Este documento presenta el programa para la Jornada Mundial de las Misiones de 2014. Incluye mensajes de los obispos sobre la importancia de la misión de la Iglesia y la necesidad de compartir la alegría del Evangelio. También resume el mensaje del Papa Francisco para la ocasión, en el que enfatiza que la Iglesia debe estar en una constante "salida" para llevar el Evangelio a todos, y que la contribución a las misiones debe hacerse con alegría como un acto de amor y entrega a Dios y al
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A los presbíteros, consagrados(as) y fieles cristianos
que viven su fe en México:
Ante la proximidad del mes de octubre, me dirijo a ustedes para invitarlos
a vivir con gozo el Domingo Mundial de las Misiones; cada vez la Iglesia
va tomando mejor conciencia de que el envío misionero no es sólo para
unos pocos. A todos el Señor Jesús nos invita a “ir por todo el mundo y
anunciar el Evangelio”, y cada cristiano, de acuerdo a su condición particular,
es responsable de la evangelización del mundo entero.
Los Obispos de México estamos seguros de que todos, sacerdotes y fieles, prepararemos con esmero la
celebración del DOMUND; en ella elevamos nuestra oración a Dios por la fecundidad de la acción misionera de
la Iglesia; recuperamos la alegría de ser discípulos misioneros, comprometiéndonos a ser testigos gozosos de la
muerte y resurrección del Señor.
Los exhorto también a ser generosos en nuestra ofrenda con la que nos hacemos solidarios con la ardua y
muchas veces incomprendida labor que realizan nuestros hermanos que han dedicado su vida entera a la misión
ad gentes.
Con mi gran respeto y agradecimiento, los saludo y bendigo: soy su servidor y hermano.
Mons. Juan Manuel Mancilla Sánchez
Obispo de Texcoco
Presidente de la Comisión Episcopal para la Pastoral Profética
Queridos hermanos y hermanas:
Para esta Jornada Mundial de las Misiones, que en México y otros países
de habla hispana conocemos como “DOMUND”, el Santo Padre Francisco
nos recuerda en su mensaje: “Hoy en día todavía hay mucha gente que no
conoce a Jesucristo. Por eso es tan urgente la misión ad gentes, en la que
todos los miembros de la Iglesia están llamados a participar, ya que la Iglesia
es misionera por naturaleza: la Iglesia ha nacido ‘en salida’”. Esto es lo que
significa la misión ad gentes: ir a aquellos que no conocen a Jesucristo. Por
esto la Iglesia, con el DOMUND, reaviva su escucha del mandato misionero del Señor: “Vayan por todo el
mundo…” (Mt 28, 18-20).
El Papa nos dice que el DOMUND se trata de una celebración de gracia y alegría: “De gracia, porque el Espíritu
Santo, mandado por el Padre, ofrece sabiduría y fortaleza a aquellos dóciles a su acción. De alegría, porque
Jesucristo, Hijo del Padre, enviado para evangelizar al mundo, sostiene y acompaña nuestra obra misionera”. El
Padre es la fuente de la alegría, el Hijo es su manifestación y el Espíritu Santo su animador.
Como el Papa Francisco nos lo recuerda en su mensaje, Jesús enseña a sus discípulos en dónde radica esta
verdadera alegría, les dice “que no se alegren por el poder que se les ha dado, sino por el amor recibido: «porque
vuestros nombres están inscritos en el cielo» (Lc 10,20). A ellos se les ha concedido experimentar el amor de Dios,
e incluso la posibilidad de compartirlo”.
El DOMUND reaviva nuestra alegría de ser Iglesia y nos compromete a ser católicos misioneros; celebramos,
entonces, la alegría de ser elegidos, pero también somos llamados a ser responsables y compartir esta
elección de Dios. Nuestro mundo está lleno de alegrías parciales y pasajeras, que muchas veces sólo cubren
superficialmente nuestras aspiraciones y anhelos. El mensaje del Evangelio contiene en sí mismo la alegría
verdadera que viene de la Trinidad, y que se manifiesta especialmente en el anuncio del Evangelio. Evangelizar
implica siempre dos cosas: sentirse amado y amar a los demás, y en esto consiste la verdadera alegría.
El DOMUND debe entenderse y vivirse como una jubilosa celebración de la conciencia universal de la Iglesia
y de la caridad solidaria que reina en ella. Especialmente en esta Jornada, la Iglesia supera cualquier visión
localista y sectorial; trasciende todas las posibles fronteras, diferencias y desigualdades que haya en su interior,
y busca vivir lo que es: una misma y sola Iglesia en todos los sitios y lugares donde está presente.
Por eso el Papa nos encarga a los Obispos, Sacerdotes, Laicos, Religiosos(as) y a las Obras Misionales Pontificio
Episcopales: animar al pueblo de Dios en su compromiso misionero y promover la cooperación misionera que,
como signo de unidad de la Iglesia, llega incluso hasta las últimas situaciones de misión y es entregada a las
personas que se hallan, casi siempre debatiéndose de manera heroica, en las primeras filas de la evangelización.
Nos queda claro que todos los cristianos somos responsables de todos nuestros hermanos, sobre todo de
aquellos más pobres y desfavorecidos que, encontrándose en los lugares más distantes o en las situaciones más
“No dejemos que nos roben la alegría
de la evangelización”.
Papa Francisco
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precarias y desesperadas, esperan con urgencia la alegría de la Buena Nueva: un Cristo vivo. Todos tenemos
la obligación de ayudar en este tiempo con nuestra oración, nuestro sacrificio, nuestro testimonio de vida y
nuestra colaboración económica. Recordemos las palabras del Papa Francisco: “La contribución económica
personal es el signo de una oblación de sí mismos, en primer lugar al Señor y luego a los hermanos, porque la
propia ofrenda material se convierte en un instrumento de evangelización de la humanidad que se construye
sobre el amor”. Seamos generosos con nuestra colecta del DOMUND, como una ofrenda de amor a la misión
ad gentes. “Dios ama al que da con alegría” (2Co 9,7).
Respondamos con gracia y alegría a las exhortaciones de nuestro Santo Padre Francisco y redoblemos nuestros
esfuerzos por asumir nuestro compromiso misionero y nuestra vocación, a semejanza de María, Madre de Dios
y modelo de misionera.
Todos los discípulos del Señor están llamados a cultivar la alegría de la evangelización. Que nuestro Dios, Uno
y Trino, nos bendiga abundantemente.
Mons. Fabio Martínez Castilla
Arzobispo de Tuxtla-Gutiérrez
Responsable de la Dimensión Episcopal de Misiones
Queridos hermanos y hermanas:
El Papa Francisco nos ha exhortado a asistir a una nueva etapa evangelizadora
de la Iglesia marcada por la alegría que nos trae la Buena Nueva de Jesucristo.
La exhortación apostólica Evangelii gaudium ha inaugurado esta nueva etapa
evangelizadora y ha trazado también las líneas principales para el caminar de
la Iglesia universal en los próximos años.
Dentro de esta nueva etapa evangelizadora, la Jornada Mundial de las
Misiones ocupa un lugar muy especial: ella es un momento privilegiado para
reavivar el deseo y el deber que tenemos todos los cristianos de participar en la misión ad gentes de la Iglesia
universal. Ahora bien, como momento privilegiado, esta Jornada no debe reducirse a una mera colecta; sí debe
incluir ella la generosa donación de los fieles, pero sólo si ésta es consecuencia de una celebración de gracia
y alegría, como nos lo recuerda nuestro Santo Padre Francisco en su mensaje para la Jornada Mundial de las
Misiones. Seamos entonces dóciles a la acción del Espíritu que nos da la gracia, alegrémonos por la compañía
de Jesucristo, nuestro Señor, cuya Buena Nueva nos alegra, y agradezcamos y glorifiquemos a nuestro Padre,
fuente de toda alegría y de amor, quien ha decidido amarnos con el mismo amor que Él tiene para su Hijo.
En su mensaje Su Santidad Francisco nos invita también a vivir y celebrar este momento a la luz de una enseñanza
bíblica que ilumina toda la donación cristiana: “Dios ama al que da con alegría” (2Co 9,7). Nuestro Santo Padre nos
ha recordado en su mensaje que “la contribución económica personal es signo de una oblación de sí mismos,
en primer lugar al Señor y luego a los hermanos, porque la propia ofrenda material se convierte en instrumento
de evangelización de la humanidad que se construye sobre el amor”.
Queridos hermanos y hermanas, les pido fervientemente que sean generosos así como nuestro Padre amado
ha sido generoso, por diferentes medios y de diversas maneras, con todos nosotros. Si nuestra contribución
está motivada por la caridad generosa que brota del amor fontal del Padre, sepamos que nuestro donativo no
es una simple limosna; como nos lo recuerda Su Santidad Francisco, nuestra contribución material se vuelve un
símbolo de nuestra propia entrega y donación a Dios y a nuestros hermanos. Procuremos que esta donación sea
con generosa caridad.
Finalmente, dirijamos nuestras oraciones a Dios Padre, quien nunca se deja ganar en generosidad, a su Hijo,
el evangelizador por excelencia que dio su propia vida por nuestra salvación, y al Espíritu Santo, quien, en
misteriosa unión trinitaria con el Padre y el Hijo, nos llena de alegría y nos brinda fuerza y sabiduría para
perseverar en la obra evangelizadora, para que seamos dignos discípulos y evangelizadores que asisten a esta
nueva etapa de la vida de la Iglesia universal.
Pbro. Guillermo Alberto Morales Martínez
Obras Misionales Pontificio Episcopales de México
Director Nacional
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Queridos hermanos y hermanas:
Hoy en día todavía hay mucha gente que no conoce a Jesucristo. Por eso es tan urgente la misión ad gentes, en la
que todos los miembros de la iglesia están llamados a participar, ya que la iglesia es misionera por naturaleza: la
iglesia ha nacido “en salida”. La Jornada Mundial de las Misiones es un momento privilegiado en el que los fieles
de los diferentes continentes se comprometen con oraciones y gestos concretos de solidaridad para ayudar
a las iglesias jóvenes en los territorios de misión. Se trata de una celebración de gracia y de alegría. De gracia,
porque el Espíritu Santo, mandado por el Padre, ofrece sabiduría y fortaleza a aquellos que son dóciles a su
acción. De alegría, porque Jesucristo, Hijo del Padre, enviado para evangelizar al mundo, sostiene y acompaña
nuestra obra misionera. Precisamente sobre la alegría de Jesús y de los discípulos misioneros quisiera ofrecer
una imagen bíblica, que encontramos en el Evangelio de Lucas (cf.10,21-23).
1. El evangelista cuenta que el Señor envió a los setenta discípulos, de dos en dos, a las ciudades y pueblos, a
proclamar que el Reino de Dios había llegado, y a preparar a los hombres al encuentro con Jesús. Después de
cumplir con esta misión de anuncio, los discípulos volvieron llenos de alegría: la alegría es un tema dominante
de esta primera e inolvidable experiencia misionera. El Maestro Divino les dijo: «No estéis alegres porque se
os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo. En aquella hora,
Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra...”
(…) Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: “¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis!”»
(Lc 10,20-21.23).
Son tres las escenas que presenta san Lucas. Primero, Jesús habla a sus discípulos, y luego se vuelve hacia el
Padre, y de nuevo comienza a hablar con ellos. De esta forma Jesús quiere hacer partícipes de su alegría a los
discípulos, que es diferente y superior a la que ellos habían experimentado.
