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RAMIRO PELLITERO
LAICOS EN LA NUEVA
EVANGELIZACIÓN
Autenticidad y compromiso
EDICIONES RIALP, S.A.
MADRID
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© 2013 by RAMIRO PELLITERO
© 2013 by EDICIONES RIALP, S. A.
Alcalá, 290 - 28027 Madrid (www.rialp.com)
Fotografía de cubierta: © Giuseppe Porzani - Fotolia.com
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN: 978-84-321-4308-3
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ningune forma o por cualquier
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3
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
PRÓLOGO
PRIMERA PARTE. LA IGLESIA Y SU MISIÓN SALVADORA
INTRODUCCIÓN
El marco necesario de la Iglesia y de su misión respecto a las realidades temporales
1. LA IGLESIA, MISTERIO DE COMUNIÓN Y SACRAMENTO UNIVERSAL DE
SALVACIÓN
a) Comunión con Dios y comunión de los hombres entre sí
b) Las «tareas esenciales» de la Iglesia: Palabra, sacramentos, caridad
c) La Iglesia como «sacramento en Cristo» y los siete sacramentos
d) La «estructura fundamental de la Iglesia»
2. MISIÓN DE LA IGLESIA Y NUEVA EVANGELIZACIÓN
a) Jesucristo, único salvador; el Espíritu Santo, «protagonista» de la misión
b) La Iglesia, mediadora universal de la salvación
c) La evangelización al servicio del Reino de Dios y sus diversas tareas
d) Finalidad y desafíos de la nueva evangelización
e) Novedad de «ardor, métodos y expresión»
3. CORRESPONSABILIDAD EN LA MISIÓN
a) Vocación y misión
b) Todos llamados, todos responsables
c) Colaboración de los fieles cristianos en la misión (hombres y mujeres)
4
d) Colaboración de los pastores en la misión
e) Participación de los fieles en las tareas de los pastores
4. LA IGLESIA Y EL MUNDO
a) Los sentidos del término «mundo»
b) La «autonomía de las realidades temporales»
c) La secularización como proceso histórico y sus interpretaciones
d) El secularismo como ideología heredera del ateísmo práctico
e) La secularidad como afirmación cristiana del valor de las realidades temporales
f) Laicismo y laicidad
SEGUNDA PARTE. IDENTIDAD Y FORMACIÓN DE LOS FIELES LAICOS
INTRODUCCIÓN
Los cristianos en el mundo, «como el alma en el cuerpo». La unidad de vida y su
dimensión eclesial
5. LA SITUACIÓN ANTERIOR Y LA PERSPECTIVA DEL CONCILIO VATICANO
II
a) La minusvaloración de la condición laical durante siglos
b) Factores que influyeron en la revalorización de la vocación y misión laicales
c) Los laicos en la perspectiva de Lumen gentium, 31
d) Un precursor de la espiritualidad laical: san Josemaría Escrivá
e) La «teología de los ministerios» y la «teología del cristiano»: dos planteamientos
después del Concilio
6. DE «CHRISTIFIDELES LAICI» (1988) AL MAGISTERIO DE BENEDICTO XVI
a) El sínodo sobre los laicos y la Exhortación postsinodal Christifideles laici
b) Los modos de vivir la secularidad cristiana
c) Hombres y mujeres en la misión de la Iglesia
d) Luces en el magisterio de Benedicto XVI
7. EL «SACERDOCIO DE LA PROPIA EXISTENCIA» Y LAS DIMENSIONES DE
LA FORMACIÓN
a) El «alma sacerdotal» del cristiano como base del culto espiritual
b) Participación de los laicos en el triple oficio mesiánico de Cristo
c) Dimensiones de la formación: bíblica y teológica, sacramental, espiritual y moral
8. FORMACIÓN PARA EL TESTIMONIO, EL APOSTOLADO Y EL SERVICIO
5
a) El testimonio, primera forma de evangelización
b) Responsabilidad misionera o apostólica de todos los cristianos, que incluye la
promoción humana
c) Apostolado personal y apostolado asociado
d) Unidad y diversidad del apostolado a nivel universal y local: servicio a la Iglesia
«casa y escuela de comunión»
e) La dirección espiritual en la formación de los laicos: aspectos teológicos,
antropológicos y psicológicos
TERCERA PARTE. TRABAJO, FAMILIA Y RESPONSABILIDAD EN LA VIDA
PÚBLICA
INTRODUCCIÓN
Nueva evangelización y transformación de la sociedad
9. LA CARIDAD, IMPULSO Y FRUTO DE LA MISIÓN LAICAL
a) La caridad, raíz de la transformación del mundo
b) El amor preferencial por los pobres y necesitados
10. EL TRABAJO ORDINARIO, MEDIO DE SANTIFICACIÓN Y PARTICIPACIÓN
EN LA MISIÓN
a) El trabajo a la luz de la creación y de la redención
b) Trabajo santificado, misión de la Iglesia y nueva evangelización
c) Aspectos éticos y sociales del trabajo
11. EL PAPEL DE LA FAMILIA EN LA NUEVA EVANGELIZACIÓN
a) La Iglesia, familia de Dios
b) El mensaje cristiano sobre el matrimonio y la familia
c) La familia, «Iglesia doméstica», partícipe de la nueva evangelización
d) Anuncio de la fe y «evangelio de la vida»
12. LA ACCIÓN DE LOS CRISTIANOS LAICOS EN EL ÁMBITO CULTURAL Y
POLÍTICO
a) Nueva evangelización, cultura y universidad
b) Acción de los cristianos en la vida política, económica y ciudadana
c) Los nuevos «areópagos» de la comunicación
d) Nueva evangelización, arte y ecología
EPÍLOGO
6
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
7
PRÓLOGO
En 2012 se cumplieron cincuenta años del Concilio Vaticano II y veinte años del
Catecismo de la Iglesia Católica.
Coincidiendo con estas celebraciones, Benedicto XVI convocó un «Año de la Fe» (cf.
Carta apostólica Porta fidei, de 11-X-2011). Asimismo presidió un sínodo sobre «la
nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana». En el Instrumento de trabajo
del sínodo se describen los actuales «escenarios de la nueva evangelización»: el
escenario cultural, el fenómeno migratorio y la globalización, la crisis económica, el
contexto sociopolítico, científico y tecnológico, y las nuevas fronteras de la
comunicación (nn. 51 ss).
Además de estos acontecimientos cabe señalar también el vigésimoquinto aniversario
del sínodo sobre los fieles laicos, que ofreció como fruto la exhortación Christifideles
laici (30-XII-1988), carta magna sobre la vocación y misión de los fieles laicos en la
Iglesia y en el mundo.
Muchos cristianos de nuestro tiempo, por gracia de Dios, hemos podido contemplar el
testimonio de Juan Pablo II. Un verdadero don divino que dejó «una Iglesia más
valiente, más libre, más joven» y que « ha entrado en el nuevo milenio, llevando en las
manos el Evangelio, aplicado al mundo actual a través de la autorizada relectura del
concilio Vaticano II» (Benedicto XVI, Primer mensaje, 20-IV-2005).
En esa clave puede entenderse también el pontificado de Benedicto XVI. La
evangelización pertenece asimismo al núcleo de cuanto se propone el Papa Francisco:
«Tengamos la firme convicción de que, con su aliento poderoso, el Espíritu Santo da a la
Iglesia el valor de perseverar y también de buscar nuevos métodos de evangelización,
para llevar el Evangelio hasta los extremos confines de la tierra (cf. Hch 1, 18)»
(Discurso a los Cardenales, 15-III-2013).
La transmisión de la fe debe llevarse a cabo, hoy como siempre, teniendo en cuenta el
contexto de nuestro mundo y de los cristianos. Concretamente, según el Instrumento de
trabajo, hoy «existe el riesgo de que la fe, que introduce a la vida de comunión con Dios
y permite el ingreso en su Iglesia, no sea comprendida en su sentido profundo, es decir,
que no sea asumida por los cristianos como el instrumento que transforma la vida con el
gran don de la filiación divina en la comunión eclesial» (n. 94).
Como obstáculos a la transmisión de la fe se consideran algunos factores internos a la
8
Iglesia y a la vida cristiana («una fe vivida en modo privado y pasivo; la inadvertencia de
la necesidad de una educación de la propia fe; una separación entre la fe y la vida»); y
otros que vienen de la cultura ambiente («el consumismo y el hedonismo; el nihilismo
cultural; la cerrazón a la transcendencia», etc.). (cf. Ibid). Se requiere por tanto una
reflexión encaminada al «discernimiento» de cómo se ha de transmitir la fe, partiendo de
que se transmite la fe que se vive.
En cuanto a este discernimiento, afirma el Concilio Vaticano II: «Es propio de todo el
Pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar,
discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro
tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la Verdad revelada pueda
ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada» (Gaudium et
spes, n. 44).
Respecto al papel de los laicos, minusvalorado durante muchos siglos, el siglo XX ha
sido testigo de una revalorización que puede representarse en algunas expresiones.
Desde aquella de Romano Guardini, «la Iglesia despierta en las almas» (1922), pasando
por el «redescubrimiento» de Pío XII: los laicos no solo pertenecen a la Iglesia, sino
también «son la Iglesia» (1946), hasta llegar a la visión más amplia del Concilio
Vaticano en el capítulo cuarto de su constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen
gentium, el mismo documento en que se declara solemnemente la llamada universal a la
santidad.
Hoy somos más conscientes de que los fieles laicos (la mayoría de los cristianos)
tienen un papel de vanguardia en esta nueva evangelización para la transmisión de la
fe. Y la fe puede comprenderse como la luz y el impulso que necesitan las personas para
una vida en plenitud.
El Instrumento de trabajo del sínodo explica en este sentido, con palabras de
Benedicto XVI, la finalidad de la nueva evangelización y también la finalidad del
sínodo: «La Iglesia en su conjunto, así como sus pastores, han de ponerse en camino
como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida,
hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en
plenitud» (Homilía en el comienzo del ministerio petrino, 24-IV-2005).
Joseph Ratzinger, ya desde los años setenta, no suele hablar sin más de la «felicidad»,
quizá porque esta palabra se confunde espontáneamente con el mero bienestar
individualista, ideal que hoy permanece con frecuencia bajo la apelación al «futuro». Lo
que todos buscamos es «sencillamente vida en toda su plenitud» (Spe salvi, n. 27): esa
«vida plena» que solo se encuentra en unión con Cristo y que se abre a todos los que está
unidos con Él.
La vida en plenitud es la que se siembra con el bautismo, y aspira a crecer con la
gracia divina, es decir, con la amistad con Dios. Esa plenitud de vida solo puede
alcanzarse haciendo de la propia vida una ofrenda a Dios y un servicio a los demás. El
cristiano es alguien que con su cercanía y testimonio, también con sus argumentos,
puede ayudar a sus amigos y compañeros a descubrir que amar a Cristo es vivir en
plenitud.
9
* * *
Este libro tiene tres partes. La primera trata de la Iglesia y su misión en el mundo. La
segunda aborda la identidad y la formación de los fieles laicos. La tercera, después de
presentar la caridad como raíz y síntesis de la nueva evangelización, se ocupa del
trabajo, de la familia y de la responsabilidad en la vida pública, como tres ámbitos en los
que se desarrolla el papel decisivo de los laicos en esta nueva evangelización.
Siendo Cristo el «Evangelio (la buena noticia) del amor de Dios» por nosotros, la
Iglesia tiene, por voluntad de Cristo, la responsabilidad de anunciar y comunicar el
mensaje del evangelio a todas las personas. La Iglesia es la familia de Dios, la vida en
Cristo y en el Espíritu Santo, el hogar que nos acoge y nos educa en la belleza, para que
podamos llevar la vida verdadera al mundo, la vida plena para la humanidad y para cada
uno. Como resumía Benedicto XVI en el Olympiastadion de Berlín, «La Iglesia es el don
más bello de Dios» (22-IX-2011).
Comenzar por la Iglesia no significa hacer de menos a los laicos. Quien pensara así,
denotaría que tiene una percepción más o menos deformada, sea laicista, sea al menos
clerical, de la Iglesia. La Iglesia es la familia universal de los cristianos, que fomenta la
unidad y la comprensión, la verdad y el amor, la razón y la justicia en el mundo.
Ciertamente no todo en los cristianos es o ha sido perfecto. Por eso dice el Concilio
Vaticano II: «La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores», y por eso añade que es
«al mismo tiempo santa y necesitada de purificación» (Lumen gentium, n. 8).
Los pecadores somos los que afeamos el rostro de la Iglesia y herimos su credibilidad.
Cuando a la madre Teresa de Calcuta le preguntaron su opinión sobre lo primero que
debería cambiar en la Iglesia, le respondió al periodista: «Usted y yo». La auténtica
renovación de la Iglesia comienza por la conversión personal de cada uno, nuestra
conversión continua.
¿Pero no debe cambiar la Iglesia como tal, institucionalmente, adaptándose al tiempo
presente para llegar a las personas que la necesitan?
En alguna ocasión ha explicado Benedicto XVI que la renovación de la Iglesia debe
guiarse no por las diversas pretensiones o condicionamientos sociológicos, sino por la
fidelidad a su misión, que consiste en acudir a las verdaderas necesidades de los hombres
en cada momento histórico (cf. Encuentro en el Konzertaus de Friburgo, 25-IX.2011).
La nueva evangelización solo se entiende como tarea de los cristianos, que forman,
con Cristo el Cuerpo místico, sujeto histórico de la salvación durante la historia. Como
representan los iconos orientales de la Virgen María, en la Iglesia se abre la comunión
entre lo humano y lo divino. No solo lleva al mundo la salvación; a la vez que la espera,
la confiesa y la contempla, mirando a la resurrección que viene después de la Cruz. El
rostro de Iglesia es el rostro de la Madre que habla de su amor único: «…Sus ojos
grandes, abiertos al infinito, están al mismo tiempo vueltos hacia dentro; nos sentimos en
los “espacios del corazón”» (Evdokimov). Mientras, el Niño, buscando juntar sus labios
con las mejillas de María, parece decir al espectador: «ahí tienes a tu Madre».
Guardini escribió que a ella, a la Iglesia, y no al cristiano considerado particularmente,
pertenecen esos signos eficaces de la salvación que son los sacramentos. A ella
10
pertenecen las formas y las normas de esa nueva existencia que comienza en la pila
bautismal, como comienza la vida en el seno materno. Ella es el principio y la raíz, el
suelo y la atmósfera, el alimento y el calor, el todo viviente que va penetrando la persona
del cristiano. Es a la Iglesia —seguía explicando el ilustre profesor italoalemán— y no al
individuo, a quien se le confía la existencia cristiana, que comprende una enseñanza
divina, un misterio (¡Cristo!) que se celebra en la liturgia y una vida orgánica y
jerárquicamente estructurada. Es a la Iglesia a quien Dios le confiere «la fuerza creadora
capaz de transmitir y propagar la fe».
En 1971, en un célebre texto titulado «Por qué permanezco en la Iglesia», señalaba
Joseph Ratzinger que una mirada demasiado concentrada a los «problemas» de la Iglesia
—como quien mira un trozo de árbol al microscopio— puede impedirnos verla en su
conjunto y por tanto captar su sentido. Quizá nos fijamos demasiado en su «eficacia»,
según los objetivos particulares que cada uno se propone (y así cada uno se fabrica «su»
iglesia). Nos fijamos demasiado en sus aspectos organizativos e institucionales, más bien
con los criterios de la sociología. A esto puede añadirse la crisis de fe. Pero a la Iglesia
solo se la entiende desde la perspectiva del Espíritu Santo como protagonista principal
de la salvación realizada por Cristo de parte del Padre.
Lo que más importa no es la idea que cada uno nos hagamos de la Iglesia, sino que la
Iglesia es de Dios. Y por eso afirma: «Yo estoy en la Iglesia porque a pesar de todo creo
que no es en el fondo nuestra sino SUYA». Solo por medio de la Iglesia puedo yo recibir
a Cristo «como una realidad viva y poderosa, que me interpela aquí y ahora». Por medio
de ella, Cristo está vivo y permanece entre nosotros «como maestro y Señor, como
hermano que nos reúne en fraternidad».
Y continuaba: «No se puede creer en solitario. La fe solo es posible en comunión con
otros creyentes», lo mismo que la fe se recibe a través de otros. Por eso una Iglesia que
fuera una creación mía e instrumento de mis propios deseos, sería una contradicción.
Por eso concluía el teólogo Raztinger: «Quien no se compromete un poco para vivir la
experiencia de la fe y la experiencia de la Iglesia y no afronta el riesgo de mirarla con
ojos de amor, no descubrirá otra cosa que decepciones. El riesgo del amor es condición
preliminar para llegar a la fe». Es cierto que la historia testimonia debilidades, y
pecados, de los cristianos. Pero también testimonia la realidad de la Iglesia como un foco
inmenso de luz y de belleza: la multitud de los cristianos que han mostrado la fuerza
liberadora de la fe.
En la misma época, poco después, otro de los grandes teólogos del siglo XX, Yves
Congar, consideraba que la Iglesia es madre y es hogar: «El hombre es un todo y se
inserta en un hogar por su sensibilidad y su corazón tanto como por sus ideas». La
Iglesia, nacida del corazón abierto de Jesús en la cruz, ha comenzado a vivir antes que
nosotros, y así es posible que nosotros vivamos por ella. Por eso los cristianos
deberíamos decir: «Estoy infinitamente agradecido a la Iglesia por haberme hecho vivir,
por haberme, en el sentido más fuerte de la palabra, educado en el orden y la belleza».
Entonces, ¿cómo podemos los cristianos «vivir la Iglesia» hoy, en la dinámica de la
transformación actual del mundo? ¿Cómo redescubrir que en la Iglesia tenemos a Cristo,
11
y con Él a todos los que son, han sido y serán de Cristo, en todos los tiempos? ¿Cómo
arriesgarnos por ella para agradecer a Dios el inmenso don de la fe? ¿Cómo secundar el
impulso del Espíritu Santo para contribuir a transmitir la fe en la nueva evangelización?
La respuesta pasa por redescubrir la identidad cristiana y, desde ahí, formar a los
cristianos para su misión. Por eso la segunda parte de este libro se dedica a la identidad y
la formación de los laicos. Esto depende en gran parte de la comprensión de la
secularidad cristiana. Aunque la palabra «secular» todavía suena para muchos oídos
como lo contrapuesto a lo cristiano, el proceso de la secularización no ha tenido
solamente el resultado negativo que se expresa netamente con la palabra secularismo.
También la secularización ha contribuido, en el entreverarse de los factores históricos, a
comprender mejor la autonomía de las realidades temporales (el mundo creado, la
familia humana, el trabajo, la cultura, las ciencias humanas y la tecnología, etc.) respecto
al ámbito eclesiástico (no, ciertamente, respecto de Dios). Como ha señalado el Concilio
Vaticano II, esto es importante para una visión cristiana del mundo.
La mayoría de los cristianos (los fieles laicos) están llamados a vivir su fe y
desarrollar su misión «en medio del mundo», en el seno de la sociedad civil. Esto tiene
que ver con la pregunta: ¿cómo plantear hoy la presencia no solo de las iglesias
(templos), sino de «la Iglesia» en la ciudad? Esto nos devuelve a la cuestión de qué, o
mejor quién y cómo es la Iglesia, cuál es su belleza y cómo presentarla de modo
atractivo, dando razón de su unidad y también de su diversidad.
Iglesia y secularidad. De ese binomio depende que podamos vivir y expresar qué
significa ser cristiano hoy, en medio de la calle. Aquí estaría el desafío de desarrollar la
condición que ponía Joseph Ratzinger días antes de su elección como Obispo de Roma:
«Solamente a través de hombres tocados por Dios, Dios puede retornar a los hombres».
¿Cómo se logra esto o al menos cómo se promueve?
Lo esencial para ser cristianos «de veras» se puede enunciar de este modo: la fe, la
liturgia, la caridad. Esa es también la estructura de la misión de la Iglesia, sobre el telón
de fondo de la vida de la gracia o de amistad con Dios. Hoy, por decirlo así, va
«estallando» la conciencia de que lo esencial del cristianismo ha de ser vivido en el seno
de las familias, de las profesiones y de las culturas, en medio de las crisis morales y
económicas, contando con los anhelos siempre presentes de «vivir en plenitud». San
Josemaría Escrivá lo predicó, enseñó y escribió desde los años treinta del siglo XX:
«Estas crisis mundiales son crisis de santos» (Camino, 301). «Enciende todos los
caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón» (Camino, 1).
Hoy conviene hacer patentes las consecuencias concretas de la llamada universal a la
santidad. Lo mismo que conviene insistir en que la Iglesia no son (solo) los
eclesiásticos, sino que son los cristianos, la mayoría de los cuales viven y trabajan en la
sociedad civil. Y es ahí donde han de mostrar, cada uno de ellos, que «se puede ser
moderno y creer en Jesucristo» (Juan Pablo II, al despedirse de España en 2003). Pero,
no lo olvidemos, esto se enseña viviéndolo.
La exhortación «Verbum Domini» sobre la Palabra de Dios en la vida y la misión de
la Iglesia, explica que los santos son los más perfectos intérpretes de la Escritura (cf n.
12
48). Benedicto XVI lo dice en su libro-entrevista Luz del mundo, en la perspectiva de
Cristo: «Son los santos los que viven el ser cristiano en el presente y en el futuro, y a
partir de su existencia, el Cristo que viene puede también traducirse, de modo que se
haga presente en el horizonte de la comprensión del mundo secular». «Esta es —subraya
con fuerza— la gran tarea frente a la cual nos encontramos».
Y es verdad. Para que se reconozca a Cristo como presente y como futuro del mundo,
ante todo tiene que haber muchos «cristianos de la calle» (fieles laicos) que se tomen en
serio la santidad «en» y «por» las cosas del mundo: en las familias y a través del trabajo,
de las tareas culturales, sociales y políticas, en el ocio y el deporte, en todas las etapas y
condiciones de la existencia humana. ¿Cómo, si no, podrá mostrarse que solo en Cristo
se encuentra la respuesta a tantas cuestiones vitales como la primacía del amor, la
bondad originaria del mundo, la validez de la razón, el atractivo de la belleza que
conduce a la verdad, la estrecha conexión entre culto a Dios y compromiso social, la
esperanza en un progreso auténtico…?
Solo si los cristianos buscamos personalmente la santidad y nos sabemos responsables
en la misión de la Iglesia (puesto que no cabe una identidad cristiana individualista sin
conciencia vivida de la Iglesia) podrán también las comunidades, grupos e instituciones
cristianas mostrar que «es realmente posible vivir la fe cristiana y anunciarla dentro de
esta cultura» (Instrumento de trabajo para el sínodo de la nueva evangelización, n. 50).
Preguntarse por el «cómo» de la santidad en medio del mundo es, decíamos,
preguntarse por la formación concreta de los cristianos, entre ellos los fieles laicos. Y
aquí se juegan cuestiones no solo de identidad cristiana, de formación y de
evangelización, sino también de método teológico e incluso de supervivencia para la
humanidad.
