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Libros del Rincón
A golpe de calcetín.
Pues ya que usted insiste tanto, le voy a contar toda la verdad. Pero prepárese, porque la
historia es larga y tendrá que escucharla desde el principio. Qué tal si compra dos
paletas de limón y me lleva a Chapultepec, porque allí no hay gente y nadie podrá
molestarnos. ¿Qué le parece?
Ya hace más de un año que ando metido en esto de vender periódicos por las calles.
Apenas cumplí los diez años, empecé a ir a clases, pero nomás aprendí a leer y escribir
garabatos, mis papás me dijeron:<< ¡Adiós a la escuela!>> y de la mano me llevaron
derechito hasta una bodega muy grande que estaba atestada de periódicos y revistas. Me
pusieron entre las manos un montón de periódicos que apenas podía sostener, me
enseñaron una tonadita y me dijeron:
-<<Ahora vas a leer lo que dicen las letras y lo vas a gritar por las calles del Centro. La
gente te los va a ir comprando: cada periódico cuesta cinco centavos. Sólo cuando hayas
acabado de venderlos todos puedes volver a casa. En esta bolsa de mezclilla vas a meter
las monedas. Ten mucho cuidado con ellas, no las vayas a perder ni dejes que te las
roben>>.
Al principio me daba mucha pena andar pegando gritos por las banquetas, sentía que
todos se volvían a mirarme y me decían: <<Luego luego se nota que este niño tonto es
un principiante>>; pero en cuanto vendí mi primer periódico me dio tanto gusto que
casi pego un salto de alegría. Poco a poco me fui acostumbrando y hasta sentí que lo
hacía mejor que nadie.
Aunque mis papás me habían dicho que no me alejara mucho de la esquina de Avenida
Madero e Isabel la Católica, muy pronto me dio por callejear más allá y, al poco tiempo,
ya conocía todas las esquinas y callejones del rumbo. También empecé a tener muchos
amigos: Chucho, que era bolero; don Justo que vendía lotería; Samuel, que tenía un
puesto de tacos y que a veces, cuando estaba de buenas me regalaba uno; Aniceto
Vargas, el organillero, y muchos más, todos los mendigos de la Catedral y todos los
vendedores ambulantes del Centro.
Según qué tal ande de suerte o qué tan buena sea la noticia, a veces vendo los periódicos
muy rápido, como la semana pasada, en que asaltaron un banco, o como hace algunos
meses, cuando le dieron un balazo a don Pascual Ortiz Rubio justo el día en que
empezaba a ser presidente de México. La gente, en vez de ir a la Cruz Roja a esperar
noticias sobre su salud, compraba el periódico y así sabía todo lo que pasaba.
El dinero que saco de la venta se lo paso todito a mi mamá, y ella me da de ese dinero
cinco centavos cada domingo. Antes me lo gastaba en puras paletas de limón, como ésta
que usted me regaló, y en chicles de marqueta, pero desde hacía un mes lo estaba
ahorrando para poder ir alguna vez al cine.
Todas las tardes voy al pueblito de Tlalpan a ayudar a don Julián, un zapatero
remendón, porque tengo que formarme un oficio para cuando sea grande y no
convertirme en una lata para los demás. La mera verdad es que no sé qué cosas aprendo
de él, porque no me ha enseñado más que a clavar suelas y tacones, poner bien las
agujetas a los zapatos y bolearlos para regresárselos reparados y limpios a los clientes.
Don Julián sólo me da el dinero del tranvía, pero como a veces puedo burlar al cobrador
o irme de mosca, me quedo con él y lo meto en mi alcancía.
No me parece, por lo demás, que eso de pasarme la mañana vendiendo periódicos y en
la tarde oliendo zapatos sea algo muy divertido. Aunque no lo crea, es más bien
aburrido, y si no fuera porque tengo oportunidad de ir de un lado a otro y de platicar con
mis amigos, ya me habría cansado de hacerlo, aunque a veces ocurren en la calle cosas
que valen mucho la pena. Voy a contarle, ya que usted me lo pide, lo que me pasó hace
unas semanas, la mejor aventura que he tenido en toda mi vida.
Todo empezó el lunes 1o. de diciembre. Ese día me vi obligado a sacar, con todo el
dolor de mi corazón, los ahorritos de mi alcancía para dárselos a mi mamá. Me dijo que
en la casa no había dinero para la comida porque a mi papá no le iban a pagar en la
fábrica hasta quién sabe cuándo: él y los otros obreros no querían volver a la chamba
hasta que les aumentaran el sueldo. Por la noche mi papá me platicó todo; también me
pidió que le pusiera más ganas a la venta de los periódicos, porque durante algún tiempo
íbamos a vivir en la casa solamente de lo que yo ganara.
No voy a decir que no sentí un poco de tristeza, pues pensé que ahora sí que iba a ser
difícil que fuera algún día al cine, y también porque a partir de entonces tendría que
vender periódicos en las tardes (aunque al fin y al cabo eso no estaba tan mal, ya que
dejaría de ir en la tarde con don Julián). Además en la noche, cuando ya estaba
acostado, me dije que era muy bueno que me encargaran a mí esa tarea; así yo podría
ayudar a toda la familia.
La noticia de la huelga en la fábrica donde trabaja mi papá no salió en primera plana al
día siguiente, pero a mí me dio por gritarla como si fuera la más importante del día. Yo
creo que a la gente no le interesó mucho, pues en el camino de la bodega a la Avenida
Madero sólo logré vender cinco periódicos. Cuando llegué a mi esquina estaba
cansadísimo de tanto gritar y de cargar el fajo. Pero de pronto me dieron otra vez ganas
y volví a gritar con más fuerza.
No había vendido más que dos periódicos cuando vi que un carro se detenía enfrente de
mí.
-<<¡Ey, chamaco! ¡Acércate!>>, me dijo desde adentro del carro un señor con un bigote
que le tapaba la boca. <<Quiero comprar todos tus periódicos>>.
-<<¿Para qué los quiere todos si son igualitos?>>, le contesté pero me arrepentí al
acordarme de que en la casa no íbamos a tener qué comer si yo no vendía todos los
periódicos.
-<<Te he dicho que los quiero todos, todos... con tal de que me hagas un pequeño favor.
Ven, sube>>.
Que conste que estoy acostumbrado a andar a golpe de calcetín casi todo el día y a ver a
tipos de lo más chiflado en las esquinas, pero ese señor me pareció más loco todavía.
No sólo me había dicho que quería comprarme los periódicos, sino que también me
invitaba a subirme a su carro. Para nada me daba muy buena pinta, aunque es cierto que
no parecía ser ninguno de esos roba chicos de los que me ha contado mi mamá, pues ese
señor iba muy bien vestido, elegante y limpio, con un sombrero que parecía nuevo y con
un carro Ford último modelo.
-<<Sí, te voy a comprar todos tus periódicos a cambio de un favorcito. Es más: te doy
un peso Lo que tienes que hacer es llevarle una carta que te voy a dar a un señor que
está enfermo en el hospital. Se trata de algo muy fácil: te llevo al hospital; allí tú te
bajas, le entregas la carta y luego te traigo de regreso...¡Qué dices?>>
-<<Y qué hago mientras tanto con los periódicos?>>
-<<Los puedes dejar aquí. Te los voy a pagar ahorita mismo, y el otro peso te lo daré
cuando salgas del hospital y hayas hecho bien el trabajo. ¿Trato hecho?>>
-<<Sale, pues>>, le dije, sabiendo que no tenía nada que perder y que un peso de más
podría ayudarnos a comer algunos días. <<Son veintisiete periódicos, señor. Un peso
con treinta y cinco centavos>>.
-<<Bueno, aquí los tienes>>, me dijo, echándome las monedas en la mano y arrancando
después el carro. <<Ahora, escúchame bien. Tienes que entregarle la carta directamente
a él; nada más tú, no puede hacerlo otro en tu lugar. No me vayas a venir con que se la
diste a fulanito o a zutanito. El señor se llama Teófilo Garduño. A ver, repite el
nombre>>.
-<<Teófilo Garduño>>, dije, aunque me sentía muy tonto de tener que repetir como
perico.
-<<Pues el señor Teófilo Garduño va a mandarme un recado contigo; es importante que
lo recuerdes y me lo vengas a decir tal como te lo diga él, palabra por palabra, y si te lo
da por escrito me lo tienes que entregar; ¿entendido?>>
-<<¿Y cómo le hago para encontrar a ese señor?>>
-<<El pobre de Teófilo está encamado; sufrió un accidente. Tú le vas a decir al
encargado de la puerta que te deje entrar un ratito porque quieres ver a tu papá, el señor
Teófilo Garduño. Pero no vayas a decirle nada de la carta, por favor>>.
A mí aquel trabajo se me antojaba muy facilito como para ganarme un peso con él.
Estaba convencido de que ese tipo era un loco que no tenía en qué gastar su dinero. El
señor, que me dijo que se llamaba Aurelio, me hizo repetir varias veces todo lo que
tenía que hacer y las palabras que iba a decir. Cuando entramos a la calle Cinco de
Febrero, Aurelio se estacionó cerca de El Palacio de Hierro. Me hizo bajar con él y me
dijo:
-<<Tienes que ir bien presentado para que crean que eres hijo de Teófilo Garduño. No
puedes ir en esas fachas>>.
