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antigüedad, tales como la sedentarización y la creación de las
ciudades, la aparición de una organización social más compleja
(relativamente asimilable al actual concepto de Estado) y el inicio del
uso de la escritura. Este último criterio no ha sido considerado sólo
como marca del comienzo de la edad antigua desde un plano
metodológico, es decir, por la irrupción de las fuentes escritas en el
estudio de la historia frente a la exclusividad de las fuentes
arqueológicas para el conocimiento de la prehistoria, sino por lo que
supone el uso de la escritura en sí misma como instrumento de
poder y de organización, como forma de expresión y el modo en que
refleja el cambio en la concepción del mundo, vinculados a los
procesos anteriormente enunciados.
A partir de estos criterios, los datos arqueológicos disponibles sitúan
el inicio de la antigüedad en Oriente Próximo y en Egipto hacia
finales del IV milenio a.C., mientras que en Grecia y Roma se
situaría a mediados del II milenio a.C. y a mediados del I
milenio a.C., respectivamente.
El final de la antigüedad y la transición hacia el medievo viene
trazado, del mismo modo, por la transformación y disolución de
algunos elementos constitutivos esenciales del mundo antiguo, de
forma preferente en el marco del Mediterráneo. Resultan, por tanto,
arbitrarias las fechas comúnmente utilizadas para situar sus límites
finales; como el Concilio de Nicea del año 325 atendiendo a la
emergencia del cristianismo, la presencia de los godos en Occidente
desde el 376, la división del Imperio romano en el 395 por Teodosio I
el Grande y la diferente dinámica evolutiva de Occidente y de
Oriente, o el destronamiento de Rómulo Augústulo en el 476 y la
consiguiente desaparición del Imperio de Occidente; sin su adecuada
contextualización en los procesos que concurren en esa transición a
lo largo de los siglos IV y V d.C.
La crisis del mundo urbano, como expresión de la agonía de un
modelo económico basado en la esclavitud, y la merma en su eficacia
política y administrativa, la búsqueda de alternativas en el ámbito
rural, el debilitamiento de la estructura política en torno al
emperador y la fragilidad de la unidad imperial, el avance del
cristianismo frente al paganismo como religión predominante o las
invasiones de pueblos nómadas procedentes del continente asiático,
ilustran la extraordinaria complejidad en la que se diluyó el mundo
antiguo y se perfiló para los europeos un nuevo horizonte
cronológico.
3. 3
3. LOS RASGOS Y LOS ESCENARIOS DE LA ANTIGÜEDAD
CLÁSICA
Los aproximadamente treinta y cinco siglos que abarca este amplio
periodo histórico se han circunscrito tradicionalmente a una
geografía clásica delimitada entre el Mediterráneo y el Oriente
Próximo, lo que evidencia el relativismo de este criterio cronológico al
extenderlo a otras áreas del globo, como India o China. La historia
del denominado “mundo antiguo”, a pesar de esa regionalización,
presenta una gran heterogeneidad como consecuencia de su
dilatada duración y la gran variedad de pueblos y civilizaciones que
asumieron con mayor o menor transcendencia su protagonismo
histórico. Por todo ello, aspectos genéricos como la persistencia de
un sistema socioeconómico basado en la esclavitud, donde la
agricultura y la ganadería, junto con la actividad comercial,
conforman los pilares de la estructura económica; la configuración
de formas estatales teocráticas; la aparición de las primeras
ciudades-estado y la conformación de los primeros estados
territoriales, bajo la impronta de “imperios universales”; o el
excepcional papel desempeñado por las religiones (tanto de signo
politeísta como monoteísta), por sólo citar algunos, presentan una
riquísima variedad de matices al descender a cada caso particular.
La complejidad para el conocimiento de la antigüedad clásica es
mayor, si cabe, en la medida en que estos pueblos y civilizaciones
“históricos” se encuentran en continuo contacto con sociedades que
consideramos en situación “prehistórica”.
La historiografía tradicional ha polarizado el estudio del mundo
antiguo hacia tres escenarios geohistóricos prioritarios: el Oriente
antiguo, especialmente las civilizaciones del denominado Creciente
Fértil (básicamente la región de Mesopotamia); y la Grecia y la Roma
clásicas, sobre cuyos ejes se articulará una verdadera historia
unitaria del Mediterráneo antiguo.
a. El Oriente antiguo
Desde finales del IV milenio a.C., las civilizaciones más desarrolladas
aparecieron o se desarrollaron en torno a los grandes ríos del
Creciente Fértil, esto es, el Tigris y el Éufrates (la región de
Mesopotamia); y el río Nilo; a los que habría que añadir los ríos
Kārūn y Karjeh, en el caso de la civilización de Elam.
4. 4
En Mesopotamia, las primeras ciudades-estado, gobernadas por
sistemas políticos teocráticos, y los primeros intentos por crear
imperios de vocación universal tuvieron lugar a lo largo del III
milenio a.C. por sumerios y acadios. Al auge de las primeras
ciudades-estado sumerias seguiría el periodo acadio, que en muchos
aspectos continuaría las prácticas políticas de las ciudades
sumerias, pero con predominio de la etnia semita, y que bajo el
reinado de Sargón I (c. 2335-c. 2279 a.C.) daría lugar a la fundación
del primer Imperio que englobó a toda Mesopotamia. Aquellas
pretensiones unificadoras, desde la base de la ciudad-estado,
persistirían más adelante a finales de dicho milenio con la III
Dinastía de Ur; en el II milenio a.C., con el Imperio asirio antiguo, el
Imperio paleobabilónico, cuyo cenit se alcanzó durante el reinado de
Hammurabi, y el Imperio asirio medio; y en el I milenio a.C., con el
Imperio asirio nuevo, el Imperio neobabilónico y el Imperio persa
Aqueménida, cuyos confines se extendieron desde Asia Menor hasta
el valle del Indo, entre los siglos VI y IV a.C.
