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Diario de nuestro viaje por
Tailandia y Camboya
26 días por el sudeste asiático
Julio de 2013
Diario realizado por Blas Villalta en el día a día del verano de
2013, cuando estuvimos viajando por aquellas tierras
Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de
2013
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Índice:
1º día: La Mancha - Madrid - Dubái - Bangkok ........................................................................3
2º día: Bangkok - Hua Hin ............................................................................................................4
3º día: Hua Hin - Pranburi - Chumphon - Pak Nam...............................................................5
4º día: Pak Nam - Koh Tao ............................................................................................................7
5º y 6º día: Koh Tao - Koh Phangan............................................................................................9
7º día: Koh Phangan .....................................................................................................................10
8º y 9º día: Koh Phangan - Surat Thani - Bangkok - Ayutthaya ........................................11
10º día: Ayutthaya - Chiang Mai ................................................................................................14
11º día: Chiang Mai .......................................................................................................................15
12º día: Alrededores de Chiang Mai .........................................................................................17
13º y 14º día: Chiang Mai - Sukhotai.........................................................................................20
15º día: Sukhotai - Phitsanulok - Lopburi...............................................................................21
16º día: Lopburi - Saraburi - Aranya Phratet --- Poi Pet - Siem Reap ..............................23
17º día: Angkor...............................................................................................................................25
18º día: Angkor ..............................................................................................................................27
19º día: Angkor ..............................................................................................................................29
20º y 21º día: Siem Reap - Phnom Penh..................................................................................31
22º y 23º día: Sihanoukville - Koh Kong .................................................................................33
24º día: Koh Kong - Hat Lek - Trat - Bangkok........................................................................35
25º día: Bangkok ...........................................................................................................................36
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1º día: La Mancha - Madrid - Dubái - Bangkok
Viajar a países lejanos supone siempre un desconcierto horario del que al cuerpo le cuesta
recuperarse. A España la separan de Tailandia más de 13.000 kilómetros y, aunque hoy
podemos desplazarnos por estas inmensas distancias en un tiempo muy corto, la naturaleza del
cuerpo siempre se rebela. Salimos de Madrid una noche de este tardío verano, y llegamos aquí
no sabemos cuántas horas o días más tarde. Volar con Emirates es un lujo asequible, sobre
todo después de nuestras tantas experiencias en compañías de bajo coste. Reencontrarse con
los sencillos detalles de la bandeja de comida decente, la atención de un vaso de zumo a tiempo
o la pantalla donde jugar a videojuegos o ver películas es siempre agradable. El primer vuelo
pasó rápido, sobrevolamos media Europa, Irak, el golfo Pérsico entre conversaciones y risas, y
aterrizamos en Dubái con el sentido del tiempo ya perdido. Después de unas vueltas por el
aeropuerto, un autobús nos llevó por la larguísima pista hasta el siguiente avión. En los breves
segundos entre el autobús y el avión uno puede hacerse a la idea de sobre qué mundo se ha
construido la riqueza de los emiratos: un bofetón de aire caliente entre la neblina del desierto,
con las enormes torres grises al fondo como un espejismo.
El segundo avión sobrevoló la India y nos dejó algunas horas después en Bangkok.
Aprovechamos para leer, dar cabezadas inútiles en la verticalidad del respaldo, ver alguna
película. Llegamos a Bangkok de noche, como salimos. El olor que uno encuentra en los países
tropicales es siempre reconocible: denso, dulce, como de naturaleza encerrada. Un taxi nos
condujo al centro de la ciudad, hasta un barrio que las guías llaman de mochileros, Khon San,
junto a una española y un francés que
habíamos conocido en el avión. Con el
descontrol horario y alimentario a cuestas,
avanzamos durante demasiado tiempo por
una autovía que atraviesa miles de edificios
altos. Bangkok es, desde fuera, para el recién
llegado, una macrociudad poco acogedora,
despersonalizada y brutal.
Encontramos hoteles a precio razonable en
pocos minutos, y salimos a cenar y a disfrutar
del espectáculo callejero. Porque Khon San
Road es un espectáculo continuo, un
espectáculo de vida, formas, movimiento y colores. También olores: un aroma denso de
especias y fritos recorre las largas calles repletas de puestos de comidas y productos varios.
Grupos de música callejera, música en directo con guitarras y panderos, ameniza el paseo de
cientos de occidentales que fijan sus ojos en las bandejas de insectos, escorpiones y larvas
fritos, en los revueltos de fideos y huevos preparados al instante, en la lubricidad de las frutas
tropicales abiertas, en los tenderetes con vaqueros y pashminas multicolores. Copiando lo que
veíamos, comimos andando entre la multitud, manejando con destreza los palillos con que
llevarnos a la boca la pasta frita con pollo, aderezada con zanahoria, setas, raíces de soja y
huevo. Nos sentamos en una terraza, o más bien una mesa en medio del espectáculo vivo del
tránsito y la cocina al instante, para tomarnos la primera cerveza
tailandesa frente a dos intérpretes locales de grandes éxitos del
rock de los 90.
Una vuelta más para digerir el nuevo ambiente, una cerveza más
para soportar el sopor húmedo de la noche del trópico, un repaso
ligero de los planes del día siguiente mientras montábamos la
mosquitera, y después un sueño profundo que no se cortó hasta
Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de
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más de las doce, hora local, del día siguiente, rompiendo de paso todos los planes pero
devolviendo a nuestros cuerpos a un estado medio normal, el estado necesario para afrontar
casi un mes por delante en Indochina, para conocer y disfrutar esos rincones de los que el
turismo en masa occidental aún no se haya apoderado.
2º día: Bangkok - Hua Hin
Reparados por el sueño, salimos de Bangkok en cuanto
pudimos. Después de rechazar a varios taxis que pedían
una tarifa fija, encontramos al fin uno que accedió a
poner el taxímetro, y nos llevó, cruzando muchas calles y
un ancho río gris, hasta la estación sur de la ciudad. No
es que la estación de autobuses tenga muchas tiendas
dentro, sino que es en sí misma un gran bazar, un
laberíntico centro comercial donde, además de ofrecer
todo tipo de productos y servicios, venden billetes para
los autobuses que salen desde abajo. Atravesamos
tiendas de libros, de ropas, de detergentes, de baratijas, y
al fin conseguimos los billetes para viajar a Hua Hin, tres horas península abajo. En la misma
estación, una comida rápida a base de noodles, pollo y tajadas de carne, que nos dejó
resoplando y casi llorando por la acción del picante. A la hora de pagar la comida, en sitios
como éste no hay trampas: se ha de pagar una tarjeta que se va recargando con los platos
solicitados.
En el piso bajo nos esperaba el pequeño autobús, con el que llegamos refrigerados en casi tres
horas a Hua Hin, ciudad residencial en la costa del golfo de Tailandia, formada y rodeada por
complejos turísticos, preferida por la realeza y por los playeros nacionales de fin de semana. A
Hua Hin llegamos al atardecer y, resuelta la cuestión del alojamiento, dimos nuestra primer
paseo por la arena de una playa tailandesa antes de que el sol se pusiera. La arena de la playa
de Hua Hin es blanca y muy fina, el agua es cálida y muy tranquila. Mucha gente muy joven se
bañaba en las aguas someras de la orilla, otros contemplaban el atardecer encaramados a
grandes piedras también cerca de la orilla. Algunos turistas daban paseos lentos a caballo a flor
de agua. La ciudad de Hua Hin no es muy diferente de cualquier ciudad de playa española:
grandes hoteles y villas, estacas con sombrillas recogidas y dispuestas para la mañana
siguiente. A lo largo de la costa se veían las luces de este tipo de complejos residenciales y
hoteleros que no acaba nunca. Mar adentro, las luces verdes de una flota de pesqueros que
abastece los mercados de la ciudad.
De noche, la ciudad no ofrece otro atractivo que su famoso mercado nocturno. De camino allí,
recorrimos brevemente un pequeño monumento local: la coqueta estación de tren, como
casitas de madera de estilo colonial, de rojo y blanco, con aire de construcción de juguete.
Algunas caras aburridas en los bancos frente a la estación, perros de nadie cruzando las vías.
Desde cualquier rincón, grupos de mujeres en torno a una mesa lanzan su oferta de masaje
tailandés con voces de pito: oímos cien veces 'thai massaaaaage' con ese tono cansino y las
risas, suponemos, al ver pasar nuestras ridículas figuras extranjeras. Y llegamos al mercado
nocturno: una calle larga, y algunas adyacentes, a rebosar de puestos de comida y objetos.
Luces, olores, ríos de gente subiendo y bajando. Y nuevamente los mismos reclamos: baratijas
de todo pelaje, ropas y paños, monigotes de madera, perfumes, collares de frutos secos, sedas,
y repetidos restaurantes y puestos de comida y bebida: langostas enormes como gatos, sapos,
langostinos y mariscos varios, carnes fritas con o sin rebozar, arroces, almejas grandes asadas
con huevo, bebidas alcohólicas, mangos, piñas, duriens pelados y preparados en bolsitas.
Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de
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Nos sentamos en una esquina de la gran algarabía del mercado nocturno y pedimos algo
simple para cenar: fideos revueltos con huevo, con un sopicaldo insípido, arroz con ternera. La
cerveza local, Chang, suave y casi dulce, venía envuelta en fundas de neopreno para que no se
calentase. Las fundas llevaban el logotipo del FC Barcelona.
Dispuestos a que no nos ocurriera como esa misma mañana, dejamos preparado el plan del día
siguiente, los despertadores en hora, a sabiendas de que cualquier plan que hagamos en
cualquier viaje por el mundo es susceptible de ser modificado por múltiples circunstancias.
Salimos a dar un paseo por el puerto, por una pasarela de cemento con las farolas apagadas
donde grupos de jóvenes se tomaban sus tragos sobre el susurro débil de las olas. Probamos la
cerveza Leo, cuyo sabor no es muy diferente, y nos fuimos a la cama con la intención decidida
de levantarnos muy temprano, esta vez sí, para salir de Hua Hin y seguir viajando hacia el sur.
3º día: Hua Hin - Pranburi - Chumphon - Pak Nam
Hechos los cuerpos al horario local, y urgidos por el calor que nos expulsa de la cama, nos
levantamos sobre las 7.30 de la mañana. Bueno, cuando los demás nos levantamos, Omar
llevaba más de una hora trasteando por la habitación, por los pasillos, buscando el fresco de la
calle. Hua Hin es una ciudad de vacaciones o de fin de semana de playa, a tiro de piedra de
Bangkok, donde pululan turistas tailandeses y es difícil ver occidentales. También es difícil
encontrar actividades diferentes a tenderse en la arena blanca o darse un remojo. Preguntamos
y nos informan por aquí y por allá de que unas cataratas cercanas están sin agua, ahora que
acaba la temporada seca, o de que los parques nacionales visitables están más al sur. El tren
hacia Chumphon no sale hasta la tarde, de modo que buscamos un autobús en el mismo cruce
de calles donde ayer nos dejó el que nos trajo aquí desde Bangkok.
Un corto trayecto en un pequeño autobús hasta Pranburi, donde bajamos con la esperanza de
visitar un conjunto de manglares que promete la guía. A las doce del día, bajo un sol abrasador,
cargados con las mochilas, caminamos por una calle que en realidad es una carretera, cuyas
aceras están atestadas de restaurantes y tiendas, pero ninguna es de alquiler de vehículos, y la
playa y los manglares están demasiado lejos para seguir caminando sin riesgo de
deshidratarnos. Ahí decidimos que nuestra visita a Pranburi toca a su fin: otros descubrirán las
maravillas del lugar, nosotros nos llevamos sólo una idea del bullicio de sus negocios y del
ambiente tórrido e invivible de sus calles. Volvemos a la carretera principal y, tras reponer
fuerzas con agua, cocacolas y piña troceada, cogemos otro autobús hacia el sur.
Antes de salir, una breve visita a un templo. El primer templo budista que vemos no es
demasiado grande: una sola habitación de techos altos con varios altares con la figura de Buda
y de otros santos varones forrados de papel de oro, que tiembla causando un efecto curioso con
el viento que entra por todas las ventanas abiertas de par en par. Hay algunas velas ardiendo,
hay ofrendas a los pies de los altarcillos, platos de comida, botellitas, un enorme cuenco lleno
de huevos cocidos. Algunos paisanos entran, descalzos como nosotros estamos, y se arrodillan
haciendo gestos con las manos. De vez en cuando entran y salen monjes rapados con túnica
naranja, otros ofrecen en el exterior una sopa boba a los pobres que se arriman. Enfrente,
dentro de un pabellón, se prepara una fiesta, pero no sabemos su sentido: todo está lleno de
guirnaldas de flores y de letreros en thai, pero no podemos ir más allá de apreciar la belleza de
los caracteres dibujados entre los vivos colores de las flores.
Esta vez se trata de un autobús grande y en condiciones. Las casi cuatro horas de camino no se
hacen largas. El autobús está decorado con dudosos complementos, cortinillas cortas llenas de
adornos y borlas, colores vivos, y unos operarios con los que es imposible comunicarse en
inglés ni en ninguna lengua, más allá del cambio de manos de los billetes. Pero los asientos
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tienen un espacio inusualmente amplio para las piernas, reposapiés, pantallas que no
utilizamos porque desconocemos absolutamente la lengua tailandesa, almohadillas
confortables. Lo necesario para echar unas
cabezadas y descansar, y descubrir de pronto que el
paisaje ha cambiado, que el soporífero ambiente de
trópico y asfalto de Pranburi es ahora un bosque
verde recién lavado por una tormenta. A ambos
lados de la carretera vemos plantaciones de
palmeras y árboles de caucho, al fondo montañas
verdes de selva. En un medio sueño Omar avisa al
resto del grupo de que debemos bajar, y nos
quedamos bajo un puente, en un cruce de
carreteras hacia no sabemos bien dónde. Al
parecer, según nos cuentan conductores de
motocicletas, Chumphon está a más de 15
kilómetros, Pak Nam a 25, y no estamos seguros de
que haya líneas regulares de autobuses. Empieza a chispear, y cuando nos preparamos para
refugiarnos bajo un porche, se detiene frente a nosotros una furgoneta pick-up. Una mujer
resuelta y guapa, que transporta a sus hijos en el coche, baja y nos dice que nos puede llevar al
puerto, si subimos en la parte de atrás. Dice tener una empresa de transportes y, aunque éste
que vamos a tomar es a todas luces ilegal, asegura hacerlo a diario. Levantamos el velcro de la
lona y nos situamos con las mochilas en la parte de atrás del coche.
El trayecto hasta el puerto es divertido.
Avanzamos a buena marcha por la autovía,
confinados en la parte trasera, el pelo al
viento, riendo sin parar. De vez en cuando
chispea, de vez en cuando cogemos velocidad,
y para protegernos de ambas cosas extendemos la lona y nos cubrimos con ella, como
mercancía de contrabando. Cosas que uno no haría ni aprobaría en su propio país parecen
tener aquí otro sentido, parecen estar exentas de riesgo o responsabilidad, como un juego de
niños. El caso es que llegamos en un rato al puerto, pagamos el transporte clandestino y
compramos los billetes para el barco que saldrá a las once de la noche.
El puerto de Pak Nam es pequeño, íntimo, rural. Algunos
manglares antes de la desembocadura de un río marrón, una
docena de barcos de colores llamativos, trazos amarillos, azules,
verdes, y el lento trabajo de los cargadores. Palmeras, adelfas,
plataneras, vegetación por todas partes, damos una vuelta por los
alrededores. Comemos a deshora en un apacible restaurante a la
vera del río, por donde circulan barquichuelas y algunos
nenúfares. Arroz especiado con pollo, noodles gelatinosos con
marisco, una cerveza Siangh tranquila y dialogada. El resto de la tarde lo pasamos dando un
paseo por los alrededores: viviendas sobre el río, bajo el puente de la autovía, gentes tranquilas
viendo pasar el tiempo, dos monjes budistas caminando por la carretera, las playitas del río
donde brotan las raíces de los manglares.
Volvimos al restaurante después de la atardecida, por una senda selvática sin más luces que
nuestras linternas, y tomamos una larga cerveza junto al río oscuro. Antes de las diez
regresamos de nuevo al puerto, hicimos repaso del día, escribimos lo que ahora se lee, y
montamos en el barco, donde íbamos a dormir mientras navegábamos a la isla de Ko Tao. Pero
la del barco ya es la historia de otro día.
Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de
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4º día: Pak Nam - Koh Tao
En todos los viajes, en cualquier viaje, hay días que son largos en acontecimientos y
experiencias. Otros días sirven sólo de
enganche entre una cosa y otra, de
tránsito o de escala entre lugares y
gentes que pasan antes o pasarán
después. Pero algunos días están
plenos de sorpresas e imágenes
nuevas, de encuentros, de
descubrimientos, incluso de acción.
En esos días el tiempo parece
alargarse, las horas de luz no se
acaban y la energía de cuerpo y mente
responde como es debido, ayudando a
retener esos momentos excepcionales
que depara el viaje.
El de hoy ha sido un día de éstos. Un día largo y fructífero, un día en que las horas de vigilia se
han dilatado hasta hacernos parecer que llevamos mucho tiempo en la isla de Koh Tao, cuando
en realidad llegamos a la amanecida, en el barco que durante la noche nos trajo desde el
continente.
Anoche pasamos unas horas en los alrededores de Pak Nam, un embarcadero a las afueras de
Chumphon. Subimos al barco a las once de la noche, un barquito ni más ni menos confortable
y seguro que otros que hemos cogido otras veces, pero sí más pequeño. Corto, dos pisos,
colores vivos: líneas azules, amarillas, rojas, blancas. En letras grandes, en tailandés y en
nuestros caracteres latinos, la referencia de la salida y el destino: Chumphon-Koh Tao. El piso
bajo, la bodega, iba cargado con cajas de detergentes, botellas de agua, muchas bolsas de
cortezas. El piso alto, techado, al que se accedía por una breve escalera, eran dos filas de
colchones tan delgados como esteras, con almohadas igual de ajadas, donde nos fuimos
tendiendo los viajeros para pasar la noche. Mitad y mitad, tailandeses y occidentales,
repartidos entre las grandes mochilas y con la ventilación suficiente de dos vanos en las
paredes del barco.
Cuando el barco echó a andar bajé a la bodega. La puerta, el hueco por donde accedimos al
barco, seguía y siguió abierto durante toda la noche. Me senté en la madera, a unos
centímetros del agua que empezaba a moverse y formar olas, y la salida a mar abierto se
demoró más de lo que esperaba. Recorrimos durante mucho tiempo el estuario del río, frente a
mercados de pescado, cacharrerías o pequeños muelles donde atracaban barcos repintados de
todos los colores y tamaños. El agua negra se rizaba al paso de nuestro barco, y desde donde yo
estaba iba agrandándose una ondulación tranquila hasta chocar con los otros barcos.
Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de
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La tripulación era escasa, unos cuantos hombres. Uno, moreno y barrigudo, se paseaba en
calzoncillos por la bodega sin ninguna función fija. Otro, delgado y también muy moreno, con
la espalda tatuada al completo con dragones,
se aseguraba de que la carga seguía fijada a
su sitio. Cuando hubimos salido a mar
abierto me levanté y fui hasta la popa del
barco por un estrecho pasillo. Un
hombrecillo comía arroz con las manos, en el
suelo, con prisa. Otros dos dormían sobre la
tabla. Otro trajinaba en una cocinilla. El
último, en el extremo del barco, me sonrió
mientras comía también arroz de un cuenco,
acuclillado en esa forma de acuclillarse
aparentemente tan incómoda que tienen los
asiáticos, con el cuerpo hacia abajo y las
rodillas muy salientes. Ni siquiera después de abandonar el río llegó la oscuridad completa:
durante toda la noche siguieron reflejándose en el cielo y en el agua las luces verdes y naranjas
de los pesqueros.
Con mar tranquila, con brisa fresca entrando por las ventanas, conseguimos dormir unas
horas. A las cinco y algo el barco atracó en un embarcadero muy simple donde un pequeño
arco indicaba 'Welcome to Koh Tao'. Koh Tao es una isla diminuta a unos 40 kilómetros de la
costa, en el golfo de Tailandia. Tiene apenas 7000 habitantes, aunque lo que más se ve son
turistas occidentales en las tiendas de buceo, o dando vueltas en moto y sin casco por todas las
carreteras de la isla. A las ocho ya habíamos pillado un bungaló a la orilla del mar, al sur de la
isla, en Chalok Bay, y estábamos dándonos el primer baño en una playa paradisíaca, con arena
fina y palmeras y barquitos de pescadores.
El resto del día lo pasamos dando vueltas por la isla en motos alquiladas. Koh Tao tiene ocho
kilómetros de largo por casi tres de ancho, de modo que en unas pocas horas se puede recorrer
fácilmente, a pesar de las continuas cuestas y de las empinadas bajadas hacia las playas.
Subimos al punto más alto de la isla, a pie, claro, porque las motos no podían con tales cuestas.
Llegamos a bahías recónditas, como Tanote Bay, donde haciendo snorkel pudimos disfrutar de
los corales casi en la misma orilla, y cientos de peces de todos los colores y tamaños, azules,
verdes, amarillos fosforescentes, a rayas, con el morro gordo, peces solitarios o pececillos en
bancos de miles.
Comimos pad thai en un restaurante familiar al pie de la carretera, un chozo con la cocina al
aire y unas cuantas mesas. Un sitio tan familiar, que para lavarnos las manos tuvimos que
cruzar por el vestidor, por una sala de estar sin muebles, hasta llegar al cuarto de baño de la
familia, con sus toallas y cepillos de dientes. Como la gasolina de las motos parecía evaporarse,
tuvimos que parar varias veces a repostar: en cada pequeña tiendecita de la carretera ofrecían
un montoncito de botellas de whisky Hong Kong rellenas con medio litro de gasolina, al
módico precio de 50 baths, que es cuatro o cinco veces lo que cuesta en la gasolinera. Para
completar el día, a media tarde cayó un aguacero tropical: mientras las nubes grises corrían
desesperadas y chocaban contra la montaña, nos refugiamos en otro restaurante local a tomar
un café con hielo y esperar a que escampara. Cuando viajamos a países exóticos, sabemos que
la verdadera frontera es el idioma, pero aquí hay también algo que hace su cultura
impenetrable: abriendo un gran mapa de la isla ante las cuatro o cinco muchachas que
atendían el restaurante, les pedí que me señalaran el punto de la isla donde nos
encontrábamos. Ninguna sabía inglés, pero es que tampoco ninguna supo decirme dónde
Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de
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estábamos: miraban el mapa con la misma indiferencia con que nosotros leemos los símbolos
de su idioma.
El tiempo aclaró, y con las motos llegamos a otra playa espectacular en el norte de la isla, Hin
Wong Bay. Volvimos a bucear, a ver corales y peces primos hermanos de los que habíamos
visto por la mañana, y hasta nos dio tiempo a Juan y a mí a echar un partido de volley playa
con unos muchachos tailandeses que estaban entrenándose. De vuelta al bungaló, un paseo y
visita breve a Sharp Bay, una cena reparadora en otro restaurante local al lado de la carretera:
sopa de coco con pollo y arroz.
El día ha dado de sí. De las 24 horas, hemos pasado casi todas despiertos, descubriendo cosas y
moviéndonos, y nos vamos a la cama todavía con las imágenes aceleradas del día dando vueltas
a la cabeza, con verdadera sensación de aventura.
5º y 6º día: Koh Tao - Koh Phangan
El segundo día en Koh Tao fue casi tan intenso como el primero. Todavía con las energías del
día anterior, nos levantamos a las siete y salimos con las motos hacia el norte en busca de
algún rincón que nos hubiera quedado por ver. Al norte de la isla hay rincones especiales: un
complejo hotelero en obras, entre vegetación tropical, lleno de terracitas frente al mar, con
intrincadas subidas y bajadas, nos ofrece unas vistas de ensueño de la doble islita de Ko Nang
Yuan, cuyas dos partes están unidas por un hilo de playa blanca. Cerca de Mango Bay, después
de jugarnos el tipo por cuestas imposibles de asfalto y tierra, descendimos caminando hasta
una playa casi escondida entre rocas gigantes de granito: solos los tres, buceamos de nuevo
cerca de la orilla entre grandes corales y peces con colores de fantasía.