Pensé entonces que el hospital adonde íbamos debía ser un poco elegante y que no me
dejarían entrar si me veían todo desarrapado. También pensé que ese señor que dizque
era mi papá debía ser muy importante. Sólo me preocupaba que nos fuéramos a tardar
mucho con todo aquello, y que no estuviera yo de vuelta en el Centro antes de las dos y
se me hiciera tarde para ir a comer. Todo lo demás me parecía muy bien. Así que, como
no tenía nada que perder, bajé con él y lo acompañé a la tienda para quitarme "esas
fachas".
¿Quién iba a pensarlo? Yo, Manuel Torres, vestido con una boina tan bonita, esta que
ahorita traigo puesta, unos pantalones bombachos hasta la rodilla, unos tirantes rojos,
una camisa y unas medias blanquísimas, y unos zapatos mejor boleados que los del
mismo don Julián. ¿Cuándo me iba a imaginar que yo podía entrar en una tienda como
esas, llena de señoras con sombreros de flores, guantes y zapatos puntiagudos y de
señores con bastón, y que además alguien me comprara allí ropa que costaba más de
ocho pesos?
Mientras nos dirigíamos al hospital, tuve que cambiarme en la parte de atrás del carro.
Imaginaba la cara que pondría mi mamá si en esos momentos me viera vestido igualito
que un niño de la Colonia Condesa. Pensé que podría pasar frente a la casa sin que
ninguno de mis hermanos me reconociera.
-<<Si te preguntan por qué vas solo>>, me dijo Aurelio cuando ya nos acercábamos al
hospital, <<dices que tu mamá está enferma y que solamente vas a darle un recado a tu
papá. Y no se te vaya a olvidar nada de lo que te he dicho>>.
Bajé del carro, me acomodé la boina y entré muy contento al Hospital General. El olor
allí era espantoso: se parecía al de la clínica donde mi mamá me había llevado a
vacunar. Sólo de oler eso me acordé en seguida de la cara que puso la enfermera cuando
me clavó la aguja. Y hasta me toqué el hombro, porque sentí como un piquetazo en el
lugar de la cicatriz.
Tal como lo había pensado Aurelio, una enfermera que me vio medio despistado me
preguntó qué hacía yo ahí.
-<<Vengo a ver a mi papá para darle un recado de mi mamá, que tiene más de 40 grados
de calentura y no para de llorar la pobre>>.
-<<¿Y en qué cuarto está tu papá?>>
-<<No sé. Se llama Teófilo Garduño>>.
-<<¡Ah, ya veo! Conque tú eres hijo de Teófilo Garduño. Espérame tantito>>.
En cuanto la enfermera me dejó, alcancé a escuchar que decía: <<¡Pobre inocente!>>
Tuve ganas de ir tras ella y darle un buen puntapié para que supiera que yo no soy
ningún pobre inocente, pero no me atreví por miedo a meter la pata y echarlo todo a
perder. Tuve que esperar un rato sentado junto a una señora que lloraba tanto que
parecía que le hubieran pegado. Ya me estaba hartando de sus llantitos cuando apareció
de nuevo la enfermera, acompañada de un señor.
Iba a decirle "papá", pensando que el tal Teófilo Garduño ya se había aliviado, pero
antes de que pudiera abrir la boca él se acercó a mí y me dijo:
-<<Mira, pequeño, tu papá ya no está aquí. Se lo llevaron hace como una hora. No te
preocupes, dile a tu mamá que salió bien de la operación>>.
-<<Pero necesito darle un recado de ella... Es urgente, ¿dónde está?>>
-<<Está en el Hospital Militar, aunque no creo que lo puedas ver hoy mismo. Debe
dormir para que se recupere pronto y así nos pueda decir algunas cosas que queremos
saber. Ve mañana, quizás tú nos puedas ayudar a que él recuerde...>>
Como no sabía de qué me estaba hablando ese señor, le di las gracias antes de que
siguiera diciéndome cosas y me entretuviera más tiempo. Al salir del hospital iba triste;
creí que Aurelio ya no me iba a dar el dinero que me había prometido. Y así, con la
cabeza gacha, llegué a la calle. Aurelio no me estaba esperando. Miré hacia todos lados
y nada: un carro estacionado, un perro, tres ciclistas, los rieles del tranvía. Pero en
cuanto caminé un poquito hacia el Estadio, adonde mi papá me había llevado a ver el
partido de beisbol entre el Pachuca y el Chiclets Adams, oí que Aurelio me llamaba
desde un árbol en el que estaba recargado.
Tuvimos que caminar más de una cuadra, porque el carro estaba estacionado un poco
lejos; en el camino le fui platicando todo. Él me dijo que pasaría por mí al día siguiente
para llevarme al Hospital Militar.
Llegamos a la Alameda como a la una y media. Me pidió que no le dijera nada a nadie,
que lo de la carta era un secreto entre los dos y que después de que yo le diera el recado
de Teófilo Garduño, me pagaría el peso que me debía. Antes de que arrancara alcancé a
decirle que no se le olvidara llevarme la ropa nueva. Y así, con un rato libre todavía, me
tiré a tomar un poco el sol en el pasto de la Alameda.
Toda esa noche estuve soñando en que iba al cine vestido con la misma ropa que me
había comprado Aurelio. Desperté cuando alguien trataba de quitarme la boina de la
cabeza... Era mi hermana que me zangoloteaba y me decía que le corriera, porque si no
se me iba a hacer tarde y ya no iba a alcanzar periódicos. Apenas me dio tiempo de
tomarme un café negro, pues salí disparado como bala hacia la bodega.
Cuando iba rumbo a mi esquina para encontrarme con Aurelio, algo me detuvo en San
Juan de Letrán; a lo mejor a usted también le tocó verlo: una multitud de hombres y
mujeres caminaban por la avenida gritando que les subieran el sueldo, que los alimentos
estaban recaros y que les dieran una cosa llamada "seguro social". La emoción que me
dio ver a mi papá metido dentro de ese desfile fue mucho más grande que la vez en que
me llevó a ver el partido de beisbol. En medio del alboroto y del griterío pude distinguir
clarito su voz.
Me dieron ganas de ir tras ellos y gritar junto a él, pero Aurelio de seguro ya estaba
esperando. Así es que me eché a caminar hacia Isabel la Católica, gritando la noticia del
día con más fuerza que nunca.
Tuve que esperar un rato y vender unos cinco periódicos hasta que, en un descuido mío,
Aurelio casi me atropella con su carro. Desde que prohibieron hace unos años, que las
carrozas con caballos anduvieran por calles, es muy peligroso bajarse de la banqueta
porque los carros van muy rápido. Todas las mañanas leo en el periódico que
atropellaron a tres o cuatros personas en la ciudad de México ¡en solo un día ! Y eso sin
contar a todos los atropellados por las bicicletas.
Tardé en reconocer a Aurelio porque llevaba la capota de su carro levantada. Mientras
me cambiaba de ropa, a la vista de la gente que pasada cerca, él me repitió todo lo que
tenía que hacer y decir en el hospital. Cuando terminó, le dije que el periódico que tenía
que comprarme esa vez eran treinta y uno, o sea, un peso con cincuenta y cinco
centavos.
-<<Esta bien>>, me dijo. <<cuando vuelvas con el recado de Teófilo te voy a dar el
dinero de tus periódicos y el peso que te prometí>>.
Me bajé del coche acomodándome la boina, y entré al hospital. Adentro sólo había
soldados, enfermeras y doctores. Y también un espejo donde pude verme, de pies a
cabeza, como el periodiquero y el recadero más elegante de todo el centro. Una
enfermera, tan gorda como el elefante del zoológico de Chapultepec (¿lo ha visto?), me
preguntó qué hacía yo ahí. Esta vez le dije que mi mamá se estaba muriendo y que tenía
urgencia de ver a mi papá. Si me hubieran dicho que Teófilo Garduño se había ido a
otro hospital, no sé qué hubiera inventado. Pero no, uno de los oficiales que estaban por
allí escuchó lo que le decía a la enfermera gorda y dijo que él me llevaría al cuarto
donde estaba mi papá
Y dicho y hecho, ¡por fin llegué! El señor que era dizque mi papá se veía muy enfermo.
Tenía un bigote muy chiquitito, el pelo todo despeinado y eran flaco con un jirafa.
Cuando me acerqué a él ni siquiera me dio tiempo de hablarle: me agarró de la nuca y
me planto un beso en el cachete. ¡Qué bárbaro! nunca me había dado tanta pena. Hasta
pensé que eso se lo iba a cobrar por aparte a Aurelio, cuando menos tres centavos más.
-<<Mi mamá tiene una calentura altísima>>, le dije. <<Todo el tiempo ésta sudando y
no para de llorar...Dice que te extraña mucho. El doctor que la fue a ver dice que
deberías ir tú a cuidarla...>> Pero al decir esto me di cuenta de lo tonto que había sido,
pues Teófilo si que estaba enfermo: tenía el pecho lleno de vendas, un frasco de agua
colgaba junto a su cama con una tripa de hule que se le metía en el brazo, y tenía unos
ojos tan tristes que daba lástima.
-<<¿Podrían dejarnos solos un momento?>>,dijo Teófilo Garduño a la enfermera que lo
atendía y al oficial que me había llevado hasta allí.<<Necesito hablar con mi hijo unos
minutos>>.
