El escrito adjunto es una buena presentación con buenos comentarios de un buen libro: "Gente del Abismo", del escritor y periodista Jack London.
La pluma del escritor y abogado uruguayo Gabriel Antonio Pombo, vuelve a sacudir la fibra de sus lectores al introducirlos de primera mano en uno de los peores barrios bajos de la capital inglesa de inicios del siglo XX.
TEMA 14.DERIVACIONES ECONÓMICAS, SOCIALES Y POLÍTICAS DEL PROCESO DE INTEGRAC...
Jack London en el abismo
1. 1 / 7 - Autor: Gabriel Antonio Pombo
Misterios de nuestro mundo
Jack London en el abismo
Gente del abismo: La extraordinaria crítica social de Jack London
En 1902, o sea, catorce años después del otoño de terror de 1888 que estremeció a los
barrios pobres británicos, un juvenil reportero iría a convivir con los más desamparados.
Los acompañaría hasta sus albergues y caminaría con ellos por las callejuelas sórdidas
del distrito más paupérrimo del East End londinense: Whitechapel. De esa cruda
experiencia nacería un libro señero que se publicaría un año más tarde: “Gente del
abismo”, extraordinaria crítica social de la miseria que aquejaba al país por entonces
más poderoso del mundo.
Ese joven y entusiasta periodista se llamaba Jack London, más recordado por sus
novelas de aventuras o de ciencia ficción (“Colmillo blanco”, “La llamada de la
selva”, “El vagabundo de las estrellas”) y también por obras de tenor político-social
como por ejemplo “El talón de hierro”. Demostró, sin embargo, con “Gente del
abismo”, su gran capacidad de cronista de investigación.
Lo que hace Jack London es sumergirse en el océano de los desafortunados, en el caldo
de cultivo de la pobreza y la degradación social. Y para hacerlo elige la manera más
coherente: pasar por uno de sus habitantes. "The people of the Abyss" no es una novela,
sino más bien un libro de nuevo cuño (en esa época al menos). Un texto que une el
reportaje con la tesis social y con el estudio sociológico de campo, y tampoco desdeña
aportar datos estadísticos y realizar encuestas. Se trata de un libro valiente, que trasunta
indignación, que no se anda con componendas y resulta desolador en sus conclusiones.
El reportero norteamericano acude a la célebre agencia de viajes Cook´s para que le
organicen el viaje. Antes de eso, sus propios amigos londinenses habían tratado de
disuadirle de su propósito y le previenen que el East End de Londres constituye un lugar
donde la vida de un hombre no vale ni dos peniques; a lo cual éste les respondió: Esos
son los sitios que deseo conocer.
En la agencia se muestran perplejos y, de hecho, le facilitan poca ayuda. El escritor
deberá actuar entonces por su cuenta y riesgo. London llama al cochero de un carro para
que lo traslade hacía allí. El conductor toma la dirección que se le indica y pronto se
encuentran en lo que el Jack define como un “suburbio infinito”. Las calles estaban
pobladas con una nueva y diferente raza de gente, cortas de estatura, y de una apariencia
ruinosa. Rápidamente detecta peleas callejeras entre hombres y mujeres borrachos: el
aire se condensa con el obsceno sonido de los insultos. Junto a un mercado ve afanarse a
individuos de todas las edades, rebuscando en montones de basura, papas y otras
verduras en mal estado. Los niños mosconeaban, hundidos los brazos hasta los hombros
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en masas de fruta fermentada, y devoraban los fragmentos menos nauseabundos que
encontraban. Le extraña la completa ausencia de vehículos, así que el suyo representa
una aparición, como un heraldo de un mundo mejor, lo que provoca que los pilluelos se
apresten a asediarlo.
