3. 3
L doctor Universus Creatorpópulus, eminente sabio griego, cuyos estudios sobre
Histología
habían logrado la admiración mundial y merecieron la concesión de honoríficos cargos y
preciados galardones, entre el que figuraba el no menos importante, a la par que valioso y
práctico, premio Nóbel; el universalmente conocido como inventor atrevido y sapientísimo,
de tan audaces iniciativas que bien pudiera suponérsele firmante de secretos pactos con
Satanás, se paseaba nervioso, con aire de honda preocupación, cruzando de extremo a
extremo el amplio salón que le servía de gabinete de trabajo.
En el centro de este, un tapiz de terciopelo rojo cubría y moldeaba una figura algo
imprecisa. ¿Estatua? ¿Muñeco? ¿Ser humano?
El insigne doctor se acercaba, de vez en vez, a una retorta en la que, sometido a una
decisiva operación química, tenía aprisionado su para él incalculable tesoro, al que llamaba
el elixir de la Vida.
Febril, inquiría en la ebullición del preciado líquido, esperando la reacción decisiva que,
de lograrla, iba a legar su nombre a la posteridad, para que fuera inmortalizado por
historiadores y poetas.
De pronto, aquella masa ígnea que tan atentamente era observada por el doctor rutiló y se
quebró en millones de rayos solares, como catarata de luz de mágico fulgor, y el sabio,
convulso por la emoción del triunfo logrado, exclamó, jubiloso:
—¡Vencí! La Fama recogerá mi nombre, para lanzarlo a la posteridad.
Y dirigiéndose al centro de la estancia, levantó el tapiz que cubría la figura y apareció...
¿Estatua? ¿Muñeco? ¿Ser humano?
No podía precisarse lo que era aquello. Demasiado perfecto para ser un muñeco. Para
estatua, demasiado expresiva. Para humano ser carecía de ese soplo divino que constituye el
alma. ¿Qué era, pues, tan desconcertante figura?
Aquello constituía la obra cumbre del sabio doctor Universus Creatorpópulos. Con cierta
pasta de su invención, llamada la marmolina, sustancia obtenida de la trituración del
mármol en aleación ponderada con arcilla figulina, había logrado construir un hombre, pieza
a pieza, fibra a fibra, poseedor de una perfecta masa de tejidos orgánicos, para el que estaba
destinado el elixir de la Vida, cuyo invento acababa de arrancar a las entrañas de la
Naturaleza, en la que el Sumo Hacedor depositó los fantásticos secretos de la Creación.
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El prodigioso inventor acercó la retorta a la inanimada figura recién descubierta, le levantó
la tapa craneana y vertió el elixir en la masa encefálica de aquel ser extraño, quien, al recibir
el candente y luminoso chorro, lanzó un penetrante gemido, movió los desorbitados ojos, y
al conjuro de su creador, que le decía: «Marmolín, habla, yo te lo mando», se irguió como
un gallo de pelea, y tendiendo la mano al sabio le saludó, jovial y campechano:
—Hola, ninchi, ¿cómo estás?
Al pronto le chocó a Creatorpópulus oír esta expresión tan madrileña y tan castiza en
labios del hijo de su poderosa fantasía; pero pronto lo comprendió todo al recordar que
cuando fabricó la masa encefálica de Marmolín entró en sus componentes una infusión de
gramáticas internacionales mezclada con extracto de timitos y modismos regionales.
Marmolín, por esta razón, sabía todos los idiomas y dialectos mundiales; así es que lo
mismo podían hablarle en catalán que en japonés, pues igualmente entendía el vulgar
«Díguili qui vingui» [Digues-li que vingui], que dicen en las Ramblas, que las siguientes
palabras: «Qui tinté en te tinta, Antón? Ting tanta sang que a las sinc ting son» [¿Qué tintero
tiene tinta, Antón? Tengo tanto sueño que a las cinco tengo sueño], que aunque parece
japonés también es paisano de las munchetas.