La enfermera recogió una jeringa usada, que sólo de verla me enchinó el cuerpo, unas
vendas y unos algodones. El oficial dijo que nos daba permiso, pero que no podríamos
tardarnos mucho.
Pobrecito Teófilo, estaba tan enfermo que yo creo que hasta tuvieron que ponerle una
inyección. Le entregué la carta que me había dado Aurelio. Al parecer él ya sabía que
yo se la iba a dar. La leyó rapidísimo y luego escribió del otro lado con lápiz que tenía
escondido debajo del colchón. Volvió a doblar la carta, la metió en el sobre y le pasó la
lengua por goma. Me dijo, con una voz tan quedita que apenas si podía escucharla, que
le entregara la carta a Aurelio lo más rápido que pudiera.
Me despedí de él justo cuando cuando el oficial entraba al cuarto. Antes de salir le dije
desde la puerta:
-<<Que te mejores, papá>>.
Al llegar a la calle, contento de haber cumplido bien con el trabajo, busqué de inmediato
a Aurelio, pero no estaba fuera del hospital. Me fui a asomar a los coches que estaban
estacionados cerca de allí, y nada. Luego le di la vuelta a la manzana, caminé hacia un
lado y hacia el otro de la calle, y de Aurelio ni sus luces. Yo creo que estuve dando
vueltas no menos de una hora, y todo fue en vano: Aurelio había desaparecido.
Me dio tanto coraje que iba a volver con Teófilo Garduño a decirle que su amigo me
había dejado plantado, pero a lo mejor metía la pata, y además ya era muy tarde y mis
papás se preocuparían si no llegaba a comer.
¿Qué les iba a decir a ellos? ¿Se imagina usted el lío en el que estaba metido? Sin el
dinero de los periódicos y con ropa nueva, me iban a preguntar qué era lo que había
hecho, y si les contaba todo no me iban a creer. Además, me llamarían mentiroso y me
regañarían. ¿Cómo les iba a explicar?
Como aún tenía el dinero de los cinco periódicos que había vendido en la mañana pude
tomar el camión hasta la terminal del zócalo. En camino, como tenía tanto coraje, abrí la
carta y la leí. Decía lo siguiente:
<<Teófilo :
Soy tu única salvación. Si quieres salir de allí tienes que confiar en mí. Dime cuál es el
lugar.
Tu amigo Aurelio>>.
y al reverso decía:
<<Aurelio:
Sólo me queda confiar, pero si en una semana no sé nada de ti te denunciaré. El lugar es
el cruce del camino de carretera a Puebla y de Rio Churubusco. Allí encontrarás un
árbol con una cruz marcada. Escarba un poco y encontrarás lo que estás buscando.
Teófilo>>.
¿Sabe lo que pensé? pues que Aurelio había huido con mi ropa y con mi dinero porque
estaba loco de remate. ¡Tanto misterio para dar una dirección! ¡Y tanto dinero que había
gastado Aurelio en mi ropa nueva por tan poco! Lo único que esos tipos querían era
hacerle una broma a alguien y a mí me había tocado la mala suerte. Pero no, era una
broma muy tonta. Lo que si creía era que esos dos tipos estaban locos de remate. Como
para irme derechito hasta Mixcoac a acusarlos en la Castañeda. Y ganas no me faltaron
Al llegar a la terminal del Zócalo estaba cansado y sin ganas de ir a mi casa. Preferí
caminar un rato por los portales para pensar en lo iba a decirles a mis papás. Cuando
estuve frente de la Catedral me di cuenta de que mi desgracia no era tan grande como la
de los mendigos. Pobres cuates, ¿no cree? además de no tener qué comer, ahora habían
prohibido que la gente les diera dinero, y al que lo hiciera le pondría una multa de
veinticinco pesotes.
En esas estaba, medio muerto de miedo por todo lo que me iba a pasar, sentado junto a
una de las fuentes del Zócalo, cuando se acercó mi amigo Chucho. Tuvo que dejar de
reírse de mi ropa sólo porque me vio temblando y muy triste.
-<<¿ Qué te pasa, mano? ¿de dónde sacaste esa ropa de señorito?>>
-<<No puedo decírtelo>>.
-<<Pues,¿ qué no somos cuates? Dímelo... ¿o te la robaste?>>.
Me iba a levantar y lo iba a dejar hablando solo cuando se me ocurrió una idea. Le conté
todo, de principio a fin, hasta llegar a la parte más importante: si no llevaba el dinero de
los periódicos me darían una regañiza espantosa. Y además si me veían con esa ropa no
iba a poder contar al día siguiente. Le dije:
-<<Te propongo un trato. ¿ Qué tal si te cambio mi ropa por la tuya? Al cabo que se
parece un poco a la que traía>>.
-<<¡Sale!>>, me dijo, dando tal brinco que casi se cae al agua de la fuente.
-<<La boina sólo te la presto. Pero eso sí , tienes que hacerme otros dos favores>>.
-<<Ya lo sabía: me estás engañando, ¿o no?>>
- <<No, hombre. Quiero que me prestes tu cajón para bolear zapatos y que vayas a
avisarle a mi mamá que terminé muy tarde de vender lo de la mañana, que ya comí un
taco que me dio Samuel y que me fui derechito por los periódicos de la tarde. ¿Qué
dices?>>
-<< Trato hecho, Manuel. Cuenta conmigo>>.
Tuvimos que meternos a escondidas a la Casa de los Azulejos, en Avenida Madero,
para cambiarnos la ropa en el baño del restaurante. En cuanto un señor nos descubrió,
nos ha pegado tal grito no tardamos ni un minuto en terminar de vestirnos y en llegar
adonde estaban construyendo el Teatro Nacional.
El resto del día me pasé boleando más zapatos que todos los que había visto en mi vida
en el taller de don Julián. Volví a mi casa después de que se encendieran los faroles de
las calles.
A las seis de la mañana del día siguiente ya estaba otra vez de pie y con un sabrosísimo
café negro en las manos. Tomé un buen montón de periódicos en la bodega y en el
camino vendí más de la mitad. La noticia, al parecer, era muy interesante. Usted debe
acordarse: decía que a todos los trabajadores mexicanos que estaban en Estados Unidos
los habían mandado de regreso a nuestro país. Me puse a imaginar que todos ellos
llegaban a México con sus maletas y sin un lugar donde pudieran ponerse a trabajar.
Tendrían que dormir en el Zócalo o en la Alameda o en el Parque Lira, porque ya hay
muchísimos habitantes en la ciudad. Dice mi papá que casi un millón.
Pero la notica más importante era otra, al menos para mí. En la segunda sección de <<El
Universal>>, la de robos y los asesinatos, me encontré, ni más ni menos, con la
fotografía de Teófilo Garduño. La noticia completa decía:
El señor Teófilo Garduño murió anoche en el Hospital Militar, luego de haber sido
sometido a una segunda operación del corazón. Como se recordará el señor Garduño,
junto con otra persona a la que aún no se identifica, asaltó al banco de Londres y
México la semana pasada. El botín, que todavía no aparece, fue de
23 000 pesos. Se continúa buscando al cómplice del ratero fallecido para que la policía
pueda localizar el lugar donde se encuentra el dinero.
Conque no se trataba de una broma ni los dos tipos estaban locos. Aurelio era ese otro
ratero a quien buscaba la policía y la dirección que Teófilo Garduño había escrito en la
carta era, seguramente, la del lugar donde estaban escondidos los billetes. Mientras veía
la fotografía en el periódico me temblaban las manos y las piernas como cuando papá
está bien enojado y me grita. Me acordaba muy bien de la dirección, y de que la carta la
había olvidado en la bolsa del pantalón que llevaba puesto Chucho.
Pero también me di cuenta de que estaba metido en un lío muy grande. ¿Qué era lo que
tenía que hacer? podría llamar a la policía para acusar a Aurelio. Aunque también podía
tomar un camión que me llevara al lugar donde estaba escondido el dinero y sacar algo,
sólo cincuenta pesos, al cabo que ni cuenta se iban a dar. Y hasta después iría con la
policía.
Con cincuenta pesos podría ir varias veces al cine a ver un película del Olimpia,<<Los
cocos>>, donde me han dicho que saben que salen unos payasos que se llaman los
hermanos Marx. También podría comprar comida para todo el mes, pedirle a mi papá
que llevara al partido de futbol entre el Necaxa y el Marte , invitar a mis hermanos a
tomar helados de todos los sabores a Chapultepec, a las canoas de Xochimilco y al
museo de Historia Natural de la calle chopo. Y podría comprarle un rebozo a mi mamá,
invitar a comer tacos a todos mis amigos limosneros y comprar un cachito de lotería
para sacarme mil pesos.
La idea me dio muchas vueltas por la cabeza, pero decidí que lo mejor era ir derechito
con la policía, contarle todo lo que sabía, decirles dónde estaba el dinero y pedirles
como recompensa los cincuenta pesos. Me dio tanto gusto tener esa idea que imaginé
que ya tenía en mi mano los billetes y que a mi lado estaba Laurita, una de mis
hermanas, a punto de darle una chupada a un helado de limón.