Por último el trabajo, la familia y la vida pública. La vida cristiana no tiene nada de
triste o aburrido, anodino o conformista. Conduce a cambiar las realidades de este
mundo que hayan de ser cambiadas, porque el evangelio es, realmente, la fuerza más
grande para la transformación del mundo.
Esto no ha de entenderse en un sentido ideológico ni utópico. Más bien es un
horizonte realista y arriesgado, fascinante e intenso, a contracorriente de propuestas
egoístas o, al menos, poco comprometidas, que ponen el triunfo en el éxito o en el poder,
en el tener, en el placer.
Esto no quiere decir que la vida cristiana deba ser entendida como algo «heroico» que
se espera solo en circunstancias extraordinarias. Al contrario, la transformación social de
la que hablamos es el fruto «ordinario», el que «cabe esperar» de una vivencia auténtica
de la oración y de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía; pues, como ya decía Juan
Pablo II, una oración o un culto indiferente a las necesidades de los demás serían una
oración o un culto no auténticos.
De ahí que, en aquellos ambientes de mayoría cristiana en que no hay una
preocupación por la justicia, e incluso siguen aumentando las desigualdades sociales,
junto a muchos factores que cabrá analizar, eso se debe a un fracaso del espíritu
cristiano en esas personas, en esas familias o en esos pueblos.
13
Por eso, aunque quepa «esperar» que de la oración y los sacramentos surja el servicio
a la caridad que vaya transformando el mundo, no hay que «esperar» de brazos cruzados
a que esto se produzca. Tal cosa equivaldría a desconocer la condición real de la
naturaleza humana, tal como se expresa en la historia y en la actualidad. Por eso la
formación de los laicos ha de apoyarse hoy, desde el principio y para todos, en la
Doctrina social de la Iglesia, entendida como dimensión esencial de la vida cristiana.
La santidad verdadera lleva a esforzarse en el propio trabajo, en la vida de familia o en
la vida pública por amor a Dios y en servicio a los demás. Exige la caridad y la cruz, no
solo en circunstancias heroicas sino en la vida ordinaria, también en medio de una
«cultura líquida» (Z. Bauman) como parece ser la actual, por sus características de
volubilidad, inconsistencia y relatividad.
La santidad cristiana, particularmente en el caso de los fieles laicos, pide un
compromiso de coherencia para construir, a diario, una sociedad digna del hombre, una
civilización del amor. La auténtica oración lleva simultáneamente al apostolado y al
compromiso social, a la preocupación por los demás, con el orden de la caridad que
implica a la vez los más cercanos (los familiares y los amigos) y los más necesitados (los
pobres, los ancianos, los enfermos, los discapacitados).
No se trata, por tanto, de formar a los cristianos según una actitud nostálgica o
negativa, meramente defensiva, huidiza o pesimista ante la situación del mundo;
tampoco de fomentar una actitud revolucionaria, en el sentido sociopolítico del término.
Pero es verdad que el evangelio implica una vida cotidiana «a contracorriente» del
hedonismo y del materialismo consumista, presentes hoy en muchos lugares.
Así lo expresaba Benedicto XVI, haciendo eco al Concilio Vaticano II: «La “santidad”
no quiere decir hacer cosas extraordinarias, sino seguir todos los días la voluntad de
Dios, vivir verdaderamente bien la propia vocación, con la ayuda de la oración, de la
Palabra de Dios, de los Sacramentos y con el compromiso cotidiano de la coherencia. Sí,
son necesarios fieles laicos fascinados con el ideal de “santidad”, para construir una
sociedad digna del hombre, una civilización de amor» (Discurso en la basílica de San
Marcos, Venecia, 8-V-2011).
El papel de los laicos en la nueva evangelización depende de su conciencia de
pertenecer a Jesucristo, y, por tanto, de su ser y vivir en la Iglesia. Esto comporta la
responsabilidad de su misión de servicio al mundo, concretada en el entorno social en el
que cada uno se sitúa. La tarea apostólica de los laicos, como la de todos los cristianos,
requiere una adecuada formación. De ese modo podrán desempeñar la misión que les
corresponde a través del trabajo, de la familia y de la vida social.
En el inicio de su ministerio petrino, el Papa Francisco evocaba el modo en que San
José vivió su vocación, que implicaba custodiar y servir, mediante su trabajo, a la
Familia de Nazaret; y así, comenzar su patrocinio y protección sobre la Iglesia y, por
tanto, sobre la humanidad:
«Con la atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no
tanto al propio. (...) Precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le
han confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le
14
rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas».
Todo un programa de discernimiento, también para los laicos: custodiar a Cristo
primero en cada uno; cuidar de quienes nos rodean; servir —ahí está el verdadero poder
— a todas las personas, especialmente a los más pobres, los más débiles, los más
pequeños. Eso es autenticidad y compromiso.
15
PRIMERA PARTE
LA IGLESIA Y SU MISIÓN SALVADORA
16
INTRODUCCIÓN
El marco necesario de la Iglesia y de su misión respecto a las realidades
temporales
El papel de los laicos en la nueva evangelización solo puede abordarse en profundidad
desde un estudio sobre la Iglesia y su misión.
La carta magna sobre los fieles laicos afirma: «Solo dentro de la Iglesia como misterio
de comunión se revela la “identidad” de los fieles laicos, su original dignidad. Y solo
dentro de esta dignidad se pueden definir su vocación y misión en la Iglesia y en el
mundo» (Christifideles laici, 1988, n. 8).
Ahora bien, ¿qué es la Iglesia? La Iglesia ha sido vivida por los cristianos veinte siglos
antes de que el Concilio Vaticano II se propusiera responder a aquella pregunta del
Cardenal Montini, que sería poco después Pablo VI: «Iglesia, ¿qué dices de ti misma?».
La constitución dogmática sobre la Iglesia se titula Lumen gentium. Y comienza
diciendo: «Cristo es la luz de los pueblos. Por ello este sacrosanto Sínodo, reunido en el
Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres, anunciando el
Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15) con la claridad de Cristo, que resplandece sobre
la faz de la Iglesia».
Un conocedor de los padres de la Iglesia vería aquí la comparación de la Iglesia con la
madre y con la luna. Como ellas, la Iglesia concibe en virtud de la semilla vital que
recibe, y da una luz que ella, siendo solamente otra tierra, recibe del sol (Cristo) para
hacerla suya. Desde la Edad Media se representa a la Virgen Inmaculada, de pie sobre la
luna, como madre de la Iglesia y prefiguración suya (cf. Ap 12, 1).
La Iglesia sigue proyectando la luz de Cristo, que afirmó de sí mismo: «Yo soy la luz
del mundo. Quien me sigue no andará en tinieblas». Pero también de los cristianos —
propiamente hablando, es decir, de los que se esfuerzan por vivir el Evangelio con
autenticidad—: «Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo».
Pues bien, cuando surgen escándalos de cristianos y eclesiásticos que muestran el
desierto y la roca contra la que puede chocar la credibilidad, es preciso profundizar en la
naturaleza de la Iglesia para comprender su necesidad, su misión y la participación de
todos los cristianos en la evangelización.
El obrar sigue al ser, decían los filósofos clásicos. El ser de algo se despliega, se
17
manifiesta y se perfecciona en su obrar, de manera que el obrar pertenece ya, propia y
profundamente, al ser. Así sucede también con la Iglesia y con cada cristiano. Ella es
una profunda comunión con Dios con una misión salvadora durante la historia. En la
Iglesia (término que quiere decir literalmente convocación, o vocación de muchos), el
cristiano es, usando la terminología de san Pablo «miembro» de Cristo, y debe obrar
según su ser.
Cabe preguntarse entonces si cuando actúa un cristiano, actúa la Iglesia. Y puede
responderse que sí, cuando se entiende en profundidad que la Iglesia es la vida de los
cristianos, vida en Cristo, unificada y vivificada por el Espíritu Santo. Así, cuando la
mano actúa, a través de ella actúa todo el cuerpo. Pero si la Iglesia se entiende de manera
superficial y reducida, como una mera institución social formada por clérigos y
religiosos, entonces no se sitúa bien al «cristiano corriente» (al que llamamos «fiel
laico») ni su misión. Y es que la Iglesia somos todos los fieles cristianos, todos los
bautizados. Esta es una de las grandes afirmaciones del Concilio Vaticano II. Solo
después de decir eso, explica el Concilio las diferentes funciones que hay, dentro de los
cristianos, en la Iglesia.
Por eso conviene distinguir entre dos términos: «eclesiástico y eclesial». Lo
eclesiástico denota algo perteneciente a la Iglesia como institución distinta del Estado.
Así, los obispos, los sacerdotes y diáconos, los religiosos, son eclesiásticos. Lo eclesial
denota lo perteneciente a la Iglesia como comunidad cristiana o comunidad de todos los
fieles. El segundo término es por tanto más abarcante que el primero. Todo lo
eclesiástico es eclesial, pero no todo lo eclesial es eclesiástico.
La misión o la acción de los fieles laicos es eclesial pero no eclesiástica. Ellos
pertenecen, por título pleno (por el bautismo) a la Iglesia, son Iglesia junto con todos los
demás cristianos. Pero no representan oficialmente a la Iglesia, ni sus opiniones o
actuaciones deben tomarse como opiniones o actuaciones de la Iglesia institucionalmente
considerada.
Según la perspectiva de san Pablo, la misión o la acción de la Iglesia es una, como una
es la acción de un cuerpo vivo. Y es diversa como también es diversa la acción de los
órganos del cuerpo, al servicio de la misión. Por eso hablamos de corresponsabilidad en
la misión, y también, por tanto, en la nueva evangelización.
Decíamos que la Iglesia está para la salvación del mundo, para comunicar a la
humanidad la belleza del amor de Dios manifestado en Cristo. Con vistas a comprender
el alcance de la evangelización, conviene detenerse en el valor de la creación, es decir,
de las denominadas realidades temporales (el trabajo, la atención a la familia, las
relaciones sociales y culturales, etc., llamadas así porque han nacido en el tiempo, a
partir del acto creador), en el horizonte del Reino de Dios. «Tanto amó Dios al mundo —
se lee en el Evangelio según San Juan—, que le entregó a su Hijo Unigénito, para que
(…) tenga vida eterna» (Jn 3, 16). dio a su Hijo para que todos se salven por Él. Y san
Pablo escribe en la segunda carta a los corintios que Jesucristo fue el gran «sí» de Dios a
las promesas de la salvación (cf. 2 Co 1, 19-20); es decir, a todo lo que había creado,
sobre todo al hombre.
18
Pero ¿qué papel juega el mundo, el conjunto de las realidades temporales, en la
salvación? ¿Tienen de verdad importancia, para Dios y para la vida eterna que nos ha
prometido, tantas cosas «insignificantes» que hacemos cada día?
En la teología católica, se suscitó, hacia la mitad del siglo pasado, un debate teológico
entre dos perspectivas. Los «encarnacionistas» entendían que lo que hacemos en el
mundo es lo que construye sustancialmente el Reino de los cielos. Los «escatologistas»,
en cambio, defendían que ese Reino escatológico será básicamente obra de Dios y no
nuestra. Pocos años después el Concilio Vaticano II tomó una posición intermedia.
Explicó que Dios cuenta con todo lo que hacemos en la tierra, de modo que nada resulta
indiferente o infructuoso en relación con el Reino final. Pero será Dios quien nos
entregará la Ciudad definitiva (su Reino para siempre). De manera que el «final» no
guardará una relación causa-efecto directa y principal con el esfuerzo humano durante la
historia; pues Dios actuará como es Él, todo amor, sobreabundancia y poder, para ser
todo en todas las cosas.
Así lo dice el Concilio:
«Aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del
reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la
sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios. Pues los bienes de la
dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos
excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por
la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a
encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados, cuando Cristo
entregue al Padre el reino eterno y universal» (Gaudium et spes, n. 39).
En definitiva, el cristiano sabe que el mundo creado está herido y cautivo como
consecuencia del pecado. Desde el núcleo de su corazón, liberado en el bautismo por la
victoria de la cruz, el cristiano contribuye a que la gracia cure lo sórdido e inhóspito del
pecado y transforme este mundo en casa del hombre y de la familia de Dios.
Por eso el cristiano afronta sus tareas (profesionales, familiares, sociales y políticas,
etc.) con empeño y seriedad, procurando entender los problemas de su tiempo y darles
una solución según el plan de Dios.
Mientras respeta la naturaleza de las cosas creadas, y de acuerdo con el consejo
paulino, el cristiano procura «hacer la verdad en la caridad» (cf. Ef 4, 15). Busca también
la eficacia de su esfuerzo, esperándolo todo de Dios y al mismo tiempo poniendo todos
los medios humanos. Usa de las cosas no como dueño sino como administrador,
manifestando con su actitud de desprendimiento su amor a Dios. Vibra con los ideales
humanos que merecen ese nombre. Se preocupa de mejorar su formación cristiana, como
camino para santificar el mundo y transformar la historia. Sabe, también por la
experiencia de la humanidad, que cuando se dice «no» a Dios, las personas no son
felices y el mundo no funciona, se acaba el futuro. Y por eso los cristianos contribuyen a
construir la «ciudad del hombre» con la mirada y el corazón puestos en la «ciudad de
Dios».
19
* * *
Esta primera parte, sobre la Iglesia y su misión en el mundo, consta de cuatro
capítulos. El estudio comienza por la Iglesia como misterio de comunión y «sacramento
universal de salvación» (cap. 1), siguiendo la perspectiva y la terminología del Concilio
Vaticano II.
Una vez visto el ser de la Iglesia nos fijamos en su obrar, es decir, en su misión; ese es
también el marco de la nueva evangelización (cf. cap. 2).
La misión de la Iglesia implica una corresponsabilidad de todos los cristianos (cf. cap.
3).
Y finalmente, la misión de la Iglesia, sin identificarse con el mundo, está en él y lo
asume, purificándolo, para que todo lo creado y su dinámica participe de la salvación en
«un cielo nuevo y una tierra nueva» (cf. Ap 21, 1) (cf. cap. 4: La Iglesia y el mundo).
20
1. LA IGLESIA, MISTERIO DE COMUNIÓN Y SACRAMENTO
UNIVERSAL DE SALVACIÓN
Hablamos de «el misterio de la Iglesia». Así se llama el primer capítulo de la Lumen
gentium. ¿Pero qué quiere decir «misterio»?
Con ese término, la tradición cristiana no se refiere a lo que significa en el lenguaje
popular: algo recóndito o secreto, que no se puede comprender o explicar. Más bien
remite a una realidad que tiene aspectos visibles, humanos, temporales o históricos, pero
también otros aspectos invisibles, divinos y eternos.
Los misterios cristianos más importantes (la Trinidad, Cristo, la Iglesia, la gracia y los
sacramentos, etc.) están recogidos en el Credo o «símbolo de la fe». En relación con
Cristo hablamos también de los «misterios» de su vida, que se contemplan en el rezo del
rosario. Como los «misterios» superan nuestra capacidad de conocer, por eso recurrimos
a «imágenes»: símbolos o comparaciones que nos ayudan, a partir de realidades
conocidas, a comprender desde distintas perspectivas, la historia de la salvación y a
insertarnos de un modo vivo en ella.
Decimos que la Iglesia es uno de los «misterios» de la fe cristiana: realidades
profundas e inabarcables que, al mismo tiempo, tienen aspectos visibles y tangibles.
Además de hablar de la Iglesia como una madre, o como la luna, el lenguaje cristiano
encuentra muchas otras comparaciones o «imágenes» tomadas de la historia del pueblo
de Dios en el Antiguo Testamento, o vinculadas a Cristo como «cabeza» de su cuerpo
que es la Iglesia; y también otras sacadas de la vida pastoril (redil, grey, ovejas), agrícola
(campo, olivo, viña), de la construcción (morada, piedra, templo) y familiar (esposa,
madre, familia).
Entre las muchas «imágenes» de la Iglesia que hay en la Biblia (y que pertenecen, por
tanto, a la revelación cristiana), la teología ha privilegiado tres de ellas: Cuerpo (místico)
de Cristo, Pueblo de Dios y Templo del Espíritu Santo.
Fue san Pablo el que describió la Iglesia como una realidad viva y orgánica cuya vida
depende de Cristo, y por eso la describió como Cuerpo de Cristo (luego la Edad Media
añadió el adjetivo «místico» para diferenciar a la Iglesia de la Eucaristía). La Iglesia es el
nuevo Pueblo de Dios respecto al Israel del Antiguo Testamento. Y también en el
Antiguo Testamento se enraíza la imagen de la Iglesia como casa o templo del Espíritu
Santo. Pues bien, cada una de estas tres imágenes nos «hablan» respectivamente de la
21
relación de la Iglesia con una persona divina: con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu
Santo.
Uniendo las perspectivas que proceden de esas imágenes, la teología que precedió al
Concilio Vaticano II y, sobre todo, la que le siguió, ha podido concluir que «La Iglesia
es el Misterio de la comunión de los hombres con Dios (Padre) y entre sí por el Hijo en
el Espíritu Santo» (Pedro Rodríguez). Este modo de comprender la Iglesia hunde sus
raíces en el pensamiento de los padres y de los doctores de la Iglesia, sobre todo san
Agustín y santo Tomás de Aquino.
Ya hemos mostrado cómo introduce la Lumen gentium su primer capítulo sobre «el
misterio de la Iglesia». El núcleo o el «contenido» esencial de ese misterio de fe se
expresa adecuadamente con la palabra «comunión» (en latín communio, en griego
koinonía). Este término significa participación o posesión de algo en común. No se
refiere ante todo a la comunión eucarística con el cuerpo y la sangre de Cristo, sino a su
fruto. Que la Iglesia es esencialmente un misterio de comunión, ya no es una «imagen».
Es la expresión de su «naturaleza íntima».
* * *
Comenzamos este capítulo explorando la naturaleza de la Iglesia como «misterio de
comunión». Pasamos luego a las tareas esenciales en que se expresa ese misterio durante
el tiempo de la historia. En tercer lugar enfocamos la Iglesia como «sacramento
universal de salvación» y su relación con los siete sacramentos. Por último abordamos la
estructura fundamental de la Iglesia.
a) Comunión con Dios y comunión de los hombres entre sí
En el sínodo extraordinario que se celebró con motivo de los veinte años del Vaticano
II (1985) se dijo que el concepto de «comunión» es «la idea central y básica de los
documentos conciliares» (Relación final, II.C.1) y, por tanto, una clave para comprender
la naturaleza y la misión de la Iglesia según el Concilio. Ahora bien, ¿qué significa más
precisamente, aplicado a la Iglesia, «comunión» y qué contenido tiene?
En su carta sobre «la noción de comunión» (Communionis notio, 1992), señala la
Congregación para la doctrina de la fe: «El concepto de comunión está “en el corazón del
autoconocimiento de la Iglesia” (Juan Pablo II) en cuanto misterio de la unión personal
de cada hombre con la Trinidad divina y con los otros hombres, iniciada por la fe, y
orientada a la plenitud escatológica en la Iglesia celeste, aun siendo ya una realidad
incoada en la Iglesia sobre la tierra».
El mismo texto continúa explicando que este misterio de la comunión, que es la
Iglesia, como participación de la vida divina, tiene, por tanto, una doble dimensión:
vertical (comunión con Dios) y horizontal (comunión entre los hombres).
Esto quiere decir que en la Iglesia-comunión se da la unión de cada persona con Dios,
como fruto de la muerte y resurrección de Cristo (es decir, del misterio pascual); y, al
mismo tiempo y como consecuencia, la unión entre los hombres. Y ese don que se nos
22
ha hecho gratuitamente por iniciativa divina, nos implica en una tarea: la de mantener y
acrecentar, en lo que de cada uno depende, esa comunión, que solamente en el Cielo será
perfecta y definitiva.
Profundizando más en las características de esta «comunión eclesial», se añade que es
al mismo tiempo invisible y visible. Es comunión invisible de las personas humanas con
las divinas: con Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es visible en cuanto que se
manifiesta como una comunidad de personas cuya finalidad es la unión con Dios, con
otros términos una «institución de salvación».
Este «misterio de comunión» lo es realmente con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
No consiste meramente en una conciencia psicológica o un sentimiento, sino en una
nueva realidad —la participación humana en la vida del amor divino—, surgida en las
relaciones que establece la Trinidad con las personas humanas. Esta comunión es el
núcleo esencial de la Iglesia, que se da entre todos los que a ella pertenecen en la tierra
(Iglesia peregrinante), en el purgatorio (Iglesia que se purifica) o más perfectamente en
el cielo (Iglesia que está ya en la «patria» definitiva). Y que se hará plena cuando
termine la historia, de modo que el Reino de Dios definitivo no es sino el Misterio de la
Comunión consumado ya para siempre.
— La Iglesia es comunión con Dios (Padre). Es el nuevo Pueblo de Dios o la nueva
familia de Dios Padre, que se establece en torno a la Nueva Alianza, la nueva Pascua que
es la nueva vida, la filiación divina que Cristo nos ha ganado. Esa vida divina es la
amistad con Dios, lo que llamamos la vida de la gracia, que santifica al hombre.
En esta comunión, no hay confusión entre las personas divinas y las humanas. Al
mismo tiempo la comunión eclesial, por hacernos hijos de Dios en su Hijo, crea la
fraternidad cristiana, germen de la fraternidad universal. Por eso se opone a toda visión
individualista del cristianismo: «abarca todo el yo del hombre y crea un nuevo nosotros.
La comunión con Cristo es también necesariamente comunicación con todos los que son
suyos; con ello yo mismo seré parte de ese nuevo pan que él crea en la
transubstanciación de toda la realidad terrena» (J. Ratzinger, Convocados en el camino
de la fe, 2005, p. 82).
— Es comunión por Cristo: a través de su persona y por su obra redentora. Por tanto,
este es el «contenido» de cuanto expresa simbólicamente la parábola de la vid y los
sarmientos, que Jesús utiliza para expresar la profunda relación vital que hay entre él y
los suyos, mantenida gracias a la Eucaristía. Apoyándose en la idea paulina de la Iglesia
como Cuerpo de Cristo y Cristo como cabeza de la Iglesia, san Agustín dirá que Cristo
con los cristianos forman «el Cristo total». Santo Tomás de Aquino hablará de que
Cristo y la Iglesia forman «como una persona mística».
Esta es también la doctrina de fondo de la encíclica Mystici Corporis, de Pío XII
(1943). Nuestra comunión con Dios por Cristo es una comunicación de conocimiento, de
amor y de vida con Él. Por eso Lumen gentium, 9 dice que el Pueblo de Dios está
«constituido por Cristo como comunión de vida, caridad y verdad».
Solo en el misterio de la comunión que es la Iglesia puede tener lugar la identificación
con Cristo (la «cristificación») a que está llamado todo cristiano, y lo que los cristianos
23
orientales llaman «divinización» o «deificación» (theosis), en que consiste en último
término la santidad a imagen de Cristo.
— La Iglesia es comunión en el Espíritu Santo. Es Él quien la une, vivifica e impulsa.
