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La pobreza que mata: el suicidio de una madre mexicana que se llevó a sus hijos
Nadie muere de hambre. Se muere de pobreza, como le pasó a Sol y sus hijos.
Esa muerte comienza con el primer día de un estómago vacío, cuando las piernas y los brazos se
debilitan. Los niveles de azúcar caen y sube a la cabeza un dolor punzante. Si la falta de comida
persiste, el organismo oxida la cetona y los ácidos grasos que están en la reserva del cuerpo. El
pensamiento se nubla, el ánimo decae, el agotamiento se instala. El cuerpo desintegra las proteínas
de los músculos. Duelen las articulaciones, los ligamentos, el pecho y los ojos pierden brillo. La falta
de alimentos golpea al hígado, los riñones, el bazo. Arde el estómago, el corazón amartilla con
taquicardias, los pulmones se aletargan. No hay vigor para caminar, para trabajar o para hablar. El
cuerpo enfermo contagia a los sentimientos y una profunda depresión nubla al que sufre. La comida
se vuelve un pensamiento obsesivo que desespera y obliga a repensar la vida, pero eso se hace
postrado en una cama o en el piso, porque las corvas ya no tienen cómo mantenerse firmes.
Se enciende el modo de supervivencia y el famélico siente como si el cuerpo se mordiera a sí mismo
para convertir las entrañas en combustible. Se acumulan fluidos que inflan los pies, las muñecas, el
vientre. La piel se reseca, las uñas se quiebran, los dientes se destemplan, el cabello se cae cada
vez que la angustia hace que las manos vayan a la cabeza. La mente sufre con las alucinaciones, la
pérdida de memoria, la desorientación de tiempo y espacio. A esas alturas, el estómago está hecho
un desastre. Ni siquiera un bocado puede paliar el sufrimiento. Las únicas opciones son la
alimentación intravenosa o la muerte.
El fin llega entre los próximos 20 y 40 días sin alimentos. El final de la agonía es incierto: nadie
muere de hambre, sino de hipotermia, un infarto cardiaco o un paro pulmonar. Lo único seguro es
que será una muerte dolorosa a la que se llega con el cuerpo colapsado, un final indigno para
cualquier ser humano.
¿La joven Sol sabía que eso sufre una persona, cuando la pobreza extrema la ahorca? ¿Conocía el
dolor físico y emocional que causa no tener lo indispensable?
¿Eligió suicidarse y matar a sus hijos para no tener que sufrir ese final?
Huele a muerte
La mañana del 30 de agosto de 2016, los habitantes del fraccionamiento Los Agaves, en el municipio
de Tlajomulco, Jalisco, al occidente de México, se despertaron envueltos en un olor nauseabundo.
Mientras dormían, un olor fétido se había metido a sus casas por los barrotes de las ventanas y
debajo de las puertas, y había impregnado la ropa de cama, los trastes que escurrían, los cuadernos
en las mochilas. Todo lo que estuviera en contacto con el aire. Siete días antes había comenzado un
ligero mal olor, pero ese martes se había transformado en un manto invisible que provocaba
arcadas. El aroma había avanzado en los días que el vecindario de casas de interés social se
negaba a decir lo que la mayoría pensaba: huele a muerte y el origen es la casa de Sol, de 35 años,
y de sus hijos Alberto, de 14, y Óscar, de 7.
Cuando llegó el atardecer, el olor ya era demasiado intenso como para seguir en negación. Era
picante a ratos y sofocante la mayoría del tiempo, así que una mujer marcó al número de
emergencia 066 y a las 6:59 de la tarde se registró en la base policial "Palomar" una petición
anónima de apoyo para saber qué sucedía dentro de esa casa de paredes blancas y reja negra,
donde se había instaurado un largo silencio que preocupaba a la comunidad.
