3. 3
[La dedicatoria tiene su miga, su importancia, su morbo.
Marichu, de la Mora, Áurea como la llamaba Dionisio, fue el
gran amor platónico de Dionisio Ridruejo, los versos de su
primer libro de poesía, “Primer libro de amor” (1939), están
dedicados, inspirados, por ella. Platónico porque Marichu,
nieta de Antonio Maura, madre del director de cine Jaime
Chavarri, reconocida falangista, fue secretaria de José
Antonio, directora de la revista “Y”, la revista de la Sección
Femenina, y escritora de libros infantiles, para su desgracia,
estaba casada, en una época en la que el matrimonio era una
religión, una condena de por vida. Cuenta la leyenda que se
alistó a la División Azul para alcanzar la categoría de héroe a
los ojos de Marichu, a la que mandaba cartas desde el frente
ruso. Que más de treinta años después del primer flechazo,
1935-1972, recogido en el poema “Aparición de la terraza”,
Dionisio todavía le siga mandando sus libros, de corazón,
dice mucho de la fidelidad, honestidad, de sus amores, de sus
obsesiones.]
4. 4
APARICIÓN EN LA TERRAZA
Cediendo el velo de la noche oscura
el plenilunio y miel de tu llegada,
sobre el húmedo valle levantada
cuando el verdor abisma su espesura
Abierta al cielo, solitaria y pura,
entre constelaciones revelada
y de severa fronda cortejada
para la intimidad de la hermosura,
veo aquella terraza y el instante
que en ella te brindaba monumento
junto a mi verso niño y vacilante;
y recuerdo la brisa del aliento
que el alma penetró, sueño adelante,
y aquel fugaz y eterno sentimiento.
5. 5
PRÓLOGO
El exilio viste mucho, confiere a todo lo creado en él un
plus de calidad, de culto, algo que entusiasma a los
culturetas, y a los progres, revolucionarios, de postal, a los
que se les llena la bocaza con las palabras obrero, pueblo y
gente. Siendo honestos en materia poética hay muy pocas
cosas valiosas, me viene a la mente León Felipe, Teresa
Gracia y para de contar. En cambio dentro de la dictadura
fascista de Franco, y en sus postrimerías, se hicieron cosas
muy valiosas, muy grandes, y por parte de gente adscrita, al
menos al principio, al Régimen, me refiero en concreto a dos
libros geniales, a mis dos libros favoritos de poesía:
“Diario de una resurrección” (1979) de Luis Rosales y “Casi
en prosa” de Dionisio Ridruejo, el libro de poesía más
alucinantemente fluido, arrebatado, poderoso, cristalino, de la
historia de la poesía española. El legítimo heredero, junto con
“Poemas de la Ciudad” (1960) de María Jesús Echevarría, de
“Poeta en Nueva York” (1929-1930) de Federico García
Lorca. Los tres escritos durante una estancia en los Estados
Unidos, los tres igual de geniales, de sublimes, aunque el de
Lorca, el único conocido, valorado, sea el que menos me
entusiasma. De hecho la única persona que apreció la
grandeza del libro fue el responsable de su estancia en los
Estados Unidos como profesor visitante de español, el
hispanista Ricardo Gullón, el cicerone de muchos exiliados
interiores, de muchos represaliados desde dentro, para Franco
cualquier disidencia era fuego enemigo, como todo
nacionalismo excluyente, sobre todo los periféricos.
“Nadie se deje engañar por el título. No prosa, sino versos
delgados, fluidos, de arte transparente, de gran economía
verbal.”
6. 6
A Dionisio Ridruejo los de derechas nunca le perdonaron
que un Falangista convencido fuera crítico con el Régimen,
acabó en la cárcel, y los de izquierdas nunca le perdonaron su
pasado Falangista, Divisionario Azul, con Berlanga fueron
más benevolentes, compasivos, su co-autoría del “Cara al
sol”. Ser un liberal, obsesionado por la reconciliación, en un
país sectario como España, es un sacrilegio, una afrenta a los
extremos. El liberal sevillano Chaves Nogales ha tenido, su
exagerada en mi opinión, resurrección, revalorización, el
liberal soriano Dionisio Ridruejo no ha tenido tanta suerte, es
demasiado bueno, único, para eso. Su sincera, militante,
realista, conversión al liberalismo, a la democracia, a la
socialdemocracia, le acarreó numerosas consecuencias: tuvo
que dimitir de la dirección de la revista “Escorial”, fundada
por él en los años 40, que pretendió reunir a vencedores y
vencidos sin ninguna discriminación, se prohibió premiar sus
libros, que escribiera en Prensa, y fue confinado a Ronda,
posteriormente a Cataluña. A partir de ahí los problemas
económicos le persiguieron de por vida, siendo su estancia de
dos años en Austin y Madison, donde coincidió con Octavio
Paz, su último, y más fructífero, oasis creativo, su momento
cumbre.
Julio Pollino Tamayo
9. 9
1
POR todos los caminos se va a Roma
y en todos los lugares, agotada
la sorpresa, la tierra es una misma
con su crónica luz rodando vaga
o luciente del alba hasta el crepúsculo.
Un mismo corazón se maravilla
o se hastía, conversa o rememora
llenándose de muerte y sedimento,
llenándose de vida que disipa
realidad con bruma de leyenda.
Pero persiste en la pared el mapa
de todo lo que ignoro. ¡Galería
de libros por leer! ¡Ojos lucientes
que no he mirado! Y queda el desencanto
de haber sido en la sombra
como una narración interrumpida.
15. 15
(Parpadeo sobre Manhattan)
2
ESTA floresta o catedral en isla
con monolitos de extramundo tiene,
para no ser lo de ninguna parte,
los injertos de todo: Maravillas
y horrores que han llegado de viveros
lejanos, de ciudades destruidas,
de bosques sepultados
a otro nivel.
Alguna vez las nupcias
han sido turbias: Carnavales góticos
o barrocos saliendo
por treinta pisos de ladrillo arriba.
Otras veces la yema se recuerda
y acaso llego a Londres
por el Gramecy Park o traigo Plazas
de España y acuarelas de Montmartre
al Village, o paseo Grecia, Egipto,
la China, hasta lo íntimo
de la íntima Europa
si voy al Metropolitan o cruzo
el bosque que en la noche
despierta lo terrible
hacia el trasplante en oro de Los Claustros.
16. 16
Junto Rue de la Paix, Via Condotti
en las vitrinas por el Rockefeller
Center y San Patricio, hacia la mansa
biblioteca en que buscan los gorriones
y palomas su miga entre joyeles
que luego se deshacen —centenares
de años de humedad por milla— al paso
de las vías con lepra
que siguen hacia el West oscuramente
con envases y cáscaras de fruta.
De Sur a Norte hay una sola sierpe
con curvaturas donde las fragancias
se traducen a imagen
en los grandes carteles encendidos
del teatro hacia afuera y hacia adentro
mientras pululan, entrechocan, gruñen
con luz de alucinado parpadeo
girones de rebuño y cuerpos sin oriente.
(Y ni siquiera falta en River-Side
un Duero soñador con alameda
en costa de silencio.)
Y lo apuñado: el África
en prisión con domingos
de clarinete y colorín; el húmedo
Caribe entre murallas de alambrado;
la cera reverente de las lavanderías,
y, flotando, un sin tiempo,
una espuma guardada
tras el cordón sedeño de un museo
de porcelanas.
17. 17
Pero está lo suyo,
lo de nadie y de todos, el invento
osado y aspirante
como el State Empire que divisa
el ocaso más lento,
o los prismas de acero encristalado
de la Park Avenue que el cielo usa
para mirarse vivo, con un agua
granadina a los pies. O el hacha vuelta
que se hace puerto al Este y cuyo mango
ciclópeo nadie toca
pero que no consigue, porque es hacha
todavía, lañar al pobre mundo
amenazado. Y quedan sobre todo
los puentes temerarios
que su propio tamaño hace sonoros
al Sur, donde está surta
la punta que dispara estalagmitas
para volver lo gran azul caverna.
Allí se pierde y borra la mediocre
columnata de Wall Street, la rubia
y dórica maqueta o el palacio
florentino y se achica entre ramajes
la blanca casa comunal que guarda
semillas del origen.
Lo que allí crece y puja
y vibra y se enarbola
sujeto a la tenaza de los hierros
que violan los límites del agua,
es el bajel cargado del cualquiera,
del nosotros, que opone
al ensueño sin fin y sin principio
de la mar allanada
una apuesta mortal, un promontorio
de tiempo y fantasía.
18. 18
(Madison)
3
LA ciudad ¿quién la ha visto? Por la arteria
tensa entre dos colinas pasa el aire
barriendo lo aterido y transeúnte.
Al fondo resplandece, cupulado,
un témpano de piedra. Al otro extremo
se desnuda el ramaje y aridece
la cumbre horizontal. Vence la tierra
emboscada y leñosa tras las casas
de pintada madera, marginales.
Los lagos fosforecen en la bruma
como frentes de cíclopes caídos
que ya no ven con sus vidriados ojos
el desguazado bulto de sus miembros
esparcidos, enormes, erizados
de vello vegetal. En los repliegues
se disimulan los hogares surtos
con aislado temor. Sólo a la noche
brotan con rasgo vivo sus señales
como largas cadenas luminosas
que sujetan a red, punto por punto,
la innumerable soledad humana.
19. 19
(Lago)
4
Lo que reluce es soledad sin sueño.
Tras el círculo vasto, con ceguera
de la luz caída, se delata el bozo
leñoso de la tierra.
En la borrada orilla
es más alta y concisa la madera
con sufrimiento. El agua
profunda no recuerda.
No hay un ave. El silencio
cruje sin esperanza. Arriba pesa
la nieve por caer a media sombra
con pluma de tristeza.
Lo que reluce es soledad. Un día
el corazón despertará por ella.
20. 20
(Campus)
A J. R. Mulvihill
5
LA torre trepadora
de un románico iluso
pulsa y pulsando mueve
la vida en los oteros
por donde están con olmos
titánicos de nieve
los palacios prolijos
o sordos del estudio.
Por un quicio entre horas
pululan los recuestos;
rasgos apresurados
con orejas desnudas
en las que el hielo pone
su pincel violeta.
Ir y venir preciso
como de meteoros
que no entrechocan porque
aquel pulso los lleva.
Son libros y papeles
y formas enguatadas
de cuerpos juveniles
secretamente esbeltos.
Cuerpos que sólo esperan
el metal de una risa,
un rostro vuelto al cielo
con voz de primavera,
para encarnar, rompiéndolo,
el carillón oculto.
21. 21
6
HOY el silencio es blando. Todavía
cae la nieve en la nieve
con muelle vaguedad. El horizonte
es sólo una sutura en la campana
del entresueño. La materia sorda
y ofuscada de luz vacía el mundo
al llenar el espacio. De repente
el bulto vivo con su fuerza umbría
de piedra y concreción brota en la nada:
Las altas piernas libres, la cabeza
con su dibujo vegetal, el busto
gemelo y navegante:
El poder de la tierra.
