4. H. C. ANDERSEN
El traje nuevo del emperador
Ilustración: Francesc Rovira
Adaptación: Isidro Sánchez
5. En un lejano país, vivió hace muchos años un emperador que sólo
pensaba en estrenar vestidos. Se cambiaba de ropa a todas las horas del día
y disponía de un modelo para cada ceremonia palaciega: uno para recibir a
los embajadores extranjeros, uno más para despachar con su primer
ministro, otro para pasar revista a las tropas, otro más para acudir al teatro...
Los sastres de la ciudad se turnaban día y noche cosiendo riquísimas
telas. Pero aun así, al emperador le parecía escaso su guardarropa y, a
diario, visitaban el palacio comerciantes llegados de lejanos países.
6. Un día, dos granujas pidieron ser recibidos por el emperador y,
haciéndose pasar por tejedores, afirmaron que tejían la tela más fina que
pudiera imaginarse.
—Pero aún hay más, majestad —añadió uno de ellos—. Dicho tejido
tiene la virtud de ser invisible para aquellos que son indignos del cargo que
ocupan y para cualquiera que sea estúpido de solemnidad.
—Realmente es una cualidad admirable —se asombró el emperador—.
Si yo vistiera un traje confeccionado con ese tejido, descubriría a los
cortesanos que no son dignos de su cargo y distinguiría, entre mis súbditos,
7. a los inteligentes de los necios. Deseo que me confeccionéis un traje con
esa maravillosa tela.
8. —Nada nos complacería más —respondió uno de los perillanes—; pero
necesitaríamos comprar muchas madejas, sin contar con que deberíamos
disponer de dos telares.
—Me parecen en exceso prudentes vuestras peticiones —dijo el
emperador—, si se tiene en cuenta que, a cambio, vais a tejer una tela tan
extraordinaria.
Le pidió entonces a su anciano primer ministro, quien no había podido
evitar un respingo al oír mencionar las propiedades de la tela, que hiciera
llamar al tesorero del palacio. Y cuando éste hubo acudido al salón del
trono, el emperador le ordenó que entregara tres bolsas de oro a los
tejedores.
9. Al día siguiente, se habilitó una gran sala en la planta baja del palacio y
se comenzaron a instalar los telares.
Durante varios días, los dos granujas no hicieron otra cosa que comer y
beber sin medida, mientras que en presencia del emperador aparentaban
estar preocupados porque la instalación de los telares parecía demorarse
más de la cuenta.
—¿No podríais intervenir vos mismo a fin de que los obreros terminasen
cuanto antes? —le decían—. ¡Ardemos en deseos de ponernos a tejer!
10. Pero cuando estuvo acabada la instalación de los telares, alegaron que
aún no habían recibido las madejas y que tal vez fuese necesario enviar tres
nuevas bolsas de oro al fabricante que se las suministraba.
De nuevo hizo falta llamar al tesorero, quien comenzaba a escamarse de
que para comprar unas cuantas madejas hicieran falta tantas bolsas de oro.
Algunos días después, los dos granujas comunicaron, por fin, a Su
Majestad que ya habían recibido las madejas. Y aun cuando ninguno en
palacio las había visto llegar, nadie dudó de sus palabras, puesto que los
telares comenzaron a funcionar entonces mismo y no dejaron de hacerlo en
toda la noche.
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12. A los pocos días, el emperador no podía contener las ansias de
comprobar por sí mismo cómo iba el trabajo de los tejedores.
Pero recordando las propiedades del tejido y teniendo en cuenta además
que para entonces nadie en la ciudad ignoraba dichas propiedades, prefirió
no arriesgarse y consideró más prudente enviar a su primer ministro.
—Nadie como tú podrá juzgar la calidad de la tela —le dijo—, porque
eres inteligente y ninguno en palacio ejerce su cargo con más competencia.
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14. Así que fue el fiel cortesano quien bajó a la sala, donde los telares no
habían parado ni un instante, aunque no tejían ni una sola hebra de hilo.
