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ÍNDICE
Prólogo ............................................................................................................................11
Primera parte: A este lado del mar
El retrato de la reina .........................................................................................................25
Otro día de mercado ........................................................................................................37
La bestia de Sirex ..............................................................................................................58
El peregrino .........................................................................................................................74
Un negocio vergonzoso ...................................................................................................92
Lucha en el astillero .......................................................................................................109
Karo, Jard y Enuí ............................................................................................................127
Segunda parte: La travesía
Cielo y mar ........................................................................................................................146
Un navío .............................................................................................................................163
El fantasma del capitán ................................................................................................181
El ojo de hierro ................................................................................................................198
Surcando las profundidades ........................................................................................215
Los niños desaparecidos ...............................................................................................231
El hombre pájaro ............................................................................................................248
Tercera parte: Al otro lado del mar
Mareo de tierra ................................................................................................................266
La granja La Preciosa .......................................................................................................280
El secuestro ........................................................................................................................294
El sacrificio ........................................................................................................................312
La ira del dios ...................................................................................................................330
Una nueva vida ................................................................................................................345
La línea del horizonte ....................................................................................................360
Epílogo ..........................................................................................................................375
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Prólogo
L
a bofetada helada de un cubo de agua arrojada sobre la cara
le hizo abrir los ojos.
–¡La mujer está viva, señor! –anunció a gritos un mucha-
cho que cargaba un balde vacío entre las manos.
–¡Gracias a Dios! –exclamó una voz oculta en la penumbra–.
En tres jornadas de travesía, ya hemos tirado cinco cadáveres por
la borda. Como sigamos así, este viaje va a ser mi ruina.
–¿Dónde estoy? –preguntó la recién despertada, con un tono
apenas audible.
Casi no podía mantener los párpados levantados. Había per-
manecido inconsciente varios días y la escasa luz de la habitación
la cegaba como el sol de agosto. Sentía los oídos taponados y la
garganta irritada. Los labios, resecos y agrietados, le escocían
como si tuviera dos ascuas adheridas al pellejo y, al intentar hu-
medecerlos con la lengua, le quemaron igual que si hubiera bebido
vinagre puro. Sudaba a causa de la calentura y a la vez tiritaba de
frío. Los músculos de la espalda, rígida por las contracturas, se ha-
bían tornado tan duros como el suelo sobre el que estaba tendida.
Las extremidades le pesaban como moles de piedra, pero hizo un
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esfuerzo por incorporarse. No consiguió moverse ni unos pocos
centímetros. Entonces se percató de que unos gruesos grilletes oxi-
dados la tenían sujeta de pies y manos.
–Por favor… –volvió a susurrar–. ¿Dónde estoy?
El muchacho del cubo la miraba con expresión indefinida y no
parecía tener intención de responder.
–Ha hablado, señor –dijo después de un rato, girando un poco
la cabeza hacia atrás, pero sin apartar la vista de ella.
–¡Vaya, vaya! ¿Y ha dicho algo interesante o digno de ser es-
cuchado? –preguntó el otro, con manifiesta ironía.
–¿Qué es este lugar? –insistió la mujer.
–Señor, dice que…
–Sí, ya lo he oído –interrumpió el hombre, que se acercó por
fin a la prisionera.
Era de mediana edad, entre cuarenta y cincuenta años. Un
poco calvo y con algunas canas. Quizá para compensar la escasez
de su cabellera, lucía un bigote desmesuradamente espeso. Vestía
pantalones oscuros muy ceñidos a las piernas, cortas y fornidas.
Un chaleco de cuero marrón dejaba al descubierto los brazos ner-
vudos. Llevaba un látigo de siete puntas amarrado al cinto. Tenía
las manos cubiertas de vello y las uñas, que la carencia de hierro
en la dieta había estriado, negras de porquería. El brillo aceitoso
que lo recubría de arriba abajo delataba una importante falta de
higiene. Mascaba sin parar un trozo estropajoso de regaliz, que
movía constantemente de un lado a otro de la boca. Semejante
tesón triturador le hacía parecer una nueva especie de rumiante
con mostacho. Las facciones del rostro desentonaban en el con-
junto. Suaves, casi delicadas, eran las de una buena persona. Su
mirada, en cambio, certificaba que no lo era.