Crea y destruye. Pronto
el lago, ojo instantáneo,
volverá a adormecerse como un nido
adonde cae la nieve.
22. 22
7
HACE cien años. En Europa, un día.
En Asia, un parpadeo. Aquí la Historia.
Cerca de estas colinas, hace un siglo
apenas, guerreaban los jinetes
de cuero con los indios de los lagos
desmontando florestas y bajaban
a la tienda leñosa del camino
a comprar el cordel, el atalaje,
la camisa, el apero,
la salazón, el trago, la candela:
todo junto; como aún, en celofanes,
lo deja ver el drug-store reciente.
Hace cien años. Y lo viejo es viejo;
carcomido residuo para el hacha,
blanco para la bola pendulante
al cabo de la grúa. El viejo humano
no tiene su lugar. El vigor manda
y el niño en todas partes
devora omnipotencia.
Solamente los árboles
de torso centenario,
los olmos preservados de la tala,
elevan tradición, rumian edades
mientras cavan extraños roedores
en sus raíces y a su copa llegan
aves que no conocen el idioma.
23. 23
(Interior)
A Alicia y Diego Catalán, por
su casa abierta
8
A partir de las cinco
el mundo es una casa
que, caída la sombra,
da en isla rezumante
de su luz interior.
Para que el mundo quepa
se ha ensanchado el espacio
donde leen los niños
flora y fauna en colores
y la música acalla
al perro de tinieblas.
Los objetos son más
compañía que adorno.
No hay cocina en aparte
digestiva y cerrada
sino espacio de centro
que reluce y gorjea.
Voy de visita. Piña
caldeada a descuido
viviendo la cazuela
el libro, el alicate,
en su valor de útiles
porque afuera no hay manos.
24. 24
El huésped es el símbolo
de la calle anulada,
oído sedentario
que dirige los humos
del hogar hacia otro
espacio sin rutina.
El cansancio es dulzura
de palomar dormido
que se anima en dos tragos
para alargar la noche.
(Ella tiene los ojos
celestes con un punto
diamantino en ausencia.)
Es el mundo a la entrada
de un túnel, que resiste.
Mañana hará más frío;
motores del reparto
anudarán las redes.
La casa se irá haciendo
pequeña. La señora
será, en salir, la última
y verá desde lejos
un sueño de su infancia.
25. 25
(Juegos de invierno)
9
ERA el hielo manual. En grandes bloques
con su materia de esplendor apenas
más concreta que el aire, se ofrecía
al buhído cincel de agua caliente
para hacerse contorno
ilusorio de cosas
mentales o trasunto diamantino
—Venus, oso polar, casa de enanos—
que la mirada pasa: Joyería
que encofraba el silencio
en la cúpula blanda, oscurecida
para avivar centella en las aristas;
eternidad de instante. Los trabajos
de titán discurrían como el juego
de escribir en la arena. Usaban tiempo
crudamente mortal e invulnerable.
Apenas dibujado en veladura
el Sol era un lejano pensamiento
que torneaba el témpano más vago
en el alto taller de la ironía.
26. 26
(Seminario)
10
MI vida de aventura sin esfuerzo
siempre más entregada que prevista
dejándose gastar sin un repliegue
de ángulo muerto o soportal umbrío,
¡qué extraña ahora, toda
recogida en un texto
minucioso, intimista y reflejada,
con luz de tarde que declina apenas,
en diez espejos de avidez tranquila!
27. 27
II
Heme aquí ya, profesor
A Ángela y Antonio Sánchez
Barbudo, amigos de Antonio
Machado
29. 29
11
A
ME levanto temprano, casi al tiempo
que el raro cargador de mi osamenta
arrastrada con médula de sueño
a la sala de baños, colectiva,
reseca como un horno y destripada
de tuberías donde la pintura
harinosa se ilustra rezumando
orín a gotas. Una luz impúdica
que no deja rincón se va escapando
por la ventana y hace arder un poco
la herramienta asimétrica de la escala de incendios.
La batería de lavabos copia
entre vapores las cabinas surtas
—dos y dos, cuatro y cuatro— mal cerradas
de madera o latón. Se ven por bajo
una pantuflas flojas, casi ingrávidas,
o el hule lacio pare por su vulva
una lombriz, un globo, un esqueleto
que será cuerpo humano cuando quede
con la corbata puesta. De un momento
a otro irrumpirán, demoledores,
el Chaplin más antiguo, el bizco Turpin
o el hombre grande de la barba, haciendo
del ladrillo papel, mientras se cruzan
galaxias de nata por el aire
que van a dar en el mentón enteco
del profesor eslavo
que, desde su otro yo, mira impasible.
30. 30
B
«Heme aquí ya, profesor»,
Cito una edición genuina
por la memoria en amor.
El profesor examina
al día por su ventana
que tiene piedra de cruz
y es pequeña. La mañana
es de escarcha a contraluz.
La ventana da —es bastante—
a un arbolito diamante.
31. 31
C
Atravesando el Hall, digo «good morning»
a la telefonista o los retratos
con barba. El golpe frío
de la calle me embiste entre columnas
de un pórtico que he visto ya en Florencia
y aquí está injerto en Oxford. Paso —un salto—
la State Street. La biblioteca, enfrente,
reverberando en piedra. Al lado libros
de vender. Cerca, el «drug-store» caliente,
lleno como un desván con todo nuevo
pero cansado. Y su cafetería.
Me siento. Se serena mi conciencia
que sólo llevo abierta por los ojos
cuando no acierto a distinguir al mozo
de la zapatería del ranchero
que llena de salchichas el condado;
al profesor del albañil que juega
con el mecano grande
que es mi despertador y se alimenta
con grandes esqueletos prehistóricos;
a la estudiante camarera
de aquella otra muchacha
que vino de Chicago en el más vivo
Mustang de última cuadra. Mi conciencia
consume en paz manjares consabidos:
32. 32
huevos, tostadas —«I won't no butter, please»—
y café sin aroma. Me sonríe
el negro con sus ojos amarillos,
cada mañana igual, mientras escarba
sus dientes. Va enguatado
hasta inventar la obesidad, con barba
cana, y viste de negro: digo, viste
de azul y pardo, con girones casi
decorativos que sujeta o prende
con grandes imperdibles mientras colman
el gran bolsillo pectoral del mono
todos los lapiceros y las plumas
que han perdido en diez años
los estudiantes nuevos. Es un viejo
inveterado. Arrastra lentitudes
de selva cuando limpia los cristales
—único lujo de la calle— en todos
los comercios del día y bambolea
una belleza oscura vuelta hacia lo ciclópeo.
33. 33
D
Hay un cartel que sólo leo yo: «Cerrado
por idioma». La puerta es practicable
hacia el árbol de fruta más sabrosa
que me deja infeliz, con el jadeo
de la zorra sedienta.
Sólo se abre la sección callada
de línea y de color. La arquitectura
que niega-pone espacio
y yo hubiera querido... La pintura,
límite ilimitante, que tanteo,
infantil, si me encierran
los policías o el verano. El bulto
que centra el cosmos y si no fracasa.
Lo demás sobra. Falta. Los poetas
americanos, desde Poe, entrevistos
con llave falsa y a cristal humado,
me vuelven sus espaldas. Los filósofos
son de noche. La Historia me concede
—nombres, fechas— su pobre
escoria de aula sin ningún sentido.
¡Pero quién se saldrá del laberinto
sin su pequeño minotauro yerto
que escudriñado a diccionario acaso
llegará a sonreírme
desde lo impenetrable!
34. 34
E
Colina tras colina, todo el Campus,
como arrugado por un puño inmenso
es de altura y repliegue. En cada cumbre
brilla una ciencia con sus mecanismos
de enseñar-aprender. En lo más llano
tiende la agricultura sus dominios
con granjas de cristal. En el condado
manda la tierra. Nuestro reluciente
Van Hisse Hall torrea en lo somero
encristalado en sus catorce plantas
de monolito. En la decena, al fondo,
estará Mulvihill entre papeles
y humo de pipa, viendo el lago grande
que cabe entero en su ventana. El hombre
es nuestro relojero y minutea
español de trasplante. Esos muchachos
¿qué llanuras verán, qué catedrales
suyas, qué damas y campeadores
detrás de las palabras solfeadas?
Debo subir. En el pasillo neutro
donde un bulto de vida es un relieve
de insólito poder, me está esperando
una rendija negra, miradero
de la nostalgia abierta hacia una calle
de Madrid que desciende hasta el Retiro
y estará soleada ya a estas horas
del año que aquí vara la neblina
si no nieva o la helada
no corre degollando sus terneros.
35. 35
F
Un corazón que sube
una colina que puede
partirse en dos. El medio
es todavía un gamo
lleno de confianza.
El otro medio, herido, el de la sangre,
es un anciano lento entre la duda
de pararse o correr, darse al peligro
de la fatiga o esperar que venga
el hielo con su pinza
a estrangularle el caz.
Ir despacio. No puedo
creerlo y lo ejecuto.
Ir despacio, temiendo
a la aguja que corre
del esternón al brazo.
Ir despacio y que pasen
delante, sin quererlo,
mi medianero el ciego
que va atado a su lobo
como a un miembro, los fuertes
profesores ya canos,
el grupo casi informe
de fardos «over coat»,
la muchacha que mueve
el abril de sus piernas
libres hasta la línea
del puro escalofrío.
Voy despacio. Mis años
van conmigo y por fuera.
El otro corazón también me pasa
viendo gracia de almendro reluciente
sobre la cornamenta de los olmos.
36. 36
G
Heme, pues, profesor. La clase empieza
en rectángulo igual. Así me siento
lo que soy: aprendiz de mis lecciones
que veinte pares de ojos me construyen,
guiadores, con líneas
para un espacio donde tienen curso
pobres saberes de anarquía a tientas.
Todo fluye y fluyendo se derriten
las notas apuntadas, los opacos
pasillos estadísticos, la cifra,
la letra muerta. D. Felipe V
es un fantasma y sus tapices humo.
Pero algo quedará. Gana su savia
de objeto compartido
la España interrogada, aquí, tan lejos.
Se sangra y se libera lo que duele,
se aclara lo que ofusca. Hacen poesía
la Historia, el pensamiento. Es la sorpresa.
Hablar es aprender y me va haciendo
pueblo testificado en su relumbre
la conciencia plural en donde miro
cómo duele otro mundo
y cómo un verso puede hacerse un rayo.
37. 37
H
¿Vuelvo a la luz o salgo de ella? El aire
es muelle en su amplitud desembargada
de todo humo. El cielo tamizado
en su perlada cúpula se aviene
al espacio que abarca la colina
suspendiéndome el día. Ya se envainan
los cuchillos del viento y el diamante
es carámbano en rama y piel de lago.
38. 38
I
Alimentarse es necesario. Un trámite
de la rutina y con frecuencia un puro
pretexto para usar la compañía.
