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Un proverbio español dice: “El perdón es el perfume que despide una flor después de ser pisada”. De
un modo tan simple, breve y elocuente esta frase presenta una hermosa definición de lo que es el
perdón. Si es ponderable entre los hombres la facultad de perdonar, cuanto más si pensamos en tal
capacidad de Dios. En la epístola a los Colosenses leemos que en Cristo “tenemos redención por su
sangre, el perdón de pecados” (Col.1:14). En esta corta expresión encontramos dos términos
profundos que describen la obra de Dios a favor del hombre. Los mismos son: redención y perdón.
Ambos conceptos son profusamente desarrollados a lo largo de las Escrituras. En esta oportunidad me
referiré únicamente al perdón.

Para que haya necesidad de perdón forzosamente debe existir una transgresión previa, una ofensa,
perjuicio o agravio contra aquel que luego, si así lo desea, concede el perdón. Precisamente según las
Escrituras el hombre ha deshonrado a Dios. El apóstol Pablo, en la epístola a los Efesios nos dice que
a través de la sangre de Cristo tenemos el perdón de todos nuestros pecados (Ef. 1:7). El término que
la versión 1960 traduce apropiadamente “pecados” es un vocablo griego que literalmente quiere decir
“yerro” o “paso en falso”. Lo cierto es que la palabra se encuentra en plural de modo que podemos
decir que hemos ofendido a Dios muchas veces. No obstante, si tan sólo hubiéramos cometido una
falta también mereceríamos la condenación de Dios. Este fue el caso de Adán y Eva cuando pecaron
por primera vez en el huerto. Un solo pecado fue suficiente para que perdieran la inocencia y fueran
expulsados del jardín. Además debemos recordar que el pecado es punible tanto por incumplimiento
como por omisión de la ley ya que Santiago afirma: “el que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es
pecado”.

Les propongo entonces en este artículo analizar la necesidad y el alcance del perdón de Dios.

Un Dios perdonador:

La Biblia nos enseña que Dios es amor y esto se evidencia al perdonar al pecador. Esta acción no sólo
se plasma en las páginas del Nuevo Testamento sino a lo largo de todas las Escrituras. Esto quiere
decir que la capacidad para perdonar es un atributo propio de su ser. No obstante, hay quienes han
visto una notoria diferenciación entre el Dios aparentemente airado del Antiguo Testamento y el
amoroso Señor manifiesto en el Nuevo. Tal contraste es una falacia ya que, por ejemplo, Nehemías
declaró: “Pero tú eres Dios perdonador, clemente y piadoso, tardo para la ira y grande en
misericordia” (Nehemías 9:17).

La parábola del hijo pródigo explica claramente la acción del Dios a favor del hombre. El padre,
ofendido por el comportamiento de su hijo, espera pacientemente su regreso. Por su parte el hijo,
cuando finalmente, tras su fracaso, decide retornar al hogar, vuelve compungido, consciente de que no
merece ser perdonado. Aquel muchacho se contentaba tan sólo con que su padre lo acepte como un
empleado del más bajo rango. Pero no fue así. El padre lo recibió como lo que realmente era; su hijo y
dijo: aquel que “muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado” (Lc. 15:32). Ahora bien, entre
la salida y el regreso, hubo una actitud de parte del hijo muy importante. Realmente él se arrepintió de
su proceder. Él dijo:
“Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”

Lucas 15:18

Esta declaración señala una condición indispensable para el perdón y es el auténtico arrepentimiento.
Según lo expresan sus palabras, aquel muchacho, no solamente estaba dolido por la penosa
circunstancia que estaba atravesando sino que en medio del valle de muerte se arrepintió francamente
del mal cometido. Además le concede la profunda dimensión del pecado. Supo reconocer que su falta
no era solamente contra su padre sino lo que es más grave, había deshonrado a Dios.

