos, algo en la tarde se
vuelve extraño, terrenal y finito. El cielo, ahora, parece
incompleto, huérfano y sombrío. En el corredor, cuan-
do salgo, dos colmoyotes aletean, febriles, trompicán-
dose en las paredes sin punto fijo, y yo regreso a casa
con mamá a lo de siempre, a lo de “a ver a qué horas,
corazón”, a la soledad infinita de la sala, a esperar a
papá eternamente, a mis deberes que odio y todo eso.
Luego todo se acaba: la canción de Margot endilgada a
mis sueños y el compás de su voz cuando está desho-
jando las últimas margaritas.
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La canción de margot

  • 1. LA CANCIÓN DE MARGOT Luis Alberto Marín* 1 “No hables con mujeres desconocidas que te toquen el pelo, que te digan qué bonita cara de pingo y luego pa- labras dichas en voz baja como hablándote en secreto o que te pregunten qué te gustaría comprarte o cómo te gustaría divertirte en algún lugar que. ¿Oíste, cora- zón?”. Manolito asiente siempre en silencio con un gesto que quiere parecer afirmativo, abrazado a su pe- lota y algo confundido por aquel raro juego de palabras que suena igual que cuando hay que hacer la tarea o los deberes, pero luego entiende que cada vez que ella habla así se trata de otra cosa, porque en cuanto la ma- dre se voltea a seguir viendo su programa de las tardes, no le dice “a ver a qué horas, corazón”, que es como la señal de que hay que hacer algo en particular, como sentarse a la mesa a estudiar o recoger los juguetes de la sala o irse a lavar las manos o apagar la tele y meter- se a la cama al final del día, aunque nada de eso le gus- ta pero igual tiene que hacerlo. Sí. Que no hablara con mujeres solas en la calle o en la iglesia o en donde fue- ra porque podían hacerme quién sabe qué. La voz afla- utada, de naufragio, pero acostumbrada a hacerse obe- decer de cualquier forma, queda dando vueltas en su cabeza como un rehilete viejo que ronronea descom- puesto. Su madre siempre con sus cosas. Y sus cuida- dos excesivos. Y sus ideas fijas que no vienen al caso. Y su manía ésa de decirme, amenazante y apuntando ha- cia arriba con el dedo, sobre todo cuando papá no está en casa, de que no hable con mujeres que no conozco,
  • 2. etcétera. Fuera de los deberes diarios de la escuela y la casa, esa amonestación de mamá es una lección que tengo que aprenderme bien, dice, igual que si fuera la clase de catecismo que me da todos los sábados por la tarde la señorita Carmelita en la parroquia de Santo Domingo de Guzmán, aquí cerquita de la Plaza Figue- roa. Luego de su telenovela y de las partes en que llora como si a ella le doliera lo que le hacen a no sé qué hija nacida fuera de matrimonio, mamá se queda dormida en la mecedora de madera que le regaló mamá Celi, la abuela, el mismo día en que estuvieron a punto de ven- der la casa grande de los abuelos a unos chinos que la querían para comercio. La mano abierta de mamá de- tiene su cabeza mientras duerme. Como deja la tele puesta, pues ella dice que así hace mejor la siesta, la luz de la pantalla garabatea aletazos de arriba a abajo en la sala. Si yo la apagara, sería como si mamá estu- viera muerta con su bolsa de turrones y panecillos co- letos en las piernas, y no habría reflejos moviéndose en las paredes, y el silencio se metería como una mariposa grande y negra y yo me sentiría como si no hubiera na- die en nuestra casa, esperando sólo a que papá vuelva del trabajo con su aire cansado y su periodicucho en la mano para decirle, cuando abra la puerta, “papá, creo que mamá está muerta”. Pero el ruido chirriante de la sierra y los martillazos huecos de la carpintería de al lado y la tele encendida y como hablando sola aquí en la sala, impiden que la mariposa grande entre y que mamá se muera y que papá tenga que recibir de mí no- ticia tan desagradable. Casi todas las tardes es lo mismo después de que mamá y yo terminamos de comer y me pide, “a ver a qué horas, corazón”, que limpie la sobra de los platos y le tire los huesos, sólo los huesos, porque lo demás es para el bote del achigual, al Misín, que siempre se la pasa en el traspatio durmiendo o espantándose las moscas o correteando a las palomas que bajan de re- pente a tomar agua al tinaco del zaguán cuando el ca- lor está que se mete por todas partes y el sol baja, can- sado y solo, entreverándose en las ramas del cupapé, las guayas y los naranjos y la ropa ya seca oreándose en los tendederos. Cuando el Misín me ve mueve ale-