La conformación de aquellos vastos estados territoriales, sobre los
que se ejerció un intenso control económico y político-militar, fue
acompañada de una progresiva complejidad en las estructuras
administrativas, cuyos primeros baluartes se encuentran en los
primitivos templos de las ciudades-estado sumerias y acadias, hasta
alcanzar unas estructuras más sofisticadas, como el eficiente
sistema de administración del Imperio persa, a través de las
satrapías y un rápido sistema de comunicaciones y un poderoso
ejército.
En el otro vértice del Creciente Fértil, el Nilo será el elemento
determinante en el desarrollo de la civilización egipcia que desde
principios del III milenio a.C. logró crear una entidad estatal que
materializó la unión del Alto y el Bajo Nilo. En su desarrollo
cronológico, la historiografía suele distinguir tres periodos: el
Imperio antiguo (dinastías I a VI), en el III milenio a.C.; el Imperio
medio (dinastías VII a XII), entre finales del III milenio y la primera
mitad del II; y el Imperio nuevo (dinastías XIII a XX), desde mediados
del II milenio hasta el primer cuarto del I milenio a.C. La edificación
de los sucesivos imperios se estableció, con lógicas diferencias según
los periodos, sobre la base de una fuerte monarquía teocrática, la
formación de un potente ejército y una eficaz administración
centralizada.
5. 5
Los confines de Asia Menor y la franja costera dieron lugar al
desarrollo de importantes núcleos de civilización, como el Imperio
hitita en la primera o los semitas occidentales (arameos, hebreos y
fenicios entre otros) en la costa mediterránea, pero generalmente
fueron zonas bajo el influjo, cuando no el control directo, de las
grandes potencias hegemónicas de la época.
b. La Grecia antigua
A diferencia de las grandes civilizaciones orientales, de carácter
esencialmente continental, terrestre y agrícola, la civilización griega
fue básicamente marítima, comercial y expansiva. Una realidad
histórica en la que el componente geográfico desempeñó un papel
crucial en la medida en que las características físicas del sur de la
península de los Balcanes, por su accidentado relieve, dificultaban
la actividad agrícola y las comunicaciones internas, y por su dilatada
longitud de costas, favorecían su extraversión hacia ultramar. Un
fenómeno sobre el que incidirían también de forma sustancial la
presión demográfica originada por las sucesivas oleadas de pueblos
(entre ellos aqueos, jonios y dorios) a lo largo del III y II milenios a.C.
Tras las civilizaciones minoica y micénica, en los siglos oscuros
(entre el XIII y el XII a.C.) la fragmentación existente en la Hélade
constituirá el marco en el que se desarrollarán pequeños núcleos
políticos organizados en ciudades, las polis. A lo largo del periodo
arcaico (siglos VIII al V a.C.) y del clásico (siglo V a.C.), las polis
fueron la verdadera unidad política, con sus instituciones,
costumbres y leyes, y se constituyeron en el elemento identificador
de una época.
En el periodo arcaico ya se perfiló el protagonismo de dos ciudades,
Esparta y Atenas, con modelos de organización política extremos
entre el régimen aristocrático y la democracia. La actividad de las
polis en ultramar fue un elemento importante de su propia
existencia y dio lugar a luchas hegemónicas entre ellas y al
desarrollo de un proceso de expansión colonial por la cuenca
mediterránea. La decadencia de las polis favoreció su absorción por
el reino de Macedonia a mediados del siglo IV a.C. y el inicio de un
periodo con unas connotaciones nuevas, el helenístico, durante el
cual la unificación de Grecia daría paso con Alejandro Magno a la
construcción de un Imperio, que sometió a los imperios persa y
egipcio. En opinión de algunos especialistas, en esta fase la historia
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de Grecia volvía a formar parte de la historia de Oriente y se
consumaría la síntesis entre el helenismo y el orientalismo.
c. El mundo romano
La civilización romana, basada también en el desarrollo del mundo
urbano, evolucionará desde una ciudad-estado hacia la
conformación de un extenso Estado territorial cuyo eje será el
Mediterráneo, contribuyendo a su unitarismo histórico y a su
uniformidad cultural.
En sus orígenes, a mediados del siglo VIII a.C., Roma se configuró
políticamente como monarquía y se produjo una paulatina
diferenciación entre patricios y plebeyos. Estas constantes se
mantuvieron bajo el dominio etrusco, pero el debilitamiento de éste y
la eliminación de la figura del rey por los propios patricios a finales
del siglo VI, inauguraría el periodo de la República. Un periodo
caracterizado por la lucha entre patricios y plebeyos que culminó
con el reconocimiento de la igualdad de derechos a estos últimos. El
sistema político canalizó la distribución del poder a través de tres
instituciones: las asambleas populares, los magistrados y el Senado.
La consolidación del poder de Roma se concretó en un proceso de
expansión territorial que tuvo como escenarios la península Itálica a
lo largo de los siglos VI y V a.C., el Mediterráneo occidental tras las
Guerras Púnicas a lo largo de los siglos III y II a.C., y el Mediterráneo
oriental entre los siglos II y I a.C. Las transformaciones de Roma
culminaron en la crisis del sistema republicano, la creación del
principado de Augusto y el consiguiente Imperio romano. Los límites
de éste se acrecentarían durante sus dos primeros siglos de
existencia, para entrar en un proceso de declive desde el siglo
III d.C., en el que confluyeron multitud de factores (políticos,
socioeconómicos, religiosos y migratorios, entre otros), cuyas
consecuencias comenzarían a anticipar muchos de los elementos
determinantes de la edad media en Europa.