El arrepentimiento es, entonces, la condición para recibir el perdón de Dios. Cuando Salomón
consagró el templo al Señor dijo: “si pecaren contra ti (porque no hay hombre que no peque), y
estuvieres airado contra ellos, y los entregares delante del enemigo, para que los cautive y lleve a
tierra enemiga, sea lejos o cerca, 47y ellos volvieren en sí en la tierra donde fueren cautivos; si se
convirtieren, y oraren a ti en la tierra de los que los cautivaron, y dijeren: Pecamos, hemos hecho lo
malo, hemos cometido impiedad; 48y si se convirtieren a ti de todo su corazón y de toda su alma, en la
tierra de sus enemigos que los hubieren llevado cautivos, y oraren a ti con el rostro hacia su tierra
que tú diste a sus padres, y hacia la ciudad que tú elegiste y la casa que yo he edificado a tu nombre,
49
   tú oirás en los cielos, en el lugar de tu morada, su oración y su súplica, y les harás justicia” (1 R.
8:46-49). Observamos que el pasaje describe el siguiente curso de acción:

1.    El pecado.

2.    El arrepentimiento.

3.    La conversión.

4.    El perdón.

El pecado siempre produce como resultado lamento y dolor pero no necesariamente un genuino
arrepentimiento. En la Segunda epístola a los Corintios leemos: “Porque la tristeza que es según Dios
produce arrepentimiento para salvación, de que no hay que arrepentirse; pero la tristeza del mundo
produce muerte” (2 Co. 7:10). Notamos una marcada diferencia entre el dolor que sintió el hijo
prodigo y lo que Judas vivió. Uno retornó a su hogar reconociendo su pecado en tanto que Judas
sintió pena pero su orgullo le impidió arrepentirse. Se lamentó de las consecuencias de su acto pero no
del mal en sí. Es posible que Judas esperara otro resultado. Seguramente creyó que el Señor, al verse
presionado por la multitud, reaccionaría y se proclamaría Rey de Israel. Emplearía su poder para
comenzar una revolución política, expulsaría a los romanos y ocuparía el trono de David. Sus
discípulos, y él mismo claro, ocuparían un lugar importante en el nuevo reino pero esto no ocurrió.
Todo lo contrario, el Señor fue condenado, y por tanto Judas no obtendría ningún beneficio de su
muerte. Ni libertad política ni gloria personal resultarían de su traición. Desde su óptica había
fracasado pero no había pecado del cual arrepentirse.

¿Qué ocurre cuando un hijo de Dios peca? La Biblia nos enseña que hemos sido adoptados por Dios
ya que Pablo en la epístola a los Romanos nos dice: “no habéis recibido el espíritu de esclavitud para
estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba,
Padre!”. Cuando el hijo prodigo regresó se dio cuenta que para su padre nunca había dejado de ser su
hijo amado. Lo mismo ocurre en el caso del creyente. Aun cuando pequemos seguimos siendo hijos
de Dios porque él nos adoptó. El apóstol Juan lo declaró rotundamente cuando dijo: “Mirad cuál amor
nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (1 Jn. 3:1) y en su evangelio dice:
“Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos
de Dios; 13los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón,
sino de Dios” (Jn. 1:12). Todos estos pasajes dan a entender que la adopción no está condicionada. El
texto no dice: “a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios si no pecan
más”. A “los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” punto. Cuando
somos conscientes de alguna falta en Cristo hallamos nuestro más fiel abogado: “Hijitos míos, estas
cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre,
a Jesucristo el justo” (1 Jn. 2:1).

Concluyo este punto diciendo entonces que nuestro Dios está siempre dispuesto a perdonar al pecador
pero él no avasalla la personalidad del hombre sino que espera primeramente que éste se arrepienta.
Una vez que nos hemos arrepentido nos adopta como sus hijos y esta condición no la perdemos nunca
más. Cuando pecamos el Señor mismo intercede en nuestro favor.

Perdónanos como nosotros perdonamos:

Hemos considerado el hecho de que Dios es capaz de perdonar al pecador sin importar la gravedad de
su falta. Tanto es así que si Judas se hubiese arrepentido Dios le habría perdonado. De hecho el Señor
disculpó a quiénes le crucificaron cuando dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”
(Lc. 23:34). Bien, Dios quiere que quienes le siguen perdonen como él perdona.

