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Sin duda, una de las preocupaciones centrales de la especulación
filosófica ha sido desde siempre el propósito de dilucidar qué es el hom-
bre, qué lugar ocupa en el universo y qué vida ha de llevar en éste. Es el
problema ético y metafísico por excelencia, del que de una u otra forma
derivan y dependen todos los demás.
De estas tres cruciales preguntas, nos vamos a ocupar en este artículo
de la primera, y al plantearla, nos proponemos con ella en concreto deter-
minar si el hombre es preferentemente cuerpo o mente o ambas cosas por
igual, así como precisar con exactitud qué es ser un cuerpo y qué es ser
una mente, tratando también de esclarecer en la medida de lo posible qué
tipo de relación se da entre ambas entidades. Asimismo, habremos de
estudiar aquí con la suficiente profundidad en qué consiste la identidad
personal, el hecho de que un individuo, a pesar de sus continuos cambios
y transformaciones, pueda no obstante seguir siendo considerado el
mismo.
La importancia y significación de este problema saltan de inmediato a
la vista. En efecto, al igual que, por ejemplo, la pregunta sobre la existen-
cia de Dios, el problema mente-cuerpo constituye una de las cuestiones
cruciales de la filosofía de todos los tiempos; cuestión, por tanto, eterna,
Mente y cuerpo: esbozo de análisis
fenomenológico
Ismael MARTÍNEZ LIÉBANA
(Universidad Complutense)
LOGOS. Anales del Seminario de Metafísica, (2000), núm. 2, pgs. 339-362. Servicio de Publicaciones, Universidad Complutense. Madrid
la solución que con respecto a ella se proponga tendrá sin duda notables
repercusiones en todo el campo de nuestras ideas éticas y metafísicas:
afirmar, por ejemplo, que el hombre es ante todo una mente libre e inmor-
tal o, por el contrario, que es tan sólo un cuerpo mortal sometido como
cualquier otro al rígido determinismo natural que impone el principio de
causalidad, ello ha de afectar en cada caso profundamente a nuestra con-
cepción del universo, del lugar concreto que en él ha de ocupar el hombre
y del principio supremo que ha de regir su conducta moral.
1. Fenómenos físicos y fenómenos mentales
Nuestra primera tarea será mostrar que existe lo mental en oposición
a lo físico, que hay fenómenos mentales, que exhiben caracteres propios,
genuinos e irreductibles por esencia a los rasgos inherentes a los fenóme-
nos físicos, que, por lo tanto, el dualismo de lo físico y lo mental ha de
considerarse como principio metafísico sólido, perfectamente establecido
y demostrado.
Examinemos, por ejemplo, lo que ocurre cuando yo golpeo con mis
nudillos la mesa sobre la que estoy escribiendo. Se produce, en primer
lugar, un contacto físico entre los nudillos y la superficie de la mesa, el
cual, puesto que de algún modo es violento, causa una cierta vibración de
ella misma y del medio circundante, vibración que llega hasta mis oídos
afectando sendos tímpanos, desde donde se transmite, a través de deter-
minados conductos del oído interno, hasta la zona correspondiente del
cerebro, en la que, finalmente, se produce una cierta sensación de sonido.
La serie concatenada de hechos que tienen lugar desde la percusión de la
mesa hasta la llegada del movimiento vibratorio al cerebro son todos fenó-
menos físicos; sólo la audición efectiva del sonido resultante es un fenó-
meno mental, esto es, un percatarse, un estado de conciencia. Esta consi-
deración particular vale igualmente para la sensación visual y para todos
los demás tipos de sensación (sensaciones cinestésicas, sensaciones olfa-
tivas, gustativas, táctiles, de calor, de frío, de dolor, y así sucesivamente);
también para estados de conciencia no directamente asociados con los
sentidos: recuerdos, imágenes, deseos, emociones, etcétera. Veamos en
qué manera son todos ellos diferentes de los fenómenos físicos.
1. Los fenómenos físicos tienen lugar en el espacio, su localización en
Ismael Martínez Liébana340
él es necesaria y perfectamente determinable. Así, por ejemplo, la percu-
sión de mis nudillos sobre la mesa tiene lugar en mi casa, en esta sala, en
la mesa; el vuelo del helicóptero cuyos motores ahora escucho se produ-
ce en una zona bien determinada del espacio aéreo; por otra parte, los pro-
cesos sensoriales y neuronales asociados a mis sensaciones táctiles y audi-
tivas tienen lugar en el interior de mi cabeza, en mi cerebro. Mas, ¿dónde
están las sensaciones táctiles y auditivas mismas?, ¿dónde está mi sensa-
ción auditiva del ruido de motores que oigo? No está en las ondas sono-
ras físicas: éstas se hallan en el espacio exterior a mi cuerpo, entre los
motores del helicóptero y mis oídos. Menos aún está en los motores mis-
mos del helicóptero, que son objetos físicos perfectamente localizables en
el espacio. Pero la sensación auditiva misma, ¿dónde está?, ¿en algún
lugar en el interior de mi cabeza?, ¿la encontraría un neurocirujano que
me trepanara el cerebro? Si mi cráneo fuese transparente y un neurociru-
jano con un potente microscopio pudiese ver lo que está dentro, podría
ciertamente apreciar la estimulación del nervio auditivo, mas, ¿vería u
oiría mi sensación?; y si lo hiciese, ¿no sería eo ipso la sensación de él en
vez de la mía? Los fenómenos mentales, como las sensaciones, las imagi-
naciones, los conceptos, las emociones, los deseos, etcétera, son, pues,
inespaciales; la categoría de espacialidad no puede aplicárseles. No tiene
mayor sentido preguntar, por ejemplo, por el lugar que ocupa en el espa-
cio mi sentimiento de complacencia al escribir estas líneas que preguntar
por el lugar en que se halla un objeto ideal (verbigracia, el número siete).
A lo mental sólo le es aplicable la temporalidad, el cuándo de su ser, mas
de ninguna manera el dónde. Así, entre los fenómenos físicos, los fenó-
menos mentales y los objetos ideales se da una gradación bien definida:
los primeros son tanto espaciales como temporales; los segundos son sólo
temporales, y los últimos, ni espaciales ni temporales.
2. Consecuencia de lo anterior es que lo físico es algo cuantitativo,
mientras que lo mental es algo propiamente cualitativo. En efecto, el
hecho de que los fenómenos físicos sean espaciales hace de ellos entida-
des extensivas, mensurables, cuantificables. Tiene perfecto sentido pre-
guntar, por ejemplo, por la velocidad del movimiento vibratorio causado
por la percusión de mis nudillos sobre la mesa y que, a su vez, es causa de
mi sensación auditiva de ruido. Lo mental, por el contrario, es algo inten-
sivo, inmensurable, cualidad pura. El sonido que oigo no mide, no pesa,
no ocupa espacio. ¿Tendría sentido preguntar por las medidas de mis dese-
Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 341
os, por el peso de mis amores o por la velocidad de mi aburrimiento cuan-
do paseo junto a ella? Mis deseos, mis amores y mi aburrimiento son pura
intensión, pura cualidad irreductible a la medida y a la cantidad, como lo
es el tiempo, horizonte trascendental en que fluye lo mental. Bergson nos
da a este respecto en sus obras lecciones verdaderamente magistrales.
3. Por otra parte, los fenómenos físicos son objeto de percepción sen-
sible o intuición externa; en cambio, los fenómenos mentales son apre-
hendidos mediante reflexión o intuición interna. Consideremos, por ejem-
plo, estas dos proposiciones: “la puerta está cerrada” y “veo la puerta
cerrada”. Mientras que la primera enuncia un fenómeno físico, un hecho
del mundo exterior, la segunda, en cambio, se refiere a un fenómeno men-
tal, a un hecho psíquico, concretamente a la percepción de un estado de
cosas. Para juzgar de la verdad o falsedad de la primera, he de valerme de
mis sentidos externos (de mi vista y de mi tacto); en cambio, no es
mediante esos sentidos como sé si veo o no la puerta cerrada: yo no veo
mi ver, el objeto de mi acto de visión no puede ser nunca tal acto sino los
hechos y fenómenos del mundo exterior; aun con los ojos vendados sé con
plena certeza si veo o no. El conocimiento sobre mis fenómenos menta-
les, sobre mis estados de conciencia lo alcanzo, pues, por intuición inter-
na.
La intuición externa y la intuición interna no se diferencian sólo por
su objeto (fenómenos físicos en la primera y fenómenos mentales en la
segunda) sino también por su diferente grado de certeza o seguridad. En
efecto, mientras que la primera es falible (podemos engañarnos al juzgar
sobre la esencia o la existencia de los fenómenos físicos), la segunda, en
cambio, es absolutamente infalible. Así, y siguiendo con el ejemplo ante-
rior, puedo equivocarme perfectamente al afirmar que la puerta está cerra-
da (aunque efectivamente la vea cerrada); mas no es posible en absoluto
el error si me limito a decir que veo la puerta cerrada (si efectivamente la
veo), pues aun en el caso extremo de que sueñe o sufra una alucinación,
ello no resta un ápice a la certeza absoluta de mi afirmación.
No ha de confundirse la intuición interna con la intuición intelectual:
el objeto de la primera es algo existente, concreto e individual; el de la
segunda, en cambio, es algo general, universal, una pura esencia. Nada
tiene que ver, en efecto, un color, un sonido, un deseo o una volición
(objetos de intuición interna) con el número siete, el triángulo equilátero
o el principio de identidad (objetos de intuición intelectual).
Ismael Martínez Liébana342
4. Por último, los fenómenos físicos, al ser aprehendidos a través de
los sentidos externos, son públicamente observables; en cambio, los fenó-
menos mentales, susceptibles tan sólo de intuición interna, son objeto úni-
camente de experiencia privada, captables en cada caso por una sola per-
sona. Así, mientras que el desplazamiento del helicóptero por el espacio
aéreo es un fenómeno físico, observable tanto por usted como por mí, el
dolor de cabeza que ahora me aqueja es un fenómeno mental únicamente
mío y, por tanto, captable tan sólo por mí. Usted puede, sí, lamentar pro-
fundamente que a mí me duela la cabeza (lo que yo le agradezco), mas no
puede de ninguna manera sentir mi dolor. Mi dolor es sólo mío, me hallo
absolutamente solo con él; aun en el hipotético e improbable caso de que
usted pudiese dolerse realmente de mi dolor (por tanto, que mi dolor fuese
compartido por usted), el dolor que usted así sintiese, sería solamente
suyo y no mío, y la parte de dolor que a mí me quedara, sería únicamen-
te mía y no suya. Lo psíquico o mental, pues, nos aísla, nos convierte en
islotes incomunicables, en entidades únicas, cerradas, en “mónadas sin
ventanas”.