Desde que entraron al fraccionamiento, el policía S. y su pareja, a bordo de la patrulla TZ268-5 de la
policía municipal, intuyeron lo que iban a encontrar. En cuanto cruzaron la reja principal de Los
Agaves, a 150 metros de casa de Sol, en la calle Capela, percibieron que olía a muerte, pero
tampoco quisieron decirlo en voz alta. Se estacionaron frente a la puerta, tocaron sin encontrar
respuesta y se miraron, como si quisieran decirse "va a ser una noche larga". Llamaron a la
Dirección General de Protección Civil de Tlajomulco y se sumaron dos funcionarios. Los cuatro,
frente a la puerta y de espaldas a los vecinos que miraban angustiados, forzaron la entrada e
ingresaron.
Un golpe de gases se les metió por la nariz y empujó desde el estómago un latigazo de vómito.
Todos, adentro y afuera, contuvieron la respiración, aferrados a la esperanza de que la culpa fuera
de una tubería rota en el drenaje, mientras Sol y sus hijos estaban en unas vacaciones tan discretas
que nadie los vio salir.
Minutos después, llegó el oficial de más alto rango en el municipio, César Navarro, el comisario de la
policía municipal. Cruzó la puerta y vio la diminuta sala, amueblada sólo con lo indispensable,
pegada a una minúscula habitación. Giró a la izquierda, cruzó el comedor y miró al fondo la cocina,
el baño y una zotehuela. Todo enano y precario. Caminó y entró a la segunda recámara. Y ahí
estaba el origen del olor, tal y como se lo habían anunciado por radio.
Tres cadáveres tan descompuestos que, por su experiencia como policía desde 1987, calculó con
sólo verlos que llevaban ahí una semana.
Eran Sol, Alberto y Óscar.
La escena fue fotografiada y guardada en el teléfono del comisario Navarro: el cuerpo de Sol tendido
en el piso, a los pies de las dos camas que había en la recámara. En una estaba Alberto, tan
hinchado que su cuerpo parecía el de un adulto; en la otra, Óscar, acostado de lado, acompañado
por un alebrije de peluche. Minutos después, los peritos notarían que las puertas y ventanas estaban
fuertemente cerradas por dentro, que las llaves del gas de la estufa estaban deliberadamente
abiertas. Y encontraron once hojas escritas a mano.
La carta, cuentan quienes la leyeron, era un testimonio de depresión, enojo y frustración, pero sobre
todo mostraba el deseo de Sol por ser perdonada, aunque también era un esfuerzo por explicar su
suicidio y el asesinato de sus hijos: la vida es insoportable cuando la pobreza es tan fuerte que
asfixia.
La vida de Sol, tanto como su muerte, se llenó de dudas: ganaba 800 o 900 pesos a la semana como
empleada en una maquiladora de material electrónico o en su nuevo trabajo como vendedora de
pan. Ella sola sostenía a sus dos hijos, porque vivía lejos de su familia o no tenía contacto con ellos
desde tiempo. Hace semanas o meses se había convertido en el único sostén de la casa, cuando su
esposo o novio la abandonó y le heredó una deuda de 300 o 600 pesos semanales como parte del
crédito que le dio el Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores. Llevaba
semanas recibiendo llamadas y visitas intimidantes de "abogados del gobierno" que querían echarla
su casa. Y como Sol no tenía dinero ni más familia cercana que sus dos niños pequeños, aquella
tarde lo único que sí tuvo fue la certeza de que debía terminar con su vida y la de su familia.
El fraccionamiento se convirtió en funeraria. Entre llantos apretados y oraciones en voz baja, los
vecinos vieron cómo los cuerpos fueron retirados de la casa. La puerta se cerró por última vez y
detrás de ella quedó un refrigerador casi vacío y, sobre la mesa del comedor, una taza con un par de
billetes y unas pocas monedas, que los peritos creen que era todo el ahorro que le quedaba a Sol.
Creen que cuando contó el dinero y supo que, otra vez, la vida la asfixiaba, eligió sus pasos finales:
escribir la carta, acostar a sus hijos, acercar al más pequeño un peluche, cerrar herméticamente la
casa, cerciorase que estuvieran profundamente dormidos, abrir las llaves de gas y acostarse con
ellos hasta que la muerte llegara por los tres.