  • 3. gremente la cola y se me enreda en las piernas cariño- so y me empuja quedo con su lomo mientras olisquea su plato y luego, como en el sueño en que lo veo a ve- ces con su pelambre amarillenta, su hocico viejo y su cola mocha, se pone a triturar los huesos echado de pa- tas en su cama de hojas secas. Los perros no hablan, piensa Manolito, llenando de agua un latón de peltre, pero no se andan con dos caras a la hora de expresar lo que sienten. Qué triste sería el mundo sin ellos. O si mintieran o engañaran como los adultos. El padre Luis dice que al morir reencarnamos en las cosas buenas. No entiendo todavía bien cómo ocurre lo de la reencar- nación. Pero si es verdad eso que dice, deberíamos re- encarnar en algún perro. No sé si alguien como el se- ñor cura tenga permiso para pedir algo como eso antes de morirse, pero con todos los perros mansos que an- dan rondando en el atrio de la iglesia, él podría reen- carnar en uno de su medida, como el cárdeno de lo- mos, que bien parece llevar una sotana oscura encima. A mí me gustaría hacerlo en el Misín porque al menos es el perro que conozco. Pero creo que tendría que mo- rirme yo primero que él sin el consentimiento de mis padres. Y de Dios, por más que el padre Luis diga que morirse antes de la hora que tenemos señalada es un pecado. Porque así como me lo enseñan, parece que todo en el catecismo es pecado y penitencia. Y no todos los que se mueren se van al cielo, porque según la se- ñorita Carmelita algunos no pueden alcanzar la gracia, por tanta maldad que hicieron, para elevarse como los ángeles y quedan convertidos en gusanos, alacranes o víboras que se arrastran entre las piedras y los aguje- ros de la tierra. Y las almas de los perros, cuando los perros se mueren ¿a dónde van? Con un varejón de guanabanita Manolito se pone a hacer, distraído, figu- ras inciertas sobre la tierra al pie del tinaco viejo, ima- ginando un montón de almas aladas de perros muertos tratando de alcanzar las últimas nubes para entrar a las puertas del cielo, cuando su madre se asoma desde el corredor que da al patio y le dice con su voz casi de- safinada, “a ver a qué horas, corazón”, y él ya sabe que aún le falta llevar las sobras de las comidas del día al chiquero de la casa de la “niña” Lupita, la vecina solte-
  • 4. ra y cuarentona que vive enfrente de ellos, y sabe tam- bién que tiene que preguntarle de paso si va a venir a platicar con su madre más tarde para que ella no se duerma y se pongan tal vez a ver la tele juntas –Lupita siempre trae a su sobrina Margot-, o a tomar café con galletas Marías mientras se cuentan, como si ellas hu- bieran estado de testigos, el último episodio de los amoríos perversos y sucios, según mamá, de Juan Ga- llo con Aurorita, la sirvienta más bonita de la hacienda, que en realidad está enamorada del niño Sebastián, el hijo grande del patrón, pero que parece que son me- dios hermanos, o algo así, pero no lo saben. Manolito, de mala gana, mete la vara en una hendidura del za- guán, se sacude los pantalones cortos y se lava las ma- nos sucias de polvo, mientras las almas aladas de los perros que estaban a punto de alcanzar la salvación se desploman aparatosamente, sin que él lo pueda evitar, en los tejados grisáceos y cenizos, los patios cercados, las calles turbias de vagabundos y borrachitos y el atrio ruinoso y desigual de la iglesia. Incluso una cae justo en el tinaco con tanta fuerza que casi lo deja medio vacío, cuando el “a ver a qué horas, corazón”, se oye de nuevo y más fuerte en el corredor y Manolito, mojado y desconsolado sabe de cualquier forma que ya no se puede hacer nada por ellas, porque una vez que tocan tierra están perdidas, y brincando por encima del Mi- sín y sin lanzarle siquiera un zape cariñoso se apresura a tomar el tacho del achigual que está atrás de las ma- cetas de chulas, bajo la mirada impávida pero indul- gente de la madre que al parecer, piensa él, ya no se aguanta las ganas de sentarse con su bolsa de turrones a ver su telenovela de todas las tardes, mientras tanto él, cuando regrese de entregar el tacho, tendrá que po- nerse a memorizar sin margen de desobediencia ‘La Magnífica’ y el ‘Padre Nuestro’, repasar una y otra vez las tablas de multiplicar, escribir una plana completa de El buen ciudadano y enfrentar con todas sus horas no sólo la larga destrucción de la tarde a veces tan lle- na de olores rancios, suspiros remotos, ruidos de la ca- lle, de la carpintería y de cosas inútiles, sino también la puntual ausencia del padre, que ha aprendido a sopor- tar, como quiera que sea, minuto a minuto. Como casi