La privacidad de lo mental plantea un serio problema filosófico, que
ha sido objeto de interesantes debates y discusiones en el transcurso del
siglo XX. Nos referimos en concreto al problema del conocimiento de
otras mentes. Yo puedo conocer hasta cierto punto esta mesa y los fenó-
menos físicos que en ella se producen, por ser algo público, algo inter-
subjetivo; puedo conocer por idéntica razón la composición química de
los minerales, la fisiología del aparato digestivo o la teoría de la relativi-
dad. Mas, ¿cómo sé con certeza que usted experimenta eso que se llama
“dolor de cabeza”?, ¿cómo puedo yo acceder a su dolor mismo?, ¿cómo
puedo yo experimentar lo que usted experimenta cuando dice sentir dolor
de cabeza? De ninguna manera. Mi conocimiento de todas sus experien-
cias nunca es directo, siempre está basado en la inferencia. Yo no puedo
experimentar su dolor de cabeza, sólo puedo inferir que usted tiene dolor
a partir de la observación de su conducta, por ejemplo, de sus expresiones
faciales, y escuchando sus palabras. Usted dice que piensa, que tiene sen-
timientos y emociones como yo; mas, ¿cómo puedo yo saber eso? A mí no
me es dado ver, ni tocar (ni tampoco sentir) lo que usted siente cuando
dice sentir alegría. Usted puede ser un autómata o un genio maligno y
engañarme cuando dice sentir alegría, tristeza o dolor de cabeza. Su mente
no se me abre a mi contemplación como se me abre un libro. Por tanto,
Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 343
sólo indirectamente, sólo por inferencia a través de indicios, de síntomas,
de apariencias, puedo yo conocer algo de su mente, de lo que usted es y
de lo que a usted le pasa. De nuevo, pues, la soledad, el aislamiento, la
incomunicación.
De todo lo anterior se desprende claramente nuestra posición antirre-
duccionista en el problema de lo físico y lo mental. Existe lo físico y exis-
te lo mental como existe la tierra y existe el mar. No obstante, no todos
están de acuerdo con esta tesis; quienes mantienen una posición monista
o reduccionista la niegan. Pueden darse básicamente tres formas funda-
mentales de reduccionismo: en primer lugar, el reduccionismo materialis-
ta sostiene que sólo lo corporal existe, que no puede hablarse con sentido
de nada mental, que lo llamado mental es tan sólo un epifenómeno, un
subproducto o derivado de lo corporal. Según esto, los fenómenos menta-
les son interpretados como procesos neurofisiológicos; lo psíquico o men-
tal es reductible en última instancia a estados cerebrales. En segundo
lugar, el reduccionismo antimaterialista o espiritualista afirma, por el
contrario, que sólo existe lo mental; así, lo físico o corporal aparece úni-
camente como una resistencia que se ofrece a lo mental o espiritual en
cuanto conciencia o intencionalidad. Posición antimaterialista clásica es la
de Berkeley, para quien todo lo que hay es percibir o ser percibido, lo que,
en sentido estricto, no equivale a negar que haya entidades materiales;
sólo equivale a mantener que carecen de realidad ontológica indepen-
diente respecto de la percepción, de su ser percibidas. Finalmente, según
un tercer tipo de reduccionismo, los términos físicos y los términos men-
tales se refieren a una misma especie de entidad que es neutral respecto a
lo físico y a lo psíquico. Lo físico y lo mental son dos caras o aspectos
diferentes de una misma y única realidad. En este sentido, Spinoza, Mach
o Russell pueden ser considerados con propiedad reduccionistas neutra-
listas.
2. La relación entre lo físico y lo mental
Así, pues, hemos de establecer (al menos, fenomenológicamente
hablando) la neta distinción entre lo físico y lo mental: existen los fenó-
menos físicos y existen los fenómenos mentales. Ahora bien, ¿qué tipo de
relación, inquirimos ahora, se da entre ambas especies de fenómenos? Es
Ismael Martínez Liébana344
evidente que alguna debe haber: un fenómeno físico, como un pinchazo
en la planta del pie, va seguido regularmente de una sensación de dolor
(fenómeno mental) y, a su vez, un fenómeno mental, como mi acto voliti-
vo de mover el brazo, va seguido también regularmente del movimiento
efectivo del brazo (fenómeno físico). Los fenómenos físicos y los fenó-
menos mentales, ¿se afectan entre sí?, y, en tal caso, ¿cómo?
Consideremos en los apartados siguientes las principales teorías tradicio-
nales al respecto.
2.1. El interaccionismo
Es la posición más congruente con el sentido común. Según ella, los
fenómenos físicos y los fenómenos mentales interaccionan: hay fenóme-
nos físicos que son causa de fenómenos mentales y, a su vez, hay fenó-
menos mentales que son causa de fenómenos físicos. ¿Qué puede haber
más obvio que el hecho de esta causalidad recíproca? Si, por ejemplo,
recibo un golpe en la cabeza (fenómeno físico), entonces siento dolor
(fenómeno mental): el primero es causa del segundo; si las ondas vibra-
torias procedentes de los motores del helicóptero inciden sobre mis tím-
panos (fenómeno físico), entonces experimento una sensación auditiva
(fenómeno mental). Por otra parte, es igualmente evidente que hay fenó-
menos mentales que causan fenómenos físicos: si, por ejemplo, soy domi-
nado por un sentimiento de cólera (fenómeno mental), entonces mi rostro
se enciende (fenómeno físico): el primero es causa del segundo; si deci-
do levantarme de la silla (fenómeno mental), entonces me levanto (fenó-
meno físico).
Esta posición tiene su origen en Descartes. A su juicio, en efecto, y de
forma totalmente inconsecuente con sus planteamientos metafísicos ini-
ciales1, el alma interactúa con el cuerpo a través del cerebro2. En éste
situaba la glándula pineal, sede y asiento del alma, desde la que, por
mediación de los llamados espíritus animales (especie de “viento sutil” o
“tenue llama”), se ponía en contacto permanente con el cuerpo, al que
unas veces dirigía y del que otras recibía el influjo. Así, la relación entre
Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 345
1 De acuerdo con los cuales, el alma (pensamiento) se define como lo no corpóreo y,
a su vez, el cuerpo (extensión) se define como lo no anímico o pensante.
2 Cf. DESCARTES, Traité de l’homme y Discours de la méthode, V.
lo físico y lo mental era concebida por Descartes como causal.
El interaccionismo plantea una seria dificultad, detectada ya por el
propio Descartes y sus sucesores: ¿cómo lo físico (espacial y mensurable)
puede causar lo mental (inespacial e inmensurable)?, ¿cómo, por ejemplo,
una picadura de mosquito en el brazo, hecho puramente físico, puede pro-
ducir esa desagradable y desazonadora sensación de picor? La acción cau-
sal se entiende fácilmente entre entidades de la misma especie: mi mano
empuja al papel, éste, a su vez, desplaza al bolígrafo, el cual, finalmente,
cae al suelo; nada misterioso e ininteligible se da en ese encadenamiento
causal. También entre los fenómenos mentales podemos rastrear una simi-
lar causación: mi voluntad fuerza a mi intelecto y a mi imaginación a bus-
car las palabras más apropiadas para expresar mis ideas, lo que, a su vez,
cuando es logrado, causa en mí un profundo sentimiento de satisfacción.
Mas, ¿cómo puede haber causalidad entre fenómenos heterogéneos?,
¿cómo, por ejemplo, un acto volitivo (inespacial) puede actuar sobre lo
físico espacial (sobre mi brazo) y causar en él un fenómeno determinado
(su desplazamiento en el aire)?
Esta dificultad, que tradicionalmente es conocida como el problema
de la comunicación de las sustancias, se debe sin duda a una concepción
sumamente restringida del principio de causalidad, según la cual la acción
causal sólo es posible entre entidades que actúen directa e inmediatamen-
te las unas sobre las otras, como es el caso, verbigracia, de las bolas de
billar en el ejemplo ya clásico de Hume. En efecto, ¿toda acción causal,
cabe inquirir, exige necesariamente el contacto directo entre causa y efec-
to?, ¿todo hecho causal es siempre un “actuar sobre”?, ¿no cabe acaso la
“acción a distancia” de la causa sobre el efecto? Pensamos que sí. Ya en
el mundo físico nos encontramos con multitud de ejemplos de una similar
causación: la acción gravitatoria del sol sobre los planetas o el fenómeno
del magnetismo son buena prueba de ello. Análogamente, podemos con-
cebir una “acción a distancia” entre lo físico y lo mental; ¿no podrían
estos dos diferentes ámbitos interactuar, manteniendo empero cada uno de
ellos su identidad y esencia propia? De todos modos, la interacción
mente-cuerpo sigue apareciendo para muchos como sumamente pro-
blemática; de ahí que se hayan ensayado otras diferentes soluciones al
problema de la relación entre lo físico y lo mental.
Ismael Martínez Liébana346
2.2. El paralelismo psicofísico
Una de tales soluciones es el llamado paralelismo psicofísico. Según
éste, no cabe hablar de ningún modo de relación causal entre lo físico y lo
mental; la mente y el cuerpo son dos ámbitos de fenómenos que no inte-
ractúan, que no se afectan en absoluto. Los fenómenos físicos y los fenó-
menos mentales transcurren siempre de forma paralela, sin converger
jamás, sin traspasar nunca la acción de cada cual su ámbito propio. Este
paralelismo entre lo físico y lo mental implica el hecho de que para cada
fenómeno mental hay siempre un fenómeno físico que le corresponde (su
correlato físico en el cerebro); lo inverso, empero, no es verdadero, pues
hay muchos fenómenos físicos (como la digestión del alimento, la respi-
ración o la circulación de la sangre, por ejemplo) para los que se carece
de correlato mental.
Así, pues, cuando se dan ciertos fenómenos físicos de naturaleza alta-
mente específica, a saber, fenómenos en la corteza cerebral, entonces se
producen determinados fenómenos mentales que invariablemente acom-
pañan a aquéllos. Mas lo físico no causa lo mental; lo que hay es una
correlación de uno a uno entre ambos tipos de fenómenos. De igual modo,
tampoco lo mental causa lo físico; consideremos, por ejemplo, esta
secuencia de fenómenos: en el coche, al volante, nos damos cuenta de que
la luz del semáforo ha cambiado (fenómeno mental). Este suceso va
acompañado invariablemente de ciertos cambios en el cerebro (fenómeno
físico). El hecho de darnos cuenta del cambio de luz en el semáforo nos
lleva a la decisión (fenómeno mental) de movernos. Los cambios en el
cerebro que acompañaron a nuestra conciencia de la nueva luz del semá-
foro inician las operaciones musculares necesarias para poner en marcha
el auto. Estos fenómenos están tan sincronizados, que parece que la mente
y el cuerpo interactúan, mas ello es una ilusión. Los fenómenos ocurren
paralelamente merced a una especie de armonía preestablecida, como es
el caso de dos relojes sincronizados que marcan constantemente la misma
hora sin afectarse empero el uno al otro, porque previamente han sido pro-
gramados para hacerlo.