El lugar es al caso. Arriba hay orden
de madera y reposo, abajo embiste
la vida con más olas y hay cristales
con horizonte. Hacia mitad de Mayo
el pasto se hará suave en la ribera
con ascua en ramos y agua navegable.
El azar trae amigos —su ruleta
es de lengua insular— casi invariables.
Vendrá Badía, el catalán agudo
de perfil, sonreído
por una suave chispa franciscana.
O Brancaforte con tristeza en guiños
de una ironía que anidó en sus ojos
viendo acabarse el mundo en Siracusa
e ir los huesos de Alfeo en un arroyo
hacia la concha de Aretusa huyendo.
O vendrá Diego con la barba agreste
como careta de facineroso
en el rostro de un niño.
O estará Jorge, el portugués, que tiene
apellido fluvial y es una ola
atlántica que crece a gran espuma.
Antonio no vendrá, hasta que se funda
el lago de Chicago y esté esbelto,
para segar, el prado de su casa.
Hay luz artificial. Vamos comiendo
por hablar. Siempre es corto. Los relojes
funcionan sin descanso —¡Dios los guarde!—
aunque a veces se achican y parecen
olvidarse del tiempo y de nosotros
dilatando un bostezo. Aquí la tarde
será larga y tendida.
39. 39
J
La calle enciende pronto
sus luces y se pinta
repintando carteles,
esforzando el voltaje
a la oferta del ocio,
extendiendo su dedo
con flecha de automóvil
hacia el San Pedro blanco
del Dios deliberante.
—Las iglesias de cultos
convergentes apagan
discreción de ribera—.
Cede el frío. Camino
a carga de deseos,
a compra de ojos vista
para amueblar castillos,
para vestir al príncipe
que no hace falta alguna,
para ocupar la rara
biblioteca ilegible,
para colmar de flores
y vagas chinerías
lo de ninguna parte,
para saciar despensas
de desganado. Paso.
Pasar entresoñando
es el juego del niño
que hace sus digestiones
antes de sepultarse
en su oficio de adulto.
40. 40
Los precios —no hago cambio—
me parecen triviales.
Soy pobre. Por debajo
de mil, todo es corriente.
Y el carrillo que tiro
cargándose de nada
es de mi sombra y mío.
Ya ha pasado la hora.
41. 41
K
La tarde será larga y sin hastío.
Mañana leeremos a Gustavo
Adolfo que comprende el mundo
como el verso final de la Comedia
pero siendo infeliz. Y por la tarde
sonsacaremos a Baroja —bueno,
si se deja— algún tema discursivo
de Seminario. Con los libros viejos
y amigos ya, las horas pasan fáciles,
«Los invisibles átomos» se encienden
de la memoria al sentimiento. A ratos
nos permiten huir en remolinos
como entra y sale el aire en las novelas
que releo, vagando entre vapores.
La habitación es monacal. La cama,
sin espacio de amor, es de ir muriendo.
La estantería tiene mellas, pobre,
y es vasar de manzanas.
El comodín que finge caoba de pintura
es de lata y se viene tras mis manos
si lo abro. La mesa es lo más justo.
Me entredivierte el balancín de cuero
que ha sopesado la sabiduría
desde la guerra del catorce. Cruje
mientras Manrique, tras el rayo iluso,
vaga orillas del Duero. Dicho sea
que mis vagos paseos se han saldado
con un búho en papel, adoctorado,
42. 42
que con la sombra es Unamuno a rizos
y unas láminas gayas: de Picasso,
Miró, Kandinsky, Klee y, para el muro
que da encima del sueño,
un Chagal entre flores con Paolo
y Francesca volando como niños.
La austeridad es buena pero tengo
la costumbre sensual y decorada.
El color me sostiene. Ahora es fácil
el devanar de tiempo con regusto,
del tiempo que construye
mi horario americano
para igualarlo a tanto espacio libre
y de nadie. Lo gozo. El tiempo a sobras,
el lujo de pereza y fantasía
que aprendí en el colegio —¿fue lo único
que aprendí?— cuando hacía soñaderos
con forma de cabina en el estudio
gastándome otra vida que no era
rumia de corazón sino despliegue
de omnipotencia en episodios. Vuelvo
entre página y página a jugarme
la vida interrogada a cangilones
o abierta al imposible necesario
que pinta como quiere
alargando el asunto que ya es corto.
Las notas están listas. Todo en orden
y por su orden. Salta a quemarropa,
replicando campanas abreviadas,
el teléfono negro. De su abismo
brota entera una voz. Fuera es de noche.
43. 43
L
Usando los pasajes laterales
como cañones, cruzan los dos lagos
sus obuses de hielo. La aterida
cola del Pub para cerveza es breve.
Más adelante, en letras que chispean,
se anuncia a Joyce en blanco y negro: sueño
que destruye sus sueños. Lo hemos visto.
Voy, como muchas veces, con Eduardo
Aranguren —el hijo del amigo
en la angina de España— y sus amigos.
Es la veracidad estimulada
como un molino al viento.
La juventud más joven, la que ejerce
su oficio, es la que mata
la nuestra sacudiendo sus fantasmas
prestados que se hicieron
del propio corazón sangre en apuesta.
Ya no vale engañarse. La pregunta
obliga a tocar fondo y traducirse
a verdad resultante; a hacerse hombre
poniendo lo real sin proyectores.
Comemos en los griegos, donde tuestan
carne roja a la lumbre
y patatas al horno. Café pobre.
Y hablar hablando hasta poner la herida
abierta como labios parturientos.
44. 44
M
Confieso que la rosa que a mis ojos
restaura el alba cada día dando
su lección de mirada selectiva
con devenir de pétalos más puros,
ya no sirve a la noche cuando suben
las minas de carbón y los reptiles,
el lecho de los míseros, el lobo,
la carroña, el cuchillo y la locura,
la tierra y sus tinieblas.
No hay duda: el mundo es viejo y doloroso
o es nuevo y doloroso. Así lo usamos
y nos usó y así nos duele. Incluso
cuando goza. Sufrimos medio mundo
en amargura de pobreza. El otro
en plenitud de superficie. Todo
hay que pensarlo una vez más. Lo mismo
en el desierto atroz que en los jardines
el hombre es la pregunta ¿qué esperamos?
Regreso a casa con revuelta vena
¿hablar es no poder? Razono un mundo
de posibilidad y se me escapa.
¿Lo posible es real? El cuento humano
es de nunca acabar y nada vale
sentarse en un estado de conciencia
confiante, a la vera del camino.
45. 45
N
No son más que las ocho.
Quedan tres horas largas
para huir serpentina-
mente bajo la sábana.
El tiempo se hace ahora
apremio. Pide, manda
hacer. Pero una pluma
¿qué vale? La palabra
es cosa de la cosa
sabida y se le escapa
la cosa inexpresable
que sube a la garganta.
La sintaxis es pobre
y de otro mundo. Aparta
al mundo que me gime
fuera de sus murallas,
¿Qué hacer? Tomo papeles
y tijeras. La aguada
llenará el entresijo.
Me entrego a la artesana
inconsciencia y me dejo
ganar por sus fantasmas
denunciando lo roto
y lo aspirante. Vana
evasión en colores
de azar. Fatiga vana.
46. 46
Imitación del sueño
contado, que me calma
porque el objeto queda
fuera y en sí. Mañana
por la tarde —volvamos
a lo que hay— pensaba
subir por las colinas
frías y despojadas
a la caza de objetos:
Frank Lloyd Wright y sus casas
y la iglesia que junta
sus manos en plegaria
para el innominable
Dios de cada esperanza.
Mañana, si Dios quiere,
será otro día. Avanza
pesadamente el tiempo
al agotarse. Cansa
el soliloquio al borde
de su nocturna pausa.
Ojeo libro nuevo:
«Marcuse». ¿Es lo que manda?
La ducha me desviste
del día. Es como el agua
de Leteo. Voy siendo
una niebla alejada.
47. 47
Ñ
La bruma de anteanoche y duermevela
es pasado. La estancia es un vacío
sonoro en el silencio del albergue
con mis latidos. Pienso lejanía
y destierro. ¿Qué harán? Son otras horas
—¿seis horas más?— En casa duermen todos
—y mi madre en la suya, ya anudado
el hilo, apenas luz, que la retiene—.
Cada cual en su sueño. Ya no hay casas
en qué pensar. Mi lecho está vacío;
quien reposa a su lado es de azucena
cansada pero hermosa. Está en su olvido.
Los niños —rosa o bronce—, los adultos
en que viven mis niños, serán puro
vegetal respirado: Las miradas
—azul, oro— abolidas,
fragilidad y fuerza niveladas.
El orgullo es pavesa de ceniza
que me quema en rescoldo. Pero todos
están lejos —no es tiempo de distancia
sino absoluto— en la cerrada noche
que allí da paz y aquí punza y enfría.
Ahora sí: «tic, tic», siento el golpeo
del corazón mecánico y me gasta.
Heme aquí, pues, de profesor, de pobre
profesor en penumbra, pobre bulto
hasta que venga la dudosa aurora
y aquel ajeno a remolcar mis huesos
a la sala de baños.
51. 51
12
(Ropa interior)
POR este escaparate
pasa de refilón el hombre serio,
la mujercilla con sombrero a flores,
el tímido. La plástica
industrial puede hacer carne de imagen
y el celo de la oferta desvestirla
a medias. Lucen breves
y transparentes rosas, blancos, malvas,
negros, rojos, azules, amarillos
en cendales que exaltan cuando ocultan.
No hay cabezas ni pies para el deseo.
52. 52
(El otro lado)
13
Lo que sobra a la vida
—la buena vida de la tienda en orden,
la digestión puntual, el sexo listo
para el sábado próximo y el pasto
de la imaginación a cuatro tintas—
todo va sin remedio a las callejas
laterales de orín y gato pobre
donde el papel llovido y la lata amarilla
tienen su otoño oscuro,
donde el hierro gastado desciende en escalones
para ocasos de urgencia,
donde el perro del viento se arrincona
mordisqueando las estalactitas
con un poco de hollín en el azúcar
que ha dejado el invierno,
donde se cierran puertas de misterio
como espaldas ruinosas.
53. 53
(América amarga)
A Benito Brancaforte
14
ME para la vitrina
con carteles y láminas,
América se acusa.
Entre Miró y Kandinski se destaca
lo que golpea. A enorme claroscuro
el guerrillero de esponjosa barba
es ya gloria de nube. El estudiante
enrolla bien el ídolo y va a casa
a entronizarlo, íntimo,
con el disco y el libro y la muchacha.
El presidente que bracea en Washington
es un monstruo a motor que con sus garras
destroza medio mundo.
Los negros, sus trompetas, sus guitarras;
los pobres, sus alcobas con remiendo;
los oscuros de más al Sur; los parias
del Imperio son tema
de los mejores «posters». Casi nada
se refiere al «Apolo», a las cadenas
de montaje, a las fábricas osadas
de aluminio y cristal, al «campus» próximo
las Cataratas, el Cañón, las peñas
labradas que anticipan lo inhumano,
o la secuoya que hace túnel. Hasta
la libertad se elude, cuya antorcha
quemó a raudales vida y esperanza.