  • 5. nunca llega a comer por razones de su trabajo, imagina al padre, esté donde quiera que esté, comiendo sin ellos o pensando en ellos, o al menos pensando en él -¿por qué habría de pensar en mamá que casi siempre lo está riñendo por cualquier cosa?-, en algún comede- ro barato y desperdigado de la poco animada estación de autobuses de algún pueblito desconocido, o lim- piándose la frente bajo el quemante sol de aquellas ca- llejuelas turbias y vaporosas, entre el saludo extrañado de algún hombre viejo sentado a la puerta de su casa viendo pasar el tiempo, o la mirada altiva y sin compa- sión de algún abarrotero que no se acostumbra a verlo llegar como inspector y recolector de impuestos. O descansando bajo la pálida sombra de un añoso árbol aflojándose la vieja corbata, sacudiéndose el pegajoso polvo de los zapatos, o mirando la hora y diciéndose irritado “muy bien, por hoy ya estuvo bueno, por qué carajos no mejor me voy a casa, me doy un baño de pies y termino la tarde con una buena siesta o tomán- dome un café mientras me tiro a leer en la sala lo que me falta del periódico”. ¿Hará todo lo que él dice que hace por esos caminos maltrechos y esos caseríos a medio levantar, andando siempre solo y a la buena de Dios? ¿O será como dice mamá, que aprovecha sus sa- lidas a los pueblos para hacerse acompañar de mujeres solas que recoge, según ella, sólo Dios sabe dónde? “Tu papá no es de los que saben andar solo ni comer solo ni dormir solo, si lo sabré yo”, dice, cuando descubre con verdadera irritación que sus camisas huelen a per- fume barato o están manchadas con pintura de labios que ella no usa. “Sí, si lo sabré yo”, se repite a sí misma una y otra vez pronunciando cada palabra como si tu- viera la lengua escaldada, aunque yo creo que más bien es la muina la que la pone así. “Pero yo tengo la culpa por no haber escuchado en su momento a tu abuela”, se reprocha en voz alta contra las paredes del cuarto, aunque parece que me hablara a mí, mientras revuelve todo el armario buscando quién sabe qué. “Ya bien me advertía ella que la fama de casanovas de los Saragueti no era por nada, aunque entonces yo confiaba tanto en Román que llegué a pensar, ilusa de mí, que con el tiempo él se reformaría. Pero tal parece que los hom-
  • 6. bres no pueden cambiar. No saben decir no cuando ven una falda, y encima se vuelven mentirosos y sin- vergüenzas. Si lo sabré yo que lo he venido viviendo por tanto tiempo”. Luego de un largo rato en que se queda como atontada y vacía, habla y habla despacio consigo misma, y entre aplazados suspiros y el hilo delgado del llanto contenido, murmura ayes y susurra trabalenguas que en esa soledad de su cuarto sólo ella entiende. Ya para entonces, como por arte de magia, ha puesto el armario de nuevo con cada cosa en su si- tio, mirándolo largamente como si faltara algo qué a- comodar, o recordando algún día especial relacionado con alguna prenda, y, después, amarrándose una pa- ñoleta en la frente y como frotándosela involuntaria- mente con los dedos, me manda a la farmacia de don Joaquinillo Rosales, que está en la esquina, a comprar- le algo para los nervios y el dolor de cabeza que luego, a pesar de las pastillas que se toma, durante noches enteras se convierte en una pesadilla que a veces no la deja dormir, pero como ella es de las que odia estar dando vueltas y vueltas en la cama, prefiere ocupar su insomnio y se levanta a caminar largo rato en el pasillo o se dedica a podar sus flores o a poner en orden su co- cina y su sala o a espulgarle, a montoncillos de frijol negro, la basurita que tiene y que luego coloca en un cuenco de barro para cocerlos, todo siempre acompa- ñándose de una lámpara de petróleo para no distraer el sueño de papá con la luz eléctrica. Algunas madru- gadas, cuando el calor ya ha revuelto el sueño de todo el mundo, él y yo la encontramos hecha una furia sobre la puerta de alambres del traspatio, gritando y echán- doles piedras a los perros que no dejan de ladrarle al Misín desde la calle, hasta que bajo el escrutinio enfer- mizo de los vecinos azorados se arma un gran escánda- lo, incluido el lastimoso aullido del Misín que, lleno de miedo, busca refugio tras un hacinamiento de piedra caliza, como si no fuera un perro y no atinara a saber lo que pasa. Papá sólo me dice, como entre dientes, que no me asuste y me envía de nuevo a la cama tal vez pensando “ahorita la calmo yo”, pero en vez de hacer lo que me dice yo me quedo atrás de las macetas de hele- chos o en la galera de cosas viejas viendo cómo él, to-
  • 7. davía despeinado, en calzoncillos y descalzo y la cara atravesada por un gesto de fastidio o cansancio, trata de apaciguar inútilmente a aquella figura extraña, aris- ca y escurridiza en que se convierte mi madre de tanto en tanto, y no valen gritos ni ruegos ni nada, pues a medida que le habla o trata de levantarla y cargarla, ella se le escurre violentamente hacia atrás, se enfurece aún más y se defiende como gato panza arriba y, en su desvarío, hasta arremete a pedradas contra mi padre como si se tratara de otro perro más: lo que me hace sentir entre la espada y la pared al verlos así forcejean- do y peleando. Ya para entonces él está casi a punto de perder el control, lo que significa que como no logra tranquilizarla, en cualquier momento podría empezar a golpearla, pero antes de que eso suceda, y él bien lo sabe, a gritos me manda que vaya corriendo a buscar a mamá Celi a esa hora de la mañana a donde quiera que esté, que casi siempre es en la iglesia en la misa de seis, pues es la única que sabe cómo apaciguarla, o tal