–Estás en la bodega de una preciosa galera. Rumbo a una
nueva vida, llena de oportunidades –dijo, y soltó una risotada.
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–Pero… yo no puedo… –titubeó ella.
–Ah, sí. Claro que puedes. Igual que todos esos que reman ahí.
¿No ves con qué ganas lo hacen? ¿No ves lo ansiosos que están por
llegar? –El bigotudo señaló detrás de sí y volvió a reír.
La mujer levantó un poco la cabeza y vio una columna de a
dos de hombres que se movían adelante y atrás, adelante y atrás.
A la izquierda, separada por un estrecho pasillo, había una co-
lumna similar. Formaban un grupo de lo más variopinto. Los había
jóvenes y viejos, escuálidos y rollizos, enclenques y macizos. El
único elemento en común eran las marcas de los latigazos que,
todos sin excepción, tenían dibujadas en sus espaldas desnudas.
–Soy la reina de Rotharam y exijo que esos galeotes sean libe-
rados inmediatamente –ordenó la mujer, intentando dotar a su voz
de la mayor autoridad posible, dadas las circunstancias.
–¡Y yo soy el sumo sacerdote del templo del Pasterra! –exclamó
el hombre–. ¡Lo que yo diga! ¿Verdad, muchacho?
El del cubo, que seguía con cara de pasmado, no respondió y
tampoco su jefe le dio tiempo para que pudiera hacerlo.
–Así que tenemos a un miembro de la realeza a bordo –conti-
nuó–. En ese caso, doblaré vuestro precio, Alteza, y recuperaré las
pérdidas ocasionadas por los muertos.
–Por favor… estoy encinta –dijo la mujer.
–¡Fantástico! Entonces triplicaré las ganancias. No es lo mismo
vender una simple esclava que una esclava refinada que, además,
lleva otro par de manos en sus entrañas. La verdad es que no sé
por qué no se me habrá ocurrido antes incorporar a la oferta ese
añadido. Recuérdame, muchacho, que la próxima vez sólo embar-
quemos a mujeres embarazadas.
–Sí, señor –intervino, obediente, el alelado.
–Aunque si la buena estrella me acompaña, es posible que haya
alguna otra golfa preñada entre todas estas criaturitas y pueda
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sacar una buena tajada, después de todo –calculó el hombre, con
los ojos en blanco.
La mujer ladeó la cabeza y vio que no era la única cautiva. A
su lado, había unas treinta jovencitas con cara aterrorizada y, de-
trás de ellas, un grupo de chiquillos con las narices llenas de mocos.
–Pero si no son más que unas niñas –comentó ella, escandali-
zada.
–Sí, es cierto. Seguro que aún no las han desflorado –observó
el hombre y, al tiempo que se peinaba los bigotes con los dedos,
añadió malicioso–: Pero eso se puede arreglar; el viaje es largo y
hay tiempo para todo…
–¡No lo permitiré! ¡Juro que mataré a quien se atreva a poner
un dedo encima a cualquiera de esas muchachas! –gritó la mujer,
y se revolvió en el suelo lo que las cadenas dieron de sí.
–¿Me estáis amenazando, Alteza? –inquirió el del chaleco de
cuero–. ¿Y cómo pensáis hacerlo con esos cepos? ¿Con la mirada?
–Lo digo en serio –advirtió ella, a pesar de encontrarse en clara
inferioridad.
–Bueno, no es para ponerse así, si yo sólo quiero un besito –
explicó con sorna y, acercándose a una de las chicas, preguntó–:
¿No quieres darme un besito?