El apóstol Pablo dijo: “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo” (1 Co. 11:1). Al leer esta frase
nos da la sensación del que el apóstol Pablo era un petulante. Pero él simplemente estaba diciendo que
era posible vivir como Cristo. Hay numerosos ejemplos en las Escrituras acerca de personas que
perdonaron tal como el Señor lo haría. Un caso muy notorio es el de José y sus hermanos. Luego de
las terribles experiencias que vivió como resultado de los celos, según el propósito de Dios, alcanzó
un lugar de preponderancia en Egipto. Durante aquellos años José podría haber albergado
resentimiento y anhelos de venganza. La oportunidad se le presentó cuando “casualmente” sus
hermanos vinieron a él. Finalmente, luego de algunas maniobras, José revela su identidad. Sus
hermanos quedaron aterrados. Entonces los sorprendió indicándoles que todo había acontecido según
el perfecto plan de Dios. Él señaló: “Y Dios me envió delante de vosotros, para preservaros posteridad
sobre la tierra, y para daros vida por medio de gran liberación. Así, pues, no me enviasteis acá
vosotros, sino Dios, que me ha puesto por padre de Faraón y por señor de toda su casa, y por
gobernador en toda la tierra de Egipto” (Gn. 45:7).

Tras explicar a sus discípulos acerca de la oración, el Señor añadió una enseñanza respecto al perdón
y dijo:

Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, vuestro Padre celestial también os perdonará a
vosotros. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras
ofensas. Mateo 6:14-15

Esta frase viene a explicar el perdón pedido en la oración. Aparentemente para recibir el perdón de
Dios se impone como condición el perdonar a otros. Otros pasajes, en cambio, enseñan que la única
condición para recibir el perdón de Dios es la fe. Por tanto, la mejor manera de interpretar este texto
es considerando aquella máxima que el Señor pronuncia en este mismo sermón: “Por sus frutos los
conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos? Así también, todo árbol
sano da buenos frutos, pero el árbol podrido da malos frutos.” (Mt.7:16-17). De tal forma que el
carácter perdonador debe ser una propiedad del verdadero seguidor de Cristo. Aquel que ha sido
perdonado por Dios debe perdonar a su prójimo.

No obstante, bien sabemos, que esto no siempre se cumple. En la epístola a los Hebreos encontramos
una advertencia: “Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando
alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados”. Este versículo ofrece una
clara descripción acerca de los resultados directos de la falta de perdón. Deducimos del mismo los
siguientes principios:
1.      Simón Kistemaker señala que, en primer lugar, el autor de la epístola pone el acento en
     responsabilidad corporativa de todos los creyentes. Todos debemos mirar, es decir, que somos
     responsables el uno del otro. Esto guarda directa oposición a la actitud de Caín cuando dijo:
     “¿Soy yo guarda de mi hermano?”.

2.     Si no nos supervisamos mutuamente entonces es muy probable que surjan problemas. Puede
     que algún hermano se aparte de la gracia de Dios. Esto indica que se aparte del camino recto
     señalado por las Escrituras.

3.      La mala conducta consecuente, según este versículo, es el surgimiento de las raíces de
     amargura. Esta es una ilustración tomada de la actividad agrícola. He tenido la oportunidad de
     conocer a hermanos que trabajan en quintas donde se siembra la cebolla. Una de las tareas
     constantes que hacen es repasar el plantío para quitar los yuyos dado que estos restan nutrientes
     del suelo que la cebolla tanto necesita. Entonces tales raíces traen dificultades a las plantas útiles.
     La enseñanza es muy concreta, aquel que no es capaz de perdonar y tolerar a su hermano, muy
     pronto alterará la paz con sus dichos y palabras, contaminando a muchos.

El apóstol Pablo enseña diciendo que “el amor no guarda rencor”. Esto significa que aquel que ha
nacido de nuevo tiene un carácter perdonador. Perdonar y “guardar rencor” no son expresiones
compatibles, sino antagónicos. La expresión “yo te perdono pero...” no es bíblica ni correcta. Insisto,
perdonar significa no guardar rencor. Esto nos lleva entonces al terreno del apóstol Juan quien afirmó:
“Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su
hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? Y nosotros tenemos este
mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn. 4:20-21).

El auténtico cristiano es aquel que puede perdonar. Quien ha recibido el perdón de Dios, amará a su
prójimo tolerando aun una actitud hostil. Así su ejemplo será más elocuente que sus palabras.