América se mira
en un espejo de dolores: ¿Harta?
¿Para ocultarse o para verse? Nadie
me lo diría aquí por donde pasa
ligero lo pesado hacia sus tiendas,
sus grúas, sus talleres o sus granjas.
54. 54
(Center shop)
15
ES el centro ideal. Son ideales
los radios, la circunferencia,
el mundo, su sintaxis
de gasolina.
Pero pulula. Expide
carne, zapatos, herramientas, leves
peinadores de gasa o aparatos
de tele-ver-fantasmas, a destajo.
Es la vida y no cesa
aunque a nadie reúne.
Es el Ágora rauda
de una ciudad abstracta.
55. 55
(Domingo)
16
TODO es Parking. Reluce. Quita hierba.
Irrumpe sombras de arboleda. Nada
recuerda a un automóvil. El espacio
es tonelaje en una mar pintada.
¿De dónde aborta la ciudad, que une
veinte calles si acaso, esta riada?
El Stadium dirige al cielo abierto
su bocina de gritos y la carpa
estable, que trepida metal dentro
de su globo insular, engulle, evacua,
millares de gusanos que han dejado
en buen orden sus cáscaras.
La pasarela curva
que monta la autopista, ve la calva
lejana de un pastor —ejemplar X—
que parece crecer en la majada
vaguirroja, oteando ya crepúsculo,
antes de recoger a su manada.
56. 56
(Iglesias)
A Antonio M. Badia
17
NO hay panteón difuso. Las iglesias
son las celdillas múltiples
de una sola colmena que se abre
en muchas direcciones, acopiando
floración derramada a un solo dueño.
Algunas dicen lo aspirante en flecha
pero otras se detienen en el aire
con frente pensativa
o han juntado unas manos de plegaria
en sus dobleces de cubierta como
aquella de Frank Lloyd en lo más alto
ensayada en papel y de una pieza.
Están abiertas como vertederos
de la miseria sin consuelo o como
linternas de esperanza o como simples
salas de fiesta y compromiso para
darle sintaxis a un vivir tranquilo.
Hay de todo. Una vaga muchedumbre
con rutina de sábado o domingo
que se viste del día,
va a confirmarse de soslayo y luego
se ve directamente reflejada
en el altar espejo.
Muchos entran silentes buceando
tras de la escena crónica
amor de fuente que promete vida,
funda realidad o hace posible
romper la soledad dentro del pecho.
57. 57
Todo es necesidad, alta o moliente,
de coro o de silencio
que al preguntar responde.
Hay una iglesia que interroga sólo
hacia lo innominado. Y no hay ninguna
que quiera alzarse a palo de navío
con la ciudad entera
o pueda con su cúpula
dar por cerrado el mundo.
58. 58
(Autopista norte)
18
LA diferencia empieza —cuando empieza—
con un millar de casas. Estos pueblos
de iglesia, cementerio y calle breve
con el comercio en carretera, copian
—si quizá unos carteles
que les son forasteros, los declinan
en otros casos de color— lo visto
al pasar en Polonia y Dinamarca,
en Alemania y Francia por el Norte,
con sus barracas como sangre oscura,
sus casas de madera blanca, negra
o natural. Sus hombres todavía
no han lavado el terruño en sus facciones.
La ciudad es invento y ya se sabe
que el planeta es redondo.
59. 59
(Cementerio)
19
NEGAR la muerte es imposible. Viene
por todas partes. Como hielo crudo
que desdora el otoño y como rayo
que raja el tronco de la primavera.
Como secreta podredumbre viva
que deja de comer o como bruto
que desde fuera rasga. La llevamos
en las horas contadas o nos tiende
su trampa en el descuido. Es nuestra casa
originaria donde volveremos
sin remedio a dormir. No hay quien la oculte.
Cabe disimularla. Para todo
tiene industrias el hombre y hay estudios
de repintar cadáveres con suave
música celestial y hasta con discos
donde el muerto agradece los favores.
Aunque al fin es preciso devolverlo
a su dueña. Sembrarlo o reducirlo
a vago polvo estéril. Pero es terco
en su residuo. Al fin y ni cabo el hombre
se ha hecho labrando su esperanza sorda
en urnas y pirámides. No puede
de un golpe separarse de sus muertos,
separarse del sueño de ser sueño
de tierra inacabable. Su gastada
60. 60
resistencia ha inventado estos jardines
donde la muerte late con los pájaros,
negada, distraída. Donde un niño,
el más medroso de los niños, puede
quedarse con sus juegos, pues ninguno
de los parques sonríe mejor hierba
ni en octubre se encienden tantos cobres,
púrpuras, oros, ocres, verdes suaves
de ala tenida, como en su arboleda.
Los hermosos jardines de la muerte
sobreentendida, entre los hitos pulcros
sin patetismo, chicos como el ara
de alguna ninfa, donde queda impresa
la cruz, la estrella, el nombre, como un llanto
de manantial sin énfasis que enjuga
la piadosa alegría de las flores.
63. 63
20
¡Los pájaros por fin! Bajan en copos
y anticipan sus hojas a las yemas
de los ramos oscuros o proclaman
la flor en los arbustos con su pía
lengua de surtidor. Corre su sombra
convertida en aguja de diamante
cortando el reverbero cristalino
en la piel, ya delgada, de los lagos.
¡Los pájaros por fin! La hermosa fiebre
del ciclo vuelto a hacer cuando la tierra
desenfarda los cuerpos y en los ojos
vuelve a hablarse o reír y se convoca
lo que iba hacia la muerte.
64. 64
(¡Bah!)
21
No tardaré en morir, me dicen, sierpes
cansadas, mis arterias.
Lo extraño es que el corazón dé abriles
con tan desalentadas jardineras.
65. 65
22
LA noche es alta. Un árbol
invisible la tiene
y los grandes conjuntos
estelares esplenden
ilusión de quietud.
Los pasea la mente
dibujando, de punto
en punto, lo que tiene
aprendido en los siglos
de misterio y de nieve.
La copa de los aires
calmados, transparece
en su sombra de tierra
lunas desfallecientes.
De pronto ronca o silba
otro viento. Aparecen
constelaciones libres
y errantes. Cruzan. Mueven
su estrella más voluble
diciendo lo que duele
en su destino humano
de parábolas. Vuelven
abierto lo cerrado,
temporal lo presente,
y nosotros bajamos
a nuestra fe de muerte.
66. 66
23
ESTE es el lago chico. Su arboleda
ya da sombra. Se escuchan
rugidos de león, risas de hiena,
cuchicheo de monos. ¿Es posible
todo este ruido ecuatorial, si apenas
se ha hecho flores la nieve?
Hay rejas, alambradas. No es la selva.
Dos grandes osos blancos
se bambolean, torpes,
hacia el foso con témpanos de fábrica.
Los otros dos son negros
del país y descansan naturales.
El asno sufre, el elefante gime,
la pantera se crispa en sus vaivenes.
Las cavernas con paja
dan un hedor de fuego y agonía.
67. 67
(Vista y no vista)
24
Esos ojos entredormidos
en un media ausencia
de azul fosforescente,
rasgados en penumbra
con la hierba más pálida de estío,
son la estrella de siempre,
innominada, errante,
que nos guía al consuelo
de fe y adoración.
La misma estrella viva
de una noche cualquiera
que se enciende en la lumbre
de su propia piedad
sobre el bosque con niebla de la muerte
nuestra de cada día.
68. 68
(Pareja con lago)
25
JUEGAN junto a la onda
libre ya pero fría,
sobre dos escalones
musgosos, con un árbol
en dosel floreciente.
Es medio sombra. Brilla
el lago al recordarlos
en el mismo presente.
Es ella la que gira
y manda. Él es lo fijo;
bulto simbolizante.
Ella esconde la espalda
en el ángulo abierto,
meditador, del macho.
Se levanta y suspende
tenida de las manos
apenas, en un riesgo
diagonal sobre el agua.
Luego, como la ola
que no vendrá, se rompe
abrazando. Su pelo
es una espuma atada,
son de ceñida rosa,
las piernas alargadas
para el ballet de nieve,
de fuego, de inocencia,
de antigua y restaurada
sabiduría. Miro
serenamente usando
con zumo de ternura
una fe sin envidia
que da la primavera.
69. 69
26
LA piedra es piedra, llana y aplomada
y cuando me reposo en su cimiento
caldeado de sol, pone en olvido
su jadeo mortal de carne abierta
y cobra mineral como el lagarto,
centella potencial que late apenas
atada al gesto arcaico de un relieve.
La memoria se vuelve sedimento.
La mirada es cosecha. Ve incendiarse
el ciruelo silvestre y ve con aves
deshojada la rosa volandera.
Junto a la casa de los libros rumia
la torada mecánica el regusto
de los muslos que pronto
vendrán a desmandarla. Las parejas
van midiendo la altura del gramaje.
La fuente liberada de su plomo
habla del agua. Un solitario cruza
para sí disfrazado de sí mismo.
El castillete rojo
de apagada quimera ya fulgura
pintándose en el lago que hace días
liberó al tiempo: el mismo que disuado
cuando palpo y asumo
la soleada fe de una materia
duradera y cerrada.
70. 70
27
SIEMPRE alegra la tierra
de subir y bajar,
la hierba de recuesto,
el árbol de almenar.
La tierra —tan extraña—
que se vuelve a anegar
de memoria al abrirse
el oscuro hontanar,
larga muerte del día
en el llano o el mar.
73. 73
(Gira a Chicago)
28
VER y no ver, de prisa.
El lago en mayor plata,
la ribera en más cumbres,
el cielo cornisado a fin de siglo
con más preciosidad,
el trepidar metálico montado
en penumbra de túnel,
la abstracción de Picasso
a escala de ingeniero,
el mirador o encristalada nube
del piso treinta tantos que no pesca
la unidad entre redes,
las colmenas clavadas
con alfiler en tierra resaliendo
sobre el nivel promedio que hace sima
la arruga de las calles,
la pirámide trunca que aún se escala,
la torre que recopia en el acero
y vidrio de las ondas su estatura
sinuosa de acero y de cristales,
el castillete vano que se burla,
sangre manando por raudal oculto,
74. 74
picantes arrabales de madera
con su otoño en papel, fragor de guerra
en el puerto con negros, arrogancia
grecolatina en el juguete grande
de las ciencias, rugiendo al rascacielos
que corta el descampado, junto al puente
un airado león. Colgado a un muro,
un niño lo contempla todo, enormes
los dos ojos sin iris
sobre una mancha roja —el indeleble
sello de nuestro día acalorado—
de Francisco de Goya, el gran testigo.
75. 75
(Chiste del papel viejo)
A Mencía y Jorge de Sena
29
NO me digáis que en Texas hay petróleo,
frutas en Canadá, leche en Wisconsin,
motores en Detroit, carne en Chicago.
