Zonda del Fuego, cuento realizado para el I Encuentro de Editorial, y reelaborado para el VII Expocom que se realizó en el marco de la X enacom, donde obtuvo la primer mención.
El cuento te invita a viajar entre lo subjetivo y objetivo, entre lo terrenal y onírico.
SELECCIÓN DE LA MUESTRA Y MUESTREO EN INVESTIGACIÓN CUALITATIVA.pdf
Zonda del fuego
1. ZONDA DEL FUEGO
F
ue alrededor del mediodía cuando, con el aparato cognitivo a flor de piel y a
solo escasos segundos de escapar de la realidad alucinatoria de su deseo
inconsciente relacionado con sus primeras experiencias de satisfacción,
cogió la caja plástica que descansaba sobre una añeja silla despintada. La tomó
cuidadosamente y, luego de acomodar con copiosa pericia la almohada tras su torso
desnudo y sobre el respaldo de la cama de madera, posó el cubo rectangular sobre su
falda. Tras carraspear algunos instantes, irguió sus rodillas levemente y acomodó la
brillante arqueta sobre su falda. Con vaporosa celeridad prensó la tapa del cubículo y la
levantó dejándola paralizada a 90 grados de la base, mientras apretaba un diminuto
botón sobre la retiración inferior. Una magnánima luz le rasgó las perlas. La disminuyó
con sus dedos, luego de sacarse algunos residuos tibios y pegajosos de la comisura de
sus párpados.
Posterior a una dilatada y recóndita oscitación, con gran sentimiento melancólico y con
su iris brillosa, visualizó a su madre. Tras unos instantes, la contempló preparando el
almuerzo, feliz y sonriente, mientras se oía la radio de fondo. Con sus pies desnudos
sintió la fría cerámica rojo pasión del pasillo que lo trasladó hacia el comedor, mientras
distinguía el aroma que despedía la zanahoria que se ardía junto al peceto en escabeche.
Se acercó a observar a través de la ventana, luego de permanecer algunos instantes con
su trasero en la salamandra, y contempló las moradas de su barrio, sobre la calle Julio
Popper, en Río Grande, Tierra del Fuego. Viviendas bajas, de materiales livianos y
techos de chapa. En aquel mediodía radiante, atípico de aquella región patagónica,
percibió con la palma de su mano la frigidez del vidrio, el invierno polar comenzaba a
imponer ágilmente su presencia. En los cordones de las arterias asfaltadas se retrataban
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2. charcos congelados, un transeúnte deambulaba solitario por la acera de la calle
Gobernador Anadón, cuando el locutor anunció una temperatura de 9 grados bajo cero.
Arrebujado con una parca estilo militar, unas zapatillas de lona y una barretina coya,
deambulaba por la costa pedregosa de la estepa magallánica, cuando un céfiro fresco le
estremeció la cara , su nariz, sus orejas y las manos se le enrojecieron hasta arder,
mientras que su exhalación se transformó en vapor al contacto con la intemperie,
cuando se encontraba cerca del monumento de los “Caídos en Malvinas” sobre calle El
Cano. Aquel símbolo lo persuadió, pero no le demostró nada, por lo que sintió un gran
horror que no tardó en motivarle su atención hacia el Atlántico. Todo continúa aún
dormido, dijo; también el mar duerme. Ebrios de sueño y extraños miran sus ojos hacia
mí. Pero su aliento es cálido, siento cerca las Falklands; agregó, mientras se le suscitaba
la más candente desconfianza al divisar un pedazo de tierra que se proyectaba
disminuyendo en el cuerpo del mar. Vivazmente pensó en la Punta Popper y se sintió un
poco apesadumbrado, tratando de explicarse por qué aquel accidente costero al igual
que la calzada de su hogar llevaban la designación de un personaje que, si bien, por un
lado, lo admiraba por su vanguardista visión geopolítica, por el otro, proyectaba un
cochambroso antecedente como fusilador de Selknams, autóctonos del Fuego.
La tarde marchaba y el crepúsculo comenzaba a personarse. El ruido de la gruesa sílice
de la ribera restallaba, con cada uno de sus pasos, al compás de la murmuración de la
pleamar. En segundo plano vibraba el trino de bandadas de Limosa Haemastica, Larus
Maculipennis y Leucophaeus Scoresbii. Sacó un chisquero del bolsillo derecho de su
campera aceitunada, sujetó un albugíneo cilindrín alojado en su rusiente vaquero y
colocó un extremo entre sus labios, mientras ardía con un crepito lumbre la otra punta.
Un espeso humo se difuminó en el hálito, mientras la fragancia a una dulce hierba se
mezclaba con la tufarada que emanaba de las algas diseminadas por la bahía.
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3. Como el olvido era la única cosa que no había, se retiró por la cresta de las calles 6, 7 y
8, hasta llegar a diagonal 79 cruce con 55. Había allí, en efecto, una sucia y desprolija
pensión masculina, en la cual gustaban echar el ancla incluso excéntricos inmigrantes.