Las alternativas:

Hemos considerado un hecho lamentable y es que muchas veces no todos los hermanos están
dispuestos a perdonar. Que esto suceda entre los incrédulos no nos debería extrañar porque entre las
obras de la carne que Pablo menciona a las “enemistades, pleitos, iras, contiendas y disensiones” (Gá.
5:20). Por tanto, cuando un creyente no está dispuesto a perdonar, bien podemos decir que por lo
menos no está viviendo según el fruto del Espíritu. Existen dos conductas alternativas:

a)     Guardar rencor: ya me he referido al rencor y a las consecuentes raíces de amargura. Quisiera
     recordar en este punto que en el Nuevo Testamento encontramos una orden rotunda la cual dice:
     “Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia” o como
     traduce otra versión: “Abandonen toda amargura, ira y enojo, gritos y calumnias, y toda forma
     de malicia” (Ef. 4:31, RV 60 y La Biblia de las Américas).

b)     La venganza: ante una injusticia, una reacción comprensible, es el deseo de venganza. Cuanto
     mayor es el daño, mayor es también el reclamo. Al ocurrir un homicidio, por ejemplo, los
     familiares de la víctima exigen que el homicida sea castigado. La ley legitimaba que aquel que fue
     perjudicado por propia mano ejecute su venganza. Tanto es así que en la ley se reguló
     estrictamente el alcance de la venganza dado que se nos dice: “ojo por ojo, diente por diente”.
     Reconocidos juristas han señalado que esta ley representa un significativo avance en lo que
     concierne a este tema dado que limita la venganza a una proporción semejante al daño recibido.
     La tendencia del vengador era infringir un daño mayor al producido originalmente. Un ejemplo de
     los excesos del vengador lo encontramos en el cántico de Lamec el cual dijo: “Si Caín ha de ser
     vengado siete veces, Lamec lo será setenta y siete veces” (Gn. 4:24).
Sin embargo, en las Escrituras ya se había anunciado un principio muy distinto. Cuando Dios
    pone al descubierto el homicidio de Abel le dijo a Caín: “¿Qué has hecho? La voz de la sangre de
    tu hermano clama a mí desde la tierra” (Gn. 4:10). Es interesante notar que en el texto original
    dice “las sangres” porque la prematura muerte de Caín impidió que este tuviera descendencia.
    Dios es el demandante, él es quien exige justicia. En el Antiguo Testamento se nos dice: “Mía es
    la venganza, yo pagaré” (Dt. 32:35). Por tanto, el apóstol Pablo agrega: “No os venguéis vosotros
    mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza,
    yo pagaré, dice el Señor” (Ro. 12:19).

    Asimismo Jesucristo nos indicó una actitud muy diferente ante los enemigos ya que él dijo: “No
    resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la
    otra” (Mt. 5:38 y siguientes). Los discípulos del Señor no podían reaccionar de igual modo que
    aquellos que no lo son. No debemos odiar al malvado sino amarlo. Nuestro corazón debe albergar
    amor y no odio vengativo. Un gesto caritativo nos debe destacar e inclusive, si se presenta la
    ocasión, debemos aun socorrer a quien, con su conducta, nos ha perjudicado.

No se necesitan demasiados argumentos para señalar que estas opciones son terriblemente negativas
para el individuo que las observa. Aquel que se deja dominar por el rencor termina sus días amargado
y solo. Quienes han apelado a la venganza muy pronto notan que esta tiene un sabor amargo. De ahí
que estas opciones no hacen más que destacar las ventajas perdurables del perdón.

Conclusión:

Escribiendo a los filipenses el apóstol Pablo nos brinda una pauta personal que es necesario tomar en
cuenta: “una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está
delante” (Filipenses 3:13). El apóstol estaba claramente orientado hacia los objetivos que se había
propuesto, a saber: evangelizar el mundo conocido. Eso implicaba que una vez fundada una
congregación, otro hermano se debía hacer cargo de apacentarla. Escribiendo a los corintios, él dijo:
“yo planté, Apolos regó...” (1 Co. 3:6). Pero este principio también lo aplicó a los numerosos
conflictos que tuvo que enfrentar con diversos hermanos entre los cuales se encontraban algunos de
sus más estrechos colaboradores. Lejos de albergar rencor y malos recuerdos, el apóstol miraba hacia
adelante, con la tranquilidad de haber hecho todo lo que estaba de su parte por resolver los problemas.
Perdonar y olvidar lo que queda atrás nos permite avanzar sin impedimentos ni nada que nos detenga.
Esta actitud permite romper las cadenas que nos atan vívidos conflictos del pasado y nos libertan para
progresar en pos de lo supremo.