La joven giró la cara con repugnancia.
–¡Que me des un beso! –exigió el hombre, con su aliento fétido
a regaliz revenido.
–¡No! ¡No quiero! ¡Por favor…! –suplicó la chica, muerta del
asco.
–¡Pues yo sí quiero! –insistió.
–¡Alto! ¡Ya basta! –ordenó la mujer, pero no fue escuchada.
–¡Ay! ¡¿Te has atrevido a morderme?! –exclamó el hombre,
perplejo–. ¡Pues ahora sí que vas a besarme!
La muchacha empezó a gritar. Muchas de sus compañeras la
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imitaron, y los niños, sin saber muy bien qué estaba sucediendo,
rompieron a llorar. El alboroto quedó interrumpido por un voza-
rrón desde el otro lado de la bodega:
–¡Pergo! ¿Se puede saber qué es lo que estás haciendo, gusano
asqueroso?
La voz pertenecía a un hombre corpulento, de cabeza rasurada
y cara de pocos amigos.
–No es lo que pensáis; sólo me estaba divirtiendo un poco. Y
además, no tengo por qué dar explicaciones a nadie –dijo Pergo
con actitud altiva, aunque se apresuró a recuperar la compostura
y a limpiarse la sangre que le brotaba del labio inferior–. Hasta
que no me deshaga de ellos, esta gente me pertenece y puedo hacer
lo que me venga en gana.
–A mí me trae sin cuidado. Únicamente vengo a dar aviso de
que el capitán quiere reunida en cubierta a toda la tripulación de
inmediato –comunicó el rapado, y, antes de desaparecer escalerilla
arriba, añadió–: Eso sí, como se me agote la paciencia contigo,
Pergo, no responderé de mis actos.
A Pergo se le cambió la cara: tener en su contra al contramaes-
tre no era nada bueno. En el puerto, había escuchado truculentas
historias acerca de él y por eso había negociado personalmente
con el capitán que no formaría parte de la marinería. Él era un
comerciante independiente, no un marino. Pero, una vez en la mar,
quién le aseguraba que su contrato sería respetado. A quién podría
reclamar en caso contrario. Llevaba muchos años ganándose la
vida como tratante de esclavos. Una tarea sencilla en la que sólo
tenía que regatear precios y manejar el látigo. No aspiraba a más
y el trabajo duro no era para él. Sin embargo, desde que había
embarcado en La Preciosa había tenido que recoger jarcias, remen-
dar velas, desatar estrinques y calabrotes, y hasta subir a la verga.
Enfiló el pasillo entre los remeros prometiéndose buscar otra galera
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para el siguiente viaje. A medio camino, dio la vuelta y volvió
donde estaban las prisioneras.
–No pienses que me he olvidado de ese mordisco, y mucho
menos de vos, Alteza –dijo y escupió, a los pies de la mujer, la raíz
más que masticada.
Mientras se alejaba, liberó su ira descargando el látigo sobre
los que le parecía que remaban con poco empeño.
–¿Estás bien, muchacha? –preguntó la mujer a la joven ata-
cada.
–Sí. No llegó a hacerme nada, pues tengo la dentadura com-
pleta y se ha llevado una buena tarascada. ¿De veras sois una
reina?
–Así es. Soy la esposa del rey Mustha, soberano del reino de
Rotharam.
–Vaya… ¿Cómo es posible que estéis aquí? –La chica estaba
perpleja.
–Lo último que recuerdo es que acepté la invitación a tomar
un poco de agua de un peregrino que me encontré en el camino.
Después me mareé y perdí el sentido.
–¿Vuestra escolta no os previno del peligro?
–Viajaba sola. De incógnito –explicó la reina.
–Ah…
–¿Aquel caminante iba en romería al santuario de Sirex? –
quiso saber otra de las jóvenes.
–Creo recordar que sí –respondió la reina.