Un equipo de remo –escribe Keith Campbell– ilustra la misma idea. Si no
supiésemos nada sobre remo y estuviésemos observando a los remeros a cier-
ta distancia, el movimiento de los remos sugeriría casi indudablemente una
Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 347
asociación causal de cada remero con el que le sigue. Los remos se mueven
paralelamente, aceleran y desaceleran al mismo tiempo, como si estuvieran
unidos por varas y así interactuaran. Sin embargo, esta aparente asociación
causal es engañosa. Los remeros actúan en forma individual. Su aparente
asociación surge de una armonía preestablecida originada por el entendi-
miento3.
Fijemos aún más lo que sostiene el paralelismo con el siguiente análi-
sis. Supongamos el fenómeno mental “acto volitivo de mover las piernas”
y el fenómeno físico “mover efectivamente las piernas”. Para el paralelis-
ta, el primer fenómeno no puede ser nunca, en sentido estricto, causa del
segundo. A su juicio, el movimiento de las piernas es el último eslabón de
una cadena causal de fenómenos físicos cuyo origen se halla en el cere-
bro. Denominemos a tal fenómeno físico último F20. M1 será el acto voli-
tivo en cuestión y F1, su correlato físico en el cerebro. F1, fenómeno físi-
co cerebral, se halla en la cadena causal de fenómenos que conducen a
F20 y sin él, por tanto, éste no habría ocurrido. M1, a su vez, no se
encuentra en esta cadena causal, pero F1 es, por así decir, su representan-
te en tal cadena. Sólo en virtud de F1 es causado en el mundo un efecto
(F20: mover las piernas). No obstante, M1 es esencial al proceso: F20 no
habría ocurrido sin M1, exactamente igual que no habría ocurrido sin F1.
En otras palabras, M1 es tan condición necesaria y suficiente de F20 como
lo es F1; ninguna casa, en efecto, se edificó nunca, ningún libro se escri-
bió jamás sin que se diesen fenómenos mentales. El paralelista no niega
esto, sólo insiste en que lo que hizo la obra real en el mundo físico (edifi-
car una casa, escribir un libro) nunca fue el fenómeno mental mismo sino
su representante en el mundo físico: no M1 sino F1.
Ahora bien, siendo esto así, ¿cuál es la diferencia entre afirmar que
M1 es una condición necesaria y suficiente pero no una causa, como hace
el paralelista, y sostener, como abiertamente hace el interaccionista, que
es una causa o, al menos, un factor causal del hecho de que ocurra F20?
No parece haber ninguna. En efecto, si M1 ocurre siempre antes que F20,
y F20 no ocurre nunca sin M1, ¿no es M1 tan causa de F20 como lo es
F1?, ¿no es, pues, la diferencia entre paralelismo e interaccionismo tan
Ismael Martínez Liébana348
3 Keith CAMPBELL, Cuerpo y mente, Trad. esp. de Susana Marín, Ed. Universidad
Autónoma de Méjico, Méjico, 1987, p. 54.
sólo una diferencia terminológica, de lenguaje? ¿No emplea uno (el inte-
raccionismo) el término “causa” para expresar lo mismo que el otro (el
paralelismo) designa con la expresión “condición necesaria y suficiente”?
La primera formulación explícita del paralelismo psicofísico la halla-
mos en Leibniz, quien habló con frecuencia en sus escritos de una
armonía preestablecida, expresión que utilizó por vez primera en una res-
puesta a Foucher, filósofo coetáneo, publicada en el Journal des savants,
el 9 de abril de 1696 (“Eclaircissement du nouveau systéme de la com-
munication des substances pour servir de réponse á ce qui en est dit dans
le journal du 12 septembre 1695”4). El término “preestablecida” estaba
destinado a poner de relieve lo que Leibniz había ya manifestado en el
“Systéme nouveau de la Nature et de la communication des substances,
aussi bien que de l’union qu’il y a entre l’ame et le corps”5, esto es, que
contra quienes sostienen que hay entre las sustancias corporales y espiri-
tuales una interacción directa e inmediata por influencia mutua, la hipóte-
sis de las concordancias o correspondencias previas entre ellas es la más
razonable y congruente con el orden del universo y la perfección divina.
Según esto, Dios ha hecho desde el principio a cada una de estas dos sus-
tancias, alma y cuerpo, de tal naturaleza, que siguiendo sólo sus propias
leyes, recibidas con su ser respectivo, concuerda sin embargo enteramen-
te con la otra.
Finalmente, una forma especial de paralelismo psicofísico que se dio
durante los siglos XVII y XVIII y que pretendía también resolver el pro-
blema planteado por el dualismo cartesiano fue el llamado ocasionalismo.
Según éste, cuyos máximos representantes fueron Arnold Geulinecx
(1624-1669) y Nicolás Malebranche (1638-1715), no cabe hablar propia-
mente de interacción entre cuerpo y mente. El verdadero agente causal de
los intercambios es Dios. Lo que se llama causa es más bien una ocasión
para que éste intervenga y haga posible la influencia recíproca. Así, por
ejemplo, cuando yo quiero mover el brazo y de hecho lo muevo, mi voli-
ción no es propiamente la causa de este movimiento (no puede serlo, dado
que no cabe interacción entre lo pensante y lo extenso); mi volición es tan
sólo la ocasión para que la única causa eficiente realmente existente (la
Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 349
4 Cf. LEIBNIZ, Philosophische Schriften, Ed. C. J. Gerhardt, 7 vols., Berlín, 1875-
1890, reimpresión 1960-1961, IV, 493-500.
5 Cf. LEIBNIZ, O. c., Gerhardt, IV, 477-487.
voluntad divina) actúe y haga posible el movimiento efectivo de mi brazo.
Análogamente, cuando mi pie es dañado por una espina y yo siento dolor,
la espina dañando mi pie no es estrictamente hablando la causa de mi
dolor (no puede serlo por idéntica razón), es tan sólo la ocasión para que
Dios actúe directamente sobre mi mente y cause en mí el dolor que sien-
to.
2.3. El epifenomenismo
Una tercera posición ante el problema que nos ocupa es el llamado
epifenomenismo. Un epifenómeno es un perifenómeno, esto es, un sobre-
fenómeno o fenómeno sobrante, un fenómeno concomitante, subalterno y
derivado de un fenómeno primario, principal, propiamente real.
Epifenómeno es, por ejemplo, el ruido que emite el motor de un coche
cuando circula por la autopista. El fenómeno es propiamente la circula-
ción del coche; el ruido es tan sólo un subproducto, un fenómeno secun-
dario y derivado de ella. En principio, podría fabricarse un coche que no
emitiese ruido alguno o cuyo ruido fuera imperceptible. Tendríamos
entonces el fenómeno real (la circulación o desplazamiento del coche) sin
su epifenómeno concomitante (el ruido del motor).
Según el epifenomenismo, la mente no es sino un epifenómeno del
cuerpo. Su relación con éste es idéntica a la relación del ruido del motor
con la circulación del coche o a la que se da entre el humo y la locomoto-
ra de carbón o a la existente entre la sombra y la persona que se mueve.
Así, para el epifenomenismo, el cuerpo tiene influencia causal sobre la
mente, pero no a la inversa; se trata propiamente de una relación causal en
una sola dirección. De la misma manera que los movimientos de la per-
sona causan los de su sombra o que el desplazamiento de la locomotora
produce la emisión de humo, pero no a la inversa, el comportamiento neu-
rofisiológico del cerebro trae como consecuencia la aparición de fenóme-
nos mentales o de conciencia, mas éstos en ningún caso son los causantes
de aquél. Para los epifenomenistas de fines del pasado siglo, como W. K.
Clifford (1845-1879), la noción de conciencia ha de ser eliminada del dis-
curso científico y filosófico, dado que carece de todo contenido fenomé-
nico real.
La tesis fenomenista, especie de interaccionismo mitigado, parece
combinar las dificultades ya examinadas en los dos puntos de vista ante-
Ismael Martínez Liébana350
riores. En efecto, cualesquiera razones que se puedan aportar para soste-
ner que lo físico causa lo mental, también valdrán como buenas para afir-
mar, a la inversa, que lo mental causa lo físico, como en el caso de las
voliciones, que causan movimientos corporales. ¿Por qué lo físico sí
puede ser causa de lo mental y sin embargo esto no puede serlo de aque-
llo? Parece que los hechos confirman tanto lo uno como lo otro. Por otra
parte, cualesquiera argumentos que puedan alegarse en contra de la afir-
mación de que lo mental causa lo físico (principalmente inconmensurabi-
lidad de ambos ámbitos), también podrán aportarse en contra de la tesis
de que lo físico causa lo mental. Por tanto, parece que el epifenomenismo
está irremisiblemente condenado a retrotraerse en última instancia ya al
interaccionismo, ya al paralelismo, no pudiendo así mantenerse como
posición autónoma e independiente.
El epifenomenismo proscribe a la mente de lo real. En el mundo, sólo
lo físico, sólo lo material tiene verdaderamente cabida. Lo mental es
meramente un desecho, un subproducto de lo físico; lo que, sin duda, hace
de la tesis epifenomenista una posición próxima al reduccionismo mate-
rialista. Careciendo así la mente de operatividad e influencia real deter-
minante, podemos perfectamente concebir el mundo en que vivimos sin
actividad mental de ningún tipo. Mas, ¿es esto cierto?, ¿es realmente con-
cebible nuestro mundo, el curso completo de sus eventos y acontecimien-
tos sin una actividad mental superior? ¿Cómo, sin esa actividad mental,
podrían haberse construido ciudades enteras, haberse escrito libros mara-
villosos como la Crítica de la razón pura, haberse levantado catedrales
góticas y románicas o compuesto sinfonías inmortales como las de Mozart
o Beethoven? Si algún hecho de la realidad es obvio, es que el mundo es
diferente porque existen mentes con capacidad causal. Ahora bien, el epi-
fenomenista está dispuesto a admitir esto a condición de que se reinter-
prete lo que se afirma. En efecto, de la misma manera que el movimiento
de una persona andando tiene igualmente lugar en un día nublado aunque
no produzca sombra, la actividad sumamente compleja de las células cere-
brales es causa de que en el mundo haya ciudades, libros, catedrales y sin-
fonías, sin ser preciso para nada eso que se llama mente o conciencia.