Tomado de la revista “Momento de Decisión”, www.mdedecision.com.ar

Usado con permiso

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El perdon

  • 1. Un proverbio español dice: “El perdón es el perfume que despide una flor después de ser pisada”. De un modo tan simple, breve y elocuente esta frase presenta una hermosa definición de lo que es el perdón. Si es ponderable entre los hombres la facultad de perdonar, cuanto más si pensamos en tal capacidad de Dios. En la epístola a los Colosenses leemos que en Cristo “tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados” (Col.1:14). En esta corta expresión encontramos dos términos profundos que describen la obra de Dios a favor del hombre. Los mismos son: redención y perdón. Ambos conceptos son profusamente desarrollados a lo largo de las Escrituras. En esta oportunidad me referiré únicamente al perdón. Para que haya necesidad de perdón forzosamente debe existir una transgresión previa, una ofensa, perjuicio o agravio contra aquel que luego, si así lo desea, concede el perdón. Precisamente según las Escrituras el hombre ha deshonrado a Dios. El apóstol Pablo, en la epístola a los Efesios nos dice que a través de la sangre de Cristo tenemos el perdón de todos nuestros pecados (Ef. 1:7). El término que la versión 1960 traduce apropiadamente “pecados” es un vocablo griego que literalmente quiere decir “yerro” o “paso en falso”. Lo cierto es que la palabra se encuentra en plural de modo que podemos decir que hemos ofendido a Dios muchas veces. No obstante, si tan sólo hubiéramos cometido una falta también mereceríamos la condenación de Dios. Este fue el caso de Adán y Eva cuando pecaron por primera vez en el huerto. Un solo pecado fue suficiente para que perdieran la inocencia y fueran expulsados del jardín. Además debemos recordar que el pecado es punible tanto por incumplimiento como por omisión de la ley ya que Santiago afirma: “el que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado”. Les propongo entonces en este artículo analizar la necesidad y el alcance del perdón de Dios. Un Dios perdonador: La Biblia nos enseña que Dios es amor y esto se evidencia al perdonar al pecador. Esta acción no sólo se plasma en las páginas del Nuevo Testamento sino a lo largo de todas las Escrituras. Esto quiere decir que la capacidad para perdonar es un atributo propio de su ser. No obstante, hay quienes han visto una notoria diferenciación entre el Dios aparentemente airado del Antiguo Testamento y el amoroso Señor manifiesto en el Nuevo. Tal contraste es una falacia ya que, por ejemplo, Nehemías declaró: “Pero tú eres Dios perdonador, clemente y piadoso, tardo para la ira y grande en misericordia” (Nehemías 9:17). La parábola del hijo pródigo explica claramente la acción del Dios a favor del hombre. El padre, ofendido por el comportamiento de su hijo, espera pacientemente su regreso. Por su parte el hijo, cuando finalmente, tras su fracaso, decide retornar al hogar, vuelve compungido, consciente de que no merece ser perdonado. Aquel muchacho se contentaba tan sólo con que su padre lo acepte como un empleado del más bajo rango. Pero no fue así. El padre lo recibió como lo que realmente era; su hijo y dijo: aquel que “muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado” (Lc. 15:32). Ahora bien, entre la salida y el regreso, hubo una actitud de parte del hijo muy importante. Realmente él se arrepintió de su proceder. Él dijo:
  • 2. “Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti” Lucas 15:18 Esta declaración señala una condición indispensable para el perdón y es el auténtico arrepentimiento. Según lo expresan sus palabras, aquel muchacho, no solamente estaba dolido por la penosa circunstancia que estaba atravesando sino que en medio del valle de muerte se arrepintió francamente del mal cometido. Además le concede la profunda dimensión del pecado. Supo reconocer que su falta no era solamente contra su padre sino lo que es más grave, había deshonrado a Dios. El arrepentimiento es, entonces, la condición para recibir el perdón de Dios. Cuando Salomón consagró el templo al Señor dijo: “si pecaren contra ti (porque no hay hombre que no peque), y estuvieres airado contra ellos, y los entregares delante del enemigo, para que