Al día siguiente, la mañana del 31 de agosto, los habitantes de Los Agaves aún despertaron
envueltos en un intenso olor que, como la tristeza, tardaría días en disiparse. La casa de Sol seguía
callada, sellada y fría.
Lo único que había cambiado en el paisaje era una veintena de veladoras derretidas que se
apagaron en la soledad de la madrugada.
En México, para escribir de cifras pobreza hay que trazar una gráfica que crece: en el año 2000,
había 40 millones de pobres, pero también existía la esperanza de que el nuevo milenio redujera esa
cifra. Dieciséis años después, en el gobierno de Enrique Peña Nieto, ese grupo creció a 55,3
millones de pobres. De ellos, 24,6 millones no puede costear una canasta básica. Uno de cada 10
mexicanos viven "pobreza extrema", que es otro modo de decir que no compran ropa, no invierten en
una escuela, no compran alimentos — comen lo que cosechan — y ni hablar de diversión.
"¿Qué habrá sentido Sol cuando decidió abrir las llaves del gas?", se preguntó el comisario Navarro,
a quien el olor a muerte se le quedó tan impregnado, que la madrugada del 31 de agosto tuvo que
bañarse en el patio de su casa para no llevar la fetidez hasta su cama. "Ni siquiera puedo imaginarlo.
En la carta, ella argumenta problemas económicos, presión de abogados para perder la casa y la
separación del marido. Los vecinos dicen que era muy trabajadora... solo que no le alcanzaba".
Pero Sol no hizo todo sola. Su entorno tuvo un papel determinante: Tlajomulco es un municipio tan
grande que le cabe cuatro veces la capital, Guadalajara. Sus zonas boscosas son ideales para que
el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) esconda laboratorios de metanfetaminas y ordeñe
ductos de petróleo fuera de la vigilancia de las autoridades. Al menos, trece pandillas merodean a los
niños. La tarea de seguridad pública se antoja difícil: en los 640 kilómetros cuadrados del municipio
sólo hay 86 cámaras de vigilancia y 620 policías municipales cuidan a 655.000 habitantes... más la
población flotante.
En servicios urbanos, varios fraccionamientos en la periferia del municipio no cuentan con agua
potable, como Los Agaves, donde vivían Sol y sus hijos.
"Hay complejidades, hay pandillas, hay pobreza, hay violencia. Es un caldo de cultivo, y
evidentemente tenemos que ir reaccionando lo más pronto que podamos", admite el alcalde, Alberto
Uribe, un abogado de 44 años que dejó en pausa su ingreso a un doctorado en Italia para gobernar
un lugar complejo. El día que conversamos, la policía "sólo" encontró dos cadáveres tirados en el
municipio.
Si alguien quisiera ver a Tlajomulco desde lo alto, tendría que caminar hasta la punta del Cerro del
Gato, donde en 2014 hallaron una 'narcofosa' con seis cuerpos. Así tendrá una vista del municipio:
un territorio mitad concreto gris y mitad zona natural que dominan el crimen organizado, las pandillas
y el hambre.
"Yo estoy convencido de que estoy loco por aceptar gobernar este lugar", dirá el alcalde un día antes
de recibir el Premio Alcaldes de México en la categoría Protección al Medio Ambiente. "Pero alguien
tiene que mejorar Tlajomulco".
"Y sobre esa mujer, Sol, me duele que la mujer se haya suicidado, pero me duele más que haya
matado a sus hijos. Que no les haya dado una oportunidad".
Dentro de ese vecindario, alguien puso tres moños en la entrada de una casa: uno rosa con encaje
blanco, que simboliza a la mamá, y dos azules en representación de los hijos.