En esas estaba, distraído en imaginar todo lo que iba a hacer, cuando ¿quién cree usted
que estaba frente a mí? Aurelio me mirada desde su carro y me tocaba el claxon. Tiré al
suelo los periódicos y me eché a correr lo más rápido que pude, y él detrás de mí. ¡Qué
persecución! tropecé con una señora y le tiré el sombrero, a un señor lo dejé con todo y
bastón en el piso, un ciclista, para no chocar conmigo, se estrelló contra un carro
estacionado, y me caí sobre un puesto de frutas, provocando que todas naranjas rodaran
por la calle. Cuando di la vuelta en la esquina alcancé a ver que un agente de tránsito
levantaba la mano para decir que se detuvieran los carros, pero Aurelio, sin importarle
la multa que le podrían poner, no hizo caso y siguió persiguiéndome.
En cuanto creí que lo había despistado me metí en una iglesia y me escondí debajo de
una banca. Tenía tanto miedo de salir y encontrarme con Aurelio que contuve la
respiración y traté de moverme lo menos posible. Al menos ese sí era un lugar seguro:
no iba a entrar Aurelio a sacarme por la fuerza; y además, podía rezar. Era una suerte
que las iglesias estuvieran otra vez abiertas y no como el año pasado, ¿se acuerda ?, en
que todas estaban cerradas porque dizque el gobierno no quería que la gente rezara.
Esperé casi una hora antes de salir a la calle, seguro de que yo había sido mejor para las
escondidillas que Aurelio.
Afuera sólo había unos cuantos mendigos, dos señoras con velo, sombrero y abanico, y
un vendedor de estampitas religiosas. Respiré hondo y me eché a caminar rumbo a la
comisaría de la policía. Pero en la esquina alguien me agarró con fuerza de la cintura y
me metió dentro de un carro. Era Aurelio, que me miraba y se reía de mí como si fuera
muy chistoso el susto que me había puesto. Me hizo la pregunta que ya me temía:
<<¿Dónde está la carta?>>
<< Dónde está mi ropa?>>, le contesté. <<¿Y dónde está dinero de los periódicos, y el
peso que me prometió?>>
<<¿No te preocupes, hijo, te los voy a dar ?>>.
<< Yo no soy tu hijo, ni tampoco de su amigo>> .
<<Mira, niño, no estoy ahora de muy buen humor y me estás haciendo enojar. Cuando
yo me enojo soy más bravo que un toro. Así es que tú me das la carta, yo te doy tu ropa
y tu dinero, y asunto concluido, ¿o no?>>
<<Pues..., fíjese que ayer >>, le dije, temblando de miedo porque si no le decía la
verdad quién sabe de qué sería capaz, <<cuando usted me dejó plantado como un tonto
afuera del hospital, sin mi dinero y sin mi ropa, tuve que pedirle prestada la suya a un
amigo mío. Y resulta que dejé la carta en la bolsa del pantalón nuevo que ahora debe
llevar puesto mi amigo>>.
<< Y dónde está él >>, gritó.
- <<Pues no sé. Es bolero y se la pasa en la calle; va a un café luego a otro, a una
oficina, o se sube a dar grasa en uno de esos edificios muy altos de siete pisos.
Imagínese todo el tiempo que tarda en bolear los zapatos de la gente que está en un
edificio de esos. Pero la mera verdad es que casi siempre se la pasa de flojo afuera de la
Catedral>>.
Sin decir nada más arrancó el carro y nos fuimos a toda velocidad hacia el Zócalo. Todo
el camino me fui poniendo changuitos, pensando que si Chucho no aparecía allí,
Aurelio era capaz de matarme. Pero seguro que él iba a estar presumiendo su ropa nueva
a todos los cuates de la Catedral.
Dimos como tres vueltas al Zócalo hasta que por fin apareció mi amigo, elegantemente
vestido y con mi boina en la cabeza.
<<¡ Es él !, dije, y lo llamé a gritos desde la ventanilla: <<¡Chucho, acá estoy!
¡córrele!>>
<<Si tu amigo no trae la carta>>, dijo Aurelio,<< nunca se te va a olvidar la paliza que
te voy a dar>>.
<<Él es Aurelio>>, le dije a Chucho, <<el señor del que te platiqué ayer>>.
<<Si quiere que le haga un trabajo, señor, con todo gusto>>.
<< No lo que queremos es una carta que debes tener en la bolsa de atrás de tu
pantalón>>.
Chucho se metió la mano en la bolsa y sacó la carta, toda arrugada . Aurelio se aventó
sobre ella como si fuera un globo que si no agarraba rápido se le volaba.
Los ojos le brillaron tanto que parecía que iba a llorar de la pura emoción.
Antes de irse me devolvió la ropa y me dio tres pesos.¡ Que tipo tan codo !, ¿no cree?,
me dio tres pesos a cambio de una carta que lo iban a llevar al lugar donde estaban
veintitrés mil. Más ganas me dieron de ir corriendo a la policía a contar todo lo que
sabía. Me despedí de Chucho y le dije que luego le contaría todo.
<<No grites, niño>>, me dijo un policía que estaba parado en la puerta de la comisaría.
<< Encontré al ratero!>>, le grite aún más fuerte.
<<¡ Hay que correrle porque si no se va a llevar todo el dinero!>>
<< ¿Qué ratero?>>
<<El que asaltó el Banco de Londres y México>>.
- << Mira, chamaco, si estás echando mentiras te vas a arrepentir>>.
- << De veras, créamelo. Se llama Aurelio>>.
Y entonces me llevó hasta donde estaba un oficial que parecía ser el mero mero, ese que
usted conoce. Le dije que yo sabía dónde estaba el amigo de Teófilo Garduño para que
él me creyera, y entonces gritó:
<<¡ Sargento Ruiz ! Una patrulla>>.
En el camino, después de decirle la dirección al que manejaba, le platiqué al oficial toda
la historia. Detrás de la que nos dirigíamos al lugar, iban otras cinco o seis más. Otra
vez puse changuitos, porque me daba miedo de que llegáramos a la dirección y no
encontráramos ni a Aurelio ni el dinero.
Al llegar al cruce del Rio Churubusco con la carretera a Puebla no vimos a nadie. El río
se había desbordado porque desde hacía unos días había estado lloviendo; o sea que
alrededor del lugar donde supuestamente debería estar el dinero había un inmenso
charcote de lodo. Cuando el oficial empezaba a arremangarse los pantalones para ir al
sitio donde estaba el árbol marcado con una cruz, reconocí a lo lejos el carro de Aurelio.
<<¡ Allí está, ese es su carro!>>grite.
Entonces todos los policías y oficial corrieron hacia el Ford último modelo de Aurelio.
Pero al llegar a él no encontraron a nadie. Creí que el oficial me iba a decir que yo les
había tomado el pelo, cuando uno de los policías abrió con un fierro la cajuela y se
encontró un titipuchal de billetes, tanto como nunca imaginé que existieran. Pegué un
salto de la emoción. Al mismo tiempo, otro policía , que se había quedado cerca de las
patrullas, gritó:
<< ¡ Arriba las manos! >>.
Y con las manos en alto, los pantalones hasta las rodillas y lleno de lodo, Aurelio me
miraba con su ojos de toro bravo y se echaba a llorar de la rabia. Me dio mucha tristeza
verlo así, indefenso y sin dinero con había soñado toda su vida.
Al llegar de vuelta a la comisaría me tomaron fotografías y usted y sus amigos me
marearon con tantas preguntas acerca de cómo había descubierto al ladrón. El oficial me
felicitó y me pidió que le diera mi dirección para que mandaran allí, de regalo, boletos
del circo, del cine y del futbol. Salí ya muy tarde de la comisaría, con dolor de cabeza y
preocupado porque me iban a regañar por llegar tan noche, aunque con muchas ganas de
platicarles a mis papás todo lo que me había sucedido.
Me recibieron muy contentos, ya que a mi papá por fin le habían subido el sueldo en la
fábrica. Y se pusieron todavía más felices cuando terminaron de escuchar la historia de
los líos en los que estuve metido.
Al día siguiente, cuando estaba terminando de tomar mi café, un señor tocó a la puerta
de la casa. Dijo que, a nombre del Banco Londres y México, me entregaba la fabulosa
cantidad de cincuenta pesos como agradecimiento por haber encontrado el dinero
robado. Lo malo fue que, cuando yo esperaba recibir el dinero, el señor me entregó una
libretas de ahorros por esa misma cantidad.
Pero todavía me esperaba una sorpresa más. Al llegar a la bodega de los periódicos, el
dueño estaba parado en la puerta para enseñarme la noticia de <<El Nacional>>:
aparecía mi fotografía con un título en letras grandes que decía: Manuel Torres, un
niño de doce años, descubre al ladrón de los 23,000 pesos.
Y última sorpresa ha sido ésta: que usted me diga que quiere escribir en el periódico la
historia verdadera de cómo descubrí al ladrón. Pues sí, le voy a decir la pura verdad: lo
descubrí a golpe de calcetín.
Libros del Rincón
CRÉDITOS
A golpe de calcetín
Cuento de: Francisco Hinojosa
Dibujos de Francisco González
Diseño: Gabriela Rodríguez y Peggy Espinosa
Primera edición en Libros del Rincón: 1986
Segunda reimpresión: 1992
Coedición: SEP/FERNÁNDEZ editores
Producción: SECRETARÍA DE EDUCACIÓN PÚBLICA
Unidad de Publicaciones Educativas
Isabel la Católica1106
Col. Américas Unidas
03610, México, D.F.