A las diez de la mañana devolvimos las motos y desayunamos en nuestro restaurante de
costumbre: mesas y bancos de madera bajo un chozo, el jefe sonriente y servicial, la jefa muy
delgada y alegre, ambiente agradable, tortitas de plátano y piña, y sopa de coco con tropezones
de plátano. Nuestro bungaló al pie de la
playa nos ofreció un rato de placentero
descanso, tumbados en las hamacas y
mecedoras de madera bajo las palmeras.
Muy cerquita está la Shark Bay, que sólo
conocíamos desde arriba: ahora nos
bañamos en una playita entre rocas,
buceamos, vimos peces de nuevo, e
incluso Omar, que entiende y sabe y se
atreve más, vio de cerca un tiburón. Son
pequeños tiburones de arrecife, que no
sólo no atacan sino que se asustan de las
personas y cambian de trayectoria en
cuanto las ven. Salimos del agua y
atravesamos pasadizos entre las grandes
piedras para llegar a una gran playa de
arena blanca y palmeras y algo más. Era la playa de un gran resort en la que descansaban y
leían libros parejas de suecos jóvenes y viejos, con piscinas al lado del mar, cabañas lujosas
entre palmeras y jardines con césped por los que correteaban niños rubios. Es el otro turismo
de Tailandia: descanso y paz en el trópico en cualquier época con todas las comodidades para
carteras nórdicas.
Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de
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Subiendo las cuestas que nos llevaban a la carretera
sentimos hambre, y la saciamos sentados en la
hierba y dando cuenta de algunas frutas compradas
en un puestecillo: una sandía, varios mangostanes,
un racimo de salak o fruta de la serpiente. Vuelta a
nuestro restaurante de referencia para comer unos
noodles, y bañito tranquilo en nuestra playa a
media tarde. El atardecer lo vimos mientras
recorríamos una pasarela en obras que nos llevó a
un bar terraza sobre el mar: cerveza y cena
tranquila, y vuelta al bungaló.
El día siguiente fue de tránsito: Omar buceó un rato cerca de nuestra playa, pero lo demás fue
preparar la mochila, caminar hacia el desayuno en nuestro rincón favorito, hacia el puerto
después, esperar durante varias horas a que el barco saliera bajo un cobertizo bien ventilado.
El barco que nos sacó de Koh Tao era un catamarán bastante cómodo y rápido: en poco más de
una hora desembarcamos en el puerto de Koh Phangan, cuarenta kilómetros al sur.
Koh Phangan es una isla mucho más grande que Koh Tao, con decenas de playas para turistas
europeos convencionales en el sur y este, y ambiente algo más tranquilo en el norte. Lo
primero que hicimos fue alquilar unas motos. En Koh Phangan las carreteras son muy
parecidas, pero aquí sí hay que llevar casco y hay más conductores locales. Recorrimos la
carretera que bordea la costa este hasta dar con nuestro hogar en esta isla, un bungaló a pie de
playa en Coral Bay, en el norte, después de sondear precios otras playas de camino. Una cena
ligera en un cruce de caminos con poca iluminación, y vuelta al descanso de nuestra nueva
playa, donde con wifi y una cerveza Leo planificamos la jornada aventurera del día siguiente.
7º día: Koh Phangan
Koh Phangan es famosa por sus grandes fiestas en la playa hasta el amanecer, por los grandes
resorts, por las drogas, por escenas de la película La playa, de Leonardo di Caprio. Como
nosotros vamos buscando cosas distintas, nos habíamos instalado en el norte tranquilo,
Chalok, Coral Bay, en nuestro bungaló a unos metros del mar.
Con la libertad que dan las motos, salimos
pasadas las siete de la mañana a recorrer el
interior de la isla. Buscando unos templos
nos encontramos con los primeros
elefantes asiáticos descansando junto a
una laguna de su trabajo como
transportistas de turistas. Visitamos dos
templos budistas, Wat Pa Saeng Tham,
uno tailandés y otro chino y, la verdad, no
hay demasiadas diferencias entre uno y
otro, salvo los caracteres con los que
escriben sus grandes letreros. En el
primero cuarenta cuadros explicaban la
vida de Siddharta desde su nacimiento, su
formación, su boda, su vida en la corte y
después sus retiros a la jungla y sus predicaciones. Un par de monjes ataviados con sus telas
naranjas charlaban con un grupo de gente que los había rodeado de las típicas ofrendas
budistas: botellas de agua, frutas y otros alimentos. Uno de los monjes nos obsequió a cada uno
Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de
2013
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una piedrecita con algunos símbolos para que nos sirviera de amuleto. El templo chino estaba
más arriba y tenía unas espectaculares vistas a la selva y al mar. Todo en él eran colores
llamativos, y figuras gordezuelas de apariencia infantil que no acabamos de entender.
En un parque nacional nos encontramos con que, llegado el final de la estación seca, todas las
cascadas y cursos de agua estaban secos, por lo que sólo pudimos subir por esas sendas de
escorrentía y sudar hasta llegar a un mirador. Bajamos después hacia el sureste de la isla, hacia
la famosa y fiestera playa de Hat Rim, donde nos dimos un agradable baño viendo en un paraje
hermoso poblado por turistas europeos y sus negocios y resorts. Volvimos a coger las motos, y
subiendo por la costa este disfrutamos otra vez en unos minutos de un entorno natural y
salvaje. Vimos nuevamente elefantes trasportando turistas entre los montes, después la
carretera se hizo camino y descendimos y subimos por esas selvas hasta que las cuestas fueron
tan empinadas que tuvimos que aparcar el vehículo.
Ahí llegó la aventura del día: por un
camino medio destrozado, por el cauce
seco de piedras de un río, conseguimos
llegar hasta una playa desierta. Alguien
había construido allí hacía tiempo un
chiringuito, pero estaba abandonado, pues
la única forma racional de acceder a esa
playa es por mar. Nos bañamos,
buceamos, vimos corales y peces,
descansamos en el agua caliente y bajo los
cocoteros. Sin relojes ni sentido del
tiempo, decidimos que no podíamos
arriesgarnos a subir hasta las motos sin
comer ni beber nada. Tampoco teníamos
agua, así que improvisamos la comida más
barata de todo el viaje: dos cocos de los que habían caído al pie de las palmeras. Como tampoco
íbamos armados de machetes ni otra herramienta adecuada, optamos por la solución McGiver:
navaja suiza e ingenio. De esta forma arrancamos la dura corteza que recubre el coco y, con un
abridor para el vino hicimos pequeñas incisiones por las que bebimos su agua dulce. Después
golpeamos el coco contra una piedra y nos comimos su carne. Con otro coco repetimos la
operación y salimos del apuro.
Justo después cayó un aguacero tremendo sin previo aviso, y tuvimos que refugiarnos en las
ruinas del chiringuito playero. Después ascendimos por donde habíamos bajado, dejando de
nuevo solitario aquel paraje natural de película.
Como empezó a llover también mientras atravesábamos los bosques, tuvimos que detenernos
y, como también contamos con la suerte de nuestro lado, lo hicimos justo frente a una cabaña
cerrada pero con una terraza que no sólo nos protegió de la lluvia sino que nos permitió
tendernos un rato en verdaderas hamacas colgadas de palo a palo. La tarde se quedó fresca tras
la tormenta, y el paseo de vuelta entre árboles de caucho y grandes palmerales resultó más que
agradable. Baño, cena y cerveza junto al mar, en una terraza por donde paseaba un gran jabalí
manso, mientras buscábamos combinaciones para seguir viaje al sur o al norte. Al acostarnos
teníamos claro que llegaríamos a Koh Tarutao, en la frontera con Malasia.
8º y 9º día: Koh Phangan - Surat Thani - Bangkok - Ayutthaya
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Los viajes no planificados al dedillo salen mejor. Si no hay nada reservado, uno tiene la libertad
para cambiar de idea, de planes, de destino, de un
momento a otro. Como además todo cuanto vemos es
novedoso, vamos visitando aquello que nos da la
gana en el momento en que nos apetece. La mañana
de ayer la pasamos en la isla de Koh Phangan.
Intentamos hacer una ruta de senderismo por el
bosque cercano a nuestra playa, pero no pudimos
llegar a la inaccesible Bottle Beach porque la
ascensión era demasiado dura.
Después fuimos con moto y todo el equipaje encima hasta la playa de Mae Haad, en el noroeste
de la isla. La playa es ideal para bañarse, y por eso hay
resorts y se requeman al sol gentes de piel muy blanca.
Mientras Omar y Juan se daban un baño, yo aproveché
para visitar el islote de Koh Maa, que está justo
enfrente, y en ese momento de marea baja estaba
unido a la playa por un pasillo de arena. En el islote
había habido alguna vez bungalós, pero ahora estaban
abandonados y entre ellos habían crecido por igual la
vegetación y los desperdicios.
Comimos y bajamos al sur para dejar las motos y esperar en el puerto la salida del barco que
nos llevaría a Surat Thani en nuestro viaje más al sur. Y como tenemos esa gran capacidad de
cambiar planes y trazar nuevos recorridos posibles, media hora antes de que partiera el barco
decidimos que ya había sido bastante playa por el momento y que nos íbamos para el norte.
Contratamos a ultimísima hora un autobús que vendría con nosotros en el ferry hasta la costa,
y desde allí nos subiría a Bangkok, y que casualmente salía a la misma hora que el otro ferry.
De modo que hicimos en barco las casi cuatro horas que separan Koh Phangan de Sarut Thani,
dejando a un lado el rosario de islitas verdes de Ang Thon, y ya de noche nos subimos al
autobús, que hizo una breve parada para cenar en un restaurante y empleó el resto de la noche
en llevarnos a Bangkok. Pasar la noche en un autobús tailandés no es como pasarla en uno
español: los asientos se reclinan de tal forma que uno puede dormirse cómodamente, hay
anchura, y mantas, y excelente trato. La cena iba incluida en el precio, según supimos después,
y era una especie de bufet exprés en mesas de seis. En el autobús nos dieron además un zumo y
un dulce, y llegando a Bangkok, al amanecer, nos
sirvieron un café.
Llegamos a la misma estación sur de la que
habíamos partido unos días antes. Después de
andar preguntando por todos los pisos y casi
volverme loco porque aquí no hay dios que entienda
el inglés y a todo te dicen que sí, supimos que
teníamos que trasladarnos a otra estación, la del
norte, para coger el autobús a Ayutthaya. Un taxi
nos llevó en un rato por calles y autovías rodeadas
de grandes edificios, y no vimos nada más de
Bangkok porque al poco de llegar a la estación salió
nuestro autobús.
En una hora llegamos a Ayutthaya, la capital del antiguo imperio de Siam. La ciudad es una isla
rodeada de cientos de canales, donde se asentó en su tiempo un conglomerado de templos y
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edificaciones de estilo jemer, de los que aún quedan muchos en pie. Los templos jemeres
tienen una forma muy particular: son altos pináculos con columnas alrededor, y figuras de
Buda repartidas por aquí y por allá. Casi todo está desmoronado, las columnas, los arcos, las
viviendas, e incluso la mayoría de los budas de piedra están decapitados, porque después de
guerras y guerras también pasaron por aquí los ingleses y franceses. Bajo un sol de justicia
cerca del mediodía, y con una humedad que nos hacía estar continuamente bañados en sudor,
aparcamos las bicicletas alquiladas y visitamos los recintos de Wat Phra Si Sanphet, cuyo
monumento central son tres altas torres, Wat Phra Mahathat, con la famosa cabeza de Buda
entrelazada por raíces, y el antiguo palacio imperial, un templo reconstruido donde un Buda
dorado de dieciséis metros de alto es adorado por algunos penitentes descalzos y rodeado por
quienes venimos de fuera y no acabamos de entender estos ritos.
De vuelta a las bicis, paseando por parques, lagos y canales plagados de restos y ruinas de
templos, nos sorprendió de nuevo el aguacero. Se puso a llover con furia, y lo hizo durante más
de una hora. Por suerte, pudimos refugiarnos bajo las sombrillas de algunos puestos callejeros
y, cuando arreció la tormenta, bajo un cobertizo entre las tiendas. No hubo más remedio que
esperar a que escampara y, cuando lo hizo, comer cualquier cosa en la calle: noodles con carne
servidos por una mujercilla que llevaba su carrito ambulante cargado con la olla caliente, y
salchichas asadas y un helado de mango en otros puestos móviles.
Por la tarde, ya con el ambiente más fresco
pero igual de húmedo, fuimos con las
bicicletas fuera de la isla, hasta el mercado
flotante: un trozo de canal reconvertido en
mercado, lleno de tiendas de todo tipo,
una atracción para turistas nacionales y
para niños. Dimos una vuelta en la barca y
asistimos a una representación teatral en
la que unos guerreros se daban hostias sin
parar con espadas y piernas, se mataban
muchas veces y salían lanzados fuera del
escenario, mientras el público aplaudía
entusiasmado cada golpetazo y valoraba el
mensaje de la obra que a nosotros, por
cuestión del idioma o de otra sensibilidad,
se nos escapaba.
Afuera, más elefantes transportando turistas tailandeses entre más ruinas de templos
abandonados. Salimos de la ciudad con las bicis: más altares, más budas, más templos rotos,
colegios, un ganado de vacas orejudas avanzando por la
carretera, un grupo de hombres jugando al fútbol tailandés
con movimientos de contorsionistas. Al atardecer,
recorrimos nuevamente los templos, ahora iluminados con
potentes focos, en bici y andando, y volvimos bordeando los
canales hasta nuestro hotel.
En un puesto callejero de la esquina cenamos noodles con
pollo y unas cortezas de cerdo a medio freír, tan sabrosas
como calóricas. El dueño de nuestro hotel contrató en el bar de al lado a unos amigos para que
cantaran en directo, porque quería celebrar los veintisiete años que llevaba abierto su negocio.
Nos tomamos un par de cervezas mientras un muchacho muy gordo al que los pliegues de la
cara le impedían mirar tocaba con desenvoltura la guitarra y cantaba con voz agradable
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grandes éxitos en inglés. Después de todo, el cambio de planes no salió mal, y volver a dormir
en una cama después de dos días es el mejor somnífero que uno puede encontrar.
10º día: Ayutthaya - Chiang Mai
Apercibidos por la experiencia del primer día en Ayutthaya, hoy salimos muy temprano con las
bicis. A las ocho habíamos bordeado la isla por el suroeste y seguíamos viendo decenas de
ruinas de templos diseminadas por doquier. En un parque unas mujeres pescaban con caña, y
algunos muchachos cruzaban puentes rudimentarios de madera hacia una hilera de casas o
puestos de comida que más parecían chabolas. Paramos a desayunar en una terraza
plenamente local: muy limpia, todos los letreros y cartas en tailandés. Pedimos, señalando las
fotos, una reparadora ensalada de arroz, pollo, cilantro y pimienta negra. La bebida fue un
delicioso zumo helado, muy dulce, de una fruta parecida a la ciruela y de la que sólo pudimos
averiguar que llamaba lam yai en tailandés. Volviendo hacia los templos vimos desde lejos una
gran iglesia católica, al otro lado del río, en el barrio
extranjero, donde los portugueses dejaron el
recuerdo de una pequeña comunidad cristiana.
Atravesamos el enorme parque arqueológico, un
mercado en plena efervescencia, los templos
visitados ayer, e incluso Omar tenía aún gana de
entrar a Wat Ratburana, donde dentro de un gran
pináculo encontró figuras y frescos, mientras Juan y
yo lo vimos desde fuera y preferimos quedarnos al
fresco de los árboles de la entrada. Una ducha para
aliviar el clima imposible de esta ciudad, y Omar y
Juan salieron a la aventura de buscar la estación de
autobuses para salir de la ciudad. Un autobús de clima sedante y ventiladores a tope los dejó en
mitad de una autovía a las afueras de la ciudad, desde donde cruzaron hasta alcanzar el
chamizo de latas que es la estación norte de Ayutthaya. Nuevo cambio de planes: en vez de salir
a las nueve, lo haríamos a las cinco: era la única opción de hacerlo en primera clase y además
no sabíamos cuántas horas hay de viaje a Chiang Mai, pero lo normal es que tuviéramos que
dormir en el autobús. La vuelta a Ayutthaya es la verdadera aventura: no pasaban autobuses en
el sentido contrario, y una moto se ofreció a
llevarlos por un módico precio. El caso es que los
llevó a los dos juntos en la misma moto, aunque
al llegar a un cruce se sumó al transporte la moto
de otro amigo, que en dirección contraria los
condujo a la ciudad. Yo andaba tan tranquilo
actualizando el blog en el hotel, cuando llegaron
sofocados y un poco inquietos tras la
experiencia.
Una comida tranquila, sopa de coco con cerdo,
noodles japoneses y con salsa picante, en la
terraza de un restaurante vecino, donde un
camarero simpático con el pelo recogido con una gran pinza nos decía frases en español y nos
puso música de Manu Chao para amenizar el rato. Después un paseo por otro mercado local.
Puestos de ropa, de frutas, de pescados fritos y también vivos nadando en palanganas, sapos en
bolsas, tortugas, serpientes pequeñas removiéndose en aguas turbias. Compramos y comimos
unos rambutanes y unos plátanos, cogimos un tuc-tuc, pequeño vehículo abierto para tres o
cuatro pasajeros, que nos llevó de forma más segura y tranquila a la estación. Mientras
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tomábamos un café moccha helado, una pareja de jóvenes alemanes nos contaba sus aventuras
viajeras: les quedaban aún dos meses de los ocho que iba a durar su viaje por África, Australia
y Asia. El autobús hacia el norte salió con una hora de retraso, y no era igual de cómodo que los
que ya conocíamos. En el trayecto atravesamos arrozales y templos y después selva y noche.
Paramos a cenar, y después fue difícil dormir, entre el imposible cabecero del asiento y los
gritos de un bebé justo delante. Llegamos a Chiang Mai a las tres de la mañana, y aquí
comienza otra parte muy distinta del viaje.
11º día: Chiang Mai
La llegada a Chiang Mai ha sido más incómoda de lo que hubiéramos esperado. El cabecero de
los asientos no permitía apoyar la cabeza, y un niño no paró de llorar después de la cena. A las
tres de la mañana el autobús nos dejó en una estación pequeña, oscura y casi cerrada donde
enseguida nos asaltaron los mosquitos. Negociamos con el conductor de un tuc-tuc para que
nos llevara al centro de la ciudad, y en un rato llegamos al pie de la muralla de la ciudad
antigua. Esperamos el amanecer en el vestíbulo fresco de un hotel, a salvo de los mosquitos, y
en cuanto hubo luz buscamos otro a nuestra medida. Juan y yo dormimos hasta media
mañana, mientras Omar, nervioso, ya había recorrido casi todos los templos y negociado
excursiones.
Chiang Mai es la ciudad más importante del norte de Tailandia, y está relativamente cerca de la
frontera birmana. Los edificios históricos
se acumulan en el centro de la ciudad,
que está muy delimitado, pues es un
cuadrado exacto rodeado por una
muralla y canales. Incluso se conservan
las cuatro puertas de la ciudad vieja que
coinciden con los puntos cardinales. Ya
descansados, recorremos el centro en un
par de horas, visitando infinidad de
templos budistas. En uno de ellos,
mientras estamos sentados descalzos en
la alfombra roja que recubre todo el
suelo, muchos monjes de hábito pardo
empiezan a celebrar un rito que consiste
en repasar las 277 reglas de su religión:
se arrodillan uno frente a otro, por
parejas, con las manos extendidas hacia su compañero, y charlan durante un rato, después se
levantan y caminan, y empiezan a agruparse en torno a un monje muy viejo. Después más
meditación y salmodias con las piernas dobladas
sobre el suelo.
En cuanto se ha visto un templo, se puede decir
que se han visto todos, pues la variedad de santos
es muy poca: Buda dorado, Buda haciendo un
cuenco con la mano izquierda y apoyando la
derecha en su pierna, Buda con la mano derecha
alzada al frente como queriendo lanzar un
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mensaje. Algunos elefantes, monos y otros animales, y alguna figuras de monjes viejos y
famélicos a escala real que parecen de cera y pueden llegar a asustar. Al lado de algunos
templos vemos escuelas budistas, con los muchachos vestidos con sus túnicas haciendo cola
para comer, e incluso una universidad budista. Hacemos sonar una hilera de cencerros que no
sabemos bien para qué sirven, tocamos un gong gigante, y nos vamos a comer unos noodles
con marisco y sopa de noodles crujientes.
Por la tarde paseamos por la ciudad, vemos varios institutos de secundaria, abiertos y en pleno
funcionamiento, y entramos en un enorme
instituto de formación profesional, con
grandes instalaciones modernas, y una
profesora que habla un inglés decente nos
muestra algunas: los espacios de artes,
restauración, economía, informática. Muchos
muchachos uniformados, con pantalón ellos,
con falda ellas, juegan al voleibol o al
bádminton en el exterior, o comen en la
enorme cantina al aire libre entre los jardines.
Intentamos dar la vuelta a la muralla, pero el
calor y la humedad nos aplatanan, y uno
empieza ya a estar harto de tanto templo con figuras doradas y como de juguete. Por suerte,
encontramos una terracita al volver a entrar a la ciudad vieja que nos ofrece lo que
necesitamos: sombra, brisa, sillones acolchados, una hamaca colgada de las vigas, cafés
helados y un zumo granizado de maracuyá. Con la energía recargada, seguimos bordeando la
muralla, atravesamos un mercado callejero con frutas, frituras, bebidas, humo y ruidos de
vehículos. Al salir del hotel, se ha desatado una tormenta intensa. La dueña del hotel nos lo
dijo al llegar: en Chiang Mai, por las tardes llueve.
Cruzamos hasta al restaurante de enfrente, y mientras cae sobre estas selvas toda el agua del
mundo cenamos tranquilamente unos picatostes con gambas al ajillo, una cazuela de arroz con
cerdo, noodles picantes con pescado y ensalada de frutas tropicales. En principio, mis noodles
no eran picantes, pero la hija de la camarera se confunde y le echa bastante, y para disculparse
me regala unos trozos de sandía para refrescarme. Al pagar y despedirnos, la muchacha me
entrega un pequeño envoltorio de hoja de
platanera hervida, con un mensaje grapado a
una flor blanca y rosa: I'm sorry! Cruzo la
tormenta hasta el hotel y descubro dentro un
dulce blanco y cremoso. Cambiamos de
ciudades pero seguimos en el mismo país: la
gente es igual de atenta y amable con el
extranjero en todos lados. En todos sitios
donde hemos ido hemos encontrado sonrisas
y buenas maneras: por eso, entre otras cosas,
Tailandia es un país cómodo para los
turistas. Con una sonrisa, sincera o
aprendida, el trato humano es siempre más
fácil. Nos vamos a la cama temprano, otra
vez una cama de verdad, y nos dormimos
pronto acunados por la música violenta de la
lluvia y el cansancio acumulado por una
noche de mal sueño.
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12º día: Alrededores de Chiang Mai
Extramuros, la ciudad de Chiang Mai también tiene su atractivo. Reparados después de una
noche de buen sueño, alquilamos unas motos de 125 a primera hora y salimos a descubrir las
afueras de la ciudad, en dirección al oeste, hacia el parque nacional del Doi Suthep-Pui. Por las
anchas avenidas de la ciudad circulan muchas motos, con y sin casco, y es bastante cómodo
moverse, puesto que ya estamos más que acostumbrados a ir por el lado izquierdo y el tráfico
es fluido. Nada más salir de la ciudad, pasada la universidad, un zoológico y algunos museos y
templos, empiezan grandes cuestas y grandes curvas. Nos detenemos en varios miradores para
contemplar la gran llanura en que se asienta Chiang Mai, amenazada por grandes masas de
nubes bajas, y seguimos camino hasta el santuario de Doi Suthep, a diez kilómetros de la
ciudad monte arriba.