El ilustre Universus se encaró con su obra y le recriminó:
—Querido Marmolín, bien podías haberme hablado de usted, pues yo te debo merecer
toda clase de respetos. Soy tu creador. Ríndeme pleitesía.
A lo que Marmolín replicó, en el más puro madrileño del barrio de Cascorro:
—¡Amos, anda, y que te frían un guardia de la porra! ¡Ah! Y que te rebocen el casco.
El mozo, por lo visto, y aun conociendo todos los idiomas, sentía predilección, si no por el
idioma de Cervantes, a lo menos por el de los pollos caraba; pero como aquello, aunque era
castellano, no lo entendía el sabio inventor, éste, muy severo, le previno:
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—Te advierto, caballerito, que como me seas desobediente, de un puñetazo te desbarato
las napias. Y yo, de oírte, también me he contagiado de esos terminuchos canallescos y
chulapones.
Marmolín, ante la amenaza del sabio, que ponía en peligro la integridad de su apéndice
nasal, temeroso de no poderse sonar si llegaba el caso de acatarrarse, levantó su diestra y,
encarándose con su progenitor, exclamó:
—¿Tú a mí estropearme las napias? ¡Miau!
Dejó caer la mano sobre la cabeza del sabio, se oyó un crujido, como de olla al quebrarse,
y el ilustre Creatorpópulus cayó al suelo más k.o. que si Paulino le hubiese hecho el
obsequio de largarle un directo a la mandíbula.
Marmolín se quedó algo perplejo al ver aquel cuerpo tendido ante sus pies, y, de pronto,
pensó que debía contar hasta diez para saber si, efectivamente, su progenitor había quedado
k.o. Pero cual sería su asombro cuando, después de contar hasta trescientas, el cuerpo de su
víctima seguía en tierra, sin dar señales de vida. Se rascó la cabeza el mozo, frunció el ceño
y dijo con acentos de profunda convicción:
—Este hombre está fiambre. ¡La caraba! No me podrá negar que soy un tío de buenos
golpes.
6. 6
Marmolín se sentó a meditar que debía hacer en aquel trance. Consciente de su delito,
comenzó el siguiente monólogo:
—Marmolín, porque éste es tu nombre, según has oído decir a ese viejo que tuvo la
ocurrencia de darte el ser; Marmolín, metiste la pata no bien has comenzado a vivir. Haces
tu debut con un parricidio. ¡Muy bonito! Como para que te den las dos orejas y el rabo. A
estas horas debías estar confundido y apenado, llorando por los rincones y pidiendo perdón
de tu culpa. ¿Por qué no lloras, insensato? ¿No te remuerde la conciencia? ¡Claro! ¿Cómo
quieres llorar, como quieres que te remuerda la conciencia, si a este sabio del demonio, al
construirte, se le ha olvidado el dotarte de un alma? Buena la ha hecho ese botarate al crear
un cuerpo sin su alma correspondiente. Estás aviado, Marmolín. ¡Qué lástima de invento! Y
el caso es que estaba admirablemente planeado, porque ¡vaya si es maravillosa la formación
de mi cerebro! Realmente, es genial la idea de amalgamar la Enciclopedia Universal para
producir un extracto de todas las ciencias y de todos los conocimientos, en el que ha tenido
sumergida mi masa gris mientras era sometida a un baño de rayos ultravioleta. Yo lo sé todo.
Estoy en posesión de todos los secretos de la Humanidad; pero no tengo alma. ¿Es esto un
defecto lamentable? ¿Seré, acaso, el tipo de hombre perfecto? Voy a vivir mi vida, y así lo
sabré. Perdona que no me ocupe de ti, padre y señor, mi creador; pero ya lo dice el refrán: el
muerto al hoyo, y el vivo a los panecillos largos, o sea a aprovecharse de la vida. Adiós y
que te alivies, si es que eso es posible.
Dijo, y envolviendo su cuerpo en el tapiz rojo que lo había estado cubriendo cuando aun
era un ser en proyecto, no por la vergüenza natural de verse desnudo, sino para evitar el
acatarrarse, se lanzó a la calle en busca de aventuras que le permitieran vivir su vida.