Nos hace participar de esa comunión del Padre y del Hijo que es el mismo Espíritu.
Dicho brevemente: el Espíritu Santo «santifica a la Iglesia», que es «obra apropiada al
Espíritu Santo» (Santo Tomás). Por ser el Espíritu del Padre y el Hijo, es «la perfección
última y principal de todo el Cuerpo místico, como el alma lo es en el cuerpo humano»
(Santo Tomás, In III Sent, d13, q2 a2 s2 y ad1). Es el que hace de la Iglesia una
comunión o una participación de la misma vida intratrinitaria. Y en esa vida participan
todos los miembros de la Iglesia.
Tal es el horizonte que San Juan propone en su primera carta: «Lo que hemos visto y
oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y
nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1, 3). Es lo que,
aludiendo sobre todo al intercambio de oraciones, frutos de vida cristiana que proceden
de la fe y de los sacramentos, quiere significar el Credo cuando afirma: «Creo en la
comunión de los santos». Una comunión presidida por María, Madre de Cristo y Madre
de la Iglesia (cf. Lumen gentium, capítulo 8). Esta comunión es la que esencialmente
posee las cuatro notas que confesamos también en el Credo: una, santa, católica y
apostólica.
Como consecuencia de la comunión con Dios, la Iglesia une a los hombres entre sí.
Para ilustrar esto, la tradición cristiana desde los padres de los primeros siglos, suele
contraponer lo que sucedió en Pentecostés y lo que sucedió en Babel (cf. Gn 11). En
Pentecostés, el Espíritu Santo consumó la fundación de la Iglesia de modo que todos los
que oían la predicación de los apóstoles les oían «cada uno en su propia lengua» (Hch 2,
6). En Babel las lenguas quedaron confundidas; y cuando aquellos hombres pensaban
estar construyendo una ciudad al margen de Dios, para ser como Dios pero sin Dios, se
encontraron con que ya no se comportaban como hombres: no podían comprenderse ni
trabajar juntos.
Después del Concilio Vaticano II, Louis Bouyer hacía notar que la vocación de
Abraham (cf. Gn 12) le prepara, a través de una peregrinación por el desierto, para la
fundación de otra ciudad, contrapuesta a Babel. Una ciudad que Dios mismo construirá
para los hombres con horizonte universal, y que se podrá considerar para siempre la
familia de los hijos de Abraham (cf. LӃglise de Dieu, Paris 1970).
En nuestro mundo, ha señalado Benedicto XVI, también buscamos, entre dificultades
y conflictos (a pesar de los avances de la ciencia, de la técnica y de la comunicación), la
unidad que necesitamos. Pensamos ser capaces incluso de manipular la vida humana, sin
contar con Dios. Pero al mismo tiempo, crece la desconfianza, la sospecha y el temor
recíproco. Por eso necesitamos que el Espíritu Santo nos dé un corazón nuevo, una
lengua nueva y una capacidad nueva de comunicar; porque actuar como cristianos
significa no cerrarnos en nuestro propio «yo», sino abrirnos, para empezar, al «nosotros»
de los demás cristianos para ser capaces de escuchar y compartir.
«Donde los hombres quieren hacerse Dios, solamente pueden ponerse uno contra el
24
otro. En cambio donde se sitúan en la verdad del Señor, se abren a la acción de su
Espíritu que les sostiene y les une», y cambia las «obras de la carne» por el «fruto del
Espíritu» (cf. Ga 5, 19-23) (Homilía en Pentecostés, 27-V-2012).
Porque la Iglesia es una comunión con Dios que surge de la filiación divina, es, por
tanto, también una fraternidad, un «nosotros» que se articula en cada cristiano, por las
virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad, precisamente como participación de
la vida divina a través del misterio de la Iglesia:
— «La “Iglesia” viene a ser el “nosotros” en la fe» (R. Guardini, Sobre la vida de la
fe, 1963, p. 140). No se puede creer en solitario, sino en comunión con otros. Como
tampoco se puede tener fe por iniciativa o invención propia, sino solamente si existe
alguien que comunica y testimonia previamente la fe. Una fe de invención personal no
garantizaría el superar los límites del «yo». Es la comunidad cristiana, la Iglesia, la que
libera del encerramiento en el propio yo.
Esto no significa que la fe no sea personal, sino que no se puede quedar en la esfera
«privada». De un lado, implica a toda la persona: sus pensamientos, afectos, intenciones,
relaciones, corporeidad, actividad, trabajo cotidiano. A la vez, puesto que la persona es
un ser social, la fe implica la coherencia y el testimonio público a favor de la verdad y de
la justicia. La fe no es un pensamiento, una opinión o una idea. Es comunión de vida y
conocimiento con Cristo que se convierte en compromiso lleno de esperanza y obras
impregnadas por el amor. Una fe sin caridad, sin este fruto, no sería verdadera fe. Sería
fe muerta.
— La Iglesia es también el «nosotros» de la esperanza. El Evangelio está dotado de
un carácter universalista; proviene de la esperanza del Pueblo de Dios en una salvación
universal, para todos los pueblos. Por tanto, de la reflexión sobre la naturaleza de la
Iglesia se deduce también que la esperanza cristiana no es nunca individualista. No se
trata solamente de preguntarme cómo puedo salvarme yo, sino también qué puedo hacer
para que otros se salven (cf. enc. Spe salvi, n. 48).
— La Iglesia es al mismo tiempo el «nosotros» de la caridad. Porque la Iglesia es
comunión por Cristo en el Espíritu Santo, la «sustancia» o el contenido concreto de esa
comunión es el amor que está en la Trinidad, y se derrama en la humanidad, en cada
persona, por la obra de Cristo y en unión con Él. Esto se realiza especialmente en la
Eucaristía que «nos adentra en el acto oblativo de Jesús» de modo que «nos implicamos
en la dinámica de su entrega» (enc. Deus caritas est, nn. 13 y 14).
San Pablo escribe a los romanos: «Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien
de los que aman a Dios» (Rm 8, 28). Esta afirmación no podría entenderse de modo
individualista; no solo porque está hecha en plural, sino sobre todo porque los que aman
a Dios aman necesariamente a su prójimo.
b) Las «tareas esenciales» de la Iglesia: Palabra, sacramentos, caridad
En su primera encíclica Benedicto XVI señala que la Iglesia expresa su naturaleza
íntima o esencia (es decir, su ser «misterio de comunión»), por medio de una triple tarea:
25
«La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la
Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y
servicio de la caridad (diakonia). Son tareas que se implican mutuamente y no pueden
separarse una de otra. Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de
asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su
naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia» (Deus caritas est, n.
25).
Notemos que esos tres elementos (anuncio de la Palabra, celebración de los
sacramentos y servicio de la caridad) pueden entenderse como impulso y a la vez
manifestación, en el conjunto de la Iglesia, de las virtudes teologales. Estas son, como ya
sabemos, la manifestación personal del vivir en la Iglesia. El anuncio de la Palabra
engendra como respuesta la fe. Los sacramentos otorgan la fuerza vital para caminar con
Cristo en la esperanza. Y el servicio de la caridad es consecuencia del amor a Dios y al
prójimo en que se concreta la caridad cristiana, entendida en profundidad.
Esos tres elementos se encuentran testificados en el libro de los Hechos de los
Apóstoles, cuando relata que en la Iglesia primitiva de Jerusalén los cristianos formaban
una comunión (koinonía) participando de la doctrina de los apóstoles, de la fracción del
pan y la oración, y que todo lo tenían en común (cf 2, 44; 4, 32). Esto quiere decir que
esa comunión que surge de la fe, se alimenta de los sacramentos (sobre todo de la
Eucaristía, de ahí la coherencia de utilizar la palabra «comunión») y se traduce en la
unidad del amor, radican las disposiciones de desprendimiento que llevan a
preocupación generosa por los más necesitados.
La Iglesia es, por tanto, comunión que nace de la fe suscitada por la predicación
apostólica, se alimenta por la fracción del pan y la oración, y se manifiesta en el amor
fraterno y en el servicio. Se trata de tres elementos que se pueden ver en correspondencia
con los tres «oficios» de Cristo (profético, sacerdotal y regio o real).
En síntesis, el Concilio Vaticano II caracterizó el misterio de la Iglesia como misterio
de comunión. Esta perspectiva no siempre se ha entendido después adecuadamente, pues
de hecho se han dado interpretaciones de la Iglesia en claves meramente humanas,
misticistas o democraticistas. Pero la Iglesia no se puede entender desde un enfoque
espiritualista, como si no tuviera una estructura fundamental con aspectos bien visibles.
Tampoco se comprende ni en una perspectiva sociológico-ilustrada (que llevaría a
oponer una «Iglesia de base» a una «Iglesia establecida», o una «Iglesia afectiva y
emocional» a una «Iglesia oficial o institucional»), ni solamente como comunión
jerárquica, pues la jerarquía está al servicio de la participación de todos en la Palabra, los
sacramentos y la caridad.
c) La Iglesia como «sacramento en Cristo» y los siete sacramentos
Una vez explorado el contenido del término «misterio», tal como ha sido aplicado por
el Concilio a la Iglesia, podemos proseguir con la explicación del misterio de la Iglesia
según Lumen gentium.
26
Después de la sugestiva alusión a Cristo como luz que la Iglesia refleja sobre el
mundo, continúa el Concilio profundizando en qué sentido la Iglesia es un misterio, con
una segunda afirmación: «Y porque la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea
signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género
humano, ella se propone presentar a sus fieles y a todo el mundo con mayor precisión su
naturaleza y su misión universal»
Veamos primero qué significa que la Iglesia es en Cristo «como un sacramento» y qué
relación tiene esto con los siete sacramentos. En un segundo momento exploramos el
modo de ser o la estructura de este «sacramento».
Al hablar de la Iglesia como «sacramento» en Cristo, cabe preguntarse ante todo si
aquí se está usando la palabra «sacramento» en el mismo sentido en que hablamos de los
siete sacramentos.
Ante todo conviene aclarar que el Concilio se refiere aquí no a todas las etapas o fases
de la Iglesia, sino solamente a la Iglesia que peregrina en la tierra. De esta Iglesia
peregrinante se afirma que es «como un sacramento»; es decir, que se parece a un
sacramento. Y a renglón seguido aparece lo que se entiende aquí por sacramento: «o sea
signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género
humano».
En efecto, todo sacramento, como solían decir los catecismos, es un «signo e
instrumento» de la gracia, un signo visible y eficaz de la acción divina, que actúa de
modo diverso según los diversos sacramentos. En este caso se trata de un signo e
instrumento «de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»; es
decir, del misterio de comunión que es la Iglesia.
Recapitulemos. Lo que se está diciendo es que la Iglesia peregrina se parece a un
sacramento porque manifiesta visiblemente, como «signo», y realiza eficazmente, como
«instrumento», esa profunda comunión de los hombres con Dios y entre sí, que
llamamos el Misterio de la Iglesia. De esta manera, la Iglesia peregrinante es el medio
que Dios ha previsto para conseguir el fruto de la salvación: la inserción viva en el
Misterio de la Comunión que nos hace participar en la vida divina uniéndonos también
entre nosotros.
Comprendido el sentido de la Iglesia como sacramento, debemos abordar por qué dice
el Concilio que esto acontece «en Cristo». Lumen gentium explica algo más adelante lo
que esto significa: la «sacramentalidad» de la Iglesia se debe entender a partir de
Jesucristo, Verbo de Dios hecho hombre. Cristo es uno en dos naturalezas, divina y
humana. «Analógicamente» (es decir, de modo parecido) la Iglesia es una sola realidad
con un doble elemento: humano y divino, con aspectos visibles e invisibles, pues
pertenece a la historia y al mismo tiempo está ya introducida en la eternidad.
Dicho de otra manera, la revelación cristiana impide que la Iglesia se conciba
solamente como un invisible misterio de vida en Cristo. La Iglesia es al mismo tiempo
una sociedad con forma humana, una institución exterior y visible de salvación. Y este
segundo aspecto, exterior y visible, está ordenado al primero, interior e invisible. De
modo que la Iglesia peregrinante tiene como fin encarnar la vida de Cristo en la tierra e
27
impulsarla hasta su plenitud en el cielo. Quien protagoniza esa tarea, como ya hemos
señalado, es el Espíritu Santo, que hizo posible la encarnación del Verbo de Dios a partir
de las entrañas de María.
Así lo dice el Concilio Vaticano II:
«(A la Iglesia) se la compara, por una notable analogía, al misterio del Verbo
encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de
instrumento vivo de salvación, unido indisolublemente a Él, de modo semejante, la
articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el
acrecentamiento de su cuerpo» (Lumen gentium, n. 8).
Volvamos un poco atrás para retomar nuestra explicación. La Iglesia es «como un
sacramento» porque es signo e instrumento de la acción de Dios en Cristo. Para esto
debe tener, como Cristo, y también como los sacramentos, elementos visibles e
invisibles, humanos y divinos. Pero, atención, debe quedar claro que el fundamento
último de la sacramentalidad de la Iglesia no son los sacramentos, sino Cristo, por ser el
Hijo de Dios hecho carne.
De esta manera, todo lo visiblemente humano que hay en Cristo remite a la
profundidad invisible de su vida intratrinitaria por ser Hijo de Dios. De ahí que para san
Agustín, Cristo es el fundamento y la raíz viva de todos los sacramentos.
Esta es la perspectiva que asume el Catecismo de la Iglesia Católica cuando, al tratar
de «los Misterios de la vida de Cristo» afirma:
«Desde los pañales de su natividad (Lc 2, 7) hasta el vinagre de su Pasión (cf. Mt
27, 48) y el sudario de su Resurrección (cf. Jn 20, 7), todo en la vida de Jesús es signo
de su misterio. A través de sus gestos, sus milagros y sus palabras, se ha revelado que
«en él reside toda la plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col 2, 9). Su
humanidad aparece así como el «sacramento», es decir, el signo y el instrumento de
su divinidad y de la salvación que trae consigo: lo que había de visible en su vida
terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora (n.
515; los subrayados son nuestros).
Pues bien, el Concilio Vaticano II asume este planteamiento, para explicar cómo el
Misterio de Comunión, que es la Iglesia, actúa durante la etapa terrena: a imagen de
Cristo y de modo parecido a los sacramentos, como un signo e instrumento de la
salvación universal.
La Lumen gentium recogerá en otros dos lugares, además del número 1 que hemos
estudiado, esta misma afirmación: la Iglesia es, en Cristo, «el sacramento visible de esta
unidad salutífera» (n. 9); Cristo hizo a su Cuerpo (místico), que es la Iglesia,
«sacramento universal de salvación» (n. 48). Estas palabras las recoge la constitución
pastoral Gaudium et spes añadiendo que la Iglesia-sacramento «manifiesta y al mismo
tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre» (n. 45).
El Catecismo de la Iglesia Católica retoma esta explicación, y lo mismo su
Compendio, sintéticamente, cuando se pregunta: «¿Qué significa que la Iglesia es
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sacramento universal de salvación?» Y responde: «La Iglesia es sacramento universal de
salvación en cuanto es signo e instrumento de la reconciliación y la comunión de toda la
humanidad con Dios, así como de la unidad de todo el género humano» (n. 152). Más
detenidamente, el Catecismo explica que la palabra «sacramentum» procede del griego
«mysterion», y quiere expresar un signo visible de la realidad oculta de la salvación. «En
este sentido, Cristo es Él mismo el Misterio de la salvación» (n. 774).
La Iglesia es pues, en un sentido analógico y general, sacramento de Cristo y en
Cristo. Así se entiende que toda la acción de la Iglesia en la tierra, y no solo la
celebración de los sacramentos, es, en este sentido amplio, «sacramental». En el centro
de esa acción sacramental se sitúan los siete sacramentos, y en el centro de los
sacramentos está la Eucaristía ,«fuente y cumbre de la vida cristiana» (Lumen gentium,
n. 11).
¿Cuál es, entonces, la relación entre la Iglesia como «sacramento general» y los siete
sacramentos «particulares»? Siendo Cristo y su obra redentora el sacramento primordial
o radical, que se manifiesta y actúa en los sacramentos de la Iglesia (que los cristianos
orientales llaman también «los santos Misterios»), puede decirse que los sacramentos
son realizaciones parciales del misterio de comunión que es la Iglesia.
d) La «estructura fundamental de la Iglesia»
Hasta ahora hemos visto que la Iglesia es misterio de fe y es sacramento. Se trata de
dos aspectos de una misma realidad. Porque la Iglesia es misterio de fe, no puede ser
explicada solamente desde el punto de vista sociológico, pues es una realidad espiritual y
divina, que solamente puede percibirse en plenitud con los ojos de la fe. Ella es, durante
la historia, «sacramento»: en su realidad visible se hace presente y operante la comunión
salvadora con Dios.
Ahora bien, como también hemos considerado, para que pueda ser «sacramento», la
Iglesia peregrina ha de ser un «signo». Algo por tanto visible e identificable, dotado de
un modo de ser vivo, orgánico y estable, y esto implica una estructura. Esta estructura
no está en libros o leyes, sino encarnada en las personas concretas, que son las
«convocadas» en la Iglesia, por Cristo a través del Espíritu Santo (por la fe y los
sacramentos).
Por tanto este «signo» no es otra cosa que la misma vida de la Iglesia durante la
historia, con una articulación social precisa, que la hace ser una comunidad estructurada.
Pero no se trata simplemente de un conjunto de personas que se reunieron y
posteriormente se dieron a sí mismas una estructura. Hay ciertos elementos de esa
estructura (como el bautismo o el orden sagrado) que han sido instituidos por Cristo
(pertenecen a la «constitución« de la Iglesia). Y al conjunto de esos elementos se les
puede llamar «estructura fundamental». Otros (como las conferencias episcopales) son
fruto de organización humana, y pueden llamarse en plural, «estructuras», siendo
secundarias; esto no quiere decir que sean irrelevantes, sino que no son esenciales, como
lo prueba el hecho de que no han existido siempre en la Iglesia.
29
¿Cómo es la estructura fundamental de la Iglesia? Veremos enseguida cuáles son esos
elementos «esenciales» o permanentes, que han existido desde el principio porque son de
institución divina, y sobre los que se articula, completándose con otros elementos de
institución humana, la vida de los cristianos.
El Concilio Vaticano II dice que la Iglesia es «comunidad sacerdotal orgánicamente
estructurada» (Lumen gentium, 11). «Orgánicamente estructurada» quiere decir que hay
entre sus elementos una interrelación dinámica, como sucede en todo ser vivo. Pero ¿qué
quiere decir que es una comunidad sacerdotal y cómo afecta esto a su estructura?
Que la Iglesia es comunidad sacerdotal significa que participa del sacerdocio de
Cristo. Siendo sacerdote y mediador de la Nueva Alianza, Cristo da a participar a la
Iglesia, su Cuerpo místico, la capacidad de mediar entre Dios y los hombres. Esta
capacidad incluye la de alabar y dar gracias a Dios, interceder por los hombres y expiar
por sus pecados. El sacerdocio de Cristo se acompaña de su profetismo y de su realeza
(«triple oficio» de Cristo»), como estaba previsto para el Mesías en las promesas del
Antiguo Testamento. Así la Iglesia, toda ella «pueblo mesiánico» (cf. Lumen gentium, 9:
«constituido por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad»),
participa del triple oficio de Cristo. Y a partir de ella se da la participación de los
cristianos en los oficios de Cristo, cada uno según su condición.
¿Cómo «se estructura» esta participación del sacerdocio de Cristo? Según una
explicación teológicamente solvente (cf. P. Rodríguez, La estructura fundamental de la
Iglesia, 2009), la estructura fundamental de la Iglesia se apoya sobre los sacramentos
que confieren el «carácter sacramental». Este carácter consiste, según la teología
católica, en una configuración con el sacerdocio de Cristo. Del bautismo-confirmación
surgen los fieles de Cristo (christifideles) preparados para la misión cristiana. Del
sacramento del orden surgen los ministros sagrados, al servicio de todos los fieles. Estos
son los dos «elementos» primeros de la estructura de la Iglesia: la condición de fiel
cristiano, sustrato común a todos los bautizados, y la de ministro sagrado (obispo,
presbítero, diácono).
Ambas condiciones participan del sacerdocio de Cristo, y lo hacen de manera diversa
y complementaria. A la condición de fiel cristiano le corresponde el sacerdocio común
de los fieles o de los bautizados. A la condición de ministro sagrado le corresponde una
participación en el sacerdocio ministerial, que capacita para representar a Cristo-Cabeza
en la comunidad cristiana (en el caso de los diáconos, se trata de una colaboración con el
sacerdocio ministerial).
El sacerdocio común (que no debe entenderse como un sacerdocio metafórico,
incompleto o puramente interior) tiene una prioridad sustancial desde el punto de vista
de la unión con Dios, porque lo más importante es la condición de ser cristiano. Es el
fundamento de la antropología cristiana, en cuanto que nos configura espiritualmente
con Cristo y nos sitúa en el camino para responder a la llamada universal a la santidad,
plenitud de la vida cristiana. Para esto es imprescindible la función del sacerdocio
ministerial, al que le corresponde por tanto la prioridad funcional.
Para completar la estructura fundamental de la Iglesia, a los dos primeros elementos
30
(la condición de fiel cristiano y la de ministro sagrado) hay que añadir un tercer
elemento esencial, que son los carismas.
El carisma puede entenderse como don o acción de Dios, y desde este punto de vista
no pertenece a la estructura de la Iglesia, y como realidad «recibida» en la Iglesia, y en
ese sentido puede incidir sobre la dimensión sacramental de la estructura de la Iglesia y
contribuir a configurarla (cf. P. Rodríguez, ibid., 2009).
El Concilio entiende por carismas «gracias especiales» (distintas de la gracia habitual,
de las virtudes y de los sacramentos) que el Espíritu Santo concede a los cristianos para
el bien de la Iglesia y del mundo (cf. Lumen gentium, 12). Nótese bien que lo que
pertenece a la estructura fundamental no son determinados carismas, sino el hecho de
que el Espíritu Santo otorgue carismas de una forma no vinculada a la administración de
los sacramentos. (Esto desemboca en dos dimensiones de la estructura de la Iglesia: una
dimensión sacramental, que ya hemos estudiado, y una dimensión carismática).
Entre los carismas, la Iglesia ha discernido dos grandes corrientes que se han dado
desde el principio, y que afectan a las condiciones de los cristianos: la vida religiosa y el
laicado.
La vida religiosa (hoy incluida en la vida consagrada, constituida también por muchos
fieles que no son religiosos) se organiza a partir de los primeros siglos como un estado
que busca la perfección cristiana viviendo determinados «consejos evangélicos»,
profesados con votos públicos (pobreza, castidad y obediencia), con una vida
generalmente en comunidad y ejerciendo otros carismas diversos de oración, enseñanza,
caridad, etc.
La condición de los fieles laicos es la mayoritaria en la Iglesia. Corresponde a aquellos
cristianos cuya vocación propia consiste en ordenar las realidades temporales (la familia,
el trabajo, la acción social y cultural, etc.) al Reino de Dios (cf. Lumen gentium, 31).