–Es el que me secuestró a mí. Me engañó del mismo modo:
me ofreció un poco de agua, cuando en realidad debía ser algún
tipo de droga. Al primer sorbo ya había dado con los morros en el
suelo. Luego me vendió a otro hombre, y ése, al tirano que nos ha
encerrado en esta maldita nave.
–A mí me ocurrió lo mismo. ¡Ay, cuántas veces me dijo mi
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madre que desconfiara de los extraños! –se lamentó otra de las
muchachas.
Las mujeres callaron al oír pasos en la escalera. Pergo bajaba
los peldaños de dos en dos, blasfemando todo tipo de improperios.
Se colocó frente a los galeotes y gritó:
–¡A la de tres, la columna de estribor dejará de remar y man-
tendrá las palas fuera del agua hasta que yo lo diga! ¡Los demás
seguirán remando! ¡Una… dos… tres!
Los remeros obedecieron y una seca sacudida recorrió la galera
de proa a popa.
–¡Tú no, imbécil! –gritó Pergo a uno de los de babor, que había
entendido mal la orden, y le soltó un latigazo que le cortó la cara.
Se escuchó la agitación de las velas mientras el barco viraba y,
por unos instantes, las olas parecieron detenerse alrededor del casco.
–¡Ahora! ¡A remar! ¡Remad con todas vuestras fuerzas si no
queréis que la tormenta nos engulla! –volvió a gritar e hizo restallar
el látigo a diestro y siniestro.
La voz del contramaestre se coló por una de las escotillas:
–¡Más rápido, Pergo! ¡Los nubarrones acortan distancia!
–¿Qué queréis que haga? ¡No tengo más hombres y parece
que a éstos los correctivos ya no les hacen efecto! –replicó, mal-
humorado.
–¡Pues que remen las mujeres!
–¿Soltar a esas arpías? ¡Ni en la peor de las tempestades!
–¡Es una orden!
–¡Yo no recibo órdenes! ¡Se lo dejé bien claro al capitán antes
de embarcar! –gritó Pergo con tanta rabia que las venas del cuello
estuvieron a punto de reventar.
–El capitán dice que o consigues hacernos volar por encima
del agua o te obligará a saltar por la borda –dijo el contramaestre
como argumento final, y se alejó a grandes zancadas.
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17. June2.qxp:Maquetación 1 19/03/12 12:11 Página 18
Pergo refunfuñó por lo bajo y se desahogó propinándole una
patada en la espinilla a su criado.
–Dame la llave, muchacho. Y suelta ya ese cubo o te lo pongo
de sombrero. ¡Santo Dios, no he visto a nadie con tan pocas luces!
–exclamó.
–Sí, señor. Aquí la tiene –asintió el chico y le entregó la llave
que llevaba al cuello.
Pergo fue abriendo los grilletes de las mujeres, una a una. Las
colocó entre los remeros y las encadenó de nuevo a las argollas cla-
vadas para ese fin a lo largo del pasillo. Cuando le llegó el turno a
la joven a quien había intentado besar, dijo:
–A ti no te soltaré porque has sido una niña muy descarada –
y, dirigiéndose a la reina, añadió–: A vos tampoco, Alteza, pues no
sería propio de vuestra condición haceros trabajar demasiado.
La ayuda extra sirvió de poco. El oleaje empezaba a arreciar y
los remos encontraban cada vez más resistencia. Además, el viento
escoraba la embarcación y los de babor no llegaban ni a rozar el
agua. En la lejanía, se oían los primeros truenos y comenzaron a
caer algunas gotas que se transformaron, en poco tiempo, en enor-
mes goterones.