Mas, el epifenomenista, cuando afirma esto, ¿en qué se basa?, ¿puede pro-
bar de alguna manera su tesis? Tendría para ello que idear y fabricar cere-
bros sin conciencia, actividad neurofisiológica sin esa capacidad reflexi-
va o de autoconciencia, que es lo que propiamente constituye lo mental y
Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 351
que nosotros consideramos como causalmente activo e indispensable para
producir ciertos efectos en el mundo (ciudades, libros, catedrales o sin-
fonías, por ejemplo). Parece, pues, que el epifenomenismo o es inconse-
cuente al defender una relación antisimétrica entre lo físico y lo mental
(relación que, por diferentes razones, ni interaccionismo ni paralelismo
están dispuestos a admitir), o no se compadece en absoluto con los hechos
más palmarios y evidentes, hechos que demuestran inequívocamente la
influencia causal determinante de los procesos mentales o de conciencia
en el mundo físico.
2.4. La teoría del doble aspecto
Por último, hay quienes sostienen que los fenómenos físicos y los
fenómenos mentales son tan sólo dos diferentes aspectos de una misma
realidad subyacente. Lo físico y lo mental, por tanto, no son ya ámbitos
de fenómenos separados, radicalmente contrapuestos. De este modo, el
problema de su relación y comunicación propiamente no existe; ambos
son de la misma naturaleza, de idéntica índole.
Según esto, lo físico y lo mental se relacionan entre sí como, por ejem-
plo, se vinculan entre sí los contenidos táctiles y visuales relativos a esta
mesa. La suavidad, dureza, resistencia y frialdad, por una parte, y la
forma, tamaño y color, por otra, son dos ámbitos diferentes de sensacio-
nes, dos diferentes aspectos o perspectivas de una misma y única realidad:
esta mesa. De la misma manera que estos contenidos táctiles y visuales
son dos diferentes tipos de propiedades o atributos de la mesa (no plante-
ando, por tanto, problema alguno la relación o comunicación entre
ambos), los fenómenos físicos y los fenómenos mentales se conjugan,
relacionan y armonizan entre sí sin dificultad ninguna.
Spinoza mantiene esta teoría en su Ética. A su juicio, en efecto, cuer-
po y alma son, respectivamente, dos modos finitos de dos de los infinitos
atributos de la esencia divina: la extensión y el pensamiento. Con Spinoza
se quiebra por completo el radical dualismo que Descartes había propug-
nado. Cuerpo y alma no son ya dos sustancias separadas con atributos
irreconciliables; son tan sólo dos modos, dos accidentes de una misma
sustancia o realidad, la única existente, realidad infinita, eterna, incon-
mensurable: Dios. La teoría del doble aspecto se encuentra también en
diversos autores positivistas de fines del pasado siglo, como Ernst Mach,
Ismael Martínez Liébana352
Richard Avenarius, Wilhelm Schuppe o Richard Schubert Soldern. En los
primeros desarrollos del pensamiento de Bertrand Russell podemos hallar
igualmente elementos significativos de esta teoría.
La principal dificultad que plantea la teoría del doble aspecto, al
menos tal como se presenta en Spinoza, es que de la sustancia subyacen-
te de la que lo físico y lo mental son meramente modos o accidentes, pro-
piamente nada sabemos; tal sustancia, en efecto, por divina e inconmen-
surable, es manifiestamente incognoscible. Resolvemos, pues, el proble-
ma de la relación entre lo físico y lo mental planteando un nuevo proble-
ma, sin duda más difícil, misterioso y enigmático. Por otra parte, hacer de
lo físico y lo mental simples propiedades o atributos de una misma reali-
dad es indudablemente desvirtuar y desdibujar la autonomía y singulari-
dad de cada uno de esos dos ámbitos que, según la caracterización que de
ellos hemos hecho en la sección anterior, se nos han revelado como radi-
calmente contrapuestos y, por ende, absolutamente irreductibles el uno al
otro.
3. El yo y la identidad personal
Hasta ahora, hemos considerado y distinguido dos tipos de fenómenos
(los físicos y los mentales) que, aunque estrechamente relacionados entre
sí, se nos han revelado empero como radicalmente contrapuestos. Tales
fenómenos se suceden unos a otros como se suceden las acciones de los
personajes de un drama en un escenario. Ahora bien, así como las accio-
nes del drama tienen espectador (el asistente a la representación teatral),
cabe preguntar análogamente por el espectador de los fenómenos físicos
y de los fenómenos mentales, esto es, cabe inquirir ahora por el sujeto a
quien aparecen y de quien son fenómenos los fenómenos físicos y los
fenómenos mentales. Cuando, por ejemplo, afirmo que yo oigo el sonido
que produce la máquina de escribir o que yo quiero mover las piernas o
que a mí me duele el pinchazo en el pie, ¿quién o qué es ese yo, sujeto
insoslayable del sonido, del acto volitivo y del dolor?, ¿en qué consiste
ese yo a quien aparecen últimamente todos estos fenómenos? Y todavía
más: ¿qué es lo que hace que yo me reconozca como el mismo cuando
oigo el sonido, cuando quiero mover las piernas y cuando me duele el pin-
chazo? Tales preguntas plantean dos nuevos problemas, estrechamente
Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 353
vinculados entre sí, de los que sucintamente nos ocuparemos en esta sec-
ción: el problema del yo y el problema de la identidad personal.
En primer lugar, consideremos las siguientes proposiciones: “yo cami-
no”, “yo como”, “yo me levanto”. Caminar, comer y levantarse son accio-
nes claramente corporales: para ejecutarlas, se precisa de un cuerpo, sin
él serían de todo punto imposibles. En este sentido, parece que el yo de
tales proposiciones presenta un carácter corporal, que el yo así entendido
es primariamente cuerpo. Mas ¿qué es ser un cuerpo en este sentido, esto
es, un cuerpo identificable de algún modo con el yo?
Ante todo, este mi cuerpo (el que come, el que se levanta, el que cami-
na) es un objeto físico, como lo es la silla en que me siento, la mesa sobre
la que escribo o el árbol que veo a través del ventanal. Ocupa un cierto
espacio, posee una determinada masa, pesa. Los objetos físicos (por tanto,
también mi cuerpo) son conjuntos de moléculas y de átomos; únicamen-
te, mi cuerpo, como organismo que es, se halla constituido por moléculas
orgánicas.
¿Qué distingue a mi cuerpo de todos los demás cuerpos del mundo?
Al menos, estos rasgos: En primer lugar, es el único cuerpo del que no
puedo separarme. Yo puedo alejarme de esta mesa, de la silla y del arma-
rio y no volver a tener trato con ellos. De mi cuerpo, empero, no puedo
prescindir, no puedo despedirme, ausentarme de él; estoy ligado a él por
estrechas ataduras: desde que me levanto hasta que me acuesto, en el
sueño y en la vigilia. Es mi compañero inseparable: en el placer y en el
dolor, en el triunfo y en el fracaso, en la fatiga y en el reposo. Ya
Descartes, el mentalista Descartes, subraya esta inseparabilidad de yo y
cuerpo en los siguientes términos:
Me enseña también la naturaleza, mediante esas sensaciones de dolor, ham-
bre, sed, etcétera, que yo no sólo estoy en mi cuerpo como un piloto en su
navío, sino que estoy tan íntimamente unido y como mezclado con él, que es
como si formásemos una sola cosa. Pues si ello no fuera así, no sentiría yo
dolor cuando mi cuerpo está herido, pues no soy sino una cosa que piensa,
y percibiría esa herida con el solo entendimiento, como un piloto percibe,
por medio de la vista, que algo se rompe en su nave; y cuando mi cuerpo
necesita beber o comer, lo entendería yo sin más, no avisándome de ello sen-
saciones confusas de hambre y sed.6
Ismael Martínez Liébana354
6 DESCARTES, Meditaciones metafísicas, VI. Trad. esp. de Vidal Peña, Ed.
Alfaguara, Madrid, 1977, p. 68. El subrayado es nuestro.
En segundo lugar, mi cuerpo es el único que puedo controlar directa-
mente. En efecto, si decido levantar mi brazo, mi brazo se levanta; si deci-
do caminar, mis piernas comienzan a moverse; si decido tumbarme en la
cama, hago que mi cuerpo se extienda sobre ella. No puedo manejar pare-
jamente ningún otro cuerpo de mi entorno: la silla es cambiada de lugar
sólo por la mediación de mis manos y brazos; la silla, a diferencia de mi
cuerpo, no obedece directamente mis órdenes, no se desplaza sin más,
simplemente porque yo lo decida. Yo soy dueño de los actos y movi-
mientos de mi cuerpo (en condiciones normales), mas no de los movi-
mientos del resto de cuerpos que me circundan. No obstante, mi influen-
cia sobre éstos sólo es posible a través de mi cuerpo, que constituye así la
condición de posibilidad de mi inserción en el mundo y de mi relación con
él.
En tercer lugar, mi cuerpo es el único del que puedo tener sensaciones
orgánicas y cinestésicas. De los otros cuerpos puedo adquirir, por ejem-
plo, sensaciones visuales y táctiles, mas sólo del mío puedo tener las sen-
saciones de arriba y abajo, de derecha e izquierda, de posición erecta, sen-
tada y tumbada, etcétera. Todas éstas son sensaciones internas que única-
mente mi cuerpo puede proporcionarme.
Finalmente, a diferencia de otros cuerpos, al mío sólo puedo verlo
desde ciertas perspectivas. Así, a no ser en un espejo, no puedo verme mi
cara, tampoco mi nuca ni mi espalda. Hay, pues, ciertas partes de mi cuer-
po que, aunque compañeras inseparables de mí, jamás serán vistas por mis
ojos.
Ahora bien, ¿soy yo acaso mi cuerpo?, ¿me identifico propiamente
con él? Las mismas expresiones (implícitas en los ejemplos anteriores)
“mi cuerpo” o “poseo un cuerpo”, parecen ya deslindar claramente el yo
que soy del cuerpo que poseo o me pertenece. Parece, en efecto, como
pensaba Descartes, que mi cuerpo, aunque íntima, estrechamente relacio-
nado con mi yo, con lo que yo soy, no lo constituye empero propiamente.
Según esto, yo sería algo otro que mi cuerpo, aun reconociendo que éste
me afecta e influye en lo que yo verdaderamente soy, a veces, de forma
decisiva y absolutamente determinante. Además, estoy persuadido de que
si una parte de mi cuerpo fuera amputada, yo seguiría no obstante siendo
el mismo. Incluso si la mayoría de partes que constituyen mi cuerpo me
fuesen arrancadas, pienso que yo no dejaría de ser por ello el que era antes
de la amputación masiva. Por otra parte, sabemos bien que nuestro cuer-
Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 355
po se halla sometido a constante cambio y transformación desde el
momento mismo del nacimiento; nuestras células se regeneran en su tota-
lidad cada cierto tiempo, haciendo que, por ejemplo, yo no tenga ya nada
que ver, en esta mi edad madura, con aquel niño de tres años cuya foto-
grafía ahora contemplo: sus rasgos faciales, su mirada, su cabello, su esta-
tura, su complexión..., en nada se asemejan a mi imagen corporal actual.