Los dos embaucadores rogaron al primer ministro que les diera su
opinión sobre la extraordinaria tela.
El buen hombre se caló las gafas y aunque forzó la vista todo lo que
pudo, no vio absolutamente nada.
«¿Acaso seré indigno de mi cargo?», se preguntó, preocupado, pero
decidido a no reconocer que no veía la tela.
—Comunicaré al emperador que vuestro trabajo es muy satisfactorio —
dijo y volvió sobre sus pasos, preguntándose cómo le describiría a Su
Majestad un tejido que no había visto.
15. Llegó el día en que el emperador ya no pudo resistir por más tiempo su
curiosidad y, precedido por una numerosa comitiva, fue a visitar a los
tejedores.
«¿Acaso soy indigno de mi imperio? —se preguntó nada más entrar en la
sala—. No veo nada en los telares.»
Pero ni por asomo se le pasó por la cabeza la idea de confesarlo. Durante
mucho rato, se quedó absorto, como si la admiración que sentía ante el
tejido que no veía le hubiera dejado sin habla.
—Vuestra labor merece mi más alta aprobación —declaró, al fin,
carraspeando.
16. —Su Majestad debería elegir una ocasión solemne para estrenar el traje
que se confeccionará con este tejido —intervino el primer ministro—. Y si
me lo permitís, creo que no puede haber fecha más señalada que el desfile
con el que se conmemora vuestra coronación.
17. La víspera del día del desfile, los falsos tejedores estuvieron trabajando
durante toda la noche.
Todo el que quiso en la ciudad pudo ser testigo de ello, porque a través de
la ventana de la sala, se les pudo ver desplegando una gran actividad para
tener el traje a punto.
Fingieron sacar la tela de los telares y durante muchas horas, estuvieron
cortando el aire con grandes tijeras y cruzándolo con agujas sin hilo, hasta
que, por fin, poco antes de amanecer, anunciaron:
—El traje nuevo del emperador está a la disposición de Su Majestad.
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19. El emperador entró en la sala, acompañado de sus cortesanos, mientras
los dos truhanes alzaban los brazos, como si sostuvieran algo.
—¡Ved los pantalones! ¡Ved la casaca! ¡Ved el chaleco! —exclamaban
con la expresión de felicidad del sastre satisfecho de su trabajo.
—La tela con la que están confeccionadas las tres prendas es tan fina —
aseguró uno de ellos, dirigiéndose al emperador—, que cuando la hayáis
vestido, os sentiréis como si no llevaseis nada puesto.
—Dignaos quitaros la ropa —añadió el otro— y tendremos el honor de
ayudar a Su Majestad a vestir el traje nuevo.
20. El emperador se quitó la ropa que llevaba puesta y los dos granujas
comenzaron a vestirlo, prenda a prenda, con el traje que nadie veía.
Y cuando los cortesanos supusieron que su emperador estaba vestido con
el traje nuevo, se deshicieron en elogios, para que no quedara duda alguna
de que veían el traje.
Entretanto el emperador se miraba de un lado y de otro en un espejo que
le habían acercado los falsos sastres.
—¿Verdad que me sienta admirablemente? —preguntó antes de dirigirse
hacia la puerta para encabezar el desfile.
21. Y aún se dio una vuelta más ante el espejo para hacerles creer a sus
cortesanos que él veía perfectamente el traje y admiraba su fino acabado.
22. Mientras el emperador comenzaba a descender la escalinata de palacio,
los chambelanes que habían de sostenerle el manto se inclinaron hasta el
suelo; luego aparentaron que sostenían algo entre las manos, porque no
querían exponerse a que el pueblo creyera que no veían nada.
23. Se inició el desfile, y todos los habitantes de la ciudad que asistían a su
paso exclamaban:
—¡Qué traje tan hermoso viste nuestro emperador! ¡Qué bien le sienta!
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