Afuera de esa casa, un sello impide que se abra la reja. Una cinta amarilla bloquea el paso y delimita
la escena del crimen registrada en la carpeta de investigación 29628/2016 de la Fiscalía General del
Estado de Jalisco. En el árbol más próximo a la casa, una cartulina clavada tiene pegada tres
fotografías: una de Sol posando para la cámara, sonriente, divertida, haciendo la señal de "amor y
paz", mientras saca la lengua; otra de Alberto con semblante serio y su playera favorita; y una de
Óscar, sonriente, con ojos de media luna.
"Descansen en paz. Me embarga una gran tristeza al saber que 3 personas an partido, ahora
disfrutan de la compañía del Señor. Es muy dificil aceptar que ya no podremos verlos, la tristeza que
sentimos es inmensa pero quiero pensar que alla arriba estaran bien, tu y tus hijos, descansen en
paz amiga mia", escribió alguien en la cartulina que está arriba de una mesa con tres floreros y
veladoras que, si se apagan, alguien rápidamente volverá a encender.
La vecina Rufina León ha tenido que medicarse contra la ansiedad que le ataca cuando recuerda
que su amiga y sus hijos ya no están. Los amigos de Alberto rehúyen al lugar. Los de Óscar
preguntan dónde está el cielo para ir a visitarlo. Los vecinos se reúnen afuera de la casa en las
noches siguientes al hallazgo. Rezan, cantan, lloran, se abrazan, se ofrecen café y pan. No hay
reclamos para Sol, al menos no en público. Sólo acompañamiento a su memoria. Nadie juzga a la
mamá que decidió llevarse a sus hijos: de algún modo, en Los Agaves, la mayoría entiende la
desesperación que causa la pobreza.
Los restos de Sol, Alberto y Óscar pasaron un día más juntos en el Servicio Médico Forense del
gobierno de Jalisco. Los tres se separaron el 2 de septiembre, cuando el papá de los niños reclamó
los dos cuerpos y la mamá de Sol se llevó a su hija para ser sepultada.
Lo que queda es el consuelo en el vecindario de que, donde sea que estén los tres, nadie puede
morir de hambre ni de pobreza.
Y una hoja sobre el césped del patio de la casa. La tarea de un niño —tal vez Óscar— a quien su
profesor le pidió investigar "¿Qué son las nubes?".

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  • 1. La pobreza que mata: el suicidio de una madre mexicana que se llevó a sus hijos Nadie muere de hambre. Se muere de pobreza, como le pasó a Sol y sus hijos. Esa muerte comienza con el primer día de un estómago vacío, cuando las piernas y los brazos se debilitan. Los niveles de azúcar caen y sube a la cabeza un dolor punzante. Si la falta de comida persiste, el organismo oxida la cetona y los ácidos grasos que están en la reserva del cuerpo. El pensamiento se nubla, el ánimo decae, el agotamiento se instala. El cuerpo desintegra las proteínas de los músculos. Duelen las articulaciones, los ligamentos, el pecho y los ojos pierden brillo. La falta de alimentos golpea al hígado, los riñones, el bazo. Arde el estómago, el corazón amartilla con taquicardias, los pulmones se aletargan. No hay vigor para caminar, para trabajar o para hablar. El cuerpo enfermo contagia a los sentimientos y una profunda depresión nubla al que sufre. La comida se vuelve un pensamiento obsesivo que desespera y obliga a repensar la vida, pero eso se hace postrado en una cama o en el piso, porque las corvas ya no tienen cómo mantenerse firmes. Se enciende el modo de supervivencia y el famélico siente como si el cuerpo se mordiera a sí mismo para convertir las entrañas en combustible. Se acumulan fluidos que inflan los pies, las muñecas, el vientre. La piel se reseca, las uñas se quiebran, los dientes se destemplan, el cabello se cae cada vez que la angustia hace que las manos vayan a la cabeza. La mente sufre con las alucinaciones, la pérdida de memoria, la desorientación de tiempo y espacio. A esas alturas, el estómago está hecho un desastre. Ni siquiera un bocado puede