vez la única a la que escucha. Así que salgo de casa casi desfi- gurándome de la prisa, y apenas ella siente que asomo la cara perpleja lejos del reclinatorio –siempre me ha parecido la abuela una mujer que está pendiente de to- do, como si tuviera ojos por todas partes-, deja su ‘Pa- dre Nuestro’, extiende hacia adelante el ruedo de su mantilla, toma el rosario y su libro de oraciones y viene a mi encuentro con ese su semblante siempre dispues- to y parejo, y antes de que alcance a decirle esta boca es mía, ya me ha señalado el camino de vuelta con sus ojos de almíbar por las mismas calles de todos sus días. Y mientras la abuela –cuando llegamos, el traspa- tio es todavía un panal de abejas-, sosiega y abraza a mamá Ángela, la mete a la sala, le da un calmante y le prepara un té de tila, papá sale a enfrentar a la perrada como puede con un palo de tepezcohuite, hasta hacer- los huir cosa de una cuadra de distancia, para entonces yo ya estoy parado en la puerta de alambres y oigo có- mo grita expresiones que no entiendo cuando casi des- panzurra, por empecinado, al cárdeno de lomos que yo creía tan mansito. En medio de la calle y mesándose los cabellos, papá vuelve con la cara pálida pero altiva y sin darle importancia al brazo enrojecido por una ta-
  • 8. rascada que no alcanzó a esquivar. Y con los ojos cal- mos y como puestos en ningún lado, ignora las mira- das largas, el gesto despectivo o ambiguo de algunas mujeres solas o casadas que lo observan, ausentes, tí- midas, con aire fingido o abiertamente codicioso; y él desecha, mientras se mete y se pone a atrancar la puer- ta diciéndome “ya todo está bien”, cualquier pensa- miento que tenga que ver con el “qué dirán”, que en esos momentos no está su ánimo para esas cosas. 2 Algunas tardes poco soleadas, cuando Lupita llega a la casa a compartir el café y las galletas acompañada de su sobrina Margot, una niña muy obediente y más grande que yo y que sabe muchas cosas de niñas que yo no sé, mamá me deja ir a la esquina que topa con la tienda de dulces de don Esteban, a jugar con Lalo y Martín, y como está con Lupita me dice antes de irme, como queriendo poner al tanto a las visitas de su rela- ción conmigo, “pórtate bien, corazón, no te vayas a es- capar al río”, pero nada dice de algo que tenga que ver con ese invento suyo de no hablar con mujeres solas que me toquen el pelo y no sé cuántas cosas; y aunque se me queda mirando un instante como queriendo ver a través de mis ojos lo que pasa por mi cabeza, sé que no encuentra nada, por más que se empeñe en pensar o en hacerme creer que tengo las mismas inclinaciones de papá cuando sale de casa; así que sólo se agacha, pone la mejilla izquierda –siempre es la misma meji- lla-, le doy un beso y me voy; y a pesar de sus consejos y advertencias, ni ella ni yo logramos impedir que Lu- pita, al cruzar junto a mí, me pase la mano sobre la ca- beza con insistencia cuando estoy a punto de alcanzar la puerta, pero como ya no volteo a ver a mamá porque no quiero y porque para mí es mejor así, no puedo sa- ber la cara que ha puesto, aunque me la imagino, y en cambio sí siento encima de mí, como un airecillo ca- liente, los ojos grandes como hechos de miel de Margot que me persiguen aún después de salir de casa, será porque es alta y alcanza a ver bien la calle por la venta-
  • 9. na; y luego desaparecen, o al menos eso es lo que sien- to. Seguramente Lupita, pues es lo que hace siempre, le ha señalado un lugar de la mesa con la mirada mien- tras le dice que se siente en silencio a tomar su café con galletas; y el airecillo caliente de sus pupilas curio- sas –mamá dice que tiene ojos de gata güicha-, se dise- mina en todas las cosas sin dejar rastro; mientras tan- to, yo alcanzo la tienda –Lalo y Martín están sacando canicas de sus botellas de vidrio en la acera de enfren- te-, y le pido a don Esteban –que se levanta con cierta dificultad mesándose los cabellos al tiempo que carras- pea grueso y forzado y lanza un escupitajo en una vasi- ja de peltre-, un dulce de leche, otro de tamarindo y tres chicles de bola que envuelve sin ganas en un peda- zo de papel de estraza –a menos que sea necesario, nunca hace gestos ni habla mientras despacha don Es- teban-, y luego que guarda en la hucha el dinero que le dejo en el mostrador, se acuesta otra vez en su gastada hamaca de hilos carraspeando más fuerte, pero esta vez sin lograr escupir, a seguir fumando sus cigarrillos ovalados “alas azules” con esa indiferencia de estatua que tiene desde que se quedó viudo y solo, según dice mamá; y me ha contado también, cuando está de áni- mos y le da por hablar de la gente de Figueroa con ese su modo que tiene de ir soltando largas frases a brin- cos –y para que yo “sepa algo de la vida”, insiste- que antes, “cuando vivía la finada Crucita, que en paz des- canse”, musita y se santigua a medias, “que era alma y vida de