2. Los discípulos estaban llenos de alegría, entusiasmados con el poder de liberar de los demonios a las personas.
Sin embargo, Jesús les advierte que no se alegren por el poder que se les ha dado, sino por el amor recibido:
«porque vuestros nombres están inscritos en el cielo» (Lc 10,20). A ellos se les ha concedido experimentar el
amor de Dios, e incluso la posibilidad de compartirlo. Y esta experiencia de los discípulos es motivo de gozosa
gratitud para el corazón de Jesús. Lucas entiende este júbilo en una perspectiva de comunión trinitaria: «Jesús
se llenó de alegría en el Espíritu Santo», dirigiéndose al Padre y glorificándolo. Este momento de profunda
alegría brota del amor profundo de Jesús en cuanto Hijo hacia su Padre, Señor del cielo y de la tierra, el cual ha
ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las ha revelado a los pequeños (cf. Lc 10,21). Dios ha escondido y
ha revelado, y en esta oración de alabanza se destaca sobre todo el revelar. ¿Qué es lo que Dios ha revelado y
ocultado? Los misterios de su Reino, el afirmarse del señorío divino en Jesús y la victoria sobre Satanás.
Dios ha escondido todo a aquellos que están demasiado llenos de sí mismos y pretenden saberlo ya todo. Están
cegados por su propia presunción y no dejan espacio a Dios. Uno puede pensar fácilmente en algunos de los
contemporáneos de Jesús, que Él mismo amonestó en varias ocasiones, pero se trata de un peligro que siempre
ha existido, y que nos afecta también a nosotros. En cambio, los “pequeños” son los humildes, los sencillos, los
pobres, los marginados, los sin voz, los que están cansados y oprimidos, a los que Jesús ha llamado “benditos”.
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Se puede pensar fácilmente en María, en José, en los pescadores de Galilea, y en los discípulos llamados a lo
largo del camino, en el curso de su predicación.
3. «Sí, Padre, porque así te ha parecido bien» (Lc 10,21). Las palabras de Jesús deben entenderse con referencia a su
júbilo interior, donde la benevolencia indica un plan salvífico y benevolente del Padre hacia los hombres. En el
contexto de esta bondad divina Jesús se regocija, porque el Padre ha decidido amar a los hombres con el mismo
amor que Él tiene para el Hijo. Además, Lucas nos recuerda el júbilo similar de María: «Mi alma glorifica al Señor,
y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador» (Lc 1,47). Se trata de la Buena Noticia que conduce a la salvación. María,
llevando en su vientre a Jesús, el Evangelizador por excelencia, encuentra a Isabel y cantando el Magnificat
exulta de gozo en el Espíritu Santo. Jesús, al ver el éxito de la misión de sus discípulos y por tanto su alegría,
se regocija en el Espíritu Santo y se dirige a su Padre en oración. En ambos casos, se trata de una alegría por la
salvación que se realiza, porque el amor con el que el Padre ama al Hijo llega hasta nosotros, y por obra del
Espíritu Santo, nos envuelve, nos hace entrar en la vida de la Trinidad.
El Padre es la fuente de la alegría. El Hijo es su manifestación, y el Espíritu Santo, el animador. Inmediatamente
después de alabar al Padre, como dice el evangelista Mateo, Jesús nos invita: «Venid a mí todos los que estáis
cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón,
y encontraréis descanso. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (11,28-30). «La alegría del Evangelio llena
el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados
del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría»
(Exhort. ap. Evangelii gaudium, 1).
De este encuentro con Jesús, la Virgen María ha tenido una experiencia singular y se ha convertido en “causa
nostrae laetitiae”. Y los discípulos a su vez han recibido la llamada a estar con Jesús y a ser enviados por Él para
predicar el Evangelio (cf. Mc 3,14), y así se ven colmados de alegría. ¿Por qué no entramos también nosotros en este
torrente de alegría?
4. «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista
que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia
aislada» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 2). Por lo tanto, la humanidad tiene una gran necesidad de aprovechar la
salvación que nos ha traído Cristo. Los discípulos son los que se dejan aferrar cada vez más por el amor de Jesús
y marcar por el fuego de la pasión por el Reino de Dios, para ser portadores de la alegría del Evangelio. Todos
los discípulos del Señor están llamados a cultivar la alegría de la evangelización. Los obispos, como principales
responsables del anuncio, tienen la tarea de promover la unidad de la Iglesia local en el compromiso misionero,
teniendo en cuenta que la alegría de comunicar a Jesucristo se expresa tanto en la preocupación de anunciarlo
en los lugares más distantes, como en una salida constante hacia las periferias del propio territorio, donde hay
más personas pobres que esperan.
En muchas regiones escasean las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. A menudo esto se debe a que
en las comunidades no hay un fervor apostólico contagioso, por lo que les falta entusiasmo y no despiertan
ningún atractivo. La alegría del Evangelio nace del encuentro con Cristo y del compartir con los pobres. Por
tanto, animo a las comunidades parroquiales, asociaciones y grupos a vivir una vida fraterna intensa, basada en
el amor a Jesús y atenta a las necesidades de los más desfavorecidos. Donde hay alegría, fervor, deseo de llevar
a Cristo a los demás, surgen las verdaderas vocaciones. Entre éstas no deben olvidarse las vocaciones laicales
a la misión. Hace tiempo que se ha tomado conciencia de la identidad y de la misión de los fieles laicos en
la Iglesia, así como del papel cada vez más importante que ellos están llamados a desempeñar en la difusión
del Evangelio. Por esta razón, es importante proporcionarles la formación adecuada, con vistas a una acción
apostólica eficaz.
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5. «Dios ama al que da con alegría» (2Co 9,7). La Jornada Mundial de las Misiones es también un momento para
reavivar el deseo y el deber moral de la participación gozosa en la misión ad gentes. La contribución económica
personal es el signo de una oblación de sí mismos, en primer lugar al Señor y luego a los hermanos, porque la
propia ofrenda material se convierte en un instrumento de evangelización de la humanidad que se construye
sobre el amor.
Queridos hermanos y hermanas, en esta Jornada Mundial de las Misiones mi pensamiento se dirige a todas las
Iglesias locales. ¡No dejemos que nos roben la alegría de la evangelización! Os invito a sumergiros en la alegría
del Evangelio y a nutrir un amor que ilumine vuestra vocación y misión. Os exhorto a recordar, como en una
peregrinación interior, el “primer amor” con el que el Señor Jesucristo ha encendido los corazones de cada
uno, no por un sentimiento de nostalgia, sino para perseverar en la alegría. El discípulo del Señor persevera
con alegría cuando está con Él, cuando hace su voluntad, cuando comparte la fe, la esperanza y la caridad
evangélica.
Dirigimos nuestra oración a María, modelo de evangelización humilde y alegre, para que la Iglesia sea el hogar
de muchos, una madre para todos los pueblos y haga posible el nacimiento de un nuevo mundo.
Vaticano, 8 de junio de 2014, Solemnidad de Pentecostés
S.S. FRANCISCO
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La actividad misionera «representa aún hoy día el mayor desafío para
la Iglesia» (Rmi, 40) y «la causa misionera debe ser la primera» (Rmi, 86).
¿Qué sucedería si nos tomáramos realmente en serio esas palabras?
Simplemente reconoceríamos que la salida misionera es el paradigma
de toda obra de la Iglesia. En esta línea, los Obispos latinoamericanos
afirmaron que ya «no podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en
nuestros templos» (DA, 548) y que hace falta pasar «de una pastoral de mera
conservación a una pastoral decididamente misionera» (DA, 370). Esta tarea
sigue siendo la fuente de las mayores alegrías para la Iglesia: «Habrá más
gozo en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y
nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15,7).
Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 15
UNA IGLESIA EN SALIDA:
UNA IGLESIA PARA UNA
NUEVA ETAPA
EVANGELIZADORA
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Está por cumplirse un año desde que el Papa Francisco, a través de la Evangelii gaudium, ha exhortado a
todo el Pueblo de Dios a dar inicio a una nueva etapa evangelizadora en la vida de la Iglesia. Pero esta
nueva etapa, dice Su Santidad, requiere que caigamos en la cuenta de que nuestra Iglesia debe tener una
característica muy particular: es una ‘Iglesia en salida’.
La Iglesia fundada por Jesucristo es una Iglesia en salida; estar ‘en salida’ marca el momento fundacional de esa
comunidad en la que se realiza la presencia de Jesucristo —“donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí
estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20)—, pero también marca un modo de ser ineludible y permanente, es decir,
marca una esencia y una naturaleza. Estar ‘en salida’ define la esencia o el modo de ser de la Iglesia fundada
por Jesucristo, y eso es lo que nos hace pensar que la Iglesia que Jesucristo quiso es una Iglesia misionera por
naturaleza.
1. El Evangelio tiende por sí mismo a comunicarse
La misión de la Iglesia es evangelizar, y esta misión tiene su fuente de un dinamismo muy particular: el Evangelio
es una Buena Nueva, y como todo aquello que es bueno, tiende por sí mismo a comunicarse. El Evangelio es
incontenible, inapresable, inaferrable; siempre y de manera inevitable tiende a expandirse, a comunicarse. Su
Santidad Francisco nos ha recordado la naturaleza de este dinamismo evangelizador que siempre provoca la
salida, la expansión y la comunicación:
El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su
expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades
de los demás. Comunicándolo, el bien se arraiga y se desarrolla. Por eso, quien quiera vivir con dignidad y plenitud
no tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien. No deberían asombrarnos entonces algunas
expresiones de san Pablo: «El amor de Cristo nos apremia» (2Co 5,14); «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!»
(1Co 9,16) (Eg 9)
En este sentido, la misión confiada por Jesucristo a sus discípulos de ir y evangelizar debe entenderse, más que
como una imposición, como una consecuencia natural del mismo dinamismo interno por el que el Evangelio
tiende por sí mismo a comunicarse. Desde sus inicios, la Iglesia ha experimentado este dinamismo centrífugo
de la misión que le ha sido confiada, un dinamismo que la mueve permanentemente desde el centro hacia
afuera y que, por lo demás, proviene de ese dinamismo inherente a la Buena Nueva de Jesucristo. En el fondo,
este dinamismo evangélico es la causa de que la Iglesia tenga la inevitable necesidad de salir y evangelizar y,
en consecuencia, de que ella sea esencialmente misionera. La naturaleza misionera de la Iglesia nos recuerda
este dinamismo permanente y esencial de salir y evangelizar, dinamismo que, como nos lo señala Su Santidad
Francisco, ha anticipado a la misma Iglesia y que ha estado presente en varios momentos de la historia de la
salvación:
En la Palabra de Dios aparece permanentemente este dinamismo de «salida» que Dios quiere provocar en los
creyentes. Abraham aceptó el llamado a salir hacia una tierra nueva (cf. Gn 12,1-3). Moisés escuchó el llamado de
Dios: «Ve, yo te envío» (Ex 3,10), e hizo salir al pueblo hacia la tierra de la promesa (cf. Ex 3,17). A Jeremías le dijo:
«Adondequiera que yo te envíe irás» (Jr 1,7) (Eg 20).
2. Una Iglesia en salida es una Iglesia que no está llena de sí misma
El Papa Francisco, en su “Mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones 2014” propone reflexionar en torno a
la figura de Lc 10,20-23. El contexto de este pasaje puede ayudarnos a entender el dinamismo connatural de salida
de la Iglesia que anteriormente hemos mencionado. Lucas ve preconizada la misión de la Iglesia en el momento
que Jesús manda a los 72 discípulos “[…] por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y sitios a donde él
había de ir” (10,1). Por el simbolismo del número 72 —que es un múltiplo de 12 y que para los judíos simbolizaba
el número de las naciones paganas—, Lucas observa en este pasaje un anuncio la misión universal de la Iglesia.