7. 7
II
La aparición de Marmolín en las calles de Atenas fue un acontecimiento. Quiénes le
tomaron por loco; algunos lo creyeron un bromista, y no faltaron los que supusieron que era
un caprichoso que se atrevía a lanzar la moda de la clásica túnica griega, cansado de
soportar la tiranía del cuello planchado, los aprisionantes zapatos, los molestísimos
pantalones y el antipático sombrero hongo.
Le rodearon los transeúntes, impidiéndole andar a sus anchas, y a medida que avanzaba
aumentaba el numero de curiosos y desocupados que le seguían dándole escolta. Rogó
cortésmente que le dejaran la vía libre, empleando en el ruego todos los idiomas que poseía;
pero no lograba hacerse entender, o eran tan tercos aquellos viandantes que no atendían a
súplicas.
—Lo siento por estos cernícalos—pensó—, porque como me enrede a mamporros va a
haber en Atenas un día de luto.
De pronto se detuvo en el centro de una plaza, se cruzó de brazos con un gesto retador que
hubiese envidiado el propio Don Tancredo, y, encarándose con la multitud, exclamó:
—Señores, si yo fuese un torero comprendería esta curiosidad y disculparía tanta
expectación; pero fíjense en que no peino coleta. Así es que déjenme en paz, si quieren que
la haya, y tengan la bondad de circular.
Ni uno solo de los curiosos se movió de su sitio, y Marmolín, comprendiendo que a las
muchedumbres no se las convence con razones, levantó sus brazos, que giraron como aspas
de molino, y a este quiero y a este también, comenzó a repartir un suculento menú,
compuesto de excelentes mojicones, robustos capones, magníficas tortas de Alcázar y
copiosa cantidad de galletas. Aquello fue un banquete tan luculesco que, a poco de
comenzado, yacían por el suelo un par de docenas de comensales con las costillas rotas
y la cabeza llena de chichones.
Ante la fuerza de tales argumentos contundentes, huyeron los curiosos en dirección a un
puesto de policía, para pedir protección contra aquella catapulta humana que abatía a los
hombres con la misma facilidad que la hoz derriba los resecos bálagos que se siegan
durante los meses de estío.
Marmolín, barruntando una persecución policíaca que diera al traste con la libertad de que
pensaba disfrutar, emprendió veloz carrera en dirección al campo, y no llevaría recorridos
unos doscientos metros cuando oyó unos silbidos sospechosos que le hicieron redoblar la
velocidad de su carrera.
—¡Mi madre -exclamó-, tiran a dar y con bala! Esto se pone feo.
No bien había pronunciado estas palabras sintió en la espalda un golpe seco, que le hizo
detenerse. Seguramente había sido alcanzado por un proyectil y estaba herido; pero cual
seria su sorpresa cuando comprobó que no tenía herida alguna y vio en el suelo el casquillo
de metal niquelado, que, al chocar contra sus posaderas, se había deformado, sin lograr
penetrar en su cuerpo.
—Por lo visto, la pasta de que estoy fabricado me hace invulnerable a las balas—exclamó,
lleno de gozo—. Olé mi cuerpo flamenco y serrano. ¡Lo que me voy a divertir como esto
sea verdad!
8. 8
Tan pronto como acabó de pronunciar estas palabras recibió una descarga cerrada que le
roció el cuerpo de proyectiles, los cuales, como el anterior, cayeron al suelo sin causarle el
más leve arañazo. Se inclinó Marmolín a recogerlos, y, llenándose la mano diestra de
ellos, los lanzó contra los que habían disparado, causando un visible estrago entre las filas
de sus perseguidores. Enardecidos los policías ante la contemplación de las bajas que
acababan de sufrir, pidieron auxilio a un cuartel, del que rápidamente salió un regimiento
dotado de ametralladoras.