Ya se sabe. Decidme quién diluvia
este papel sobrante
que va cubriendo a América; este largo
basurero que abruma calles, costas
de lago, márgenes de río
y carretera, parques
y tierras de labor. Lo volandero
—girón, burruño, envase, flor sin ganas—
tiene hermanos de lata renegrida
y barril desguazado y es pariente
del desconchón y la cabaña rota
junto al Building triunfal. Mientras asciende
el nivel de lo muerto, espero un arca
por si hay un inocente que responda.
76. 76
(Viaje al Mississipi)
30
ES lo grande. Callamos. El aliento
adelanta el impulso de habitarlo
y nos deja vacíos.
Si no fuera por esto planta cobijante y undosa
que en lugar de ostentar disimula su flor amarilla,
si no fuera por estos árboles
minuciosos y enmarcadores
y por la ardilla que se nos queda atenta
llevándose las manos a la cara,
no sabríamos cómo sujetar el respiro
para irnos preparando a aposentar en la mirada
la repentina vastedad.
La cuenca,
que apenas puede dominar el cielo,
entra en los ojos poco a poco pasando a ser cosa
líquida, vegetal, entre horizontes
de ondulación multiplicante y desdoblada.
Es el enorme espacio deprimido y pantanoso
donde, caudal aunque todavía adolescente,
llega el Mississipi a cosechar las aguas del Wisconsin
con grandes arboledas emergentes
parecidas al recuerdo de aquellas que ninguna conciencia vigilaba
y que sólo algún niño pensativo
se ha atrevido a pintar para servir de fondo
a la deforme crueldad de los grandes reptiles.
77. 77
El río mayor viene desde lejos
aún perezoso de los hielos flotantes que se le van rompiendo por el Norte,
pero ya acelerándose como si presintiese en un recuerdo
sus antiguos triunfos meridionales.
Pero él es nuevo a cada instante y representa
la imposibilidad desmemoriada del retorno.
¡Triunfos pasados de sus ondas irrepetibles!
Memoria nuestra y nunca suya
del humeante vapor de ruedas y las balsas encordeladas
que llevaron a Huckleberry con su negro niño
por entre los islotes de aventura
y que hacían entrar la madera en Nueva Orleáns
mientras desembarcaban del vapor los aventureros atildados
y las señoritas de polisón atrevido
entre los grandes fardos industriales.
Pero esas son historias
y el río no hace ni cuenta ni guarda su historia.
Es incesante manantial que crece y acopia, deviene y refleja
sin vivir ni morir en su discurso de instante irreparable
desde la fuente al mar, a la nube, a la fuente,
con rotación que algún dedo parará en un sin día
cuando ya no quede nadie para contarlo.
El río va acopiando muertos, muertos y muertos, ignorante,
desde la hoja seca y desprendida
hasta el náufrago voluntario
que se le entrega como a un Dios insensible.
Y va copiando vidas, sin memoria,
de onda en onda cambiante,
llegando al mar como si nunca hubiera sido abierto
y nunca hubiera sido contemplado.
78. 78
Él nada sabe de nosotros aunque habla largamente,
pues lo que dice no dice nuestra vida
que es pobre soledad de sedimento.
Nuestras vidas, que no son como los ríos que van hacia la mar,
sino riberas cansadas del discurso que nunca retorna,
fascinadas de ver disiparse el instante fluido
mientras en el espejo se abisma la imagen
mirándonos deforme y extrañada
de que aún nos parezcamos mientras nos vamos deshaciendo.
Aquí el río vacila con su desbordamiento
de laguna y miraje, como si recobrase una conciencia
y acumulase edades imitándonos.
El espacio es germinal y en estas arboledas de savia cenagosa
se reúnen las aves emigrantes
a amarse y repetirse descansando
antes de alzar un vuelo que es fronterizo de la muerte.
La gran resombra de alas es rebrillo
en las charcas inmóviles de margen arbolado
y pantanosa soledad oscura.
Lo abierto es como el haz de lo oscuro y nos gana
para su confusión. En su grandeza
nos encontramos ciegos, derramados,
ensordecidos, infinitos, pobres,
hasta que el alma se acomoda y puede
crear su imagen y guardarla unida
como una mariposa disecada que ocupase un gran bosque,
con simple maravilla de recuerdo
mientras el río queda reteniendo la tarde.
79. 79
(Homenaje a Frank Lloyd Wright)
31
1
NO decorar el espacio:
construirlo. Hasta el camino
de los humos es palacio
2
Horizonte de ventanas,
tan vertical cada una
en su horizonte. Así basta.
3
Son dos ángulos que rezan
al cielo deshabitado
y al campo de ruda leña.
4
Roca, ladrillos, madera
—casa roja de Chicago—;
la forma de su materia.
80. 80
5
Dos macizos volados
de hormigón sobre peñas,
y en medio los cristales
que abajo se liberan.
6
Construye pero no toca
subrayando la colina.
El agua llana lo copia.
7
El caracol no sospecha
que al girar sobre sí mismo
dibuja la luz eterna.
81. 81
(Visita a Washington)
32
ESTÁ dentro de un parque. Los cobrizos
oros son ascua roja hacia los muertos,
pasado el río. Hay jungla temeraria
de humedad por instantes; por espacios
un deshacerse en víspera de flores
o cascada otoñal. Acaso llueve.
El centro es hierba y tala
de descampado apenas definido
por los gigantes blancos —diminutos—
y aquel obsceno surtidor que sube
la marmórea pirámide a los cielos.
Es París en la plaza
mayor de un continente
pensada en dos millones
de ausencias. A su flanco
unas escalinatas
suben hacia el secreto
—azul, ocre, amarillo—
de Wermer, calculado
para pupila y corazón pequeño
en una luz cernida.
82. 82
(Salida por Nueva York)
33
SI ser hombre es atar la tierra al tiempo
de su necesidad, siento el orgullo
pisando la herramienta
de larga luz montada
sobre el agua. O mirando
canalillos abiertos
hacia la luna llena
a gran altura o viendo
cambiar el argumento de los cielos
en el cristal de los ochenta pisos
o entrando al gabinete
donde Felipe IV
viste de gala para el fin del mundo.
Si ser hombre es romperse
aquí soy hombre y grito en el Garnica
destruído y conjunto
o ante las arruinadas escaleras
y lagos de basura
por espaldas de liquen,
o en el oscuro «ghetto» que acongoja
y abrasa con pintura y del que salen
los ojos viendo cera
en los cuerpos de rosa más lozana
que agusanan las grandes avenidas.
Si ser hombre es crecer en esperanza
y dolor, yo lo vivo en esta isla
que, excedida a las nubes, no reniega
de su escoria. Un retrato
del Manhattan del fin o del principio
arde con los verdines
y las lívidas llamas de Toledo.
87. 87
(Puerto Rico)
34
LAS Antillas. No hay oro
tan relumbrado; verde
tan secreto y carnal. Penetra el mundo
por la piel como llaman a los dedos
más que a los ojos esas luminarias
abiertas en los árboles.
Voy en busca de un muerto.
Queda el nombre y es vano
porque todo es rebrote,
como son vanos los cañones gruesos
en el vecino roquedal de prismas.
Paseo por las calles
blancas y apalmeradas
de un Motril de trasplante,
pero el mar encegado
lo absorbe y lo destruye.
Lo demás... ¿es que existe?
Un lujo de momento
pone espalda a las playas
que fueron oro libre.
Junto a un charco de estaño
anidan los castillos
chicos de la miseria.
Más lejos, en un parque,
los libros son palomas.
Más lejanos aún
los montes se humedecen
cazando con lianas
pájaros de colores.
Pero todo está junto:
La luz es una sangre.
88. 88
(Antillas)
35
VOLANDO a dos mil metros
voy contando las vértebras
de un saurio dilatado
que quizá vive. (El cielo
está sólo en su cueva.)
Los verdes emergentes
son oscuros de sombra
con corola de fósforo.
Las manchas sumergidas
son de fosforescencia
pura, con varias orlas
del esmeralda al fuego.
La espina prolongada
y curva da a los mares
un señor de secreto,
confirma los abismos
en azul tenebroso
y desvanece toda
ilusión de llanura.
89. 89
(Desembocadura)
36
CONFUSIÓN de las aguas y las tierras
donde aquel buen Alvar quedó desnudo
para rasgar la fábula
del salvaje dichoso.
Mete el Mississipi sus veinte millas
de pez fangoso hacia alta mar y en cambio
siembra el mar de lagunas el dominio del polvo.
Parece que está el mundo
creándose. Desciendo
sobre Nueva Orleáns y reconozco
lo humano en las riberas
guardadas por lanceros.
90. 90
(Sobre Austin)
37
UN río que divaga crea lagos
de adrede donde aclara
su nombre colorado
—que no es aquel bravío
y zapador— y guía con dibujo,
entre arboleda y matorral espeso,
a la ciudad sembrada
por todas partes que se clava a un centro
de cúpula y de torre, retostando
a un San Lorenzo sol en su parrilla.
93. 93
38
EL calor; este muelle
regazo de la vida
que va andando despacio
vegetal y sintiéndose
derramar cuando todo
lo que se piensa es sueño.
94. 94
39
UNA montaña a torno va en el centro
siempre diurno de una cruz. Hay otras
a Oeste, Sur y Norte. Casi sangran
Brazos, La Vaca, Nueces, Colorado,
La Mar —en sus espacios de arboleda
donde la cascabel puede acercarse
y vibrar la coral— al ser tajadas
por las áridas vías numerales
que se suceden hasta el arco vivo
de un agua lenta que se piensa lago.
En el inverso Norte
una torre extremada
que pastorea estudios y nogales
recibe —si el equipo ha dado juego—
una suave corona de naranja
con un poco de ocaso retenido.
95. 95
(Ventana)
40
APENAS un plumero
de cola se disipa como el rayo
cuando del otro lado del cilindro
asoma el morro agudo ante unos ojos
de aguja alerta. El juego se repite
a dos niveles. Otras veces corre
seguida de alto a abajo la pareja
como si galopase una llanura.
Esa savia exterior niega el invierno
de leña en el nogal. Mis ojos creen.
96. 96
41
BANCO. Zapatería. Grill. Convento.
Tienda de libros. Puerta
de Iglesia. Cine sexy.
Bar de café, rosquilla y marihuana.
Club de pobres. Bazar cooperativo.
Más libros y camisas. Novedades
para muchachas íntimas. Objetos
de para nada —hay una mariposa
enormeazul en un cristal de cubo
que cada día adoro—. Residencia
evangelista. Joyas de momento.
Todo lo de vestir (queda incluido
siempre el despertador). Freiduría
inglesa, sin olores.
Las dos negras preciosas. Las tres rubias
disfrazadas de pobres. La guitarra
al sol. El grupo de empellones mansos.
Los vaqueros a pie. La risa al trote.
Las hamburguesas de la urgencia en humo.
De todo y por su orden. Es la calle
de Guadalupe que siguiendo el dedo
negaría a los montes, pero es rueda
que gira y gira sin ningún cansancio.