Finalmente, el carruaje se detiene en la estación de Stepney. Desde allí el visitante se
dirige a la tienda de un ropavejero a fin de comprar modestas ropas con las cuales
disfrazarse adecuadamente; único modo de poder entrar en el East End simulando ser
uno más de sus habitantes pobres. Una vez en la tienda, y ante su petición de trajes en
pésimo estado, el dueño del establecimiento deduce que está ante un ladrón o criminal
buscado en varios continentes, y le cobra los andrajos a un precio sumamente alto,
inversamente proporcional a su verdadero valor. Como un seguro de vida para cuando
las cosas vinieran mal barajadas, Jack se cose un soberano de oro en un lugar discreto
de sus harapos. Pronto, luego se verá, tendrá que recurrir a él.
En sus iniciales paseos por el este de Londres, ya “disfrazado”, nota que su anterior
estatus se desvanece: ya no le asedian los pedigüeños como sucedía antes, cuando era
un “americano distinguido”. Por el camino sostiene la rienda del caballo de
un gentleman para que este descienda más cómodamente, y contesta con un “Gracias,
señor” al recibir el penique que aquél deposita en su mano. Descubre, con sorpresa, que
su vida vale ya muy poco. Los coches, que antes se paraban prudentemente para que
cruzara las calles, aceleran ahora frente a su presencia, seguros de que será él quien
habrá de preocuparse de no ser atropellado. Y en los ferrocarriles le extienden, sin
preguntarle, un billete de tercera.
Sin embargo hay una compensación en trueque a estas incomodidades. Por primera vez
se encuentra cara a cara con la clase baja inglesa, y empieza a conocer a esa gente como
en verdad son –confiesa–; y de pronto la multitud deja de asustarle. Con la persona que
inicialmente se contacta en Whitechapel es con un antiguo sargento detective –al que
previamente había solicitado sus servicios– de quién el autor no proporciona su nombre
y apellido real, sino que sólo lo refiere mediante un seudónimo: Johnny Upright. Se
trata de un apodo, más bien peyorativo, con el cual un delincuente lo había bautizado, y
que aludía a que este agente policial "ponía rectos" a los gandules que caían bajo su
mano.
El ex policía con el cual el narrador pronto entrará en cordiales relaciones es, –tal como
sí nos informa, en cambio, Alan Moore, en el cómic “From Hell”– nada más ni nada
menos que William Thick, el tenaz sargento detective de la Policía Metropolitana que
persiguió a Jack the Ripper doce años atrás, y que deviene recordado por haber
arrestado a John Pizer –"Mandil de Cuero"– que en su momento fue sospechoso de
ser el homicida de Whitechapel. El ahora retirado policía vive junto a su señora y dos
hijas en una casa alquilada sita en la más respetable calle del East End. En el relato no
se señala cuál es esa calle, pero lo importante radica en que el veterano agente colabora
con el periodista y le brinda un valioso servicio.
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William Thick le consigue a Jack London una habitación “secreta”, un refugio en el
cual poder regresar a reponerse tras sus correrías disfrazado de harapos. El alojamiento
le cuesta seis chelines a la semana, lo que no parece, dado el estándar de la región,
demasiado barato. En ese estrecho cuarto el joven –de entonces veintiséis años– ubica
una máquina de escribir con la que podrá transcribir sus impresiones al regresar del
Abismo.
Sus primeros paseos por el bajo Londres los emprende fingiendo buscar un
asentamiento decoroso para él y su supuesta mujer e hijos. Pronto se da cuenta de que, a
pesar de las indignas condiciones de vida, el área se haya saturada, pues no hay casi
fincas para alquilar y, las pocas que encuentra, resultan muy caras. Se trata de
cuchitriles sombríos por los cuales los propietarios exigen precios astronómicos. La
esposa de William Thick le explica al visitante, que en los buenos tiempos los alquileres
eran mucho más accesibles, pero que ahora, con tanto inmigrante, todo ha subido;
especialmente por la capacidad de estos recién llegados de vivir como piojos en costura.
Lo curioso del caso consiste en que, según se infiere, los “buenos tiempos” datan de
diez o más años. Vale decir, por 1888 cuando hiciera estragos allí el asesino serial Jack
el Destripador.