El jefe de las fuerzas militares escuchaba al capitán de los policías, adoptando un aire de
superior suficiencia, y sonreía, pensando en el poder y la eficacia de sus ametralladoras.
uando el jefe se hubo enterado del parte que su inferior le comunicaba, dio
instrucciones a un ayudante, este, a su vez, las transmitió a un comandante, el comandante a
un teniente, el teniente a un sargento, el sargento al cabo y el cabo se las notifico a un
cornetín de órdenes, quien hizo sonar el guerrero clarín, a cuyas valientes y agudas notas se
desplegaron en guerrilla las fuerzas. Un segundo toque les hizo avanzar, y al tercero, los
fusiles y las ametralladoras comenzaron a vomitar fuego, dirigido todo el contra aquella
especie de pelele que divisaban a distancia, vestido con un tapiz rojo, colocado a la clásica
manera helénica.
El repiqueteo de los proyectiles sobre el cuerpo de Marmolín le produjo a este tal cantidad
de cosquillas, que le entró un ataque de risa histérica, haciéndole exclamar:
—¡Ay, que me troncho, que me troncho!
El jefe de las fuerzas palideció. Aquello tenía todos los caracteres de una tomadura de
pelo, si bien reconocía que quien así sonreía ante un diluvio de proyectiles era un valiente,
con un corazón del tamaño de un queso de bola, y gritó a sus soldados:
—¡Fuego a discreción!
La granizada de proyectiles era abundante, y Marmolín, dedicado a recoger las balas por
el aire y a devolverlas a sus perseguidores con la fuerza de un ariete, parecía un malabarista
entregado a la pacífica tarea de entretener a un público numeroso haciendo una variada
colección de juegos icarios.
Mientras Marmolín se dedicaba a la entretenida tarea de devolver proyectiles a sus
obstinados enemigos, se hacía la siguiente reflexión:
—En cuanto que sepan esta hazaña mía en la Sociedad de Naciones me llaman
para que resuelva el problema del desarme. Lo que sentiré por las fabricas de armas, que
van a tener que cerrar todas, a menos que las dediquen a la elaboración de butifarra. Mi
distinguido creador no suponía el alcance de su invento, y ahora siento que haya estirado los
remos sin haberme dejado la fórmula empleada para la formación del hombre artificial,
porque con un regimiento de hombres como yo, los diplomáticos de todo el mundo podían
dedicarse a escardar cebollinos, que lo que es más guerras no volvían a provocar en su vida.
La ciudad se puso en conmoción. La noticia de aquel hecho insólito había corrido de boca
en boca, y ante los estragos que un hombre solo, al parecer invulnerable, estaba causando en
las tropas, acordó el jefe militar cambiar de táctica y decidió que cesase el fuego, para que
empezase a actuar el agua. Pronto llegaron todos los bomberos de Atenas, quienes
enchufaron las mangas contra Marmolín.
9. 9
Como el tumulto era ensordecedor, no se oían las palabras que Marmolín, impertérrito e
inconmovible ante la diversidad de chorros que sobre él caían, dirigía al distinguido cuerpo
de bomberos. Sonaron unas cornetas, cesaron las mangas de arrojar agua, se apagó el rumor
de la muchedumbre y se oyó la voz de Marmolín, que decía:
—Señores bomberos: Muy agradecido por vuestra amable atención al facilitarme la ducha
que me habéis proporcionado y que ha lustrado mi cuerpo gentil, limpiándolo del polvo y
del lodo que lo maculaba. Adiós, señores, y procurad acudir tan a tiempo cuando seáis
llamados para apagar un incendio.
Dijo, y saltando a un taxi que estaba a punto en el punto, lo puso en marcha y salió
disparado sin rumbo fijo, pero con ánimo de poner muchas leguas entre él y sus
perseguidores.