Wat Phra That Doi Suthep es un lugar de
peregrinación religiosa y también turística.
Es un conjunto de templos anclados en la
montaña, a cuyas faldas se prodigan
innumerables tenderetes que venden
baratijas, camisetas, recuerdos. Cientos de
personas suben y bajan de los autobuses,
ascienden por unas empinadas escaleras o
un corto tranvía puesto al efecto y cruzan
el arco de entrada al complejo. Nosotros
optamos por una vía alternativa, unas
precarias escaleras por el bosque que
muestran la sucia trastienda del ostentoso
lugar: viviendas de lata, botellas y
desperdicios repartidos por el suelo. Hay
reliquias de Buda y otros objetos venerados en diversos templos en torno a una gran torre
central dorada. Reproducciones también doradas de Buda en todas las posturas explican al
visitante su vida y obra.
En uno de los templetes nos sumamos a la corriente humana local y sobre todo extranjera:
grupitos de gentes arrodilladas y con la cámara en la mano, entre imágenes de oro, ofrendas y
velas, llegan hasta un monje muy viejo y esquelético, y se dejan bendecir por sus palabras
monocordes en supuesto inglés. Nos asperja con agua bendita y nos coloca en la muñeca una
pulserita simple de algodón sagrado para que se nos cumplan los deseos. Una vez de pie,
mientras trato de hacer unas fotos, tengo que proteger la cámara de la bendición acuática, que
llega lanzada con excesivo ímpetu y nos cala a todos los presentes, de tal modo que salimos del
templo refrescados y plenos de energías positivas.
Golpeamos las hileras de campanas, fotografiamos los templetes, las figuras de dragones y
elefantes, contemplamos Chiang Mai y su aeropuerto desde los miradores, y dejamos rezando a
los que lo tienen que hacer. El descenso hasta la salida es una feria, como cualquier centro de
peregrinación religiosa, donde somos asaltados por vendedores de objetos estúpidos cuyo
precio se rebaja diez veces a nuestro paso. Seguimos con las motos montaña arriba: la entrada
al parque nacional, complejos de bungalós en la sierra, y varios kilómetros después el palacio
real de invierno, Phra Tamnak Bhu Bhing, con el omnipresente retrato de los monarcas y el
subsiguiete mercadillo de baratijas.
El trayecto en moto hasta las alturas es agradable: hemos dejado atrás el bochorno tropical de
Chiang Mai y disfrutamos de un paseo fresco por medio del verdor del bosque, que se hace más
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fresco aún cuando alcanzamos y atravesamos las nubes, primero retazos dulces, después nubes
cerradas, densas, lentas. A partir de ahí la carretera ya no sólo es sinuosa sino también
estrecha: apenas un carril por el que cabe
un coche. Lo bueno es que apenas nos
cruzamos con ninguno en nuestras subidas
y bajadas por lo más profundo de la selva.
Más adelante la carreterita empieza a tener
baches e incluso deja de estar asfaltada, y se
convierte en un camino de charcos, grava y
tierra blanda. Aunque parezca mentira,
pasamos frío: nos habíamos puesto el
pantalón largo para evitar los mosquitos y
ahora no sólo es necesario sino que
echamos de menos una chaqueta. La cima
del Doi Pui está a 1685 metros, y a esta
altitud los torrentes llevan agua, a pesar de
que ha terminado la estación seca. Incluso
se desata una tormenta cuando
descendemos hasta un poblado hmong, despacio por el desnivel y por las punzadas frías de las
gotas. Los hmong son un pueblo procedente del sur de la China, que durante siglos vivió del
cultivo y comercio del opio, pues está en medio del famoso triángulo de oro.
Ban Don Pui es una aldea completamente adaptada al turismo. Es más, no parece haber pueblo
sino sólo un mercadillo, una sucesión de puestos con ropas tradicionales y recuerdos varios,
que al menos sirven para protegernos de la lluvia. Cuando escampa damos una vuelta hasta lo
más alto del pueblo, que está rodeado por montañas y selvas cubiertas por las nubes. Hay un
hermoso jardín con flores de todos tipos y climas, una pequeña cascada, gallineros y casas de
aspecto muy pobre, con maderas y latas montadas sobre terraplenes precarios. Comemos bien
y muy barato en un modesto restaurante local los dos únicos platos que tienen disponibles:
sopa de noodles y pad thai. El dueño es un hombrecillo simpático con gorra de béisbol hacia
atrás, oriundo del lugar, que habla inglés razonablemente y nos pregunta mucho por los
precios de los platos en España, por los equipos de fútbol españoles.
Las motos nos llevan aún más arriba por el estrecho sendero de tierra, y a unos ocho
kilómetros encontramos otra aldea hmong, también con tiendecitas para extranjeros donde las
mujeres llevan el traje tradicional, negro y de terciopelo, y algo más auténtica. Las pocas calles
de Ban Kun Chang Kian son de tierra, y al final del pueblo hay una escuela muy bien equipada
con un mirador donde se ve entera la
llanura de Chiang Mai, de la que nos
separan más de treinta kilómetros.
Algunos niños juegan a saltar con cuerdas
en el patio de hierba, otros echan carreras
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de coches que son sus zapatos llenos de agua, otros juegan al ping-pong, otros acaban sus
tareas en una de las aulas, sin profesor y en silencio. A la entrada del pueblo hay un chozo
donde una mujer muy vieja y con cara despistada sirve cafés, supuestamente de la zona, pues
estamos rodeados de cafetales, ya que el gobierno tailandés promueve cultivos alternativos
para erradicar el opio. Exhibe los granos en botes transparentes, los muele en el molinillo y nos
sirve un café tan malo que ni con leche se arregla. Un alemán maleducado, padre de familia
que pasea por el poblado, mete la cámara hasta el molinillo sin pedir siquiera permiso e
incluso nosotros le parecemos gente exótica, pues también los bebedores de café entramos en
su objetivo sin cruzarnos un saludo.
La temperatura es buena en la aldea,
fresco sin llegar a ser frío, y desde ahí
iniciamos el largo descenso por las selvas
que nos devuelve a Chiang Mai. Después
de la larga carrera motociclista, nos
detenemos a la entrada de la ciudad en
unas cataratas, y en el mercadillo aledaño
Juan se atreve con una de las rarezas
culinarias tailandesas, los insectos. En el
puesto hay gusanos, ranas, cucarachas de
varios tamaños, todos refritos y negros.
Juan empieza por lo básico y se zampa
varios gusanos y algo grande que se
parece a un abejorro. A los demás nos pilla sin hambre y no lo probamos.
De vuelta en el hotel, llega el primer conato de discusión al decidir el plan para el día siguiente.
Los hoteles tienen un precio testimonial porque la ganancia la llevan en las excursiones
programadas que contratan. Son excursiones caras, para un tipo de turista que quiera llevarlo
todo previsto y atado, sin riesgos, para familias o grupos de jóvenes, donde ofrecen los
atractivos típicos de montar en elefante o
descender unos minutos por el río en barca.
Después de sopesarlo y discutirlo, el grupo
accede a la propuesta de Omar, que se ha
empeñado en contratar una de las rutas, a pesar
de que sabemos que no ofrece nada distinto de
lo que podríamos hacer por nuestra cuenta.
Antes de cenar, para calmar los ánimos, nos
atrevemos por fin con un masaje thai, algo que
no habíamos hecho hasta ahora más por
prejuicio que por otra cosa, pues son tantas las
suspicacias que despierta el famoso masaje.
Dentro y fuera de la muralla hay miles de casas de masaje, y es cierto que algunas parecen
sospechosas. Elegimos una cerca del hotel, de ambiente tranquilo y con cristaleras a la calle. El
masaje thai básicamente consiste en estirar, flexionar y golpear todo lo estirable, flexionable y
golpeable. Pies, piernas, brazos, espalda, cuello y hasta cabeza son estirados y presionados por
los codos y dedos expertos de las masajistas, y al cabo de una hora uno se queda más suave que
un guante, mientras se toma el té con que lo invitan después.
Una cena tranquila y relajada: costillas de cerdo fritas y con miel, granizados de mango,
guayaba y papaya. Un paseo nocturno en moto por las calles de Chiang Mai pone fin a una
jornada intensa de selva y ciudad.
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13º y 14º día: Chiang Mai - Sukhotai
Las visitas organizadas ofrecen lo que se espera de ellas, y por lo tanto tampoco podemos
sentirnos decepcionados por lo que encontramos. Huyendo de lo más turísticamente típico,
como la vuelta en elefante o el descenso del río en barcazas de bambú, escogimos una ruta
simple de senderismo. La expedición empezó regular por la falta de formalidad, porque no se
cumplen los horarios y el transporte a la
reserva exclusiva de selva prometida no era
demasiado cómodo. Una furgonetilla abierta
por detrás nos fue recogiendo a nosotros tres
y a otros seis o siete pasajeros: una pareja
argentina que vive en Estados Unidos, una
colombiana, un gringo, una eslovena, una
francesa, cada cual con su ruta distinta
contratada. Después de dar muchas vueltas
por Chiang Mai nos llevaron hacia el sur por
la autovía y empezamos nuestra ruta tres
horas después de lo esperado.
Lo que prometía ser una ruta exclusiva por un paraje protegido resultó una caminata,
interesante por otra parte, por un sendero fácil entre la selva, guiada por un hombre simpático
y bajito con sombrero de paja que se hacía llamar King Kong. El recorrido está adaptado para
gente con un fondo físico normal, y el paseo es fresco a la sombra de los grandes árboles. A la
mitad del camino llegamos a una pequeña cascada, y nos bañamos en la piscina natural que se
formaba debajo. La cascada resultaba punto intermedio de varias rutas, por lo que a esa hora
varias familias se bañaban también en esa zona exclusiva de la reserva. Después de una breve
tormenta, comimos pollo frito y un arroz hervido en un chozo en los límites de la selva, entre
un maizal y un campo de naranjos. En el trayecto de la tarde descendimos por la montaña
hasta una simple y maloliente cueva de murciélagos y después hasta el campamento de
cabañas donde algunos turistas pasan la noche.
En el campamento tuvimos que esperar dos horas hasta que distintos grupos acabaron de dar
sus vueltecitas subidos en elefantes por un
recorrido de lagunas artificiales. Los elefantes
están entrenados para ser sumisos, y van
agarrando hierbas con la trompa y rumiando
mientras sus guías les hacen repetir el mismo
recorrido circular de cada día. Otra de las
curiosas atracciones turísticas es que los
visitantes pueden meterse en la charca con el
elefante y lavarlo arrojándole cubos de agua.
Abandonamos el campo y tardamos todavía
mucho en volver a la ciudad. En el coche de
vuelta, coincidimos con universitarios
británicos, belgas y suizos que comentaban las sensaciones de su jornada aventurera, a la vez
que mostraban un diploma y unas fotos enmarcadas que inmortalizaban su participación. Una
vez en Chiang Mai nos pilló un atasco, y a pesar de esto y del despiste del conductor,
conseguimos bajarnos cerca de nuestro hotel.
Después de una ducha decidimos repetir la experiencia del masaje del día anterior, bien por
recuperar nuestros músculos cansados, bien por borrarnos la fallida experiencia del día. En
cualquier caso, nadie que contrate una excursión de este tipo puede sentirse estafado: desde el
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principio uno sabe a lo que va, y para qué público están pensadas estas actividades. Cenamos
en el restaurante frente al hotel, noodles y pad thai en diferentes modalidades, refrescos de
mango, y aprovechando que la noche era fresca y no llovía dimos unas vueltas por el centro de
Chiang Mai.
De noche la ciudad es otra: son otros los personajes que se mueven por sus calles y es otro el
paisaje. Ésta es la otra cara del turismo que va a Tailandia. En los alrededores de la puerta
norte de la ciudad, docenas de bares y terrazas llenos de occidentales que beben y ríen, puestos
callejeros de comida y bebida, chicas tailandesas reclamando a los viandantes bajo un cartel de
casa de masajes más que dudosa, adolescentes japonesas escuálidas y demasiado niñas a las
puertas de supuestos karaokes. Un mercado nocturno de recuerdos y mucha bisutería, entre
enormes edificios hoteleros. Y en medio, un pasadizo que lleva a una gran plaza con pequeños
bares a los dos lados, luces de colores, música occidental, muchachas y travestis, cientos de
travestis de cuerpos altos y pelos muy largos, llamando o esperando a los turistas que cruzan.
Viejos verdes, blancos y gordos, sentados en las terrazas con alguna muchacha local, solitarios
de cara colorada bebiendo y esperando. En medio de la gran plaza cubierta, un ring de boxeo,
donde dos combatientes retacos y jóvenes fingen que se dan cera delante del público que los
rodea por los cuatro lados. La lucha tailandesa es un combate muy violento de patadas,
puñetazos y rodillazos, que las parejas o los grupitos de jóvenes occidentales contemplan en
sus asientos con gestos entre de asco y curiosidad. Después de un rodillazo definitivo en la cara
de su contrincante, uno de los luchadores alza los guantes y la gente aplaude, el otro se hace el
muerto y al minuto se levanta riendo. Camino del hotel encontramos más manadas de
jovenzuelos blanquitos en busca de su diversión nocturna.
A la mañana siguiente salimos de Chiang Mai con la única idea clara de llegar a Camboya en un
par de días, pero, habiéndonos resultado imposible averiguar los horarios de autobuses,
íbamos dispuestos a salir a cualquier sitio a la hora que llegáramos. De modo que desayunamos
tranquilamente, reorganizamos el equipaje, y cogimos un taxi que nos salió al paso. Si
teníamos que visitar algo, preferíamos viajar hacia el sur, a Sukhotai, aunque estábamos
abiertos a coger el primer autobús que saliera hacia Khon Kaen, al este, o a Khorat, al sureste.
Como la suerte es así de caprichosa, llegando a las once menos cinco a la estación,
preguntamos y nos enteramos de que un autobús sale a las once para Sukhotai. Ahí que nos
embarcamos y, cinco horas después, habiendo atravesado selvas y arrozales y un monzón que
cayó durante todo el viaje, llegamos a Sukhotai, una de las ciudades históricas más importantes
de Tailandia. Nos metimos en un hotel y en pocos minutos volvió a desatarse una tormenta que
duró hasta las nueve de la noche. Apenas pudimos dar un paseo bajo un paraguas por los
alrededores, sentarnos a comer o cenar unos noodles y pad thai con cerveza, y después unas
salchichas y unos rambutanes en los puestos de la calle, refugiados bajo un tenderete y viendo
caer del cielo toda la furia del monzón.
15º día: Sukhotai - Phitsanulok - Lopburi
Aún a mil kilómetros de Camboya, nos queda un rato para llegar. Sukhotai es una pequeña
ciudad monumental del norte, y uno de los orígenes del antiguo reino de Siam. La ciudad
moderna está a doce kilómetros de los restos monumentales, pero nosotros nos alojamos
dentro de la ciudad vieja, a unos metros de los templos. Al igual que las de Ayutthaya, sus
ruinas son Patrimonio Mundial por la Unesco.
Como la mañana no es muy calurosa, alquilamos unas bicicletas y recorremos varios de los
sectores del parque. Son restos de templos de ladrillo rojo de estilo jemer, con pináculos y
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anchos pasillos de columnas cortadas y grandes budas de piedra gris completos. El recinto en
que se encuentran los templos es amplio, llano, lleno de canales y estanques cubiertos por
nenúfares con flores. Dentro del recinto hay algunas viviendas, vacas y becerros pastando,
gente pescando, e incluso un colegio donde los niños corren y juegan por el campo de césped.
Afuera empiezan los arrozales, campos verdes inundados en los que empiezan a sobresalir
algunas espigas.
Hay muchos charcos después de la
tormenta de horas y horas de ayer. Incluso
un ligero sirimiri cae durante la mañana, y
el paseo entre los templos de Sukhotai
resulta muy agradable. Cuando empieza a
pegar el sol salimos de viaje. Desde ahí
comenzamos el largo camino a Camboya.
Un pequeño autobús abierto nos lleva a la
estación de la nueva Sukhotai, y desde allí
otro autobús a Phitsanulok, ciudad cruce
de caminos. Como resulta muy difícil
saber por adelantado los horarios y rutas
de los autobuses, viajamos un poco a la
aventura, cogiendo el primero que sale más o
menos enfilado al destino que llevamos. En un
momento tenso del mediodía descartamos por
imposibles las rutas hacia Khon Kaen y Khorat, y
acabamos llegando en tuc-tuc a la estación de
tren de Phitsanulok. Casualmente, el tren que
hace el trayecto Chiang Mai-Bangkok hacia el
sur viene con retraso, por lo que tenemos tiempo
de comer un arroz con pollo preparado al
instante en la misma estación, y embarcamos
rumbo a Lopburi.
Atravesamos algunos bosques, ríos, templos rurales y muchos arrozales. Casi todos verdes,
aunque algunos están siendo quemados o cosechados. Antes de anochecer, enormes lagos y
montañas rocosas en medio del verdor. El tren tailandés es como cualquier tren europeo, algo
más viejo y con más gente trabajando en las estaciones y a bordo. A los pasajeros que suben,
una azafata les va sirviendo café o té y unas galletas y dulces, y otro mozo repasa el suelo con
una escoba de mijo. A nuestra llegada a Lopburi es de
noche, pero la ciudad es muy pequeña y en diez minutos
hemos encontrado alojamiento.
Salimos a dar una vuelta y comprobamos que es cierto
aquello que se cuenta sobre la ciudad: está plagada de
monos. Cientos, miles de monos corretean por los cables
eléctricos, por los balcones de las casas, gritan desde
encima de los templos a oscuras. Hay hordas de macacos
por todos lados, moviéndose, trepando, bajando a las
aceras, y hasta da aprensión caminar por ellas por si uno de estos animalejos se descuelga o
suelta una meada. Acabamos en un restaurante chino, de entre los muchos negocios chinos que
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hay en la ciudad, y cenamos una sopa de verduras y unos rollitos de primavera refritos,
cortados y con miel, antes de volvernos a descansar.
Ya estamos más cerca de Camboya, mañana saldremos de nuevo a la aventura de enlazar
autobuses y, con un poco de suerte, llegaremos.
16º día: Lopburi - Saraburi - Aranya Phratet --- Poi Pet - Siem Reap
Las cosas salen bien cuando pueden salir bien. Y cuando no se tiene un plan preciso, y uno está
dispuesto a adaptarse a lo que salga, es
seguro que salen bien. Hemos enlazado
autobuses en lugares que ni aparecen
en el mapa y al final hemos llegado a
Camboya, según nuestras primeras
previsiones. Asumimos el riesgo de
quedarnos colgados en mitad de una
región selvática tailandesa, pero
siempre hay salida y ya estamos en
nuestro destino.
Por la mañana estábamos en Lopburi, y
vimos la ciudad muy temprano y muy
deprisa. Los templos son
aparentemente importantes, de estilo
jemer, pero son iguales a los de
siempre, y están concentrados en una pequeña área dentro de la ciudad, junto a la vía del tren.
Los monos campan a sus anchas también de día: juegan y hacen vida alrededor de los templos,
por encima de ellos, y también por las aceras, buscando comida entre los restos de basura. En
la ciudad no hay turistas, y los monos parecen llevarse bien con la gente local: los hay por todos
lados, junto a los puestos de comida, en el
mercado, cruzando de calle por los cables de la
luz. Son una seña de identidad de la ciudad,
aunque resulta un poco difícil de entender el
sentido del mono urbano, el hecho de que la
población se adapte a sus correrías y gritos.
Muchos balcones están cerrados con altas
rejas, hay quienes les dan de comer y quienes
los espantan, pero el respeto a todas las formas
de vida es un precepto budista, y así andan.
Dejamos Lopburi sin pena ni gloria, a media
mañana, y un autobús nos llevó a Sariburi,
buscando la ruta más corta que nos permitiera evitar Bangkok. De Sariburi, después de
aclararnos con las rutas que iban hacia Camboya más por gestos que con otro lenguaje, sólo
vimos un gran mercado repartido por varias calles, igual a los que hemos visto en otros sitios, y
un centro comercial igual a los que vemos en otros países. Comimos un arroz rápido con carne
y cogimos otro autobús hasta Sa Kaeo, cuatro horas de trayecto, traqueteo y siesta a través de
bosques, cerros verdes, ríos, arrozales, campos de cáñamo.
Las ciudades de esta parte de Tailandia no tienen ningún atractivo, son todas iguales, un gran
mercado y lugar de paso de los pocos viajeros que por aquí se internan. En Sa Kaeo tuvimos
suerte, pues estando aparcando nuestro autobús se disponía a salir otro que continuaba la ruta
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hasta Aranya Phratet, en la frontera. Omar salió al paso y detuvo el autobús, y así pudimos
continuar nuestra ruta hasta Camboya. En una hora más estuvimos en la frontera, sin más
incidentes que tres controles de la policía,
hombres uniformados subieron al autobús y
pidieron la documentación a dos viajeros,
aparentemente camboyanos, mientras a
nosotros nos vieron la cara de más
extranjeros y nos saludaron todos con una
sonrisa. La frontera se atraviesa andando,
como en las películas, después de esquivar a
unos cuantos timadores que tratan de hacer
su agosto vendiendo visados falsos.
Se sale de Tailandia por una oficina y se
atraviesa un puente sobre un río sucio y un
arco con el rótulo “Kingdom of Cambodia”. Los siguientes trescientos metros son tierra de
nadie: una sucesión de casinos y locales de juego que los tailandeses llenan los fines de
semana, pues en su país el juego está prohibido. Entramos a otra oficina muy cutre donde unos
cuantos policías camboyanos con uniforme marrón nos hicieron pagar un visado de entrada y
nos robaron un poco más en baths tailandeses. Un pasillo hasta otra sórdida oficina donde nos
sellaron el pasaporte, un policía en la calle que no los comprobaba, y salimos a la ciudad de Poi
Pet.
Poi Pet, nuestra primera visión de Camboya, nos confirmó que habíamos cambiado de país e
incluso de tipo de viaje. Decenas de oportunistas tratando de llevarnos a los cinco extranjeros,
nosotros tres, otro español y un joven alemán, en sus falsas compañías de autobuses. Una
rotonda donde falsos taxistas nos abordaban diciéndonos abultadas cantidades en dólares. Una
tangana entre jóvenes y varios policías golpeándolos con las porras. Y después una larga
avenida polvorienta, con barracas de madera a un lado y destartalados hoteles al otro. Nos
asaltaron otros cuantos hombres ofreciéndonos taxis ilegales, y nos siguieron muchos metros
en nuestro avance por la avenida. Puestos callejeros de apariencia pobre, niños medio
desnudos, más perros, tráfico caótico de motocicletas y coches en todos los sentidos, polvo
levantándose al paso de los vehículos, charcos negros, muchos mosquitos.
La entrada a Camboya parece más el
descenso a un inframundo de desorden y
miseria que una verdadera frontera.
Cuando uno entra a un país y la propia
policía saca dinero del viajero, y los
negocios de transportes tienen como
representante a un hombrecillo
delgaducho con bigote de rata que
controla y recibe comisiones de los falsos
conductores a la vista de nosotros, uno se
queda con una pobre impresión del país.
Tailandia era otro país y otro mundo, en
este punto empieza otro viaje.
Al final no hubo más remedio que coger
un taxi, nosotros tres y el alemán que
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habíamos encontrado en la frontera, un taxi que suponemos legal, pero quién sabe, y que dejó
atrás un bello atardecer de carretera recta y campos verdes para dejarnos, ya de noche, en Siem
Reap.