Sin embargo, aquel niño de tres años y yo somos el mismo: yo puedo
recordar, aunque vagamente, algunos hechos que se remontan a esa edad
temprana. Y si, en un cierto sentido, aquel niño de tres años y yo somos el
mismo individuo, siendo empero nuestros respectivos cuerpos muy dife-
rentes entre sí, ello quiere decir sin duda que la yoidad, la índole de yo que
nos define a uno y a otro, es dependiente y derivada de un factor ajeno a
lo estrictamente corporal.
¿Qué soy yo entonces propiamente si no soy un cuerpo? ¿Soy tal vez
una mente? Mas, ante todo, ¿qué es ser una mente? Descartes pensaba que
la mente, entidad privativa únicamente de los seres racionales, era una
cosa o sustancia, un tipo de ser que, gozando de autonomía e indepen-
dencia con respecto a cualquier otro (ésa era para él la cualidad propia de
lo sustancial), exhibía el atributo esencial del pensamiento. Como él
mismo nos dice:
...Y aquí sí hallo que el pensamiento es un atributo que me pertenece, siendo
el único que no puede separarse de mí. Yo soy, yo existo; eso es cierto, pero
¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que estoy pensando: pues quizá ocurriese
que, si yo dejara de pensar, cesaría al mismo tiempo de existir. No admito
ahora nada que no sea necesariamente verdadero: así, pues, hablando con
precisión, no soy más que una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un
entendimiento o una razón, términos cuyo significado me era antes descono-
cido. Soy, entonces, una cosa verdadera, y verdaderamente existente. Mas
¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa.7
¿Qué entiende Descartes por pensamiento o pensar? Para él, el pen-
samiento es el ámbito de los fenómenos mentales, el ámbito de lo psíqui-
co, de la conciencia. Pensar es, pues, a su juicio, tanto razonar e imaginar
como desear y amar; tanto recordar y sentir como alegrarse o deprimirse.
Ismael Martínez Liébana356
7 DESCARTES, O. c., II; pp. 25-26.
En suma, todo aquello de lo que somos inmediatamente conscientes, eso
es para él pensamiento.
¿Qué es una cosa que piensa? –se pregunta–. Es una cosa que duda, que
entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina tam-
bién, y que siente.8
Y en Los principios de la filosofía precisa y amplía aún más su con-
cepción al respecto:
Mediante la palabra “pensar” entiendo todo aquello que acontece en noso-
tros de tal forma que nos apercibimos inmediatamente de ello; así pues, no
sólo entender, querer, imaginar, sino también sentir es considerado aquí lo
mismo que pensar. Pues si dijera que veo o que camino, e infiriera de ello
que yo soy; en el caso de que entendiera al decir tal que hablo de la acción
que se realiza con mis ojos o con mis piernas, esta conclusión no es infalible
en modo tal como para que no tenga algún motivo para dudar de ella, pues-
to que puede suceder que piense ver o que piense caminar aunque no abra
los ojos y aunque no abandone mi puesto; es así, pues esto es lo que aconte-
ce en algunas ocasiones mientras duermo y lo mismo podría llegar a suce-
der si no tuviera cuerpo. Pero si, por el contrario, solamente me refiero a la
acción de mi pensamiento, o bien de la sensación, es decir, al conocimiento
que hay en mí, en virtud del cual me parece que veo o que camino, esta
misma conclusión es tan absolutamente verdadera que no puedo dudar de
ella, puesto que se refiere al alma y sólo ella posee la facultad de sentir o de
pensar, cualquiera que sea la forma.9
El yo, pues, es una mente, y la mente es pensamiento. Ahora bien,
mientras los pensamientos (concepciones, imaginaciones, sensaciones,
voliciones, afectos, etcétera.) son cambiantes, mudables, se suceden unos
a otros de forma ininterrumpida, el yo, empero, es algo constante, perma-
nente, invariable. Como sabemos, Descartes, al igual que Platón, pensaba
que ese algo era una sustancia, un sustrato subyacente que confería uni-
dad e integridad a la serie plural y diversa de modos o accidentes de con-
ciencia de él dependientes. El yo, por tanto, no se identificaba, según
Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 357
8 DESCARTES, Ibidem.
9 DESCARTES, Los principios de la filosofía, I, 9. Trad. esp. de Guillermo Quintás,
Ed. Alianza editorial, Madrid, 1995, pp. 26-27.
ellos, con sus modos o atributos; era, por el contrario, algo otro que sus
cualidades o modificaciones, algo allende sus meras manifestaciones psí-
quicas o conscientes. En este sentido, Thomas Reid (1710-1796), filósofo
escocés coetáneo de Hume, poniendo en estrecha relación el yo y la iden-
tidad personal, escribe:
Mi identidad personal implica la existencia continuada de aquella cosa indi-
visible que llamo yo. Sea lo que fuere este yo, es algo que piensa, delibera,
resuelve, actúa y sufre. Mis pensamientos, acciones y sentimientos cambian
a cada instante; no tienen una existencia continuada, sino sucesiva; pero el
yo, a quien pertenecen, es permanente, y tiene la misma relación con todos
los sucesivos pensamientos, acciones y sentimientos que llamo míos. Tales
son las nociones que tengo de mi identidad personal.10
Así, pues, con independencia de que sustentemos o no una teoría sus-
tancialista del yo como mente11 (como de hecho hicieron Platón y
Descartes, para quienes el yo era ante todo un sustrato mental, alojado
transitoriamente en un sustrato corporal12), lo que sí parece razonable es
la hipótesis de la neta distinción entre yo y fenómenos mentales, entre un
algo (sea lo que fuere) que aglutina y da coherencia e integridad a la serie
sucesiva de experiencias psíquicas de toda índole y tales experiencias psí-
quicas; en definitiva, parece razonable distinguir entre un centro de con-
ciencia, por un lado, y sus manifestaciones plurales y diversas, por otro.
No obstante, David Hume es citado a menudo como ejemplo prototípico
de filósofo que se opone acerbamente a la tesis del yo como algo más que
sus simples manifestaciones conscientes, como algo más que subyace uni-
tariamente a la pluralidad y diversidad de sus fenómenos explícitos. Como
él mismo nos dice:
Ismael Martínez Liébana358
10 Thomas REID, Essays on the intellectual powers of man, ensayo III, cap. IV.
11 Para Aristóteles y la tradición aristotélica, el alma no es una sustancia indepen-
diente del cuerpo. El hombre, según esta tradición, es un compuesto hilemórfico unitario,
en el que el alma se comporta como forma y el cuerpo como materia; y puesto que ningu-
na forma puede darse en la naturaleza sin su correspondiente materia, el alma es inconce-
bible sin el cuerpo, al que informa vivificándolo. Así, en expresión aristotélica, el alma es
por esencia sómatos tí, “algo del cuerpo”.
12 Recordemos la expresión platónica del “cuerpo-prisión” (sóma-séma) del alma.
En lo que a mí respecta, siempre que penetro más íntimamente en lo que
llamo mí mismo tropiezo en todo momento con una u otra percepción parti-
cular, sea de calor o frío, de luz o sombra, de amor u odio, de dolor o pla-
cer. Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso sin una percepción,
y nunca puedo observar otra cosa que la percepción. Cuando mis percep-
ciones son suprimidas durante algún tiempo: en un sueño profundo, por
ejemplo, durante todo ese tiempo no me doy cuenta de mí mismo, y puede
decirse que verdaderamente no existo. Y si todas mis percepciones fueran
suprimidas por la mente y ya no pudiera pensar, sentir, ver, amar u odiar tras
la descomposición de mi cuerpo, mi yo resultaría completamente aniquilado,
de modo que no puedo concebir qué más haga falta para convertirme en una
perfecta nada.
E inmediatamente después, deja sentada su tesis al respecto de una
manera absolutamente explícita:
Pero dejando a un lado a algunos metafísicos de esta clase, puedo aventu-
rarme a afirmar que todos los demás seres humanos no son sino un haz o
colección de percepciones diferentes, que se suceden entre sí con rapidez
inconcebible y están en un perpetuo flujo y movimiento.13
Hume rechaza así la idea de un yo-sustancia. Para él, el yo no es más
que un haz de percepciones, una serie ininterrumpida de experiencias o
estados de conciencia. Tras este haz o serie no hay un algo subyacente del
que puedan predicarse las experiencias o estados de conciencia en cues-
tión: el yo se agota en la serie de percepciones o experiencias y ésta es
todo lo que podemos concebir como yo. Ahora bien, cabe plantear a la
teoría de Hume algunas objeciones importantes:
En primer lugar, no es fácilmente concebible cómo pueda haber esta-
dos de conciencia (pensamientos, sentimientos, voliciones) sin un algo
subyacente considerado como poseedor de tales estados de conciencia.
Ningún pensamiento, parece, ocurre sin que haya un pensador correlati-
vo, ninguna volición, sin que haya un volente, etcétera. Los estados de
conciencia no pueden darse por sí, autónomamente, debe haber un algo en
que radiquen, un yo-poseedor de los mismos. Mi deseo de escribir, por
Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 359
13 David HUME, Tratado de la naturaleza humana, libro I, parte IV, sección VI. Trad.
esp. de Félix Duque, Ed. Tecnos, Madrid, 1988, pp. 355-356.
ejemplo, ¿no se da, acaso, en un algo (yo) que desea? Y el sonido del
motor que oigo, ¿no me pertenece a mí que lo oigo?, ¿no soy yo acaso su
poseedor?
En segundo lugar, hay con toda seguridad una radical y absoluta dife-
rencia entre mis estados de conciencia y los estados de conciencia de
usted. Ahora bien, si el yo es meramente un haz de estados de conciencia,
¿cómo se distinguen los componentes de un haz de los componentes del
otro? ¿Qué hace mío este estado de conciencia que ahora tengo (el dolor
de cabeza que me aqueja) y suyo el que usted tiene (su aburrimiento al
escucharme)? Así, si la tesis del propietario o poseedor (del yo) es aban-
donada, ¿cuál es el principio de individuación por medio del cual es posi-
ble asignar a cada haz o colección sus estados de conciencia respectivos?
¿Por qué, en efecto, se me asigna a mí el dolor y no a usted, y, en cambio,
se le asigna a usted el aburrimiento y no a mí? ¿No será, precisamente,
porque el dolor es mío (yo soy su propietario) y, en cambio, el aburri-
miento es suyo (usted es quien lo posee)?