10. 10
III
—Mal empiezo mi vida—iba reflexionando—. Debo de haberle estropeado la digestión a
más de cuatro, y si no me alejo de aquí voy a tener que alquilar un cementerio para mi uso
particular, como hizo en Sevilla un tal Don Juan Tenorio. ¡Pero, señor, mire usted que la
gente es idiota! Si yo no me he metido con nadie. ¿Por qué me molestan y se interponen en
mi camino, como si vieran un bicho raro? Supongo que les ha llamado la atención mi
indumentaria, y a que ninguno vestía como yo, o, mejor dicho, ya que yo no vestía como
ninguno de ellos. Forzoso me va a ser el vestir como esa gente. Tal vez así logre pasar
inadvertido y consiga mi propósito de vivir mi vida. Veremos como resuelvo este problema.
Por lo pronto necesito dinero y ropa.
En este soliloquio estaba cuando advirtió que se hallaba en el campo de aviación militar,
observando como algunos aparatos estaban preparados para remontar el vuelo y como
hacían provisión de bombas en cantidad para arrasar una ciudad.
Se acercó a los aparatos, alegre y confiado, y no bien fue divisado por la oficialidad,
exclamó uno de ellos:
—Por las señas que nos han sido comunicadas telefónicamente, este tipo debe ser el que
se nos ha ordenado que destruyamos, aunque haya que emplear cien toneladas de trilita.
¡Sus, y a él!
Y, elevándose rápidamente todos los aparatos, dejaron caer sobre el campo de aviación tal
cantidad de material explosivo, que el ruido se asemejaba al que producen las turbas en la
Puerta del Sol la noche de fin de año, mientras comen las doce uvas y cae la bola de
Gobernación.
Acabó el estruendo, se disipó el humo producido por los materiales explosivos, y cuando
los aviadores aterrizaron, dispuestos a buscar con una lupa el descuartizado cadáver del tío
de la túnica, se lo encontraron sentado en el suelo, entretenido en clasificar por tamaños los
trozos de metralla de que estaba inundado el campo de aviación. Marmolín, al verlos llegar,
les colocó el siguiente discurso:
—Pero, pedazos de abejorros, y nunca como ahora tan bien empleado el calificativo,
¿quién os manda meteros en camisa de once varas? ¿Qué os he hecho yo para que así me
hayáis agujereado este excelente tapiz que hacía las veces de túnica? Ha bastado que os
digan: «¡¡A ése!!», para que os hayáis lanzado sobre mi con el ánimo de destruirme, sin
antes comprobar si había motivo para ello. Pues sabed que eso no está bien. En la vida hay
que saber lo que se hace, medirlo, pesarlo y después de estar decidido a hacer una cosa no
hacerla, que es la mejor manera de no errarla; pero os habéis llevado un colón y ahora me
voy a permitir romperle las alas a todos los aparatos, advirtiendo que si hay algún pollo que
proteste le rompo un alón.
Y, uniendo la acción a la palabra, con el mismo esfuerzo que se necesita para romper un
débil cristal, comenzó a dar golpes en las alas de los biplanos y monoplanos, que caían
destrozadas, como si las hubieran hecho harina.
11. 11
Cuando los aviadores quisieron oponerse a semejante faena, y a Marmolín había saltado
dentro del único aparato que dejó con vida, y, agarrándose al volante, se elevó rápido como
un cóndor, y, a poco, desaparecía en el horizonte, ante los asombrados ojos de los intrépidos
aviadores, mudos de estupor al contemplar hazaña tan audaz e inconcebible.
12. 12
IV
Marmolín volaba, volaba, y se había propuesto no descender hasta que se le acabase la
esencia. Él calculaba que con la que tenían los depósitos bien podía llegar hasta Madrid. Era
una obsesión esta de Madrid la que se había apoderado de él, y buena prueba de ello era
que, conociendo todos los idiomas mundiales, se inclinaba por el habla madrileña y
esmaltaba su fraseología de los timitos usados por los hijos de la villa del oso y el madroño.
Alentado por esta obsesión, se propuso llegar a Madrid de la manera que pudiese: sobre el
aeroplano o debajo de este, es decir, cargado con él a cuestas.