Más adelante tendremos ocasión de profundizar en la vocación y misión propia de los
laicos. Señalemos desde ahora dos consecuencias importantes de cuanto acabamos de
exponer:
— No debe identificarse la condición de fiel cristiano con la de fiel laico. Como
hemos visto, la condición de fiel cristiano es la común de todos los bautizados (común,
por tanto, a la vida laical, al ministerio ordenado y a la vida consagrada); mientras que la
condición laical es una condición propia, que comporta una vocación y misión propia.
— Los elementos de la estructura fundamental de la Iglesia (condición de fiel
cristiano, condición de ministros sagrados y carismas) dan lugar a las tres vocaciones
básicas o paradigmáticas en la Iglesia, en cuanto que todas las demás se derivan de ellas
o son combinación de algunas de ellas entre sí (cf. Exhortación postsinodal, Vita
consecrata, 25-III-1996, n. 31). Cada una de esas «vocaciones» tiene su propia misión,
que es necesariamente complementaria a la misión de las demás. Por tanto no puede ni
vivirse ni entenderse al margen de las otras. Ninguna de ellas podría arrogarse la
principalidad en la representación de Cristo, que es el prototipo y a la vez el horizonte de
todas las vocaciones cristianas.
31
* * *
Hemos estudiado la Iglesia como «misterio de comunión» con Dios y de los hombres
entre sí. También hemos visto que esa realidad profunda se expresa por medio de tres
tareas esenciales: Palabra, sacramentos, caridad. Esto es posible por la sacramentalidad
de la Iglesia: ella es un gran signo e instrumento de la salvación para el mundo.
Pues bien, del estudio de la sacramentalidad de la Iglesia y su estructura se derivan dos
importantes conclusiones: primera, que la Iglesia tiene, durante la historia, una
estructura visible; segunda, que Iglesia que peregrina actúa, gracias a esa estructura
visible, «sacramentalmente», es decir: como signo e instrumento de la acción salvadora
de Dios Padre, por Cristo en el Espíritu Santo (y que cuenta con la colaboración
humana).
Todo ello es clave para situar a los fieles laicos en el misterio de la Iglesia y su
estructura. Y como la estructura está para la misión, hemos de continuar nuestro estudio
con una mirada general a la misión de la Iglesia.
32
2. MISIÓN DE LA IGLESIA Y NUEVA EVANGELIZACIÓN
La misión (que quiere decir envío) de la Iglesia no puede entenderse sino en
continuidad con la misión de Cristo mismo, único salvador: «Nadie va al Padre sino por
mí» (Jn 14, 6). La misión de la Iglesia tiene como fundamento siempre vivo el envío al
mundo del Hijo de Dios y del Espíritu Santo; es decir, lo que se llaman las dos
«misiones» trinitarias, o, mejor aún, la doble misión o la «misión conjunta» de Cristo y
el Espíritu, como se expresa el Catecismo de la Iglesia Católica. Con esa misión conjunta
comenzaremos nuestro estudio en este segundo capítulo.
Desde ahí se puede comprender, en un segundo paso, cómo la Iglesia es mediadora
universal de la salvación. Esa tarea de mediación se puede llamar también
«evangelización», y tiene, como veremos, diversas tareas. Una de ellas nos interesa aquí
de modo especial: la nueva evangelización, que implica una novedad de ardor, métodos
y expresión. Tal es el plan de este capítulo.
a) Jesucristo, único salvador; el Espíritu Santo, «protagonista» de la misión
La encíclica Redemptoris missio (1990), de Juan Pablo II, afirma:
«Los hombres, pues, no pueden entrar en comunión con Dios, si no es por medio de
Cristo y bajo la acción del Espíritu. Esta mediación suya única y universal, lejos de ser
obstáculo en el camino hacia Dios, es la vía establecida por Dios mismo, y de ello
Cristo tiene plena conciencia. Aun cuando no se excluyan mediaciones parciales, de
cualquier tipo y orden, estas sin embargo cobran significado y valor únicamente por la
mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas y complementarias»
(n. 5).
Jesús es el enviado del Padre, que, con la efusión del Espíritu Santo, envía a su vez a
los Apóstoles y a la Iglesia para la difusión del Evangelio y de la vida cristiana. De esta
manera, Cristo y el Espíritu Santo (que san Ireneo comparaba a las dos «manos» del
Padre) siguen actuando en el mundo a través de la misión evangelizadora de la Iglesia.
Desde toda la eternidad la Palabra de Dios está con el Espíritu Santo, y así se
manifiestan en la creación y en la historia de la salvación, aunque esto no se revele hasta
el Nuevo Testamento. Jesús no solo promete y da el Espíritu, sino ante todo posee el
33
Espíritu desde su encarnación. El Espíritu Santo se manifiesta ante su misión en el
bautismo, le impulsa al desierto, le fortalece para vencer al demonio, hacer milagros y
predicar el Reino, le acompaña en su oración hasta su muerte en la cruz, y le da la fuerza
del amor para que Jesús resucite junto con su propio poder divino.
La fuerza operante del Espíritu persiste junto con la acción de Cristo y para la
edificación del Cuerpo de Cristo en la historia: esto es la Iglesia. Esa es la fuerza de su
misión. La Iglesia es la continuación, o mejor, la participación de la unción de Jesús por
el Padre con el Espíritu Santo, en y para la humanidad. Esto quiere decir que el núcleo y
la sustancia misma de la santidad es la caridad, el amor, la obra propia del Espíritu, obra
que es, en la Iglesia, fruto de la Palabra y del Sacramento.
A partir de Pentecostés, como se comprueba en el libro de los Hechos de los
Apóstoles, el Espíritu Santo guía la misión. «Es el Espíritu quien impulsa a ir cada vez
mas lejos, no solo en sentido geográfico, sino también más allá de las barreras étnicas y
religiosas, para una misión verdaderamente universal» (Redemptoris missio, n. 25).
El Espíritu Santo actuaba y actúa en todo tiempo y lugar: tanto desde el corazón de los
hombres, poniendo las «semillas de la Palabra» como en toda actividad humana
encaminada a la verdad, al bien y a Dios (cf. ibíd., 28). Y no solo de modo individual,
sino también desde el corazón de las culturas, de los pueblos y de las religiones. No
puede ser considerado, por tanto, como algo alternativo a Cristo, ni viene a llenar una
especie de supuesto vacío entre Cristo (Verbo encarnado) y el Logos. Tampoco se le
puede entender como algo separado de la Iglesia; pues el Espíritu Santo es en la Iglesia
el principio de unidad y de vida, y la multiforme acción del Espíritu en el mundo tiene
como objeto la incorporación de todas las personas al misterio de Cristo. Por eso se le
considera «el protagonista» (inmediato) de la misión» (cf. ibíd, 29).
Ya desde el comienzo de la Iglesia, aunque se contaba con misioneros específicamente
dedicados a extender el Evangelio, todos los cristianos eran en un sentido más amplio
«misioneros» (participaban de la misión de la Iglesia), pues la misión era «un fruto
normal de la vida cristiana, un compromiso para todo creyente mediante el testimonio
personal y el anuncio explícito, cuando era posible» (ibíd. 26).
En suma, contando con los cristianos, Cristo y el Espíritu Santo son enviados a los
hombres. Conviene recordar que la evangelización, cuando se lleva a cabo respetando las
conciencias, no va contra la libertad; al contrario la respeta y le abre nuevos horizontes.
La fe exige la libre adhesión del hombre, pero debe ser propuesta, pues las personas
tienen derecho a conocer el mensaje de Cristo y la vida nueva que comienza con la
adhesión a Él. Por otra parte, el Concilio señaló: «Todos los hombres, conforme a su
dignidad, por ser personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre y, por tanto,
enaltecidos con una responsabilidad personal, tienen la obligación moral de buscar la
verdad, sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a adherirse
a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad» (Decl.
Dignitatis humanae, 2).
La «misión conjunta» del Hijo y del Espíritu Santo se manifiesta en la vida cristiana
por la unión entre la verdad y la caridad. San Pablo escribió que los cristianos deben
34
vivir «la verdad en la caridad» (Ef 4, 15). Y Benedicto XVI ha explicado que no hay una
sin la otra (cf. encíclica Caritas in veritate, nn. 1-5).
b) La Iglesia, mediadora universal de la salvación
La Iglesia debe llevar adelante la misión, porque es, en la tierra, como hemos tenido
ocasión de considerar, «sacramento universal de salvación». Es importante advertir que
la misión de la Iglesia forma parte y es expresión de la voluntad salvífica universal de
Dios. La Iglesia no tiene otra palabra que la Palabra, Cristo mismo, que se hace
sacramentalmente presente, gracias al Espíritu Santo, con toda su trascendencia salvífica
para la humanidad entera.
De este modo se expresa el Catecismo de la Iglesia Católica: «Así, la misión de la
Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su sacramento: con
todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar testimonio, para
actualizar y extender el Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad» (CEC 738).
La primera beneficiaria de la salvación es la Iglesia misma. Ella es enviada como
mediadora universal de la salvación (que se da en relación con el misterio de la
comunión que es la Iglesia), precisamente por la unicidad de la salvación en Cristo.
«Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, y a ella
pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles católicos, sea los demás
creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en general llamados a la salvación
por la gracia de Dios» (Lumen gentium, 13).
Por tanto hay que mantener unidos dos aspectos verdaderos: Dios quiere que todos los
hombres se salven y por ello ha instituido la Iglesia con su misión; al mismo tiempo,
cabe la salvación con ciertas condiciones para aquellos que, sin culpa suya, no han
llegado a conocer a Cristo y adherirse a la Iglesia (pero esta salvación no se da, «al
margen» de la Iglesia, sino en virtud de una gracia que los vincula misteriosamente con
la muerte y la resurrección de Cristo, y, por tanto con la Iglesia). «En consecuencia,
debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de
solo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» (GS 22).
La difusión del Evangelio tiene, además, consecuencias para el desarrollo de la
humanidad. No cabe, por eso, separar la misión de la Iglesia (representada en cierto
sentido por los misioneros instituidos como tales) del papel vivificador de los cristianos
(la mayoría, fieles laicos), en relación con la sociedad civil y las realidades temporales.
Por tanto, no cabe separar, en los documentos del Concilio Vaticano II, el decreto Ad
gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, de la constitución pastoral Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual.
c) La evangelización al servicio del Reino de Dios y sus diversas tareas
Decimos que la misión de la Iglesia tiene una «naturaleza evangelizadora». Esto
significa que su misión consiste en extender el mensaje del Evangelio con todo lo que
35
comporta: anuncio de la fe, celebración de los sacramentos, servicio de la vida cristiana
y transformación del mundo, en la dirección de una civilización del amor. Esto es
equivalente a la «evangelización» en el sentido amplio que se ha ido extendiendo desde
los años setenta del siglo XX. En un sentido más estricto, también legítimo, se entiende
por evangelización solamente el anuncio del Evangelio (por medio de la predicación de
los pastores o de los misioneros y de la vida cristiana acompañada por la explicación de
las razones de la fe). Aquí utilizaremos prevalentemente el sentido amplio de
evangelización, referido, como queda dicho, a todo lo que la Iglesia hace en
cumplimiento de su misión o envío por Cristo.
Así lo dice la exhortación de Pablo VI sobre la Evangelización en el mundo
contemporáneo:
«Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su
identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar,
ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el
sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa.
(…) Para la Iglesia no se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas
geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de
alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores
determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes
inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la
palabra de Dios y con el designio de salvación.» (Evangelii nuntiandi, 1975, nn. 14 y
19).
El Evangelio del amor de Dios por nosotros es un don para todos los hombres,
particularmente para los más pobres y necesitados, tanto en el ámbito material como
espiritual. La novedad del Evangelio transforma al hombre, y de ello da prueba la
historia, con tantos testimonios personales de los cristianos y con tantas obras que la
Iglesia ha ido promoviendo al servicio de todos. ¿Por qué ahora parece que esas
experiencias «comunican menos» la fe?
El Instrumento de trabajo para el sínodo de la nueva evangelización invita a
«interrogarse para descubrir las razones profundas de los límites de diversas
instituciones eclesiales» a la hora de «mostrar la credibilidad de las propias acciones y
del propio testimonio», de «tomar la palabra y hacerse escuchar en calidad de portadores
del Evangelio de Dios» (n. 32). Poco después se pide que se verifique si la infecundidad
de la evangelización hoy, de la catequesis en los tiempos modernos, no será «un
problema sobre todo eclesiológico y espiritual». Se pide una reflexión sobre «la
capacidad de la Iglesia de configurarse como real comunidad, como verdadera
fraternidad, como cuerpo y no como una empresa» (n. 39).
La Iglesia ha de trabajar para anunciar e instaurar el Reino de Dios predicado por
Cristo. Este reino alcanza a la persona humana tanto en su dimensión física como
espiritual. «Construir el Reino significa trabajar por la liberación del mal en todas sus
formas» (enc. Redemptoris missio, n. 15). Pero el Reino de Dios no se puede interpretar
36
en una perspectiva antropocéntrica (reducido a las necesidades humanas, y, por tanto a
una liberación socioeconómica, política y cultural), que deje al margen a Cristo o a la
Iglesia. El Reino no puede ser separado de Cristo ni de la Iglesia (ibid., n. 18); pues el
Reino de Dios es Cristo en Persona (Orígenes) y la Iglesia, germen e instrumento de ese
Reino en la tierra (cf. LG 5).
La evangelización es pues, inseparable de la promoción humana. Cuando se emplea el
sentido amplio, la evangelización abarca, como acabamos de decir, todo lo que la Iglesia
y los cristianos de modos muy diversos hacen, de modos muy diversos, por cada hombre
y la humanidad.
La misión de la Iglesia, o, en términos más directos, el apostolado cristiano, tiene que
ver hoy con la necesaria renovación de la fe y de la vida cristiana. «En efecto, la misión
renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas
motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!» (enc. Redemptoris missio, 2).
La evangelización es el primer servicio que los cristianos pueden prestar a cada
persona y a la humanidad. El Evangelio no resta nada a la libertad humana, al debido
respeto de las culturas, a cuanto hay de bueno en cada religión. Por otra parte nuestro
tiempo ofrece nuevas ocasiones para la evangelización, entre otros:
«…La caída de ideologías y sistemas políticos opresores; la apertura de fronteras y
la configuración de un mundo más unido, merced al incremento de los medios de
comunicación; el afianzarse en los pueblos los valores evangélicos que Jesús encarnó
en su vida (paz, justicia, fraternidad, dedicación a los más necesitados); un tipo de
desarrollo económico y técnico falto de alma que, no obstante, apremia a buscar la
verdad sobre Dios, sobre el hombre y sobre el sentido de la vida» (enc. Redemptoris
missio, 3).
Hay una única misión con diversas tareas (cf. AA 2). Ante todo cabe preguntarse por
el fin o los fines de la misión de la Iglesia. La finalidad de la misión de la Iglesia se
puede describir con un doble aspecto: la gloria de Dios y la salvación de los hombres. Es
un doble aspecto de un mismo fin, pues que Dios sea conocido y amado es condición
para la salvación, o, por decirlo en términos más directos, para la felicidad verdadera o la
vida plena de los hombres.
En su misión, la Iglesia participa del «triple oficio» (profético, cultual o litúrgico y
real de Cristo). «La misión atañe a todos los cristianos» (enc. Redemptoris missio, 1990,
n. 2). Y cada uno de ellos participa asimismo de ese triple oficio, según su condición
(fieles laicos, ministros sagrados, fieles consagrados).
Todos los fieles cristianos pueden además colaborar con los pastores en determinadas
actividades intraeclesiales (catequesis, celebraciones litúrgicas, consejos parroquiales,
obras de caridad y misericordia, etc.).
La misión de la Iglesia se lleva a cabo según su «estructura fundamental» y sus
estructuras históricas, tanto a nivel universal como local. Se realiza en un contexto
histórico, en relación con el mundo surgido de la creación (la sociedad civil, los valores
temporales).
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En la única misión de la Iglesia pueden distinguirse las siguientes tareas que están
íntimamente relacionadas:
— La tarea misionera («ad extra» o «ad gentes», dirigida a los creyentes de otras
religiones y a los no creyentes).
— La evangelización permanente o autoevangelización de la Iglesia hacia su interior
(a veces denominada «tarea pastoral»).
— La tarea ecuménica, que promueve la unidad visible entre los cristianos. Hoy todos
los cristianos estamos además implicados en la «nueva evangelización», tarea que afecta
transversalmente a todas las demás. ¿Qué es precisamente y qué supone la nueva
evangelización?
d) Finalidad y desafíos de la nueva evangelización
En muchos lugares tradicionalmente cristianos ya no puede presuponerse la
transmisión pacífica de la fe a través de la familia y del ambiente social, sino que se
requiere una evangelización personalizada. Sin embargo, los elementos positivos del
momento actual (como los modernos movimientos de espiritualidad, la piedad popular,
el voluntariado de inspiración cristiana, etc.) hacen que no pueda hablarse sin más de una
época «postcristiana»: las raíces cristianas de una gran parte de la cultura —la que se ha
originado en Europa— son operativas aunque estén debilitadas. El testimonio de los
cristianos unidos es un ideal que puede ayudar a fortalecer esas raíces.
El 21 de septiembre de 2010, Benedicto XVI firmó una Carta apostólica en forma de
motu proprio (Ubicumque et semper), con la que se instituye el «Consejo Pontificio para
la Promoción de la Nueva Evangelización». El documento comienza con esta
declaración: «La Iglesia tiene el deber de anunciar siempre y en todas partes el
Evangelio de Jesucristo». Esta misión evangelizadora, continuación de la obra querida
por el Señor Jesús, «es para la Iglesia necesaria e insustituible, expresión de su misma
naturaleza». Ahora bien —continúa el texto— «esta misión ha asumido en la historia
formas y modalidades siempre nuevas según los tiempos, las situaciones y los momentos
históricos».
Esta argumentación —una misma misión que va asumiendo diversas modalidades
según los tiempos— puede verse en paralelo con la importante distinción que estableció
Juan XXIII en la apertura del Concilio Vaticano II (1 de octubre de 1962), entre el
«depósito de la fe» (lo que suele llamarse la doctrina cristiana) —sustancialmente
invariable— y la «manera de formular su expresión» según los tiempos y lugares.
Nuestra época es testigo de «gigantescos progresos» e «innegables beneficios», junto
con el «alejamiento de la fe» e incluso una «preocupante pérdida del sentido de lo
sagrado», lo que lejos de conducir a una liberación, hace surgir el «desierto interior»
donde el hombre «se ve privado de lo que constituye el fundamento de todas las cosas».
En consecuencia, se propone la tarea que ya Juan Pablo II había denominado «nueva
evangelización», dirigida especialmente a los bautizados que no viven su fe o no la
conocen, y también a otros que desean profundizar en ella. Es esta una tarea con especial
38
referencia al «Primer mundo», el mundo del bienestar y el consumismo, enfermo de
indiferentismo y secularismo, cuando no afectado gravemente por el ateísmo. Se trata de
territorios en muchos casos tradicionalmente cristianos, que hoy requieren «un renovado
empuje misionero, expresión de una generosa apertura al don de la gracia».
Junto a todo ello, se hacen algunas puntualizaciones. En primer lugar, se advierte que
no se trata solo de un problema social o cultural, de estructuras y estrategias
organizativas y exteriores. Es una cuestión más central, que afecta al corazón de cada
uno, a su relación con Dios. Y es que la misión se fundamenta siempre, de modo vivo,
en la propia identidad de la Iglesia y de los cristianos. De ahí que para ellos, la nueva
evangelización, «si bien se refiere directamente a su forma de relacionarse hacia el
exterior, presupone sin embargo ante todo una constante renovación interior».
Se requiere, ciertamente, recomponer el entramado cristiano de las comunidades
cristianas; pero «no podemos olvidar que la primera tarea será la de hacerse dóciles a la
obra gratuita del Espíritu del Resucitado, que acompaña a cuantos son portadores del
Evangelio, y que abre el corazón de quienes escuchan. Para proclamar de forma fecunda
la Palabra del Evangelio, es necesario ante todo que se haga una profunda experiencia de
Dios».
Por eso, en segundo término, tampoco estamos ante lo que, con ojos demasiado
humanos, podría interpretarse como un intento de una nueva expansión o restauración de
una influencia cultural perdida. «En la raíz de toda evangelización no hay un proyecto
humano de expansión, sino el deseo de compartir el don inestimable que Dios ha
querido hacernos, haciéndonos partícipes de su misma vida».
e) Novedad de «ardor, métodos y expresión»
En Haití (1983) Juan Pablo II expresó los desafíos de la nueva evangelización,
diciendo que debía ser «nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión». Dos años
después decía a los Obispos europeos:
«Hacen falta heraldos del Evangelio expertos en humanidad, que conozcan a fondo
el corazón del hombre, que tomen parte en sus alegrías y esperanzas, en sus angustias
y tristezas, y sean al mismo tiempo contemplativos enamorados de Dios. Por eso
hacen falta nuevos santos. Los grandes evangelizadores de Europa fueron santos.
Debemos pedir al Señor que aumente el espíritu de santidad de la Iglesia y nos envíe
nuevos santos para evangelizar el mundo de hoy» (11-X-1985).
¿Pero qué implica en concreto la «novedad de “ardor, métodos y expresión”»?
Podría decirse que el nuevo ardor indica la necesidad de la calidad humana y
espiritual de esos «heraldos del Evangelio» y «contemplativos enamorados de Dios»,
que también pueden serlo los fieles laicos, porque a eso están llamados todos los
cristianos.
Ese ardor apostólico no es fanatismo sino coherencia. No se trata de imponer la verdad
de la fe, sino de proponer la salvación con respeto a la libertad. Al derecho que todas las
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personas poseen a escuchar el mensaje del Evangelio, corresponde el deber de todos los
cristianos en su propagación; no por una seca «obligación», sino por lealtad y amor a
Dios y a los demás.
Los nuevos métodos tienen que ver con la puesta en marcha de la misión de la Iglesia
en el mundo, tal como la ha comprendido el Vaticano II. Así cabe ir concretando algunas
características de esta metodología, efectivamente nueva bajo ciertos puntos de vista:
— El Evangelio debe encarnarse en las personas, una a una, de modo que la gracia del
Espíritu Santo pueda impregnar las actividades y realizaciones humanas. De manera
inmediata esto se realiza en las Iglesias locales.
— Cada uno de los cristianos participa en la evangelización (lo hemos visto ya) según
su propia condición. Los laicos tienen su papel especial sobre todo en y desde sus
actividades familiares, profesionales y sociales.
— La evangelización ha de ser afrontada desde la corresponsabilidad y participación.
A ellas se oponen tanto el individualismo (sea de las personas, o sea de los grupos
eclesiales) como el afán por uniformar la diversidad de vocaciones, carismas,
ministerios y tareas que se dan en la Iglesia, que implica la existencia de muchos modos
de llevar a cabo la misión.