La entrada a Siem Reap, después de atravesar poblados pobres y casi a oscuras, nos transportó
otra vez a un mundo ostentoso de turismo rico. En la entrada de la ciudad, grandes resorts de
muchas estrellas, uno tras otro, y muchas luces, y cartelones de colores y grandes avenidas. Al
bajar del taxi, varios tuc-tucs nos estaban esperando, el taxista se fue y alguien distinto cobró
su dinero, dos tuc-tucs de dos personas nos llevaron, como representantes coloniales, hasta la
puerta de una hotel. Todo está organizado así, pero funciona, es efectivo y bastante barato, así
que después de la paliza que nos habíamos metido, aceptamos quedarnos en el hotel. Salimos a
cenar unos noodles con curry rojo, noodles con curry verde, batido granizado de plátano, y
comprobamos en el paseo posterior por los alrededores del río que esta es una ciudad para
turistas, llena de lujos y servicios occidentales. Dejamos atrás las luces de colores que
iluminaban el río, los mercados nocturnos, los reclamos de los pubs con música europea, y nos
fuimos a nuestro merecido descanso.
17º día: Angkor
Angkor, la capital del antiguo imperio jemer, es una sucesión interminable de templos medio
derruidos de dimensiones colosales, que se extiende a lo largo de kilómetros dentro de la selva
camboyana. Es un destino muy turístico para occidentales y asiáticos, y la ciudad de Siem
Reap, a varios kilómetros, ofrece todo tipo de comodidades al turista medio y al turista rico.
Cientos de parejas, cientos de grupos de japoneses y de chinos, llegan en autobuses, en
bicicletas o en tuc-tucs y son asaltados por mujeres y niños que quieren venderles cualquier
cosa. Pero esto es algo tan alejado de nuestra cultura, que uno no tiene más remedio que
visitarlo con ojos inocentes, sin apenas referencias, sin asideros culturales, como un estudiante
que se pasea por una catedral sin comprender las figuras de santos o los significados religiosos
o literarios.
Ni siquiera somos conscientes de las
dimensiones del lugar cuando negociamos
con un tuc-tuc después del desayuno cómo
llegar al lugar. Alquilamos un tuc-tuc para
cuatro, nosotros tres y Anton, el joven
alemán al que conocimos en la frontera. El
tuc-tuc es una motocicleta que tira de un
pequeño habitáculo abierto pero techado,
ancho y cómodo, como los que utilizaban
los franceses en la época colonial. El paseo
hasta Angkor es breve: algunos kilómetros
de carretera recta en medio de la selva,
adelantando a bicicletas o motos con más
de dos personas, hasta llegar a un gran
estanque, el estanque cuadrado que rodea
Angkor Wat.
El acceso está muy organizado: unas amplias taquillas donde pagamos los 40 dólares que
cuesta la entrada de tres días, un chequeo de la entrada, controles después en el acceso a cada
templo. Todos los controles son necesarios, porque Angkor no tiene vallas: está en medio de la
selva, ocupa muchos kilómetros en los que además de vegetación hay ríos y canales, y pueblos
donde vive y comercia la gente.
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Angkor Wat es nuestro primer contacto con el
lugar. Es el templo más famoso, y uno de los
más espectaculares. Está rodeado por un
enorme foso cubierto de agua, dentro del cual
hay un recinto amurallado también cuadrado.
Hay una puerta principal, que es en sí un gran
edificio con varias galerías. Cuando se
atraviesa, empieza una larga avenida de medio
kilómetro llena de turistas que van y vienen, y
al fondo se ven las cinco principales torres del
templo. Por el camino, a ambos lados de la
avenida, dos edificios que sirvieron de
bibliotecas, y el estanque desde el que se hacen
las fotografías más famosas del templo de
Angkor Wat. Lo que hay dentro no es fácil de
describir, sobre todo si no se tienen las claves
culturales para hacerlo o, por lo menos, para
comprenderlo. Uno sólo puede admirar la magnificencia de los distintos edificios, todos de
piedra arenisca con bajorrelieves por todos lados, imágenes verticales de mujeres haciendo
gestos con las manos, escaleras muy empinadas para llegar a lo alto de cada uno de ellos, como
un difícil camino de los penitentes hasta las alturas divinas.
Muchas galerías por las que uno puede perderse, imágenes de batallas o dioses hindúes por las
paredes, una larga escalera hasta la torre central, la más alta, que también tiene muchos
recovecos, en algunos de los cuales algunas personas hacen ofrendas a figuras de Buda entre el
humo del incienso. Un rápido vistazo a
las guías nos confirma que no sabemos
nada sobre la función del templo, que
no sabemos nada sobre los
fundamentos religiosos sobre los que
se edificó, que no somos capaces de
aprender los nombres imposibles de
los reyes que las hicieron construir,
tales como Jayavarman, Indravarman
o Srindravarman, que sólo podemos
admirar su grandiosidad, la belleza de
esta gigantesca obra humana en medio
de la selva. No en vano, Angkor Wat es
el templo religioso más grande del
mundo. Muchas imágenes son
hinduistas porque ésa era la religión de los primeros gobernantes jemeres, pero en algún
momento, por razones políticas, cambiaron al budismo, y las imágenes de Shiva o Visnú
conviven con las de Buda.
Maravillados con lo que acabábamos de ver, admirándolo desde nuestra pequeñez e
ignorancia, montamos nuevamente al tuc-tuc para avanzar varios kilómetros hasta el complejo
de Angkor Thom, donde pasamos el resto del día. Es una enorme planicie rodeada de canales
por la que se reparten desordenadamente la selva y los templos: palacios reales con galerías y
más escaleras empinadas desde donde se divisa una gran extensión de bosque, pequeños
templos donde no quedan más que algunas piedras, murallas con figuras de elefantes cuyas
trompas hacen de columnas. Pasado el mediodía, el calor húmedo se hace casi insoportable, y
pasamos a comer a uno de los restaurantes locales que hay entre los cientos de puestos de
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bebidas y baratijas, con gentes tendidas en las hamacas colgadas de los árboles. Noodles con
carne, algo de fruta, batido de cacao, energía suficiente para pasar el resto de la tarde
recorriendo los templos de Angkor Thom: Prasat Bayón, el mayor, con sus enormes cabezas de
Buda coronando las torres por los cuatro lados, Baphuon, Phimeanakas. Antes del atardecer,
subimos una larga cuesta por el bosque para llegar a un templo en lo más alto de la montaña.
Al llegar arriba, las vistas de los bosques,
planicies y lagunas son impresionantes,
pero el templo que corona la cima está
plagado de japoneses sentados a la sombra
esperando la caída del sol, por lo que
bajamos enseguida.
El tuc-tuc nos lleva de nuevo a la entrada
de Angkor Wat, y desde la portada
contemplamos un tranquilo atardecer
entre nubes, frente al agua del foso que
rodea el templo y el verdor de la selva.
Algunos monjes budistas, envueltos en sus
telas naranjas, se sientan cerca de nosotros
cuando el sol cae, algunos rezando y otros
charlando. Como no tenemos esa vocación
religiosa, y menos las herramientas para comprender esta cultura lejana que quiso honrar a sus
dioses y gobernantes con estos templos gigantescos, disfrutamos tranquilamente del atardecer
sin ninguna intención espiritual, pero conscientes de la magia del lugar.
De vuelta a Siem Reap, nos quitamos el sopor del día con una ducha y salimos a cenar a la
terraza entoldada de un restaurante de estilo occidental, con camareras locales sonrientes y
con buen inglés. Arroz con ternera, pinchos de carne y verduras a la barbacoa, varios litros de
cerveza compartidos. Una repentina y obstinada tormenta nos obliga a permanecer bajo los
toldos, bebiendo otra cerveza, durante un largo rato de intensa conversación con Anton sobre
las visiones que unos y otros tenemos de nuestros países. Después de la tormenta, una última
cerveza en la fresca terraza del hotel, donde un tipo de Kentucky nos cuenta sus planes en la
ciudad, donde está montando un restaurante con gente local. Después de un día tan intenso,
cortamos pronto la conversación para caer en la cama redondos.
18º día: Angkor
Nuestro segundo día en Angkor también dio para mucho. El conjunto de templos es tan grande
que se podrían estar semanas y semanas visitándolos, y siempre se encontrarían rincones
inesperados. Desayunamos temprano unas tortas y cafés con hielo en una cafetería local,
grande y sin paredes, donde algunos hombres jugaban a las cartas y otros comían ya platos de
arroz y pollo frito. Contratamos otro tuc-tuc de
cuatro plazas para ir a Angkor, y negociamos con
el conductor el trayecto del día: nos llevaría a ver
aquellos sectores alejados que no habíamos visto.
El paseo en tuc-tuc entre por la carretera que se
interna en la selva fue tan agradable como el día
anterior. Dejamos a un lado Angkor Wat y
atravesamos el enorme recinto de Angkor Thom.
Salimos por una de sus puertas con cabezas
gigantes de Buda y elefantes haciendo de
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columnas, atravesamos un puente flanqueado por figuras sin cabeza y dedicamos la mañana a
visitar pequeños templos dispersos a lo largo de kilómetros selva adentro.
Las dimensiones de estos templos son más modestas que las de Angkor Wat, lo cual no quiere
decir que sean templos enormes con altas torres e infinidad de bajorrelieves con las mismas
figuras y símbolos. Kraol Romeas, Prasat Preah Khan, Prasat Banteay Prei, Prasat Preah Neak
Pean, son nombres que nos dicen tan poco,
que acabábamos confundiéndolos entre todos
los templos que veíamos y visitábamos. Uno
muy extenso, con puertas de entrada y salida
gigantescas y una larguísima galería con
puertas interminables, y piedras caídas a
ambos lados cubriendo anchos patios de
columnas y más galerías. En una de ellas, un
policía nos invitó a trepar entre las ruinas,
para hacer unas fotógrafías espléndidas de
grandes árboles creciendo entre las ruinas,
para después pedirnos dinero por el favor. Al
final o en medio de los pasillos que cruzaban los templos por todos lados, aparecían los
vendedores locales, generalmente muchachas de cuatro o cinco años que se pegan al visitante y
en perfecto inglés tratan de venderle sus baratijas, sus libros, sus pashminas, su bebida fresca.
Para llegar a Prasat Ta Som, un pequeño templo sobre un lago con figuras de serpientes
esculpidas en la roca, cruzamos una pasarela de madera donde además de los vendedores
habituales otros muchachos nos pedían entre risas: “Give me a coin from your country for
collection”. Pequeñas bandas de mutilados
por las minas antipersona tocaban, bajo un
techado de paja, xilófonos, bongós y grandes
instrumentos de cuerda. Al otro lado del río,
entre agradables paseos que nos aliviaban el
calor y la extrema humedad selvática, vimos
un par de templos más, antes de comer
noodles con pollo y batido de mango en un
restaurante junto a Prasat Ta Prohm.
Ése fue el plato fuerte de la tarde. Prasat Ta
Prohm es otro de los templos más visitados de
Angkor, y su particularidad, aquello que los
miles de turistas vienen buscando, son los grandes árboles cuyos troncos y raíces aún pugnan
con las piedras del templo. Las imágenes de
Prasat Ta Prohm, de raíces de varios metros
agarrando las piedras, han salido en portadas de
la National Geographic y de cientos de
publicaciones. Este templo también es famoso
porque aquí se rodaron escenas de una película
de acción de Angelina Jolie. Por eso hay largos
mercados con puestos y restaurantes en las dos
puertas por las que se accede al recinto. Por eso
hay miles de turistas paseando y fotografiándose
por sus pasillos y galerías, sobando las raíces de
los árboles, trepando por las ruinas para
conseguir el mejor plano. Y eso que la imagen de este templo está demasiado cuidada,
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demasiado adaptada a lo que el turista espera ver: la selva devoró durante siglos este templo
igual que tantos otros, pero hoy ha sido retirada la maleza y sólo conservados aquellos
gigantescos árboles que todos hemos visto en las revistas y en los reportajes. Además, decenas
de operarios están trabajando continuamente
en las labores de reconstrucción, entre grúas
y andamios, o catalogando piedras que luego
serán colocadas en la siguiente fase, que
puede durar décadas.
Aun así, Prasat Ta Prohm resulta
impresionante. Los árboles son los
verdaderos protagonistas y ofrecen una
imagen aún más salvaje de Angkor. Nos
paseamos por sus galerías, la mayor parte de
las cuales son inaccesibles, pues en ellas se
acumulan miles de piedras talladas aún sin
recolocar. Hicimos cientos de fotos, algunas iguales a las de cualquier visitante, otras que
pensamos ingenuamente que podrían
resultar originales, y nos maravillamos con la
impresionante simbiosis entre templo y selva
que es uno de los principales atractivos del
lugar.
Cansados, sudados, un poco saturados,
pedimos al conductor que nos devolviera a
Siem Reap. Al llegar a la ciudad, nos
sorprendió un aguacero atípico: media hora
de lluvia muy intensa con el sol afuera.
Cenamos en un bufet chino donde podíamos
asarnos la carne en nuestro propio infernillo de carbón para cuatro, y salimos a ver la otra cara
de la ciudad. Siem Reap de noche es como cualquier ciudad europea de vacaciones: en Pub
Street, en el Night Market, cientos de locales ofrecen música estruendosa y luces de colores a
miles de jóvenes blancos, la mayoría anglosajones adolescentes, que van y vienen por las calles
entre los anuncios de masajes y los reclamos de la música, bebiendo cerveza o intentando
pescar entre el gentío y el ruido.
Nosotros nos limitamos a pasear entre el desorden, observar la fauna nocturna, y tomarnos
algunas cervezas a medio dólar en terrazas más tranquilas con nuestro amigo Anton. Y
regresamos pronto para descansar y prepararnos para nuestro tercer día en Angkor.
19º día: Angkor
Otra forma interesante de disfrutar Angkor es en bicicleta. Después de dos días visitando los
templos, teníamos ya una cierta idea del lugar, y aunque hay que hacer bastantes kilómetros,
merece la pena. Alquilamos unas bicicletas barateras que
funcionaron bien a lo largo del día, y salimos en dirección
Angkor. Una carretera con mucho tráfico de motos, tuc-
tucs, camionetas, y muchos niños con sus trajes escolares
en bicicleta. En el paseo hasta llegar a los templos, entre
los gigantes árboles selváticos, sólo veíamos caravanas de
tuc-tucs con parejas de japoneses que venían de vuelta.
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Aprovechamos la libertad de las bicis para visitar algunos templos pequeños que, por estar
alejados de la ruta principal, no habíamos visto los días anteriores. En uno de ellos, tras subir
con mucho cuidado las empinadas escaleras y descansar un rato sobre el nivel de los árboles,
una mujer rapada nos dio barritas de incienso para hacer una ofrenda a Buda y nos colocó otra
pulserita de algodón. Después vimos que en
todos estos templos hay siempre una mujer
rapada y harapienta haciendo su particular
negocio.
Buscamos la dirección de Prasat Ta Prum, el
famosísimo templo engullido por las raíces de
los árboles, que habíamos visitado la tarde
anterior. Empezó a llover pasado el mediodía, y
tuvimos que refugiarnos en un restaurante
junto a la enorme muralla que rodea el templo.
Comimos brochetas de pollo y una sopa de
marisco con arroz durante la tormenta, y
después pasamos de nuevo a la maravilla de Ta Prum.
Aunque parezca mentira, había muchos rincones que no habíamos visto la tarde anterior. No
es un templo demasiado grande, comparado
con otros, pero entre las muchas ruinas hay
puertas que dan a pequeñas galerías, tras las
cuales aparece de repente un gran árbol
enraizado en una muralla, cubriendo un
pasillo, surgiendo imponente entre los
cascotes. En algunos de estos rincones, la
sucesión de turistas chinos y japoneses hace
casi imposible la foto sin gente. Desde Ta
Prum recorrimos una gran distancia hasta
Bayón, el templo principal de Angkor Thom,
que ya habíamos visto el primer día. También
esta vez parecía otro templo: con el cielo gris
y apenas nadie dentro, recorrer las galerías interiores impresiona mucho más.
Nuestra última parada fue en Angkor Wat, el
más visitado de los templos. Fue también el
primero que vimos dos días antes, pero
también en este caso fue un templo distinto.
Estaba atardeciendo cuando cruzamos la
puerta de entrada, y la mayoría de los
turistas salían en dirección contraria por la
gran avenida que lleva al templo. Apenas
había nadie cuando entramos en el complejo
principal de templos, y logramos subir a la
parte alta del templo central después de
evitar a un guarda que nos pedía dinero por
permitirnos subir. Desde ahí vimos cómo el
sol lentamente caía, con el resto de templos a nuestros pies y más allá la selva medio
oscurecida. Otro guarda retiró una valla para que nosotros y otros cinco extranjeros saliéramos
a una especie de balcón hacia el atardecer.
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Ya en tierra, recorrimos la distancia hasta la entrada completamente solos. En estos templos
no hay luz artificial, con lo que tuvimos que atravesar con mucho cuidado las galerías oscuras.
Por la avenida que precede al templo,
Angkor Wat nos ofreció una vista singular,
con sus cinco altas torres levantándose en la
penumbra, y el único sonido de los bichos de
la selva sonando largo y fuerte como una
sirena que avisara del cierre. Al llegar al
edificio de la puerta principal, un guarda me
indicó la forma de salir con una linterna,
mientras me cruzaba con un monje budista
descalzo que entraba en dirección a los
templos fumándose un cigarro.
El trayecto de vuelta a Siem Reap fue otra
aventura un poco temeraria: no sólo no hay
luz artificial en los templos, tampoco en
algunos tramos de la carretera que lleva
hasta allí. Sólo la dinamo de la bicicleta de Anton funcionaba, así que fuimos tras él los otros
tres, dando timbrazos y apartándonos cuando venían por detrás los tuc-tucs con los turistas
rezagados. Después nos dimos cuenta de que no éramos los únicos: iban y venían bicicletas en
las dos direcciones, y también sin luz. Al llegar a Siem Reap, ya iluminada, el tráfico caótico
nos lo puso difícil, pero llegamos sin problemas al hotel. Cenamos unas costillas de cerdo,
brochetas de gambas, arroz y unas cervezas para despedir nuestra estancia en Siem Reap, en
Angkor, y concluir una de las etapas más sorprendentes y plenas del viaje.
20º y 21º día: Siem Reap - Phnom Penh
Phnom Penh ha sido una etapa completamente prescindible en el viaje. Las distancias son muy
pequeñas en Camboya, pero la precariedad de los transportes públicos hace de Phnom Penh
una ciudad muy alejada de Angkor, y tanta paliza no merece la pena, a no ser que se quiera
pasar a Vietnam.
Después de desayunar en la cafetería de
costumbre en Siem Reap, un minibús nos llevó a
la estación, donde cogimos un autobús para la
capital. Seis horas de viaje en el clima gélido y
enfermizo de un autobús viejo con el aire
acondicionado a todo funcionamiento, por
carreteras llenas de baches y socavones,
atravesando campos verdes y pueblecitos y
puestos intermitentes a ambos lados de la
carretera.
Cansados del viaje, y sin haber hecho otra cosa en todo el día que soportar el clima pesado del
autobús, llegamos a Phnom Penh cuando ya había anochecido. Un tuc-tuc nos llevó a un hotel
cercano a la estación. Salimos a cenar y nos acostamos muy temprano para ver la ciudad por la
mañana.
Pero la ciudad tampoco tiene mucho que ver. A la mañana siguiente salimos a recorrerla y,
aunque es una ciudad de casi dos millones de habitantes, es posible visitar todo lo visitable en
medio día. El diseño de la ciudad es bastante organizado: grandes avenidas con aceras
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arboladas y muy anchas, barrios cuadriculados y perfectamente distribuidos, bulevares frente
al río. No en vano, fueron los franceses quienes la diseñaron a finales del siglo XIX. El
problema es que las aceras están
completamente ocupadas por hileras de
motos, por coches todoterreno aparcados, por
puestos callejeros, por la mercancía expuesta
de los locales comerciales, y es imposible
caminar por ellas. Uno tiene que bajarse a la
calzada para avanzar, pues todos los
obstáculos están tan pegados que ni siquiera
se pueden sortear. Y en la calzada se corren
otros peligros: los vehículos no circulan muy
deprisa, pero vienen miles de motos en los dos
sentidos, tuc-tucs, coches, gente intentando
cruzar por los inútiles pasos de cebra.
A esto hay que unir las condiciones higiénicas de buena parte de la ciudad. En las callejas
perpendiculares a las avenidas proliferan los puestos de comida, los pequeños negocios, que
conviven tranquilamente con sus propios desperdicios cubriendo las aceras, con los grandes
charcos de aguas pútridas, con las marañas de cables que a veces cuelgan hasta el suelo, con el
paso desordenado de los vehículos en cualquier dirección.
Dimos una vuelta por el centro, donde encontramos un estadio de fútbol y otras instalaciones
deportivas: muchachos jugando al voleibol,
otros a la petanca. En sentido contrario,
fuimos hasta el monumento a la
independencia, hasta el paseo frente a la
confluencia de los ríos Tonlé Sap y Mekong,
que se convierten en una gran masa de agua
marrón por la que circulan muchos barcos,
como si fuera un mar. Pasamos frente al
Museo Nacional y el Palacio Real, que al
parecer son las dos principales atracciones
de la ciudad, pero ni siquiera en los
alrededores las calles están limpias. Entre el
Palacio Real y el río hay una gran plaza con
millones de palomas y muchos niños harapientos jugando entre las aguas sucias.
Comimos en un restaurante local un arroz tres delicias, filete y pescado, y nos costó encontrar
un lugar donde tomar café a precio razonable, pues en la orilla del río está el barrio algo más
coqueto que visitan los extranjeros y, a pesar de
la mugre que uno está viendo alrededor, en la
mayoría de los locales los precios son mucho
más altos que en Europa. Seguimos río
adelante, pasamos frente a la Asamblea
Nacional y, llegando al barrio de las embajadas,
tuvimos que refugiarnos en un mirador
techado frente al río porque empezó a llover.
En el pequeño espacio convivían igual los
puestos de comida y bebida, gente sentada en
el suelo o tirados en una hamaca, policías
dormidos, extranjeros despistados como
Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de
2013
33
nosotros. Unos niños bajaron las escaleras y se bañaban vestidos bajo la tormenta en el agua
marrón del río.
Intentamos avanzar, pero llovía cada vez más, de modo que nos refugiamos de nuevo, esta vez
en una terraza cubierta donde media docena de camareros niños nos estuvo atendiendo sin un
minuto de descanso. Siguió lloviendo bastante fuerte durante algunas horas, de modo que allí
permanecimos, frente a un karaoke que parecía más una verbena de pueblo, tomando una
cerveza Angkor tranquila, y después cenando arroz con marisco, filete de ternera y costillas
fritas con ensalada, mientras los diligentes camareros nos rellenaban el vaso en cuando
mediaba. Como no paraba de llover, nos subimos a un tuc-tuc en la puerta y nos llevó al hotel.
El tráfico era igual de caótico que por el día, y en el camino vimos muchos locales con
ambiente. Phnom Penh será seguramente en el futuro una ciudad habitable, cuando los chinos
que regentan la mitad de los negocios se decidan a adecentarla, pero hoy no es más que una
capital en la que el viajero no descubre nada, más allá del caos urbano y la porquería.
22º y 23º día: Sihanoukville - Koh Kong
Una tormenta tropical no es cualquier cosa, y cuando llega el monzón a estas latitudes y dice de
estar lloviendo día y medio sin parar, lo hace. De modo que nuestros últimos felices días en las
playas camboyanas se han quedado en breves estaciones bajo una terraza, viendo las violentas
olas bajo el cielo blanco y sin poder bañarnos.