Como desde Atenas a Madrid hay un paseo más que regular, Marmolín se puso a hacer
consideraciones de este jaez:
—La verdad es que el caballerito que me ideó era un tío un rato largo de sabio, porque hay
que ver la de cosas que sé sin haber asistido a escuela alguna ni haber estudiado nada de
nada con nadie. De manera que si a mi inventor no le estropeo la fórmula al estropearle su
preciosa vid a y da en fabricar hombres semejantes a mí, se hubieran tenido que cerrar los
Institutos y las Universidades, porque los alumnos iban a saber mas que los maestros y,
naturalmente, los alumnos que lo saben todo no necesitan estudiar; por lo tanto, los maestros
y catedráticos tendrían que dedicarse a la agricultura. ¡Brava ocupación! Pues, ¿y los
médicos? ¿Qué iban a hacer los médicos si todos los hombres fueran como yo? Los pobres
señores no despacharían a tantos clientes con dirección al otro barrio, en virtud de un
diagnóstico equivocado. El hombre de piedra, el hombre moderno, si le duele la cabeza, no
tiene que recurrir a meringote alguno para aliviar el mal. El hombre de piedra, llegada la
ocasión, toma su cabeza, la desarma, la pone bajo el grifo, deja correr el chorro, y una vez
limpia del polvo que provocaba el dolor, a unir las piezas, a colocarla sobre los hombros y a
vivir. ¡Pobres médicos si no se llega a perder la fórmula para la fabricación del hombre
moderno, y pobres farmacéuticos, condenados a beberse todo el agua del pozo de la
rebotica, que no iban a poder despachar mezclada con anilina para darle color!
Como volaba a una altura muy considerable, las nubes le impedían ver lo que bajo sus
pies había, y pensó que sería conveniente descender unos centenares de metros para tratar de
orientarse y ver si era llegada la hora de aterrizar. Lo hizo tal y como lo había pensado, y al
contemplar el panorama que bajo el aparato se extendía se dio una palmada en la frente y
exclamó:
—Si no me equivoco, esos cuatro redondeles que diviso corresponden a cuatro plazas de
toros, que muy bien pueden ser la de Tetuán de las Victorias, la de Carabanchel, la vieja de
Madrid y la Monumental, y si esto es así, estoy volando sobre la coronada villa. Sí, justo,
esa gran mancha verde es el Retiro, con su estanque, espejo maravilloso en el que me estoy
reflejando ahora mismo. Descendamos un poco para admirar más de cerca tanto bueno
como hay por aquí. ¡Hombre, la casa de Correos, llamada Nuestra Señora de las
Comunicaciones! ¡Hermosa obra! ¡Mi madre! ¿Qué mole es esa con la que a poco tropiezo?
¡Ah, ya! Es el Círculo de Bellas Artes. Ya podían haberle quitado esa caperuza, que por
milagro no me ha hecho migas el aparato. La gente no sabe más que idear cosas para
molestar a la humanidad. ¡La Puerta del Sol! Estupendo sitio para que aterrice mi cuerpecito
serrano. A la una, a las dos y a las tres. ¡Pum! Mi abuela, ¿que ha sido esto? Ah, ya sé. La
red de cables en que se ha enredado el aparato. Me alegro, porque así le he dado tiempo al
público para retirarse de debajo y evitar el despachurramiento.
13. 13
En este soliloquio estaba Marmolín cuando se vio rodeado de guardias de la porra con ella
en alto y haciendo sonar el pito con machacona insistencia.
—Señores, que no he estrenado ninguna obra para que me ovacionen así—les dijo
Marmolín a los munícipes.
—Le ruego al volátil—replicó un urbano— que ahueque el ala, porque este no es campo
de aterrizaje, y permítame antes que le tome el número para imponerle una multa de
doscientas cincuenta pesetas, que se servirá pagar en las oficinas municipales.
—No asamos y ya pringamos—exclamó Marmolín—. De modo que vengo a Madrid en
son de paz, y ya me están hurgando para que se me ajume el pescao.
—Usted vendrá en son de paz, como dice; pero a mí me parece que viene usted en son de
chunga con esa ropita, propia de Carnaval.