La nueva expresión, finalmente, remite a lo que puede llamarse la «pedagogía de la
evangelización», que supone fidelidad al contenido de lo que se quiere transmitir y, al
mismo tiempo, adecuación del lenguaje («sintonía») con que se comunica. Es necesario
atender a esas dos referencias de todo anuncio, más en el caso del mensaje evangélico.
En efecto, el Evangelio solo puede considerarse recibido cuando suscita una respuesta
que compromete a la totalidad de la persona desde el núcleo mismo de su ser, aceptando
a Cristo como luz que da sentido a su vida y fuerza a su existir, de modo que esa luz se
irradie a los demás y su fuerza vivifique la cultura en que se encuentran.
Mas ampliamente, la nueva evangelización pide hoy subrayar algunos aspectos de la
misión de la Iglesia como son: el principio de la reforma en la continuidad (sobre todo en
relación con la interpretación del Concilio Vaticano II); la denominada «purificación de
la memoria histórica» que tanto impulsó Juan Pablo II (purificación que implica pedir
perdón y rectificar los errores del pasado); lo que podría llamarse el «tiempo
pedagógico» o pastoral (necesario para las personas y las comunidades); el énfasis en la
santidad personal y al mismo tiempo la sensibilidad social y el saberse y sentirse Iglesia
(que contrarreste la fuerte tendencia individualista presente en los últimos siglos); el
diálogo fe-razón o religión-ética (que admita el enriquecimiento y la crítica positiva
entre ambos); la legitimidad de la presencia pública de la religión; la corresponsabilidad
y complementariedad entre los diversos sujetos y tareas de la evangelización; la relación
entre sabiduría y nuevos medios de comunicación.
En ocasiones se oye decir que no bastan la oración, la santidad personal, o las virtudes,
para una nueva evangelización, pues se requiere transformar las estructuras sociales. Este
modo de expresarse no es del todo correcto, porque la oración, la santidad y la virtud,
cuando son auténticos, llevan de por sí a la transformación personal y social. Nunca se
insistirá mucho en la raíz personal de la evangelización. Ciertamente, una pedagogía de
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Laicos en la nueva evangelización - Ramiro Pellitero

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  • 2. RAMIRO PELLITERO LAICOS EN LA NUEVA EVANGELIZACIÓN Autenticidad y compromiso EDICIONES RIALP, S.A. MADRID 2
  • 3. © 2013 by RAMIRO PELLITERO © 2013 by EDICIONES RIALP, S. A. Alcalá, 290 - 28027 Madrid (www.rialp.com) Fotografía de cubierta: © Giuseppe Porzani - Fotolia.com Realización ePub: produccioneditorial.com ISBN: 978-84-321-4308-3 No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ningune forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permisc previo y por escrito de los titulares del copyrigh. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. 3
  • 4. ÍNDICE PORTADA PORTADA INTERIOR CRÉDITOS PRÓLOGO PRIMERA PARTE. LA IGLESIA Y SU MISIÓN SALVADORA INTRODUCCIÓN El marco necesario de la Iglesia y de su misión respecto a las realidades temporales 1. LA IGLESIA, MISTERIO DE COMUNIÓN Y SACRAMENTO UNIVERSAL DE SALVACIÓN a) Comunión con Dios y comunión de los hombres entre sí b) Las «tareas esenciales» de la Iglesia: Palabra, sacramentos, caridad c) La Iglesia como «sacramento en Cristo» y los siete sacramentos d) La «estructura fundamental de la Iglesia» 2. MISIÓN DE LA IGLESIA Y NUEVA EVANGELIZACIÓN a) Jesucristo, único salvador; el Espíritu Santo, «protagonista» de la misión b) La Iglesia, mediadora universal de la salvación c) La evangelización al servicio del Reino de Dios y sus diversas tareas d) Finalidad y desafíos de la nueva evangelización e) Novedad de «ardor, métodos y expresión» 3. CORRESPONSABILIDAD EN LA MISIÓN a) Vocación y misión b) Todos llamados, todos responsables c) Colaboración de los fieles cristianos en la misión (hombres y mujeres) 4
  • 5. d) Colaboración de los pastores en la misión e) Participación de los fieles en las tareas de los pastores 4. LA IGLESIA Y EL MUNDO a) Los sentidos del término «mundo» b) La «autonomía de las realidades temporales» c) La secularización como proceso histórico y sus interpretaciones d) El secularismo como ideología heredera del ateísmo práctico e) La secularidad como afirmación cristiana del valor de las realidades temporales f) Laicismo y laicidad SEGUNDA PARTE. IDENTIDAD Y FORMACIÓN DE LOS FIELES LAICOS INTRODUCCIÓN Los cristianos en el mundo, «como el alma en el cuerpo». La unidad de vida y su dimensión eclesial 5. LA SITUACIÓN ANTERIOR Y LA PERSPECTIVA DEL CONCILIO VATICANO II a) La minusvaloración de la condición laical durante siglos b) Factores que influyeron en la revalorización de la vocación y misión laicales c) Los laicos en la perspectiva de Lumen gentium, 31 d) Un precursor de la espiritualidad laical: san Josemaría Escrivá e) La «teología de los ministerios» y la «teología del cristiano»: dos planteamientos después del Concilio 6. DE «CHRISTIFIDELES LAICI» (1988) AL MAGISTERIO DE BENEDICTO XVI a) El sínodo sobre los laicos y la Exhortación postsinodal Christifideles laici b) Los modos de vivir la secularidad cristiana c) Hombres y mujeres en la misión de la Iglesia d) Luces en el magisterio de Benedicto XVI 7. EL «SACERDOCIO DE LA PROPIA EXISTENCIA» Y LAS DIMENSIONES DE LA FORMACIÓN a) El «alma sacerdotal» del cristiano como base del culto espiritual b) Participación de los laicos en el triple oficio mesiánico de Cristo c) Dimensiones de la formación: bíblica y teológica, sacramental, espiritual y moral 8. FORMACIÓN PARA EL TESTIMONIO, EL APOSTOLADO Y EL SERVICIO 5
  • 6. a) El testimonio, primera forma de evangelización b) Responsabilidad misionera o apostólica de todos los cristianos, que incluye la promoción humana c) Apostolado personal y apostolado asociado d) Unidad y diversidad del apostolado a nivel universal y local: servicio a la Iglesia «casa y escuela de comunión» e) La dirección espiritual en la formación de los laicos: aspectos teológicos, antropológicos y psicológicos TERCERA PARTE. TRABAJO, FAMILIA Y RESPONSABILIDAD EN LA VIDA PÚBLICA INTRODUCCIÓN Nueva evangelización y transformación de la sociedad 9. LA CARIDAD, IMPULSO Y FRUTO DE LA MISIÓN LAICAL a) La caridad, raíz de la transformación del mundo b) El amor preferencial por los pobres y necesitados 10. EL TRABAJO ORDINARIO, MEDIO DE SANTIFICACIÓN Y PARTICIPACIÓN EN LA MISIÓN a) El trabajo a la luz de la creación y de la redención b) Trabajo santificado, misión de la Iglesia y nueva evangelización c) Aspectos éticos y sociales del trabajo 11. EL PAPEL DE LA FAMILIA EN LA NUEVA EVANGELIZACIÓN a) La Iglesia, familia de Dios b) El mensaje cristiano sobre el matrimonio y la familia c) La familia, «Iglesia doméstica», partícipe de la nueva evangelización d) Anuncio de la fe y «evangelio de la vida» 12. LA ACCIÓN DE LOS CRISTIANOS LAICOS EN EL ÁMBITO CULTURAL Y POLÍTICO a) Nueva evangelización, cultura y universidad b) Acción de los cristianos en la vida política, económica y ciudadana c) Los nuevos «areópagos» de la comunicación d) Nueva evangelización, arte y ecología EPÍLOGO 6
  • 8. PRÓLOGO En 2012 se cumplieron cincuenta años del Concilio Vaticano II y veinte años del Catecismo de la Iglesia Católica. Coincidiendo con estas celebraciones, Benedicto XVI convocó un «Año de la Fe» (cf. Carta apostólica Porta fidei, de 11-X-2011). Asimismo presidió un sínodo sobre «la nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana». En el Instrumento de trabajo del sínodo se describen los actuales «escenarios de la nueva evangelización»: el escenario cultural, el fenómeno migratorio y la globalización, la crisis económica, el contexto sociopolítico, científico y tecnológico, y las nuevas fronteras de la comunicación (nn. 51 ss). Además de estos acontecimientos cabe señalar también el vigésimoquinto aniversario del sínodo sobre los fieles laicos, que ofreció como fruto la exhortación Christifideles laici (30-XII-1988), carta magna sobre la vocación y misión de los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo. Muchos cristianos de nuestro tiempo, por gracia de Dios, hemos podido contemplar el testimonio de Juan Pablo II. Un verdadero don divino que dejó «una Iglesia más valiente, más libre, más joven» y que « ha entrado en el nuevo milenio, llevando en las manos el Evangelio, aplicado al mundo actual a través de la autorizada relectura del concilio Vaticano II» (Benedicto XVI, Primer mensaje, 20-IV-2005). En esa clave puede entenderse también el pontificado de Benedicto XVI. La evangelización pertenece asimismo al núcleo de cuanto se propone el Papa Francisco: «Tengamos la firme convicción de que, con su aliento poderoso, el Espíritu Santo da a la Iglesia el valor de perseverar y también de buscar nuevos métodos de evangelización, para llevar el Evangelio hasta los extremos confines de la tierra (cf. Hch 1, 18)» (Discurso a los Cardenales, 15-III-2013). La transmisión de la fe debe llevarse a cabo, hoy como siempre, teniendo en cuenta el contexto de nuestro mundo y de los cristianos. Concretamente, según el Instrumento de trabajo, hoy «existe el riesgo de que la fe, que introduce a la vida de comunión con Dios y permite el ingreso en su Iglesia, no sea comprendida en su sentido profundo, es decir, que no sea asumida por los cristianos como el instrumento que transforma la vida con el gran don de la filiación divina en la comunión eclesial» (n. 94). Como obstáculos a la transmisión de la fe se consideran algunos factores internos a la 8
  • 9. Iglesia y a la vida cristiana («una fe vivida en modo privado y pasivo; la inadvertencia de la necesidad de una educación de la propia fe; una separación entre la fe y la vida»); y otros que vienen de la cultura ambiente («el consumismo y el hedonismo; el nihilismo cultural; la cerrazón a la transcendencia», etc.). (cf. Ibid). Se requiere por tanto una reflexión encaminada al «discernimiento» de cómo se ha de transmitir la fe, partiendo de que se transmite la fe que se vive. En cuanto a este discernimiento, afirma el Concilio Vaticano II: «Es propio de todo el Pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada» (Gaudium et spes, n. 44). Respecto al papel de los laicos, minusvalorado durante muchos siglos, el siglo XX ha sido testigo de una revalorización que puede representarse en algunas expresiones. Desde aquella de Romano Guardini, «la Iglesia despierta en las almas» (1922), pasando por el «redescubrimiento» de Pío XII: los laicos no solo pertenecen a la Iglesia, sino también «son la Iglesia» (1946), hasta llegar a la visión más amplia del Concilio Vaticano en el capítulo cuarto de su constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, el mismo documento en que se declara solemnemente la llamada universal a la santidad. Hoy somos más conscientes de que los fieles laicos (la mayoría de los cristianos) tienen un papel de vanguardia en esta nueva evangelización para la transmisión de la fe. Y la fe puede comprenderse como la luz y el impulso que necesitan las personas para una vida en plenitud. El Instrumento de trabajo del sínodo explica en este sentido, con palabras de Benedicto XVI, la finalidad de la nueva evangelización y también la finalidad del sínodo: «La Iglesia en su conjunto, así como sus pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud» (Homilía en el comienzo del ministerio petrino, 24-IV-2005). Joseph Ratzinger, ya desde los años setenta, no suele hablar sin más de la «felicidad», quizá porque esta palabra se confunde espontáneamente con el mero bienestar individualista, ideal que hoy permanece con frecuencia bajo la apelación al «futuro». Lo que todos buscamos es «sencillamente vida en toda su plenitud» (Spe salvi, n. 27): esa «vida plena» que solo se encuentra en unión con Cristo y que se abre a todos los que está unidos con Él. La vida en plenitud es la que se siembra con el bautismo, y aspira a crecer con la gracia divina, es decir, con la amistad con Dios. Esa plenitud de vida solo puede alcanzarse haciendo de la propia vida una ofrenda a Dios y un servicio a los demás. El cristiano es alguien que con su cercanía y testimonio, también con sus argumentos, puede ayudar a sus amigos y compañeros a descubrir que amar a Cristo es vivir en plenitud. 9
  • 10. * * * Este libro tiene tres partes. La primera trata de la Iglesia y su misión en el mundo. La segunda aborda la identidad y la formación de los fieles laicos. La tercera, después de presentar la caridad como raíz y síntesis de la nueva evangelización, se ocupa del trabajo, de la familia y de la responsabilidad en la vida pública, como tres ámbitos en los que se desarrolla el papel decisivo de los laicos en esta nueva evangelización. Siendo Cristo el «Evangelio (la buena noticia) del amor de Dios» por nosotros, la Iglesia tiene, por voluntad de Cristo, la responsabilidad de anunciar y comunicar el mensaje del evangelio a todas las personas. La Iglesia es la familia de Dios, la vida en Cristo y en el Espíritu Santo, el hogar que nos acoge y nos educa en la belleza, para que podamos llevar la vida verdadera al mundo, la vida plena para la humanidad y para cada uno. Como resumía Benedicto XVI en el Olympiastadion de Berlín, «La Iglesia es el don más bello de Dios» (22-IX-2011). Comenzar por la Iglesia no significa hacer de menos a los laicos. Quien pensara así, denotaría que tiene una percepción más o menos deformada, sea laicista, sea al menos clerical, de la Iglesia. La Iglesia es la familia universal de los cristianos, que fomenta la unidad y la comprensión, la verdad y el amor, la razón y la justicia en el mundo. Ciertamente no todo en los cristianos es o ha sido perfecto. Por eso dice el Concilio Vaticano II: «La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores», y por eso añade que es «al mismo tiempo santa y necesitada de purificación» (Lumen gentium, n. 8). Los pecadores somos los que afeamos el rostro de la Iglesia y herimos su credibilidad. Cuando a la madre Teresa de Calcuta le preguntaron su opinión sobre lo primero que debería cambiar en la Iglesia, le respondió al periodista: «Usted y yo». La auténtica renovación de la Iglesia comienza por la conversión personal de cada uno, nuestra conversión continua. ¿Pero no debe cambiar la Iglesia como tal, institucionalmente, adaptándose al tiempo presente para llegar a las personas que la necesitan? En alguna ocasión ha explicado Benedicto XVI que la renovación de la Iglesia debe guiarse no por las diversas pretensiones o condicionamientos sociológicos, sino por la fidelidad a su misión, que consiste en acudir a las verdaderas necesidades de los hombres en cada momento histórico (cf. Encuentro en el Konzertaus de Friburgo, 25-IX.2011). La nueva evangelización solo se entiende como tarea de los cristianos, que forman, con Cristo el Cuerpo místico, sujeto histórico de la salvación durante la historia. Como representan los iconos orientales de la Virgen María, en la Iglesia se abre la comunión entre lo humano y lo divino. No solo lleva al mundo la salvación; a la vez que la espera, la confiesa y la contempla, mirando a la resurrección que viene después de la Cruz. El rostro de Iglesia es el rostro de la Madre que habla de su amor único: «…Sus ojos grandes, abiertos al infinito, están al mismo tiempo vueltos hacia dentro; nos sentimos en los “espacios del corazón”» (Evdokimov). Mientras, el Niño, buscando juntar sus labios con las mejillas de María, parece decir al espectador: «ahí tienes a tu Madre». Guardini escribió que a ella, a la Iglesia, y no al cristiano considerado particularmente, pertenecen esos signos eficaces de la salvación que son los sacramentos. A ella 10
  • 11. pertenecen las formas y las normas de esa nueva existencia que comienza en la pila bautismal, como comienza la vida en el seno materno. Ella es el principio y la raíz, el suelo y la atmósfera, el alimento y el calor, el todo viviente que va penetrando la persona del cristiano. Es a la Iglesia —seguía explicando el ilustre profesor italoalemán— y no al individuo, a quien se le confía la existencia cristiana, que comprende una enseñanza divina, un misterio (¡Cristo!) que se celebra en la liturgia y una vida orgánica y jerárquicamente estructurada. Es a la Iglesia a quien Dios le confiere «la fuerza creadora capaz de transmitir y propagar la fe». En 1971, en un célebre texto titulado «Por qué permanezco en la Iglesia», señalaba Joseph Ratzinger que una mirada demasiado concentrada a los «problemas» de la Iglesia —como quien mira un trozo de árbol al microscopio— puede impedirnos verla en su conjunto y por tanto captar su sentido. Quizá nos fijamos demasiado en su «eficacia», según los objetivos particulares que cada uno se propone (y así cada uno se fabrica «su» iglesia). Nos fijamos demasiado en sus aspectos organizativos e institucionales, más bien con los criterios de la sociología. A esto puede añadirse la crisis de fe. Pero a la Iglesia solo se la entiende desde la perspectiva del Espíritu Santo como protagonista principal de la salvación realizada por Cristo de parte del Padre. Lo que más importa no es la idea que cada uno nos hagamos de la Iglesia, sino que la Iglesia es de Dios. Y por eso afirma: «Yo estoy en la Iglesia porque a pesar de todo creo que no es en el fondo nuestra sino SUYA». Solo por medio de la Iglesia puedo yo recibir a Cristo «como una realidad viva y poderosa, que me interpela aquí y ahora». Por medio de ella, Cristo está vivo y permanece entre nosotros «como maestro y Señor, como hermano que nos reúne en fraternidad». Y continuaba: «No se puede creer en solitario. La fe solo es posible en comunión con otros creyentes», lo mismo que la fe se recibe a través de otros. Por eso una Iglesia que fuera una creación mía e instrumento de mis propios deseos, sería una contradicción. Por eso concluía el teólogo Raztinger: «Quien no se compromete un poco para vivir la experiencia de la fe y la experiencia de la Iglesia y no afronta el riesgo de mirarla con ojos de amor, no descubrirá otra cosa que decepciones. El riesgo del amor es condición preliminar para llegar a la fe». Es cierto que la historia testimonia debilidades, y pecados, de los cristianos. Pero también testimonia la realidad de la Iglesia como un foco inmenso de luz y de belleza: la multitud de los cristianos que han mostrado la fuerza liberadora de la fe. En la misma época, poco después, otro de los grandes teólogos del siglo XX, Yves Congar, consideraba que la Iglesia es madre y es hogar: «El hombre es un todo y se inserta en un hogar por su sensibilidad y su corazón tanto como por sus ideas». La Iglesia, nacida del corazón abierto de Jesús en la cruz, ha comenzado a vivir antes que nosotros, y así es posible que nosotros vivamos por ella. Por eso los cristianos deberíamos decir: «Estoy infinitamente agradecido a la Iglesia por haberme hecho vivir, por haberme, en el sentido más fuerte de la palabra, educado en el orden y la belleza». Entonces, ¿cómo podemos los cristianos «vivir la Iglesia» hoy, en la dinámica de la transformación actual del mundo? ¿Cómo redescubrir que en la Iglesia tenemos a Cristo, 11
  • 12. y con Él a todos los que son, han sido y serán de Cristo, en todos los tiempos? ¿Cómo arriesgarnos por ella para agradecer a Dios el inmenso don de la fe? ¿Cómo secundar el impulso del Espíritu Santo para contribuir a transmitir la fe en la nueva evangelización? La respuesta pasa por redescubrir la identidad cristiana y, desde ahí, formar a los cristianos para su misión. Por eso la segunda parte de este libro se dedica a la identidad y la formación de los laicos. Esto depende en gran parte de la comprensión de la secularidad cristiana. Aunque la palabra «secular» todavía suena para muchos oídos como lo contrapuesto a lo cristiano, el proceso de la secularización no ha tenido solamente el resultado negativo que se expresa netamente con la palabra secularismo. También la secularización ha contribuido, en el entreverarse de los factores históricos, a comprender mejor la autonomía de las realidades temporales (el mundo creado, la familia humana, el trabajo, la cultura, las ciencias humanas y la tecnología, etc.) respecto al ámbito eclesiástico (no, ciertamente, respecto de Dios). Como ha señalado el Concilio Vaticano II, esto es importante para una visión cristiana del mundo. La mayoría de los cristianos (los fieles laicos) están llamados a vivir su fe y desarrollar su misión «en medio del mundo», en el seno de la sociedad civil. Esto tiene que ver con la pregunta: ¿cómo plantear hoy la presencia no solo de las iglesias (templos), sino de «la Iglesia» en la ciudad? Esto nos devuelve a la cuestión de qué, o mejor quién y cómo es la Iglesia, cuál es su belleza y cómo presentarla de modo atractivo, dando razón de su unidad y también de su diversidad. Iglesia y secularidad. De ese binomio depende que podamos vivir y expresar qué significa ser cristiano hoy, en medio de la calle. Aquí estaría el desafío de desarrollar la condición que ponía Joseph Ratzinger días antes de su elección como Obispo de Roma: «Solamente a través de hombres tocados por Dios, Dios puede retornar a los hombres». ¿Cómo se logra esto o al menos cómo se promueve? Lo esencial para ser cristianos «de veras» se puede enunciar de este modo: la fe, la liturgia, la caridad. Esa es también la estructura de la misión de la Iglesia, sobre el telón de fondo de la vida de la gracia o de amistad con Dios. Hoy, por decirlo así, va «estallando» la conciencia de que lo esencial del cristianismo ha de ser vivido en el seno de las familias, de las profesiones y de las culturas, en medio de las crisis morales y económicas, contando con los anhelos siempre presentes de «vivir en plenitud». San Josemaría Escrivá lo predicó, enseñó y escribió desde los años treinta del siglo XX: «Estas crisis mundiales son crisis de santos» (Camino, 301). «Enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón» (Camino, 1). Hoy conviene hacer patentes las consecuencias concretas de la llamada universal a la santidad. Lo mismo que conviene insistir en que la Iglesia no son (solo) los eclesiásticos, sino que son los cristianos, la mayoría de los cuales viven y trabajan en la sociedad civil. Y es ahí donde han de mostrar, cada uno de ellos, que «se puede ser moderno y creer en Jesucristo» (Juan Pablo II, al despedirse de España en 2003). Pero, no lo olvidemos, esto se enseña viviéndolo. La exhortación «Verbum Domini» sobre la Palabra de Dios en la vida y la misión de la Iglesia, explica que los santos son los más perfectos intérpretes de la Escritura (cf n. 12