En unos minutos, la tempestad les había rodeado. Las olas se
levantaban por encima del mástil formando gigantescas paredes
de agua que caían violentamente sepultando a los marineros, que
luchaban por mantenerse en pie sobre la cubierta. Algunos tuvie-
ron suerte y se amarraron a tiempo a las bitas. Otros, más torpes,
fueron barridos como la hojarasca acumulada tras un vendaval en
el porche de una casa. El cielo se había vuelto tan negro que pa-
recía de noche. Una noche intermitente, iluminada a cada poco
por el blanco de los relámpagos. Las ráfagas de viento jugaban a
cambiar de dirección sin avisar y se entretenían zarandeando lo
que quedaba de las velas rasgadas. El palo, resentido de anteriores
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tormentas, no pudo resistir el vapuleo y terminó por ceder. El in-
fortunio hizo que se desplomara sobre el timón y lo arrancara de
cuajo, además de aplastar al capitán.
–¡Capitán! –gritó el contramaestre.
–Estamos perdidos –balbució el capitán, escupiendo sangre–.
Sin palo y sin timón no tenemos ninguna posibilidad. Que se sal-
ven los marineros y me dejen aquí: a mi barco y a mí nos ha lle-
gado la hora.
La galera se movía como una cáscara de nuez. A buen seguro,
Neptuno estaría divirtiéndose de lo lindo. Debía de ser el único.
–Te dejo al mando, muchacho. Voy a ver si necesitan ayuda
ahí arriba –le dijo Pergo a su criado, si bien su verdadera intención
era estar lo más cerca posible del bote salvavidas.
La bodega se había convertido en una perversa atracción de
feria. Los bultos de los víveres almacenados en la parte de proa ro-
daban por doquier. Un tonel del tamaño de un carro golpeó varias
veces a uno de los chiquillos encadenados, que no tenía manera de
esquivarlo. El pobrecillo dejó de gemir a la cuarta embestida. Los
hombres se aferraban a los remos para que no se les incrustaran en
el vientre. Las mujeres trataban de imitarlos, a pesar de que ya no
les quedaban fuerzas para nada. El sirviente de Pergo cogió el cubo
y vomitó en él. Pensó que, si era cierto que después de la tempestad
llega la calma, cuanto menos tuviera que limpiar, mejor. La reina
rezaba para que la pesadilla terminara. La muchacha que estaba a
su lado rogaba que fuera la ocasión de escapar.
–Majestad, si salimos de ésta sanas y salvas, ¿me tomaríais por
vuestra dama? –preguntó.
–Si salimos de ésta, os tomaré por hermana, pues podremos
decir que fue la diosa Fortuna quien nos dio la vida.
–Mi nombre es Kathary, pero casi todos me llaman Katha –se
presentó la joven.
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19. June2.qxp:Maquetación 1 19/03/12 12:11 Página 20
–El mío es…
El criado de Pergo detuvo las presentaciones. Estaba tan ner-
vioso que casi no se le entendía lo que decía.
–¡Deprisa! Si nos quedamos aquí abajo moriremos sin remedio
–tartamudeó, al tiempo que metía la llave en los grilletes.
–¿Por qué nos liberáis? –preguntó Kathary.
–He visto lo que ocurre en cubierta. La nave está destrozada,
el capitán ha muerto y la mayoría de los marineros han abando-
nado sus puestos. Yo no soy muy listo, pero entiendo que si he de
pasar ahora a la otra vida, es mejor hacerlo después de haber
hecho algo bueno. La galera no tardará en hundirse y no quiero
llevar en mi conciencia vuestras muertes –explicó, y corrió a liberar
de sus cadenas a los demás.
–Gracias –dijo Kathary, y pensó que se había dado el primer
paso para que su deseo de evasión se hiciera realidad.
–Si vamos a naufragar, deberíamos buscar algo a lo que aga-
rrarnos para mantenernos a flote –comentó la reina.
–La galera tiene un par de botes. Los vi cuando embarcamos.
–No creo que la tripulación ceda sus lugares a los esclavos –
opinó la reina–. Reúne a los niños y a las mujeres arriba. Yo va-
ciaré las barricas de las provisiones y las subiré para usarlas a modo
de balsas.
–Vos sola no podréis con todo –replicó Kathary.