—Las apariencias engañan, caballero guardia, y así, de pronto, parece que tiene usted
razón. Yo visto de esta guisa, porque no me han facilitado otra ropa desde el día en que vi la
luz primera.
Al oír aquella afirmación se miraron los guardias un poco amoscados, como quien teme
ser víctima de una tomadura de cabello. Decirles a ellos que desde el día en que nació no
había tenido más ropa que aquel tapiz era pretender guasearse del honrado cuerpo de
guardias de la porra, también llamados ángeles tutelares del viandante.
—Sí, señores, sí, no se extrañen ustedes de mis palabras—prosiguió Marmolín—. Yo soy
un recién nacido que no ha tenido tiempo de ir a casa del sastre; pero eso lo arreglaré yo en
un vuelo.
Y pretendió elevarse con el aparato; pero este no obedecía a los intentos del aviador, por la
sencilla razón de que se había roto en diecisiete pedazos.
A todo esto, la circulación estaba interrumpida, y el ruido que hacían las bocinas de los
autos y los timbres de los tranvías pidiendo paso era tan ensordecedor y tan alarmante, que
los guardias temieron la alteración del orden público y pidieron fuerzas al ministerio de la
Gobernación.
¡VAYA—dijo Marmolín—, se va a repetir el caso de Atenas! Pues no estoy para bromas ni
quiero entrar en esta hermosa tierra haciendo daño. Lo mejor será alejarme de aquí a todo
vapor y ver la manera de vestirme decorosamente, para no llamar la atención.
14. 14
Saltó del destrozado aparato, emprendió carrera por la de San Jerónimo y, a poco,
desaparecía por una de aquellas bocacalles.
Al pasar por una tienda de antigüedades, como la hallase abierta, penetró en ella, dispuesto
a vestirse con lo primero que encontrase a mano, y lo primero que vio fue una armadura del
siglo XV. No era cosa de titubear y, muy decidido, comenzó a introducirse en aquel marcial
indumento, cuando acertó a salir de la trastienda el anticuario propietario de aquel
establecimiento, quien, habiendo tomado a Marmolín por un osado raterillo, trato de echarle
el guante para entregarlo a los guardias; pero el hombre de piedra, colocándole un brazo
sobre el hombro, lo dejó sentado en el suelo y privado del conocimiento a causa del intenso
dolor que la presión de aquella mano tan dura le había causado.
Se acabó de vestir Marmolín con toda tranquilidad y se dirigió a la calle, pensando que si
bien aquella indumentaria no era la más adecuada para utilizarla en el siglo XX, por lo
menos era más decorosa que el tapiz agujereado por sus paisanos los atenienses. De sobra
comprendía que iba a dar más de cuatro sustos; pero aquella vestidura era provisional, hasta
que diera con un sastre o con un bazar de ropas hechas que le quisieran fiar un traje hasta
que tuviera dinero para pagarlo. Porque no era cosa de ponerse en medio de la calle, vestido
de aquella guisa, a mendigar una limosnita para ayuda de unos pantalones, de la misma
manera que hay quien pide para ayuda de un panecillo. ¡En qué conflictos suelen
encontrarse los hombres! Marmolín pensaba en la cara que iba a poner el sastre o el dueño
del bazar de ropas hechas a quienes se presentase un caballero del siglo XV para pedirles
unos meses de crédito a fin de poder pagar un traje de americana.
15. 15
Este problema le preocupaba al mozo, cuando oyó un chillido de espanto y vio a una
pobre mujer que corría despavorida, haciéndose cruces, como si acabase de ver al demonio.
—¡Lo que me temía!—se dijo Marmolín—. Mi aparición ha hecho efecto.
Dos guardias de Seguridad le salieron al paso y, colocándose a ambos lados del guerrero,
le invitaron:
—Tenga la bondad de venir con nosotros.
—Les advierto a ustedes...
—No replique y acompáñenos. Las explicaciones al señor comisario, y las bromas para
Carnaval.
—Es que yo...