Lucas también hace ver que Jesús se preocupó por que la misión de sus discípulos fuera totalmente ajena a
cualquier idea de poder y de dominio —incluso aunque éstos se ejercieran para someter demonios—, y que sus
agentes estuvieran preparados ante la tentación del triunfalismo: “Miren, les he dado el poder de pisar sobre
serpientes y escorpiones y sobre todo poder del enemigo, y nada les podrá hacer daño; pero no se alegren de
que los espíritus se les sometan; alégrense de que sus nombres estén escritos en los cielos” (Lc 10,19s).
Como en aquella época, hoy en día el triunfalismo es una de las más grandes tentaciones a la que están expuestos
los discípulos misioneros, y esta tentación se contrapone a la naturaleza misionera de la Iglesia. Una Iglesia que
basa su alegría en sus propios logros y conquistas es una Iglesia que se alegra de sí misma, que está demasiado
llena de sí misma y que, en consecuencia, no tiene la necesidad de salir de sí misma. Una Iglesia triunfalista es
una Iglesia presuntuosa y, por eso, incapacitada para ser una Iglesia en salida: su propia presunción la ciega y no
le permite ver fuera de sí misma y mucho menos interesarse por relacionarse con lo que está fuera de sí misma.
Regresando al pasaje bíblico, algunos versículos más adelante, cuando Lucas habla no ya de la alegría de los
discípulos, sino del “gozo de Jesús en el Espíritu Santo”, se apunta con claridad que el motivo de este gozo es,
en palabras de Jesús, “porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las has dado a conocer a
los sencillos” (v. 21).
Dios ha escondido todo a aquellos que están demasiado llenos de sí mismos y pretenden saberlo ya todo. Están
cegados por su propia presunción y no dejan espacio a Dios. Uno puede pensar fácilmente en algunos de los
contemporáneos de Jesús, que Él mismo amonestó en varias ocasiones, pero se trata de un peligro que siempre
ha existido, y que nos afecta también a nosotros (Mensaje, 2).
3. Una Iglesia en salida, permanentemente atenta a las señales de los tiempos
Si algo sobreabunda actualmente en los medios informativos y de comunicación son los análisis y los
diagnósticos. Se tiende a analizarlo y diagnosticarlo todo: la seguridad social, los índices de violencia, la
calidad del sistema educativo, la eficacia de los servicios públicos, los niveles de confianza que manifiesta la
sociedad, su participación social y política, la salud pública, el crecimiento económico, la situación laboral, la
situación financiera, la cultura ciudadana, la competitividad deportiva, el desarrollo científico y tecnológico,
la producción cultural y artística y un largo etcétera. La Iglesia misma no ha estado exenta de estos análisis y
diagnósticos, ya sea como objeto de ellos ya sea como un sujeto interesado en los datos y resultados que ellos
ofrecen, a fin de comprender mejor a las sociedades y culturas actuales en medio de las cuales busca cumplir la
misión que Jesucristo le ha confiado. En todo caso, aunque “hoy suele hablarse de un «exceso de diagnóstico»
que no siempre está acompañado de propuestas superadoras y realmente aplicables” (Eg 50), la Iglesia tiene la
responsabilidad de desarrollar una “siempre vigilante capacidad de estudiar las señales de los tiempos” (Es 19).
Ahora bien, este esfuerzo de leer y comprender los signos de los tiempos que realiza la Iglesia requiere de dos
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precisiones para ser bien comprendido: por una parte, la Iglesia no sólo se convierte en una observadora del
mundo y de la sociedad, a la manera de un profesional de las ciencias sociales, sino que desarrolla esta mirada
comprensora como parte de un discernimiento evangélico, abierto y confiado a la luz y a la fuerza del Espíritu
Santo (cf. Pdv 10). Por otra parte, al desarrollar esta lectura estudiosa y a la vez creyente de los signos de los
tiempos, ella no sólo termina por comprender la cultura y el mundo en los que ella se halla inserta, sino que
termina también comprendiéndose a sí misma de una manera más clara y profunda.
En su exhortación apostólica el Santo Padre ofrece un gran ejemplo de cómo ejercitar esta vigilante capacidad
de estudiar los signos de los tiempos. Y entre otras varias cosas, Su Santidad advierte: “El gran riesgo del mundo
actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón
cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada”. Las sociedades
contemporáneas han venido desarrollándose sobre la base de una lógica individualista y egoísta, tendiente al
solipsismo y al aislamiento cómodo e indiferente, que ha terminado por poner en crisis a la conciencia y al
compromiso comunitarios. Pero, desafortunadamente, la Iglesia misma ha sido alcanzada en alguna medida por
esta lógica y se ha visto invadida por esa tendencia al aislamiento cómodo y pasivo, que la hace permanecer
estática esperando a que los demás acudan a ella más que ella buscar salir al encuentro de los demás. Por esta
razón, Su Santidad exhorta a toda la Iglesia a renovar esta actitud de salida y entenderla como un llamado del
Señor:
Hoy, en este «id» de Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora
de la Iglesia, y todos somos llamados a esta nueva «salida» misionera. Cada cristiano y cada comunidad discernirá
cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia
comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio (Eg 20).
Esta nueva ‘salida’ misionera es en primer lugar un llamado, es decir, marca una vocación para la Iglesia, pero,
como una exhortación que el Papa hace en estos momentos, puede entenderse también como una respuesta
que procede del estudio vigilante de los signos de los tiempos. Ante un mundo marcado por el individualismo,
el egoísmo y la cultura del confort y del descarte, una Iglesia que sale, que es dinámica, que está ávida del
encuentro con los más necesitados resulta un testimonio vivo y rotundo de que no sólo puede ponerse en
práctica y vivirse fielmente el mensaje evangélico, sino que este mensaje es la alternativa a un mundo enfermo
de sí mismo, de egoísmo, por estar demasiado lleno de sí mismo y por estar cerrado a los nuevos y revitalizantes
aires que vienen con la apertura a los semejantes.
Más que como expertos en diagnósticos apocalípticos u oscuros jueces que se ufanan en detectar todo peligro o
desviación, es bueno que puedan vernos como alegres mensajeros de propuestas superadoras, custodios del bien
y la belleza que resplandecen en una vida fiel al Evangelio (Eg 168).
La misión de una Iglesia en salida invita a no acomodarse
La Iglesia que nace del mensaje de Jesús y que se desarrolla a la luz de la progresiva comprensión de sus enseñanzas
que consigue gracias a la asistencia del Espíritu es la Iglesia que camina, que peregrina, que es itinerante, que está
en los caminos, que sale a los cruces, que se aventura a las periferias físicas y sociales, pero también —y sobre
todo— las periferias de la existencia: la injusticia, la violencia, la inequidad, la indiferencia, la discriminación, el
egoísmo, la incomprensión, la desesperanza, la insensibilidad, la tibieza denunciada por el Evangelio…
A la luz de la historia de la salvación, la Iglesia puede entenderse como un sacramento de lo que resulta después
de la intervención de Dios en la historia. Así como un dedo que se introduce en el agua y que provoca en su
superficie un ondeo expansivo, imaginemos así que Dios ha tocado las aguas de la historia y ha provocado
en ella un movimiento permanentemente expansivo, producto del dinamismo de su amorosa acción, y que
este dinamismo se encarna sacramentalmente en la Iglesia. La Iglesia está llamada a ser el sacramento que
hace visible el dinamismo evangelizador suscitado por el mismo Dios a través de su Hijo, y no la estructura
anquilosada o acomodada que tiende a ocultar este dinamismo.
En este sentido, el estado ‘en salida’ de la Iglesia no es un estado inicial ni provisional, sino que es un estado
permanente. La Iglesia no está en salida sólo cuando ve la necesidad de fundar nuevas comunidades eclesiales
en territorios en los que aún no se ha proclamado la Buena Nueva o cuando busca recuperar territorios —
grupos de personas, sectores de la población, ámbitos culturales— que tenía ‘ganados’ y que por los vaivenes de
la historia y de las nuevas culturas ha ido perdiendo o ha experimentado un alejamiento. La salida de la Iglesia
no debe reducirse a estos momentos, ciertamente cruciales; ella debe estar permanentemente en salida.
En el ámbito eclesial ‘salir’ y ‘evangelizar’ son verbos que se implican mutuamente: la finalidad del salir de la
Iglesia es la evangelización de todo el mundo; la Iglesia no está en salida por un afán proselitista, expansionista
o propagandístico; Jesucristo tampoco envía a sus discípulos con un motivo meramente aventurero o
exploratorio, sino que los envía a evangelizar al mundo. A su vez, el evangelizar de la Iglesia resulta simplemente
incomprensible si no ella no lo hace saliendo; Jesús no les pide a sus discípulos que se queden con los suyos o
que lleguen a ciertas comunidades a establecerse y quedarse dentro, encerrados, sino que los envía, los manda
hacia fuera, les pide que salgan.
Pero siempre tiene la dinámica del éxodo y del don, del salir de sí, del caminar y sembrar siempre de nuevo,
siempre más allá. El Señor dice: «Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para
eso he salido» (Mc 1,38). Cuando está sembrada la semilla en un lugar, ya no se detiene para explicar mejor o para
hacer más signos allí, sino que el Espíritu lo mueve a salir hacia otros pueblos (Eg 21).
Conclusión: estar ‘en salida’ para estar abiertos a la verdadera novedad
A todas estas nociones de estar ‘en salida’, hay que añadir obligadamente un sentido más profundo: estar
‘en salida’ o, quizás mejor, ser ‘en salida’ no debe entenderse sólo en un sentido geográfico o territorial, sino
ante todo en un sentido actitudinal: se trata de estar dispuestos a salir también de nuestras costumbres, de
nuestro hábitos, de nuestros procedimientos, de nuestras formas ya establecidas y que nos brindan seguridad.
Ser permanentemente ‘en salida’ significa también no acomodarse, no anquilosarse, no propiciar estructuras
que, por la apariencia de seguridad y estabilidad que generan, son muy bien aceptadas, pero que terminan
fomentando una avidez de confort y una actitud pasiva y de espera.
Por lo demás, estas estructuras anquilosadas, al asegurar una especie de procedimentalismo, un automatismo,
es decir, aseguran una misma manera de hacer las cosas siempre, exponen a los agentes evangelizadores a un
permanente retorno de lo mismo y los vuelve más incapaces para vivir y aceptar la novedad. Ser ‘en salida’
implica no acomodarse, no preocuparse más de la propia estabilidad que del cumplimiento fiel de la misión
evangelizadora, lo cual nos hace más capaces de aceptar la verdadera novedad.
10. 18 19
Preguntémonos
• Es natural que en nuestra vida cotidiana nos alegremos de nuestros logros y de nuestros triunfos, pero ¿esta alegría
nos impide tener un espacio para los demás? ¿Cómo procuramos no estar llenos de nosotros mismos?
• Es también muy común que en nuestra vida diaria, no sólo en nuestros hogares sino también en nuestros trabajos
y en nuestras parroquias, busquemos hacer las cosas de la misma manera, casi siempre de manera mecánica o
automática. Esto nos ahorra tiempo y nos genera la sensación de eficacia. ¿Pero cómo podemos asegurarnos de
que esto no nos cierre a la verdadera novedad, que nos salva de la rutina y del permanente retorno de lo mismo?
• ¿Qué invitación nos hace esta reflexión que hemos hecho ante la celebración de esta Jornada Mundial de las
Misiones?
La verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente quiere producir, la que Él inspira, la que Él provoca,
la que Él orienta y acompaña de mil maneras. En toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre que la
iniciativa es de Dios, que «Él nos amó primero» (1Jn 4,19) y que «es Dios quien hace crecer» (1Co 3,7). Esta
convicción nos permite conservar la alegría en medio de una tarea tan exigente y desafiante que toma
nuestra vida por entero. Nos pide todo, pero al mismo tiempo nos ofrece todo (Eg 12).
Abreviaturas empleadas:
Eg Exhortación apostólica Evangelii gaudium
Es Carta encíclica Ecclesiam suam
Pdv Exhortación apostólica Pastores dabo vobis
Rmi Carta encíclica Redemptoris missio
11. 20 21
LA ALEGRÍA
COMUNICANTE
DEL EVANGELIO:
LA MISIÓN EN LA
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
EVANGELII GAUDIUM
12. 22 23
Hace unos cuantos meses el Papa Francisco exhortó a todo el Pueblo de Dios a dar inicio a una nueva
etapa evangelizadora en la vida de la Iglesia, una etapa marcada por el gozo y la alegría que surgen
del Evangelio. Comúnmente se tiende a relacionar la evangelización de la Iglesia con una labor ardua
y difícil, con actividades cuasi heroicas, con esfuerzos mayúsculos, con entregas que habitualmente
implican renuncias y con decisiones que casi siempre llevan consigo grandes sacrificios. En la mayoría de las
veces esto es así: las primeras filas de la evangelización se abren camino en medio de realidades sumamente
adversas, casi siempre marcadas por la miseria, el hambre y el sufrimiento, que piden del agente evangelizador
una entrega radical. Pero esta situación provoca también que casi siempre olvidemos una actitud básica y
fundamental que no sólo debe acompañar a la acción evangelizadora, sino que, precisamente por ser básica y
fundamental, debe estar en su base afianzándola y sosteniéndola: el gozo y la alegría.
La alegría no es solamente un estado anímico o superficial; es ante todo un estado espiritual que está presente
y permea la vida entera del ser humano. Frecuentemente, en medio de las dificultades y las fatigas que trae
la vida en general y la labor evangelizadora en particular, esta actitud básica y fundamental se debilita o
termina perdiéndose en muchos agentes que han entregado su vida a la causa del Evangelio, ciertamente, casi
siempre con muy buena voluntad pero a veces sin la suficiente fuerza espiritual o sin la suficiente adhesión o
identificación con Jesucristo. Pero precisamente, como nos lo recuerda Su Santidad, una de las cosas que nunca
deberíamos olvidar, incluso en los momentos más adversos y de más profundo cansancio, es que “la alegría del
Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él
son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace
la alegría” (Eg 1).
El fantasma de la tristeza
Con su frenético desarrollo basado en la producción y el consumo, y que no deja a las personas desempeñar
más que dos papeles: el de productores y consumidores, las sociedades actuales han terminado por producir
un fantasma que recorre todo el mundo: el fantasma de la insatisfacción, del desánimo, de la desilusión y
de la tristeza; “es una tristeza individualista —nos dice el Papa— que brota del corazón cómodo y avaro, de
la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada” (Eg 2). La cultura del consumo y del
hedonismo egoísta ha terminado envuelta en la oscura sombra de este fantasma de la tristeza, que se somatiza
y se manifiesta en las cada vez más comunes y ordinarias enfermedades de nuestro tiempo: el tedio, el fastidio,
el estrés, la frustración, la depresión, el hastío, el desánimo, la desesperanza, la pérdida del sentido…
La tristeza individualista, como una atmósfera que envuelve a nuestras sociedades, ha entrado, por desgracia,
en muchos ámbitos de nuestras vidas. Predomina en los lugares donde se instaura una rutina, como los ámbitos
laborales y otros espacios sociales, pero frecuentemente llega a entrar también en nuestros hogares. Cada
vez con más frecuencia, las personas sienten la necesidad de un escape, de un respiro, de un paréntesis, de un
descanso que les permita salir de la triste monotonía que ha llegado a inundar sus vidas. La tristeza ha instaurado
una monotonía en el ambiente, una monotonía que fomenta el desánimo y el desaliento en la sociedad. Pero,
a pesar de todo, no debemos olvidar que con frecuencia esta monotonía encuentra algún desentono, algo que
no cuadra con su sinfonía triste y gris, como lo constatan unas palabras que hace unos decenios el genial Quino
ha puesto en boca de Libertad, una de las amiguitas de Mafalda: “Comienza tu día con una sonrisa, verás lo
divertido que es ir por ahí desentonando con todo el mundo”.
Al respecto de la sonrisa, hay que decir que los gestos y las actitudes son importantes. En varios de los discursos
de que echamos mano no es extraño que aparezcan distinciones que, más que fomentar una integración
congruente de la persona, terminan, sin que muchas veces nos demos cuenta, justificando ciertos modos de ser
o de vivir que tienden al ensimismamiento, al aislamiento, a la reservación o al distanciamiento; no es raro que
hallemos expresiones como ‘paz interior’ o ‘alegría interior’, que, si bien no denotan nada malo, frecuentemente
son malentendidas y empleadas para hacer ver a los gestos externos o a las actitudes que usamos en nuestro
trato con los demás como algo meramente superficial y secundario, como algo que no importa. Pero démonos
cuenta de que presumir una interioridad que va por un lado y mostrar una exterioridad que va por otro lado es
una muy mala señal: la congruencia, la coherencia y el ser consecuente son rasgos mínimos de que esa unidad
armónica que llamamos ‘persona’ ha alcanzado una sana madurez. La grandeza interior, la profundidad espiritual,
si es auténtica, se constata y se revela con toda transparencia en los gestos externos y en el trato con los demás.
Pero el problema de esta tristeza individualista va más allá de los solos gestos y actitudes exteriores. Ella
opera una especie de ensimismamiento casi autista, que conlleva una clausura de la conciencia y una ceguera
del espíritu que impide ver más allá del propio yo. Y esto termina preparando el terreno para lo que algunos
analistas han llamado el ‘eclipse de Dios’ de la cultura contemporánea: “Cuando la vida interior se clausura en
los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios,
ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien” (Eg 3). Claramente, toda
esta situación dominada por la tristeza individualista apunta en dirección contraria al Evangelio. “Ésa no es la
opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que
brota del corazón de Cristo resucitado” (Eg 2).
Por desgracia, la atmósfera de la tristeza termina cerniéndose sobre todos. “Los creyentes también corren ese
riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida” (Eg 2). En
este sentido, la invitación que el Santo Padre incluye en su exhortación, la invitación de recuperar la alegría que
brota del Evangelio a partir de una renovación impostergable del encuentro personal con Jesucristo vivo, está
dirigida a todo cristiano, en cualquier situación en que éste se halle. “No hay razón para que alguien piense que
esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor» (GD 22)” (Eg 3).
Salir y evangelizar provoca gozo y alegría
En el Nuevo Testamento no faltan pasajes en los que aparece de modo muy evidente la marca del gozo y de la
alegría en el dinamismo misionero de salir y evangelizar. Particularmente, el Papa Francisco en su “Mensaje para
la Jornada Mundial de las Misiones 2014” ha propuesto la imagen presentada en el pasaje Lc 10,20-23. Pero veamos
unos cuantos versículos previos: Jesucristo está presente en el momento en el que sus discípulos regresan, y
se da cuenta de que ellos están alegres. Pero apresuradamente ellos le dan a conocer cuál es la causa de su
alegría: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre” (Lc 10,17b). Lucas relata que Jesús no los corrige
inmediata y tajantemente —primero les dijo: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo” (10,18)—, sino que
con suma paciencia les enseña: “Miren, les he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones y sobre
todo poder del enemigo, y nada les podrá hacer daño; pero no se alegren de que los espíritus se les sometan;
alégrense de que sus nombres estén escritos en los cielos” (Lc 10,19s).
Cuando Jesucristo advierte a sus discípulos acerca de los motivos de su alegría, lo hace en realidad para ofrecer
una gran enseñanza: los propios méritos o los logros y éxitos que se consiguen no deben ser los motivos de la
alegría de un discípulo misionero; si esto fuera así, sería su propia obra o su propio ego lo que lo alegra, y no la
obra evangelizadora ni la expansión del Reino de Dios. Hay que entender bien el problema: no se trata de que la
Iglesia no se alegre ni celebre sus logros y alcances, por mínimos que sean, o que se mantenga fría e indiferente
respecto de ellos.
Seguramente Jesucristo no buscaba que sus discípulos fueran incapaces de celebrar o que sus temperamentos
fueran secos, fríos o insensibles. De hecho, los evangelios nos presentan a un Jesús más bien presto a la
13. 24 25
El auténtico motivo de la alegría del evangelizador es haber realizado con fidelidad la misión que se le ha
encomendado. Los auténticos evangelizadores no esperan recompensa; no la necesitan; el gozo y la alegría de
hacer lo que tienen que hacer, el gozo y la alegría de llevar a cabo el acto evangelizador, inundan totalmente sus
corazones y los hace sentirse y vivir en plenitud. “Ahora bien —nos dice San Pablo—, ¿cuál es mi recompensa?
Predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente” (1Co 9,18). Si uno lo piensa bien, no hay mayor recompensa que
constatar cómo se hace presente el Reino de Dios en este mundo.
La tarea evangelizadora enriquece la mente y el corazón, nos abre horizontes espirituales, nos hace más sensibles
para reconocer la acción del Espíritu, nos saca de nuestros esquemas espirituales limitados. Simultáneamente, un
misionero entregado experimenta el gusto de ser un manantial, que desborda y refresca a los demás. Sólo puede
ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad de los otros. Esa
apertura del corazón es fuente de felicidad, porque «hay más alegría en dar que en recibir» (Hech 20,35) (Eg 272).
En este sentido, el gozo y la alegría tendrían que resultar con toda naturalidad en los discípulos del hecho mismo
de que a través de ellos se efectúa la revelación del amor fontal del Padre. El discípulo misionero se regocija al
reconocerse a sí mismo como un medio, un instrumento, un servidor fiel del Reino de Dios y de su justicia; en
ello él encuentra un privilegio, un honor y un orgullo que no se comparan con premio o recompensa alguna,
porque el discípulo misionero reconoce que se vuelve el vehículo finito de una gracia infinita y bondadosa
capaz de transformar el mundo, capaz de salvar al mundo, capaz de darle una vida nueva y abundante al mundo.
“Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10,10b).
La misión como el misterio gozoso de la donación de la propia vida
La vida tiene una regla inherente que encierra una dimensión misteriosa: ella crece y aumenta, es decir, se vuelve
abundante, cuando es donada, regalada, comunicada a los demás: “La vida se acrecienta dándola y se debilita
en el aislamiento y la comodidad” (DA 360). “Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega
a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad. Eso no es más que un lento suicidio” (Eg 272). Esto
nos resulta muy extraño porque estamos acostumbrados a ligar el aumento, el crecimiento y la abundancia
con la acumulación y no con la donación o la entrega gratuita. Este misterio de la donación de la propia vida
nos envuelve y marca una de las dimensiones más profundas de nuestras vidas y de nuestra realidad. Así, las
mamás y los papás experimentan continuamente una inexplicable satisfacción y una misteriosa alegría cuando,
privándose ellos mismos de muchas cosas, entregan con amorosa generosidad a sus hijos sus esfuerzos, sus
desvelos, sus fatigas, sus fuerzas, sus cansancios; en una palabra: sus vidas.