Salimos de Phnom Penh en cuanto pudimos. A las seis y media de la mañana estábamos
cogiendo un autobús que nos llevara al sur, a las playas de Shaloukville. A esas horas la ciudad
ya tenía la vida del día anterior: motos y tuc-tucs circulando desordenadamente, todos los
locales abiertos. Al igual que en la llegada, la salida resultó una paliza, pues, aunque la
distancia es corta, la duración de los viajes es interminable. Sólo salir de la ciudad nos llevó
hora y media, después de atravesar una sucesión de puestos de mercado y viviendas precarias
entre charcos y barro a ambos lados de lo que supuestamente era una carretera. La carretera
era un camino de grava con agujeros enormes, y la miseria que veíamos alrededor era aún más
penosa que la que habíamos visto dentro de la ciudad y más que la hayamos visto en ningún
lugar de África. Miles de motos como manadas esperando en los semáforos y después
circulando por donde podían entre las casuchas, entre los alimentos y las basuras y las vacas y
los charcos oscuros.
Fuera de Phnom Penh la carretera mejoró, empezó otra tormenta que duró las seis horas de
viaje y el resto del día y la noche. Atravesamos selvas, palmerales, poblados, campos
inundados, y finalmente llegamos a
Sihanoukville a la una de la tarde. Otro
autobús nos trasladó a la otra estación dentro
de la ciudad, y desde allí, previa negociación,
nos subimos en un tuc-tuc cubierto por
completo por lonas. La motocicleta que tiraba
de este tuc-tuc era más grande, y con razón,
pues hubo de atravesar la ciudad y luego
caminos de tierra y arena, y charcos como
lagunas en los que creíamos volcar, bajo un
aguacero terrible. Por las ventanillas de
plástico no alcanzábamos siquiera a ver el mar,
sólo algunos bungalós al paso, palmeras, las
vacas que el vehículo iba esquivando o las gallinas que dispersaba.
2013 Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya
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  • 1. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya 26 días por el sudeste asiático Julio de 2013 Diario realizado por Blas Villalta en el día a día del verano de 2013, cuando estuvimos viajando por aquellas tierras
  • 2. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 2 Índice: 1º día: La Mancha - Madrid - Dubái - Bangkok ........................................................................3 2º día: Bangkok - Hua Hin ............................................................................................................4 3º día: Hua Hin - Pranburi - Chumphon - Pak Nam...............................................................5 4º día: Pak Nam - Koh Tao ............................................................................................................7 5º y 6º día: Koh Tao - Koh Phangan............................................................................................9 7º día: Koh Phangan .....................................................................................................................10 8º y 9º día: Koh Phangan - Surat Thani - Bangkok - Ayutthaya ........................................11 10º día: Ayutthaya - Chiang Mai ................................................................................................14 11º día: Chiang Mai .......................................................................................................................15 12º día: Alrededores de Chiang Mai .........................................................................................17 13º y 14º día: Chiang Mai - Sukhotai.........................................................................................20 15º día: Sukhotai - Phitsanulok - Lopburi...............................................................................21 16º día: Lopburi - Saraburi - Aranya Phratet --- Poi Pet - Siem Reap ..............................23 17º día: Angkor...............................................................................................................................25 18º día: Angkor ..............................................................................................................................27 19º día: Angkor ..............................................................................................................................29 20º y 21º día: Siem Reap - Phnom Penh..................................................................................31 22º y 23º día: Sihanoukville - Koh Kong .................................................................................33 24º día: Koh Kong - Hat Lek - Trat - Bangkok........................................................................35 25º día: Bangkok ...........................................................................................................................36
  • 3. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 3 1º día: La Mancha - Madrid - Dubái - Bangkok Viajar a países lejanos supone siempre un desconcierto horario del que al cuerpo le cuesta recuperarse. A España la separan de Tailandia más de 13.000 kilómetros y, aunque hoy podemos desplazarnos por estas inmensas distancias en un tiempo muy corto, la naturaleza del cuerpo siempre se rebela. Salimos de Madrid una noche de este tardío verano, y llegamos aquí no sabemos cuántas horas o días más tarde. Volar con Emirates es un lujo asequible, sobre todo después de nuestras tantas experiencias en compañías de bajo coste. Reencontrarse con los sencillos detalles de la bandeja de comida decente, la atención de un vaso de zumo a tiempo o la pantalla donde jugar a videojuegos o ver películas es siempre agradable. El primer vuelo pasó rápido, sobrevolamos media Europa, Irak, el golfo Pérsico entre conversaciones y risas, y aterrizamos en Dubái con el sentido del tiempo ya perdido. Después de unas vueltas por el aeropuerto, un autobús nos llevó por la larguísima pista hasta el siguiente avión. En los breves segundos entre el autobús y el avión uno puede hacerse a la idea de sobre qué mundo se ha construido la riqueza de los emiratos: un bofetón de aire caliente entre la neblina del desierto, con las enormes torres grises al fondo como un espejismo. El segundo avión sobrevoló la India y nos dejó algunas horas después en Bangkok. Aprovechamos para leer, dar cabezadas inútiles en la verticalidad del respaldo, ver alguna película. Llegamos a Bangkok de noche, como salimos. El olor que uno encuentra en los países tropicales es siempre reconocible: denso, dulce, como de naturaleza encerrada. Un taxi nos condujo al centro de la ciudad, hasta un barrio que las guías llaman de mochileros, Khon San, junto a una española y un francés que habíamos conocido en el avión. Con el descontrol horario y alimentario a cuestas, avanzamos durante demasiado tiempo por una autovía que atraviesa miles de edificios altos. Bangkok es, desde fuera, para el recién llegado, una macrociudad poco acogedora, despersonalizada y brutal. Encontramos hoteles a precio razonable en pocos minutos, y salimos a cenar y a disfrutar del espectáculo callejero. Porque Khon San Road es un espectáculo continuo, un espectáculo de vida, formas, movimiento y colores. También olores: un aroma denso de especias y fritos recorre las largas calles repletas de puestos de comidas y productos varios. Grupos de música callejera, música en directo con guitarras y panderos, ameniza el paseo de cientos de occidentales que fijan sus ojos en las bandejas de insectos, escorpiones y larvas fritos, en los revueltos de fideos y huevos preparados al instante, en la lubricidad de las frutas tropicales abiertas, en los tenderetes con vaqueros y pashminas multicolores. Copiando lo que veíamos, comimos andando entre la multitud, manejando con destreza los palillos con que llevarnos a la boca la pasta frita con pollo, aderezada con zanahoria, setas, raíces de soja y huevo. Nos sentamos en una terraza, o más bien una mesa en medio del espectáculo vivo del tránsito y la cocina al instante, para tomarnos la primera cerveza tailandesa frente a dos intérpretes locales de grandes éxitos del rock de los 90. Una vuelta más para digerir el nuevo ambiente, una cerveza más para soportar el sopor húmedo de la noche del trópico, un repaso ligero de los planes del día siguiente mientras montábamos la mosquitera, y después un sueño profundo que no se cortó hasta
  • 4. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 4 más de las doce, hora local, del día siguiente, rompiendo de paso todos los planes pero devolviendo a nuestros cuerpos a un estado medio normal, el estado necesario para afrontar casi un mes por delante en Indochina, para conocer y disfrutar esos rincones de los que el turismo en masa occidental aún no se haya apoderado. 2º día: Bangkok - Hua Hin Reparados por el sueño, salimos de Bangkok en cuanto pudimos. Después de rechazar a varios taxis que pedían una tarifa fija, encontramos al fin uno que accedió a poner el taxímetro, y nos llevó, cruzando muchas calles y un ancho río gris, hasta la estación sur de la ciudad. No es que la estación de autobuses tenga muchas tiendas dentro, sino que es en sí misma un gran bazar, un laberíntico centro comercial donde, además de ofrecer todo tipo de productos y servicios, venden billetes para los autobuses que salen desde abajo. Atravesamos tiendas de libros, de ropas, de detergentes, de baratijas, y al fin conseguimos los billetes para viajar a Hua Hin, tres horas península abajo. En la misma estación, una comida rápida a base de noodles, pollo y tajadas de carne, que nos dejó resoplando y casi llorando por la acción del picante. A la hora de pagar la comida, en sitios como éste no hay trampas: se ha de pagar una tarjeta que se va recargando con los platos solicitados. En el piso bajo nos esperaba el pequeño autobús, con el que llegamos refrigerados en casi tres horas a Hua Hin, ciudad residencial en la costa del golfo de Tailandia, formada y rodeada por complejos turísticos, preferida por la realeza y por los playeros nacionales de fin de semana. A Hua Hin llegamos al atardecer y, resuelta la cuestión del alojamiento, dimos nuestra primer paseo por la arena de una playa tailandesa antes de que el sol se pusiera. La arena de la playa de Hua Hin es blanca y muy fina, el agua es cálida y muy tranquila. Mucha gente muy joven se bañaba en las aguas someras de la orilla, otros contemplaban el atardecer encaramados a grandes piedras también cerca de la orilla. Algunos turistas daban paseos lentos a caballo a flor de agua. La ciudad de Hua Hin no es muy diferente de cualquier ciudad de playa española: grandes hoteles y villas, estacas con sombrillas recogidas y dispuestas para la mañana siguiente. A lo largo de la costa se veían las luces de este tipo de complejos residenciales y hoteleros que no acaba nunca. Mar adentro, las luces verdes de una flota de pesqueros que abastece los mercados de la ciudad. De noche, la ciudad no ofrece otro atractivo que su famoso mercado nocturno. De camino allí, recorrimos brevemente un pequeño monumento local: la coqueta estación de tren, como casitas de madera de estilo colonial, de rojo y blanco, con aire de construcción de juguete. Algunas caras aburridas en los bancos frente a la estación, perros de nadie cruzando las vías. Desde cualquier rincón, grupos de mujeres en torno a una mesa lanzan su oferta de masaje tailandés con voces de pito: oímos cien veces 'thai massaaaaage' con ese tono cansino y las risas, suponemos, al ver pasar nuestras ridículas figuras extranjeras. Y llegamos al mercado nocturno: una calle larga, y algunas adyacentes, a rebosar de puestos de comida y objetos. Luces, olores, ríos de gente subiendo y bajando. Y nuevamente los mismos reclamos: baratijas de todo pelaje, ropas y paños, monigotes de madera, perfumes, collares de frutos secos, sedas, y repetidos restaurantes y puestos de comida y bebida: langostas enormes como gatos, sapos, langostinos y mariscos varios, carnes fritas con o sin rebozar, arroces, almejas grandes asadas con huevo, bebidas alcohólicas, mangos, piñas, duriens pelados y preparados en bolsitas.
  • 5. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 5 Nos sentamos en una esquina de la gran algarabía del mercado nocturno y pedimos algo simple para cenar: fideos revueltos con huevo, con un sopicaldo insípido, arroz con ternera. La cerveza local, Chang, suave y casi dulce, venía envuelta en fundas de neopreno para que no se calentase. Las fundas llevaban el logotipo del FC Barcelona. Dispuestos a que no nos ocurriera como esa misma mañana, dejamos preparado el plan del día siguiente, los despertadores en hora, a sabiendas de que cualquier plan que hagamos en cualquier viaje por el mundo es susceptible de ser modificado por múltiples circunstancias. Salimos a dar un paseo por el puerto, por una pasarela de cemento con las farolas apagadas donde grupos de jóvenes se tomaban sus tragos sobre el susurro débil de las olas. Probamos la cerveza Leo, cuyo sabor no es muy diferente, y nos fuimos a la cama con la intención decidida de levantarnos muy temprano, esta vez sí, para salir de Hua Hin y seguir viajando hacia el sur. 3º día: Hua Hin - Pranburi - Chumphon - Pak Nam Hechos los cuerpos al horario local, y urgidos por el calor que nos expulsa de la cama, nos levantamos sobre las 7.30 de la mañana. Bueno, cuando los demás nos levantamos, Omar llevaba más de una hora trasteando por la habitación, por los pasillos, buscando el fresco de la calle. Hua Hin es una ciudad de vacaciones o de fin de semana de playa, a tiro de piedra de Bangkok, donde pululan turistas tailandeses y es difícil ver occidentales. También es difícil encontrar actividades diferentes a tenderse en la arena blanca o darse un remojo. Preguntamos y nos informan por aquí y por allá de que unas cataratas cercanas están sin agua, ahora que acaba la temporada seca, o de que los parques nacionales visitables están más al sur. El tren hacia Chumphon no sale hasta la tarde, de modo que buscamos un autobús en el mismo cruce de calles donde ayer nos dejó el que nos trajo aquí desde Bangkok. Un corto trayecto en un pequeño autobús hasta Pranburi, donde bajamos con la esperanza de visitar un conjunto de manglares que promete la guía. A las doce del día, bajo un sol abrasador, cargados con las mochilas, caminamos por una calle que en realidad es una carretera, cuyas aceras están atestadas de restaurantes y tiendas, pero ninguna es de alquiler de vehículos, y la playa y los manglares están demasiado lejos para seguir caminando sin riesgo de deshidratarnos. Ahí decidimos que nuestra visita a Pranburi toca a su fin: otros descubrirán las maravillas del lugar, nosotros nos llevamos sólo una idea del bullicio de sus negocios y del ambiente tórrido e invivible de sus calles. Volvemos a la carretera principal y, tras reponer fuerzas con agua, cocacolas y piña troceada, cogemos otro autobús hacia el sur. Antes de salir, una breve visita a un templo. El primer templo budista que vemos no es demasiado grande: una sola habitación de techos altos con varios altares con la figura de Buda y de otros santos varones forrados de papel de oro, que tiembla causando un efecto curioso con el viento que entra por todas las ventanas abiertas de par en par. Hay algunas velas ardiendo, hay ofrendas a los pies de los altarcillos, platos de comida, botellitas, un enorme cuenco lleno de huevos cocidos. Algunos paisanos entran, descalzos como nosotros estamos, y se arrodillan haciendo gestos con las manos. De vez en cuando entran y salen monjes rapados con túnica naranja, otros ofrecen en el exterior una sopa boba a los pobres que se arriman. Enfrente, dentro de un pabellón, se prepara una fiesta, pero no sabemos su sentido: todo está lleno de guirnaldas de flores y de letreros en thai, pero no podemos ir más allá de apreciar la belleza de los caracteres dibujados entre los vivos colores de las flores. Esta vez se trata de un autobús grande y en condiciones. Las casi cuatro horas de camino no se hacen largas. El autobús está decorado con dudosos complementos, cortinillas cortas llenas de adornos y borlas, colores vivos, y unos operarios con los que es imposible comunicarse en inglés ni en ninguna lengua, más allá del cambio de manos de los billetes. Pero los asientos
  • 6. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 6 tienen un espacio inusualmente amplio para las piernas, reposapiés, pantallas que no utilizamos porque desconocemos absolutamente la lengua tailandesa, almohadillas confortables. Lo necesario para echar unas cabezadas y descansar, y descubrir de pronto que el paisaje ha cambiado, que el soporífero ambiente de trópico y asfalto de Pranburi es ahora un bosque verde recién lavado por una tormenta. A ambos lados de la carretera vemos plantaciones de palmeras y árboles de caucho, al fondo montañas verdes de selva. En un medio sueño Omar avisa al resto del grupo de que debemos bajar, y nos quedamos bajo un puente, en un cruce de carreteras hacia no sabemos bien dónde. Al parecer, según nos cuentan conductores de motocicletas, Chumphon está a más de 15 kilómetros, Pak Nam a 25, y no estamos seguros de que haya líneas regulares de autobuses. Empieza a chispear, y cuando nos preparamos para refugiarnos bajo un porche, se detiene frente a nosotros una furgoneta pick-up. Una mujer resuelta y guapa, que transporta a sus hijos en el coche, baja y nos dice que nos puede llevar al puerto, si subimos en la parte de atrás. Dice tener una empresa de transportes y, aunque éste que vamos a tomar es a todas luces ilegal, asegura hacerlo a diario. Levantamos el velcro de la lona y nos situamos con las mochilas en la parte de atrás del coche. El trayecto hasta el puerto es divertido. Avanzamos a buena marcha por la autovía, confinados en la parte trasera, el pelo al viento, riendo sin parar. De vez en cuando chispea, de vez en cuando cogemos velocidad, y para protegernos de ambas cosas extendemos la lona y nos cubrimos con ella, como mercancía de contrabando. Cosas que uno no haría ni aprobaría en su propio país parecen tener aquí otro sentido, parecen estar exentas de riesgo o responsabilidad, como un juego de niños. El caso es que llegamos en un rato al puerto, pagamos el transporte clandestino y compramos los billetes para el barco que saldrá a las once de la noche. El puerto de Pak Nam es pequeño, íntimo, rural. Algunos manglares antes de la desembocadura de un río marrón, una docena de barcos de colores llamativos, trazos amarillos, azules, verdes, y el lento trabajo de los cargadores. Palmeras, adelfas, plataneras, vegetación por todas partes, damos una vuelta por los alrededores. Comemos a deshora en un apacible restaurante a la vera del río, por donde circulan barquichuelas y algunos nenúfares. Arroz especiado con pollo, noodles gelatinosos con marisco, una cerveza Siangh tranquila y dialogada. El resto de la tarde lo pasamos dando un paseo por los alrededores: viviendas sobre el río, bajo el puente de la autovía, gentes tranquilas viendo pasar el tiempo, dos monjes budistas caminando por la carretera, las playitas del río donde brotan las raíces de los manglares. Volvimos al restaurante después de la atardecida, por una senda selvática sin más luces que nuestras linternas, y tomamos una larga cerveza junto al río oscuro. Antes de las diez regresamos de nuevo al puerto, hicimos repaso del día, escribimos lo que ahora se lee, y montamos en el barco, donde íbamos a dormir mientras navegábamos a la isla de Ko Tao. Pero la del barco ya es la historia de otro día.
  • 7. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 7 4º día: Pak Nam - Koh Tao En todos los viajes, en cualquier viaje, hay días que son largos en acontecimientos y experiencias. Otros días sirven sólo de enganche entre una cosa y otra, de tránsito o de escala entre lugares y gentes que pasan antes o pasarán después. Pero algunos días están plenos de sorpresas e imágenes nuevas, de encuentros, de descubrimientos, incluso de acción. En esos días el tiempo parece alargarse, las horas de luz no se acaban y la energía de cuerpo y mente responde como es debido, ayudando a retener esos momentos excepcionales que depara el viaje. El de hoy ha sido un día de éstos. Un día largo y fructífero, un día en que las horas de vigilia se han dilatado hasta hacernos parecer que llevamos mucho tiempo en la isla de Koh Tao, cuando en realidad llegamos a la amanecida, en el barco que durante la noche nos trajo desde el continente. Anoche pasamos unas horas en los alrededores de Pak Nam, un embarcadero a las afueras de Chumphon. Subimos al barco a las once de la noche, un barquito ni más ni menos confortable y seguro que otros que hemos cogido otras veces, pero sí más pequeño. Corto, dos pisos, colores vivos: líneas azules, amarillas, rojas, blancas. En letras grandes, en tailandés y en nuestros caracteres latinos, la referencia de la salida y el destino: Chumphon-Koh Tao. El piso bajo, la bodega, iba cargado con cajas de detergentes, botellas de agua, muchas bolsas de cortezas. El piso alto, techado, al que se accedía por una breve escalera, eran dos filas de colchones tan delgados como esteras, con almohadas igual de ajadas, donde nos fuimos tendiendo los viajeros para pasar la noche. Mitad y mitad, tailandeses y occidentales, repartidos entre las grandes mochilas y con la ventilación suficiente de dos vanos en las paredes del barco. Cuando el barco echó a andar bajé a la bodega. La puerta, el hueco por donde accedimos al barco, seguía y siguió abierto durante toda la noche. Me senté en la madera, a unos centímetros del agua que empezaba a moverse y formar olas, y la salida a mar abierto se demoró más de lo que esperaba. Recorrimos durante mucho tiempo el estuario del río, frente a mercados de pescado, cacharrerías o pequeños muelles donde atracaban barcos repintados de todos los colores y tamaños. El agua negra se rizaba al paso de nuestro barco, y desde donde yo estaba iba agrandándose una ondulación tranquila hasta chocar con los otros barcos.
  • 8. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 8 La tripulación era escasa, unos cuantos hombres. Uno, moreno y barrigudo, se paseaba en calzoncillos por la bodega sin ninguna función fija. Otro, delgado y también muy moreno, con la espalda tatuada al completo con dragones, se aseguraba de que la carga seguía fijada a su sitio. Cuando hubimos salido a mar abierto me levanté y fui hasta la popa del barco por un estrecho pasillo. Un hombrecillo comía arroz con las manos, en el suelo, con prisa. Otros dos dormían sobre la tabla. Otro trajinaba en una cocinilla. El último, en el extremo del barco, me sonrió mientras comía también arroz de un cuenco, acuclillado en esa forma de acuclillarse aparentemente tan incómoda que tienen los asiáticos, con el cuerpo hacia abajo y las rodillas muy salientes. Ni siquiera después de abandonar el río llegó la oscuridad completa: durante toda la noche siguieron reflejándose en el cielo y en el agua las luces verdes y naranjas de los pesqueros. Con mar tranquila, con brisa fresca entrando por las ventanas, conseguimos dormir unas horas. A las cinco y algo el barco atracó en un embarcadero muy simple donde un pequeño arco indicaba 'Welcome to Koh Tao'. Koh Tao es una isla diminuta a unos 40 kilómetros de la costa, en el golfo de Tailandia. Tiene apenas 7000 habitantes, aunque lo que más se ve son turistas occidentales en las tiendas de buceo, o dando vueltas en moto y sin casco por todas las carreteras de la isla. A las ocho ya habíamos pillado un bungaló a la orilla del mar, al sur de la isla, en Chalok Bay, y estábamos dándonos el primer baño en una playa paradisíaca, con arena fina y palmeras y barquitos de pescadores. El resto del día lo pasamos dando vueltas por la isla en motos alquiladas. Koh Tao tiene ocho kilómetros de largo por casi tres de ancho, de modo que en unas pocas horas se puede recorrer fácilmente, a pesar de las continuas cuestas y de las empinadas bajadas hacia las playas. Subimos al punto más alto de la isla, a pie, claro, porque las motos no podían con tales cuestas. Llegamos a bahías recónditas, como Tanote Bay, donde haciendo snorkel pudimos disfrutar de los corales casi en la misma orilla, y cientos de peces de todos los colores y tamaños, azules, verdes, amarillos fosforescentes, a rayas, con el morro gordo, peces solitarios o pececillos en bancos de miles. Comimos pad thai en un restaurante familiar al pie de la carretera, un chozo con la cocina al aire y unas cuantas mesas. Un sitio tan familiar, que para lavarnos las manos tuvimos que cruzar por el vestidor, por una sala de estar sin muebles, hasta llegar al cuarto de baño de la familia, con sus toallas y cepillos de dientes. Como la gasolina de las motos parecía evaporarse, tuvimos que parar varias veces a repostar: en cada pequeña tiendecita de la carretera ofrecían un montoncito de botellas de whisky Hong Kong rellenas con medio litro de gasolina, al módico precio de 50 baths, que es cuatro o cinco veces lo que cuesta en la gasolinera. Para completar el día, a media tarde cayó un aguacero tropical: mientras las nubes grises corrían desesperadas y chocaban contra la montaña, nos refugiamos en otro restaurante local a tomar un café con hielo y esperar a que escampara. Cuando viajamos a países exóticos, sabemos que la verdadera frontera es el idioma, pero aquí hay también algo que hace su cultura impenetrable: abriendo un gran mapa de la isla ante las cuatro o cinco muchachas que atendían el restaurante, les pedí que me señalaran el punto de la isla donde nos encontrábamos. Ninguna sabía inglés, pero es que tampoco ninguna supo decirme dónde
  • 9. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 9 estábamos: miraban el mapa con la misma indiferencia con que nosotros leemos los símbolos de su idioma. El tiempo aclaró, y con las motos llegamos a otra playa espectacular en el norte de la isla, Hin Wong Bay. Volvimos a bucear, a ver corales y peces primos hermanos de los que habíamos visto por la mañana, y hasta nos dio tiempo a Juan y a mí a echar un partido de volley playa con unos muchachos tailandeses que estaban entrenándose. De vuelta al bungaló, un paseo y visita breve a Sharp Bay, una cena reparadora en otro restaurante local al lado de la carretera: sopa de coco con pollo y arroz. El día ha dado de sí. De las 24 horas, hemos pasado casi todas despiertos, descubriendo cosas y moviéndonos, y nos vamos a la cama todavía con las imágenes aceleradas del día dando vueltas a la cabeza, con verdadera sensación de aventura. 5º y 6º día: Koh Tao - Koh Phangan El segundo día en Koh Tao fue casi tan intenso como el primero. Todavía con las energías del día anterior, nos levantamos a las siete y salimos con las motos hacia el norte en busca de algún rincón que nos hubiera quedado por ver. Al norte de la isla hay rincones especiales: un complejo hotelero en obras, entre vegetación tropical, lleno de terracitas frente al mar, con intrincadas subidas y bajadas, nos ofrece unas vistas de ensueño de la doble islita de Ko Nang Yuan, cuyas dos partes están unidas por un hilo de playa blanca. Cerca de Mango Bay, después de jugarnos el tipo por cuestas imposibles de asfalto y tierra, descendimos caminando hasta una playa casi escondida entre rocas gigantes de granito: solos los tres, buceamos de nuevo cerca de la orilla entre grandes corales y peces con colores de fantasía. A las diez de la mañana devolvimos las motos y desayunamos en nuestro restaurante de costumbre: mesas y bancos de madera bajo un chozo, el jefe sonriente y servicial, la jefa muy delgada y alegre, ambiente agradable, tortitas de plátano y piña, y sopa de coco con tropezones de plátano. Nuestro bungaló al pie de la playa nos ofreció un rato de placentero descanso, tumbados en las hamacas y mecedoras de madera bajo las palmeras. Muy cerquita está la Shark Bay, que sólo conocíamos desde arriba: ahora nos bañamos en una playita entre rocas, buceamos, vimos peces de nuevo, e incluso Omar, que entiende y sabe y se atreve más, vio de cerca un tiburón. Son pequeños tiburones de arrecife, que no sólo no atacan sino que se asustan de las personas y cambian de trayectoria en cuanto las ven. Salimos del agua y atravesamos pasadizos entre las grandes piedras para llegar a una gran playa de arena blanca y palmeras y algo más. Era la playa de un gran resort en la que descansaban y leían libros parejas de suecos jóvenes y viejos, con piscinas al lado del mar, cabañas lujosas entre palmeras y jardines con césped por los que correteaban niños rubios. Es el otro turismo de Tailandia: descanso y paz en el trópico en cualquier época con todas las comodidades para carteras nórdicas.