don Esteban, porque se veía a leguas que la adoraba el pobre, él era muy conversador, alegre y di- charachero, o sea, de esos hombres que siempre andan con la sonrisa clara en el rostro, de ésos era; y no se le veía nunca mustio ni se le conocían malas caras ni des- plantes, y la tienda más bien, pero la tienda de antes, no ésa que ahora parece un tiradero sin ton ni son, yo no puedo entender cómo puede vivir así el pobre hom- bre, se necesita estar muy resmolido del alma, aunque Dios sabe que no debo decir estas cosas, la tienda, di- go, era un bullicio que daba gusto, una cosa que había que estar ahí para creerlo, para ver cómo aquel hom- bre, conocido de sobra por todo el Valle, entretenía a todo el que llegaba a comprar algo, sea que se quedara
  • 10. o no; bueno, con decirte que hasta a los muchachitos les caía en gracia, era como si aquel enorme lugar, por- que entonces no tenía tantos canceles y separaciones como se ve ahora, siempre estuviera de fiesta”. Y según mamá, ella y papá iban muy seguido a tomar café con ellos, sobre todo en las tardes después de la siesta; “en esa época estábamos recién casados y tu papá era due- ño de un vehículo con redilas con el que daba servicio de transporte y carga, y cuando entonces, hasta parece mentira, era yo tan feliz”, suspira mamá todavía algu- nas veces; “porque en esos días, qué diferencia de aho- ra, tu padre era el hombre más bueno del mundo y no se iba de boca y rodillas con esas mujeres sonsacadoras que luego se le pegan como moscas por su camino. Porque has de saber”, y enarca las cejas con vivacidad cada vez que lo cuenta, “don Esteban era muy respe- tuoso de todo y con todos, nunca hablaba mal de na- die, nunca una mala palabra, jamás se propasaba de copas ni andaba de rabo verde con las mujeres, aunque no creo, corazón”, y me mira de reojo, “que compren- das muy bien todavía lo que quiero decir con esto. En fin, que Crucita, con lo bonita que estaba, se puede de- cir que era todo lo que él tenía, pues familia, lo que se dice familia, no se le conocía. Él la ayudaba a más no poder. Jamás le daba un disgusto. Y si ella era feliz, él estaba de maravilla, que era todo el tiempo. Ni siquiera el hecho de que él tuviera un hijo con otra mujer antes de conocerla a ella, tal vez su único pecado, que ade- más Crucita sabía pero se conformaba porque ella era incapaz de darle hijos por no sé qué defecto de su ma- triz, impedía que fueran inmensamente felices. La vida que hacían era una historia de amor sin sobresaltos que muchos deseaban y envidiaban. Y hasta donde yo sé de Crucita, que es casi todo porque nos sincerába- mos como dos hermanas, ella jamás tuvo queja de él. Era tanta su dicha que tenía miedo hasta de sí misma, me decía mirando al vacío, y una vez hasta me confesó que si Esteban llegara a faltarle, que era el miedo que más la seguía, o se moría de tristeza o se ahorcaba de la primera viga a la mano, y no sé cuántas otras cosas más me contaba de las que luego se arrepentía de sólo pensarlas, aunque esto tampoco creo que lo entiendas
  • 11. muy bien, corazón”, me dice mamá en un tono afecta- do, “como no espero que puedas creer”, y entonces ma- má mira al vacío y suspira hondo cuando remata con esto, “que ese hombre que todos ven sin poder hacer nada por él, echado en esa hamaca y dejándose morir como un animal enfermo, era la persona casi perfecta de todo Valle de Figueroa. Luego, la enfermedad de Crucita llegó un sábado sin saber cómo: la pobre no sé si se estaba bañando o le ponía flores a la Virgen del Calvario que tenía junto a su cama cuando un dolor fulminante la dejó tendida en el piso, y a pesar de que volvió en sí después de un momento, ya no se recuperó y todo fue un irse chupando del cuerpo durante sema- nas interminables entre tratamientos, doctores, curas de espanto, bebedizos de quién sabe qué y curanderos de quién sabe dónde. Hasta que se fue y no hubo nada ni nadie que pudiera hacer algo por ella. Y así fue como la muerte de Crucita terminó postrando a don Esteban, y en esa casa todo cambió para siempre. “Y aunque ese sábado no era muy distinto de otros -tal vez algo más sombrío que de costumbre a pesar del calor-, sólo tu mamá Celi notó, cuando íbamos a la pri- mera misa del día, que un reguero de zopilotes nervio- sos andaba saltando y revoloteando en los tejados ce- nizos de algunas casas. ‘Dios no permita que vaya a ocurrir una desgracia’, me dijo y se santiguó, ‘estas aves de mal agüero andaban así la tarde en que tu pa- dre se nos murió: Yo había salido al patio a recoger la ropa puesta a secar el día anterior y entonces los vi: ahí estaban arriba de los techos y de los árboles como cria- turas trajinantes haciendo perjuicio y medio. Y ya me iba a poner a planchar cuando tu padre, que estaba acostado en su hamaca me dijo, con una voz achicada, hija, tengo un dolor agudo en el pecho y no me puedo levantar ¿por qué no me pasas la cuartita de aguar- diente?, ya sabes que con eso se curaba de cualquier dolencia. Pero como el huelgo y la voz se le iban y la mirada se le desencajaba y no había quién se quedara cuidándolo, tú estabas aún en el sanatorio recién ali- viada de Manolito, ¿te acuerdas?, me fui a buscar al doctor Braulio que por fortuna ya había llegado de El Vedadito de atender no sé qué entrevero incurable de