  • 13. 48). Benedicto XVI lo dice en su libro-entrevista Luz del mundo, en la perspectiva de Cristo: «Son los santos los que viven el ser cristiano en el presente y en el futuro, y a partir de su existencia, el Cristo que viene puede también traducirse, de modo que se haga presente en el horizonte de la comprensión del mundo secular». «Esta es —subraya con fuerza— la gran tarea frente a la cual nos encontramos». Y es verdad. Para que se reconozca a Cristo como presente y como futuro del mundo, ante todo tiene que haber muchos «cristianos de la calle» (fieles laicos) que se tomen en serio la santidad «en» y «por» las cosas del mundo: en las familias y a través del trabajo, de las tareas culturales, sociales y políticas, en el ocio y el deporte, en todas las etapas y condiciones de la existencia humana. ¿Cómo, si no, podrá mostrarse que solo en Cristo se encuentra la respuesta a tantas cuestiones vitales como la primacía del amor, la bondad originaria del mundo, la validez de la razón, el atractivo de la belleza que conduce a la verdad, la estrecha conexión entre culto a Dios y compromiso social, la esperanza en un progreso auténtico…? Solo si los cristianos buscamos personalmente la santidad y nos sabemos responsables en la misión de la Iglesia (puesto que no cabe una identidad cristiana individualista sin conciencia vivida de la Iglesia) podrán también las comunidades, grupos e instituciones cristianas mostrar que «es realmente posible vivir la fe cristiana y anunciarla dentro de esta cultura» (Instrumento de trabajo para el sínodo de la nueva evangelización, n. 50). Preguntarse por el «cómo» de la santidad en medio del mundo es, decíamos, preguntarse por la formación concreta de los cristianos, entre ellos los fieles laicos. Y aquí se juegan cuestiones no solo de identidad cristiana, de formación y de evangelización, sino también de método teológico e incluso de supervivencia para la humanidad. Por último el trabajo, la familia y la vida pública. La vida cristiana no tiene nada de triste o aburrido, anodino o conformista. Conduce a cambiar las realidades de este mundo que hayan de ser cambiadas, porque el evangelio es, realmente, la fuerza más grande para la transformación del mundo. Esto no ha de entenderse en un sentido ideológico ni utópico. Más bien es un horizonte realista y arriesgado, fascinante e intenso, a contracorriente de propuestas egoístas o, al menos, poco comprometidas, que ponen el triunfo en el éxito o en el poder, en el tener, en el placer. Esto no quiere decir que la vida cristiana deba ser entendida como algo «heroico» que se espera solo en circunstancias extraordinarias. Al contrario, la transformación social de la que hablamos es el fruto «ordinario», el que «cabe esperar» de una vivencia auténtica de la oración y de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía; pues, como ya decía Juan Pablo II, una oración o un culto indiferente a las necesidades de los demás serían una oración o un culto no auténticos. De ahí que, en aquellos ambientes de mayoría cristiana en que no hay una preocupación por la justicia, e incluso siguen aumentando las desigualdades sociales, junto a muchos factores que cabrá analizar, eso se debe a un fracaso del espíritu cristiano en esas personas, en esas familias o en esos pueblos. 13
  • 14. Por eso, aunque quepa «esperar» que de la oración y los sacramentos surja el servicio a la caridad que vaya transformando el mundo, no hay que «esperar» de brazos cruzados a que esto se produzca. Tal cosa equivaldría a desconocer la condición real de la naturaleza humana, tal como se expresa en la historia y en la actualidad. Por eso la formación de los laicos ha de apoyarse hoy, desde el principio y para todos, en la Doctrina social de la Iglesia, entendida como dimensión esencial de la vida cristiana. La santidad verdadera lleva a esforzarse en el propio trabajo, en la vida de familia o en la vida pública por amor a Dios y en servicio a los demás. Exige la caridad y la cruz, no solo en circunstancias heroicas sino en la vida ordinaria, también en medio de una «cultura líquida» (Z. Bauman) como parece ser la actual, por sus características de volubilidad, inconsistencia y relatividad. La santidad cristiana, particularmente en el caso de los fieles laicos, pide un compromiso de coherencia para construir, a diario, una sociedad digna del hombre, una civilización del amor. La auténtica oración lleva simultáneamente al apostolado y al compromiso social, a la preocupación por los demás, con el orden de la caridad que implica a la vez los más cercanos (los familiares y los amigos) y los más necesitados (los pobres, los ancianos, los enfermos, los discapacitados). No se trata, por tanto, de formar a los cristianos según una actitud nostálgica o negativa, meramente defensiva, huidiza o pesimista ante la situación del mundo; tampoco de fomentar una actitud revolucionaria, en el sentido sociopolítico del término. Pero es verdad que el evangelio implica una vida cotidiana «a contracorriente» del hedonismo y del materialismo consumista, presentes hoy en muchos lugares. Así lo expresaba Benedicto XVI, haciendo eco al Concilio Vaticano II: «La “santidad” no quiere decir hacer cosas extraordinarias, sino seguir todos los días la voluntad de Dios, vivir verdaderamente bien la propia vocación, con la ayuda de la oración, de la Palabra de Dios, de los Sacramentos y con el compromiso cotidiano de la coherencia. Sí, son necesarios fieles laicos fascinados con el ideal de “santidad”, para construir una sociedad digna del hombre, una civilización de amor» (Discurso en la basílica de San Marcos, Venecia, 8-V-2011). El papel de los laicos en la nueva evangelización depende de su conciencia de pertenecer a Jesucristo, y, por tanto, de su ser y vivir en la Iglesia. Esto comporta la responsabilidad de su misión de servicio al mundo, concretada en el entorno social en el que cada uno se sitúa. La tarea apostólica de los laicos, como la de todos los cristianos, requiere una adecuada formación. De ese modo podrán desempeñar la misión que les corresponde a través del trabajo, de la familia y de la vida social. En el inicio de su ministerio petrino, el Papa Francisco evocaba el modo en que San José vivió su vocación, que implicaba custodiar y servir, mediante su trabajo, a la Familia de Nazaret; y así, comenzar su patrocinio y protección sobre la Iglesia y, por tanto, sobre la humanidad: «Con la atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio. (...) Precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le 14
  • 15. rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas». Todo un programa de discernimiento, también para los laicos: custodiar a Cristo primero en cada uno; cuidar de quienes nos rodean; servir —ahí está el verdadero poder — a todas las personas, especialmente a los más pobres, los más débiles, los más pequeños. Eso es autenticidad y compromiso. 15
  • 16. PRIMERA PARTE LA IGLESIA Y SU MISIÓN SALVADORA 16
  • 17. INTRODUCCIÓN El marco necesario de la Iglesia y de su misión respecto a las realidades temporales El papel de los laicos en la nueva evangelización solo puede abordarse en profundidad desde un estudio sobre la Iglesia y su misión. La carta magna sobre los fieles laicos afirma: «Solo dentro de la Iglesia como misterio de comunión se revela la “identidad” de los fieles laicos, su original dignidad. Y solo dentro de esta dignidad se pueden definir su vocación y misión en la Iglesia y en el mundo» (Christifideles laici, 1988, n. 8). Ahora bien, ¿qué es la Iglesia? La Iglesia ha sido vivida por los cristianos veinte siglos antes de que el Concilio Vaticano II se propusiera responder a aquella pregunta del Cardenal Montini, que sería poco después Pablo VI: «Iglesia, ¿qué dices de ti misma?». La constitución dogmática sobre la Iglesia se titula Lumen gentium. Y comienza diciendo: «Cristo es la luz de los pueblos. Por ello este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15) con la claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia». Un conocedor de los padres de la Iglesia vería aquí la comparación de la Iglesia con la madre y con la luna. Como ellas, la Iglesia concibe en virtud de la semilla vital que recibe, y da una luz que ella, siendo solamente otra tierra, recibe del sol (Cristo) para hacerla suya. Desde la Edad Media se representa a la Virgen Inmaculada, de pie sobre la luna, como madre de la Iglesia y prefiguración suya (cf. Ap 12, 1). La Iglesia sigue proyectando la luz de Cristo, que afirmó de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo. Quien me sigue no andará en tinieblas». Pero también de los cristianos — propiamente hablando, es decir, de los que se esfuerzan por vivir el Evangelio con autenticidad—: «Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo». Pues bien, cuando surgen escándalos de cristianos y eclesiásticos que muestran el desierto y la roca contra la que puede chocar la credibilidad, es preciso profundizar en la naturaleza de la Iglesia para comprender su necesidad, su misión y la participación de todos los cristianos en la evangelización. El obrar sigue al ser, decían los filósofos clásicos. El ser de algo se despliega, se 17
  • 18. manifiesta y se perfecciona en su obrar, de manera que el obrar pertenece ya, propia y profundamente, al ser. Así sucede también con la Iglesia y con cada cristiano. Ella es una profunda comunión con Dios con una misión salvadora durante la historia. En la Iglesia (término que quiere decir literalmente convocación, o vocación de muchos), el cristiano es, usando la terminología de san Pablo «miembro» de Cristo, y debe obrar según su ser. Cabe preguntarse entonces si cuando actúa un cristiano, actúa la Iglesia. Y puede responderse que sí, cuando se entiende en profundidad que la Iglesia es la vida de los cristianos, vida en Cristo, unificada y vivificada por el Espíritu Santo. Así, cuando la mano actúa, a través de ella actúa todo el cuerpo. Pero si la Iglesia se entiende de manera superficial y reducida, como una mera institución social formada por clérigos y religiosos, entonces no se sitúa bien al «cristiano corriente» (al que llamamos «fiel laico») ni su misión. Y es que la Iglesia somos todos los fieles cristianos, todos los bautizados. Esta es una de las grandes afirmaciones del Concilio Vaticano II. Solo después de decir eso, explica el Concilio las diferentes funciones que hay, dentro de los cristianos, en la Iglesia. Por eso conviene distinguir entre dos términos: «eclesiástico y eclesial». Lo eclesiástico denota algo perteneciente a la Iglesia como institución distinta del Estado. Así, los obispos, los sacerdotes y diáconos, los religiosos, son eclesiásticos. Lo eclesial denota lo perteneciente a la Iglesia como comunidad cristiana o comunidad de todos los fieles. El segundo término es por tanto más abarcante que el primero. Todo lo eclesiástico es eclesial, pero no todo lo eclesial es eclesiástico. La misión o la acción de los fieles laicos es eclesial pero no eclesiástica. Ellos pertenecen, por título pleno (por el bautismo) a la Iglesia, son Iglesia junto con todos los demás cristianos. Pero no representan oficialmente a la Iglesia, ni sus opiniones o actuaciones deben tomarse como opiniones o actuaciones de la Iglesia institucionalmente considerada. Según la perspectiva de san Pablo, la misión o la acción de la Iglesia es una, como una es la acción de un cuerpo vivo. Y es diversa como también es diversa la acción de los órganos del cuerpo, al servicio de la misión. Por eso hablamos de corresponsabilidad en la misión, y también, por tanto, en la nueva evangelización. Decíamos que la Iglesia está para la salvación del mundo, para comunicar a la humanidad la belleza del amor de Dios manifestado en Cristo. Con vistas a comprender el alcance de la evangelización, conviene detenerse en el valor de la creación, es decir, de las denominadas realidades temporales (el trabajo, la atención a la familia, las relaciones sociales y culturales, etc., llamadas así porque han nacido en el tiempo, a partir del acto creador), en el horizonte del Reino de Dios. «Tanto amó Dios al mundo — se lee en el Evangelio según San Juan—, que le entregó a su Hijo Unigénito, para que (…) tenga vida eterna» (Jn 3, 16). dio a su Hijo para que todos se salven por Él. Y san Pablo escribe en la segunda carta a los corintios que Jesucristo fue el gran «sí» de Dios a las promesas de la salvación (cf. 2 Co 1, 19-20); es decir, a todo lo que había creado, sobre todo al hombre. 18
  • 19. Pero ¿qué papel juega el mundo, el conjunto de las realidades temporales, en la salvación? ¿Tienen de verdad importancia, para Dios y para la vida eterna que nos ha prometido, tantas cosas «insignificantes» que hacemos cada día? En la teología católica, se suscitó, hacia la mitad del siglo pasado, un debate teológico entre dos perspectivas. Los «encarnacionistas» entendían que lo que hacemos en el mundo es lo que construye sustancialmente el Reino de los cielos. Los «escatologistas», en cambio, defendían que ese Reino escatológico será básicamente obra de Dios y no nuestra. Pocos años después el Concilio Vaticano II tomó una posición intermedia. Explicó que Dios cuenta con todo lo que hacemos en la tierra, de modo que nada resulta indiferente o infructuoso en relación con el Reino final. Pero será Dios quien nos entregará la Ciudad definitiva (su Reino para siempre). De manera que el «final» no guardará una relación causa-efecto directa y principal con el esfuerzo humano durante la historia; pues Dios actuará como es Él, todo amor, sobreabundancia y poder, para ser todo en todas las cosas. Así lo dice el Concilio: «Aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios. Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal» (Gaudium et spes, n. 39). En definitiva, el cristiano sabe que el mundo creado está herido y cautivo como consecuencia del pecado. Desde el núcleo de su corazón, liberado en el bautismo por la victoria de la cruz, el cristiano contribuye a que la gracia cure lo sórdido e inhóspito del pecado y transforme este mundo en casa del hombre y de la familia de Dios. Por eso el cristiano afronta sus tareas (profesionales, familiares, sociales y políticas, etc.) con empeño y seriedad, procurando entender los problemas de su tiempo y darles una solución según el plan de Dios. Mientras respeta la naturaleza de las cosas creadas, y de acuerdo con el consejo paulino, el cristiano procura «hacer la verdad en la caridad» (cf. Ef 4, 15). Busca también la eficacia de su esfuerzo, esperándolo todo de Dios y al mismo tiempo poniendo todos los medios humanos. Usa de las cosas no como dueño sino como administrador, manifestando con su actitud de desprendimiento su amor a Dios. Vibra con los ideales humanos que merecen ese nombre. Se preocupa de mejorar su formación cristiana, como camino para santificar el mundo y transformar la historia. Sabe, también por la experiencia de la humanidad, que cuando se dice «no» a Dios, las personas no son felices y el mundo no funciona, se acaba el futuro. Y por eso los cristianos contribuyen a construir la «ciudad del hombre» con la mirada y el corazón puestos en la «ciudad de Dios». 19
  • 20. * * * Esta primera parte, sobre la Iglesia y su misión en el mundo, consta de cuatro capítulos. El estudio comienza por la Iglesia como misterio de comunión y «sacramento universal de salvación» (cap. 1), siguiendo la perspectiva y la terminología del Concilio Vaticano II. Una vez visto el ser de la Iglesia nos fijamos en su obrar, es decir, en su misión; ese es también el marco de la nueva evangelización (cf. cap. 2). La misión de la Iglesia implica una corresponsabilidad de todos los cristianos (cf. cap. 3). Y finalmente, la misión de la Iglesia, sin identificarse con el mundo, está en él y lo asume, purificándolo, para que todo lo creado y su dinámica participe de la salvación en «un cielo nuevo y una tierra nueva» (cf. Ap 21, 1) (cf. cap. 4: La Iglesia y el mundo). 20
  • 21. 1. LA IGLESIA, MISTERIO DE COMUNIÓN Y SACRAMENTO UNIVERSAL DE SALVACIÓN Hablamos de «el misterio de la Iglesia». Así se llama el primer capítulo de la Lumen gentium. ¿Pero qué quiere decir «misterio»? Con ese término, la tradición cristiana no se refiere a lo que significa en el lenguaje popular: algo recóndito o secreto, que no se puede comprender o explicar. Más bien remite a una realidad que tiene aspectos visibles, humanos, temporales o históricos, pero también otros aspectos invisibles, divinos y eternos. Los misterios cristianos más importantes (la Trinidad, Cristo, la Iglesia, la gracia y los sacramentos, etc.) están recogidos en el Credo o «símbolo de la fe». En relación con Cristo hablamos también de los «misterios» de su vida, que se contemplan en el rezo del rosario. Como los «misterios» superan nuestra capacidad de conocer, por eso recurrimos a «imágenes»: símbolos o comparaciones que nos ayudan, a partir de realidades conocidas, a comprender desde distintas perspectivas, la historia de la salvación y a insertarnos de un modo vivo en ella. Decimos que la Iglesia es uno de los «misterios» de la fe cristiana: realidades profundas e inabarcables que, al mismo tiempo, tienen aspectos visibles y tangibles. Además de hablar de la Iglesia como una madre, o como la luna, el lenguaje cristiano encuentra muchas otras comparaciones o «imágenes» tomadas de la historia del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento, o vinculadas a Cristo como «cabeza» de su cuerpo que es la Iglesia; y también otras sacadas de la vida pastoril (redil, grey, ovejas), agrícola (campo, olivo, viña), de la construcción (morada, piedra, templo) y familiar (esposa, madre, familia). Entre las muchas «imágenes» de la Iglesia que hay en la Biblia (y que pertenecen, por tanto, a la revelación cristiana), la teología ha privilegiado tres de ellas: Cuerpo (místico) de Cristo, Pueblo de Dios y Templo del Espíritu Santo. Fue san Pablo el que describió la Iglesia como una realidad viva y orgánica cuya vida depende de Cristo, y por eso la describió como Cuerpo de Cristo (luego la Edad Media añadió el adjetivo «místico» para diferenciar a la Iglesia de la Eucaristía). La Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios respecto al Israel del Antiguo Testamento. Y también en el Antiguo Testamento se enraíza la imagen de la Iglesia como casa o templo del Espíritu Santo. Pues bien, cada una de estas tres imágenes nos «hablan» respectivamente de la 21
  • 22. relación de la Iglesia con una persona divina: con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Uniendo las perspectivas que proceden de esas imágenes, la teología que precedió al Concilio Vaticano II y, sobre todo, la que le siguió, ha podido concluir que «La Iglesia es el Misterio de la comunión de los hombres con Dios (Padre) y entre sí por el Hijo en el Espíritu Santo» (Pedro Rodríguez). Este modo de comprender la Iglesia hunde sus raíces en el pensamiento de los padres y de los doctores de la Iglesia, sobre todo san Agustín y santo Tomás de Aquino. Ya hemos mostrado cómo introduce la Lumen gentium su primer capítulo sobre «el misterio de la Iglesia». El núcleo o el «contenido» esencial de ese misterio de fe se expresa adecuadamente con la palabra «comunión» (en latín communio, en griego koinonía). Este término significa participación o posesión de algo en común. No se refiere ante todo a la comunión eucarística con el cuerpo y la sangre de Cristo, sino a su fruto. Que la Iglesia es esencialmente un misterio de comunión, ya no es una «imagen». Es la expresión de su «naturaleza íntima». * * * Comenzamos este capítulo explorando la naturaleza de la Iglesia como «misterio de comunión». Pasamos luego a las tareas esenciales en que se expresa ese misterio durante el tiempo de la historia. En tercer lugar enfocamos la Iglesia como «sacramento universal de salvación» y su relación con los siete sacramentos. Por último abordamos la estructura fundamental de la Iglesia. a) Comunión con Dios y comunión de los hombres entre sí En el sínodo extraordinario que se celebró con motivo de los veinte años del Vaticano II (1985) se dijo que el concepto de «comunión» es «la idea central y básica de los documentos conciliares» (Relación final, II.C.1) y, por tanto, una clave para comprender la naturaleza y la misión de la Iglesia según el Concilio. Ahora bien, ¿qué significa más precisamente, aplicado a la Iglesia, «comunión» y qué contenido tiene? En su carta sobre «la noción de comunión» (Communionis notio, 1992), señala la Congregación para la doctrina de la fe: «El concepto de comunión está “en el corazón del autoconocimiento de la Iglesia” (Juan Pablo II) en cuanto misterio de la unión personal de cada hombre con la Trinidad divina y con los otros hombres, iniciada por la fe, y orientada a la plenitud escatológica en la Iglesia celeste, aun siendo ya una realidad incoada en la Iglesia sobre la tierra». El mismo texto continúa explicando que este misterio de la comunión, que es la Iglesia, como participación de la vida divina, tiene, por tanto, una doble dimensión: vertical (comunión con Dios) y horizontal (comunión entre los hombres). Esto quiere decir que en la Iglesia-comunión se da la unión de cada persona con Dios, como fruto de la muerte y resurrección de Cristo (es decir, del misterio pascual); y, al mismo tiempo y como consecuencia, la unión entre los hombres. Y ese don que se nos 22
  • 23. ha hecho gratuitamente por iniciativa divina, nos implica en una tarea: la de mantener y acrecentar, en lo que de cada uno depende, esa comunión, que solamente en el Cielo será perfecta y definitiva. Profundizando más en las características de esta «comunión eclesial», se añade que es al mismo tiempo invisible y visible. Es comunión invisible de las personas humanas con las divinas: con Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es visible en cuanto que se manifiesta como una comunidad de personas cuya finalidad es la unión con Dios, con otros términos una «institución de salvación». Este «misterio de comunión» lo es realmente con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. No consiste meramente en una conciencia psicológica o un sentimiento, sino en una nueva realidad —la participación humana en la vida del amor divino—, surgida en las relaciones que establece la Trinidad con las personas humanas. Esta comunión es el núcleo esencial de la Iglesia, que se da entre todos los que a ella pertenecen en la tierra (Iglesia peregrinante), en el purgatorio (Iglesia que se purifica) o más perfectamente en el cielo (Iglesia que está ya en la «patria» definitiva). Y que se hará plena cuando termine la historia, de modo que el Reino de Dios definitivo no es sino el Misterio de la Comunión consumado ya para siempre. — La Iglesia es comunión con Dios (Padre). Es el nuevo Pueblo de Dios o la nueva familia de Dios Padre, que se establece en torno a la Nueva Alianza, la nueva Pascua que es la nueva vida, la filiación divina que Cristo nos ha ganado. Esa vida divina es la amistad con Dios, lo que llamamos la vida de la gracia, que santifica al hombre. En esta comunión, no hay confusión entre las personas divinas y las humanas. Al mismo tiempo la comunión eclesial, por hacernos hijos de Dios en su Hijo, crea la fraternidad cristiana, germen de la fraternidad universal. Por eso se opone a toda visión individualista del cristianismo: «abarca todo el yo del hombre y crea un nuevo nosotros. La comunión con Cristo es también necesariamente comunicación con todos los que son suyos; con ello yo mismo seré parte de ese nuevo pan que él crea en la transubstanciación de toda la realidad terrena» (J. Ratzinger, Convocados en el camino de la fe, 2005, p. 82). — Es comunión por Cristo: a través de su persona y por su obra redentora. Por tanto, este es el «contenido» de cuanto expresa simbólicamente la parábola de la vid y los sarmientos, que Jesús utiliza para expresar la profunda relación vital que hay entre él y los suyos, mantenida gracias a la Eucaristía. Apoyándose en la idea paulina de la Iglesia como Cuerpo de Cristo y Cristo como cabeza de la Iglesia, san Agustín dirá que Cristo con los cristianos forman «el Cristo total». Santo Tomás de Aquino hablará de que Cristo y la Iglesia forman «como una persona mística». Esta es también la doctrina de fondo de la encíclica Mystici Corporis, de Pío XII (1943). Nuestra comunión con Dios por Cristo es una comunicación de conocimiento, de amor y de vida con Él. Por eso Lumen gentium, 9 dice que el Pueblo de Dios está «constituido por Cristo como comunión de vida, caridad y verdad». Solo en el misterio de la comunión que es la Iglesia puede tener lugar la identificación con Cristo (la «cristificación») a que está llamado todo cristiano, y lo que los cristianos 23