97. 97
42
SOLO y más solo. Solo
sin frío ni calor. Solo y vertido
al mundo destilado a pensamiento
o repasado a láminas.
(La voz de Polifemo aún resuena
en su espejo de mar). Sólo. Estoy sólo.
98. 98
43
ME han recetado pasear. Paseo
hacia el Stadium y sus arboledas
por donde un agua sucia
hace barranco con escombros. Cerca
otro arroyuelo tímido
sale de puente a claro y riega un parque
de papelera inútil y quiosco inservible.
Paseo por la umbría carretera
que va hacia Nueces, a poniente, y deja
ver algunos palacios
cubriendo su dieciocho americano
de plantas trepadoras.
O marcho por la State penetrando
como una aguja el túnel
que llaman Capitolio,
parándome a mirar el buey alzado
de cartón o los grandes almacenes
que me quedan sobrantes
o descubriendo el cielo
sobre las catedrales de la banca
y el árido cajón de los hoteles.
(Al costado, quizá mi buen amigo
Gullón tendrá la lámpara encendida
mientras lee y anota, corpulento,
llevándose una mano
cansada al mechón gris que le acaricia.)
99. 99
O paseo más largo
por la vereda herbosa
del Este, paralela
a la Avenida que sobre sus patas
corre hacia el río como desplegando
un rollo de desierto.
Es paseo con olmos y nogales
y florecillas resistentes. Cruza
el barrio negro con sus callejuelas
que dan a la floresta. Miro hornillos
rotos, juguetes destripados, ropas
y hamacas aflojadas en los porches
con la madera despintada. Luego
el campo se hace raso. La otra orilla
es de vergel tupido. En ella viven
—la puerta abierta hacia las aguas mansas
que no se sabe si van o vienen—
otros amigos. Son sus galerías
como de cárcel, pero están colgadas
sobre la libertad. Hay un chiflado
obeso de cerveza que echa piezas
de medio dólar al verdoso acuario
de la piscina para complacerse
en el buceo de los niños blondos.
Hay una barca. Sauces. Cielo rosa.
Saco a Martínez López de la cueva
de su televisión. Rumia palabras
con el perfil de Hodcroft que se olvida
de cenar. Pero olemos asadores
por donde Don Quijote de Arocena
va preparando el bife de la pampa
con sus hierbas de Historia.
100. 100
Es tertulia de hombres. Aunque a veces
aparece María, lenta, erguida
en su belleza mate de ébano con lirio
como alzando una lámpara invisible.
Alguna vez ya es tarde; pero nunca
hay prisa. Es casi nada
y es todo: La costumbre.
Me han recetado pasear. Paseo
sólo, hasta la frontera de la noche.
101. 101
(Una carta)
44
EXISTEN estadísticos. Sabemos
cuantos corazones humanos se paran por minuto.
Y vivimos en paz. También al nuestro
le llegara su hora.
Pero estamos metidos en el salón de espejos
donde el mundo se hace.
En cada espejo afirma y nos afirma
y lo afirmamos. Cuando alguno quiebra
o se desluce repentinamente,
hay un largo vacío de tiniebla
como cuando una luz se apaga en un discurso
y lo disuelve.
Ha llegado la hora y no ha llegado.
El espejo abolido abre otra galería
que da hacia lo irreal y el mundo queda
como suspenso. Pronto reanuda
su imperio. Están los otros y hasta alguno
nuevo para volvernos al oficio
que no consuela lo que pierde.
Porque quedamos empañados, vueltos,
en un vapor de niebla,
hacia la galería tan profunda como el dolor,
tan rica de fantasmas como la vida misma
ya casi por entero desovillada en nuestros pasos.
Caminando por ella,
recreando sus escenarios con relieve sordo,
se va embotando lo que fue punzante
como la sobrecarga del latido
que se abulta en la soledad del sufrimiento
y se hace ya desgana de volver al presente.
Se endulza a más dolor,
a dolor apiadado,
volviendo la cabeza con los ojos llovidos,
llevándonos a hablar con nuestros muertos.
102. 102
45
EL árbol es tan grande
que llenaría el cielo de una isla.
Antes de rebrotarle
la hoja prometida ya es umbroso
y crece a tanta tierra
que todo lo demás queda perdido.
103. 103
(Visita a Octavio Paz)
46
POR encima del piso veinte, tiene
su terraza el poeta
suspensa entre dos cielos estrellados.
Si se cierra y medita
—la centella francesa que le acompaña suena
con un leve rumor cristalino o de llama—
hay tierra de arenisca
ancestral en su rostro.
Cuando habla, bebe, ríe,
es tigre, yuca en flor, fuente de Roma
o campanil del Giotto,
cuerpos entrelazándose en un templo del Ganges
calle en París contando;
enredadera viva de embriaguez y palabra
en el peldaño más incandescente.
104. 104
(Batts hall)
47
Es un pasillo con recodo casi
caliente de papeles. Unas aulas
de grupo, manejables. Los despachos
con más o menos libros se numeran
pero el número muere con el nombre:
Cardona, Phillips, Cantarino, Shade,
Arocena, Gullón, Martínez López,
Sánchez, Rogers, Lacerda
o Elena d´Eutremont: una cintura
delgada que aligera
lo pesado y que viene con aroma
de su Nueva Orleáns. Otros pasamos
como aves. Las puertas
veladas es corriente
que estén de par en par y hay un trasiego
escolar —bustos planos o con pechos
de navegar— que traen minutos vivos
entre las horas muertas.
Es la casa. La única. Lo otro
son celdillas del cada cual secreto
o almacenes con polvo de materia
impresa que, de golpe,
convierte en vanidad toda escritura.
105. 105
(Otras aulas)
48
LA eclosión, Amapolas
sencillas, dobles, triples.
Pasionarias. Carnosas
azaleas. Orquídeas.
Rosas místicas. Suaves
anémonas igual que mariposas.
Nieve suspensa del frutal estéril.
Emergente ternura —blanca, malva—
del cactus espinoso.
Penacho espumeante de la yuca
sobre un haz de cuchillos.
Castillejas esbeltas. Sobrero mexicano
con cúpula de abeja.
Matas de rododendro y buganvilia.
Copas de vino. Lotos y violas.
Ocotillos. Ponsetias
cayendo desde un pecho apuñalado.
Lilial desmayo de los Iris casi
cerúleos. Flores, flores
librando todo, levantando tierra
cuando ésta da su curso
pintado, temporal y gratuito
de fantasía pura y necesaria.
106. 106
(Protesta)
A Elisabeth y José Sánchez
49
LAS pancartas se entienden. Son de prosa
versificada en manchas de colores
sobre un extenso prado de cabezas.
No discurren. Afirman evidencias
que un gran rumor sostiene.
Piden la paz del mundo,
la ascensión de los negros,
la salud de los pobres
y la ayuda o los pueblos indigentes.
Son razones de vida y esperanza.
Los políticos mueven la cabeza,
pasan consulta a los computadores
y dicen: «Es muy justo. Pero exige
que demos tiempo al tiempo.»
Son razones de peso y de medida.
La marea sacude, de su seno,
un continente sólo amenazado
de ventura estadística.
Es como si el dolor del mundo todo
se encarnase clamando.
107. 107
(El miedo americano)
50
LA noche imaginada
es porosa con bocas
de Colt y parpadeos
de ojos tácitos. Tiene
sus casas recogidas en madera
de desierto con perro. Y hay crujidos
de arboleda y serpiente
en un acecho negro.
¿Es verdad? ¿El cuchillo,
la bala, el puño sordo,
el grito de muchacha violada
que expira, el paseante hecho despojo
y ahorcado con su cinto,
los millones de manos, de pupilas,
de pasos redoblantes, de centellas
con sangre, son del sueño?
Era día luciente
y un rumor cerebral atado a un rifle
subió a la torre y explotó dejando
media milla de muertos.
El motor que hace pausa y roba al niño
necesita la luz. Voy caminando
por esa esponja del terror unido
al «¡Qué más da!» que traigo
desde lejos, incrédulo.
No veo más que brazos
de árbol amigo y luz en lejanía,
y sólo escucho las respiraciones
sosegadas llegando por un aire
de perfume y caricia
que sostiene las pálidas estrellas.
108. 108
(Hospitalidad)
A Bärbel y Vicente Cantarino
51
ES necesario que haya niños. Nadie
sabe por qué y acaso ni siquiera
es conveniente. Pero por encima
de todo es necesario. Son la forma
más desasida y pura que conoce
el corazón abierto. Los amamos.
Son toda nuestra luz y el argumento
de nuestro sin por qué. Le dan salida
para no ser la leña ensimismada
de la hoguera mortal. Son los cristales
que dan al mundo y nos lo aceptan: flores
de cuando había flores.
Es necesario que nos resuciten,
nos usen como fuentes que no buscan
ningún retorno y se conforman dando
de ser a ser. Los niños; su cabeza
frágil, sedosa, con calor de pluma
de pichón sorprendido y sus facciones
donde aún es todo porvenir y gracia.
Dos amigos me prestan
la tarde de sus niñas. Llego a verlas
como se sale a respirar. Sus duendes
gobiernan la locura. Una es alegre
a color y la llamo
109. 109
cascabel. La otra es suave y amorosa
con el hondo desmayo sensitivo
de algunas flores pálidas. Habitan
la maravilla entre la madre grávida
que sonríe y repiensa
sus queridos poetas alemanes,
y el padre que descifra y hace fáciles
las kasidas y salmos donde ellas
son aquel verso suelto que ilumina
porque era ya desde que el mundo es mundo.
Es necesario que haya niños. Nadie
sabe por qué, pero hacen falta. Nadie
está vivo sin niños.
110. 110
(Congreso de poetas)
52
SE han escuchado versos
ingleses, alemanes,
húngaros, portugueses,
franceses, españoles.
Se ha dicho la palabra
—desde el rostro evidente—
en su mayor pureza de sonido
sin referencia. Sólo
como nota de un ritmo. Se entendía.
113. 113
(Texas)
53
COLINAS de robledo.
El pasto se hace carne
y es oleaje manso
en la rumia de nombres
que son ecos: Medina,
Blanco, Llano, Bandera,
Sabinal y Quemado,
Eldorado y Sonora,
Segovia —de maderos—
Porvenir, Sierra Blanca,
Bravos. Tras una cuesta
sueña Divisadero:
un castillete rojo
que después es carátula.
Pecos. El horizonte
se amontaña y divide
detrás del río. Hay otros
animales de hierro
que pastan lo enterrado
cabeceando a rueda.
En El Paso el cuchillo
del Río Grande, grande
por todo lo que rompe,
se ensangrienta al poniente.
Oigo lo que he leído
bajo la estrella efímera
dibujada en el cerro.
114. 114
(Texas-New México-Arizona sur)
1
54
SI El Paso es una herida
y Canutillo estrecho,
el Pico de Mesilla
es calvario en Las Cruces.