  • 12. doña Inesita Girón. Y es que tuve que ir obligada a ver al doctor porque esa vez don Joaquinillo no estaba en la farmacia para pedirle su sedativo universal, así que imaginarás que me tardé en regresar más de la cuenta, y cuando llegamos la mancha negra de zopilotes toda- vía seguía ahí, como ahuizotes arracimados esperando no sé qué pendiente, pero el hombre que era tu padre, Dios lo guarde, ya estaba hecho una inerte vela de cera, con la boca abierta y las manos engarruñadas en la ha- maca: el doctor Braulio, después de ayudarme a man- tenerme entera en aquel trance, a limpiarlo, a cambiar- lo de ropa y ponerlo en la cama en forma y disposición como Dios manda, se puede decir que sólo llegó a le- vantar el acta de defunción’ ”. Mamá es torpe para imitar a la abuela cuando se po- ne a hacer esos sus ademanes y gestos que tienen que ver con cosas que mamá Celi le cuenta, como si quisie- ra parecérsele, en parte porque cree tal vez que puede causar alguna verdadera impresión como ella cuando platica, en parte porque no encuentra otra forma de contar las mismas cosas. Pero eso de ponerse a contar historias que sabe de otras personas o que le vienen a la mente de repente es algo que me he dado cuenta que le gusta hacer conmigo, como si yo fuera su mejor con- fidente, por más que intercale su creencia de que por mi edad yo no entiendo muchas cosas y tendría que ex- plicármelas tal vez más adelante, cuando ya esté listo para comprender “el sentido de las cosas de la vida”. Pero contármelas, no importa si en ocasiones lo hace una y otra vez, es algo que la ayuda a tener entereza para soportar las horas muertas de la tarde cuando ya se acaba la telenovela y no puede completar su siesta, o que no vino por fin a tomar café Lupita por impedi- mento del padre enfermo, o a sobreponerse de la au- sencia de papá y de todo lo que dice que él le hace. No sé si mamá es feliz como dice que lo era antes. Y lo pienso porque a veces la pobre pasa mucho tiempo en silencio en su habitación, como si no tuviera más que sus pensamientos, sus secretos, sus recuerdos y su ha- blar sola, entregándose a la nostalgia como única me- dida de salvación aparente, pero sufriendo también por la certeza de que nada volverá a ser igual, como si
  • 13. después de recapitular aquello de “todo tiempo pasado fue mejor”, una frase que a veces gusta de repetir, las cosas presentes hubieran perdido sentido y no hallara cómo restituírselas, lo que en gran medida es como si tratara de restituirse a sí misma en medio de su propia incertidumbre, de su desangelada desolación conteni- da, del sentimiento de que la vida y los últimos mejo- res años de su juventud se le van, inexorables, de que se vuelven polvo, viento, humo, agua entre los dedos en esa estrecha inmensidad vacía, mezquina e inconse- cuente, que es Valle de Figueroa. 3 A pesar del calor inclemente de las tardes la casa de Lupita es muy fresca. Será porque está hecha de adobe, el piso es de ladrillo y el techo de tejas es muy alto y la construcción tiene muchos espacios y entradas por donde el aire se cuela a su antojo. Para Manolito es co- mo ‘la casa grande del viento’. Pero no como el de su casa, ese viento enojado, arisco, como lleno de heridas, que algunas noches remece violentamente, sin descan- so, las ramas secas del cupapé y los huizaches, no deja dormir a nadie y en cambio forma una cama enorme de vainas, flores amarillentas y hojas muertas en el pa- tio. De día la puerta siempre está abierta en casa de Lupita. Y cada vez que Manolito lleva el tacho de los deshechos entra despacio, como contando los pasos, conteniendo tanto como puede el roce casi impercepti- ble de la frescura del viento: por alguna razón siempre cree que el viento se arremolina primero, al amanecer, en los entresijos húmedos del enorme patio de abajo; después da vueltas un rato sobre la boca verdosa y des- carapelada del pozo y luego, subiendo como puede las gradas de piedra que conducen hacia adentro, se mete en remolinos pequeños y alegres a cada una de las es- tancias para no ser molestado por nadie. Cada vez que paso con el tacho, piensa Manolito, Margot está senta- da en un taburete al final del corredor, junto a los setos y macetas de azucenas, magnolias y margaritas. Está sentada como la niña solitaria que es y que siempre es-