En este punto no debe caber duda para nosotros: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo;
pero si muere da mucho fruto” (Jn 12,24). La entrega amorosa de la vida provoca misteriosamente un aumento de
la vida, una sobreabundancia de la vida. La fuente de esta regla de la vida se haya en el misterio cristológico de
la muerte y la resurrección: “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la
quieta; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo” (Jn 10,17s). De manera
semejante, cuando la Iglesia convoca a la tarea evangelizadora, no hace más que indicar a los cristianos algo que
a primera vista está oculto en la realidad, pero que es el verdadero dinamismo de la realización personal: “Aquí
descubrimos otra ley profunda de la realidad: que la vida se alcanza y madura a medida que se la entrega para
dar vida a los otros. Eso es en definitiva la misión” (DA 360).
celebración y a la alegría, y seguramente este talante fue comunicado a sus discípulos hasta que llegaron
a conformar una comunidad que sabía festejar, que sabía hacer fiesta y que sabía incluir la fiesta como una
dimensión indispensable de su vida cotidiana; “la comunidad evangelizadora gozosa siempre sabe «festejar».
Celebra y festeja cada pequeña victoria, cada paso adelante en la evangelización. La evangelización gozosa se vuelve
belleza en la liturgia en medio de la exigencia diaria de extender el bien” (Eg 24).
El auténtico motivo de la alegría del evangelizador: hacer bien lo que debe hacer
Volvamos al pasaje evangélico que veníamos reflexionando: “[…] pero no se alegren de que los espíritus se les
sometan; alégrense de que sus nombres estén escritos en los cielos” (Lc 10,20). Jesús indica cuál debe ser el motivo
auténtico de la alegría de los discípulos: no son sus éxitos ni sus triunfos los que deben ser el fundamento de su
alegría, sino “que sus nombres estén escritos en los cielos”. Para algunos biblistas, el significado de esta imagen
no debe entenderse en un sentido conductista, como si los discípulos obtuvieran un premio o una recompensa;
los nombres escritos en el cielo más bien simbolizan el reconocimiento de que el discípulo ha hecho bien
aquello que le correspondía hacer: hacer presente el Reino de Dios en este mundo. “Predicar el Evangelio no es
para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. […] Si lo hiciera por propia iniciativa,
ciertamente tendría derecho a una recompensa. Mas si lo hago forzado es una misión que se me ha confiado”
(1Co 9,16s). La evangelización es antes un asunto de fidelidad a una misión confiada que un asunto de conveniencia,
de agrado, de gusto o de autocomplacencia.
En este punto se revela otra serie de tentaciones a las que están expuestos los agentes evangelizadores de hoy
en día, una serie englobada en lo que el Papa Francisco ha llamado “mundanidad espiritual”: “La mundanidad
espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en
lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal” (Eg 93). Si los discípulos llevaran a cabo su
misión pensando en un premio, una recompensa o un incentivo, estarían relativizando o abaratando ese tesoro
que llevan en recipientes de barro (cf. 2Co 4,7), haciendo de él un medio para conseguir un fin que considerarían
más valioso: la propia (vana) gloria. En esta línea, si se considera a la evangelización más como una obligación
impuesta que como una misión confiada, termina experimentándose como “un conjunto de tareas vividas
como una obligación pesada que simplemente se tolera, o se sobrelleva como algo que contradice las propias
inclinaciones y deseos” (Eg 261), y se realiza —casi siempre de modo mecánico y sin entusiasmo, si no es que a
regañadientes y de manera mediocre— en vistas de un premio o una recompensa; “puede suceder que el corazón
se canse de luchar porque en definitiva se busca a sí mismo en un carrerismo sediento de reconocimientos,
aplausos, premios, puestos” (Eg 277).
En medio de una cultura que procura elevar al éxito y a la competencia al estatuto de valores, y que lo hace sobre
la base del individualismo y del egoísmo, los discípulos misioneros no están exentos de esta terrible tentación,
la cual, si invadiera la Iglesia, «sería infinitamente más desastrosa que cualquiera otra mundanidad simplemente
moral» (H. de Lubac, Méditation sur l’Église, Paris 1968, 231)” (Eg 93). Cuando el egocentrismo narcisista es lo que
en el fondo está motivando la actividad evangelizadora, se vuelve en una verdadera idolatría, en una idolatría
del ego, en una egolatría. El gran peligro consiste en que la egolatría que se esconde detrás de la vanidad y la
búsqueda de reconocimientos, aplausos y reflectores termina sustituyendo a una auténtica relación teologal
con el Cristo vivo, enviado del Padre para la salvación del mundo, generando una situación de apariencia
religiosa vacía de Dios donde “ya no hay fervor evangélico, sino el disfrute espurio de una autocomplacencia
egocéntrica” (Eg 95). “No es posible imaginar que de estas formas desvirtuadas de cristianismo pueda brotar un
auténtico dinamismo evangelizador” (Eg 94).
14. 26 27
La misión de la Iglesia, reflejo de la alegría comunicante del Evangelio
La evangelización toma parte de este misterio gozoso de la donación de la propia vida: el evangelizador no
sólo es un vehículo o un portador neutro, imparcial o ajeno al mensaje que él lleva; el evangelizador está
plenamente involucrado en la Buena Nueva que desea comunicar a sus hermanos; con la Buena Nueva que él
anuncia y comunica él comunica su propia vida, él dona y entrega generosamente su propia vida, que voluntaria
y gratuitamente ha puesto al servicio del Evangelio; él termina donándose y comunicándose a los demás;
al evangelizador le va la vida en la acción evangelizadora. Por esta razón, el discípulo misionero que se ha
identificado plenamente con el Evangelio que lo llena y que le da vida, siente inevitablemente la urgente
e incontenible necesidad de comunicarlo a los demás de manera fiel y gratuita: “¡Ay de mí si no predico el
Evangelio!” (1Co 9,16).
En este sentido, la evangelización no es poca cosa o un asunto sencillo; ella comporta una gran exigencia:
pide al evangelizador una entrega generosa y una donación radical. En el envío misionero, Jesucristo pide al
evangelizador realizar el regalo amoroso de su propia vida. Pero cabe hacer de nueva cuenta una advertencia y
evitar una confusión:
Si bien esta misión nos reclama una entrega generosa, sería un error entenderla como una heroica tarea personal,
ya que la obra es ante todo de Él, más allá de lo que podamos descubrir y entender. Jesús es «el primero y el
más grande evangelizador» (En 7). En cualquier forma de evangelización el primado es siempre de Dios, que quiso
llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su Espíritu (Eg 12).
Ahora bien, parte de este misterio de la donación generosa y gratuita de la propia vida en la acción evangelizadora
se refleja también en el sentimiento que provoca: al entregar su propia vida, el evangelizador no experimenta
una pérdida ni una tristeza; el evangelizador que se convierte a sí mismo en una ofrenda y en una donación a
sus hermanos no se ve invadido por el temor ni por la desesperación. Por lo contrario: “De hecho, los que más
disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a
los demás” (DA 360). Así las cosas, volvemos al comienzo de esta reflexión: el gozo y la alegría deben constituir una
actitud básica en el agente evangelizador, una actitud que afianza y sostiene a su vida entera y, particularmente,
a su acción comunicadora de la alegría de Cristo.
Por consiguiente, un evangelizador no debería tener permanentemente cara de funeral. Recobremos y
acrecentemos el fervor, «la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre
lágrimas […] Y ojalá el mundo actual —que busca a veces con angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir
la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de
ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de
Cristo» (En 80) (Eg 10).
Preguntémonos
• ¿En qué momentos concretos de nuestra vida diaria hemos experimentado esta alegría auténtica, que va más allá
del agrado y la autocomplacencia?
• ‘Dar la vida’ es una expresión que suena muy drástica y radical. ¿En realidad esto es así? ¿Podríamos nosotros mismos,
sin ser héroes o algo semejante, alcanzar esta alegría a causa de la donación de nuestra propia vida? ¿Cómo?
• ¿Podríamos aplicar esto que hemos reflexionado con relativa facilidad a esta celebración del DOMUND? ¿Cómo?
Abreviaturas empleadas:
DA Documento Conclusivo de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y de El Caribe de Aparecida
Eg Exhortación apostólica Evangelii gaudium
GD Exhortación apostólica Gaudete in Domino
16. 30 31
Es indiscutible la importancia de María, la Madre del Señor, en la acción evangelizadora de la Iglesia.
En el Mensaje DOMUND de este año, el Santo Padre nos pide, además de apreciarla como modelo
del cristiano por su disponibilidad y humildad, recordar que ella es “causa de nuestra alegría”, como lo
decimos en las letanías de cada rosario.
El acontecimiento clave de la salvación dada a los hombres es el misterio de la Encarnación. Dios se hace
hombre y comparte con la humanidad las fatigas y las alegrías, para mostrarnos cómo vivir plenamente en el
amor. María fue elegida por Dios para participar en este misterio de Salvación, y ella acepta y asume plenamente
lo que Dios le pide.
1. María en la historia de la salvación
La comunidad eclesial ha considerado desde el principio que María ocupa un lugar excepcional en la historia de
la salvación y que, siendo ella misma miembro de la Iglesia, es a la vez modelo e intercesora de todos los demás
en la comunidad eclesial. Por eso, al hablar acerca de la labor evangelizadora de la Iglesia, no se puede dejar de
lado a la Virgen María y su cercanía con la misión.
Sin embargo —de modo curiosamente parecido a lo que pasa con Jesús—, muchas veces se cubre la imagen
de María de Nazaret con “velos” que la hacen parecer un ser desligado de la realidad cotidiana, una figura tan
excepcional que, si bien merece devoción y respeto, puede aparecer distanciada de la mujer que en realidad
fue. Algunas imágenes dadas a la veneración de los fieles, si bien resaltan la figura de María como “Reina del
cielo”, “vencedora de la serpiente” o “siempre Virgen”, pueden llegar a ocultar la figura sencilla y pequeña de
una joven de un pequeño pueblo, que, llena de fe, esperanza y amor, sabe aceptar y asumir con humildad la
responsabilidad de participar en el proyecto salvador de Dios.
Los Evangelios nos presentan a María como madre de Jesús, es decir, siempre en relación a Él; pero no cualquier
relación, sino desde dos perspectivas: como madre y como discípula. Estos son dos elementos que no se
pueden desligar sin caer en excesos respecto a la figura de María.
• Así, para Lucas, es una joven de una ciudad de Galilea llamada Nazaret; es llamada “llena de gracia” (Lc 1,27-28);
ella representa a todo Israel en el himno “Magnificat” (1,46-55); es quien conserva todos los recuerdos y los
medita en su corazón (2,19.51); busca a Jesús y lo confronta (2,48); ella es dichosa porque escucha la Palabra
de Dios y la pone en práctica (8,21); y, finalmente, ella acompaña a los apóstoles en Pentecostés (Hech 2,14).
• En el evangelio de Juan aparece como la intercesora en las Bodas de Caná diciendo: “[…] hagan lo que él les
diga” (Jn 2,1-11); ella también acompaña a Jesús en la cruz junto con el discípulo que Jesús amaba (19,25-27).
• Mateo la presenta como esposa de José y madre virgen de Jesús (Mt 1,16-25); recibe a los Magos de Oriente (2,10-
12); con José y el niño Jesús se refugian en Egipto (2,13-15); vive sencillamente en Nazareth (2,19-23); ella cumple
la voluntad del Padre (12,50); además aclara que su origen sencillo llega a ser causa de contradicción para
algunos oyentes de Jesús (13,53-58).