Al Noreste resuenan
de montaña en montaña
Picacho, Alamogordo,
Hondo, Ruido, Corona,
San Agustín. Más lejos
y en otra Sierra Blanca
Mescalero y Encino,
Durán, Estancia, Yeso,
Capitán, Carrizoso
—¡tanta lanza perdida!—
Pastura —de llanada—
cerca de Santa Rosa.
Por otra vía —¡ay sangre!—
terrenos de Doña Ana
con Caballo, Cuchillo,
Socorro, Porvareda,
y Tijeras y Cuervo.
Si nada es tenebroso
disemino y convoco
Madrid y San Isidro,
115. 115
El Prado y San Lorenzo,
Aragón con su Luna
y Morencio y Quemado.
Ánimas —que nos valgan—,
Mogollón y Rodeo.
Santa Rita —es posible—
con Dátil y Manzano
—¡ya con tanto camino!—,
Sierra Vista, Peralta,
San Simón, Dos Cabezas,
Belén, Portal, Hachita,
Magdalena —en su yermo—,
Prima, Eloy, Casa Grande...
Ya no cuento. Termino
vislumbrando Nogales
por la raya de México
que se nos va alejando.
El desierto de apaches
es espacio de espacios
y cactus gigantescos
con los brazos arriba,
El Flat de la Tortilla
que leímos llorando.
El monte Tonto. El Águila
—cerca de donde Phoenix
resucitada eleva
algunas catedrales
al oro— vuela baja
oyendo trabajar al Colorado
por un convulso campo de granito.
116. 116
2
55
VALLE plano entre sierras
que aproximan y oponen
bocetos berroqueños
de escultores ciclópeos
o se alejan creando
la vastedad del mundo.
Trasplanto mi Castilla
a escala de desierto:
Mata oscura, árbol ralo,
pasto breve de oveja.
El hato de caballos
libre de crin y remos
se espanta con los cuellos
prehistóricos, alta
la pequeña cabeza
husmeando la nube.
Los jinetes murieron
en las dos dimensiones
de fantasma en que huían
ígneos y correosos.
Nuevamente pendulan
uncidos a su rueda
los asnos del petróleo
y se agranda la tierra oscuramente
donde los campos de algodón con leña
de sombra y mariposa detenida
mienten una nevada en lo sediento.
Los pueblos de arboleda arman belenes
con estatura humana, distanciados.
Y aquellos nobles indios
de la flecha premiosa y el galope
con muerte de ave, bajan al comercio
piedras pulidas y tejidos secos
desde el adobe, al margen de la vida,
toda su caza ya en el paraíso.
117. 117
3
56
NO hay herederos. Todo
se hace para un instante.
Se pinta el escenario
para la vida breve.
El hombre no desea
cosas que sobrevivan
a sus días contados.
La luz es lo más firme.
118. 118
4
57
INMENSIDAD y nadie.
Corro y muero planeta
pintado al rojo vivo,
blanco de sed y arena,
oscuramente ralo
con inútil ofrenda.
Las montañas son sueño.
Los ríos se soterran
zapadores. El cactus
con brazos de candela
es la lengua espinosa
con que dice la tierra
su palabra; su única
exclamación de alerta.
119. 119
(Desert center)
58
EL centro del desierto. Unas palmeras
un picacho rojizo y aguileño,
una fuente de nafta, cabezuda
como un extraño monolito azteca.
Lo demás es su nombre.
120. 120
(Indio)
59
EL collado divide lo terrible
de lo mollar. Un paso.
El bosque de palmeras va moliendo
la brisa inesperada.
La tierra abierta, roja, sube al fruto
del extendido naranjal. El agua.
No hay que deletrear a California.
121. 121
(Los Ángeles)
60
Los Ángeles —Dios sabe
dónde andarán— enciende
sus doscientos millones de bujías
que al apagarse dejan humo o polvo
de escoria. En el museo
el vientre de Balzac pesa en un leño
y las muchachas de Matisse sueñan
con Hollywood donde dejaron molde
sus pies nunca esculpidos.
Los móviles de Calder baten agua
de acero con sus brazos de pintura.
También hay flores, arboledas, lagos
que fabrican el aire. El mar se pudre
como un pulmón gastado.
En cualquier sitio la arrogante cáscara
de rascacielos cierra
un pozo de petróleo: las raíces
de la fragilidad en que se asienta
el mundo imaginario.
122. 122
(Nochebuena)
61
EL año está para morir. Los Ángeles
¿qué anunciarán afuera
donde hay tantas cartelas encendidas
que venden todo menos el ensueño
que aquellos regalaban?
Brindo mi Nochebuena en argentino
por un quicio de otoño y primavera
que no confiesa el tiempo.
Hay un niño reciente en el columpio
que suena melodía graneada
igual que un ruiseñor. También hay fuego
y estrellas de papel. Cincuenta y siete
años naciendo. Todo está lo mismo.
123. 123
(Santa Bárbara)
A Arturo Serrano Plaja
62
TODA la ciudad resbala
perfumada y vertedera.
Santa Bárbara es de Plata.
Es ocre en lo verde
y blanca en lo azul
Las colinas mansas
bajan a su luz.
Palma en la palmera,
rosa en el rosal
con sello de oro
que reúne el mar.
Aire atardecido,
rayos de sol último,
abrazan y funden
los metales puros.
124. 124
(Camino real)
63
LOS santos del paraíso franciscano
en lengua castellana
se han venido o vivir a este camino
trayéndose las palmas de Jerusalén
a la gran luz del agua pacífica
donde termina el mundo
y donde el Occidente es el Oriente
en que vuelve a empezar.
Han hecho bien. Huele a naranja y rosa
y a pino bravo entre las olas de color subido
de un rompiente de flores,
ante las otras olas que repiten el sol
como un espejo roto millones de veces
y rumorosamente recompuesto.
No hay cabañas de náufragos
ni restos de navío pues vinieron
a tiro de cordones
y se pusieron a plantar las viñas
y los huertos alzados de cipreses
junto a las pequeñas iglesias de cal y canto
y las plazas de armas de los falansterios
a cuyos molinos y almazaras
llegaban los carros de uva y de maíz,
de trigo y oliva,
de almendra y limón
entre nubes de abejas cosechadoras
y de pájaros multicolores.
125. 125
No faltaban serpientes pero los indios eran suaves
como los pastores de sus belenes.
Hicieron bien, aunque más tarde
al margen de las aguas y agua adentro
comenzaría a borbotar el negro aceite
que diseca vivas a las gaviotas
y amortaja como faraones a los bañistas confiados.
Hicieron bien, aunque la fiebre de los hombres de cuero
convertiría el revuelo de los ángeles en jadeo de buzos
por el cielo agachado que calcina millones de laringes
y del que se libran las estrellas pintadas de carne
subiéndose a las colinas de follaje
y sumergiendo sus peinados fotográficos
en las piscinas interiores.
Hicieron bien porque la tierra es grande
y nadie puede corromperla de una vez
segando todo lo que vuela y ríe,
lo que es libre y abierto frente al mar
y no cabe en las redes horizontales y confundibles.
Aún nadie puede confundir la cal espejeante
de San Luis Obispo
rodeado de tiendas pueblerinas
en una vida que rueda despacio.
Ni impedir que un balcón
colgado en una colina de Santa Bárbara
sea el Himalaya de un planeta de flores.
Ni que deliren los arbustos más fantásticos
desde San Diego a San Francisco
a lo largo del camino que aún lleva a la vera sus campanitas de socorro
más o menos falsificadas.
126. 126
Todavía se escucha el silencio con gorjeos
en El Carmel, para que duerma Fray Junípero
—como su pobrecito padre llagado en la Porciúncula—
con embeleso de ruiseñores, mirtos y fuego de azaleas.
Todavía, en los grandes derrumbaderos,
a los que la más alta espuma no moja el tobillo,
la presunción del terremoto se exalta con orgullo de ruina
mantenida en su riesgo.
Todavía triunfa una soledad de terciopelo
por donde rumian o mugen las bestias quemadas
en su propio carbón apacible.
Y se abren valles como túneles de fronda
o barrancos como cavernas de boca ensimismada
por donde la sombra viene enramándose desde hace mil años
y la rugiente cristalería de los arroyos despeñados
derrama edades que se ignoran,
a cada instante enniñecidas.
Y todavía queda el mar, inmensamente,
como una memoria que aún no ha nacido
y ya lo contiene todo.
127. 127
(San Francisco)
64
1
AÚN queda una Porciúncula pequeña
y blanqueada, un cabo de hilatura
de la estameña que, dejada al tiempo,
ha tejido una tienda de brocado
lo mismo que aquel hilo de mortaja
que San Pedro vestía en su cruz vuelta
y cometió adulterio con el áureo
manto de Constantino.
Es San Francisco el grande.
Aparece elevado y repartido
dentro de un ojo azul, reverberante,
cabalgado de enormes dinosaurios
tenidos por los nervios.
Es un Fénix naciendo
del gran embate sísmico
donde no ha escarmentado la pujanza
mortal. La extremadura
poniente de la tierra
a la puerta de Oriente
que la penetra con aliento y llama
de boca de dragón.
128. 128
En sus colinas,
surcadas linealmente y con desprecio
de la necesidad, hay para todo:
Casas de media altura a escala humana
con formas de otro sitio
aunque contraseñadas por los hierros
de urgencia en bandolera;
precipicios de asfalto bajo cumbres
en ascuas áureas de cristalería;
un deslizante juego en toboganes
de cremallera que nos hace niños;
parques boscosos de amansada curva
y un jardín de otro mundo
donde suenan campanas diminutas
para llamar hacia el estanque, hirviendo
de limo vegetal, la sed picante
de cuatro razas.
(Es extraño, abajo,
el Capitolio, repetido, al fondo
de una rasa con fuentes.)
El aire que repasa
todo lo que reluce
huele a marisco, a incienso y a magnolia.
129. 129
(Golden Gate)
65
2
ESTOS cables tenidos,
por las dos pinzas rojas
pasan de mundo a mundo
lo colosal ligero.
El mar es un arroyo.
Enfrente, San Francisco,
una isla con torres
levantada de un sueño.
130. 130
(Playa)
66
3
EL mar todo lo vuelve
a su ser natural: espuma, roca,
arena. Es el Leteo
del que rebrota niña
nuestra imaginación como una costa
donde nada se atreve a estar ya hecho.
131. 131
(Chinerías)
67
4
SE echa de menos un jardín, un puente,
una extensión de arena,
una nieve de monte con cerezos,
unas curvas que tuerzan
las calles lavanderas
de dragón perfumado y de pagoda
que, sin sonar, repican
metales niños de lo más remoto.
132. 132
(Market Street)
68
5
HAY trechos de madera resonante
como si llegara hasta aquí la cubierta
de un barco en una ría de altos bordes.
En una plataforma circular gira a mano
un tranvía y se orienta
hacia su tobogán.
De lo pobre a lo rico no hay escala
a pocos pasos. Huele a pavo asado
y a salsa de tomate;
huele a nardo quemado, a piel o a mirra.