  • 14. pera algo. Y cuando se cansa de esperar eso que ni ella misma sabe qué es, se pone a cantar canciones apren- didas en la iglesia o en el catecismo. También sabe canciones rancheras que hablan de amor y de cosas que a Lupita no le gustan. A veces la encuentro miran- do al cielo sin cesar, buscando formas caprichosas en las nubes, a las que les da nombres raros que después sólo ella recuerda; otras, está cortando margaritas y quitándoles los pétalos uno por uno al sonsonete ju- guetón de “me quiere, no me quiere”, dejando un re- guero de tallos y pétalos rotos en el piso. Cuando Lupi- ta me ve junto a Margot se acerca sonriendo sin decir nada –cuando habla, su voz es extraña y delgada, como si estuviera lejos-, y se hace cargo del tacho. Nunca de- ja que yo lo lleve al chiquero porque dice que se espan- tan los marranos, se empachan o se indisponen y luego no quieren comer ni tomar agua, según ella, aunque yo sé que eso no es cierto. A veces sólo me deja pasar cuando le pido si me regala un morro y me dice que va- ya a cortarlo yo mismo o con Margot, pero me advierte que tenga cuidado con el pozo y las chayas de junto al morro. Mientras Lupita se aleja con el tacho, entre los árboles de mango y tamarindo, le pregunto a Margot qué hace. “¿Qué no ves?”, me contesta, tirando las margaritas sobre los setos. O, a veces, como si estuvie- se enojada “¿y a ti qué te importa?”, y se levanta de mala gana como un animal arisco, y se va a sentar a otra parte –algunas veces en la puerta cerrada a me- dias del cuarto oscuro donde dicen que agoniza todos los días su abuelo Benigno-, o se pone a dar vueltas por toda la casa con su aire espigado y altanero de niña en- greída y su vestido claro con figuras estampadas y cuyo ruedo hace resaltar sus muslos de color apiñonado. Mamá, que siempre está pendiente de lo que hago y hasta de lo que no, me dice a veces que mejor ya deje de verle las piernas a Margot cuando va a la casa, “por- que no sabes en lo que te estás metiendo, corazón”. Y sospecha que también lo hago cuando voy a dejar el tacho y me tardo más de la cuenta. Pero fuera de la re- primenda de mamá y de no saber qué podría pasarme, yo no sé qué daría por tocarle las piernas a Margot al menos una vez en la vida sin que ella dijera nada ni se
  • 15. molestara. Que se quedara nada más como dormida. Me gustaría saber qué se siente tener mis manos meti- das entre sus muslos, como si yo fuera el viento. Y mientras espero el tacho junto a las macetas de hele- chos que están entre las columnas cuadradas del corre- dor, Lupita es una confusa y delgada figura en el fondo del patio, una silueta que se agacha y se mueve alrede- dor del chiquero como si fuera una ilusión de la luz de la tarde o un engaño de la vista, porque a veces se des- aparece y luego, cuando la busco entre los árboles, se aparece en otra parte haciendo otra cosa, como lavan- do el tacho y llenándolo luego con los mangos caídos de los árboles que aún están buenos para comerse, o estar subida en una larga escalera de madera, sobre la tapia, quitando las excesivas lianas del matapalo que se han enredado en las buganvilias, en los algarrobos y el zapote negro. Manolito siente que si la eternidad existe –no esa de la que habla el padre Luis en la misa, sino la que le explica mejor la señorita Carmelita con su voz tersa como de virgencita- tendría que ser ese instante sin tiempo en que se queda con Margot com- pletamente a solas en la casa del viento, mirándose en la profundidad de sus grandes ojos y oyendo la imper- ceptible caída de los pétalos de las margaritas, mien- tras Lupita, atrapada alrededor de la escalera por el fu- rioso matapalo que no la suelta, y mezclada entre la maleza con los algarrobos, lucha por zafarse de sus múltiples lianas infructuosamente igual que una mos- ca tratando de liberarse de una telaraña moviendo in- cesantemente las alas. Lupita no tiene alas para defen- derse, pero en cambio es tan delgada y frágil que luego parece dividirse en ramas y arbustos, y su cabeza, com- pletamente enredada, sufrir una especie de metamor- fosis hasta quedar convertida en una liparis fantástica, esa orquídea rara que alguien trajo de Nicaragua. Pero aquella ensoñación vespertina queda interrumpida bruscamente por los gritos enronquecidos y agonizan- tes y llenos de agravios que salen del cuarto oscuro del abuelo Benigno, y Manolito pronto cae en la cuenta que a Margot, con su desdén acostumbrado y con los pies en la tierra, la eternidad le vale un comino cuando la ve levantarse como una gacela para cruzar el corre-