paliar el sufrimiento. Las únicas opciones son la alimentación intravenosa o la muerte. El fin llega entre los próximos 20 y 40 días sin alimentos. El final de la agonía es incierto: nadie muere de hambre, sino de hipotermia, un infarto cardiaco o un paro pulmonar. Lo único seguro es que será una muerte dolorosa a la que se llega con el cuerpo colapsado, un final indigno para cualquier ser humano. ¿La joven Sol sabía que eso sufre una persona, cuando la pobreza extrema la ahorca? ¿Conocía el dolor físico y emocional que causa no tener lo indispensable? ¿Eligió suicidarse y matar a sus hijos para no tener que sufrir ese final? Huele a muerte La mañana del 30 de agosto de 2016, los habitantes del fraccionamiento Los Agaves, en el municipio de Tlajomulco, Jalisco, al occidente de México, se despertaron envueltos en un olor nauseabundo. Mientras dormían, un olor fétido se había metido a sus casas por los barrotes de las ventanas y debajo de las puertas, y había impregnado la ropa de cama, los trastes que escurrían, los cuadernos en las mochilas. Todo lo que estuviera en contacto con el aire. Siete días antes había comenzado un ligero mal olor, pero ese martes se había transformado en un manto invisible que provocaba arcadas. El aroma había avanzado en los días que el vecindario de casas de interés social se negaba a decir lo que la mayoría pensaba: huele a muerte y el origen es la casa de Sol, de 35 años, y de sus hijos Alberto, de 14, y Óscar, de 7. Cuando llegó el atardecer, el olor ya era demasiado intenso como para seguir en negación. Era picante a ratos y sofocante la mayoría del tiempo, así que una mujer marcó al número de emergencia 066 y a las 6:59 de la tarde se registró en la base policial "Palomar" una petición anónima de apoyo para saber qué sucedía dentro de esa casa de paredes blancas y reja negra, donde se había instaurado un largo silencio que preocupaba a la comunidad.
  • 2. Desde que entraron al fraccionamiento, el policía S. y su pareja, a bordo de la patrulla TZ268-5 de la policía municipal, intuyeron lo que iban a encontrar. En cuanto cruzaron la reja principal de Los Agaves, a 150 metros de casa de Sol, en la calle Capela, percibieron que olía a muerte, pero tampoco quisieron decirlo en voz alta. Se estacionaron frente a la puerta, tocaron sin encontrar respuesta y se miraron, como si quisieran decirse "va a ser una noche larga". Llamaron a la Dirección General de Protección Civil de Tlajomulco y se sumaron dos funcionarios. Los cuatro, frente a la puerta y de espaldas a los vecinos que miraban angustiados, forzaron la entrada e ingresaron. Un golpe de gases se les metió por la nariz y empujó desde el estómago un latigazo de vómito. Todos, adentro y afuera, contuvieron la respiración, aferrados a la esperanza de que la culpa fuera de una tubería rota en el drenaje, mientras Sol y sus hijos estaban en unas vacaciones tan discretas que nadie los vio salir. Minutos después, llegó el oficial de más alto rango en el municipio, César Navarro, el comisario de la policía municipal. Cruzó la puerta y vio la diminuta sala, amueblada sólo con lo indispensable, pegada a una minúscula habitación. Giró a la izquierda, cruzó el comedor y miró al fondo la cocina, el baño y una zotehuela. Todo enano y precario. Caminó y entró a la segunda recámara. Y ahí estaba el origen del olor, tal y como se lo habían anunciado por radio. Tres cadáveres tan descompuestos que, por su experiencia como policía desde 1987, calculó con sólo verlos que llevaban ahí una semana. Eran Sol, Alberto y Óscar. La escena fue fotografiada y guardada en el teléfono del comisario Navarro: el cuerpo de Sol tendido en el piso, a los pies de las dos camas que había en la recámara. En una estaba Alberto, tan hinchado que su cuerpo parecía el de un adulto; en la otra, Óscar, acostado de lado, acompañado por un alebrije de