En tercer lugar, el propio análisis de Hume parece ser autocontradic-
torio. En efecto, en el intento de demostración de su tesis, ¿no se halla
acaso implícito un yo (el de Hume) que pretende demostrar la tesis del haz
o colección? ¿No supone Hume tácitamente (su propio yo) lo que expre-
samente rechaza con su teoría? O, dicho en otro giro, para mantener la
tesis que mantiene (la tesis de la disolución del yo), ¿no se hace preciso
postular un yo constante e idéntico (el propio yo de Hume), que elabore y
enuncie tal tesis?
Finalmente, podríamos preguntar todavía si es siquiera verdad que no
soy consciente de mí mismo como entidad continua e idéntica, más allá
de los estados sucesivos de conciencia. Así, cuando tengo una experien-
cia, por ejemplo, un sentimiento de afecto, ¿soy consciente sólo de esa
experiencia o también simultáneamente de mi yo, como tenedor o posee-
dor de la experiencia en cuestión? Parece claro por intuición interna que,
en contra de lo que sustenta Hume, yo no aprehendo ese estado de con-
ciencia meramente como un estado de conciencia sino más bien como mi
estado de conciencia. En cada pensamiento, sentimiento o volición mi yo
se autorrevela, se hace explícito para sí. Cuando quiero algo, no sólo soy
consciente de un acto de volición aislado: en tal acto aparece como sol-
dado, impreso, el yo (mi yo), del que tal acto de volición es acto. ¿No es
acaso ésta la tesis de Descartes en la segunda meditación, cuando llega al
Ismael Martínez Liébana360
descubrimiento de la primera verdad, la verdad del cogito? Sin duda: él
llega al establecimiento de la existencia del yo sobre la base de la consta-
tación de sus estados de conciencia; “pienso, luego existo” no es más que
esto: en cada acto de pensamiento, en cada dato inmediato de la concien-
cia, se revela inequívoca e irrefragablemente el yo poseedor de tal pensa-
miento. El yo surge así para la conciencia en común alumbramiento con
sus estados íntimos (cogniciones, sentimientos, voliciones).
Según lo expuesto hasta aquí, el yo se nos ha revelado ante todo como
algo psíquico, mental. Así, yo soy más mis estados de conciencia (mis
pensamientos, mis deseos y mis afectos, por ejemplo) que el color de mis
ojos, el timbre de mi voz o la complexión de mi cuerpo. Ahora bien, ¿qué
es lo que hace que ese mi yo, a pesar de la pluralidad y heterogeneidad de
sus estados de conciencia, sea, no obstante, el mismo e idéntico yo? Para
los racionalistas clásicos, como Platón o Descartes, tal identidad venía
determinada por la identidad de sustancia pensante que definía al yo. El
yo era el mismo a pesar de los continuos cambios y transformaciones de
sus estados de conciencia, porque siempre permanecía subyacente un sus-
trato anímico unitario e invariable.
En cambio, para algunos empiristas, como Locke, la identidad perso-
nal o del yo radicaba propiamente en un mismo tener conciencia, con
independencia de si ese tener conciencia era atributo de una misma sus-
tancia inmaterial o de varias. Según esto, una persona (un ser racional) es
la misma, idéntica hoy que hace treinta años, no porque, a pesar del tiem-
po transcurrido su cuerpo conserve algunos atributos comunes o porque
sus gustos, deseos y sentimientos sigan siendo más o menos los mismos,
sino porque tiene conciencia de ser entonces y ahora el mismo, porque se
reconoce ahora en hechos que le acontecieron entonces. Así, la memoria
desempeña en esta concepción un papel fundamental: es por ella por la
que somos conscientes de que nuestro pasado es nuestro y por la que nos
reconocemos en cada acto ejecutado en él. De ahí que, al entender de
Locke, sin la memoria no habría conciencia, y sin ésta se rompería la iden-
tidad personal. La concepción de Locke sobre este punto es clara cuando
escribe:
Si yo hubiese tenido la misma conciencia de haber visto el Arca y el Diluvio
de Noé, la misma conciencia que tengo de haber presenciado la inundación
del Támesis del invierno pasado, o de la que tengo de estar escribiendo
Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 361
ahora, no podría poner en duda que yo, que escribo ahora y que vi la inun-
dación del río Támesis el pasado invierno, y que contemplé la inundación del
Diluvio Universal, soy el mismo sí mismo ahora, al igual que indudable-
mente yo, que escribo esto, soy ahora, mientras lo hago, el mismo yo mismo
que era ayer, con independencia de que esté formado o no de la misma sus-
tancia material o inmaterial en mi totalidad. Pues realmente, en lo que se
refiere a esta cuestión de ser el mismo sí mismo, es indiferente que en este
momento el sí mismo esté formado de la misma sustancia o de otras, ya que
cualquier acción que se realizó hace mil años, y que ha sido apropiada por
mi conciencia como una acción mía, me es tan imputable como una acción
que yo realizara hace un momento.14
Finalmente, otros autores, como Schopenhauer, ven la identidad per-
sonal en el carácter individual. A su juicio, en efecto, cada individuo
posee una genuina y peculiar contextura psíquica, una singular índole per-
sonal, que permanece constante e invariable en lo esencial, a pesar de los
cambios y transformaciones (superficiales, aparentes) que el individuo
pueda experimentar a lo largo de su vida. Tal carácter, innato y cognosci-
ble por experiencia, se halla constituido primariamente por elementos
afectivos y volitivos. El individuo (cada individuo) es así ante todo un sin-
gular impulso o esfuerzo, una peculiar voluntad. Según esto, lo que defi-
ne a cada persona y la diferencia esencialmente del resto es su voluntad,
su deseo de hacer y de vivir, su esfuerzo por vencer las resistencias que el
entorno le opone a cada paso15.
Ismael Martínez Liébana362
14 John LOCKE, Ensayo sobre el entendimiento humano, II, 27, 18. Trad. esp. de
María Esmeralda García, Ed. Editora Nacional, Madrid, 1980, t. I, p. 501.
15 Cf. Arthur SCHOPENHAUER, El mundo como voluntad y representación, lib. IV
y Sobre el libre albedrío

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Mente-Cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico

  • 1. Sin duda, una de las preocupaciones centrales de la especulación filosófica ha sido desde siempre el propósito de dilucidar qué es el hom- bre, qué lugar ocupa en el universo y qué vida ha de llevar en éste. Es el problema ético y metafísico por excelencia, del que de una u otra forma derivan y dependen todos los demás. De estas tres cruciales preguntas, nos vamos a ocupar en este artículo de la primera, y al plantearla, nos proponemos con ella en concreto deter- minar si el hombre es preferentemente cuerpo o mente o ambas cosas por igual, así como precisar con exactitud qué es ser un cuerpo y qué es ser una mente, tratando también de esclarecer en la medida de lo posible qué tipo de relación se da entre ambas entidades. Asimismo, habremos de estudiar aquí con la suficiente profundidad en qué consiste la identidad personal, el hecho de que un individuo, a pesar de sus continuos cambios y transformaciones, pueda no obstante seguir siendo considerado el mismo. La importancia y significación de este problema saltan de inmediato a la vista. En efecto, al igual que, por ejemplo, la pregunta sobre la existen- cia de Dios, el problema mente-cuerpo constituye una de las cuestiones cruciales de la filosofía de todos los tiempos; cuestión, por tanto, eterna, Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico Ismael MARTÍNEZ LIÉBANA (Universidad Complutense) LOGOS. Anales del Seminario de Metafísica, (2000), núm. 2, pgs. 339-362. Servicio de Publicaciones, Universidad Complutense. Madrid
  • 2. la solución que con respecto a ella se proponga tendrá sin duda notables repercusiones en todo el campo de nuestras ideas éticas y metafísicas: afirmar, por ejemplo, que el hombre es ante todo una mente libre e inmor- tal o, por el contrario, que es tan sólo un cuerpo mortal sometido como cualquier otro al rígido determinismo natural que impone el principio de causalidad, ello ha de afectar en cada caso profundamente a nuestra con- cepción del universo, del lugar concreto que en él ha de ocupar el hombre y del principio supremo que ha de regir su conducta moral. 1. Fenómenos físicos y fenómenos mentales Nuestra primera tarea será mostrar que existe lo mental en oposición a lo físico, que hay fenómenos mentales, que exhiben caracteres propios, genuinos e irreductibles por esencia a los rasgos inherentes a los fenóme- nos físicos, que, por lo tanto, el dualismo de lo físico y lo mental ha de considerarse como principio metafísico sólido, perfectamente establecido y demostrado. Examinemos, por ejemplo, lo que ocurre cuando yo golpeo con mis nudillos la mesa sobre la que estoy escribiendo. Se produce, en primer lugar, un contacto físico entre los nudillos y la superficie de la mesa, el cual, puesto que de algún modo es violento, causa una cierta vibración de ella misma y del medio circundante, vibración que llega hasta mis oídos afectando sendos tímpanos, desde donde se transmite, a través de deter- minados conductos del oído interno, hasta la zona correspondiente del cerebro, en la que, finalmente, se produce una cierta sensación de sonido. La serie concatenada de hechos que tienen lugar desde la percusión de la mesa hasta la llegada del movimiento vibratorio al cerebro son todos fenó- menos físicos; sólo la audición efectiva del sonido resultante es un fenó- meno mental, esto es, un percatarse, un estado de conciencia. Esta consi- deración particular vale igualmente para la sensación visual y para todos los demás tipos de sensación (sensaciones cinestésicas, sensaciones olfa- tivas, gustativas, táctiles, de calor, de frío, de dolor, y así sucesivamente); también para estados de conciencia no directamente asociados con los sentidos: recuerdos, imágenes, deseos, emociones, etcétera. Veamos en qué manera son todos ellos diferentes de los fenómenos físicos. 1. Los fenómenos físicos tienen lugar en el espacio, su localización en Ismael Martínez Liébana340
  • 3. él es necesaria y perfectamente determinable. Así, por ejemplo, la percu- sión de mis nudillos sobre la mesa tiene lugar en mi casa, en esta sala, en la mesa; el vuelo del helicóptero cuyos motores ahora escucho se produ- ce en una zona bien determinada del espacio aéreo; por otra parte, los pro- cesos sensoriales y neuronales asociados a mis sensaciones táctiles y audi- tivas tienen lugar en el interior de mi cabeza, en mi cerebro. Mas, ¿dónde están las sensaciones táctiles y auditivas mismas?, ¿dónde está mi sensa- ción auditiva del ruido de motores que oigo? No está en las ondas sono- ras físicas: éstas se hallan en el espacio exterior a mi cuerpo, entre los motores del helicóptero y mis oídos. Menos aún está en los motores mis- mos del helicóptero, que son objetos físicos perfectamente localizables en el espacio. Pero la sensación auditiva misma, ¿dónde está?, ¿en algún lugar en el interior de mi cabeza?, ¿la encontraría un neurocirujano que me trepanara el cerebro? Si mi cráneo fuese transparente y un neurociru- jano con un potente microscopio pudiese ver lo que está dentro, podría ciertamente apreciar la estimulación del nervio auditivo, mas, ¿vería u oiría mi sensación?; y si lo hiciese, ¿no sería eo ipso la sensación de él en vez de la mía? Los fenómenos mentales, como las sensaciones, las imagi- naciones, los conceptos, las emociones, los deseos, etcétera, son, pues, inespaciales; la categoría de espacialidad no puede aplicárseles. No tiene mayor sentido preguntar, por ejemplo, por el lugar que ocupa en el espa- cio mi sentimiento de complacencia al escribir estas líneas que preguntar por el lugar en que se halla un objeto ideal (verbigracia, el número siete). A lo mental sólo le es aplicable la temporalidad, el cuándo de su ser, mas de ninguna manera el dónde. Así, entre los fenómenos físicos, los fenó- menos mentales y los objetos ideales se da una gradación bien definida: los primeros son tanto espaciales como temporales; los segundos son sólo temporales, y los últimos, ni espaciales ni temporales. 2. Consecuencia de lo anterior es que lo físico es algo cuantitativo, mientras que lo mental es algo propiamente cualitativo. En efecto, el hecho de que los fenómenos físicos sean espaciales hace de ellos entida- des extensivas, mensurables, cuantificables. Tiene perfecto sentido pre- guntar, por ejemplo, por la velocidad del movimiento vibratorio causado por la percusión de mis nudillos sobre la mesa y que, a su vez, es causa de mi sensación auditiva de ruido. Lo mental, por el contrario, es algo inten- sivo, inmensurable, cualidad pura. El sonido que oigo no mide, no pesa, no ocupa espacio. ¿Tendría sentido preguntar por las medidas de mis dese- Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 341