los cautive y lleve a tierra enemiga, sea lejos o cerca, 47y ellos volvieren en sí en la tierra donde fueren cautivos; si se convirtieren, y oraren a ti en la tierra de los que los cautivaron, y dijeren: Pecamos, hemos hecho lo malo, hemos cometido impiedad; 48y si se convirtieren a ti de todo su corazón y de toda su alma, en la tierra de sus enemigos que los hubieren llevado cautivos, y oraren a ti con el rostro hacia su tierra que tú diste a sus padres, y hacia la ciudad que tú elegiste y la casa que yo he edificado a tu nombre, 49 tú oirás en los cielos, en el lugar de tu morada, su oración y su súplica, y les harás justicia” (1 R. 8:46-49). Observamos que el pasaje describe el siguiente curso de acción: 1. El pecado. 2. El arrepentimiento. 3. La conversión. 4. El perdón. El pecado siempre produce como resultado lamento y dolor pero no necesariamente un genuino arrepentimiento. En la Segunda epístola a los Corintios leemos: “Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación, de que no hay que arrepentirse; pero la tristeza del mundo produce muerte” (2 Co. 7:10). Notamos una marcada diferencia entre el dolor que sintió el hijo prodigo y lo que Judas vivió. Uno retornó a su hogar reconociendo su pecado en tanto que Judas sintió pena pero su orgullo le impidió arrepentirse. Se lamentó de las consecuencias de su acto pero no del mal en sí. Es posible que Judas esperara otro resultado. Seguramente creyó que el Señor, al verse presionado por la multitud, reaccionaría y se proclamaría Rey de Israel. Emplearía su poder para comenzar una revolución política, expulsaría a los romanos y ocuparía el trono de David. Sus discípulos, y él mismo claro, ocuparían un lugar importante en el nuevo reino pero esto no ocurrió. Todo lo contrario, el Señor fue condenado, y por tanto Judas no obtendría ningún beneficio de su muerte. Ni libertad política ni gloria personal resultarían de su traición. Desde su óptica había fracasado pero no había pecado del cual arrepentirse. ¿Qué ocurre cuando un hijo de Dios peca? La Biblia nos enseña que hemos sido adoptados por Dios ya que Pablo en la epístola a los Romanos nos dice: “no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!”. Cuando el hijo prodigo regresó se dio cuenta que para su padre nunca había dejado de ser su hijo amado. Lo mismo ocurre en el caso del creyente. Aun cuando pequemos seguimos siendo hijos de Dios porque él nos adoptó. El apóstol Juan lo declaró rotundamente cuando dijo: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (1 Jn. 3:1) y en su evangelio dice: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; 13los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Jn. 1:12). Todos estos pasajes dan a entender que la adopción no está condicionada. El texto no dice: “a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios si no pecan
  • 3. más”. A “los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” punto. Cuando somos conscientes de alguna falta en Cristo hallamos nuestro más fiel abogado: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Jn. 2:1). Concluyo este punto diciendo entonces que nuestro Dios está siempre dispuesto a perdonar al pecador pero él no avasalla la personalidad del hombre sino que espera primeramente que éste se arrepienta. Una vez que nos hemos arrepentido nos adopta como sus hijos y esta condición no la perdemos nunca más. Cuando pecamos el Señor mismo intercede en nuestro favor. Perdónanos como nosotros perdonamos: Hemos considerado el hecho de que Dios es capaz de perdonar al pecador sin importar la gravedad de su falta. Tanto es así que si Judas se hubiese arrepentido Dios le habría perdonado. De hecho el Señor disculpó a quiénes le crucificaron cuando dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23:34). Bien, Dios quiere que quienes le siguen perdonen como él perdona. El apóstol Pablo dijo: “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo” (1 Co. 11:1). Al leer esta frase nos da la sensación del que el apóstol Pablo era un petulante. Pero él simplemente estaba diciendo que era posible vivir como Cristo. Hay numerosos ejemplos en las Escrituras acerca de personas que perdonaron tal como el Señor lo haría. Un caso muy notorio es el de José y sus hermanos. Luego de las