peluche. Minutos después, los peritos notarían que las puertas y ventanas estaban fuertemente cerradas por dentro, que las llaves del gas de la estufa estaban deliberadamente abiertas. Y encontraron once hojas escritas a mano. La carta, cuentan quienes la leyeron, era un testimonio de depresión, enojo y frustración, pero sobre todo mostraba el deseo de Sol por ser perdonada, aunque también era un esfuerzo por explicar su suicidio y el asesinato de sus hijos: la vida es insoportable cuando la pobreza es tan fuerte que asfixia. La vida de Sol, tanto como su muerte, se llenó de dudas: ganaba 800 o 900 pesos a la semana como empleada en una maquiladora de material electrónico o en su nuevo trabajo como vendedora de pan. Ella sola sostenía a sus dos hijos, porque vivía lejos de su familia o no tenía contacto con ellos desde tiempo. Hace semanas o meses se había convertido en el único sostén de la casa, cuando su esposo o novio la abandonó y le heredó una deuda de 300 o 600 pesos semanales como parte del crédito que le dio el Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores. Llevaba semanas recibiendo llamadas y visitas intimidantes de "abogados del gobierno" que querían echarla su casa. Y como Sol no tenía dinero ni más familia cercana que sus dos niños pequeños, aquella tarde lo único que sí tuvo fue la certeza de que debía terminar con su vida y la de su familia. El fraccionamiento se convirtió en funeraria. Entre llantos apretados y oraciones en voz baja, los vecinos vieron cómo los cuerpos fueron retirados de la casa. La puerta se cerró por última vez y detrás de ella quedó un refrigerador casi vacío y, sobre la mesa del comedor, una taza con un par de billetes y unas pocas monedas, que los peritos creen que era todo el ahorro que le quedaba a Sol.
  • 3. Creen que cuando contó el dinero y supo que, otra vez, la vida la asfixiaba, eligió sus pasos finales: escribir la carta, acostar a sus hijos, acercar al más pequeño un peluche, cerrar herméticamente la casa, cerciorase que estuvieran profundamente dormidos, abrir las llaves de gas y acostarse con ellos hasta que la muerte llegara por los tres. Al día siguiente, la mañana del 31 de agosto, los habitantes de Los Agaves aún despertaron envueltos en un intenso olor que, como la tristeza, tardaría días en disiparse. La casa de Sol seguía callada, sellada y fría. Lo único que había cambiado en el paisaje era una veintena de veladoras derretidas que se apagaron en la soledad de la madrugada. En México, para escribir de cifras pobreza hay que trazar una gráfica que crece: en el año 2000, había 40 millones de pobres, pero también existía la esperanza de que el nuevo milenio redujera esa cifra. Dieciséis años después, en el gobierno de Enrique Peña Nieto, ese grupo creció a 55,3 millones de pobres. De ellos, 24,6 millones no puede costear una canasta básica. Uno de cada 10 mexicanos viven "pobreza extrema", que es otro modo de decir que no compran ropa, no invierten en una escuela, no compran alimentos — comen lo que cosechan — y ni hablar de diversión. "¿Qué habrá sentido Sol cuando decidió abrir las llaves del gas?", se preguntó el comisario Navarro, a quien el olor a muerte se le quedó tan impregnado, que la madrugada del 31 de agosto tuvo que bañarse en el patio de su casa para no llevar la fetidez hasta su cama. "Ni siquiera puedo imaginarlo. En la carta, ella argumenta problemas económicos, presión de abogados para perder la casa y la separación del marido. Los vecinos dicen que era muy trabajadora... solo que no le alcanzaba". Pero Sol no hizo todo sola. Su entorno tuvo un papel determinante: Tlajomulco es un municipio tan grande que le cabe cuatro veces la capital, Guadalajara. Sus zonas boscosas son ideales para que el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) esconda laboratorios de metanfetaminas y ordeñe ductos de petróleo