En la Tradición de la Iglesia se aprecia una evolución de lo que se afirma de María hasta llegar a las nociones que
ahora son aceptadas como católicas:
El paralelo entre Eva y María, frecuente a partir del siglo II. El mismo siglo II aporta ya la analogía entre María y
la Iglesia. También en el siglo II la virginidad de María se aplica por primera vez al parto, y en el siglo III, a toda la
vida de María. A comienzos del siglo IV empieza a emplearse la expresión «madre de Dios», y, finalmente, en los
siglos IV y V, se va abriendo camino la idea de su exención del pecado. Con ello, hacia la mitad del siglo V, están
ya perfilados los rasgos básicos de la mariología. Las doctrinas posteriores —su preservación del pecado original,
su glorificación corporal y su participación en la obra redentora— serán una consecuencia y una explanación de
aquellos datos básicos .1
Es substancialmente notorio que lo que se puede decir de María no aparece como algo accesorio para los
primeros cristianos sino más bien fundamental, el mismo Ignacio de Antioquia decía que la virginidad de María,
su parto y la muerte de Cristo son “mysteria grauges”2 , misterios que hay que anunciar a gritos.
También se ha visto en la figura de María un paralelo con Eva, la primera mujer; así Justino en su Diálogo con
Trifón dice: “Como virgen e intacta, Eva concibió la palabra de la serpiente y dio a luz desobediencia y muerte.
Pero la virgen María concibió fe y alegría cuando el ángel le anunció la buena nueva [...] y respondió: “Hágase en
mí según tu palabra”3 . Este paralelo presenta a María como un modelo de la humanidad: si Eva es la humanidad
que se puede corromper, María es la humanidad que acepta la Palabra y por ello concibe fe y alegría.
En otros Padres, como Ireneo de Lyon, más bien se compara a María con la Iglesia, “partiendo de que «el
nacimiento nuevo e inesperado de Cristo ex virgine» es el fundamento y el núcleo de nuestro propio renacer,
llega a la convicción de que la fe y el bautismo, la Iglesia, que operan este renacer de nuevo, tienen una exacta y
profunda correspondencia con la virgen María”4 . La maternidad de María y la maternidad de la Iglesia aparecen
en perfecta relación: María da a luz a Cristo, y la Iglesia a “otros cristos”.
Los títulos de María tienen su origen en las comunidades cristianas que no podían relegar a quien obviamente
tiene un lugar preponderante en la historia de la salvación, y posteriormente fueron acuñados como títulos
mariológicos. Así, “siempre virgen” (aeipárthenos) aparece con Pedro de Alejandría en el s. IV; “Madre de Dios”
(theotókos) es puesto a comienzos del s. IV en la oración “Bajo tu amparo” en un papiro egipcio y definido en
el Concilio de Éfeso5.
Como podemos observar, después de un repaso muy general y omitiendo varias cosas por razones de espacio,
las múltiples formas de devoción, reflexión y espiritualidad sobre la figura de María, se puede vislumbrar la
evolución y el perfeccionamiento de la visión cristiana católica acerca de la Virgen María, llena de simbolismos,
matices y con una profundidad en la que vale la pena sumergirse.
1 MÜLLER, Alois, Mysterium Salutis, p. 871.
2 IGNACIO, Ef 19,1.
3 JUSTINO, Diálogo con Trifón, cap. 100: PG 6, 709-712.
4 MÜLLER, Alois; Mysterium Salutis, p. 874.
5 Papiro n. 470, John Rylands Library, Manchester. Cf. STEGMÜLLER, O., Sub tuum praesidium. Bemerkungen zur altesten Überlieferung:
ZKTh 74 (1952) 76-82; CECCHETTI, J., Sub tuum praesidium: ECatt XI (Ciudad del Vaticano 1953) 1468-1472 (reproducción y cotejo del
texto). Cf. DACL I (París 1924) 2296s.
17. 32 33
2. El Evangelio se revela a los pobres y humildes
El Antiguo Testamento centra gran parte de sus nociones acerca de Dios, del hombre y de la relación entre ellos, en figuras,
en ocasiones abstractas, pero las más de las veces muy concretas. Un ejemplo de esto es la figura del “pobre”, que aparece
con bastante frecuencia tanto en la narrativa de la liberación de Israel en Egipto como en primera persona en los salmos
de súplica a Dios, entre otros muchos pasajes bíblicos.
En el Himno del Magnificat, que aparece en el Evangelio de Lucas (1,46-55), se resumen las esperanzas de Israel y de todos los
fieles que elevan sus oraciones al Señor, con la particularidad de que en este canto ya no aparece en forma de súplica sino
de afirmación, agradecimiento y contemplación ante la grandeza, bondad y generosidad del Dios de Israel.
Un teólogo contemporáneo ha dicho del Magnificat:
Es una oración única que sólo pudo decirse una vez y para siempre, en el centro de la Historia; pero, al mismo
tiempo, es oración permanente y universal que nos abre a la experiencia de transformación mesiánica del mundo.
Sin ninguna vacilación, en nombre propio, como portadora de la voz israelita y representante de la humanidad,
María ofrece en su Magnificat el más hermoso canto al Dios cristiano6 .
El Magnificat es muy interesante tanto desde una perspectiva literaria como desde su contenido teológico-antropológico.
María habla de Dios, y también habla de su propia persona. María hace dos afirmaciones sobre sí misma: la primera es: “Él
ha mirado la pequeñez de su sierva; grandes cosas ha hecho en mí el Poderoso”; y la segunda: “He aquí que desde ahora
me felicitarán todas las generaciones”. En la primera afirmación se establece un equilibrio entre la pequeñez que María
reconoce en su humanidad y las grandes cosas que puede hacer Dios por pura generosidad; en la segunda, más allá de una
frase en la que María se envanezca, es más un reconocimiento de la gracia especial que María recibe y por la que tiene un
lugar propio en la historia de la salvación.
Un elemento importante es la mirada de Dios: “Él ha mirado la pequeñez […]”. Esto es un eco amplificado de la mirada de
Dios sobre la creación “Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Gn 1,31), pero también está relacionada con la
mirada sobre el mal que oprime a los pequeños: “Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto […]” (Ex 3,7). Dios mira
y se complace en su creatura, en una alegría que no se agota en ella sino que “se extiende de generación en generación”.
Además, está la alegría de María al contemplar la acción salvadora de Dios: “[…] se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador”.
¿De qué forma Dios alegra el espíritu del hombre?
• En primer lugar, porque Dios es Kýrios-Señor (1,46): Dios de Israel y Creador del universo; es Él quien dirige la historia y
la vida; ama y se acerca a la humanidad; es fiel a sus promesas y se excede en bondad con los hombres.
• Dios es también Sotér-Salvador (1,47): ama a todos los hombres, pero se dirige especialmente a los pobres, a los
pequeños, a los que no tienen quien vele por ellos. La salvación es para todos, pero sólo llega cuando la justicia se
convierte en realidad en las relaciones humanas.
• Dios es Dynatós-Poderoso (1,49): muestra el verdadero poder, a diferencia de los “poderosos”, que lo son solamente en
cuanto pueden más que los demás; Dios muestra su poder invirtiendo lo que parece imposible: eleva al oprimido y al
hambriento y despoja al soberbio.
6 PIKAZA, Xabier, Dios judío, Dios cristiano, p. 338.
• Dios es Hágios-Santo (1,49): la santidad de Dios no es un elemento que lo aísle o separe del mundo; más bien se
manifiesta cuando se logra la unidad en los seres humanos. “Y las naciones sabrán que yo soy Yahvé, cuando yo, por
medio de vosotros, manifieste mi santidad a la vista de ellos. Os tomaré de entre las naciones os recogeré de todos
los países y os llevaré a vuestro suelo” (Ez 36, 23-24); lo que culmina en la oración comunitaria por excelencia, la oración
que Jesús nos enseña: “Vosotros, pues, orad así: Padre Nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre” (Mt 6,9) 7.
Estos cuatro “títulos” dichos por María respecto de Dios expresan la respuesta a la esperanza de una humanidad sedienta
de sentido y de bondad; muestran lo que Jesús y su Evangelio revelan con mayor profundidad: que Dios ama a la humanidad
y le ofrece un proyecto de vida como un solo pueblo. Al mismo tiempo, estos títulos indican lo que el Papa Francisco ha
remarcado insistentemente: que el encuentro con el Dios de Jesús suscita una profunda alegría: “De este encuentro con
Jesús, la Virgen María ha tenido una experiencia singular y se ha convertido en “causa nostrae laetitiae”. Y los discípulos
a su vez han recibido la llamada a estar con Jesús y a ser enviados por Él para predicar el Evangelio (cf. Mc 3,14), y así se ven
colmados de alegría. ¿Por qué no entramos también nosotros en este torrente de alegría?” (Mensaje, 3).
Finalmente, en el Magnificat se remarca el acontecimiento de la maternidad de María como la aceptación del “siervo
Israel” y el cumplimiento de las promesas hechas a Abraham. De esta forma, se ubica la actitud de María frente a su propia
elección: ella se habla, al mismo tiempo, en nombre de Israel, de la Iglesia y de la humanidad.
3. María, madre de la evangelización
Mucho se ha dicho en las comunidades eclesiales que María tiene una especial relación con la misión evangelizadora de
la Iglesia. “Ella es la Madre de la Iglesia evangelizadora y sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva
evangelización” (Eg, 284). El Santo Padre nos dice que la base para considerar a María como un referente obligado en la
evangelización es el sentido especialmente comunitario de la Madre de Jesús, es decir, que “con el Espíritu Santo, en medio
del pueblo siempre está María” (Eg, 284). Es por eso que, más que comentar lo que el Santo Padre ha dicho de María y su
relación con la evangelización parece mucho más provechoso darle relieve a su visión mariana de la misión.
• «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego le dijo al amigo amado: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27). Estas palabras [...] son
[…] una fórmula de revelación que manifiesta el misterio de una especial misión salvífica. Jesús nos dejaba a su madre
como madre nuestra. Sólo después de hacer esto Jesús pudo sentir que «todo está cumplido» (Jn 19,28) (Eg, 285).
• Al pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él nos lleva a ella, porque no quiere
que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en esa imagen materna todos los misterios del Evangelio. Al Señor no
le agrada que falte a su Iglesia el icono femenino (Eg, 285).
• Ella, que lo engendró con tanta fe, también acompaña «al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de
Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17). La íntima conexión entre María, la Iglesia y cada fiel, en cuanto que,
de diversas maneras, engendran a Cristo (Eg, 285).
• María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña
de ternura (Eg, 286).
• Ella es la esclavita del Padre que se estremece en la alabanza. Ella es la amiga siempre atenta para que no falte el vino
en nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas (Eg, 286).
7 Cf. Ibid., p. 342.
18. 34 35
• Como madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia
(Eg, 286).
• Ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe con su
cariño materno. Como una verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente
la cercanía del amor de Dios (Eg, 286).
• Ella es la mujer de fe, que vive y camina en la fe (Eg, 287).
• Ella se dejó conducir por el Espíritu, en un itinerario de fe, hacia un destino de servicio y fecundidad (Eg, 287).
• En esta peregrinación evangelizadora no faltan las etapas de aridez, ocultamiento, y hasta cierta fatiga, como la que
vivió María en los años de Nazaret, mientras Jesús crecía (Eg, 287).
• Hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que miramos a María volvemos a
creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los
débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes (Eg, 288).
• Es también la que conserva cuidadosamente «todas las cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). María sabe reconocer
las huellas del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en aquellos que parecen imperceptibles. Es
contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de cada uno y de todos (Eg, 288).