Hay grandes almacenes
—pornografía aparte, de pasillo—
con señoritas frígidas para toda su muerte.
Al fondo, rascacielos
con jardines y albercas en los bajos.
La calle va espesando su carga serpentina
desigualmente apresurada: Negros
—azules, rojos, amarillos, malva—
con peinetas que clavan en su alto
un surtidor de pluma.
Pequeños pechos altos
velados —blanco, rosa— de una malla impaciente.
Cera de ojos oblicuos —o alabastro—.
133. 133
Cobre; oscuros mechones aceitosos
y ojos negros sin iris en su noche
de airada indiferencia. Las langostas,
nécoras o centollos que vimos junto al puerto
en su caverna de neón, ahora
van rezumando por la piel humana
que se entrechoca. Hermosas piernas altas
de nácar y desdén con media funda
de charol se nos llevan a los cuerpos
que miramos desnudos
en la vitrina o el cartel del cine.
Todo es distinto y todo se repite
en el vértigo sordo de lo visto y no visto,
horrible o deseado, que se pierde.
De tarde en tarde pasa por la acera
un ruboroso americano, todo
—gafas, cartera, dientes— impoluto,
para que recordemos que este río
pertenece a la Unión. Es lo más raro.
134. 134
(Hippis en Berkeley)
69
LA cantería de la torre sube
con fe de sus cimientos.
El horizonte es vegetal. Vencidos
en desmayo de sombra están los cuerpos
que desean caer. Un clarinete
les ata por los nervios
y un aroma de hierba los transporta
donde ya no hay preguntas.
El acero
con cristal y la más ardiente puja
de la vida no sirven; quedan presos
en párpados que son como paréntesis.
Algo cruje y acaba. Está queriendo
y sin querer. Es ávido y saciado.
Es cólera y desprecio.
Es sangrado desdén. Como si el mundo
de la promesa remontase un vuelo
vertiginoso y la conciencia fuera
su ceniza de sueño.
135. 135
(Sausonitte)
70
SORPRESA. Lo pequeño
y minucioso es cuna
del arrullo marino.
Es del hombre. Florestas
en lo oscuro del valle.
Arriba Portofino,
Cadaqués, Positano
—¡qué sé yo!—, más florido,
con menos resplandores
y la fronda más húmeda.
Lejana en su ladera
hay una torre aguda
y académica. En medio
de la bahía una prisión con muros.
Lo próximo concreta su pintura
en un navío anclado
para toda la vida.
136. 136
(California interior)
71
LAS vegas de naranjo
y frutales de estío.
El olivo. El leñoso
algodón con sus rosas
de bajo almendro opacas.
Los planetas de flores.
Los bancos de verdura
plural. Y sobre todo
las largas millas de viñedo alto
transportando mi mundo a gran escala.
Se deja lo que ríe
con un dolor de arranque
por estas carreteras de eucalipto.
Se siente y no se sabe
cómo la inmensidad abriga tanto.
137. 137
(Parque nacional, Secuoyas)
72
1
Y la montaña es la montaña. Donde
se piensa el rayo y se dibuja el viento.
Donde la tierra nos esconde y luego
nos despliega en sus fijas oleadas
como juntando el mundo a nuestros ojos.
Donde el aquí y el más allá describen
la condición del hombre.
Siempre un poco más alto:
los canchales, los cedros,
la nube. O, al abismo,
el agua rauda en pedregal y espuma.
Lo pequeño, lo grande,
son casos de conciencia.
138. 138
73
2
CON un poco de nieve
beben los altos vuelos de ramaje
una luz desde abajo.
Es selva espesa, pero cada uno
es cada uno. Moteado tronco
oscuro, repitiendo
cien veces una misma soledad de gigante.
139. 139
74
3
CONSTANCIA de la tierra
puesta de pie, subiendo a lo que late
y ha de volar —o ha de correr— la sangre
de su principio activo.
Escala que confirma
la vida, altivamente.
140. 140
(Las Vegas)
75
TODO es mentira. Las subidas torres
que dibujan y borran
sus palacios fantásticos.
Los largos frisos de color que siguen
parpadeantes hasta el infinito.
Las figuras encima de su burla.
Todo es mentira: Las ruletas sordas
entre miles de máquinas
con sus sirvientes de alargado muslo;
las bodas que se anudan y se sueltan,
el ritmo de metal o de alambrada,
los pezones de miel de las coristas,
el Hotel Be-de-Mill con surtidores.
Cuando el sol aparece
hay una aldea baja en un desierto
sembrado de ceniza.
141. 141
(El Gran Cañón)
76
1
ALGO más de doscientas
millas de cicatriz con más de veinte
de borde a borde. Al fondo
—mil ochocientos metros— el arroyo
serrador va copiando catedrales,
muros ciclópeos, altas babilonias
de barro endurecido en la retorta
de millones de siglos.
Para mirar al águila que cruza
alta bajo el nivel de la meseta
hay que usar catalejo y se descubre
que la mota es avión. El pobre hombre
ha desaparecido tragado por sus ojos
donde el tiempo, el espacio, son leyendas
muy vagamente recordadas como
recuerda el mito una señal borrosa
dejada en un relieve.
142. 142
77
2
GRANDEZA. Las coníferas de arriba
retroceden al borde.
Los álamos del fondo tiemblan plata
de umbría. Resignadas
se abren las flores de arenal o cueva
al lado del remanso
o tras la cabellera del torrente.
Vertiginoso, anonadado, el hombre
escucha el gran teatro de la tierra,
escucha con los ojos y se siente
la frontera de un eco.
143. 143
(Fin de año)
78
3
BEBEMOS al abrigo del pabellón de tablas
por la entrada de un año
al lado de la historia de la tierra
abierta como un libro.
Un año, cuando el canto rodadero
ha tardado un millón a ser caricia.
El hombre se defiende en la quimera
de plumas del instante
volviendo al niño que ha dejado solo.
144. 144
79
4
ESTOS carmines fríos,
bermellones quemados,
esos ocres de brasa
y grises plateados o musgosos,
esos malvas gastados
hundiéndose en la sima
de un largo cataclismo
hacia un extraño verdiazul oscuro,
no son más que residuos de alimento
de una sierpe fangosa
que vive y vive y vive
cuando todo está muerto.
145. 145
(Arizona Norte-New México-Texas)
80
1
LA tierra sobra. Pasan
los pájaros en vuelo
y los ríos ocultos
como limas de plata
le trabajan abismos
donde se vuelve historia.
Pintores de millones
de años han tendido
bermellones ardientes,
esmeraldas musgosas
y gualdas apagados
en la extensión. Un bosque
se ha entrañado de jaspe
irisado. La tierra
es de espera y de paso.
Una aldea imposible,
repentina, de adobe
y tabla negra, guarda
los ojos de una anciana
que ora por los muertos
pasados y futuros.
146. 146
81
2
NADA tan parecido a una cantera
como una ruina, y el final del mundo
será como el principio.
Estos espacios
—¿desiertos?, ¿disponibles?, ¿virginales?, ¿gastados?—
estos ambiguos trozos de planeta,
me recuerdan que sólo
el mundo es argumento
en su vivir haciéndose,
copiado como espejo
—realidad— del hombre.
147. 147
82
3
ALBURQUERQUE repite
el modelo de siempre
con su centro espigado,
su irradiación de vida
doméstica sembrada
por todo su horizonte.
Pero el cimiento —a veces
aflorante— es adobe
y madera, con jugo
de pita y algún signo
que propicie la lluvia.
Lo más hondo es el nombre
que le presta regazo.
148. 148
83
4
AÚN Alburquerque —vigas
con relleno de tierra
junto a los evasivos
rascacielos— se arropa
en una media luna de montañas.
Luego el raso de estepa
es como una gran Rusia
desforestada. Casas de árbol muerto,
cobertizos oscuros y tropeles
de vacada fangosa.
Cuatrocientas
millas de pasto y polvo
—en el centro, Amarillo—
que ahora la nevada
hace de luz caída.
Un planeta desnudo
de cansancio o anhelo
a cuyo cabo sin frontera Dallas
podría estar tendida en cualquier parte.
149. 149
(Dallas)
84
TIERRAS bajas, remansos y canales,
islas de chimenea
y de jardín perdidas
y el Down Town —no se sabe
por qué, si está en lo alto—
con cubos al azar, prismas derechos,
espejos transparentes. Extrañado
en su mediana intimidad retiene
toda la poesía de la tierra
un Monet con nenúfares
verde y azul. Afuera lo ordinario:
Algún mosaico pinta,
algún ladrillo labra,
una vitrina muestra unos sombreros
con cintillo de piedras. La plazuela
o mirador o jardincillo —mudo
el labio de su estanque—
tiene al costado un templo de justicia,
una cárcel y, al fondo, una ventana
que seguirá en la Historia
aún después del derribo.
150. 150
(San Antonio)
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SE oye español. Sobre lo oscuro y mate
resplandecen los ojos. De soslayo
se mira —ya en olvido—
el Álamo de piedras en la plaza.
Marginal y en repuesto está el palacio
o choza de un gobierno que fue sombra
venido acaso desde Arabia. Pobre
en un surco que parte lo que crea
—con agua verde y vegetal florido—
se esconde una Venecia silenciosa
que curva el río y pinta su teatro.
A las afueras lo que está perdido
se calienta de amor: El falansterio
con su gema barroca y la nostalgia
de unos carros varados para siempre.
151. 151
(Vuelta)
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A Electra y Rodolfo Cardona
OTRA vez la costumbre
de Austin. Ha nevado
justo un espejo que se funde al rayo
de mediodía. Extraña
vivir una estación, una rutina,
una casa aunque sea de prestado,
y que el instante vivo sólo deje
leyenda o narración. Vuelve el planeta
a ser carta entendida
por clave de colores.
Bien. Están las ardillas
y las muchachas. Y la leña en alto
invocando otro sol. Y el río lento.
Y los amigos. Ya nos acercamos
a la guerra que aún duele y enfrentamos
los dioscuros del barroco, inversos
igual que un Jano, con sus miradores
que dan las sensaciones en diamante
o el concepto sangrando.
Todo sigue hacia el fin. Todo es ceniza
que cae a la memoria
mientras se va encendiendo un crisol tibio.
155. 155
(Fin de curso)
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A Ramón Martínez López
ADIÓS. La torre alta,
aún demasiado nueva,
quedará —remontado
Argos— sobre los céspedes
con grandes sombras y encrestadas luces.
Las hierbas a descuido
donde se tienden mozos en melena,
niñas de piernas libres o roídos
calzones de disfraz, como cansados
pero con los resortes del acero
dispuestos en la médula.
Adiós, ola y remanso,
papel redibujado y carne viva.
Adiós. Siempre he elegido
—¿La Florida?, ¿Eldorado?— lo más libre
y menos consistente.
En campo de palabras dejo sembrado un sueño.
Adiós. Me voy conmigo
a la nieve futura
que acaso siempre esperará un rebrote
de flor inverosímil.