  • 4. os, por el peso de mis amores o por la velocidad de mi aburrimiento cuan- do paseo junto a ella? Mis deseos, mis amores y mi aburrimiento son pura intensión, pura cualidad irreductible a la medida y a la cantidad, como lo es el tiempo, horizonte trascendental en que fluye lo mental. Bergson nos da a este respecto en sus obras lecciones verdaderamente magistrales. 3. Por otra parte, los fenómenos físicos son objeto de percepción sen- sible o intuición externa; en cambio, los fenómenos mentales son apre- hendidos mediante reflexión o intuición interna. Consideremos, por ejem- plo, estas dos proposiciones: “la puerta está cerrada” y “veo la puerta cerrada”. Mientras que la primera enuncia un fenómeno físico, un hecho del mundo exterior, la segunda, en cambio, se refiere a un fenómeno men- tal, a un hecho psíquico, concretamente a la percepción de un estado de cosas. Para juzgar de la verdad o falsedad de la primera, he de valerme de mis sentidos externos (de mi vista y de mi tacto); en cambio, no es mediante esos sentidos como sé si veo o no la puerta cerrada: yo no veo mi ver, el objeto de mi acto de visión no puede ser nunca tal acto sino los hechos y fenómenos del mundo exterior; aun con los ojos vendados sé con plena certeza si veo o no. El conocimiento sobre mis fenómenos menta- les, sobre mis estados de conciencia lo alcanzo, pues, por intuición inter- na. La intuición externa y la intuición interna no se diferencian sólo por su objeto (fenómenos físicos en la primera y fenómenos mentales en la segunda) sino también por su diferente grado de certeza o seguridad. En efecto, mientras que la primera es falible (podemos engañarnos al juzgar sobre la esencia o la existencia de los fenómenos físicos), la segunda, en cambio, es absolutamente infalible. Así, y siguiendo con el ejemplo ante- rior, puedo equivocarme perfectamente al afirmar que la puerta está cerra- da (aunque efectivamente la vea cerrada); mas no es posible en absoluto el error si me limito a decir que veo la puerta cerrada (si efectivamente la veo), pues aun en el caso extremo de que sueñe o sufra una alucinación, ello no resta un ápice a la certeza absoluta de mi afirmación. No ha de confundirse la intuición interna con la intuición intelectual: el objeto de la primera es algo existente, concreto e individual; el de la segunda, en cambio, es algo general, universal, una pura esencia. Nada tiene que ver, en efecto, un color, un sonido, un deseo o una volición (objetos de intuición interna) con el número siete, el triángulo equilátero o el principio de identidad (objetos de intuición intelectual). Ismael Martínez Liébana342
  • 5. 4. Por último, los fenómenos físicos, al ser aprehendidos a través de los sentidos externos, son públicamente observables; en cambio, los fenó- menos mentales, susceptibles tan sólo de intuición interna, son objeto úni- camente de experiencia privada, captables en cada caso por una sola per- sona. Así, mientras que el desplazamiento del helicóptero por el espacio aéreo es un fenómeno físico, observable tanto por usted como por mí, el dolor de cabeza que ahora me aqueja es un fenómeno mental únicamente mío y, por tanto, captable tan sólo por mí. Usted puede, sí, lamentar pro- fundamente que a mí me duela la cabeza (lo que yo le agradezco), mas no puede de ninguna manera sentir mi dolor. Mi dolor es sólo mío, me hallo absolutamente solo con él; aun en el hipotético e improbable caso de que usted pudiese dolerse realmente de mi dolor (por tanto, que mi dolor fuese compartido por usted), el dolor que usted así sintiese, sería solamente suyo y no mío, y la parte de dolor que a mí me quedara, sería únicamen- te mía y no suya. Lo psíquico o mental, pues, nos aísla, nos convierte en islotes incomunicables, en entidades únicas, cerradas, en “mónadas sin ventanas”. La privacidad de lo mental plantea un serio problema filosófico, que ha sido objeto de interesantes debates y discusiones en el transcurso del siglo XX. Nos referimos en concreto al problema del conocimiento de otras mentes. Yo puedo conocer hasta cierto punto esta mesa y los fenó- menos físicos que en ella se producen, por ser algo público, algo inter- subjetivo; puedo conocer por idéntica razón la composición química de los minerales, la fisiología del aparato digestivo o la teoría de la relativi- dad. Mas, ¿cómo sé con certeza que usted experimenta eso que se llama “dolor de cabeza”?, ¿cómo puedo yo acceder a su dolor mismo?, ¿cómo puedo yo experimentar lo que usted experimenta cuando dice sentir dolor de cabeza? De ninguna manera. Mi conocimiento de todas sus experien- cias nunca es directo, siempre está basado en la inferencia. Yo no puedo experimentar su dolor de cabeza, sólo puedo inferir que usted tiene dolor a partir de la observación de su conducta, por ejemplo, de sus expresiones faciales, y escuchando sus palabras. Usted dice que piensa, que tiene sen- timientos y emociones como yo; mas, ¿cómo puedo yo saber eso? A mí no me es dado ver, ni tocar (ni tampoco sentir) lo que usted siente cuando dice sentir alegría. Usted puede ser un autómata o un genio maligno y engañarme cuando dice sentir alegría, tristeza o dolor de cabeza. Su mente no se me abre a mi contemplación como se me abre un libro. Por tanto, Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 343
  • 6. sólo indirectamente, sólo por inferencia a través de indicios, de síntomas, de apariencias, puedo yo conocer algo de su mente, de lo que usted es y de lo que a usted le pasa. De nuevo, pues, la soledad, el aislamiento, la incomunicación. De todo lo anterior se desprende claramente nuestra posición antirre- duccionista en el problema de lo físico y lo mental. Existe lo físico y exis- te lo mental como existe la tierra y existe el mar. No obstante, no todos están de acuerdo con esta tesis; quienes mantienen una posición monista o reduccionista la niegan. Pueden darse básicamente tres formas funda- mentales de reduccionismo: en primer lugar, el reduccionismo materialis- ta sostiene que sólo lo corporal existe, que no puede hablarse con sentido de nada mental, que lo llamado mental es tan sólo un epifenómeno, un subproducto o derivado de lo corporal. Según esto, los fenómenos menta- les son interpretados como procesos neurofisiológicos; lo psíquico o men- tal es reductible en última instancia a estados cerebrales. En segundo lugar, el reduccionismo antimaterialista o espiritualista afirma, por el contrario, que sólo existe lo mental; así, lo físico o corporal aparece úni- camente como una resistencia que se ofrece a lo mental o espiritual en cuanto conciencia o intencionalidad. Posición antimaterialista clásica es la de Berkeley, para quien todo lo que hay es percibir o ser percibido, lo que, en sentido estricto, no equivale a negar que haya entidades materiales; sólo equivale a mantener que carecen de realidad ontológica indepen- diente respecto de la percepción, de su ser percibidas. Finalmente, según un tercer tipo de reduccionismo, los términos físicos y los términos men- tales se refieren a una misma especie de entidad que es neutral respecto a lo físico y a lo psíquico. Lo físico y lo mental son dos caras o aspectos diferentes de una misma y única realidad. En este sentido, Spinoza, Mach o Russell pueden ser considerados con propiedad reduccionistas neutra- listas. 2. La relación entre lo físico y lo mental Así, pues, hemos de establecer (al menos, fenomenológicamente hablando) la neta distinción entre lo físico y lo mental: existen los fenó- menos físicos y existen los fenómenos mentales. Ahora bien, ¿qué tipo de relación, inquirimos ahora, se da entre ambas especies de fenómenos? Es Ismael Martínez Liébana344
  • 7. evidente que alguna debe haber: un fenómeno físico, como un pinchazo en la planta del pie, va seguido regularmente de una sensación de dolor (fenómeno mental) y, a su vez, un fenómeno mental, como mi acto voliti- vo de mover el brazo, va seguido también regularmente del movimiento efectivo del brazo (fenómeno físico). Los fenómenos físicos y los fenó- menos mentales, ¿se afectan entre sí?, y, en tal caso, ¿cómo? Consideremos en los apartados siguientes las principales teorías tradicio- nales al respecto. 2.1. El interaccionismo Es la posición más congruente con el sentido común. Según ella, los fenómenos físicos y los fenómenos mentales interaccionan: hay fenóme- nos físicos que son causa de fenómenos mentales y, a su vez, hay fenó- menos mentales que son causa de fenómenos físicos. ¿Qué puede haber más obvio que el hecho de esta causalidad recíproca? Si, por ejemplo, recibo un golpe en la cabeza (fenómeno físico), entonces siento dolor (fenómeno mental): el primero es causa del segundo; si las ondas vibra- torias procedentes de los motores del helicóptero inciden sobre mis tím- panos (fenómeno físico), entonces experimento una sensación auditiva (fenómeno mental). Por otra parte, es igualmente evidente que hay fenó- menos mentales que causan fenómenos físicos: si, por ejemplo, soy domi- nado por un sentimiento de cólera (fenómeno mental), entonces mi rostro se enciende (fenómeno físico): el primero es causa del segundo; si deci- do levantarme de la silla (fenómeno mental), entonces me levanto (fenó- meno físico). Esta posición tiene su origen en Descartes. A su juicio, en efecto, y de forma totalmente inconsecuente con sus planteamientos metafísicos ini- ciales1, el alma interactúa con el cuerpo a través del cerebro2. En éste situaba la glándula pineal, sede y asiento del alma, desde la que, por mediación de los llamados espíritus animales (especie de “viento sutil” o “tenue llama”), se ponía en contacto permanente con el cuerpo, al que unas veces dirigía y del que otras recibía el influjo. Así, la relación entre Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 345 1 De acuerdo con los cuales, el alma (pensamiento) se define como lo no corpóreo y, a su vez, el cuerpo (extensión) se define como lo no anímico o pensante. 2 Cf. DESCARTES, Traité de l’homme y Discours de la méthode, V.