• Es la mujer orante y trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para
auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1,39) (Eg, 288).
Preguntémonos
• Al igual que pasa con la imagen de Dios y la de Jesús, la forma de percibir a María por parte de los agentes de la
evangelización tiene una notable influencia en la forma de evangelizar. ¿Qué imagen de María parece predominar tu
comunidad eclesial? ¿De qué manera ha influido para la transmisión del Evangelio?
• El canto del Magnificat nos muestra el relieve que se da en el mensaje de salvación a los pobres y los humildes.
¿Nuestros procesos evangelizadores tienen clara esta prioridad? ¿Qué otros aspectos pueden recibir mayor atención
de nuestra parte?
• El Santo Padre Francisco ha puesto a María como “nuestra Señora de la prontitud” en el sentido de “salir” a favor de
los demás sin demora. ¿Cómo hemos trabajado el aspecto misionero ad gentes en nuestra comunidad? ¿Lo hemos
realizado con esta prontitud? ¿Cuánto se ha avanzado?
19. 36 37
Nuestra alegría, pues, se basa en el amor del Padre, en la participación
en el misterio pascual de Jesucristo quien, por el Espíritu Santo, nos hace
pasar de la muerte a la vida, de la tristeza al gozo, del absurdo al hondo
sentido de la existencia, del desaliento a la esperanza que no defrauda.
Esta alegría no es un sentimiento artificialmente provocado ni un estado
de ánimo pasajero. El amor del Padre nos ha sido revelado en Cristo que
nos ha invitado a entrar en su reino. Él nos ha enseñado a orar diciendo
‘Abba, Padre’ (Rm 8,15; cf. Mt 6,9).
Aparecida, 17.
“ALÉGRENSE DE QUE
SUS NOMBRES ESTÉN
ESCRITOS EN LOS
CIELOS” (Lc 10,20)
EL DOMUND:
UNA CELEBRACIÓN
DE GRACIA Y ALEGRÍA
20. 38 39
El Santo Padre Francisco ha tomado la alegría como el elemento central en su Mensaje para la Jornada
Mundial de las Misiones del presente año (2014); y es que, como dice el Papa, “se trata de una celebración
de gracia y de alegría. De gracia, porque el Espíritu Santo, mandado por el Padre, ofrece sabiduría y
fortaleza a aquellos que son dóciles a su acción. De alegría, porque Jesucristo, Hijo del Padre, enviado
para evangelizar al mundo, sostiene y acompaña nuestra obra misionera” (1).
El mismo Santo Padre nos presenta como referencia Lc 10,17.20 que refiere la alegría de algunos discípulos que
habían ido a compartir la Buena Nueva del Reino: “[…] regresaron los setenta y dos, y dijeron alegres: ‘Señor,
hasta los demonios se nos someten en tu nombre’ […] Pero no se alegren de que los espíritus se les sometan;
alégrense de que sus nombres están escritos en los cielos”.
Aprovechando la coordenada temática y la referencia bíblica que nos sugiere el Papa, nos proponemos
reflexionar brevemente en el significado de la alegría de los discípulos, según Lc 10,17-24, para poder vislumbrar
algunas exigencias elementales para nuestra misión.
1. La alegría por lo que se hace en la misión
Todo ser humano se pone contento por lo que hace; la satisfacción que proporciona una acción realizada es
legítima. De ahí que la alegría de los setenta y dos discípulos al regresar de la misión se entienda perfectamente.
Ellos no sólo habían sometido a los demonios; la construcción de la frase “Señor, hasta (incluso) los demonios
[…]” supone que habían hecho muchas otras cosas —por lo menos las señaladas en 10,5-15—; todas ellas
encomendadas por el Maestro. Más aún, el mismo desarrollo de este pequeño relato nos permite apreciar
que Jesús no descalifica su alegría por lo que han hecho; hasta la ratifica diciéndoles: “Yo veía a Satanás caer
del cielo […]” (v. 18). Es decir, al menos en la primera parte de las palabras de Jesús se confirma que la alegría de
los discípulos tiene su razón de ser; ellos, como los Doce, han recibido “autoridad y poder sobre todos los
demonios” (9,1); y lo han hecho bien.
En el evangelio de Lucas el hacer del discípulo es parte de su identidad. El discípulo debe tener tareas precisas,
como el caso de Pedro, y los apóstoles Santiago y Juan por extensión (5,10); además, el discípulo tiene que
estar al pendiente de lo que se vaya necesitando para el desarrollo de la misión (8,3); debe empeñarse, como
su Maestro, en anunciar la Buena Nueva, aliviar, (9,1.6), anunciar la paz y el Reino (10,5-9). Más aún, el evangelio
exige que, si quiere darle sentido a la existencia (10,25), el discípulo debe realizar acciones transformadoras y
tener actitudes significativas (vv. 29-37). Es decir, el hacer es indispensable en la vida del discípulo misionero, y, de
acuerdo a nuestra reflexión, es motivo de auténtica alegría. Sin embargo, la actuación del discípulo —aquella
que es fuente de auténtica alegría— sólo se entiende desde la gracia que ha recibido del Señor Jesús.
2. La capacidad de realizar algo es un don
Jesús no descalifica la alegría del discípulo por lo que hace; por lo visto anteriormente, hasta confirma su
alegría con la constatación de que, efectivamente, él mismo había comprobado uno de los motivos principales
de la alegría de sus seguidores: “Yo mismo veía a Satanás caer del cielo como un rayo” (10,18). Sin embargo, las
palabras de Jesús van más allá de la ratificación de sus acciones; se introduce una aclaración que le da un giro
—o mejor dicho, una precisión— a la razón de la alegría de sus seguidores: “Miren, les he dado el poder de pisar
sobre serpientes […] y nada les podrá hacer daño” (v. 19).
Es cierto pues que los discípulos pueden hacer cosas, algunas de ellas admirables; sin embargo, esa capacidad la
han recibido como un don, no ha salido de ellos espontáneamente como una acción. Es como si el evangelio de
Lucas quisiera precisar que el discípulo no debe olvidar que a su capacidad para realizar el bien le antecede la
gracia. De ahí que su alegría no debe tener como causa solamente lo que hacen, sino también la gratuidad que
les ha permitido realizar aquello. Lucas es muy coherente con esta convicción, pues en las ocasiones en las que
habla de las acciones de Jesús va a colocar la razón de su actuación precisamente en que “Dios estaba con él”
(Hech 10,38). El discípulo debe alegrarse por lo que hace pero sin olvidar que precisamente es capaz de realizar
eso porque a sus acciones le antecede un don que proviene de Dios (cf. Lc 17,10).
3. Realizar acciones como discípulos es fuente de alegría
Con mucha claridad el verdadero sentido de la alegría de los discípulos se introduce en el v. 20 con dos partículas
adversativas: “Pero no se alegren de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien de que sus nombres
están escritos en los cielos”. No es incorrecto que el discípulo se alegre por lo que hace; sin embargo, el motivo
principal de su alegría está en que sus nombres están escritos en el cielo.
Tengamos presente que en el ámbito greco-romano en el que surge la obra de Lucas existía la costumbre de
hacer registros o censos; la persona que realmente contaba para la ciudad y sus habitantes era aquella cuyo
nombre estaba registrado. De modo semejante, en el judaísmo así como en el Nuevo Testamento el ‘libro de
la vida’ es una imagen muy común (cf. Ex 32,32; Sal 69,28; Is 4,3; Dan 7,10; Heb 12,23; Ap 3,5; 20,12.15; 21,27); el registro de los nombres
en el libro de la vida estaría indicando que los discípulos son conocidos por Dios personalmente y que su
presencia eterna ante Él es algo cierto.
Con esta aclaración podemos decir que la alegría del discípulo no está principalmente en lo que hace, sino
en que aquello realizado guarda relación con lo que Dios quiere. Para Lucas no basta con hacer el bien; hay
que ver si éste es significativo por la relación que guarde con el plan de Dios. Y es que para Lucas no cuenta
cualquier acción; es indispensable constatar si ésta es extraordinaria, o mejor dicho, significativa: “Pues si aman
a los que los aman, ¿qué mérito tienen? Pues también los pecadores aman a los que los aman” (6,32), por poner
un ejemplo. Además, parece que para el tercer evangelio la acción en sí misma —al menos en la perspectiva
del seguimiento— tiene poco valor; un valor fundamental consiste en que la acción se haga como discípulo.
Es como si Lucas dijera que no basta con realizar funciones, hay que preguntarse desde qué identidad se las
realiza. Es insuficiente sólo hacer cosas; es indispensable preguntarnos por la raíz o la motivación desde la cual
las realizamos.
Esto está ampliamente confirmado en el evangelio. Así, por ejemplo, la actuación del discípulo exige como
condición indispensable “negarse a sí mismo” (Lc 9,23; también los paralelos Mc 8,34; Mt 16,24); es decir, no se puede
ser discípulo de Jesús sin una clara y firme voluntad de evitar ser el centro de todo. Esta afirmación no significa
que no haya centro, sino que hay que admitir un desplazamiento hacia algo o alguien más. De ahí que el
evangelio desplaza el centro hacia aquél a quien se sigue, hacia Jesús, hacia su proyecto del Reino y todo lo
que él exija. Podríamos decir, por tanto, que negarse a sí mismo significa ubicar el centro del discipulado no
en lo que se hace sino en lo que provoca, en aquello a lo que conduce. Las acciones no se miden en sí mismas
por la satisfacción que provocan en el hechor, sino por las consecuencias de vida para las demás personas,
especialmente para los más necesitados. Por lo tanto, la alegría del discípulo, para que sea auténtica, debe
ser provocada no por las acciones en sí mismas sino por las consecuencias de éstas; debemos estar contentos
no sólo porque realizamos algo sino porque alcanzamos a beneficiar a los más desprotegidos especialmente.
Con razón Jesús afirma: “¿De qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero si él mismo se pierde o se
arruina?” (v. 25). Parece que el evangelio, en continuación con las afirmaciones anteriores, quiere dejar claro que
21. 40 41
no sirve absolutamente de nada algo que se hace siendo uno el centro absoluto. Así sea lo más, incluso lo mejor,
si la motivación fue la autocomplacencia o el protagonismo estéril… termina por no ser auténticamente útil
en la perspectiva del Reino. Podríamos decir que, desde la perspectiva del discipulado, no son suficientes los
resultados, ni siquiera los resultados espectaculares. La autocomplacencia y el protagonismo estéril, aunque
provoquen cierto tipo de alegría, siempre serán una alegría estéril.
El mismo evangelio de Lucas deja claro que no basta con realizar acciones, incluso de servicio eclesial (10,40);
es indispensable ejecutarlas estando a los pies de Jesús (v. 39). Es el caso de Marta y María: no debemos pensar
que, al resaltar la actitud de María, Jesús descalifica el comportamiento de Marta. María ha escogido la mejor
parte (v. 42) no porque esté haciendo algo más relevante que la actividad de Marta sino porque ha descubierto la
importancia de la escucha del Maestro para poder desempeñarse adecuadamente en la atención del hermano
(vv. 29-37). El evangelio no señala, principalmente, dos tipos de personas sino dos actitudes que debemos
conjuntar todos los seres humanos ordenándolas adecuadamente: la actividad siempre estará en un segundo
momento, pues no basta con hacer algo; hay que ejecutarlo como discípulos, habiendo estado —y estando
permanentemente— a los pies de Jesús.