terribles experiencias que vivió como resultado de los celos, según el propósito de Dios, alcanzó un lugar de preponderancia en Egipto. Durante aquellos años José podría haber albergado resentimiento y anhelos de venganza. La oportunidad se le presentó cuando “casualmente” sus hermanos vinieron a él. Finalmente, luego de algunas maniobras, José revela su identidad. Sus hermanos quedaron aterrados. Entonces los sorprendió indicándoles que todo había acontecido según el perfecto plan de Dios. Él señaló: “Y Dios me envió delante de vosotros, para preservaros posteridad sobre la tierra, y para daros vida por medio de gran liberación. Así, pues, no me enviasteis acá vosotros, sino Dios, que me ha puesto por padre de Faraón y por señor de toda su casa, y por gobernador en toda la tierra de Egipto” (Gn. 45:7). Tras explicar a sus discípulos acerca de la oración, el Señor añadió una enseñanza respecto al perdón y dijo: Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, vuestro Padre celestial también os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas. Mateo 6:14-15 Esta frase viene a explicar el perdón pedido en la oración. Aparentemente para recibir el perdón de Dios se impone como condición el perdonar a otros. Otros pasajes, en cambio, enseñan que la única condición para recibir el perdón de Dios es la fe. Por tanto, la mejor manera de interpretar este texto es considerando aquella máxima que el Señor pronuncia en este mismo sermón: “Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos? Así también, todo árbol sano da buenos frutos, pero el árbol podrido da malos frutos.” (Mt.7:16-17). De tal forma que el carácter perdonador debe ser una propiedad del verdadero seguidor de Cristo. Aquel que ha sido perdonado por Dios debe perdonar a su prójimo. No obstante, bien sabemos, que esto no siempre se cumple. En la epístola a los Hebreos encontramos una advertencia: “Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados”. Este versículo ofrece una clara descripción acerca de los resultados directos de la falta de perdón. Deducimos del mismo los siguientes principios:
  • 4. 1. Simón Kistemaker señala que, en primer lugar, el autor de la epístola pone el acento en responsabilidad corporativa de todos los creyentes. Todos debemos mirar, es decir, que somos responsables el uno del otro. Esto guarda directa oposición a la actitud de Caín cuando dijo: “¿Soy yo guarda de mi hermano?”. 2. Si no nos supervisamos mutuamente entonces es muy probable que surjan problemas. Puede que algún hermano se aparte de la gracia de Dios. Esto indica que se aparte del camino recto señalado por las Escrituras. 3. La mala conducta consecuente, según este versículo, es el surgimiento de las raíces de amargura. Esta es una ilustración tomada de la actividad agrícola. He tenido la oportunidad de conocer a hermanos que trabajan en quintas donde se siembra la cebolla. Una de las tareas constantes que hacen es repasar el plantío para quitar los yuyos dado que estos restan nutrientes del suelo que la cebolla tanto necesita. Entonces tales raíces traen dificultades a las plantas útiles. La enseñanza es muy concreta, aquel que no es capaz de perdonar y tolerar a su hermano, muy pronto alterará la paz con sus dichos y palabras, contaminando a muchos. El apóstol Pablo enseña diciendo que “el amor no guarda rencor”. Esto significa que aquel que ha nacido de nuevo tiene un carácter perdonador. Perdonar y “guardar rencor” no son expresiones compatibles, sino antagónicos. La expresión “yo te perdono pero...” no es bíblica ni correcta. Insisto, perdonar significa no guardar rencor. Esto nos lleva entonces al terreno del apóstol Juan quien afirmó: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn. 4:20-21). El auténtico cristiano es aquel que puede perdonar. Quien ha recibido el perdón de Dios, amará a su prójimo tolerando aun una actitud hostil. Así su ejemplo será más elocuente que sus palabras. Las alternativas: Hemos considerado un hecho lamentable y es que muchas veces no todos los hermanos están dispuestos a perdonar. Que esto suceda entre los incrédulos no nos debería extrañar porque entre las obras de la carne que Pablo menciona a las “enemistades, pleitos, iras, contiendas y disensiones” (Gá. 5:20). Por