—Mire usted, si se pone usted así lo vamos a sentir mucho; pero lo tendremos que llevar
amarrado.
A Marmolín le molesto la idea de verse conducido por las calles amarrado como un vulgar
quincenario, y decidido a no dejarse confundir, colocó una mano sobre cada uno de los
cascos con que se tocaban los guardias, hizo un poco de presión, y se los encasquetó hasta
los hombros, tan ajustadamente, que nadie lograría quitárselos ni aun utilizando
sacacorchos.
—Adiós, amiguitos—se despidió Marmolín—, y haced el favor de que yo no tenga que
enfadarme. Quiero vivir mi vida; de modo que a ver si va a poder ser.
Y se alejó más que de prisa, con tan mala fortuna en la elección de itinerario, que se
encontró, de golpe y porrazo, en plena calle de Alcalá. Con lo novelero que es el transeúnte
madrileño, tuvo una entrada triunfal. Algunos, creyéndolo hombre-anuncio, le preguntaban:
—¿Dónde se ha dejado usted el cartelito?
Y las exclamaciones eran como éstas, o parecidas:
—Debe de ser un chalao.
—Es el Cid Campeador, que va a comerse unas judías a casa de la Concha.
—Es un armao de la Semana Santa de Sevilla.
—A ver si es Cagancho, ensayando el nuevo ropaje que va a utilizar para salir de las
plazas de toros.
Atravesó Alcalá, penetró por Peligros y desembocó en la Gran Vía. El gentío, en
imponente masa, le daba escolta. Un golfillo, sin duda para mostrar el entusiasmo de que se
hallaba poseído, le arrojó una piedra, tan acertadamente, que reboto en el casco. Una
carcajada unánime y una ovación cerrada acogieron la certera puntería del muchacho, cuya
hazaña fue como una señal convenida para emprenderla a cantazos contra la armadura y el
ser que dentro de ella iba.
El león, acorralado, sacudió la melena, lanzó un a modo de rugido, y enarbolando la
columna de un farol, que acababa de arrancar de cuajo, dijo a la muchedumbre:
—Como traten ustedes de molestarme, me enredo a columnazos y causo la ruina de los
sombrereros, porque no dejo una cabeza en su sitio.
Mano de santo fue la amenaza, porque después de aquella faenita de la columna,
presenciada por los curiosos, no les cupo duda alguna de que también era capaz de
estropearles la calabaza que muchos suelen llevar sobre los hombros, y cada cual siguió por
su camino.
—Esto ya es otra cosa—dijo el de la armadura, dando un suspiro de satisfacción—. Ahora
busquemos donde cambiar de indumentaria.
Intentó atravesar la calle, para ganar la acera opuesta, y un grito de espanto se escapó de
los que lo contemplaban. Un auto de alquiler acababa de atropellar a Marmolín, dejándolo
exánime en el suelo.
16. 16
Acudieron los transeúntes a prestarle auxilio, y un señor, que dijo ser médico, después de
tomar el pulso al atropellado, exclamó, descubriéndose:
—Señores: en este hombre se aprecia la frialdad del mármol; y si a esto agregamos la
ausencia total del pulso, podemos afirmar, sin temor a ser rebatidos por otros distinguidos
colegas, que el ser aquí yacente ha dejado de ser para entrar en el no ser.
—Es decir, que la ha diñao—dijo una vendedora de pirulís que presenció el atropello.
—Como arpa vieja—afirmó el galeno, y agregó, saludando atentamente—: Señores,
aprovecho gustoso esta oportunidad para ofrecerles mis servicios. Aquí tienen mi tarjeta...
Se alejó el doctor, prometiéndoselas muy felices con el resultado de la propaganda que de
su profesión acababa de hacer; se alejaron los transeúntes, comentando, apenados, el fatal
accidente; unos guardias echaron una arpillera sobre la armadura, y de esta vulgar manera,
Marmolín, el invulnerable a los disparos de ametralladoras y a los bombardeos de avión,
feneció bajo las ruedas de un desvencijado cacharro de a cero cuarenta el kilómetro.