El aventurero comienza sus andanzas en esos suburbios conociendo a un joven menor
que él, con quien va a una taberna y se embriaga. Aquél es un marinero que también
trabajó de bombero, entre otros empleos. Intiman, pero enseguida el periodista se
percata del estado de postración moral de su flamante amigo, quien había desarrollado
una peculiar filosofía de la existencia. Ésta constituía una "fea y repulsiva filosofía",
según nos comunica el relator; el cual añade que la misma tenía, no obstante, "lógica y
gran sentido desde su punto de vista". Cuando le pregunta a su interlocutor por qué y
para qué vivía, éste le contestó sin titubear: para emborracharme. El marino tenía sólo
veintidós años. London describe su cara, de rasgos regulares y cierta noble disposición;
y también su cuerpo, de equilibradas proporciones y superior a muchos otros que ha
visto en los gimnasios de Estados Unidos. Pero sabe que en cuatro o cinco años, debido
a la magra alimentación y al alcoholismo, este chico se convertirá en un desecho
humano.
Más adelante, visita los “jardines” de la iglesia del Cristo (Christ Church), al que un
humorista definió como “uno de los pulmones de Londres”, pero que en realidad por
entonces era una región carente de flores y arbustos. "Lo que vi allí –expresa– no
quisiera volver a verlo". Contempla una colonia de mujeres mal vestidas y sucias que
aguardan, haciendo fila, a que se abrieran las puertas de una workhouse cercana. Como
los caracoles, llevan ellas toda la casa encima, de tan atiborradas de trapos que están.
Allí London descubre que uno de los dramas de la Gente del Abismo reside en la falta
de sueño. El apetito de sueño puede llegar a ser tan grave como el hambre de alimentos.
Para los “sin techo” no quedaban mayores opciones. El panorama no había mejorado
desde los tiempos del Destripador, si acaso era peor. Estaban las common lodging
houses, por las que había que pagar para alojarse, y las workhouses¸ teóricamente
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gratuitas, donde era preciso compensar la cama y la pésima comida con trabajos
manuales.
Lo peor era que los indigentes –o sea la mayoría de los pobladores-–no tenían otra
alternativa. Al no disponer de dónde pernoctar, debían forzosamente acudir a aquellos
degradantes antros. La ley inglesa prohibía dormir a la intemperie, y los agentes eran
muy eficientes en su tarea de despertar y hacer moverse a cuantos pillaban intentando
descabezar un sueño. Mucha gente no tenía más remedio que dormir durante el día en
los sitios más insólitos, aprovechando aquí y allá cualquier oportunidad. El lastimoso
espectáculo de ver, a plena luz del día, echados a hombres y mujeres sobre las
escalinatas de la Christ´s Church, insensibles al tráfico y a los ruidos del quehacer
diario, es pintado con lúgubres trazos por el joven cronista.
Pero entre tanto desecho humano Jack London rescata a algún que otro personaje
notable atrapado, como todos los demás, dentro de aquel desierto moral donde ni un
pensamiento alegre podría subsistir. Ello le ocurre al tentar, por tercera ocasión, ingresar
en una work house. La primera vez se puso a hacer cola desde las siete de la tarde y
olvidó unos chelines en el bolsillo, lo que fue suficiente para que le descartaran al
registrarle. Así supo que esa hora era demasiado tardía para conseguir una plaza allí. En
su segundo intento, mientras le acompaña un socialista que acaba de conocer, comienza
a hacer fila más temprano y no olvida reducir su dinero de bolsillo a la cantidad de tres
peniques.
Aún contemplados desde el exterior, aquellos alojamientos eran tétricos. No obstante, el
investigador debe proseguir con su plan y recuerda que ahora es pobre. Haciendo un
esfuerzo, se pone en la cola y no tarda en trabar conocimiento con un viejo lobo de mar;
un personaje –nos cuenta– digno de una novela de Kipling. El anciano le explica que
lleva dos noches durmiendo al raso, y que todavía no se le ha secado la piel de la
humedad que le dejó encima la última noche. Le dice que se está volviendo viejo, y
teme que cualquier mañana lo encuentren muerto. Aconseja a su juvenil compañero que
no llegue a viejo. –"Muérete cuando seas joven, o llegarás a esto"– le previene con
tristeza.