  • 16. dor, las gradas y el patio y ayudar a su tía Lupita a ba- jarse de la escalera que, sin fijarse, la había puesto de- masiado empinada, y mientras se pone a barrer y a re- coger la maleza y los restos de lianas que han quedado en el suelo, le dice que “papá Benigno ya quiere su me- rienda y que también ya es hora de su medicina”. El desconcierto en el ánimo de Lupita es una sensación intocable pero presente que se vuelve, de pronto, parte de todo, pues mientras Manolito se sienta en el lugar donde Margot se dedica a arrancarle pétalos a las mar- garitas –el viento se ha vuelto denso, áspero, inestable- contempla cómo Lupita, auxiliada por su sobrina, es un manojo de nervios que entra y sale de la cocina con una vianda repleta de cuencos con alimentos y otra con bebidas calientes, que entra y sale también del cuarto del señor Benigno con otra vianda llena de pocillos y platos vacíos entre quejas, amonestaciones y gritos que se apagan a medias apenas Margot, con la precisión de siempre, entrecierra la puerta. Un lejano susurro como de moscardones o abejorros furiosos sale de entre las paredes del cuarto a intervalos cada vez más largos, hasta que las fuerzas del hombre o el aire de sus pul- mones deteriorados llega a su nivel más bajo, hasta que su lengua, quizá ya sin saliva o reseca, sólo produ- ce chasquidos. Luego ni siquiera se oye si come, o si se queja o no de la comida. Ni siquiera se oye si carras- pea, eructa o esputa. O llora o maldice, o se siente in- defenso, abandonado, impotente, o perdido en sí mis- mo o si duerme o si está deseando, de una vez por to- das, morirse justo ahora mismo, o mañana, o muy pronto. Tal vez ya ni siquiera se ha de dar cuenta, en su agonía permanente y senil, imagina Manolito cuando piensa en el complicado mundo de los adultos, cómo se le cae la comida de entre los dedos rígidos y endure- cidos por la artrosis, cómo llena de baba el babero, có- mo se ahoga, sin poder masticar lo que se lleva a la bo- ca, en su propio vómito, cómo no siente ya el trasudar de sus propios olores, la incontinencia de sus propias heces y orines y el malestar infecto e insomne que le producen sus llagas purulentas. Nadie quiere apenas limpiarlo, bañarlo y cambiarlo. Una vieja mujer y sus hijas, que vienen de La Rabasera, un caserío de veinte
  • 17. chozas al oriente de Figueroa, lo hacen cada tercer día a cambio de comida y especie. Pero más que limpiarlo y cambiarlo, parece que lo enfrentaran, que pelearan contra un fardo vivo, que lucharan a brazo partido, una y otra vez, contra él. Nadie tampoco quiere cortar los garfios imposibles que son sus uñas enormes. Sólo “es- peran lo peor” en cualquier momento que, de alguna manera, se dicen todos, se dice Lupita y los hermanos mayores de Lupita, sería para él lo mejor. Sería lo me- jor para todos. “El fin de su sufrimiento” se repiten en- tre sí, sin remordimientos, cada día y cada noche. La frase en la mente de los demás que acude siempre en falso auxilio de los que sufren. Ni siquiera el padre Luis quiere venir ya a darle el consuelo de la Eucaristía o a echarle agua bendita. Tiene una feligresía piadosa que atender, se excusa. “Además Benigno es medio ateo”, agrega con su malicia de cura. “Nunca iba a mi- sa”. El silencio aparente en el cuarto de aquel hombre postrado es un pozo que en cualquier momento podría desbordarse y afectarlos a todos en la parte que les to- ca. Ese silencio es el momento en que Margot se levan- ta, se acerca a la tía que está como tiesa bajo el vano de la puerta de la cocina y le dice que ya, que “el abuelo ya está calmado”. Entonces, como despojada de un peso enorme en su espalda, Lupita se sienta, se pasa el man- dil en la cara, los hombros, el cuello y las manos, y lue- go otra vez en la cara con una fruición nerviosa que le arranca gestos de ascos involuntarios como si quisiera vomitar “algo” que no sabe qué es, y que no sale de su boca porque no tiene forma ni cuerpo. Después de un lapso de tiempo –la tarde se va acortando, indecisa-, el desconcierto y la ansiedad desaparecen del ánimo mo- vedizo de Lupita y vuelve a su condición ensimismada, distraída y risueña de niña vieja que suele tener casi siempre cuando voy a dejarle el tacho. Olvidado bajo la mesa, casi a sus pies, recojo el tacho y puedo ver de cerca los ojos sin color de Lupita. De pronto algo pasa en ellos que miran, perdidos, por encima de la tapia y de los árboles del fondo. Y, atrás de ella, como enor- mes estructuras sepultadas por el tiempo, se ven las al- tas paredes tiznadas de la cocina, y, en el fogón, el res- coldo de algunas brasas latiendo ya sin chispas y, más
  • 18. al fondo, la oscura profundidad del adobe sin encalar donde la luz del día ya no llega. De pronto, también, cuando vuelvo sobre mis pasos, algo en la tarde se vuelve extraño, terrenal y finito. El cielo, ahora, parece incompleto, huérfano y sombrío. En el corredor, cuan- do salgo, dos colmoyotes aletean, febriles, trompicán- dose en las paredes sin punto fijo, y yo regreso a casa con mamá a lo de siempre, a lo de “a ver a qué horas, corazón”, a la soledad infinita de la sala, a esperar a papá eternamente, a mis deberes que odio y todo eso. Luego todo se acaba: la canción de Margot endilgada a mis sueños y el compás de su voz cuando está desho- jando las últimas margaritas. -------------- *Lumagui*