–Di a los remeros que me ayuden –dijo la reina y, ante la inde-
cisión de la chica, azuzó–: ¡Corre! ¡No tenemos mucho tiempo!
Ya habían preparado unos doce toneles cuando un crujido, al
principio muy tenue y que después fue in crescendo, desgarró en dos
el casco de La Preciosa. El agua empezó a entrar por todas partes e
inundó la bodega en un instante. La reina se abrazó a lo primero
que encontró flotando junto a ella y, en el momento en que ya no
quedó más aire, aguantó la respiración e intentó nadar hacia
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20. June2.qxp:Maquetación 1 19/03/12 12:11 Página 21
arriba. Cuando emergió a la superficie, la galera ya se había hun-
dido. La visión era aterradora: masas de agua como montañas
danzantes, astillas de madera despedazada y cuerpos hinchados
que se movían con el vaivén de las olas y terminaban por desapa-
recer entre la espuma. De repente, algo la golpeó en la cabeza:
una de las barricas vacías había surgido violentamente desde las
profundidades, como si las sirenas se hubieran sentido ofendidas
por un obsequio tan poco exquisito y lo devolvieran de mala gana.
Sin saber muy bien cómo, la reina consiguió meterse dentro justo
antes de perder el conocimiento.
Al abrir los ojos, vio que estaba en una playa. Desconocía cuánto
tiempo había pasado en el mar. Recordaba, como en un sueño le-
jano, haber visto la luna un par de veces, creciente y llena, y haber
sufrido el calor abrasador del sol durante varios días. También re-
cordaba la lluvia sobre su lengua y el viento frío en las mejillas. Y lo
que recordaba, sobre todo, era el incesante bramido de las olas.
Se incorporó muy despacio. Probó a ponerse de pie, pero tenía
el cuerpo entumecido y las piernas no le respondían. Sentada
sobre la arena, descansó un momento antes de volver a intentarlo.
Vio que la orilla estaba repleta de desperdicios: trozos de madera,
cabos, telas, zapatos, cestos de mimbre, un remo roto, un par de
toneles… Entonces se dio cuenta de que eran los restos del nau-
fragio y se levantó en busca de algún superviviente. Encontró el
cadáver amoratado del contramaestre y también el del muchacho
del cubo. Vio hundirse el cuerpo de uno de los niños antes de llegar
a la playa y los de dos mujeres, flotando como boyarines sueltos
de su amarre. Encontró el chaleco de Pergo, pero no a su propie-
tario. A Kathary no la vio.
Los chillidos de algún tipo de animal le hicieron darse la vuelta,
asustada. Detrás de la playa de arena blanca se levantaba una mu-
ralla vegetal. Árboles de troncos inmensos luchaban por conservar
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un espacio reivindicado por todo tipo de arbustos y enredaderas,
de las que colgaban, como farolillos en una fiesta, flores de vivos
colores. Otros árboles más pequeños aprovechaban cualquier
hueco para desplegar sus ramas cargadas de frutos. Pájaros de
colas larguísimas, azules, rojos, verdes, negros y amarillos, daban
buena cuenta de los más maduros. A la reina se le hizo la boca
agua. Sentía la lengua como el corcho, las encías escocidas y el pa-
ladar pelado. No había nada en el mundo que le apeteciera más
que una de aquellas frutas.
Decidida a saciar su sed, dio un par de pasos hacia el vergel y
tropezó con algo. Era una tabla donde figuraba escrito con letras
grandes un nombre: La Preciosa. Miró a su alrededor y contempló
extasiada la belleza del entorno. El verde esmeralda de la vegeta-
ción, el blanco radiante de la arena, el dorado de las rocas que sal-
picaban la costa, el turquesa del mar que se fundía con el cielo
despejado en el horizonte. Jamás había visto un paisaje igual. No
tenía ni la más remota idea de dónde se hallaba, pero pensó que
aquella tierra era, efectivamente, preciosa.
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