4. El gozo de Jesús por la revelación del Padre
El evangelio de Lucas continúa con el tema de la alegría en el capítulo 10, pero ahora refiriéndose a Jesús:
“[…] en aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo […]” (v. 21). El evangelio se limita a indicar el
diálogo que Jesús había tenido con los discípulos (vv. 17-20) como contexto temporal para lo que se va a presentar
enseguida; de ahí que la razón de la alegría no es lo que los discípulos han hecho sino las revelaciones de Dios.
La alegría que siente Jesús es más grande que la que han tenido los discípulos y que él mismo ha reconocido.
De hecho, el evangelio, en su lengua original, utiliza dos términos diferentes. Lucas ha reservado este tipo de
alegría en el evangelio sólo a la Virgen María (1,47: “[…] y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador”) y a Jesús
(10,21); en ambos casos la razón de este gran gozo está en relación con la presencia de Dios. Además, el motivo
de la alegría es que Dios ha ocultado o revelado estas cosas a los sabios e inteligentes y se las ha revelado a
los sencillos. A Jesús lo pone excesivamente contento que su Padre dé a conocer estos principios —también las
cosas del Reino con mucha seguridad— a los sencillos, a los bien intencionados, a aquellos que no pretenden
manejar la divinidad a su antojo.
5. Más que ser alegres, ser dichosos
La finalidad de la alegría es muy clara: llegar a ser dichosos. El trabajo provoca cierta satisfacción, incluso buena;
pero ser discípulo bien intencionado conduce a la verdadera dicha. Con razón esta breve sección termina con
las palabras que el mismo Jesús les dirige a los discípulos: “¡Dichosos los ojos que ven lo que ven!” (10,23). Lo más
interesante es que los discípulos no consiguen ser dichosos, sino que son reconocidos como tales; es decir, no
es algo que planeen conseguir, sino una consecuencia de su esfuerzo discipular. Además, la bienaventuranza
en Lucas deja entrever una dicha que se sale de lo común: por una parte, refleja que alguien tiene no sólo
comportamientos buenos, sino sobre todo comportamientos significativos (6,20ss; véanse también los vv. 27-38).
Pero además, se es dichoso, si se toma en serio la presencia de Dios en la historia (12,37.38.43) y se tiene la capacidad
de cambiar de forma radical cierto tipo de relación que reduce la convivencia y la solidaridad a los miembros
del propio grupo (14,15). Y, en definitiva, se es dichoso porque, como la Virgen María, se confía en la presencia
salvadora de Dios (1,45).
Algunas conclusiones
El Santo Padre Francisco nos ha estado invitando a que en esta Jornada Mundial de las Misiones (2014) nos
sumerjamos “en la alegría del Evangelio” (Mensaje, 5). Tomemos en cuenta que realizar algo, conseguir metas,
siempre será motivo de alegría. Sin embargo, esa alegría será mejor y, hasta con seguridad, auténtica si
reconocemos como antecedente la gracia de Dios, sus dones generosos. Que cada acción que realicemos con
su respectiva consecuencia de alegría nos provoque un sentimiento y actitud de gratuidad a Dios y a nuestros
hermanos.
Pero no basta con realizar acciones para estar contentos; no somos funcionarios ni tampoco autómatas
acostumbrados al activismo. Queremos actuar como discípulos misioneros; lo que hagamos, por más sencillo o
grandioso que sea, sólo tendrá sentido si lo hacemos desde la identidad de discípulos. Sin esta convicción con
facilidad nos convertiremos en funcionarios o en una especie de empresa que proporciona ciertos servicios.
De aquí la importancia de que nos preocupemos por actuar desde nuestra identidad más que desde nuestra
funcionalidad; de que nos preocupemos más por los frutos que por los resultados; de que nos preguntemos
constantemente a quiénes beneficia lo que hacemos…
Y, por último, la intención adecuada en los dones que recibimos y en las tareas que desempeñamos, no es un
añadido; afecta lo más profundo de lo que hacemos. Hagamos caso a la alegría desbordante de Jesús; no la
desechemos. El Señor Jesús no quiere sólo personas contentas con lo que hacen, sino también permanentemente
transparentes y bien intencionadas.
Que Dios nos conceda, con todo esto, ponernos en camino de la auténtica dicha.
Preguntémonos
• En el conjunto de las alegrías que vamos teniendo a lo largo de nuestras vidas, ¿hay alguna que vaya más allá de lo
que nosotros mismos hacemos y de lo que por nuestros propios esfuerzos conseguimos?
• Una invitación del pasaje que hemos reflexionado consiste en que, cuando actuamos, nos alegremos más por lo que
somos que por lo que hacemos, que pongamos la atención en nuestra identidad antes que en las acciones que salen
de nosotros. ¿Cuál es esta identidad que hace que nos alegremos? ¿Cómo sabremos que tenemos esa identidad?
• ¿Está mal que nos alegremos de nuestros logros, de nuestras luchas, de lo que alcancemos a conseguir? ¿Por qué?
Ahora, ¿es suficiente que nos conformemos con esas alegrías? ¿A qué tipo de alegría nos invita Lucas en el pasaje
que hemos reflexionado? ¿Qué diferencia hay entre esta alegría a la que nos invita Lucas con las demás alegrías?
22. 42 43
“DIOS AMA AL QUE
DA CON ALEGRÍA”
(2Co 9,7)
23. 44 45
Es un elemento ya habitual en los discursos, homilías y especialmente en la exhortación apostólica
Evangelii gaudium (Eg), que el Papa Francisco termine alguna reflexión con una exhortación, con una frase
que nos invita a estar alertas y vigilantes en nuestro camino de fe. En el caso del Mensaje DOMUND de
este año la exhortación es la siguiente: “¡No dejemos que nos roben la alegría de la evangelización!”
1. No nos roben la alegría de evangelizar
El Mensaje del Santo Padre indica, en línea con la Evangelii gaudium, la importancia que tiene la alegría para
el discípulo de Cristo: ella es un signo de un verdadero encuentro con el Señor y de la conciencia de saberse
amado primero y luego enviado. Nos dice el Papa: “El discípulo del Señor persevera con alegría cuando está con
Él, cuando hace su voluntad, cuando comparte la fe, la esperanza y la caridad evangélica” (Mensaje, 5).
¿Cómo pues, puede ser arrebatada esta alegría del discípulo misionero? Nos dice el Papa Francisco: “La alegría
del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él
son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace
la alegría” (Eg, 1). Entonces podemos verificar que la alegría puede perderse cuando la persona se aleja, de una o
de otra manera, del Señor, y entra en su lugar el pecado, la tristeza, el vacío interior y el aislamiento.
También nos recuerda: “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo,
es una tristeza individualista” (Eg, 2). Por un lado, la tristeza, en su acepción más terrible es siempre soledad.
Una tristeza en comunidad, por algún acontecimiento doloroso, puede ser superada si hay apoyo mutuo y
fraternidad. Por otro lado, la alegría busca siempre la comunicación; es casi imposible contener la causa de
algún gozo, por pequeño que este sea.
Pues la tristeza individualista de la que nos previene el Papa tiene un origen, que es señalado sin ambigüedades:
“[…] del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada” (Eg, 2).
• “[…] del corazón cómodo y avaro […]”—. La comodidad es una de las principales causas para que una persona
se instale en un bienestar egoísta, una persona que sólo se esfuerza para satisfacer los intereses propios.
Además, está la avaricia, que implica un movimiento acaparador que contradice no sólo al Evangelio, sino
al mismo espíritu humano que aspira a la grandeza y la generosidad. Cuando ambas, comodidad y avaricia,
convergen en el corazón de una persona, la llevan a una soledad por partida doble: ésta ya no quiere estar
con los demás y viceversa.
• “[…] de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales […]”—. Los “placeres superficiales” generalmente
son asociados con los pecados de los sentidos. Sin prescindir de éstos, es importante resaltar también
todo tipo de superficialidad, especialmente la que aparenta profundidad. Algo que el Papa condena
particularmente es la “mundanidad espiritual”, mal no exclusivo pero sí notorio en los cristianos: “[…] la
mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia,
es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal” (Eg, 93).
• “[…] de la conciencia aislada […]”—. Como ya menciona el Santo Padre, es cada vez mayor la contradicción
entre la oferta de consumo —de la que se esperaría por lo menos un mínimo encuentro de tipo mercantil—
y la despersonalización de las relaciones humanas; la tecnología, creada para mejorar la vida de los hombres,
lleva muchas veces al aislamiento casi total, llegando a extremos en los que los usuarios pierden el contacto
con los más cercanos; en el ámbito religioso parece haber también una conciencia que, buscando afirmar
su autonomía, se desliga de compromisos comunitarios y pretende una espiritualidad y praxis religiosa
individual y aislada.
Ante esto, quedan claras las consecuencias de esta tristeza:
• “[…] ya no hay espacio para los demás […]”—. No hay espacio para nadie: ni para padres, hermanos, hijos,
amigos, colegas, etcétera, todo queda relativizado a los propios intereses, lo cual, al final, tampoco es una
preocupación verdadera por la propia persona, por su crecimiento y bienestar, sino sólo un aletargamiento
autodestructivo.
• “[…] ya no entran los pobres […]”—. Si no hay preocupación ni siquiera por la propia persona, menos se
buscará la justicia de ningún tipo, y en consecuencia los pobres continúan condenados no sólo a su pobreza
material sino a la marginación y al olvido.
• “[…] ya no se escucha la voz de Dios […]”—. Dice la primera carta de San Juan que “quien no ama a su hermano
a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4,20). Aparte de los diversos ateísmos y agnosticismos
aparentes o encubiertos de religiosidad, se puede llegar a un cristianismo sordo, que vive preceptos, reglas,
incluso valores, pero que se cierra a la voluntad divina, la cual siempre interpela y cuestiona.
• “[…] ya no se goza la dulce alegría de su amor […]”—. Y esto es lo más doloroso: el alejarse de Dios lleva a
la frialdad para el amor, a la pérdida de la alegría y, con ello, al sinsentido de la vida.
• “[…] ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien”—. De la efervescencia que generalmente caracteriza
al discípulo lleno del Espíritu, se llega al arrutinamiento en las actividades cotidianas y, sobre todo, a la
ausencia de ese ardor que hace que aún las pequeñas cosas sean saboreadas con intensidad.
Quienes deben ser, en palabras de Cristo —y como nos lo recuerda el Papa Francisco— “Luz del mundo y sal de la
tierra” (cf. Mt 5,13-16; Eg, 81), muchas veces pierden la intensidad que deben tener la sal y la luz. “Los creyentes también
corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin
vida. Ésa no es la opción de una vida” (Eg, 2).
Es por eso que el Santo Padre insiste una y otra vez en no perder la alegría que viene de Dios ni olvidar la raíz
de nuestra fe y convicciones. Lo peor que puede pasarle a un creyente es
[…] actuar como si Dios no existiera, decidir como si los pobres no existieran, soñar como si los demás no existieran,
trabajar como si quienes no recibieron el anuncio no existieran. Llama la atención que aun quienes aparentemente
poseen sólidas convicciones doctrinales y espirituales suelen caer en un estilo de vida que los lleva a aferrarse a
seguridades económicas, o a espacios de poder y de gloria humana que se procuran por cualquier medio, en lugar
de dar la vida por los demás en la misión. ¡No nos dejemos robar el entusiasmo misionero!” (Eg, 80)
2. Recordar el primer encuentro de amor con Jesucristo
Recordar es volver a vivir. Aunque esto suena a una frase típica del lenguaje coloquial, para los cristianos aplica
de un modo tan exacto que parece haber sido hecha especialmente para el creyente. En cada celebración