fuera de la vigilancia de las autoridades. Al menos, trece pandillas merodean a los niños. La tarea de seguridad pública se antoja difícil: en los 640 kilómetros cuadrados del municipio sólo hay 86 cámaras de vigilancia y 620 policías municipales cuidan a 655.000 habitantes... más la población flotante. En servicios urbanos, varios fraccionamientos en la periferia del municipio no cuentan con agua potable, como Los Agaves, donde vivían Sol y sus hijos. "Hay complejidades, hay pandillas, hay pobreza, hay violencia. Es un caldo de cultivo, y evidentemente tenemos que ir reaccionando lo más pronto que podamos", admite el alcalde, Alberto Uribe, un abogado de 44 años que dejó en pausa su ingreso a un doctorado en Italia para gobernar un lugar complejo. El día que conversamos, la policía "sólo" encontró dos cadáveres tirados en el municipio. Si alguien quisiera ver a Tlajomulco desde lo alto, tendría que caminar hasta la punta del Cerro del Gato, donde en 2014 hallaron una 'narcofosa' con seis cuerpos. Así tendrá una vista del municipio: un territorio mitad concreto gris y mitad zona natural que dominan el crimen organizado, las pandillas y el hambre. "Yo estoy convencido de que estoy loco por aceptar gobernar este lugar", dirá el alcalde un día antes de recibir el Premio Alcaldes de México en la categoría Protección al Medio Ambiente. "Pero alguien tiene que mejorar Tlajomulco". "Y sobre esa mujer, Sol, me duele que la mujer se haya suicidado, pero me duele más que haya matado a sus hijos. Que no les haya dado una oportunidad".
  • 4. Dentro de ese vecindario, alguien puso tres moños en la entrada de una casa: uno rosa con encaje blanco, que simboliza a la mamá, y dos azules en representación de los hijos. Afuera de esa casa, un sello impide que se abra la reja. Una cinta amarilla bloquea el paso y delimita la escena del crimen registrada en la carpeta de investigación 29628/2016 de la Fiscalía General del Estado de Jalisco. En el árbol más próximo a la casa, una cartulina clavada tiene pegada tres fotografías: una de Sol posando para la cámara, sonriente, divertida, haciendo la señal de "amor y paz", mientras saca la lengua; otra de Alberto con semblante serio y su playera favorita; y una de Óscar, sonriente, con ojos de media luna. "Descansen en paz. Me embarga una gran tristeza al saber que 3 personas an partido, ahora disfrutan de la compañía del Señor. Es muy dificil aceptar que ya no podremos verlos, la tristeza que sentimos es inmensa pero quiero pensar que alla arriba estaran bien, tu y tus hijos, descansen en paz amiga mia", escribió alguien en la cartulina que está arriba de una mesa con tres floreros y veladoras que, si se apagan, alguien rápidamente volverá a encender. La vecina Rufina León ha tenido que medicarse contra la ansiedad que le ataca cuando recuerda que su amiga y sus hijos ya no están. Los amigos de Alberto rehúyen al lugar. Los de Óscar preguntan dónde está el cielo para ir a visitarlo. Los vecinos se reúnen afuera de la casa en las noches siguientes al hallazgo. Rezan, cantan, lloran, se abrazan, se ofrecen café y pan. No hay reclamos para Sol, al menos no en público. Sólo acompañamiento a su memoria. Nadie juzga a la mamá que decidió llevarse a sus hijos: de algún modo, en Los Agaves, la mayoría entiende la desesperación que causa la pobreza. Los restos de Sol, Alberto y Óscar pasaron un día más juntos en el Servicio Médico Forense del gobierno de Jalisco. Los tres se separaron el 2 de septiembre, cuando el papá de los niños reclamó los dos cuerpos y la mamá de Sol se llevó a su hija para ser sepultada. Lo que queda es el consuelo en el vecindario de que, donde sea que estén los tres, nadie puede morir de hambre ni de pobreza. Y una hoja sobre el césped del patio de la casa. La tarea de un niño —tal vez Óscar— a quien su profesor le pidió investigar "¿Qué son las nubes?".