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La narrativa del conocimiento vol. iv no. 93
- 1. La Narrativa del Conocimiento ©
Boletín de difusión del Pensamiento
Publicación virtual quincenal
Textos y Fotografías de Fernando de Alarcón
Nueva época - Vol. IV No. 93 Septiembre de 2014
El Futuro
Considerándolo desde ciertos puntos de vista, es incomprensible
que no conozcamos el futuro. Bastaría probablemente con una
fracción de ese espacio cerebral no utilizado, con un lóbulo cere-
bral orientado de modo distinto, con una diminuta red de nervios
añadida a la que forma nuestra conciencia, para que el futuro se
desarrollase ante nosotros con la misma claridad, majestuosa e
inmutable, con que se extiende el pasado en el horizonte de
nuestra vida individual y en la vida de la especie. Es una invali-
dez singular, una limitación curiosa de nuestra inteligencia, la
causa de que no sepamos lo que nos va a suceder, cuando co-
nocemos lo que ya nos ha sucedido. Desde el punto de vista ab-
soluto a que consigue levantarse nuestra imaginación, aunque no
pueda vivir en él, no hay razón para que no veamos lo que aún
no existe, teniendo en cuenta que esto, con relación a nosotros,
debe existir ya y manifestarse en alguna parte. Si no, sería preci-
so decir que, en lo que concierne al Tiempo, formamos el centro
del mundo, que somos los testigos únicos a quienes están espe-
rando los acontecimientos para tener derecho a aparecer y a for-
mar parte de la historia eterna de los efectos y de las causas.
Sería tan absurdo afirmar esto respecto del Espacio, esa otra
forma, menos incomprensible, del doble misterio infinito en el que
flota nuestra vida.
El Espacio nos es más familiar porque nuestro organismo nos
pone más directamente en relación con él y lo hace más concre-
to. Podemos movernos dentro de él con bastante libertad en cier-
to número de sentidos, hacia atrás y hacia delante de nosotros
mismos. Por eso, a ningún viajero se le ocurriría pensar que las
ciudades que aún no ha visitado no serán reales, mientras él no
se encuentre en ellas. Sin embargo, esto es lo que hacemos
cuando nos persuadimos de que un acontecimiento que aún no
ha sucedido no existe todavía.
El Tiempo es un misterio que hemos dividido arbitrariamente en
pasado y futuro para intentar comprender algo de él. En sí mis-
mo, es un inmenso Presente, eterno, inmóvil, en el cual todo lo
que ha tenido lugar y todo lo que ocurrirá tienen un lugar inmuta-
blemente, sin que mañana, excepto en el espíritu efímero de los
seres humanos, se distinga de ayer o de hoy.
El ser humano ha tenido siempre la sensación de que una simple
invalidez de su espíritu lo separa del futuro. Sabe que está ahí,
vivo, actual y perfecto, detrás de una especie de muro en torno al
cual no deja de dar vueltas. O mejor dicho, lo siente dentro de sí,
conocido por una porción interior, sin que este conocimiento, ur-
gente e inquietante, pueda llegar a través de los estrechos cana-
les de sus sentidos, hasta su conciencia: único lugar en que el
conocimiento adquiere un nombre y una fuerza utilizable. Los
años futuros penetran en su cerebro únicamente por fulgores, por
infiltraciones fortuitas y pasajeras. Se asombra de que un azar
extraordinario haya cerrado casi herméticamente al futuro este
cerebro que está completamente sumergido en él, como un vaso
sellado se sumerge sin mezclarse en lo más hondo de un mar
que le abate, le inquieta y le acaricia con sus miles de olas.
En todo tiempo ha intentado encontrar grietas en ese muro, pro-
vocar infiltraciones, taladrar las paredes que separan su razón,
que no sabe casi nada, de su instinto, que lo sabe todo, pero que
no puede servirse de su ciencia. Parece que lo haya conseguido
más de una vez. Han habido visionarios, profetas, sibilas, pitoni-
sas, en quienes una enfermedad, un sistema nervioso espontá-
nea o artificialmente hipertrofiado, han permitido que se establez-
can comunicaciones insólitas entre lo consciente y lo inconscien-
te, entre la vida del individuo y la de la especie, entre el ser
humano y su dios oculto. Han dejado testimonios tan irrecusables
como cualquier otro testimonio de la historia. Por otra parte, co-
mo estos intérpretes extraños eran escasos, se descubrieron o
creyeron descubrirse procedimientos empíricos para llegar a des-
cifrar casi mecánicamente el enigma presenten e irritante de lo
futuro. De aquí vinieron las interpretaciones del vuelo de los pája-
ros, de las entrañas de las víctimas, del curso de los astros, del
fuego, del agua, de los sueños y de todas las maneras de adivi-
nación que nos han transmitido los autores de la antigüedad.