Como la espera es larga le narra su historia: pese a defender a su patria Inglaterra y
obtener varias condecoraciones de la Marina, un mal día golpeó a un capitán de navío
que lo insultó por una falta menor. Dejó maltrecho a puñetazos a su superior, pero lo
detuvieron; lo juzgaron y degradaron, expulsándolo de la Armada. Por si fuera poca su
desgracia, le impusieron dos años de cárcel y, previamente, le aplicaron un castigo
corporal –vigente por entonces– de cincuenta latigazos. También le quitaron su pensión
y confiscaron sus bienes. Ahora, ya viejo, había caído en el abismo de Whitechapel,
quedando reducido a mendigar un trozo de pan y a tener que hacer fila para pasar la
noche en un mísero albergue.
Y cuando están próximos a lograr su objetivo de entrar, el portero les cierra
violentamente la puerta avisando que ya no queda espacio para más nadie. London ve
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como el anciano marino, a despecho de sus achaques, sale corriendo rumbo a otro
albergue con la esperanza de llegar a tiempo. Él, a su vez, junto a dos ocasionales
compañeros –un cochero y un carpintero– se encamina al asilo de Poplar, distante varias
millas de allí, a la carrera, también en pos de conseguir alojamiento. Llegan a Poplar y
llaman con muchos miramientos a la puerta, para no enfadar al personal. Al final sale un
tipo con cara de pocos amigos y les ladra: ¡Full up! (Lleno). "Hasta bajo la pobre luz de
gas podía verse" –explica Jack– "cómo la cara del cochero se volvía gris de
desesperación". Esto fue demasiado para el joven. No lo pudo soportar más y les gritó a
los otros: "Seguidme, coged vuestros cuchillos y seguirme".
Sus dos acompañantes se inquietaron. Y aquí aparece la única mención que se formula
a Jack the Ripper en toda la narración. Nos explica: "Posiblemente me tomaron por un
Jack el Destripador algo retrasado, o pensaron que yo quería implicarlos en algún
crimen desesperado". La preocupación de los individuos se transformó en tremendo
susto, cuando vieron a su camarada extraer de sus ropas un cuchillo. Ahora sí quedaron
convencidos de que aquél sujeto era peligroso y estaba loco. Pero rápidamente
advertirán el uso que le da Jack al arma blanca: la emplea para descoser el bolsillo
interior donde guardaba su soberano de oro, y ante los ojos atónitos de los dos hombres
exhibe la valiosa moneda. ¿Cómo podía tener esa pequeña fortuna un desesperado igual
que ellos?
London concluye que ya es hora de decirle la verdad a los pobres tipos. Les cuenta que
no es un marginado como fingía serlo, que era periodista de un prestigioso medio de
prensa americano, que estaba realizando una especie de "experimento social" pagado
por sus superiores, etc. Total: los invita a cenar a una decorosa taberna, y entre bocado y
bocado recibe las confidencias y las historias de estos dos desventurados. Confidencias
e historias que se sumarán a las que irá recogiendo a lo largo de su periplo, y que
gracias a su pluma maravillosa legará a las futuras generaciones. Tal resulta el
contenido de la extraordinaria investigación que el eximio escritor nos entrega en
su obra "Gente del abismo".
Gracias por visitar el presente documento digital…
Para ampliar las temáticas aquí tratadas y complementar conocimientos, se sugiere acceder al espacio web cuya dirección
electrónica se indica a continuación: http://misteriosdenuestromundo.blogspot.com/
Fotografía del sargento-detective William Thick, uno de los más empeñosos
perseguidores de Jack el Destripador.
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Portada edición en inglés de “Gente del Abismo”.
Portada edición de habla hispana de “Gente del Abismo”.
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El gran escritor y periodista Jack London.