D.R. © de la presente edición
Consejo Nacional de Fomento Educativo
Av. Thiers 251-10° piso
México, D.F. C.P. 11590
© del cuento: Francisco Hinojosa
© de los dibujos: Francisco González
ISBN 968-29-1170-2
Impreso y hecho en México
Libros del Rincón
COLOFÓN
A golpe de calcetín
se terminó de imprimir el día 28 de octubre de 1992
en los talleres de FERNÁNDEZ editores s.a. de c.v.
Eje 1 Pte. México Coyoacán 321. 0330 México D.F.
Se tiraron 20,000 ejemplares.
A golpe  de  calcetìn.

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A golpe de calcetìn.

  • 1. Libros del Rincón A golpe de calcetín. Pues ya que usted insiste tanto, le voy a contar toda la verdad. Pero prepárese, porque la historia es larga y tendrá que escucharla desde el principio. Qué tal si compra dos paletas de limón y me lleva a Chapultepec, porque allí no hay gente y nadie podrá molestarnos. ¿Qué le parece? Ya hace más de un año que ando metido en esto de vender periódicos por las calles. Apenas cumplí los diez años, empecé a ir a clases, pero nomás aprendí a leer y escribir garabatos, mis papás me dijeron:<< ¡Adiós a la escuela!>> y de la mano me llevaron derechito hasta una bodega muy grande que estaba atestada de periódicos y revistas. Me pusieron entre las manos un montón de periódicos que apenas podía sostener, me enseñaron una tonadita y me dijeron: -<<Ahora vas a leer lo que dicen las letras y lo vas a gritar por las calles del Centro. La gente te los va a ir comprando: cada periódico cuesta cinco centavos. Sólo cuando hayas acabado de venderlos todos puedes volver a casa. En esta bolsa de mezclilla vas a meter las monedas. Ten mucho cuidado con ellas, no las vayas a perder ni dejes que te las roben>>. Al principio me daba mucha pena andar pegando gritos por las banquetas, sentía que todos se volvían a mirarme y me decían: <<Luego luego se nota que este niño tonto es un principiante>>; pero en cuanto vendí mi primer periódico me dio tanto gusto que
  • 2. casi pego un salto de alegría. Poco a poco me fui acostumbrando y hasta sentí que lo hacía mejor que nadie. Aunque mis papás me habían dicho que no me alejara mucho de la esquina de Avenida Madero e Isabel la Católica, muy pronto me dio por callejear más allá y, al poco tiempo, ya conocía todas las esquinas y callejones del rumbo. También empecé a tener muchos amigos: Chucho, que era bolero; don Justo que vendía lotería; Samuel, que tenía un puesto de tacos y que a veces, cuando estaba de buenas me regalaba uno; Aniceto Vargas, el organillero, y muchos más, todos los mendigos de la Catedral y todos los vendedores ambulantes del Centro. Según qué tal ande de suerte o qué tan buena sea la noticia, a veces vendo los periódicos muy rápido, como la semana pasada, en que asaltaron un banco, o como hace algunos meses, cuando le dieron un balazo a don Pascual Ortiz Rubio justo el día en que empezaba a ser presidente de México. La gente, en vez de ir a la Cruz Roja a esperar noticias sobre su salud, compraba el periódico y así sabía todo lo que pasaba. El dinero que saco de la venta se lo paso todito a mi mamá, y ella me da de ese dinero cinco centavos cada domingo. Antes me lo gastaba en puras paletas de limón, como ésta que usted me regaló, y en chicles de marqueta, pero desde hacía un mes lo estaba ahorrando para poder ir alguna vez al cine. Todas las tardes voy al pueblito de Tlalpan a ayudar a don Julián, un zapatero remendón, porque tengo que formarme un oficio para cuando sea grande y no convertirme en una lata para los demás. La mera verdad es que no sé qué cosas aprendo de él, porque no me ha enseñado más que a clavar suelas y tacones, poner bien las agujetas a los zapatos y bolearlos para regresárselos reparados y limpios a los clientes. Don Julián sólo me da el dinero del tranvía, pero como a veces puedo burlar al cobrador o irme de mosca, me quedo con él y lo meto en mi alcancía. No me parece, por lo demás, que eso de pasarme la mañana vendiendo periódicos y en la tarde oliendo zapatos sea algo muy divertido. Aunque no lo crea, es más bien aburrido, y si no fuera porque tengo oportunidad de ir de un lado a otro y de platicar con mis amigos, ya me habría cansado de hacerlo, aunque a veces ocurren en la calle cosas que valen mucho la pena. Voy a contarle, ya que usted me lo pide, lo que me pasó hace unas semanas, la mejor aventura que he tenido en toda mi vida.
  • 3. Todo empezó el lunes 1o. de diciembre. Ese día me vi obligado a sacar, con todo el dolor de mi corazón, los ahorritos de mi alcancía para dárselos a mi mamá. Me dijo que en la casa no había dinero para la comida porque a mi papá no le iban a pagar en la fábrica hasta quién sabe cuándo: él y los otros obreros no querían volver a la chamba hasta que les aumentaran el sueldo. Por la noche mi papá me platicó todo; también me pidió que le pusiera más ganas a la venta de los periódicos, porque durante algún tiempo íbamos a vivir en la casa solamente de lo que yo ganara. No voy a decir que no sentí un poco de tristeza, pues pensé que ahora sí que iba a ser difícil que fuera algún día al cine, y también porque a partir de entonces tendría que vender periódicos en las tardes (aunque al fin y al cabo eso no estaba tan mal, ya que dejaría de ir en la tarde con don Julián). Además en la noche, cuando ya estaba acostado, me dije que era muy bueno que me encargaran a mí esa tarea; así yo podría ayudar a toda la familia. La noticia de la huelga en la fábrica donde trabaja mi papá no salió en primera plana al día siguiente, pero a mí me dio por gritarla como si fuera la más importante del día. Yo creo que a la gente no le interesó mucho, pues en el camino de la bodega a la Avenida Madero sólo logré vender cinco periódicos. Cuando llegué a mi esquina estaba cansadísimo de tanto gritar y de cargar el fajo. Pero de pronto me dieron otra vez ganas y volví a gritar con más fuerza. No había vendido más que dos periódicos cuando vi que un carro se detenía enfrente de mí. -<<¡Ey, chamaco! ¡Acércate!>>, me dijo desde adentro del carro un señor con un bigote que le tapaba la boca. <<Quiero comprar todos tus periódicos>>. -<<¿Para qué los quiere todos si son igualitos?>>, le contesté pero me arrepentí al acordarme de que en la casa no íbamos a tener qué comer si yo no vendía todos los periódicos. -<<Te he dicho que los quiero todos, todos... con tal de que me hagas un pequeño favor. Ven, sube>>. Que conste que estoy acostumbrado a andar a golpe de calcetín casi todo el día y a ver a tipos de lo más chiflado en las esquinas, pero ese señor me pareció más loco todavía. No sólo me había dicho que quería comprarme los periódicos, sino que también me invitaba a subirme a su carro. Para nada me daba muy buena pinta, aunque es cierto que no parecía ser ninguno de esos roba chicos de los que me ha contado mi mamá, pues ese
  • 4. señor iba muy bien vestido, elegante y limpio, con un sombrero que parecía nuevo y con un carro Ford último modelo. -<<Sí, te voy a comprar todos tus periódicos a cambio de un favorcito. Es más: te doy un peso Lo que tienes que hacer es llevarle una carta que te voy a dar a un señor que está enfermo en el hospital. Se trata de algo muy fácil: te llevo al hospital; allí tú te bajas, le entregas la carta y luego te traigo de regreso...¡Qué dices?>> -<<Y qué hago mientras tanto con los periódicos?>> -<<Los puedes dejar aquí. Te los voy a pagar ahorita mismo, y el otro peso te lo daré cuando salgas del hospital y hayas hecho bien el trabajo. ¿Trato hecho?>> -<<Sale, pues>>, le dije, sabiendo que no tenía nada que perder y que un peso de más podría ayudarnos a comer algunos días. <<Son veintisiete periódicos, señor. Un peso con treinta y cinco centavos>>. -<<Bueno, aquí los tienes>>, me dijo, echándome las monedas en la mano y arrancando después el carro. <<Ahora, escúchame bien. Tienes que entregarle la carta directamente a él; nada más tú, no puede hacerlo otro en tu lugar. No me vayas a venir con que se la diste a fulanito o a zutanito. El señor se llama Teófilo Garduño. A ver, repite el nombre>>. -<<Teófilo Garduño>>, dije, aunque me sentía muy tonto de tener que repetir como perico. -<<Pues el señor Teófilo Garduño va a mandarme un recado contigo; es importante que lo recuerdes y me lo vengas a decir tal como te lo diga él, palabra por palabra, y si te lo da por escrito me lo tienes que entregar; ¿entendido?>> -<<¿Y cómo le hago para encontrar a ese señor?>> -<<El pobre de Teófilo está encamado; sufrió un accidente. Tú le vas a decir al encargado de la puerta que te deje entrar un ratito porque quieres ver a tu papá, el señor Teófilo Garduño. Pero no vayas a decirle nada de la carta, por favor>>. A mí aquel trabajo se me antojaba muy facilito como para ganarme un peso con él. Estaba convencido de que ese tipo era un loco que no tenía en qué gastar su dinero. El señor, que me dijo que se llamaba Aurelio, me hizo repetir varias veces todo lo que tenía que hacer y las palabras que iba a decir. Cuando entramos a la calle Cinco de Febrero, Aurelio se estacionó cerca de El Palacio de Hierro. Me hizo bajar con él y me dijo:
  • 5. -<<Tienes que ir bien presentado para que crean que eres hijo de Teófilo Garduño. No puedes ir en esas fachas>>. Pensé entonces que el hospital adonde íbamos debía ser un poco elegante y que no me dejarían entrar si me veían todo desarrapado. También pensé que ese señor que dizque era mi papá debía ser muy importante. Sólo me preocupaba que nos fuéramos a tardar mucho con todo aquello, y que no estuviera yo de vuelta en el Centro antes de las dos y se me hiciera tarde para ir a comer. Todo lo demás me parecía muy bien. Así que, como no tenía nada que perder, bajé con él y lo acompañé a la tienda para quitarme "esas fachas". ¿Quién iba a pensarlo? Yo, Manuel Torres, vestido con una boina tan bonita, esta que ahorita traigo puesta, unos pantalones bombachos hasta la rodilla, unos tirantes rojos, una camisa y unas medias blanquísimas, y unos zapatos mejor boleados que los del mismo don Julián. ¿Cuándo me iba a imaginar que yo podía entrar en una tienda como esas, llena de señoras con sombreros de flores, guantes y zapatos puntiagudos y de señores con bastón, y que además alguien me comprara allí ropa que costaba más de ocho pesos? Mientras nos dirigíamos al hospital, tuve que cambiarme en la parte de atrás del carro. Imaginaba la cara que pondría mi mamá si en esos momentos me viera vestido igualito que un niño de la Colonia Condesa. Pensé que podría pasar frente a la casa sin que ninguno de mis hermanos me reconociera. -<<Si te preguntan por qué vas solo>>, me dijo Aurelio cuando ya nos acercábamos al hospital, <<dices que tu mamá está enferma y que solamente vas a darle un recado a tu papá. Y no se te vaya a olvidar nada de lo que te he dicho>>. Bajé del carro, me acomodé la boina y entré muy contento al Hospital General. El olor allí era espantoso: se parecía al de la clínica donde mi mamá me había llevado a vacunar. Sólo de oler eso me acordé en seguida de la cara que puso la enfermera cuando me clavó la aguja. Y hasta me toqué el hombro, porque sentí como un piquetazo en el lugar de la cicatriz. Tal como lo había pensado Aurelio, una enfermera que me vio medio despistado me preguntó qué hacía yo ahí. -<<Vengo a ver a mi papá para darle un recado de mi mamá, que tiene más de 40 grados de calentura y no para de llorar la pobre>>. -<<¿Y en qué cuarto está tu papá?>>
  • 6. -<<No sé. Se llama Teófilo Garduño>>. -<<¡Ah, ya veo! Conque tú eres hijo de Teófilo Garduño. Espérame tantito>>. En cuanto la enfermera me dejó, alcancé a escuchar que decía: <<¡Pobre inocente!>> Tuve ganas de ir tras ella y darle un buen puntapié para que supiera que yo no soy ningún pobre inocente, pero no me atreví por miedo a meter la pata y echarlo todo a perder. Tuve que esperar un rato sentado junto a una señora que lloraba tanto que parecía que le hubieran pegado. Ya me estaba hartando de sus llantitos cuando apareció de nuevo la enfermera, acompañada de un señor. Iba a decirle "papá", pensando que el tal Teófilo Garduño ya se había aliviado, pero antes de que pudiera abrir la boca él se acercó a mí y me dijo: -<<Mira, pequeño, tu papá ya no está aquí. Se lo llevaron hace como una hora. No te preocupes, dile a tu mamá que salió bien de la operación>>. -<<Pero necesito darle un recado de ella... Es urgente, ¿dónde está?>> -<<Está en el Hospital Militar, aunque no creo que lo puedas ver hoy mismo. Debe dormir para que se recupere pronto y así nos pueda decir algunas cosas que queremos saber. Ve mañana, quizás tú nos puedas ayudar a que él recuerde...>> Como no sabía de qué me estaba hablando ese señor, le di las gracias antes de que siguiera diciéndome cosas y me entretuviera más tiempo. Al salir del hospital iba triste; creí que Aurelio ya no me iba a dar el dinero que me había prometido. Y así, con la cabeza gacha, llegué a la calle. Aurelio no me estaba esperando. Miré hacia todos lados y nada: un carro estacionado, un perro, tres ciclistas, los rieles del tranvía. Pero en cuanto caminé un poquito hacia el Estadio, adonde mi papá me había llevado a ver el partido de beisbol entre el Pachuca y el Chiclets Adams, oí que Aurelio me llamaba desde un árbol en el que estaba recargado. Tuvimos que caminar más de una cuadra, porque el carro estaba estacionado un poco lejos; en el camino le fui platicando todo. Él me dijo que pasaría por mí al día siguiente para llevarme al Hospital Militar. Llegamos a la Alameda como a la una y media. Me pidió que no le dijera nada a nadie, que lo de la carta era un secreto entre los dos y que después de que yo le diera el recado de Teófilo Garduño, me pagaría el peso que me debía. Antes de que arrancara alcancé a decirle que no se le olvidara llevarme la ropa nueva. Y así, con un rato libre todavía, me tiré a tomar un poco el sol en el pasto de la Alameda. Toda esa noche estuve soñando en que iba al cine vestido con la misma ropa que me había comprado Aurelio. Desperté cuando alguien trataba de quitarme la boina de la
  • 7. cabeza... Era mi hermana que me zangoloteaba y me decía que le corriera, porque si no se me iba a hacer tarde y ya no iba a alcanzar periódicos. Apenas me dio tiempo de tomarme un café negro, pues salí disparado como bala hacia la bodega. Cuando iba rumbo a mi esquina para encontrarme con Aurelio, algo me detuvo en San Juan de Letrán; a lo mejor a usted también le tocó verlo: una multitud de hombres y mujeres caminaban por la avenida gritando que les subieran el sueldo, que los alimentos estaban recaros y que les dieran una cosa llamada "seguro social". La emoción que me dio ver a mi papá metido dentro de ese desfile fue mucho más grande que la vez en que me llevó a ver el partido de beisbol. En medio del alboroto y del griterío pude distinguir clarito su voz. Me dieron ganas de ir tras ellos y gritar junto a él, pero Aurelio de seguro ya estaba esperando. Así es que me eché a caminar hacia Isabel la Católica, gritando la noticia del día con más fuerza que nunca. Tuve que esperar un rato y vender unos cinco periódicos hasta que, en un descuido mío, Aurelio casi me atropella con su carro. Desde que prohibieron hace unos años, que las carrozas con caballos anduvieran por calles, es muy peligroso bajarse de la banqueta porque los carros van muy rápido. Todas las mañanas leo en el periódico que atropellaron a tres o cuatros personas en la ciudad de México ¡en solo un día ! Y eso sin contar a todos los atropellados por las bicicletas. Tardé en reconocer a Aurelio porque llevaba la capota de su carro levantada. Mientras me cambiaba de ropa, a la vista de la gente que pasada cerca, él me repitió todo lo que tenía que hacer y decir en el hospital. Cuando terminó, le dije que el periódico que tenía que comprarme esa vez eran treinta y uno, o sea, un peso con cincuenta y cinco centavos. -<<Esta bien>>, me dijo. <<cuando vuelvas con el recado de Teófilo te voy a dar el dinero de tus periódicos y el peso que te prometí>>. Me bajé del coche acomodándome la boina, y entré al hospital. Adentro sólo había soldados, enfermeras y doctores. Y también un espejo donde pude verme, de pies a cabeza, como el periodiquero y el recadero más elegante de todo el centro. Una enfermera, tan gorda como el elefante del zoológico de Chapultepec (¿lo ha visto?), me preguntó qué hacía yo ahí. Esta vez le dije que mi mamá se estaba muriendo y que tenía urgencia de ver a mi papá. Si me hubieran dicho que Teófilo Garduño se había ido a otro hospital, no sé qué hubiera inventado. Pero no, uno de los oficiales que estaban por allí escuchó lo que le decía a la enfermera gorda y dijo que él me llevaría al cuarto donde estaba mi papá
  • 8. Y dicho y hecho, ¡por fin llegué! El señor que era dizque mi papá se veía muy enfermo. Tenía un bigote muy chiquitito, el pelo todo despeinado y eran flaco con un jirafa. Cuando me acerqué a él ni siquiera me dio tiempo de hablarle: me agarró de la nuca y me planto un beso en el cachete. ¡Qué bárbaro! nunca me había dado tanta pena. Hasta pensé que eso se lo iba a cobrar por aparte a Aurelio, cuando menos tres centavos más. -<<Mi mamá tiene una calentura altísima>>, le dije. <<Todo el tiempo ésta sudando y no para de llorar...Dice que te extraña mucho. El doctor que la fue a ver dice que deberías ir tú a cuidarla...>> Pero al decir esto me di cuenta de lo tonto que había sido, pues Teófilo si que estaba enfermo: tenía el pecho lleno de vendas, un frasco de agua colgaba junto a su cama con una tripa de hule que se le metía en el brazo, y tenía unos ojos tan tristes que daba lástima. -<<¿Podrían dejarnos solos un momento?>>,dijo Teófilo Garduño a la enfermera que lo atendía y al oficial que me había llevado hasta allí.<<Necesito hablar con mi hijo unos minutos>>. La enfermera recogió una jeringa usada, que sólo de verla me enchinó el cuerpo, unas vendas y unos algodones. El oficial dijo que nos daba permiso, pero que no podríamos tardarnos mucho. Pobrecito Teófilo, estaba tan enfermo que yo creo que hasta tuvieron que ponerle una inyección. Le entregué la carta que me había dado Aurelio. Al parecer él ya sabía que yo se la iba a dar. La leyó rapidísimo y luego escribió del otro lado con lápiz que tenía escondido debajo del colchón. Volvió a doblar la carta, la metió en el sobre y le pasó la lengua por goma. Me dijo, con una voz tan quedita que apenas si podía escucharla, que le entregara la carta a Aurelio lo más rápido que pudiera. Me despedí de él justo cuando cuando el oficial entraba al cuarto. Antes de salir le dije desde la puerta: -<<Que te mejores, papá>>. Al llegar a la calle, contento de haber cumplido bien con el trabajo, busqué de inmediato a Aurelio, pero no estaba fuera del hospital. Me fui a asomar a los coches que estaban estacionados cerca de allí, y nada. Luego le di la vuelta a la manzana, caminé hacia un lado y hacia el otro de la calle, y de Aurelio ni sus luces. Yo creo que estuve dando vueltas no menos de una hora, y todo fue en vano: Aurelio había desaparecido. Me dio tanto coraje que iba a volver con Teófilo Garduño a decirle que su amigo me había dejado plantado, pero a lo mejor metía la pata, y además ya era muy tarde y mis papás se preocuparían si no llegaba a comer.