Yo soy un viajero, no me gustan las llanuras, se dijo a el mismo, curtido de la tierra del
Karukinká parece que no puedo estarme sentado tranquilo largo tiempo. Y sea cual sea
el destino, sean cuales sean las vivencias que aún haya yo de experimentar, siempre
habrá en ello un viajar. Buscando la señal del fuego para navegantes sin rumbo, signo
para los que tienen la respuesta, recorrió seis plazas y apreció el ardor que respiran las
arterias proyectando el compromiso político que emanan sus protestas, sus memorias y
su clamor reclamando con vivo color, desde la apertura de un comedor universitario
hasta justicia por una desaparición.
Sentado en la Dardo Rocha, la séptima plaza, a la vuelta de Flamingo, mientras hablaba
así se reía de sí mismo con melancolía y amargura. ¡Nadie debe seguirte aquí a
escondídas!, dijo, tu mismo pie ha borrado detrás de ti el camino, agregó, cuando
percibió que por el aire se le acercaba un gran Capitán de brazo largo, mientras una voz
decía con claridad: «Ya es tiempo! ¡ya ha llegado la hora!» Y cuando más cerca de él
estuvo la figura, pasó volando a su lado, igual que una sombra, hacia un tórrido y
comburente otero escarlata.
En aquél instante, divisó a su lado un hombre sufriendo las consecuencias letales del
veneno del amor. No fue obstáculo para que, como un pájaro en llamas, penetrase la
abertura del convoy, siguiendo la espalda del caudillo. Desde 1 y 80, por el Roca a
Constitución. Línea C hasta Diagonal Norte. Subte línea b, a Dorrego, estación
Chacarita. Al llegar a la colina llameante yace indemne sobre el fuego que posaba sobre
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4. un polvo bermellón, cuando la zozobra le esbozó el mismo engendro que había
idealizado tiempo atrás en su fugaz paso por Córdoba. Un esperpento de piel espesa,
ojos profundos, largas extremidades posteriores rectas y adheridas al vientre, una gran
cola encorvada y unos temibles garfios finos, curvos y venenosos.
¿Es la encarnación? Preguntó. Paraná, es el Jardín de América, le respondió un
incógnito hombre del Paraguay, mitad guaraní, mitad alemán. Erróneamente, su deseo
inconciente prevaleció y fantaseó con las piedras preciosas de Wanda, con El Dorado
paraíso, especulando una especie de abadía fascinante. Repentinamente fue probado,
devorado, masticado y arrastrado hacia la Garganta del Diablo. La atravesó comburente
y se sumergió en un crepitante acido estomacal que lo descomponía y solidificaba. Ya
transformado, asomó sus perlas hacia el exterior y provisto de una ígnea determinación
se contempló refractado en la cristalina agua que yacía en un albugíneo inodoro. ¡Ahora
es necesario que tu mejor valor consista en que no quede ya ningún camino a tus
espaldas! se dijo.
Repentinamente, una ligera resonancia y un disparador le indican en la pantalla de
cristal líquido que se agota la batería de la máquina y apaga la notebook. No se
encuentra en el sur, en el norte o en el este. Se encuentra en el corazón del Valle de
Tulúm de Rivadavia, San Juan. Algo menos de tres cuartos de hora habían pasado desde
que despertó cuando se dio cuenta que había salido y marchado lejos, se había
enfrentado con la naturaleza, con la seducción y con el peligro, había sido castigado y
naufragó, había alcanzado un poco de reposo en un hogar que no era su hogar, pero
había retornado a su propia casa transformado y debía luchar por su lugar, retornar a él.
Bebo un trago de la linfa de la soledad, me visto con las primeras extensiones de piel
que encuentro y luego de permanecer un pequeño lapso de tiempo en el luctuoso recinto
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5. salgo de la habitación amarillenta que alguna vez fue blanca. Tratando de esquivar las
cucarachas, atravieso un oscuro pasillo y rebaso la puerta del lar para transitar desde
Lavalle, por Boulogne Sur Mer, hasta Ignacio de la Roza. Me reparo en el sifón de la
esquina, cierro los ojos y percibo el olor a semitas caseras mezclado con vaho
automotriz. Aunque no es tiempo de chaya, el zonda caldea el ambiente.
Un perro de fuego se acerca y me dice que abra los ojos y contemple las bellezas que el
sol alumbra; que admire sus montañas, sus valles, sus torrentes, sus plantas, sus
animales y no sé cuantas cosas más. Rasgo mis luceros, miro hacia el este y contemplo
la pendiente que conduce al complejo Islas Malvinas. ¡Sal de ahí, perro de fuego, sal de
tu profundidad, exclamé, ¡y confiesa lo profunda que es tu profundidad!, digo, ¿De
dónde sacas lo que expulsas por la nariz? Eres un necio rico en amor,
sobrebienaventurado de confianza, respondió el perro mientras exhalaba un tizne
corinto de su hocico! Siempre te has acercado confiado a todo lo horrible. Has querido
incluso acariciar a todos los monstruos. Un vaho de cálida respiración, un poco de suave
vello en las garras: -y en seguida estabas dispuesto a amar y a atraer- agregó. Pero yo ya
he dejado de creer en los acontecimientos que van acompañados de aullidos y de humo.
Miro hacia el oeste para divisar a lo lejos la opulenta quebrada, iluminada por un
rusiente sol que me irradia mientras retorno a mi hogar. Me dirijo a la amarillenta
habitación y sudado por la incandescente canícula, me quito la ropa. Soy otro, pero me
reconozco por mis marcas. Las marcas de mi identidad- mis cicatrices- no se han
perdido.
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