Actualmente, esta ciencia del futuro ya no tiene el esplendor ni la
audacia de otros tiempos. Ya no forma parte de la vida pública y
religiosa de las naciones. El presente y el pasado nos revelan
tantos prodigios que bastan para divertir nuestra sed de maravi-
llas. Absortos por lo que es o por lo que fue, hemos renunciado
casi por completo a interrogar lo que pudiera ser o lo que será.
Las realidades son lo que habrá de sucedernos, habiendo suce-
dido ya en la historia inmóvil y sobrehumana del Universo, que
está por encima de la nuestra. La ilusión es el velo opaco trama-
do con esos hilos efímeros a los que llamamos ayer, hoy y maña-
na, que tejemos sobre esas realidades. Pero no es indispensable
que todo nuestro ser permanezca eternamente engañado por
esta ilusión. Podemos preguntarnos si nuestra extraordinaria falta
de aptitud para conocer cosa tan sencilla, tan incontestable, per-
fecta y necesaria como el futuro, no sería uno de los mayores
motivos de asombro para el habitante de otro mundo.
Para no extraviarnos en este camino, nos bastará decirnos que el
futuro, como todo lo que existe, es probablemente más coherente
y más lógico que la lógica de nuestra imaginación, y que todas
nuestras vacilaciones y nuestras incertidumbres estarán com-
prendidas en sus previsiones. Por lo demás, estemos persuadi-
dos de que la marcha de los acontecimientos no se desviaría en
modo alguno si la conociéramos de antemano. En primer lugar,
no conocerían el futuro, sino aquellos que tuvieran el valor y la
inteligencia de interrogarle. Nos adaptaríamos prontamente a las
lecciones de esta ciencia nueva, al igual que nos hemos adapta-
do a las de la Historia. Pronto separaríamos los males de los cua-
les pudiéramos escapar de aquellos inevitables. Los más sabios
amenguarían para sí el total de éstos, y los demás irían a su en-
cuentro, como ahora van al encuentro de desastres ciertos y fáci-
les de predecir. La suma de nuestras decepciones disminuiría un
poco, pero menos de lo que esperamos, porque ya nuestra razón
sabe prever parte de nuestro futuro, si no con la evidencia mate-
rial que soñamos, al menos con una certidumbre moral a menudo
satisfactoria. Y observamos que la mayor parte de los seres
humanos no sacan provecho de estas previsiones tan fáciles.
Descuidarían los consejos del futuro, al igual que ahora oyen, sin
seguirlas, las advertencias del pasado.
Las malas personas necesitan el odio tanto como el odio necesita
el mal. Puesto que ellas consideran todo como malo, su inclina-
ción destructiva es muy natural, pues así como el bien es para la
construcción, el mal es para la destrucción. El mal ha de extermi-
narse por sí mismo, para terminar por contradecirse hasta en su
noción misma, mientras que el bien como opuesto se confirma y
se afirma permanentemente. Los malvados deben hacer el mal
con y contra su voluntad, simultáneamente. Ellos saben bien que
cada golpe los castiga y sin embargo no pueden impedirlo. La
maldad es una enfermedad del sentimiento interior, pero no tiene
su lugar en la razón, es por eso que es tan persistente, sólo un
milagro la extirparía.
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Ausente presencia.
Aún se mueve tu imagen
en la tarde del recuerdo.
El eco de tu risa y tus promesas
reverbera sonorizando tu ausencia.
Mientras que el
tiempo
se acerca, espe-
rando“La imaginación no es más que el aprovechamiento de lo que
se tiene en la memoria.”
Pierre Bonnard
Cielo capitalino, México - 2006
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