tanto, cuando un creyente no está dispuesto a perdonar, bien podemos decir que por lo menos no está viviendo según el fruto del Espíritu. Existen dos conductas alternativas: a) Guardar rencor: ya me he referido al rencor y a las consecuentes raíces de amargura. Quisiera recordar en este punto que en el Nuevo Testamento encontramos una orden rotunda la cual dice: “Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia” o como traduce otra versión: “Abandonen toda amargura, ira y enojo, gritos y calumnias, y toda forma de malicia” (Ef. 4:31, RV 60 y La Biblia de las Américas). b) La venganza: ante una injusticia, una reacción comprensible, es el deseo de venganza. Cuanto mayor es el daño, mayor es también el reclamo. Al ocurrir un homicidio, por ejemplo, los familiares de la víctima exigen que el homicida sea castigado. La ley legitimaba que aquel que fue perjudicado por propia mano ejecute su venganza. Tanto es así que en la ley se reguló estrictamente el alcance de la venganza dado que se nos dice: “ojo por ojo, diente por diente”. Reconocidos juristas han señalado que esta ley representa un significativo avance en lo que concierne a este tema dado que limita la venganza a una proporción semejante al daño recibido. La tendencia del vengador era infringir un daño mayor al producido originalmente. Un ejemplo de los excesos del vengador lo encontramos en el cántico de Lamec el cual dijo: “Si Caín ha de ser vengado siete veces, Lamec lo será setenta y siete veces” (Gn. 4:24).
  • 5. Sin embargo, en las Escrituras ya se había anunciado un principio muy distinto. Cuando Dios pone al descubierto el homicidio de Abel le dijo a Caín: “¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra” (Gn. 4:10). Es interesante notar que en el texto original dice “las sangres” porque la prematura muerte de Caín impidió que este tuviera descendencia. Dios es el demandante, él es quien exige justicia. En el Antiguo Testamento se nos dice: “Mía es la venganza, yo pagaré” (Dt. 32:35). Por tanto, el apóstol Pablo agrega: “No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor” (Ro. 12:19). Asimismo Jesucristo nos indicó una actitud muy diferente ante los enemigos ya que él dijo: “No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra” (Mt. 5:38 y siguientes). Los discípulos del Señor no podían reaccionar de igual modo que aquellos que no lo son. No debemos odiar al malvado sino amarlo. Nuestro corazón debe albergar amor y no odio vengativo. Un gesto caritativo nos debe destacar e inclusive, si se presenta la ocasión, debemos aun socorrer a quien, con su conducta, nos ha perjudicado. No se necesitan demasiados argumentos para señalar que estas opciones son terriblemente negativas para el individuo que las observa. Aquel que se deja dominar por el rencor termina sus días amargado y solo. Quienes han apelado a la venganza muy pronto notan que esta tiene un sabor amargo. De ahí que estas opciones no hacen más que destacar las ventajas perdurables del perdón. Conclusión: Escribiendo a los filipenses el apóstol Pablo nos brinda una pauta personal que es necesario tomar en cuenta: “una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante” (Filipenses 3:13). El apóstol estaba claramente orientado hacia los objetivos que se había propuesto, a saber: evangelizar el mundo conocido. Eso implicaba que una vez fundada una congregación, otro hermano se debía hacer cargo de apacentarla. Escribiendo a los corintios, él dijo: “yo planté, Apolos regó...” (1 Co. 3:6). Pero este principio también lo aplicó a los numerosos conflictos que tuvo que enfrentar con diversos hermanos entre los cuales se encontraban algunos de sus más estrechos colaboradores. Lejos de albergar rencor y malos recuerdos, el apóstol miraba hacia adelante, con la tranquilidad de haber hecho todo lo que estaba de su parte por resolver los problemas. Perdonar y olvidar lo que queda atrás nos permite avanzar sin impedimentos ni nada que nos detenga. Esta actitud permite romper las cadenas que nos atan vívidos conflictos del pasado y nos libertan para progresar en pos de lo supremo. Tomado de la revista “Momento de Decisión”, www.mdedecision.com.ar Usado con permiso ObreroFiel.com – Se permite reproducir este material siempre y cuando no se venda.