  • 24. orientales llaman «divinización» o «deificación» (theosis), en que consiste en último término la santidad a imagen de Cristo. — La Iglesia es comunión en el Espíritu Santo. Es Él quien la une, vivifica e impulsa. Nos hace participar de esa comunión del Padre y del Hijo que es el mismo Espíritu. Dicho brevemente: el Espíritu Santo «santifica a la Iglesia», que es «obra apropiada al Espíritu Santo» (Santo Tomás). Por ser el Espíritu del Padre y el Hijo, es «la perfección última y principal de todo el Cuerpo místico, como el alma lo es en el cuerpo humano» (Santo Tomás, In III Sent, d13, q2 a2 s2 y ad1). Es el que hace de la Iglesia una comunión o una participación de la misma vida intratrinitaria. Y en esa vida participan todos los miembros de la Iglesia. Tal es el horizonte que San Juan propone en su primera carta: «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1, 3). Es lo que, aludiendo sobre todo al intercambio de oraciones, frutos de vida cristiana que proceden de la fe y de los sacramentos, quiere significar el Credo cuando afirma: «Creo en la comunión de los santos». Una comunión presidida por María, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia (cf. Lumen gentium, capítulo 8). Esta comunión es la que esencialmente posee las cuatro notas que confesamos también en el Credo: una, santa, católica y apostólica. Como consecuencia de la comunión con Dios, la Iglesia une a los hombres entre sí. Para ilustrar esto, la tradición cristiana desde los padres de los primeros siglos, suele contraponer lo que sucedió en Pentecostés y lo que sucedió en Babel (cf. Gn 11). En Pentecostés, el Espíritu Santo consumó la fundación de la Iglesia de modo que todos los que oían la predicación de los apóstoles les oían «cada uno en su propia lengua» (Hch 2, 6). En Babel las lenguas quedaron confundidas; y cuando aquellos hombres pensaban estar construyendo una ciudad al margen de Dios, para ser como Dios pero sin Dios, se encontraron con que ya no se comportaban como hombres: no podían comprenderse ni trabajar juntos. Después del Concilio Vaticano II, Louis Bouyer hacía notar que la vocación de Abraham (cf. Gn 12) le prepara, a través de una peregrinación por el desierto, para la fundación de otra ciudad, contrapuesta a Babel. Una ciudad que Dios mismo construirá para los hombres con horizonte universal, y que se podrá considerar para siempre la familia de los hijos de Abraham (cf. L”Église de Dieu, Paris 1970). En nuestro mundo, ha señalado Benedicto XVI, también buscamos, entre dificultades y conflictos (a pesar de los avances de la ciencia, de la técnica y de la comunicación), la unidad que necesitamos. Pensamos ser capaces incluso de manipular la vida humana, sin contar con Dios. Pero al mismo tiempo, crece la desconfianza, la sospecha y el temor recíproco. Por eso necesitamos que el Espíritu Santo nos dé un corazón nuevo, una lengua nueva y una capacidad nueva de comunicar; porque actuar como cristianos significa no cerrarnos en nuestro propio «yo», sino abrirnos, para empezar, al «nosotros» de los demás cristianos para ser capaces de escuchar y compartir. «Donde los hombres quieren hacerse Dios, solamente pueden ponerse uno contra el 24
  • 25. otro. En cambio donde se sitúan en la verdad del Señor, se abren a la acción de su Espíritu que les sostiene y les une», y cambia las «obras de la carne» por el «fruto del Espíritu» (cf. Ga 5, 19-23) (Homilía en Pentecostés, 27-V-2012). Porque la Iglesia es una comunión con Dios que surge de la filiación divina, es, por tanto, también una fraternidad, un «nosotros» que se articula en cada cristiano, por las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad, precisamente como participación de la vida divina a través del misterio de la Iglesia: — «La “Iglesia” viene a ser el “nosotros” en la fe» (R. Guardini, Sobre la vida de la fe, 1963, p. 140). No se puede creer en solitario, sino en comunión con otros. Como tampoco se puede tener fe por iniciativa o invención propia, sino solamente si existe alguien que comunica y testimonia previamente la fe. Una fe de invención personal no garantizaría el superar los límites del «yo». Es la comunidad cristiana, la Iglesia, la que libera del encerramiento en el propio yo. Esto no significa que la fe no sea personal, sino que no se puede quedar en la esfera «privada». De un lado, implica a toda la persona: sus pensamientos, afectos, intenciones, relaciones, corporeidad, actividad, trabajo cotidiano. A la vez, puesto que la persona es un ser social, la fe implica la coherencia y el testimonio público a favor de la verdad y de la justicia. La fe no es un pensamiento, una opinión o una idea. Es comunión de vida y conocimiento con Cristo que se convierte en compromiso lleno de esperanza y obras impregnadas por el amor. Una fe sin caridad, sin este fruto, no sería verdadera fe. Sería fe muerta. — La Iglesia es también el «nosotros» de la esperanza. El Evangelio está dotado de un carácter universalista; proviene de la esperanza del Pueblo de Dios en una salvación universal, para todos los pueblos. Por tanto, de la reflexión sobre la naturaleza de la Iglesia se deduce también que la esperanza cristiana no es nunca individualista. No se trata solamente de preguntarme cómo puedo salvarme yo, sino también qué puedo hacer para que otros se salven (cf. enc. Spe salvi, n. 48). — La Iglesia es al mismo tiempo el «nosotros» de la caridad. Porque la Iglesia es comunión por Cristo en el Espíritu Santo, la «sustancia» o el contenido concreto de esa comunión es el amor que está en la Trinidad, y se derrama en la humanidad, en cada persona, por la obra de Cristo y en unión con Él. Esto se realiza especialmente en la Eucaristía que «nos adentra en el acto oblativo de Jesús» de modo que «nos implicamos en la dinámica de su entrega» (enc. Deus caritas est, nn. 13 y 14). San Pablo escribe a los romanos: «Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8, 28). Esta afirmación no podría entenderse de modo individualista; no solo porque está hecha en plural, sino sobre todo porque los que aman a Dios aman necesariamente a su prójimo. b) Las «tareas esenciales» de la Iglesia: Palabra, sacramentos, caridad En su primera encíclica Benedicto XVI señala que la Iglesia expresa su naturaleza íntima o esencia (es decir, su ser «misterio de comunión»), por medio de una triple tarea: 25
  • 26. «La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia). Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra. Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia» (Deus caritas est, n. 25). Notemos que esos tres elementos (anuncio de la Palabra, celebración de los sacramentos y servicio de la caridad) pueden entenderse como impulso y a la vez manifestación, en el conjunto de la Iglesia, de las virtudes teologales. Estas son, como ya sabemos, la manifestación personal del vivir en la Iglesia. El anuncio de la Palabra engendra como respuesta la fe. Los sacramentos otorgan la fuerza vital para caminar con Cristo en la esperanza. Y el servicio de la caridad es consecuencia del amor a Dios y al prójimo en que se concreta la caridad cristiana, entendida en profundidad. Esos tres elementos se encuentran testificados en el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando relata que en la Iglesia primitiva de Jerusalén los cristianos formaban una comunión (koinonía) participando de la doctrina de los apóstoles, de la fracción del pan y la oración, y que todo lo tenían en común (cf 2, 44; 4, 32). Esto quiere decir que esa comunión que surge de la fe, se alimenta de los sacramentos (sobre todo de la Eucaristía, de ahí la coherencia de utilizar la palabra «comunión») y se traduce en la unidad del amor, radican las disposiciones de desprendimiento que llevan a preocupación generosa por los más necesitados. La Iglesia es, por tanto, comunión que nace de la fe suscitada por la predicación apostólica, se alimenta por la fracción del pan y la oración, y se manifiesta en el amor fraterno y en el servicio. Se trata de tres elementos que se pueden ver en correspondencia con los tres «oficios» de Cristo (profético, sacerdotal y regio o real). En síntesis, el Concilio Vaticano II caracterizó el misterio de la Iglesia como misterio de comunión. Esta perspectiva no siempre se ha entendido después adecuadamente, pues de hecho se han dado interpretaciones de la Iglesia en claves meramente humanas, misticistas o democraticistas. Pero la Iglesia no se puede entender desde un enfoque espiritualista, como si no tuviera una estructura fundamental con aspectos bien visibles. Tampoco se comprende ni en una perspectiva sociológico-ilustrada (que llevaría a oponer una «Iglesia de base» a una «Iglesia establecida», o una «Iglesia afectiva y emocional» a una «Iglesia oficial o institucional»), ni solamente como comunión jerárquica, pues la jerarquía está al servicio de la participación de todos en la Palabra, los sacramentos y la caridad. c) La Iglesia como «sacramento en Cristo» y los siete sacramentos Una vez explorado el contenido del término «misterio», tal como ha sido aplicado por el Concilio a la Iglesia, podemos proseguir con la explicación del misterio de la Iglesia según Lumen gentium. 26
  • 27. Después de la sugestiva alusión a Cristo como luz que la Iglesia refleja sobre el mundo, continúa el Concilio profundizando en qué sentido la Iglesia es un misterio, con una segunda afirmación: «Y porque la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano, ella se propone presentar a sus fieles y a todo el mundo con mayor precisión su naturaleza y su misión universal» Veamos primero qué significa que la Iglesia es en Cristo «como un sacramento» y qué relación tiene esto con los siete sacramentos. En un segundo momento exploramos el modo de ser o la estructura de este «sacramento». Al hablar de la Iglesia como «sacramento» en Cristo, cabe preguntarse ante todo si aquí se está usando la palabra «sacramento» en el mismo sentido en que hablamos de los siete sacramentos. Ante todo conviene aclarar que el Concilio se refiere aquí no a todas las etapas o fases de la Iglesia, sino solamente a la Iglesia que peregrina en la tierra. De esta Iglesia peregrinante se afirma que es «como un sacramento»; es decir, que se parece a un sacramento. Y a renglón seguido aparece lo que se entiende aquí por sacramento: «o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano». En efecto, todo sacramento, como solían decir los catecismos, es un «signo e instrumento» de la gracia, un signo visible y eficaz de la acción divina, que actúa de modo diverso según los diversos sacramentos. En este caso se trata de un signo e instrumento «de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»; es decir, del misterio de comunión que es la Iglesia. Recapitulemos. Lo que se está diciendo es que la Iglesia peregrina se parece a un sacramento porque manifiesta visiblemente, como «signo», y realiza eficazmente, como «instrumento», esa profunda comunión de los hombres con Dios y entre sí, que llamamos el Misterio de la Iglesia. De esta manera, la Iglesia peregrinante es el medio que Dios ha previsto para conseguir el fruto de la salvación: la inserción viva en el Misterio de la Comunión que nos hace participar en la vida divina uniéndonos también entre nosotros. Comprendido el sentido de la Iglesia como sacramento, debemos abordar por qué dice el Concilio que esto acontece «en Cristo». Lumen gentium explica algo más adelante lo que esto significa: la «sacramentalidad» de la Iglesia se debe entender a partir de Jesucristo, Verbo de Dios hecho hombre. Cristo es uno en dos naturalezas, divina y humana. «Analógicamente» (es decir, de modo parecido) la Iglesia es una sola realidad con un doble elemento: humano y divino, con aspectos visibles e invisibles, pues pertenece a la historia y al mismo tiempo está ya introducida en la eternidad. Dicho de otra manera, la revelación cristiana impide que la Iglesia se conciba solamente como un invisible misterio de vida en Cristo. La Iglesia es al mismo tiempo una sociedad con forma humana, una institución exterior y visible de salvación. Y este segundo aspecto, exterior y visible, está ordenado al primero, interior e invisible. De modo que la Iglesia peregrinante tiene como fin encarnar la vida de Cristo en la tierra e 27
  • 28. impulsarla hasta su plenitud en el cielo. Quien protagoniza esa tarea, como ya hemos señalado, es el Espíritu Santo, que hizo posible la encarnación del Verbo de Dios a partir de las entrañas de María. Así lo dice el Concilio Vaticano II: «(A la Iglesia) se la compara, por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación, unido indisolublemente a Él, de modo semejante, la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo» (Lumen gentium, n. 8). Volvamos un poco atrás para retomar nuestra explicación. La Iglesia es «como un sacramento» porque es signo e instrumento de la acción de Dios en Cristo. Para esto debe tener, como Cristo, y también como los sacramentos, elementos visibles e invisibles, humanos y divinos. Pero, atención, debe quedar claro que el fundamento último de la sacramentalidad de la Iglesia no son los sacramentos, sino Cristo, por ser el Hijo de Dios hecho carne. De esta manera, todo lo visiblemente humano que hay en Cristo remite a la profundidad invisible de su vida intratrinitaria por ser Hijo de Dios. De ahí que para san Agustín, Cristo es el fundamento y la raíz viva de todos los sacramentos. Esta es la perspectiva que asume el Catecismo de la Iglesia Católica cuando, al tratar de «los Misterios de la vida de Cristo» afirma: «Desde los pañales de su natividad (Lc 2, 7) hasta el vinagre de su Pasión (cf. Mt 27, 48) y el sudario de su Resurrección (cf. Jn 20, 7), todo en la vida de Jesús es signo de su misterio. A través de sus gestos, sus milagros y sus palabras, se ha revelado que «en él reside toda la plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col 2, 9). Su humanidad aparece así como el «sacramento», es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo: lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora (n. 515; los subrayados son nuestros). Pues bien, el Concilio Vaticano II asume este planteamiento, para explicar cómo el Misterio de Comunión, que es la Iglesia, actúa durante la etapa terrena: a imagen de Cristo y de modo parecido a los sacramentos, como un signo e instrumento de la salvación universal. La Lumen gentium recogerá en otros dos lugares, además del número 1 que hemos estudiado, esta misma afirmación: la Iglesia es, en Cristo, «el sacramento visible de esta unidad salutífera» (n. 9); Cristo hizo a su Cuerpo (místico), que es la Iglesia, «sacramento universal de salvación» (n. 48). Estas palabras las recoge la constitución pastoral Gaudium et spes añadiendo que la Iglesia-sacramento «manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre» (n. 45). El Catecismo de la Iglesia Católica retoma esta explicación, y lo mismo su Compendio, sintéticamente, cuando se pregunta: «¿Qué significa que la Iglesia es 28
  • 29. sacramento universal de salvación?» Y responde: «La Iglesia es sacramento universal de salvación en cuanto es signo e instrumento de la reconciliación y la comunión de toda la humanidad con Dios, así como de la unidad de todo el género humano» (n. 152). Más detenidamente, el Catecismo explica que la palabra «sacramentum» procede del griego «mysterion», y quiere expresar un signo visible de la realidad oculta de la salvación. «En este sentido, Cristo es Él mismo el Misterio de la salvación» (n. 774). La Iglesia es pues, en un sentido analógico y general, sacramento de Cristo y en Cristo. Así se entiende que toda la acción de la Iglesia en la tierra, y no solo la celebración de los sacramentos, es, en este sentido amplio, «sacramental». En el centro de esa acción sacramental se sitúan los siete sacramentos, y en el centro de los sacramentos está la Eucaristía ,«fuente y cumbre de la vida cristiana» (Lumen gentium, n. 11). ¿Cuál es, entonces, la relación entre la Iglesia como «sacramento general» y los siete sacramentos «particulares»? Siendo Cristo y su obra redentora el sacramento primordial o radical, que se manifiesta y actúa en los sacramentos de la Iglesia (que los cristianos orientales llaman también «los santos Misterios»), puede decirse que los sacramentos son realizaciones parciales del misterio de comunión que es la Iglesia. d) La «estructura fundamental de la Iglesia» Hasta ahora hemos visto que la Iglesia es misterio de fe y es sacramento. Se trata de dos aspectos de una misma realidad. Porque la Iglesia es misterio de fe, no puede ser explicada solamente desde el punto de vista sociológico, pues es una realidad espiritual y divina, que solamente puede percibirse en plenitud con los ojos de la fe. Ella es, durante la historia, «sacramento»: en su realidad visible se hace presente y operante la comunión salvadora con Dios. Ahora bien, como también hemos considerado, para que pueda ser «sacramento», la Iglesia peregrina ha de ser un «signo». Algo por tanto visible e identificable, dotado de un modo de ser vivo, orgánico y estable, y esto implica una estructura. Esta estructura no está en libros o leyes, sino encarnada en las personas concretas, que son las «convocadas» en la Iglesia, por Cristo a través del Espíritu Santo (por la fe y los sacramentos). Por tanto este «signo» no es otra cosa que la misma vida de la Iglesia durante la historia, con una articulación social precisa, que la hace ser una comunidad estructurada. Pero no se trata simplemente de un conjunto de personas que se reunieron y posteriormente se dieron a sí mismas una estructura. Hay ciertos elementos de esa estructura (como el bautismo o el orden sagrado) que han sido instituidos por Cristo (pertenecen a la «constitución« de la Iglesia). Y al conjunto de esos elementos se les puede llamar «estructura fundamental». Otros (como las conferencias episcopales) son fruto de organización humana, y pueden llamarse en plural, «estructuras», siendo secundarias; esto no quiere decir que sean irrelevantes, sino que no son esenciales, como lo prueba el hecho de que no han existido siempre en la Iglesia. 29
  • 30. ¿Cómo es la estructura fundamental de la Iglesia? Veremos enseguida cuáles son esos elementos «esenciales» o permanentes, que han existido desde el principio porque son de institución divina, y sobre los que se articula, completándose con otros elementos de institución humana, la vida de los cristianos. El Concilio Vaticano II dice que la Iglesia es «comunidad sacerdotal orgánicamente estructurada» (Lumen gentium, 11). «Orgánicamente estructurada» quiere decir que hay entre sus elementos una interrelación dinámica, como sucede en todo ser vivo. Pero ¿qué quiere decir que es una comunidad sacerdotal y cómo afecta esto a su estructura? Que la Iglesia es comunidad sacerdotal significa que participa del sacerdocio de Cristo. Siendo sacerdote y mediador de la Nueva Alianza, Cristo da a participar a la Iglesia, su Cuerpo místico, la capacidad de mediar entre Dios y los hombres. Esta capacidad incluye la de alabar y dar gracias a Dios, interceder por los hombres y expiar por sus pecados. El sacerdocio de Cristo se acompaña de su profetismo y de su realeza («triple oficio» de Cristo»), como estaba previsto para el Mesías en las promesas del Antiguo Testamento. Así la Iglesia, toda ella «pueblo mesiánico» (cf. Lumen gentium, 9: «constituido por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad»), participa del triple oficio de Cristo. Y a partir de ella se da la participación de los cristianos en los oficios de Cristo, cada uno según su condición. ¿Cómo «se estructura» esta participación del sacerdocio de Cristo? Según una explicación teológicamente solvente (cf. P. Rodríguez, La estructura fundamental de la Iglesia, 2009), la estructura fundamental de la Iglesia se apoya sobre los sacramentos que confieren el «carácter sacramental». Este carácter consiste, según la teología católica, en una configuración con el sacerdocio de Cristo. Del bautismo-confirmación surgen los fieles de Cristo (christifideles) preparados para la misión cristiana. Del sacramento del orden surgen los ministros sagrados, al servicio de todos los fieles. Estos son los dos «elementos» primeros de la estructura de la Iglesia: la condición de fiel cristiano, sustrato común a todos los bautizados, y la de ministro sagrado (obispo, presbítero, diácono). Ambas condiciones participan del sacerdocio de Cristo, y lo hacen de manera diversa y complementaria. A la condición de fiel cristiano le corresponde el sacerdocio común de los fieles o de los bautizados. A la condición de ministro sagrado le corresponde una participación en el sacerdocio ministerial, que capacita para representar a Cristo-Cabeza en la comunidad cristiana (en el caso de los diáconos, se trata de una colaboración con el sacerdocio ministerial). El sacerdocio común (que no debe entenderse como un sacerdocio metafórico, incompleto o puramente interior) tiene una prioridad sustancial desde el punto de vista de la unión con Dios, porque lo más importante es la condición de ser cristiano. Es el fundamento de la antropología cristiana, en cuanto que nos configura espiritualmente con Cristo y nos sitúa en el camino para responder a la llamada universal a la santidad, plenitud de la vida cristiana. Para esto es imprescindible la función del sacerdocio ministerial, al que le corresponde por tanto la prioridad funcional. Para completar la estructura fundamental de la Iglesia, a los dos primeros elementos 30
  • 31. (la condición de fiel cristiano y la de ministro sagrado) hay que añadir un tercer elemento esencial, que son los carismas. El carisma puede entenderse como don o acción de Dios, y desde este punto de vista no pertenece a la estructura de la Iglesia, y como realidad «recibida» en la Iglesia, y en ese sentido puede incidir sobre la dimensión sacramental de la estructura de la Iglesia y contribuir a configurarla (cf. P. Rodríguez, ibid., 2009). El Concilio entiende por carismas «gracias especiales» (distintas de la gracia habitual, de las virtudes y de los sacramentos) que el Espíritu Santo concede a los cristianos para el bien de la Iglesia y del mundo (cf. Lumen gentium, 12). Nótese bien que lo que pertenece a la estructura fundamental no son determinados carismas, sino el hecho de que el Espíritu Santo otorgue carismas de una forma no vinculada a la administración de los sacramentos. (Esto desemboca en dos dimensiones de la estructura de la Iglesia: una dimensión sacramental, que ya hemos estudiado, y una dimensión carismática). Entre los carismas, la Iglesia ha discernido dos grandes corrientes que se han dado desde el principio, y que afectan a las condiciones de los cristianos: la vida religiosa y el laicado. La vida religiosa (hoy incluida en la vida consagrada, constituida también por muchos fieles que no son religiosos) se organiza a partir de los primeros siglos como un estado que busca la perfección cristiana viviendo determinados «consejos evangélicos», profesados con votos públicos (pobreza, castidad y obediencia), con una vida generalmente en comunidad y ejerciendo otros carismas diversos de oración, enseñanza, caridad, etc. La condición de los fieles laicos es la mayoritaria en la Iglesia. Corresponde a aquellos cristianos cuya vocación propia consiste en ordenar las realidades temporales (la familia, el trabajo, la acción social y cultural, etc.) al Reino de Dios (cf. Lumen gentium, 31). Más adelante tendremos ocasión de profundizar en la vocación y misión propia de los laicos. Señalemos desde ahora dos consecuencias importantes de cuanto acabamos de exponer: — No debe identificarse la condición de fiel cristiano con la de fiel laico. Como hemos visto, la condición de fiel cristiano es la común de todos los bautizados (común, por tanto, a la vida laical, al ministerio ordenado y a la vida consagrada); mientras que la condición laical es una condición propia, que comporta una vocación y misión propia. — Los elementos de la estructura fundamental de la Iglesia (condición de fiel cristiano, condición de ministros sagrados y carismas) dan lugar a las tres vocaciones básicas o paradigmáticas en la Iglesia, en cuanto que todas las demás se derivan de ellas o son combinación de algunas de ellas entre sí (cf. Exhortación postsinodal, Vita consecrata, 25-III-1996, n. 31). Cada una de esas «vocaciones» tiene su propia misión, que es necesariamente complementaria a la misión de las demás. Por tanto no puede ni vivirse ni entenderse al margen de las otras. Ninguna de ellas podría arrogarse la principalidad en la representación de Cristo, que es el prototipo y a la vez el horizonte de todas las vocaciones cristianas. 31