  • 9. ¿Qué les iba a decir a ellos? ¿Se imagina usted el lío en el que estaba metido? Sin el dinero de los periódicos y con ropa nueva, me iban a preguntar qué era lo que había hecho, y si les contaba todo no me iban a creer. Además, me llamarían mentiroso y me regañarían. ¿Cómo les iba a explicar? Como aún tenía el dinero de los cinco periódicos que había vendido en la mañana pude tomar el camión hasta la terminal del zócalo. En camino, como tenía tanto coraje, abrí la carta y la leí. Decía lo siguiente: <<Teófilo : Soy tu única salvación. Si quieres salir de allí tienes que confiar en mí. Dime cuál es el lugar. Tu amigo Aurelio>>. y al reverso decía: <<Aurelio: Sólo me queda confiar, pero si en una semana no sé nada de ti te denunciaré. El lugar es el cruce del camino de carretera a Puebla y de Rio Churubusco. Allí encontrarás un árbol con una cruz marcada. Escarba un poco y encontrarás lo que estás buscando. Teófilo>>. ¿Sabe lo que pensé? pues que Aurelio había huido con mi ropa y con mi dinero porque estaba loco de remate. ¡Tanto misterio para dar una dirección! ¡Y tanto dinero que había gastado Aurelio en mi ropa nueva por tan poco! Lo único que esos tipos querían era hacerle una broma a alguien y a mí me había tocado la mala suerte. Pero no, era una broma muy tonta. Lo que si creía era que esos dos tipos estaban locos de remate. Como para irme derechito hasta Mixcoac a acusarlos en la Castañeda. Y ganas no me faltaron Al llegar a la terminal del Zócalo estaba cansado y sin ganas de ir a mi casa. Preferí caminar un rato por los portales para pensar en lo iba a decirles a mis papás. Cuando estuve frente de la Catedral me di cuenta de que mi desgracia no era tan grande como la de los mendigos. Pobres cuates, ¿no cree? además de no tener qué comer, ahora habían prohibido que la gente les diera dinero, y al que lo hiciera le pondría una multa de veinticinco pesotes. En esas estaba, medio muerto de miedo por todo lo que me iba a pasar, sentado junto a una de las fuentes del Zócalo, cuando se acercó mi amigo Chucho. Tuvo que dejar de reírse de mi ropa sólo porque me vio temblando y muy triste. -<<¿ Qué te pasa, mano? ¿de dónde sacaste esa ropa de señorito?>> -<<No puedo decírtelo>>. -<<Pues,¿ qué no somos cuates? Dímelo... ¿o te la robaste?>>.
  • 10. Me iba a levantar y lo iba a dejar hablando solo cuando se me ocurrió una idea. Le conté todo, de principio a fin, hasta llegar a la parte más importante: si no llevaba el dinero de los periódicos me darían una regañiza espantosa. Y además si me veían con esa ropa no iba a poder contar al día siguiente. Le dije: -<<Te propongo un trato. ¿ Qué tal si te cambio mi ropa por la tuya? Al cabo que se parece un poco a la que traía>>. -<<¡Sale!>>, me dijo, dando tal brinco que casi se cae al agua de la fuente. -<<La boina sólo te la presto. Pero eso sí , tienes que hacerme otros dos favores>>. -<<Ya lo sabía: me estás engañando, ¿o no?>> - <<No, hombre. Quiero que me prestes tu cajón para bolear zapatos y que vayas a avisarle a mi mamá que terminé muy tarde de vender lo de la mañana, que ya comí un taco que me dio Samuel y que me fui derechito por los periódicos de la tarde. ¿Qué dices?>> -<< Trato hecho, Manuel. Cuenta conmigo>>. Tuvimos que meternos a escondidas a la Casa de los Azulejos, en Avenida Madero, para cambiarnos la ropa en el baño del restaurante. En cuanto un señor nos descubrió, nos ha pegado tal grito no tardamos ni un minuto en terminar de vestirnos y en llegar adonde estaban construyendo el Teatro Nacional. El resto del día me pasé boleando más zapatos que todos los que había visto en mi vida en el taller de don Julián. Volví a mi casa después de que se encendieran los faroles de las calles. A las seis de la mañana del día siguiente ya estaba otra vez de pie y con un sabrosísimo café negro en las manos. Tomé un buen montón de periódicos en la bodega y en el camino vendí más de la mitad. La noticia, al parecer, era muy interesante. Usted debe acordarse: decía que a todos los trabajadores mexicanos que estaban en Estados Unidos los habían mandado de regreso a nuestro país. Me puse a imaginar que todos ellos llegaban a México con sus maletas y sin un lugar donde pudieran ponerse a trabajar. Tendrían que dormir en el Zócalo o en la Alameda o en el Parque Lira, porque ya hay muchísimos habitantes en la ciudad. Dice mi papá que casi un millón. Pero la notica más importante era otra, al menos para mí. En la segunda sección de <<El Universal>>, la de robos y los asesinatos, me encontré, ni más ni menos, con la fotografía de Teófilo Garduño. La noticia completa decía: El señor Teófilo Garduño murió anoche en el Hospital Militar, luego de haber sido sometido a una segunda operación del corazón. Como se recordará el señor Garduño,
  • 11. junto con otra persona a la que aún no se identifica, asaltó al banco de Londres y México la semana pasada. El botín, que todavía no aparece, fue de 23 000 pesos. Se continúa buscando al cómplice del ratero fallecido para que la policía pueda localizar el lugar donde se encuentra el dinero. Conque no se trataba de una broma ni los dos tipos estaban locos. Aurelio era ese otro ratero a quien buscaba la policía y la dirección que Teófilo Garduño había escrito en la carta era, seguramente, la del lugar donde estaban escondidos los billetes. Mientras veía la fotografía en el periódico me temblaban las manos y las piernas como cuando papá está bien enojado y me grita. Me acordaba muy bien de la dirección, y de que la carta la había olvidado en la bolsa del pantalón que llevaba puesto Chucho. Pero también me di cuenta de que estaba metido en un lío muy grande. ¿Qué era lo que tenía que hacer? podría llamar a la policía para acusar a Aurelio. Aunque también podía tomar un camión que me llevara al lugar donde estaba escondido el dinero y sacar algo, sólo cincuenta pesos, al cabo que ni cuenta se iban a dar. Y hasta después iría con la policía. Con cincuenta pesos podría ir varias veces al cine a ver un película del Olimpia,<<Los cocos>>, donde me han dicho que saben que salen unos payasos que se llaman los hermanos Marx. También podría comprar comida para todo el mes, pedirle a mi papá que llevara al partido de futbol entre el Necaxa y el Marte , invitar a mis hermanos a tomar helados de todos los sabores a Chapultepec, a las canoas de Xochimilco y al museo de Historia Natural de la calle chopo. Y podría comprarle un rebozo a mi mamá, invitar a comer tacos a todos mis amigos limosneros y comprar un cachito de lotería para sacarme mil pesos. La idea me dio muchas vueltas por la cabeza, pero decidí que lo mejor era ir derechito con la policía, contarle todo lo que sabía, decirles dónde estaba el dinero y pedirles como recompensa los cincuenta pesos. Me dio tanto gusto tener esa idea que imaginé que ya tenía en mi mano los billetes y que a mi lado estaba Laurita, una de mis hermanas, a punto de darle una chupada a un helado de limón. En esas estaba, distraído en imaginar todo lo que iba a hacer, cuando ¿quién cree usted que estaba frente a mí? Aurelio me mirada desde su carro y me tocaba el claxon. Tiré al suelo los periódicos y me eché a correr lo más rápido que pude, y él detrás de mí. ¡Qué persecución! tropecé con una señora y le tiré el sombrero, a un señor lo dejé con todo y bastón en el piso, un ciclista, para no chocar conmigo, se estrelló contra un carro estacionado, y me caí sobre un puesto de frutas, provocando que todas naranjas rodaran por la calle. Cuando di la vuelta en la esquina alcancé a ver que un agente de tránsito levantaba la mano para decir que se detuvieran los carros, pero Aurelio, sin importarle la multa que le podrían poner, no hizo caso y siguió persiguiéndome. En cuanto creí que lo había despistado me metí en una iglesia y me escondí debajo de una banca. Tenía tanto miedo de salir y encontrarme con Aurelio que contuve la