  • 10. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 10 Subiendo las cuestas que nos llevaban a la carretera sentimos hambre, y la saciamos sentados en la hierba y dando cuenta de algunas frutas compradas en un puestecillo: una sandía, varios mangostanes, un racimo de salak o fruta de la serpiente. Vuelta a nuestro restaurante de referencia para comer unos noodles, y bañito tranquilo en nuestra playa a media tarde. El atardecer lo vimos mientras recorríamos una pasarela en obras que nos llevó a un bar terraza sobre el mar: cerveza y cena tranquila, y vuelta al bungaló. El día siguiente fue de tránsito: Omar buceó un rato cerca de nuestra playa, pero lo demás fue preparar la mochila, caminar hacia el desayuno en nuestro rincón favorito, hacia el puerto después, esperar durante varias horas a que el barco saliera bajo un cobertizo bien ventilado. El barco que nos sacó de Koh Tao era un catamarán bastante cómodo y rápido: en poco más de una hora desembarcamos en el puerto de Koh Phangan, cuarenta kilómetros al sur. Koh Phangan es una isla mucho más grande que Koh Tao, con decenas de playas para turistas europeos convencionales en el sur y este, y ambiente algo más tranquilo en el norte. Lo primero que hicimos fue alquilar unas motos. En Koh Phangan las carreteras son muy parecidas, pero aquí sí hay que llevar casco y hay más conductores locales. Recorrimos la carretera que bordea la costa este hasta dar con nuestro hogar en esta isla, un bungaló a pie de playa en Coral Bay, en el norte, después de sondear precios otras playas de camino. Una cena ligera en un cruce de caminos con poca iluminación, y vuelta al descanso de nuestra nueva playa, donde con wifi y una cerveza Leo planificamos la jornada aventurera del día siguiente. 7º día: Koh Phangan Koh Phangan es famosa por sus grandes fiestas en la playa hasta el amanecer, por los grandes resorts, por las drogas, por escenas de la película La playa, de Leonardo di Caprio. Como nosotros vamos buscando cosas distintas, nos habíamos instalado en el norte tranquilo, Chalok, Coral Bay, en nuestro bungaló a unos metros del mar. Con la libertad que dan las motos, salimos pasadas las siete de la mañana a recorrer el interior de la isla. Buscando unos templos nos encontramos con los primeros elefantes asiáticos descansando junto a una laguna de su trabajo como transportistas de turistas. Visitamos dos templos budistas, Wat Pa Saeng Tham, uno tailandés y otro chino y, la verdad, no hay demasiadas diferencias entre uno y otro, salvo los caracteres con los que escriben sus grandes letreros. En el primero cuarenta cuadros explicaban la vida de Siddharta desde su nacimiento, su formación, su boda, su vida en la corte y después sus retiros a la jungla y sus predicaciones. Un par de monjes ataviados con sus telas naranjas charlaban con un grupo de gente que los había rodeado de las típicas ofrendas budistas: botellas de agua, frutas y otros alimentos. Uno de los monjes nos obsequió a cada uno
  • 11. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 11 una piedrecita con algunos símbolos para que nos sirviera de amuleto. El templo chino estaba más arriba y tenía unas espectaculares vistas a la selva y al mar. Todo en él eran colores llamativos, y figuras gordezuelas de apariencia infantil que no acabamos de entender. En un parque nacional nos encontramos con que, llegado el final de la estación seca, todas las cascadas y cursos de agua estaban secos, por lo que sólo pudimos subir por esas sendas de escorrentía y sudar hasta llegar a un mirador. Bajamos después hacia el sureste de la isla, hacia la famosa y fiestera playa de Hat Rim, donde nos dimos un agradable baño viendo en un paraje hermoso poblado por turistas europeos y sus negocios y resorts. Volvimos a coger las motos, y subiendo por la costa este disfrutamos otra vez en unos minutos de un entorno natural y salvaje. Vimos nuevamente elefantes trasportando turistas entre los montes, después la carretera se hizo camino y descendimos y subimos por esas selvas hasta que las cuestas fueron tan empinadas que tuvimos que aparcar el vehículo. Ahí llegó la aventura del día: por un camino medio destrozado, por el cauce seco de piedras de un río, conseguimos llegar hasta una playa desierta. Alguien había construido allí hacía tiempo un chiringuito, pero estaba abandonado, pues la única forma racional de acceder a esa playa es por mar. Nos bañamos, buceamos, vimos corales y peces, descansamos en el agua caliente y bajo los cocoteros. Sin relojes ni sentido del tiempo, decidimos que no podíamos arriesgarnos a subir hasta las motos sin comer ni beber nada. Tampoco teníamos agua, así que improvisamos la comida más barata de todo el viaje: dos cocos de los que habían caído al pie de las palmeras. Como tampoco íbamos armados de machetes ni otra herramienta adecuada, optamos por la solución McGiver: navaja suiza e ingenio. De esta forma arrancamos la dura corteza que recubre el coco y, con un abridor para el vino hicimos pequeñas incisiones por las que bebimos su agua dulce. Después golpeamos el coco contra una piedra y nos comimos su carne. Con otro coco repetimos la operación y salimos del apuro. Justo después cayó un aguacero tremendo sin previo aviso, y tuvimos que refugiarnos en las ruinas del chiringuito playero. Después ascendimos por donde habíamos bajado, dejando de nuevo solitario aquel paraje natural de película. Como empezó a llover también mientras atravesábamos los bosques, tuvimos que detenernos y, como también contamos con la suerte de nuestro lado, lo hicimos justo frente a una cabaña cerrada pero con una terraza que no sólo nos protegió de la lluvia sino que nos permitió tendernos un rato en verdaderas hamacas colgadas de palo a palo. La tarde se quedó fresca tras la tormenta, y el paseo de vuelta entre árboles de caucho y grandes palmerales resultó más que agradable. Baño, cena y cerveza junto al mar, en una terraza por donde paseaba un gran jabalí manso, mientras buscábamos combinaciones para seguir viaje al sur o al norte. Al acostarnos teníamos claro que llegaríamos a Koh Tarutao, en la frontera con Malasia. 8º y 9º día: Koh Phangan - Surat Thani - Bangkok - Ayutthaya
  • 12. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 12 Los viajes no planificados al dedillo salen mejor. Si no hay nada reservado, uno tiene la libertad para cambiar de idea, de planes, de destino, de un momento a otro. Como además todo cuanto vemos es novedoso, vamos visitando aquello que nos da la gana en el momento en que nos apetece. La mañana de ayer la pasamos en la isla de Koh Phangan. Intentamos hacer una ruta de senderismo por el bosque cercano a nuestra playa, pero no pudimos llegar a la inaccesible Bottle Beach porque la ascensión era demasiado dura. Después fuimos con moto y todo el equipaje encima hasta la playa de Mae Haad, en el noroeste de la isla. La playa es ideal para bañarse, y por eso hay resorts y se requeman al sol gentes de piel muy blanca. Mientras Omar y Juan se daban un baño, yo aproveché para visitar el islote de Koh Maa, que está justo enfrente, y en ese momento de marea baja estaba unido a la playa por un pasillo de arena. En el islote había habido alguna vez bungalós, pero ahora estaban abandonados y entre ellos habían crecido por igual la vegetación y los desperdicios. Comimos y bajamos al sur para dejar las motos y esperar en el puerto la salida del barco que nos llevaría a Surat Thani en nuestro viaje más al sur. Y como tenemos esa gran capacidad de cambiar planes y trazar nuevos recorridos posibles, media hora antes de que partiera el barco decidimos que ya había sido bastante playa por el momento y que nos íbamos para el norte. Contratamos a ultimísima hora un autobús que vendría con nosotros en el ferry hasta la costa, y desde allí nos subiría a Bangkok, y que casualmente salía a la misma hora que el otro ferry. De modo que hicimos en barco las casi cuatro horas que separan Koh Phangan de Sarut Thani, dejando a un lado el rosario de islitas verdes de Ang Thon, y ya de noche nos subimos al autobús, que hizo una breve parada para cenar en un restaurante y empleó el resto de la noche en llevarnos a Bangkok. Pasar la noche en un autobús tailandés no es como pasarla en uno español: los asientos se reclinan de tal forma que uno puede dormirse cómodamente, hay anchura, y mantas, y excelente trato. La cena iba incluida en el precio, según supimos después, y era una especie de bufet exprés en mesas de seis. En el autobús nos dieron además un zumo y un dulce, y llegando a Bangkok, al amanecer, nos sirvieron un café. Llegamos a la misma estación sur de la que habíamos partido unos días antes. Después de andar preguntando por todos los pisos y casi volverme loco porque aquí no hay dios que entienda el inglés y a todo te dicen que sí, supimos que teníamos que trasladarnos a otra estación, la del norte, para coger el autobús a Ayutthaya. Un taxi nos llevó en un rato por calles y autovías rodeadas de grandes edificios, y no vimos nada más de Bangkok porque al poco de llegar a la estación salió nuestro autobús. En una hora llegamos a Ayutthaya, la capital del antiguo imperio de Siam. La ciudad es una isla rodeada de cientos de canales, donde se asentó en su tiempo un conglomerado de templos y
  • 13. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 13 edificaciones de estilo jemer, de los que aún quedan muchos en pie. Los templos jemeres tienen una forma muy particular: son altos pináculos con columnas alrededor, y figuras de Buda repartidas por aquí y por allá. Casi todo está desmoronado, las columnas, los arcos, las viviendas, e incluso la mayoría de los budas de piedra están decapitados, porque después de guerras y guerras también pasaron por aquí los ingleses y franceses. Bajo un sol de justicia cerca del mediodía, y con una humedad que nos hacía estar continuamente bañados en sudor, aparcamos las bicicletas alquiladas y visitamos los recintos de Wat Phra Si Sanphet, cuyo monumento central son tres altas torres, Wat Phra Mahathat, con la famosa cabeza de Buda entrelazada por raíces, y el antiguo palacio imperial, un templo reconstruido donde un Buda dorado de dieciséis metros de alto es adorado por algunos penitentes descalzos y rodeado por quienes venimos de fuera y no acabamos de entender estos ritos. De vuelta a las bicis, paseando por parques, lagos y canales plagados de restos y ruinas de templos, nos sorprendió de nuevo el aguacero. Se puso a llover con furia, y lo hizo durante más de una hora. Por suerte, pudimos refugiarnos bajo las sombrillas de algunos puestos callejeros y, cuando arreció la tormenta, bajo un cobertizo entre las tiendas. No hubo más remedio que esperar a que escampara y, cuando lo hizo, comer cualquier cosa en la calle: noodles con carne servidos por una mujercilla que llevaba su carrito ambulante cargado con la olla caliente, y salchichas asadas y un helado de mango en otros puestos móviles. Por la tarde, ya con el ambiente más fresco pero igual de húmedo, fuimos con las bicicletas fuera de la isla, hasta el mercado flotante: un trozo de canal reconvertido en mercado, lleno de tiendas de todo tipo, una atracción para turistas nacionales y para niños. Dimos una vuelta en la barca y asistimos a una representación teatral en la que unos guerreros se daban hostias sin parar con espadas y piernas, se mataban muchas veces y salían lanzados fuera del escenario, mientras el público aplaudía entusiasmado cada golpetazo y valoraba el mensaje de la obra que a nosotros, por cuestión del idioma o de otra sensibilidad, se nos escapaba. Afuera, más elefantes transportando turistas tailandeses entre más ruinas de templos abandonados. Salimos de la ciudad con las bicis: más altares, más budas, más templos rotos, colegios, un ganado de vacas orejudas avanzando por la carretera, un grupo de hombres jugando al fútbol tailandés con movimientos de contorsionistas. Al atardecer, recorrimos nuevamente los templos, ahora iluminados con potentes focos, en bici y andando, y volvimos bordeando los canales hasta nuestro hotel. En un puesto callejero de la esquina cenamos noodles con pollo y unas cortezas de cerdo a medio freír, tan sabrosas como calóricas. El dueño de nuestro hotel contrató en el bar de al lado a unos amigos para que cantaran en directo, porque quería celebrar los veintisiete años que llevaba abierto su negocio. Nos tomamos un par de cervezas mientras un muchacho muy gordo al que los pliegues de la cara le impedían mirar tocaba con desenvoltura la guitarra y cantaba con voz agradable
  • 14. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 14 grandes éxitos en inglés. Después de todo, el cambio de planes no salió mal, y volver a dormir en una cama después de dos días es el mejor somnífero que uno puede encontrar. 10º día: Ayutthaya - Chiang Mai Apercibidos por la experiencia del primer día en Ayutthaya, hoy salimos muy temprano con las bicis. A las ocho habíamos bordeado la isla por el suroeste y seguíamos viendo decenas de ruinas de templos diseminadas por doquier. En un parque unas mujeres pescaban con caña, y algunos muchachos cruzaban puentes rudimentarios de madera hacia una hilera de casas o puestos de comida que más parecían chabolas. Paramos a desayunar en una terraza plenamente local: muy limpia, todos los letreros y cartas en tailandés. Pedimos, señalando las fotos, una reparadora ensalada de arroz, pollo, cilantro y pimienta negra. La bebida fue un delicioso zumo helado, muy dulce, de una fruta parecida a la ciruela y de la que sólo pudimos averiguar que llamaba lam yai en tailandés. Volviendo hacia los templos vimos desde lejos una gran iglesia católica, al otro lado del río, en el barrio extranjero, donde los portugueses dejaron el recuerdo de una pequeña comunidad cristiana. Atravesamos el enorme parque arqueológico, un mercado en plena efervescencia, los templos visitados ayer, e incluso Omar tenía aún gana de entrar a Wat Ratburana, donde dentro de un gran pináculo encontró figuras y frescos, mientras Juan y yo lo vimos desde fuera y preferimos quedarnos al fresco de los árboles de la entrada. Una ducha para aliviar el clima imposible de esta ciudad, y Omar y Juan salieron a la aventura de buscar la estación de autobuses para salir de la ciudad. Un autobús de clima sedante y ventiladores a tope los dejó en mitad de una autovía a las afueras de la ciudad, desde donde cruzaron hasta alcanzar el chamizo de latas que es la estación norte de Ayutthaya. Nuevo cambio de planes: en vez de salir a las nueve, lo haríamos a las cinco: era la única opción de hacerlo en primera clase y además no sabíamos cuántas horas hay de viaje a Chiang Mai, pero lo normal es que tuviéramos que dormir en el autobús. La vuelta a Ayutthaya es la verdadera aventura: no pasaban autobuses en el sentido contrario, y una moto se ofreció a llevarlos por un módico precio. El caso es que los llevó a los dos juntos en la misma moto, aunque al llegar a un cruce se sumó al transporte la moto de otro amigo, que en dirección contraria los condujo a la ciudad. Yo andaba tan tranquilo actualizando el blog en el hotel, cuando llegaron sofocados y un poco inquietos tras la experiencia. Una comida tranquila, sopa de coco con cerdo, noodles japoneses y con salsa picante, en la terraza de un restaurante vecino, donde un camarero simpático con el pelo recogido con una gran pinza nos decía frases en español y nos puso música de Manu Chao para amenizar el rato. Después un paseo por otro mercado local. Puestos de ropa, de frutas, de pescados fritos y también vivos nadando en palanganas, sapos en bolsas, tortugas, serpientes pequeñas removiéndose en aguas turbias. Compramos y comimos unos rambutanes y unos plátanos, cogimos un tuc-tuc, pequeño vehículo abierto para tres o cuatro pasajeros, que nos llevó de forma más segura y tranquila a la estación. Mientras
  • 15. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 15 tomábamos un café moccha helado, una pareja de jóvenes alemanes nos contaba sus aventuras viajeras: les quedaban aún dos meses de los ocho que iba a durar su viaje por África, Australia y Asia. El autobús hacia el norte salió con una hora de retraso, y no era igual de cómodo que los que ya conocíamos. En el trayecto atravesamos arrozales y templos y después selva y noche. Paramos a cenar, y después fue difícil dormir, entre el imposible cabecero del asiento y los gritos de un bebé justo delante. Llegamos a Chiang Mai a las tres de la mañana, y aquí comienza otra parte muy distinta del viaje. 11º día: Chiang Mai La llegada a Chiang Mai ha sido más incómoda de lo que hubiéramos esperado. El cabecero de los asientos no permitía apoyar la cabeza, y un niño no paró de llorar después de la cena. A las tres de la mañana el autobús nos dejó en una estación pequeña, oscura y casi cerrada donde enseguida nos asaltaron los mosquitos. Negociamos con el conductor de un tuc-tuc para que nos llevara al centro de la ciudad, y en un rato llegamos al pie de la muralla de la ciudad antigua. Esperamos el amanecer en el vestíbulo fresco de un hotel, a salvo de los mosquitos, y en cuanto hubo luz buscamos otro a nuestra medida. Juan y yo dormimos hasta media mañana, mientras Omar, nervioso, ya había recorrido casi todos los templos y negociado excursiones. Chiang Mai es la ciudad más importante del norte de Tailandia, y está relativamente cerca de la frontera birmana. Los edificios históricos se acumulan en el centro de la ciudad, que está muy delimitado, pues es un cuadrado exacto rodeado por una muralla y canales. Incluso se conservan las cuatro puertas de la ciudad vieja que coinciden con los puntos cardinales. Ya descansados, recorremos el centro en un par de horas, visitando infinidad de templos budistas. En uno de ellos, mientras estamos sentados descalzos en la alfombra roja que recubre todo el suelo, muchos monjes de hábito pardo empiezan a celebrar un rito que consiste en repasar las 277 reglas de su religión: se arrodillan uno frente a otro, por parejas, con las manos extendidas hacia su compañero, y charlan durante un rato, después se levantan y caminan, y empiezan a agruparse en torno a un monje muy viejo. Después más meditación y salmodias con las piernas dobladas sobre el suelo. En cuanto se ha visto un templo, se puede decir que se han visto todos, pues la variedad de santos es muy poca: Buda dorado, Buda haciendo un cuenco con la mano izquierda y apoyando la derecha en su pierna, Buda con la mano derecha alzada al frente como queriendo lanzar un
  • 16. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 16 mensaje. Algunos elefantes, monos y otros animales, y alguna figuras de monjes viejos y famélicos a escala real que parecen de cera y pueden llegar a asustar. Al lado de algunos templos vemos escuelas budistas, con los muchachos vestidos con sus túnicas haciendo cola para comer, e incluso una universidad budista. Hacemos sonar una hilera de cencerros que no sabemos bien para qué sirven, tocamos un gong gigante, y nos vamos a comer unos noodles con marisco y sopa de noodles crujientes. Por la tarde paseamos por la ciudad, vemos varios institutos de secundaria, abiertos y en pleno funcionamiento, y entramos en un enorme instituto de formación profesional, con grandes instalaciones modernas, y una profesora que habla un inglés decente nos muestra algunas: los espacios de artes, restauración, economía, informática. Muchos muchachos uniformados, con pantalón ellos, con falda ellas, juegan al voleibol o al bádminton en el exterior, o comen en la enorme cantina al aire libre entre los jardines. Intentamos dar la vuelta a la muralla, pero el calor y la humedad nos aplatanan, y uno empieza ya a estar harto de tanto templo con figuras doradas y como de juguete. Por suerte, encontramos una terracita al volver a entrar a la ciudad vieja que nos ofrece lo que necesitamos: sombra, brisa, sillones acolchados, una hamaca colgada de las vigas, cafés helados y un zumo granizado de maracuyá. Con la energía recargada, seguimos bordeando la muralla, atravesamos un mercado callejero con frutas, frituras, bebidas, humo y ruidos de vehículos. Al salir del hotel, se ha desatado una tormenta intensa. La dueña del hotel nos lo dijo al llegar: en Chiang Mai, por las tardes llueve. Cruzamos hasta al restaurante de enfrente, y mientras cae sobre estas selvas toda el agua del mundo cenamos tranquilamente unos picatostes con gambas al ajillo, una cazuela de arroz con cerdo, noodles picantes con pescado y ensalada de frutas tropicales. En principio, mis noodles no eran picantes, pero la hija de la camarera se confunde y le echa bastante, y para disculparse me regala unos trozos de sandía para refrescarme. Al pagar y despedirnos, la muchacha me entrega un pequeño envoltorio de hoja de platanera hervida, con un mensaje grapado a una flor blanca y rosa: I'm sorry! Cruzo la tormenta hasta el hotel y descubro dentro un dulce blanco y cremoso. Cambiamos de ciudades pero seguimos en el mismo país: la gente es igual de atenta y amable con el extranjero en todos lados. En todos sitios donde hemos ido hemos encontrado sonrisas y buenas maneras: por eso, entre otras cosas, Tailandia es un país cómodo para los turistas. Con una sonrisa, sincera o aprendida, el trato humano es siempre más fácil. Nos vamos a la cama temprano, otra vez una cama de verdad, y nos dormimos pronto acunados por la música violenta de la lluvia y el cansancio acumulado por una noche de mal sueño.