  • 32. * * * Hemos estudiado la Iglesia como «misterio de comunión» con Dios y de los hombres entre sí. También hemos visto que esa realidad profunda se expresa por medio de tres tareas esenciales: Palabra, sacramentos, caridad. Esto es posible por la sacramentalidad de la Iglesia: ella es un gran signo e instrumento de la salvación para el mundo. Pues bien, del estudio de la sacramentalidad de la Iglesia y su estructura se derivan dos importantes conclusiones: primera, que la Iglesia tiene, durante la historia, una estructura visible; segunda, que Iglesia que peregrina actúa, gracias a esa estructura visible, «sacramentalmente», es decir: como signo e instrumento de la acción salvadora de Dios Padre, por Cristo en el Espíritu Santo (y que cuenta con la colaboración humana). Todo ello es clave para situar a los fieles laicos en el misterio de la Iglesia y su estructura. Y como la estructura está para la misión, hemos de continuar nuestro estudio con una mirada general a la misión de la Iglesia. 32
  • 33. 2. MISIÓN DE LA IGLESIA Y NUEVA EVANGELIZACIÓN La misión (que quiere decir envío) de la Iglesia no puede entenderse sino en continuidad con la misión de Cristo mismo, único salvador: «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6). La misión de la Iglesia tiene como fundamento siempre vivo el envío al mundo del Hijo de Dios y del Espíritu Santo; es decir, lo que se llaman las dos «misiones» trinitarias, o, mejor aún, la doble misión o la «misión conjunta» de Cristo y el Espíritu, como se expresa el Catecismo de la Iglesia Católica. Con esa misión conjunta comenzaremos nuestro estudio en este segundo capítulo. Desde ahí se puede comprender, en un segundo paso, cómo la Iglesia es mediadora universal de la salvación. Esa tarea de mediación se puede llamar también «evangelización», y tiene, como veremos, diversas tareas. Una de ellas nos interesa aquí de modo especial: la nueva evangelización, que implica una novedad de ardor, métodos y expresión. Tal es el plan de este capítulo. a) Jesucristo, único salvador; el Espíritu Santo, «protagonista» de la misión La encíclica Redemptoris missio (1990), de Juan Pablo II, afirma: «Los hombres, pues, no pueden entrar en comunión con Dios, si no es por medio de Cristo y bajo la acción del Espíritu. Esta mediación suya única y universal, lejos de ser obstáculo en el camino hacia Dios, es la vía establecida por Dios mismo, y de ello Cristo tiene plena conciencia. Aun cuando no se excluyan mediaciones parciales, de cualquier tipo y orden, estas sin embargo cobran significado y valor únicamente por la mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas y complementarias» (n. 5). Jesús es el enviado del Padre, que, con la efusión del Espíritu Santo, envía a su vez a los Apóstoles y a la Iglesia para la difusión del Evangelio y de la vida cristiana. De esta manera, Cristo y el Espíritu Santo (que san Ireneo comparaba a las dos «manos» del Padre) siguen actuando en el mundo a través de la misión evangelizadora de la Iglesia. Desde toda la eternidad la Palabra de Dios está con el Espíritu Santo, y así se manifiestan en la creación y en la historia de la salvación, aunque esto no se revele hasta el Nuevo Testamento. Jesús no solo promete y da el Espíritu, sino ante todo posee el 33
  • 34. Espíritu desde su encarnación. El Espíritu Santo se manifiesta ante su misión en el bautismo, le impulsa al desierto, le fortalece para vencer al demonio, hacer milagros y predicar el Reino, le acompaña en su oración hasta su muerte en la cruz, y le da la fuerza del amor para que Jesús resucite junto con su propio poder divino. La fuerza operante del Espíritu persiste junto con la acción de Cristo y para la edificación del Cuerpo de Cristo en la historia: esto es la Iglesia. Esa es la fuerza de su misión. La Iglesia es la continuación, o mejor, la participación de la unción de Jesús por el Padre con el Espíritu Santo, en y para la humanidad. Esto quiere decir que el núcleo y la sustancia misma de la santidad es la caridad, el amor, la obra propia del Espíritu, obra que es, en la Iglesia, fruto de la Palabra y del Sacramento. A partir de Pentecostés, como se comprueba en el libro de los Hechos de los Apóstoles, el Espíritu Santo guía la misión. «Es el Espíritu quien impulsa a ir cada vez mas lejos, no solo en sentido geográfico, sino también más allá de las barreras étnicas y religiosas, para una misión verdaderamente universal» (Redemptoris missio, n. 25). El Espíritu Santo actuaba y actúa en todo tiempo y lugar: tanto desde el corazón de los hombres, poniendo las «semillas de la Palabra» como en toda actividad humana encaminada a la verdad, al bien y a Dios (cf. ibíd., 28). Y no solo de modo individual, sino también desde el corazón de las culturas, de los pueblos y de las religiones. No puede ser considerado, por tanto, como algo alternativo a Cristo, ni viene a llenar una especie de supuesto vacío entre Cristo (Verbo encarnado) y el Logos. Tampoco se le puede entender como algo separado de la Iglesia; pues el Espíritu Santo es en la Iglesia el principio de unidad y de vida, y la multiforme acción del Espíritu en el mundo tiene como objeto la incorporación de todas las personas al misterio de Cristo. Por eso se le considera «el protagonista» (inmediato) de la misión» (cf. ibíd, 29). Ya desde el comienzo de la Iglesia, aunque se contaba con misioneros específicamente dedicados a extender el Evangelio, todos los cristianos eran en un sentido más amplio «misioneros» (participaban de la misión de la Iglesia), pues la misión era «un fruto normal de la vida cristiana, un compromiso para todo creyente mediante el testimonio personal y el anuncio explícito, cuando era posible» (ibíd. 26). En suma, contando con los cristianos, Cristo y el Espíritu Santo son enviados a los hombres. Conviene recordar que la evangelización, cuando se lleva a cabo respetando las conciencias, no va contra la libertad; al contrario la respeta y le abre nuevos horizontes. La fe exige la libre adhesión del hombre, pero debe ser propuesta, pues las personas tienen derecho a conocer el mensaje de Cristo y la vida nueva que comienza con la adhesión a Él. Por otra parte, el Concilio señaló: «Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre y, por tanto, enaltecidos con una responsabilidad personal, tienen la obligación moral de buscar la verdad, sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad» (Decl. Dignitatis humanae, 2). La «misión conjunta» del Hijo y del Espíritu Santo se manifiesta en la vida cristiana por la unión entre la verdad y la caridad. San Pablo escribió que los cristianos deben 34
  • 35. vivir «la verdad en la caridad» (Ef 4, 15). Y Benedicto XVI ha explicado que no hay una sin la otra (cf. encíclica Caritas in veritate, nn. 1-5). b) La Iglesia, mediadora universal de la salvación La Iglesia debe llevar adelante la misión, porque es, en la tierra, como hemos tenido ocasión de considerar, «sacramento universal de salvación». Es importante advertir que la misión de la Iglesia forma parte y es expresión de la voluntad salvífica universal de Dios. La Iglesia no tiene otra palabra que la Palabra, Cristo mismo, que se hace sacramentalmente presente, gracias al Espíritu Santo, con toda su trascendencia salvífica para la humanidad entera. De este modo se expresa el Catecismo de la Iglesia Católica: «Así, la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar testimonio, para actualizar y extender el Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad» (CEC 738). La primera beneficiaria de la salvación es la Iglesia misma. Ella es enviada como mediadora universal de la salvación (que se da en relación con el misterio de la comunión que es la Iglesia), precisamente por la unicidad de la salvación en Cristo. «Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, y a ella pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles católicos, sea los demás creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios» (Lumen gentium, 13). Por tanto hay que mantener unidos dos aspectos verdaderos: Dios quiere que todos los hombres se salven y por ello ha instituido la Iglesia con su misión; al mismo tiempo, cabe la salvación con ciertas condiciones para aquellos que, sin culpa suya, no han llegado a conocer a Cristo y adherirse a la Iglesia (pero esta salvación no se da, «al margen» de la Iglesia, sino en virtud de una gracia que los vincula misteriosamente con la muerte y la resurrección de Cristo, y, por tanto con la Iglesia). «En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de solo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» (GS 22). La difusión del Evangelio tiene, además, consecuencias para el desarrollo de la humanidad. No cabe, por eso, separar la misión de la Iglesia (representada en cierto sentido por los misioneros instituidos como tales) del papel vivificador de los cristianos (la mayoría, fieles laicos), en relación con la sociedad civil y las realidades temporales. Por tanto, no cabe separar, en los documentos del Concilio Vaticano II, el decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, de la constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual. c) La evangelización al servicio del Reino de Dios y sus diversas tareas Decimos que la misión de la Iglesia tiene una «naturaleza evangelizadora». Esto significa que su misión consiste en extender el mensaje del Evangelio con todo lo que 35
  • 36. comporta: anuncio de la fe, celebración de los sacramentos, servicio de la vida cristiana y transformación del mundo, en la dirección de una civilización del amor. Esto es equivalente a la «evangelización» en el sentido amplio que se ha ido extendiendo desde los años setenta del siglo XX. En un sentido más estricto, también legítimo, se entiende por evangelización solamente el anuncio del Evangelio (por medio de la predicación de los pastores o de los misioneros y de la vida cristiana acompañada por la explicación de las razones de la fe). Aquí utilizaremos prevalentemente el sentido amplio de evangelización, referido, como queda dicho, a todo lo que la Iglesia hace en cumplimiento de su misión o envío por Cristo. Así lo dice la exhortación de Pablo VI sobre la Evangelización en el mundo contemporáneo: «Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa. (…) Para la Iglesia no se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación.» (Evangelii nuntiandi, 1975, nn. 14 y 19). El Evangelio del amor de Dios por nosotros es un don para todos los hombres, particularmente para los más pobres y necesitados, tanto en el ámbito material como espiritual. La novedad del Evangelio transforma al hombre, y de ello da prueba la historia, con tantos testimonios personales de los cristianos y con tantas obras que la Iglesia ha ido promoviendo al servicio de todos. ¿Por qué ahora parece que esas experiencias «comunican menos» la fe? El Instrumento de trabajo para el sínodo de la nueva evangelización invita a «interrogarse para descubrir las razones profundas de los límites de diversas instituciones eclesiales» a la hora de «mostrar la credibilidad de las propias acciones y del propio testimonio», de «tomar la palabra y hacerse escuchar en calidad de portadores del Evangelio de Dios» (n. 32). Poco después se pide que se verifique si la infecundidad de la evangelización hoy, de la catequesis en los tiempos modernos, no será «un problema sobre todo eclesiológico y espiritual». Se pide una reflexión sobre «la capacidad de la Iglesia de configurarse como real comunidad, como verdadera fraternidad, como cuerpo y no como una empresa» (n. 39). La Iglesia ha de trabajar para anunciar e instaurar el Reino de Dios predicado por Cristo. Este reino alcanza a la persona humana tanto en su dimensión física como espiritual. «Construir el Reino significa trabajar por la liberación del mal en todas sus formas» (enc. Redemptoris missio, n. 15). Pero el Reino de Dios no se puede interpretar 36
  • 37. en una perspectiva antropocéntrica (reducido a las necesidades humanas, y, por tanto a una liberación socioeconómica, política y cultural), que deje al margen a Cristo o a la Iglesia. El Reino no puede ser separado de Cristo ni de la Iglesia (ibid., n. 18); pues el Reino de Dios es Cristo en Persona (Orígenes) y la Iglesia, germen e instrumento de ese Reino en la tierra (cf. LG 5). La evangelización es pues, inseparable de la promoción humana. Cuando se emplea el sentido amplio, la evangelización abarca, como acabamos de decir, todo lo que la Iglesia y los cristianos de modos muy diversos hacen, de modos muy diversos, por cada hombre y la humanidad. La misión de la Iglesia, o, en términos más directos, el apostolado cristiano, tiene que ver hoy con la necesaria renovación de la fe y de la vida cristiana. «En efecto, la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!» (enc. Redemptoris missio, 2). La evangelización es el primer servicio que los cristianos pueden prestar a cada persona y a la humanidad. El Evangelio no resta nada a la libertad humana, al debido respeto de las culturas, a cuanto hay de bueno en cada religión. Por otra parte nuestro tiempo ofrece nuevas ocasiones para la evangelización, entre otros: «…La caída de ideologías y sistemas políticos opresores; la apertura de fronteras y la configuración de un mundo más unido, merced al incremento de los medios de comunicación; el afianzarse en los pueblos los valores evangélicos que Jesús encarnó en su vida (paz, justicia, fraternidad, dedicación a los más necesitados); un tipo de desarrollo económico y técnico falto de alma que, no obstante, apremia a buscar la verdad sobre Dios, sobre el hombre y sobre el sentido de la vida» (enc. Redemptoris missio, 3). Hay una única misión con diversas tareas (cf. AA 2). Ante todo cabe preguntarse por el fin o los fines de la misión de la Iglesia. La finalidad de la misión de la Iglesia se puede describir con un doble aspecto: la gloria de Dios y la salvación de los hombres. Es un doble aspecto de un mismo fin, pues que Dios sea conocido y amado es condición para la salvación, o, por decirlo en términos más directos, para la felicidad verdadera o la vida plena de los hombres. En su misión, la Iglesia participa del «triple oficio» (profético, cultual o litúrgico y real de Cristo). «La misión atañe a todos los cristianos» (enc. Redemptoris missio, 1990, n. 2). Y cada uno de ellos participa asimismo de ese triple oficio, según su condición (fieles laicos, ministros sagrados, fieles consagrados). Todos los fieles cristianos pueden además colaborar con los pastores en determinadas actividades intraeclesiales (catequesis, celebraciones litúrgicas, consejos parroquiales, obras de caridad y misericordia, etc.). La misión de la Iglesia se lleva a cabo según su «estructura fundamental» y sus estructuras históricas, tanto a nivel universal como local. Se realiza en un contexto histórico, en relación con el mundo surgido de la creación (la sociedad civil, los valores temporales). 37
  • 38. En la única misión de la Iglesia pueden distinguirse las siguientes tareas que están íntimamente relacionadas: — La tarea misionera («ad extra» o «ad gentes», dirigida a los creyentes de otras religiones y a los no creyentes). — La evangelización permanente o autoevangelización de la Iglesia hacia su interior (a veces denominada «tarea pastoral»). — La tarea ecuménica, que promueve la unidad visible entre los cristianos. Hoy todos los cristianos estamos además implicados en la «nueva evangelización», tarea que afecta transversalmente a todas las demás. ¿Qué es precisamente y qué supone la nueva evangelización? d) Finalidad y desafíos de la nueva evangelización En muchos lugares tradicionalmente cristianos ya no puede presuponerse la transmisión pacífica de la fe a través de la familia y del ambiente social, sino que se requiere una evangelización personalizada. Sin embargo, los elementos positivos del momento actual (como los modernos movimientos de espiritualidad, la piedad popular, el voluntariado de inspiración cristiana, etc.) hacen que no pueda hablarse sin más de una época «postcristiana»: las raíces cristianas de una gran parte de la cultura —la que se ha originado en Europa— son operativas aunque estén debilitadas. El testimonio de los cristianos unidos es un ideal que puede ayudar a fortalecer esas raíces. El 21 de septiembre de 2010, Benedicto XVI firmó una Carta apostólica en forma de motu proprio (Ubicumque et semper), con la que se instituye el «Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización». El documento comienza con esta declaración: «La Iglesia tiene el deber de anunciar siempre y en todas partes el Evangelio de Jesucristo». Esta misión evangelizadora, continuación de la obra querida por el Señor Jesús, «es para la Iglesia necesaria e insustituible, expresión de su misma naturaleza». Ahora bien —continúa el texto— «esta misión ha asumido en la historia formas y modalidades siempre nuevas según los tiempos, las situaciones y los momentos históricos». Esta argumentación —una misma misión que va asumiendo diversas modalidades según los tiempos— puede verse en paralelo con la importante distinción que estableció Juan XXIII en la apertura del Concilio Vaticano II (1 de octubre de 1962), entre el «depósito de la fe» (lo que suele llamarse la doctrina cristiana) —sustancialmente invariable— y la «manera de formular su expresión» según los tiempos y lugares. Nuestra época es testigo de «gigantescos progresos» e «innegables beneficios», junto con el «alejamiento de la fe» e incluso una «preocupante pérdida del sentido de lo sagrado», lo que lejos de conducir a una liberación, hace surgir el «desierto interior» donde el hombre «se ve privado de lo que constituye el fundamento de todas las cosas». En consecuencia, se propone la tarea que ya Juan Pablo II había denominado «nueva evangelización», dirigida especialmente a los bautizados que no viven su fe o no la conocen, y también a otros que desean profundizar en ella. Es esta una tarea con especial 38
  • 39. referencia al «Primer mundo», el mundo del bienestar y el consumismo, enfermo de indiferentismo y secularismo, cuando no afectado gravemente por el ateísmo. Se trata de territorios en muchos casos tradicionalmente cristianos, que hoy requieren «un renovado empuje misionero, expresión de una generosa apertura al don de la gracia». Junto a todo ello, se hacen algunas puntualizaciones. En primer lugar, se advierte que no se trata solo de un problema social o cultural, de estructuras y estrategias organizativas y exteriores. Es una cuestión más central, que afecta al corazón de cada uno, a su relación con Dios. Y es que la misión se fundamenta siempre, de modo vivo, en la propia identidad de la Iglesia y de los cristianos. De ahí que para ellos, la nueva evangelización, «si bien se refiere directamente a su forma de relacionarse hacia el exterior, presupone sin embargo ante todo una constante renovación interior». Se requiere, ciertamente, recomponer el entramado cristiano de las comunidades cristianas; pero «no podemos olvidar que la primera tarea será la de hacerse dóciles a la obra gratuita del Espíritu del Resucitado, que acompaña a cuantos son portadores del Evangelio, y que abre el corazón de quienes escuchan. Para proclamar de forma fecunda la Palabra del Evangelio, es necesario ante todo que se haga una profunda experiencia de Dios». Por eso, en segundo término, tampoco estamos ante lo que, con ojos demasiado humanos, podría interpretarse como un intento de una nueva expansión o restauración de una influencia cultural perdida. «En la raíz de toda evangelización no hay un proyecto humano de expansión, sino el deseo de compartir el don inestimable que Dios ha querido hacernos, haciéndonos partícipes de su misma vida». e) Novedad de «ardor, métodos y expresión» En Haití (1983) Juan Pablo II expresó los desafíos de la nueva evangelización, diciendo que debía ser «nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión». Dos años después decía a los Obispos europeos: «Hacen falta heraldos del Evangelio expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre, que tomen parte en sus alegrías y esperanzas, en sus angustias y tristezas, y sean al mismo tiempo contemplativos enamorados de Dios. Por eso hacen falta nuevos santos. Los grandes evangelizadores de Europa fueron santos. Debemos pedir al Señor que aumente el espíritu de santidad de la Iglesia y nos envíe nuevos santos para evangelizar el mundo de hoy» (11-X-1985). ¿Pero qué implica en concreto la «novedad de “ardor, métodos y expresión”»? Podría decirse que el nuevo ardor indica la necesidad de la calidad humana y espiritual de esos «heraldos del Evangelio» y «contemplativos enamorados de Dios», que también pueden serlo los fieles laicos, porque a eso están llamados todos los cristianos. Ese ardor apostólico no es fanatismo sino coherencia. No se trata de imponer la verdad de la fe, sino de proponer la salvación con respeto a la libertad. Al derecho que todas las 39
  • 40. personas poseen a escuchar el mensaje del Evangelio, corresponde el deber de todos los cristianos en su propagación; no por una seca «obligación», sino por lealtad y amor a Dios y a los demás. Los nuevos métodos tienen que ver con la puesta en marcha de la misión de la Iglesia en el mundo, tal como la ha comprendido el Vaticano II. Así cabe ir concretando algunas características de esta metodología, efectivamente nueva bajo ciertos puntos de vista: — El Evangelio debe encarnarse en las personas, una a una, de modo que la gracia del Espíritu Santo pueda impregnar las actividades y realizaciones humanas. De manera inmediata esto se realiza en las Iglesias locales. — Cada uno de los cristianos participa en la evangelización (lo hemos visto ya) según su propia condición. Los laicos tienen su papel especial sobre todo en y desde sus actividades familiares, profesionales y sociales. — La evangelización ha de ser afrontada desde la corresponsabilidad y participación. A ellas se oponen tanto el individualismo (sea de las personas, o sea de los grupos eclesiales) como el afán por uniformar la diversidad de vocaciones, carismas, ministerios y tareas que se dan en la Iglesia, que implica la existencia de muchos modos de llevar a cabo la misión. La nueva expresión, finalmente, remite a lo que puede llamarse la «pedagogía de la evangelización», que supone fidelidad al contenido de lo que se quiere transmitir y, al mismo tiempo, adecuación del lenguaje («sintonía») con que se comunica. Es necesario atender a esas dos referencias de todo anuncio, más en el caso del mensaje evangélico. En efecto, el Evangelio solo puede considerarse recibido cuando suscita una respuesta que compromete a la totalidad de la persona desde el núcleo mismo de su ser, aceptando a Cristo como luz que da sentido a su vida y fuerza a su existir, de modo que esa luz se irradie a los demás y su fuerza vivifique la cultura en que se encuentran. Mas ampliamente, la nueva evangelización pide hoy subrayar algunos aspectos de la misión de la Iglesia como son: el principio de la reforma en la continuidad (sobre todo en relación con la interpretación del Concilio Vaticano II); la denominada «purificación de la memoria histórica» que tanto impulsó Juan Pablo II (purificación que implica pedir perdón y rectificar los errores del pasado); lo que podría llamarse el «tiempo pedagógico» o pastoral (necesario para las personas y las comunidades); el énfasis en la santidad personal y al mismo tiempo la sensibilidad social y el saberse y sentirse Iglesia (que contrarreste la fuerte tendencia individualista presente en los últimos siglos); el diálogo fe-razón o religión-ética (que admita el enriquecimiento y la crítica positiva entre ambos); la legitimidad de la presencia pública de la religión; la corresponsabilidad y complementariedad entre los diversos sujetos y tareas de la evangelización; la relación entre sabiduría y nuevos medios de comunicación. En ocasiones se oye decir que no bastan la oración, la santidad personal, o las virtudes, para una nueva evangelización, pues se requiere transformar las estructuras sociales. Este modo de expresarse no es del todo correcto, porque la oración, la santidad y la virtud, cuando son auténticos, llevan de por sí a la transformación personal y social. Nunca se insistirá mucho en la raíz personal de la evangelización. Ciertamente, una pedagogía de 40