  • 12. respiración y traté de moverme lo menos posible. Al menos ese sí era un lugar seguro: no iba a entrar Aurelio a sacarme por la fuerza; y además, podía rezar. Era una suerte que las iglesias estuvieran otra vez abiertas y no como el año pasado, ¿se acuerda ?, en que todas estaban cerradas porque dizque el gobierno no quería que la gente rezara. Esperé casi una hora antes de salir a la calle, seguro de que yo había sido mejor para las escondidillas que Aurelio. Afuera sólo había unos cuantos mendigos, dos señoras con velo, sombrero y abanico, y un vendedor de estampitas religiosas. Respiré hondo y me eché a caminar rumbo a la comisaría de la policía. Pero en la esquina alguien me agarró con fuerza de la cintura y me metió dentro de un carro. Era Aurelio, que me miraba y se reía de mí como si fuera muy chistoso el susto que me había puesto. Me hizo la pregunta que ya me temía: <<¿Dónde está la carta?>> << Dónde está mi ropa?>>, le contesté. <<¿Y dónde está dinero de los periódicos, y el peso que me prometió?>> <<¿No te preocupes, hijo, te los voy a dar ?>>. << Yo no soy tu hijo, ni tampoco de su amigo>> . <<Mira, niño, no estoy ahora de muy buen humor y me estás haciendo enojar. Cuando yo me enojo soy más bravo que un toro. Así es que tú me das la carta, yo te doy tu ropa y tu dinero, y asunto concluido, ¿o no?>> <<Pues..., fíjese que ayer >>, le dije, temblando de miedo porque si no le decía la verdad quién sabe de qué sería capaz, <<cuando usted me dejó plantado como un tonto afuera del hospital, sin mi dinero y sin mi ropa, tuve que pedirle prestada la suya a un amigo mío. Y resulta que dejé la carta en la bolsa del pantalón nuevo que ahora debe llevar puesto mi amigo>>. << Y dónde está él >>, gritó. - <<Pues no sé. Es bolero y se la pasa en la calle; va a un café luego a otro, a una oficina, o se sube a dar grasa en uno de esos edificios muy altos de siete pisos. Imagínese todo el tiempo que tarda en bolear los zapatos de la gente que está en un edificio de esos. Pero la mera verdad es que casi siempre se la pasa de flojo afuera de la Catedral>>. Sin decir nada más arrancó el carro y nos fuimos a toda velocidad hacia el Zócalo. Todo el camino me fui poniendo changuitos, pensando que si Chucho no aparecía allí, Aurelio era capaz de matarme. Pero seguro que él iba a estar presumiendo su ropa nueva a todos los cuates de la Catedral.
  • 13. Dimos como tres vueltas al Zócalo hasta que por fin apareció mi amigo, elegantemente vestido y con mi boina en la cabeza. <<¡ Es él !, dije, y lo llamé a gritos desde la ventanilla: <<¡Chucho, acá estoy! ¡córrele!>> <<Si tu amigo no trae la carta>>, dijo Aurelio,<< nunca se te va a olvidar la paliza que te voy a dar>>. <<Él es Aurelio>>, le dije a Chucho, <<el señor del que te platiqué ayer>>. <<Si quiere que le haga un trabajo, señor, con todo gusto>>. << No lo que queremos es una carta que debes tener en la bolsa de atrás de tu pantalón>>. Chucho se metió la mano en la bolsa y sacó la carta, toda arrugada . Aurelio se aventó sobre ella como si fuera un globo que si no agarraba rápido se le volaba. Los ojos le brillaron tanto que parecía que iba a llorar de la pura emoción. Antes de irse me devolvió la ropa y me dio tres pesos.¡ Que tipo tan codo !, ¿no cree?, me dio tres pesos a cambio de una carta que lo iban a llevar al lugar donde estaban veintitrés mil. Más ganas me dieron de ir corriendo a la policía a contar todo lo que sabía. Me despedí de Chucho y le dije que luego le contaría todo. <<No grites, niño>>, me dijo un policía que estaba parado en la puerta de la comisaría. << Encontré al ratero!>>, le grite aún más fuerte. <<¡ Hay que correrle porque si no se va a llevar todo el dinero!>> << ¿Qué ratero?>> <<El que asaltó el Banco de Londres y México>>. - << Mira, chamaco, si estás echando mentiras te vas a arrepentir>>. - << De veras, créamelo. Se llama Aurelio>>. Y entonces me llevó hasta donde estaba un oficial que parecía ser el mero mero, ese que usted conoce. Le dije que yo sabía dónde estaba el amigo de Teófilo Garduño para que él me creyera, y entonces gritó:
  • 14. <<¡ Sargento Ruiz ! Una patrulla>>. En el camino, después de decirle la dirección al que manejaba, le platiqué al oficial toda la historia. Detrás de la que nos dirigíamos al lugar, iban otras cinco o seis más. Otra vez puse changuitos, porque me daba miedo de que llegáramos a la dirección y no encontráramos ni a Aurelio ni el dinero. Al llegar al cruce del Rio Churubusco con la carretera a Puebla no vimos a nadie. El río se había desbordado porque desde hacía unos días había estado lloviendo; o sea que alrededor del lugar donde supuestamente debería estar el dinero había un inmenso charcote de lodo. Cuando el oficial empezaba a arremangarse los pantalones para ir al sitio donde estaba el árbol marcado con una cruz, reconocí a lo lejos el carro de Aurelio. <<¡ Allí está, ese es su carro!>>grite. Entonces todos los policías y oficial corrieron hacia el Ford último modelo de Aurelio. Pero al llegar a él no encontraron a nadie. Creí que el oficial me iba a decir que yo les había tomado el pelo, cuando uno de los policías abrió con un fierro la cajuela y se encontró un titipuchal de billetes, tanto como nunca imaginé que existieran. Pegué un salto de la emoción. Al mismo tiempo, otro policía , que se había quedado cerca de las patrullas, gritó: << ¡ Arriba las manos! >>. Y con las manos en alto, los pantalones hasta las rodillas y lleno de lodo, Aurelio me miraba con su ojos de toro bravo y se echaba a llorar de la rabia. Me dio mucha tristeza verlo así, indefenso y sin dinero con había soñado toda su vida. Al llegar de vuelta a la comisaría me tomaron fotografías y usted y sus amigos me marearon con tantas preguntas acerca de cómo había descubierto al ladrón. El oficial me felicitó y me pidió que le diera mi dirección para que mandaran allí, de regalo, boletos del circo, del cine y del futbol. Salí ya muy tarde de la comisaría, con dolor de cabeza y preocupado porque me iban a regañar por llegar tan noche, aunque con muchas ganas de platicarles a mis papás todo lo que me había sucedido. Me recibieron muy contentos, ya que a mi papá por fin le habían subido el sueldo en la fábrica. Y se pusieron todavía más felices cuando terminaron de escuchar la historia de los líos en los que estuve metido.
  • 15. Al día siguiente, cuando estaba terminando de tomar mi café, un señor tocó a la puerta de la casa. Dijo que, a nombre del Banco Londres y México, me entregaba la fabulosa cantidad de cincuenta pesos como agradecimiento por haber encontrado el dinero robado. Lo malo fue que, cuando yo esperaba recibir el dinero, el señor me entregó una libretas de ahorros por esa misma cantidad. Pero todavía me esperaba una sorpresa más. Al llegar a la bodega de los periódicos, el dueño estaba parado en la puerta para enseñarme la noticia de <<El Nacional>>: aparecía mi fotografía con un título en letras grandes que decía: Manuel Torres, un niño de doce años, descubre al ladrón de los 23,000 pesos. Y última sorpresa ha sido ésta: que usted me diga que quiere escribir en el periódico la historia verdadera de cómo descubrí al ladrón. Pues sí, le voy a decir la pura verdad: lo descubrí a golpe de calcetín. Libros del Rincón CRÉDITOS A golpe de calcetín Cuento de: Francisco Hinojosa Dibujos de Francisco González Diseño: Gabriela Rodríguez y Peggy Espinosa
  • 16. Primera edición en Libros del Rincón: 1986 Segunda reimpresión: 1992 Coedición: SEP/FERNÁNDEZ editores Producción: SECRETARÍA DE EDUCACIÓN PÚBLICA Unidad de Publicaciones Educativas Isabel la Católica1106 Col. Américas Unidas 03610, México, D.F. D.R. © de la presente edición Consejo Nacional de Fomento Educativo Av. Thiers 251-10° piso México, D.F. C.P. 11590 © del cuento: Francisco Hinojosa © de los dibujos: Francisco González ISBN 968-29-1170-2 Impreso y hecho en México Libros del Rincón COLOFÓN A golpe de calcetín se terminó de imprimir el día 28 de octubre de 1992 en los talleres de FERNÁNDEZ editores s.a. de c.v. Eje 1 Pte. México Coyoacán 321. 0330 México D.F. Se tiraron 20,000 ejemplares.