  • 17. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 17 12º día: Alrededores de Chiang Mai Extramuros, la ciudad de Chiang Mai también tiene su atractivo. Reparados después de una noche de buen sueño, alquilamos unas motos de 125 a primera hora y salimos a descubrir las afueras de la ciudad, en dirección al oeste, hacia el parque nacional del Doi Suthep-Pui. Por las anchas avenidas de la ciudad circulan muchas motos, con y sin casco, y es bastante cómodo moverse, puesto que ya estamos más que acostumbrados a ir por el lado izquierdo y el tráfico es fluido. Nada más salir de la ciudad, pasada la universidad, un zoológico y algunos museos y templos, empiezan grandes cuestas y grandes curvas. Nos detenemos en varios miradores para contemplar la gran llanura en que se asienta Chiang Mai, amenazada por grandes masas de nubes bajas, y seguimos camino hasta el santuario de Doi Suthep, a diez kilómetros de la ciudad monte arriba. Wat Phra That Doi Suthep es un lugar de peregrinación religiosa y también turística. Es un conjunto de templos anclados en la montaña, a cuyas faldas se prodigan innumerables tenderetes que venden baratijas, camisetas, recuerdos. Cientos de personas suben y bajan de los autobuses, ascienden por unas empinadas escaleras o un corto tranvía puesto al efecto y cruzan el arco de entrada al complejo. Nosotros optamos por una vía alternativa, unas precarias escaleras por el bosque que muestran la sucia trastienda del ostentoso lugar: viviendas de lata, botellas y desperdicios repartidos por el suelo. Hay reliquias de Buda y otros objetos venerados en diversos templos en torno a una gran torre central dorada. Reproducciones también doradas de Buda en todas las posturas explican al visitante su vida y obra. En uno de los templetes nos sumamos a la corriente humana local y sobre todo extranjera: grupitos de gentes arrodilladas y con la cámara en la mano, entre imágenes de oro, ofrendas y velas, llegan hasta un monje muy viejo y esquelético, y se dejan bendecir por sus palabras monocordes en supuesto inglés. Nos asperja con agua bendita y nos coloca en la muñeca una pulserita simple de algodón sagrado para que se nos cumplan los deseos. Una vez de pie, mientras trato de hacer unas fotos, tengo que proteger la cámara de la bendición acuática, que llega lanzada con excesivo ímpetu y nos cala a todos los presentes, de tal modo que salimos del templo refrescados y plenos de energías positivas. Golpeamos las hileras de campanas, fotografiamos los templetes, las figuras de dragones y elefantes, contemplamos Chiang Mai y su aeropuerto desde los miradores, y dejamos rezando a los que lo tienen que hacer. El descenso hasta la salida es una feria, como cualquier centro de peregrinación religiosa, donde somos asaltados por vendedores de objetos estúpidos cuyo precio se rebaja diez veces a nuestro paso. Seguimos con las motos montaña arriba: la entrada al parque nacional, complejos de bungalós en la sierra, y varios kilómetros después el palacio real de invierno, Phra Tamnak Bhu Bhing, con el omnipresente retrato de los monarcas y el subsiguiete mercadillo de baratijas. El trayecto en moto hasta las alturas es agradable: hemos dejado atrás el bochorno tropical de Chiang Mai y disfrutamos de un paseo fresco por medio del verdor del bosque, que se hace más
  • 18. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 18 fresco aún cuando alcanzamos y atravesamos las nubes, primero retazos dulces, después nubes cerradas, densas, lentas. A partir de ahí la carretera ya no sólo es sinuosa sino también estrecha: apenas un carril por el que cabe un coche. Lo bueno es que apenas nos cruzamos con ninguno en nuestras subidas y bajadas por lo más profundo de la selva. Más adelante la carreterita empieza a tener baches e incluso deja de estar asfaltada, y se convierte en un camino de charcos, grava y tierra blanda. Aunque parezca mentira, pasamos frío: nos habíamos puesto el pantalón largo para evitar los mosquitos y ahora no sólo es necesario sino que echamos de menos una chaqueta. La cima del Doi Pui está a 1685 metros, y a esta altitud los torrentes llevan agua, a pesar de que ha terminado la estación seca. Incluso se desata una tormenta cuando descendemos hasta un poblado hmong, despacio por el desnivel y por las punzadas frías de las gotas. Los hmong son un pueblo procedente del sur de la China, que durante siglos vivió del cultivo y comercio del opio, pues está en medio del famoso triángulo de oro. Ban Don Pui es una aldea completamente adaptada al turismo. Es más, no parece haber pueblo sino sólo un mercadillo, una sucesión de puestos con ropas tradicionales y recuerdos varios, que al menos sirven para protegernos de la lluvia. Cuando escampa damos una vuelta hasta lo más alto del pueblo, que está rodeado por montañas y selvas cubiertas por las nubes. Hay un hermoso jardín con flores de todos tipos y climas, una pequeña cascada, gallineros y casas de aspecto muy pobre, con maderas y latas montadas sobre terraplenes precarios. Comemos bien y muy barato en un modesto restaurante local los dos únicos platos que tienen disponibles: sopa de noodles y pad thai. El dueño es un hombrecillo simpático con gorra de béisbol hacia atrás, oriundo del lugar, que habla inglés razonablemente y nos pregunta mucho por los precios de los platos en España, por los equipos de fútbol españoles. Las motos nos llevan aún más arriba por el estrecho sendero de tierra, y a unos ocho kilómetros encontramos otra aldea hmong, también con tiendecitas para extranjeros donde las mujeres llevan el traje tradicional, negro y de terciopelo, y algo más auténtica. Las pocas calles de Ban Kun Chang Kian son de tierra, y al final del pueblo hay una escuela muy bien equipada con un mirador donde se ve entera la llanura de Chiang Mai, de la que nos separan más de treinta kilómetros. Algunos niños juegan a saltar con cuerdas en el patio de hierba, otros echan carreras
  • 19. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 19 de coches que son sus zapatos llenos de agua, otros juegan al ping-pong, otros acaban sus tareas en una de las aulas, sin profesor y en silencio. A la entrada del pueblo hay un chozo donde una mujer muy vieja y con cara despistada sirve cafés, supuestamente de la zona, pues estamos rodeados de cafetales, ya que el gobierno tailandés promueve cultivos alternativos para erradicar el opio. Exhibe los granos en botes transparentes, los muele en el molinillo y nos sirve un café tan malo que ni con leche se arregla. Un alemán maleducado, padre de familia que pasea por el poblado, mete la cámara hasta el molinillo sin pedir siquiera permiso e incluso nosotros le parecemos gente exótica, pues también los bebedores de café entramos en su objetivo sin cruzarnos un saludo. La temperatura es buena en la aldea, fresco sin llegar a ser frío, y desde ahí iniciamos el largo descenso por las selvas que nos devuelve a Chiang Mai. Después de la larga carrera motociclista, nos detenemos a la entrada de la ciudad en unas cataratas, y en el mercadillo aledaño Juan se atreve con una de las rarezas culinarias tailandesas, los insectos. En el puesto hay gusanos, ranas, cucarachas de varios tamaños, todos refritos y negros. Juan empieza por lo básico y se zampa varios gusanos y algo grande que se parece a un abejorro. A los demás nos pilla sin hambre y no lo probamos. De vuelta en el hotel, llega el primer conato de discusión al decidir el plan para el día siguiente. Los hoteles tienen un precio testimonial porque la ganancia la llevan en las excursiones programadas que contratan. Son excursiones caras, para un tipo de turista que quiera llevarlo todo previsto y atado, sin riesgos, para familias o grupos de jóvenes, donde ofrecen los atractivos típicos de montar en elefante o descender unos minutos por el río en barca. Después de sopesarlo y discutirlo, el grupo accede a la propuesta de Omar, que se ha empeñado en contratar una de las rutas, a pesar de que sabemos que no ofrece nada distinto de lo que podríamos hacer por nuestra cuenta. Antes de cenar, para calmar los ánimos, nos atrevemos por fin con un masaje thai, algo que no habíamos hecho hasta ahora más por prejuicio que por otra cosa, pues son tantas las suspicacias que despierta el famoso masaje. Dentro y fuera de la muralla hay miles de casas de masaje, y es cierto que algunas parecen sospechosas. Elegimos una cerca del hotel, de ambiente tranquilo y con cristaleras a la calle. El masaje thai básicamente consiste en estirar, flexionar y golpear todo lo estirable, flexionable y golpeable. Pies, piernas, brazos, espalda, cuello y hasta cabeza son estirados y presionados por los codos y dedos expertos de las masajistas, y al cabo de una hora uno se queda más suave que un guante, mientras se toma el té con que lo invitan después. Una cena tranquila y relajada: costillas de cerdo fritas y con miel, granizados de mango, guayaba y papaya. Un paseo nocturno en moto por las calles de Chiang Mai pone fin a una jornada intensa de selva y ciudad.
  • 20. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 20 13º y 14º día: Chiang Mai - Sukhotai Las visitas organizadas ofrecen lo que se espera de ellas, y por lo tanto tampoco podemos sentirnos decepcionados por lo que encontramos. Huyendo de lo más turísticamente típico, como la vuelta en elefante o el descenso del río en barcazas de bambú, escogimos una ruta simple de senderismo. La expedición empezó regular por la falta de formalidad, porque no se cumplen los horarios y el transporte a la reserva exclusiva de selva prometida no era demasiado cómodo. Una furgonetilla abierta por detrás nos fue recogiendo a nosotros tres y a otros seis o siete pasajeros: una pareja argentina que vive en Estados Unidos, una colombiana, un gringo, una eslovena, una francesa, cada cual con su ruta distinta contratada. Después de dar muchas vueltas por Chiang Mai nos llevaron hacia el sur por la autovía y empezamos nuestra ruta tres horas después de lo esperado. Lo que prometía ser una ruta exclusiva por un paraje protegido resultó una caminata, interesante por otra parte, por un sendero fácil entre la selva, guiada por un hombre simpático y bajito con sombrero de paja que se hacía llamar King Kong. El recorrido está adaptado para gente con un fondo físico normal, y el paseo es fresco a la sombra de los grandes árboles. A la mitad del camino llegamos a una pequeña cascada, y nos bañamos en la piscina natural que se formaba debajo. La cascada resultaba punto intermedio de varias rutas, por lo que a esa hora varias familias se bañaban también en esa zona exclusiva de la reserva. Después de una breve tormenta, comimos pollo frito y un arroz hervido en un chozo en los límites de la selva, entre un maizal y un campo de naranjos. En el trayecto de la tarde descendimos por la montaña hasta una simple y maloliente cueva de murciélagos y después hasta el campamento de cabañas donde algunos turistas pasan la noche. En el campamento tuvimos que esperar dos horas hasta que distintos grupos acabaron de dar sus vueltecitas subidos en elefantes por un recorrido de lagunas artificiales. Los elefantes están entrenados para ser sumisos, y van agarrando hierbas con la trompa y rumiando mientras sus guías les hacen repetir el mismo recorrido circular de cada día. Otra de las curiosas atracciones turísticas es que los visitantes pueden meterse en la charca con el elefante y lavarlo arrojándole cubos de agua. Abandonamos el campo y tardamos todavía mucho en volver a la ciudad. En el coche de vuelta, coincidimos con universitarios británicos, belgas y suizos que comentaban las sensaciones de su jornada aventurera, a la vez que mostraban un diploma y unas fotos enmarcadas que inmortalizaban su participación. Una vez en Chiang Mai nos pilló un atasco, y a pesar de esto y del despiste del conductor, conseguimos bajarnos cerca de nuestro hotel. Después de una ducha decidimos repetir la experiencia del masaje del día anterior, bien por recuperar nuestros músculos cansados, bien por borrarnos la fallida experiencia del día. En cualquier caso, nadie que contrate una excursión de este tipo puede sentirse estafado: desde el
  • 21. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 21 principio uno sabe a lo que va, y para qué público están pensadas estas actividades. Cenamos en el restaurante frente al hotel, noodles y pad thai en diferentes modalidades, refrescos de mango, y aprovechando que la noche era fresca y no llovía dimos unas vueltas por el centro de Chiang Mai. De noche la ciudad es otra: son otros los personajes que se mueven por sus calles y es otro el paisaje. Ésta es la otra cara del turismo que va a Tailandia. En los alrededores de la puerta norte de la ciudad, docenas de bares y terrazas llenos de occidentales que beben y ríen, puestos callejeros de comida y bebida, chicas tailandesas reclamando a los viandantes bajo un cartel de casa de masajes más que dudosa, adolescentes japonesas escuálidas y demasiado niñas a las puertas de supuestos karaokes. Un mercado nocturno de recuerdos y mucha bisutería, entre enormes edificios hoteleros. Y en medio, un pasadizo que lleva a una gran plaza con pequeños bares a los dos lados, luces de colores, música occidental, muchachas y travestis, cientos de travestis de cuerpos altos y pelos muy largos, llamando o esperando a los turistas que cruzan. Viejos verdes, blancos y gordos, sentados en las terrazas con alguna muchacha local, solitarios de cara colorada bebiendo y esperando. En medio de la gran plaza cubierta, un ring de boxeo, donde dos combatientes retacos y jóvenes fingen que se dan cera delante del público que los rodea por los cuatro lados. La lucha tailandesa es un combate muy violento de patadas, puñetazos y rodillazos, que las parejas o los grupitos de jóvenes occidentales contemplan en sus asientos con gestos entre de asco y curiosidad. Después de un rodillazo definitivo en la cara de su contrincante, uno de los luchadores alza los guantes y la gente aplaude, el otro se hace el muerto y al minuto se levanta riendo. Camino del hotel encontramos más manadas de jovenzuelos blanquitos en busca de su diversión nocturna. A la mañana siguiente salimos de Chiang Mai con la única idea clara de llegar a Camboya en un par de días, pero, habiéndonos resultado imposible averiguar los horarios de autobuses, íbamos dispuestos a salir a cualquier sitio a la hora que llegáramos. De modo que desayunamos tranquilamente, reorganizamos el equipaje, y cogimos un taxi que nos salió al paso. Si teníamos que visitar algo, preferíamos viajar hacia el sur, a Sukhotai, aunque estábamos abiertos a coger el primer autobús que saliera hacia Khon Kaen, al este, o a Khorat, al sureste. Como la suerte es así de caprichosa, llegando a las once menos cinco a la estación, preguntamos y nos enteramos de que un autobús sale a las once para Sukhotai. Ahí que nos embarcamos y, cinco horas después, habiendo atravesado selvas y arrozales y un monzón que cayó durante todo el viaje, llegamos a Sukhotai, una de las ciudades históricas más importantes de Tailandia. Nos metimos en un hotel y en pocos minutos volvió a desatarse una tormenta que duró hasta las nueve de la noche. Apenas pudimos dar un paseo bajo un paraguas por los alrededores, sentarnos a comer o cenar unos noodles y pad thai con cerveza, y después unas salchichas y unos rambutanes en los puestos de la calle, refugiados bajo un tenderete y viendo caer del cielo toda la furia del monzón. 15º día: Sukhotai - Phitsanulok - Lopburi Aún a mil kilómetros de Camboya, nos queda un rato para llegar. Sukhotai es una pequeña ciudad monumental del norte, y uno de los orígenes del antiguo reino de Siam. La ciudad moderna está a doce kilómetros de los restos monumentales, pero nosotros nos alojamos dentro de la ciudad vieja, a unos metros de los templos. Al igual que las de Ayutthaya, sus ruinas son Patrimonio Mundial por la Unesco. Como la mañana no es muy calurosa, alquilamos unas bicicletas y recorremos varios de los sectores del parque. Son restos de templos de ladrillo rojo de estilo jemer, con pináculos y
  • 22. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 22 anchos pasillos de columnas cortadas y grandes budas de piedra gris completos. El recinto en que se encuentran los templos es amplio, llano, lleno de canales y estanques cubiertos por nenúfares con flores. Dentro del recinto hay algunas viviendas, vacas y becerros pastando, gente pescando, e incluso un colegio donde los niños corren y juegan por el campo de césped. Afuera empiezan los arrozales, campos verdes inundados en los que empiezan a sobresalir algunas espigas. Hay muchos charcos después de la tormenta de horas y horas de ayer. Incluso un ligero sirimiri cae durante la mañana, y el paseo entre los templos de Sukhotai resulta muy agradable. Cuando empieza a pegar el sol salimos de viaje. Desde ahí comenzamos el largo camino a Camboya. Un pequeño autobús abierto nos lleva a la estación de la nueva Sukhotai, y desde allí otro autobús a Phitsanulok, ciudad cruce de caminos. Como resulta muy difícil saber por adelantado los horarios y rutas de los autobuses, viajamos un poco a la aventura, cogiendo el primero que sale más o menos enfilado al destino que llevamos. En un momento tenso del mediodía descartamos por imposibles las rutas hacia Khon Kaen y Khorat, y acabamos llegando en tuc-tuc a la estación de tren de Phitsanulok. Casualmente, el tren que hace el trayecto Chiang Mai-Bangkok hacia el sur viene con retraso, por lo que tenemos tiempo de comer un arroz con pollo preparado al instante en la misma estación, y embarcamos rumbo a Lopburi. Atravesamos algunos bosques, ríos, templos rurales y muchos arrozales. Casi todos verdes, aunque algunos están siendo quemados o cosechados. Antes de anochecer, enormes lagos y montañas rocosas en medio del verdor. El tren tailandés es como cualquier tren europeo, algo más viejo y con más gente trabajando en las estaciones y a bordo. A los pasajeros que suben, una azafata les va sirviendo café o té y unas galletas y dulces, y otro mozo repasa el suelo con una escoba de mijo. A nuestra llegada a Lopburi es de noche, pero la ciudad es muy pequeña y en diez minutos hemos encontrado alojamiento. Salimos a dar una vuelta y comprobamos que es cierto aquello que se cuenta sobre la ciudad: está plagada de monos. Cientos, miles de monos corretean por los cables eléctricos, por los balcones de las casas, gritan desde encima de los templos a oscuras. Hay hordas de macacos por todos lados, moviéndose, trepando, bajando a las aceras, y hasta da aprensión caminar por ellas por si uno de estos animalejos se descuelga o suelta una meada. Acabamos en un restaurante chino, de entre los muchos negocios chinos que
  • 23. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 23 hay en la ciudad, y cenamos una sopa de verduras y unos rollitos de primavera refritos, cortados y con miel, antes de volvernos a descansar. Ya estamos más cerca de Camboya, mañana saldremos de nuevo a la aventura de enlazar autobuses y, con un poco de suerte, llegaremos. 16º día: Lopburi - Saraburi - Aranya Phratet --- Poi Pet - Siem Reap Las cosas salen bien cuando pueden salir bien. Y cuando no se tiene un plan preciso, y uno está dispuesto a adaptarse a lo que salga, es seguro que salen bien. Hemos enlazado autobuses en lugares que ni aparecen en el mapa y al final hemos llegado a Camboya, según nuestras primeras previsiones. Asumimos el riesgo de quedarnos colgados en mitad de una región selvática tailandesa, pero siempre hay salida y ya estamos en nuestro destino. Por la mañana estábamos en Lopburi, y vimos la ciudad muy temprano y muy deprisa. Los templos son aparentemente importantes, de estilo jemer, pero son iguales a los de siempre, y están concentrados en una pequeña área dentro de la ciudad, junto a la vía del tren. Los monos campan a sus anchas también de día: juegan y hacen vida alrededor de los templos, por encima de ellos, y también por las aceras, buscando comida entre los restos de basura. En la ciudad no hay turistas, y los monos parecen llevarse bien con la gente local: los hay por todos lados, junto a los puestos de comida, en el mercado, cruzando de calle por los cables de la luz. Son una seña de identidad de la ciudad, aunque resulta un poco difícil de entender el sentido del mono urbano, el hecho de que la población se adapte a sus correrías y gritos. Muchos balcones están cerrados con altas rejas, hay quienes les dan de comer y quienes los espantan, pero el respeto a todas las formas de vida es un precepto budista, y así andan. Dejamos Lopburi sin pena ni gloria, a media mañana, y un autobús nos llevó a Sariburi, buscando la ruta más corta que nos permitiera evitar Bangkok. De Sariburi, después de aclararnos con las rutas que iban hacia Camboya más por gestos que con otro lenguaje, sólo vimos un gran mercado repartido por varias calles, igual a los que hemos visto en otros sitios, y un centro comercial igual a los que vemos en otros países. Comimos un arroz rápido con carne y cogimos otro autobús hasta Sa Kaeo, cuatro horas de trayecto, traqueteo y siesta a través de bosques, cerros verdes, ríos, arrozales, campos de cáñamo. Las ciudades de esta parte de Tailandia no tienen ningún atractivo, son todas iguales, un gran mercado y lugar de paso de los pocos viajeros que por aquí se internan. En Sa Kaeo tuvimos suerte, pues estando aparcando nuestro autobús se disponía a salir otro que continuaba la ruta
  • 24. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 24 hasta Aranya Phratet, en la frontera. Omar salió al paso y detuvo el autobús, y así pudimos continuar nuestra ruta hasta Camboya. En una hora más estuvimos en la frontera, sin más incidentes que tres controles de la policía, hombres uniformados subieron al autobús y pidieron la documentación a dos viajeros, aparentemente camboyanos, mientras a nosotros nos vieron la cara de más extranjeros y nos saludaron todos con una sonrisa. La frontera se atraviesa andando, como en las películas, después de esquivar a unos cuantos timadores que tratan de hacer su agosto vendiendo visados falsos. Se sale de Tailandia por una oficina y se atraviesa un puente sobre un río sucio y un arco con el rótulo “Kingdom of Cambodia”. Los siguientes trescientos metros son tierra de nadie: una sucesión de casinos y locales de juego que los tailandeses llenan los fines de semana, pues en su país el juego está prohibido. Entramos a otra oficina muy cutre donde unos cuantos policías camboyanos con uniforme marrón nos hicieron pagar un visado de entrada y nos robaron un poco más en baths tailandeses. Un pasillo hasta otra sórdida oficina donde nos sellaron el pasaporte, un policía en la calle que no los comprobaba, y salimos a la ciudad de Poi Pet. Poi Pet, nuestra primera visión de Camboya, nos confirmó que habíamos cambiado de país e incluso de tipo de viaje. Decenas de oportunistas tratando de llevarnos a los cinco extranjeros, nosotros tres, otro español y un joven alemán, en sus falsas compañías de autobuses. Una rotonda donde falsos taxistas nos abordaban diciéndonos abultadas cantidades en dólares. Una tangana entre jóvenes y varios policías golpeándolos con las porras. Y después una larga avenida polvorienta, con barracas de madera a un lado y destartalados hoteles al otro. Nos asaltaron otros cuantos hombres ofreciéndonos taxis ilegales, y nos siguieron muchos metros en nuestro avance por la avenida. Puestos callejeros de apariencia pobre, niños medio desnudos, más perros, tráfico caótico de motocicletas y coches en todos los sentidos, polvo levantándose al paso de los vehículos, charcos negros, muchos mosquitos. La entrada a Camboya parece más el descenso a un inframundo de desorden y miseria que una verdadera frontera. Cuando uno entra a un país y la propia policía saca dinero del viajero, y los negocios de transportes tienen como representante a un hombrecillo delgaducho con bigote de rata que controla y recibe comisiones de los falsos conductores a la vista de nosotros, uno se queda con una pobre impresión del país. Tailandia era otro país y otro mundo, en este punto empieza otro viaje. Al final no hubo más remedio que coger un taxi, nosotros tres y el alemán que
  • 25. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 25 habíamos encontrado en la frontera, un taxi que suponemos legal, pero quién sabe, y que dejó atrás un bello atardecer de carretera recta y campos verdes para dejarnos, ya de noche, en Siem Reap. La entrada a Siem Reap, después de atravesar poblados pobres y casi a oscuras, nos transportó otra vez a un mundo ostentoso de turismo rico. En la entrada de la ciudad, grandes resorts de muchas estrellas, uno tras otro, y muchas luces, y cartelones de colores y grandes avenidas. Al bajar del taxi, varios tuc-tucs nos estaban esperando, el taxista se fue y alguien distinto cobró su dinero, dos tuc-tucs de dos personas nos llevaron, como representantes coloniales, hasta la puerta de una hotel. Todo está organizado así, pero funciona, es efectivo y bastante barato, así que después de la paliza que nos habíamos metido, aceptamos quedarnos en el hotel. Salimos a cenar unos noodles con curry rojo, noodles con curry verde, batido granizado de plátano, y comprobamos en el paseo posterior por los alrededores del río que esta es una ciudad para turistas, llena de lujos y servicios occidentales. Dejamos atrás las luces de colores que iluminaban el río, los mercados nocturnos, los reclamos de los pubs con música europea, y nos fuimos a nuestro merecido descanso. 17º día: Angkor Angkor, la capital del antiguo imperio jemer, es una sucesión interminable de templos medio derruidos de dimensiones colosales, que se extiende a lo largo de kilómetros dentro de la selva camboyana. Es un destino muy turístico para occidentales y asiáticos, y la ciudad de Siem Reap, a varios kilómetros, ofrece todo tipo de comodidades al turista medio y al turista rico. Cientos de parejas, cientos de grupos de japoneses y de chinos, llegan en autobuses, en bicicletas o en tuc-tucs y son asaltados por mujeres y niños que quieren venderles cualquier cosa. Pero esto es algo tan alejado de nuestra cultura, que uno no tiene más remedio que visitarlo con ojos inocentes, sin apenas referencias, sin asideros culturales, como un estudiante que se pasea por una catedral sin comprender las figuras de santos o los significados religiosos o literarios. Ni siquiera somos conscientes de las dimensiones del lugar cuando negociamos con un tuc-tuc después del desayuno cómo llegar al lugar. Alquilamos un tuc-tuc para cuatro, nosotros tres y Anton, el joven alemán al que conocimos en la frontera. El tuc-tuc es una motocicleta que tira de un pequeño habitáculo abierto pero techado, ancho y cómodo, como los que utilizaban los franceses en la época colonial. El paseo hasta Angkor es breve: algunos kilómetros de carretera recta en medio de la selva, adelantando a bicicletas o motos con más de dos personas, hasta llegar a un gran estanque, el estanque cuadrado que rodea Angkor Wat. El acceso está muy organizado: unas amplias taquillas donde pagamos los 40 dólares que cuesta la entrada de tres días, un chequeo de la entrada, controles después en el acceso a cada templo. Todos los controles son necesarios, porque Angkor no tiene vallas: está en medio de la selva, ocupa muchos kilómetros en los que además de vegetación hay ríos y canales, y pueblos donde vive y comercia la gente.
  • 26. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 26 Angkor Wat es nuestro primer contacto con el lugar. Es el templo más famoso, y uno de los más espectaculares. Está rodeado por un enorme foso cubierto de agua, dentro del cual hay un recinto amurallado también cuadrado. Hay una puerta principal, que es en sí un gran edificio con varias galerías. Cuando se atraviesa, empieza una larga avenida de medio kilómetro llena de turistas que van y vienen, y al fondo se ven las cinco principales torres del templo. Por el camino, a ambos lados de la avenida, dos edificios que sirvieron de bibliotecas, y el estanque desde el que se hacen las fotografías más famosas del templo de Angkor Wat. Lo que hay dentro no es fácil de describir, sobre todo si no se tienen las claves culturales para hacerlo o, por lo menos, para comprenderlo. Uno sólo puede admirar la magnificencia de los distintos edificios, todos de piedra arenisca con bajorrelieves por todos lados, imágenes verticales de mujeres haciendo gestos con las manos, escaleras muy empinadas para llegar a lo alto de cada uno de ellos, como un difícil camino de los penitentes hasta las alturas divinas. Muchas galerías por las que uno puede perderse, imágenes de batallas o dioses hindúes por las paredes, una larga escalera hasta la torre central, la más alta, que también tiene muchos recovecos, en algunos de los cuales algunas personas hacen ofrendas a figuras de Buda entre el humo del incienso. Un rápido vistazo a las guías nos confirma que no sabemos nada sobre la función del templo, que no sabemos nada sobre los fundamentos religiosos sobre los que se edificó, que no somos capaces de aprender los nombres imposibles de los reyes que las hicieron construir, tales como Jayavarman, Indravarman o Srindravarman, que sólo podemos admirar su grandiosidad, la belleza de esta gigantesca obra humana en medio de la selva. No en vano, Angkor Wat es el templo religioso más grande del mundo. Muchas imágenes son hinduistas porque ésa era la religión de los primeros gobernantes jemeres, pero en algún momento, por razones políticas, cambiaron al budismo, y las imágenes de Shiva o Visnú conviven con las de Buda. Maravillados con lo que acabábamos de ver, admirándolo desde nuestra pequeñez e ignorancia, montamos nuevamente al tuc-tuc para avanzar varios kilómetros hasta el complejo de Angkor Thom, donde pasamos el resto del día. Es una enorme planicie rodeada de canales por la que se reparten desordenadamente la selva y los templos: palacios reales con galerías y más escaleras empinadas desde donde se divisa una gran extensión de bosque, pequeños templos donde no quedan más que algunas piedras, murallas con figuras de elefantes cuyas trompas hacen de columnas. Pasado el mediodía, el calor húmedo se hace casi insoportable, y pasamos a comer a uno de los restaurantes locales que hay entre los cientos de puestos de
  • 27. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 27 bebidas y baratijas, con gentes tendidas en las hamacas colgadas de los árboles. Noodles con carne, algo de fruta, batido de cacao, energía suficiente para pasar el resto de la tarde recorriendo los templos de Angkor Thom: Prasat Bayón, el mayor, con sus enormes cabezas de Buda coronando las torres por los cuatro lados, Baphuon, Phimeanakas. Antes del atardecer, subimos una larga cuesta por el bosque para llegar a un templo en lo más alto de la montaña. Al llegar arriba, las vistas de los bosques, planicies y lagunas son impresionantes, pero el templo que corona la cima está plagado de japoneses sentados a la sombra esperando la caída del sol, por lo que bajamos enseguida. El tuc-tuc nos lleva de nuevo a la entrada de Angkor Wat, y desde la portada contemplamos un tranquilo atardecer entre nubes, frente al agua del foso que rodea el templo y el verdor de la selva. Algunos monjes budistas, envueltos en sus telas naranjas, se sientan cerca de nosotros cuando el sol cae, algunos rezando y otros charlando. Como no tenemos esa vocación religiosa, y menos las herramientas para comprender esta cultura lejana que quiso honrar a sus dioses y gobernantes con estos templos gigantescos, disfrutamos tranquilamente del atardecer sin ninguna intención espiritual, pero conscientes de la magia del lugar. De vuelta a Siem Reap, nos quitamos el sopor del día con una ducha y salimos a cenar a la terraza entoldada de un restaurante de estilo occidental, con camareras locales sonrientes y con buen inglés. Arroz con ternera, pinchos de carne y verduras a la barbacoa, varios litros de cerveza compartidos. Una repentina y obstinada tormenta nos obliga a permanecer bajo los toldos, bebiendo otra cerveza, durante un largo rato de intensa conversación con Anton sobre las visiones que unos y otros tenemos de nuestros países. Después de la tormenta, una última cerveza en la fresca terraza del hotel, donde un tipo de Kentucky nos cuenta sus planes en la ciudad, donde está montando un restaurante con gente local. Después de un día tan intenso, cortamos pronto la conversación para caer en la cama redondos. 18º día: Angkor Nuestro segundo día en Angkor también dio para mucho. El conjunto de templos es tan grande que se podrían estar semanas y semanas visitándolos, y siempre se encontrarían rincones inesperados. Desayunamos temprano unas tortas y cafés con hielo en una cafetería local, grande y sin paredes, donde algunos hombres jugaban a las cartas y otros comían ya platos de arroz y pollo frito. Contratamos otro tuc-tuc de cuatro plazas para ir a Angkor, y negociamos con el conductor el trayecto del día: nos llevaría a ver aquellos sectores alejados que no habíamos visto. El paseo en tuc-tuc entre por la carretera que se interna en la selva fue tan agradable como el día anterior. Dejamos a un lado Angkor Wat y atravesamos el enorme recinto de Angkor Thom. Salimos por una de sus puertas con cabezas gigantes de Buda y elefantes haciendo de
  • 28. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 28 columnas, atravesamos un puente flanqueado por figuras sin cabeza y dedicamos la mañana a visitar pequeños templos dispersos a lo largo de kilómetros selva adentro. Las dimensiones de estos templos son más modestas que las de Angkor Wat, lo cual no quiere decir que sean templos enormes con altas torres e infinidad de bajorrelieves con las mismas figuras y símbolos. Kraol Romeas, Prasat Preah Khan, Prasat Banteay Prei, Prasat Preah Neak Pean, son nombres que nos dicen tan poco, que acabábamos confundiéndolos entre todos los templos que veíamos y visitábamos. Uno muy extenso, con puertas de entrada y salida gigantescas y una larguísima galería con puertas interminables, y piedras caídas a ambos lados cubriendo anchos patios de columnas y más galerías. En una de ellas, un policía nos invitó a trepar entre las ruinas, para hacer unas fotógrafías espléndidas de grandes árboles creciendo entre las ruinas, para después pedirnos dinero por el favor. Al final o en medio de los pasillos que cruzaban los templos por todos lados, aparecían los vendedores locales, generalmente muchachas de cuatro o cinco años que se pegan al visitante y en perfecto inglés tratan de venderle sus baratijas, sus libros, sus pashminas, su bebida fresca. Para llegar a Prasat Ta Som, un pequeño templo sobre un lago con figuras de serpientes esculpidas en la roca, cruzamos una pasarela de madera donde además de los vendedores habituales otros muchachos nos pedían entre risas: “Give me a coin from your country for collection”. Pequeñas bandas de mutilados por las minas antipersona tocaban, bajo un techado de paja, xilófonos, bongós y grandes instrumentos de cuerda. Al otro lado del río, entre agradables paseos que nos aliviaban el calor y la extrema humedad selvática, vimos un par de templos más, antes de comer noodles con pollo y batido de mango en un restaurante junto a Prasat Ta Prohm. Ése fue el plato fuerte de la tarde. Prasat Ta Prohm es otro de los templos más visitados de Angkor, y su particularidad, aquello que los miles de turistas vienen buscando, son los grandes árboles cuyos troncos y raíces aún pugnan con las piedras del templo. Las imágenes de Prasat Ta Prohm, de raíces de varios metros agarrando las piedras, han salido en portadas de la National Geographic y de cientos de publicaciones. Este templo también es famoso porque aquí se rodaron escenas de una película de acción de Angelina Jolie. Por eso hay largos mercados con puestos y restaurantes en las dos puertas por las que se accede al recinto. Por eso hay miles de turistas paseando y fotografiándose por sus pasillos y galerías, sobando las raíces de los árboles, trepando por las ruinas para conseguir el mejor plano. Y eso que la imagen de este templo está demasiado cuidada,
  • 29. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 29 demasiado adaptada a lo que el turista espera ver: la selva devoró durante siglos este templo igual que tantos otros, pero hoy ha sido retirada la maleza y sólo conservados aquellos gigantescos árboles que todos hemos visto en las revistas y en los reportajes. Además, decenas de operarios están trabajando continuamente en las labores de reconstrucción, entre grúas y andamios, o catalogando piedras que luego serán colocadas en la siguiente fase, que puede durar décadas. Aun así, Prasat Ta Prohm resulta impresionante. Los árboles son los verdaderos protagonistas y ofrecen una imagen aún más salvaje de Angkor. Nos paseamos por sus galerías, la mayor parte de las cuales son inaccesibles, pues en ellas se acumulan miles de piedras talladas aún sin recolocar. Hicimos cientos de fotos, algunas iguales a las de cualquier visitante, otras que pensamos ingenuamente que podrían resultar originales, y nos maravillamos con la impresionante simbiosis entre templo y selva que es uno de los principales atractivos del lugar. Cansados, sudados, un poco saturados, pedimos al conductor que nos devolviera a Siem Reap. Al llegar a la ciudad, nos sorprendió un aguacero atípico: media hora de lluvia muy intensa con el sol afuera. Cenamos en un bufet chino donde podíamos asarnos la carne en nuestro propio infernillo de carbón para cuatro, y salimos a ver la otra cara de la ciudad. Siem Reap de noche es como cualquier ciudad europea de vacaciones: en Pub Street, en el Night Market, cientos de locales ofrecen música estruendosa y luces de colores a miles de jóvenes blancos, la mayoría anglosajones adolescentes, que van y vienen por las calles entre los anuncios de masajes y los reclamos de la música, bebiendo cerveza o intentando pescar entre el gentío y el ruido. Nosotros nos limitamos a pasear entre el desorden, observar la fauna nocturna, y tomarnos algunas cervezas a medio dólar en terrazas más tranquilas con nuestro amigo Anton. Y regresamos pronto para descansar y prepararnos para nuestro tercer día en Angkor. 19º día: Angkor Otra forma interesante de disfrutar Angkor es en bicicleta. Después de dos días visitando los templos, teníamos ya una cierta idea del lugar, y aunque hay que hacer bastantes kilómetros, merece la pena. Alquilamos unas bicicletas barateras que funcionaron bien a lo largo del día, y salimos en dirección Angkor. Una carretera con mucho tráfico de motos, tuc- tucs, camionetas, y muchos niños con sus trajes escolares en bicicleta. En el paseo hasta llegar a los templos, entre los gigantes árboles selváticos, sólo veíamos caravanas de tuc-tucs con parejas de japoneses que venían de vuelta.
  • 30. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 30 Aprovechamos la libertad de las bicis para visitar algunos templos pequeños que, por estar alejados de la ruta principal, no habíamos visto los días anteriores. En uno de ellos, tras subir con mucho cuidado las empinadas escaleras y descansar un rato sobre el nivel de los árboles, una mujer rapada nos dio barritas de incienso para hacer una ofrenda a Buda y nos colocó otra pulserita de algodón. Después vimos que en todos estos templos hay siempre una mujer rapada y harapienta haciendo su particular negocio. Buscamos la dirección de Prasat Ta Prum, el famosísimo templo engullido por las raíces de los árboles, que habíamos visitado la tarde anterior. Empezó a llover pasado el mediodía, y tuvimos que refugiarnos en un restaurante junto a la enorme muralla que rodea el templo. Comimos brochetas de pollo y una sopa de marisco con arroz durante la tormenta, y después pasamos de nuevo a la maravilla de Ta Prum. Aunque parezca mentira, había muchos rincones que no habíamos visto la tarde anterior. No es un templo demasiado grande, comparado con otros, pero entre las muchas ruinas hay puertas que dan a pequeñas galerías, tras las cuales aparece de repente un gran árbol enraizado en una muralla, cubriendo un pasillo, surgiendo imponente entre los cascotes. En algunos de estos rincones, la sucesión de turistas chinos y japoneses hace casi imposible la foto sin gente. Desde Ta Prum recorrimos una gran distancia hasta Bayón, el templo principal de Angkor Thom, que ya habíamos visto el primer día. También esta vez parecía otro templo: con el cielo gris y apenas nadie dentro, recorrer las galerías interiores impresiona mucho más. Nuestra última parada fue en Angkor Wat, el más visitado de los templos. Fue también el primero que vimos dos días antes, pero también en este caso fue un templo distinto. Estaba atardeciendo cuando cruzamos la puerta de entrada, y la mayoría de los turistas salían en dirección contraria por la gran avenida que lleva al templo. Apenas había nadie cuando entramos en el complejo principal de templos, y logramos subir a la parte alta del templo central después de evitar a un guarda que nos pedía dinero por permitirnos subir. Desde ahí vimos cómo el sol lentamente caía, con el resto de templos a nuestros pies y más allá la selva medio oscurecida. Otro guarda retiró una valla para que nosotros y otros cinco extranjeros saliéramos a una especie de balcón hacia el atardecer.
  • 31. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 31 Ya en tierra, recorrimos la distancia hasta la entrada completamente solos. En estos templos no hay luz artificial, con lo que tuvimos que atravesar con mucho cuidado las galerías oscuras. Por la avenida que precede al templo, Angkor Wat nos ofreció una vista singular, con sus cinco altas torres levantándose en la penumbra, y el único sonido de los bichos de la selva sonando largo y fuerte como una sirena que avisara del cierre. Al llegar al edificio de la puerta principal, un guarda me indicó la forma de salir con una linterna, mientras me cruzaba con un monje budista descalzo que entraba en dirección a los templos fumándose un cigarro. El trayecto de vuelta a Siem Reap fue otra aventura un poco temeraria: no sólo no hay luz artificial en los templos, tampoco en algunos tramos de la carretera que lleva hasta allí. Sólo la dinamo de la bicicleta de Anton funcionaba, así que fuimos tras él los otros tres, dando timbrazos y apartándonos cuando venían por detrás los tuc-tucs con los turistas rezagados. Después nos dimos cuenta de que no éramos los únicos: iban y venían bicicletas en las dos direcciones, y también sin luz. Al llegar a Siem Reap, ya iluminada, el tráfico caótico nos lo puso difícil, pero llegamos sin problemas al hotel. Cenamos unas costillas de cerdo, brochetas de gambas, arroz y unas cervezas para despedir nuestra estancia en Siem Reap, en Angkor, y concluir una de las etapas más sorprendentes y plenas del viaje. 20º y 21º día: Siem Reap - Phnom Penh Phnom Penh ha sido una etapa completamente prescindible en el viaje. Las distancias son muy pequeñas en Camboya, pero la precariedad de los transportes públicos hace de Phnom Penh una ciudad muy alejada de Angkor, y tanta paliza no merece la pena, a no ser que se quiera pasar a Vietnam. Después de desayunar en la cafetería de costumbre en Siem Reap, un minibús nos llevó a la estación, donde cogimos un autobús para la capital. Seis horas de viaje en el clima gélido y enfermizo de un autobús viejo con el aire acondicionado a todo funcionamiento, por carreteras llenas de baches y socavones, atravesando campos verdes y pueblecitos y puestos intermitentes a ambos lados de la carretera. Cansados del viaje, y sin haber hecho otra cosa en todo el día que soportar el clima pesado del autobús, llegamos a Phnom Penh cuando ya había anochecido. Un tuc-tuc nos llevó a un hotel cercano a la estación. Salimos a cenar y nos acostamos muy temprano para ver la ciudad por la mañana. Pero la ciudad tampoco tiene mucho que ver. A la mañana siguiente salimos a recorrerla y, aunque es una ciudad de casi dos millones de habitantes, es posible visitar todo lo visitable en medio día. El diseño de la ciudad es bastante organizado: grandes avenidas con aceras
  • 32. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 32 arboladas y muy anchas, barrios cuadriculados y perfectamente distribuidos, bulevares frente al río. No en vano, fueron los franceses quienes la diseñaron a finales del siglo XIX. El problema es que las aceras están completamente ocupadas por hileras de motos, por coches todoterreno aparcados, por puestos callejeros, por la mercancía expuesta de los locales comerciales, y es imposible caminar por ellas. Uno tiene que bajarse a la calzada para avanzar, pues todos los obstáculos están tan pegados que ni siquiera se pueden sortear. Y en la calzada se corren otros peligros: los vehículos no circulan muy deprisa, pero vienen miles de motos en los dos sentidos, tuc-tucs, coches, gente intentando cruzar por los inútiles pasos de cebra. A esto hay que unir las condiciones higiénicas de buena parte de la ciudad. En las callejas perpendiculares a las avenidas proliferan los puestos de comida, los pequeños negocios, que conviven tranquilamente con sus propios desperdicios cubriendo las aceras, con los grandes charcos de aguas pútridas, con las marañas de cables que a veces cuelgan hasta el suelo, con el paso desordenado de los vehículos en cualquier dirección. Dimos una vuelta por el centro, donde encontramos un estadio de fútbol y otras instalaciones deportivas: muchachos jugando al voleibol, otros a la petanca. En sentido contrario, fuimos hasta el monumento a la independencia, hasta el paseo frente a la confluencia de los ríos Tonlé Sap y Mekong, que se convierten en una gran masa de agua marrón por la que circulan muchos barcos, como si fuera un mar. Pasamos frente al Museo Nacional y el Palacio Real, que al parecer son las dos principales atracciones de la ciudad, pero ni siquiera en los alrededores las calles están limpias. Entre el Palacio Real y el río hay una gran plaza con millones de palomas y muchos niños harapientos jugando entre las aguas sucias. Comimos en un restaurante local un arroz tres delicias, filete y pescado, y nos costó encontrar un lugar donde tomar café a precio razonable, pues en la orilla del río está el barrio algo más coqueto que visitan los extranjeros y, a pesar de la mugre que uno está viendo alrededor, en la mayoría de los locales los precios son mucho más altos que en Europa. Seguimos río adelante, pasamos frente a la Asamblea Nacional y, llegando al barrio de las embajadas, tuvimos que refugiarnos en un mirador techado frente al río porque empezó a llover. En el pequeño espacio convivían igual los puestos de comida y bebida, gente sentada en el suelo o tirados en una hamaca, policías dormidos, extranjeros despistados como
  • 33. Diario de nuestro viaje por Tailandia y Camboya Julio de 2013 33 nosotros. Unos niños bajaron las escaleras y se bañaban vestidos bajo la tormenta en el agua marrón del río. Intentamos avanzar, pero llovía cada vez más, de modo que nos refugiamos de nuevo, esta vez en una terraza cubierta donde media docena de camareros niños nos estuvo atendiendo sin un minuto de descanso. Siguió lloviendo bastante fuerte durante algunas horas, de modo que allí permanecimos, frente a un karaoke que parecía más una verbena de pueblo, tomando una cerveza Angkor tranquila, y después cenando arroz con marisco, filete de ternera y costillas fritas con ensalada, mientras los diligentes camareros nos rellenaban el vaso en cuando mediaba. Como no paraba de llover, nos subimos a un tuc-tuc en la puerta y nos llevó al hotel. El tráfico era igual de caótico que por el día, y en el camino vimos muchos locales con ambiente. Phnom Penh será seguramente en el futuro una ciudad habitable, cuando los chinos que regentan la mitad de los negocios se decidan a adecentarla, pero hoy no es más que una capital en la que el viajero no descubre nada, más allá del caos urbano y la porquería. 22º y 23º día: Sihanoukville - Koh Kong Una tormenta tropical no es cualquier cosa, y cuando llega el monzón a estas latitudes y dice de estar lloviendo día y medio sin parar, lo hace. De modo que nuestros últimos felices días en las playas camboyanas se han quedado en breves estaciones bajo una terraza, viendo las violentas olas bajo el cielo blanco y sin poder bañarnos. Salimos de Phnom Penh en cuanto pudimos. A las seis y media de la mañana estábamos cogiendo un autobús que nos llevara al sur, a las playas de Shaloukville. A esas horas la ciudad ya tenía la vida del día anterior: motos y tuc-tucs circulando desordenadamente, todos los locales abiertos. Al igual que en la llegada, la salida resultó una paliza, pues, aunque la distancia es corta, la duración de los viajes es interminable. Sólo salir de la ciudad nos llevó hora y media, después de atravesar una sucesión de puestos de mercado y viviendas precarias entre charcos y barro a ambos lados de lo que supuestamente era una carretera. La carretera era un camino de grava con agujeros enormes, y la miseria que veíamos alrededor era aún más penosa que la que habíamos visto dentro de la ciudad y más que la hayamos visto en ningún lugar de África. Miles de motos como manadas esperando en los semáforos y después circulando por donde podían entre las casuchas, entre los alimentos y las basuras y las vacas y los charcos oscuros. Fuera de Phnom Penh la carretera mejoró, empezó otra tormenta que duró las seis horas de viaje y el resto del día y la noche. Atravesamos selvas, palmerales, poblados, campos inundados, y finalmente llegamos a Sihanoukville a la una de la tarde. Otro autobús nos trasladó a la otra estación dentro de la ciudad, y desde allí, previa negociación, nos subimos en un tuc-tuc cubierto por completo por lonas. La motocicleta que tiraba de este tuc-tuc era más grande, y con razón, pues hubo de atravesar la ciudad y luego caminos de tierra y arena, y charcos como lagunas en los que creíamos volcar, bajo un aguacero terrible. Por las ventanillas de plástico no alcanzábamos siquiera a ver el mar, sólo algunos bungalós al paso, palmeras, las vacas que el vehículo iba esquivando o las gallinas que dispersaba.