  • 8. lo físico y lo mental era concebida por Descartes como causal. El interaccionismo plantea una seria dificultad, detectada ya por el propio Descartes y sus sucesores: ¿cómo lo físico (espacial y mensurable) puede causar lo mental (inespacial e inmensurable)?, ¿cómo, por ejemplo, una picadura de mosquito en el brazo, hecho puramente físico, puede pro- ducir esa desagradable y desazonadora sensación de picor? La acción cau- sal se entiende fácilmente entre entidades de la misma especie: mi mano empuja al papel, éste, a su vez, desplaza al bolígrafo, el cual, finalmente, cae al suelo; nada misterioso e ininteligible se da en ese encadenamiento causal. También entre los fenómenos mentales podemos rastrear una simi- lar causación: mi voluntad fuerza a mi intelecto y a mi imaginación a bus- car las palabras más apropiadas para expresar mis ideas, lo que, a su vez, cuando es logrado, causa en mí un profundo sentimiento de satisfacción. Mas, ¿cómo puede haber causalidad entre fenómenos heterogéneos?, ¿cómo, por ejemplo, un acto volitivo (inespacial) puede actuar sobre lo físico espacial (sobre mi brazo) y causar en él un fenómeno determinado (su desplazamiento en el aire)? Esta dificultad, que tradicionalmente es conocida como el problema de la comunicación de las sustancias, se debe sin duda a una concepción sumamente restringida del principio de causalidad, según la cual la acción causal sólo es posible entre entidades que actúen directa e inmediatamen- te las unas sobre las otras, como es el caso, verbigracia, de las bolas de billar en el ejemplo ya clásico de Hume. En efecto, ¿toda acción causal, cabe inquirir, exige necesariamente el contacto directo entre causa y efec- to?, ¿todo hecho causal es siempre un “actuar sobre”?, ¿no cabe acaso la “acción a distancia” de la causa sobre el efecto? Pensamos que sí. Ya en el mundo físico nos encontramos con multitud de ejemplos de una similar causación: la acción gravitatoria del sol sobre los planetas o el fenómeno del magnetismo son buena prueba de ello. Análogamente, podemos con- cebir una “acción a distancia” entre lo físico y lo mental; ¿no podrían estos dos diferentes ámbitos interactuar, manteniendo empero cada uno de ellos su identidad y esencia propia? De todos modos, la interacción mente-cuerpo sigue apareciendo para muchos como sumamente pro- blemática; de ahí que se hayan ensayado otras diferentes soluciones al problema de la relación entre lo físico y lo mental. Ismael Martínez Liébana346
  • 9. 2.2. El paralelismo psicofísico Una de tales soluciones es el llamado paralelismo psicofísico. Según éste, no cabe hablar de ningún modo de relación causal entre lo físico y lo mental; la mente y el cuerpo son dos ámbitos de fenómenos que no inte- ractúan, que no se afectan en absoluto. Los fenómenos físicos y los fenó- menos mentales transcurren siempre de forma paralela, sin converger jamás, sin traspasar nunca la acción de cada cual su ámbito propio. Este paralelismo entre lo físico y lo mental implica el hecho de que para cada fenómeno mental hay siempre un fenómeno físico que le corresponde (su correlato físico en el cerebro); lo inverso, empero, no es verdadero, pues hay muchos fenómenos físicos (como la digestión del alimento, la respi- ración o la circulación de la sangre, por ejemplo) para los que se carece de correlato mental. Así, pues, cuando se dan ciertos fenómenos físicos de naturaleza alta- mente específica, a saber, fenómenos en la corteza cerebral, entonces se producen determinados fenómenos mentales que invariablemente acom- pañan a aquéllos. Mas lo físico no causa lo mental; lo que hay es una correlación de uno a uno entre ambos tipos de fenómenos. De igual modo, tampoco lo mental causa lo físico; consideremos, por ejemplo, esta secuencia de fenómenos: en el coche, al volante, nos damos cuenta de que la luz del semáforo ha cambiado (fenómeno mental). Este suceso va acompañado invariablemente de ciertos cambios en el cerebro (fenómeno físico). El hecho de darnos cuenta del cambio de luz en el semáforo nos lleva a la decisión (fenómeno mental) de movernos. Los cambios en el cerebro que acompañaron a nuestra conciencia de la nueva luz del semá- foro inician las operaciones musculares necesarias para poner en marcha el auto. Estos fenómenos están tan sincronizados, que parece que la mente y el cuerpo interactúan, mas ello es una ilusión. Los fenómenos ocurren paralelamente merced a una especie de armonía preestablecida, como es el caso de dos relojes sincronizados que marcan constantemente la misma hora sin afectarse empero el uno al otro, porque previamente han sido pro- gramados para hacerlo. Un equipo de remo –escribe Keith Campbell– ilustra la misma idea. Si no supiésemos nada sobre remo y estuviésemos observando a los remeros a cier- ta distancia, el movimiento de los remos sugeriría casi indudablemente una Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 347
  • 10. asociación causal de cada remero con el que le sigue. Los remos se mueven paralelamente, aceleran y desaceleran al mismo tiempo, como si estuvieran unidos por varas y así interactuaran. Sin embargo, esta aparente asociación causal es engañosa. Los remeros actúan en forma individual. Su aparente asociación surge de una armonía preestablecida originada por el entendi- miento3. Fijemos aún más lo que sostiene el paralelismo con el siguiente análi- sis. Supongamos el fenómeno mental “acto volitivo de mover las piernas” y el fenómeno físico “mover efectivamente las piernas”. Para el paralelis- ta, el primer fenómeno no puede ser nunca, en sentido estricto, causa del segundo. A su juicio, el movimiento de las piernas es el último eslabón de una cadena causal de fenómenos físicos cuyo origen se halla en el cere- bro. Denominemos a tal fenómeno físico último F20. M1 será el acto voli- tivo en cuestión y F1, su correlato físico en el cerebro. F1, fenómeno físi- co cerebral, se halla en la cadena causal de fenómenos que conducen a F20 y sin él, por tanto, éste no habría ocurrido. M1, a su vez, no se encuentra en esta cadena causal, pero F1 es, por así decir, su representan- te en tal cadena. Sólo en virtud de F1 es causado en el mundo un efecto (F20: mover las piernas). No obstante, M1 es esencial al proceso: F20 no habría ocurrido sin M1, exactamente igual que no habría ocurrido sin F1. En otras palabras, M1 es tan condición necesaria y suficiente de F20 como lo es F1; ninguna casa, en efecto, se edificó nunca, ningún libro se escri- bió jamás sin que se diesen fenómenos mentales. El paralelista no niega esto, sólo insiste en que lo que hizo la obra real en el mundo físico (edifi- car una casa, escribir un libro) nunca fue el fenómeno mental mismo sino su representante en el mundo físico: no M1 sino F1. Ahora bien, siendo esto así, ¿cuál es la diferencia entre afirmar que M1 es una condición necesaria y suficiente pero no una causa, como hace el paralelista, y sostener, como abiertamente hace el interaccionista, que es una causa o, al menos, un factor causal del hecho de que ocurra F20? No parece haber ninguna. En efecto, si M1 ocurre siempre antes que F20, y F20 no ocurre nunca sin M1, ¿no es M1 tan causa de F20 como lo es F1?, ¿no es, pues, la diferencia entre paralelismo e interaccionismo tan Ismael Martínez Liébana348 3 Keith CAMPBELL, Cuerpo y mente, Trad. esp. de Susana Marín, Ed. Universidad Autónoma de Méjico, Méjico, 1987, p. 54.
  • 11. sólo una diferencia terminológica, de lenguaje? ¿No emplea uno (el inte- raccionismo) el término “causa” para expresar lo mismo que el otro (el paralelismo) designa con la expresión “condición necesaria y suficiente”? La primera formulación explícita del paralelismo psicofísico la halla- mos en Leibniz, quien habló con frecuencia en sus escritos de una armonía preestablecida, expresión que utilizó por vez primera en una res- puesta a Foucher, filósofo coetáneo, publicada en el Journal des savants, el 9 de abril de 1696 (“Eclaircissement du nouveau systéme de la com- munication des substances pour servir de réponse á ce qui en est dit dans le journal du 12 septembre 1695”4). El término “preestablecida” estaba destinado a poner de relieve lo que Leibniz había ya manifestado en el “Systéme nouveau de la Nature et de la communication des substances, aussi bien que de l’union qu’il y a entre l’ame et le corps”5, esto es, que contra quienes sostienen que hay entre las sustancias corporales y espiri- tuales una interacción directa e inmediata por influencia mutua, la hipóte- sis de las concordancias o correspondencias previas entre ellas es la más razonable y congruente con el orden del universo y la perfección divina. Según esto, Dios ha hecho desde el principio a cada una de estas dos sus- tancias, alma y cuerpo, de tal naturaleza, que siguiendo sólo sus propias leyes, recibidas con su ser respectivo, concuerda sin embargo enteramen- te con la otra. Finalmente, una forma especial de paralelismo psicofísico que se dio durante los siglos XVII y XVIII y que pretendía también resolver el pro- blema planteado por el dualismo cartesiano fue el llamado ocasionalismo. Según éste, cuyos máximos representantes fueron Arnold Geulinecx (1624-1669) y Nicolás Malebranche (1638-1715), no cabe hablar propia- mente de interacción entre cuerpo y mente. El verdadero agente causal de los intercambios es Dios. Lo que se llama causa es más bien una ocasión para que éste intervenga y haga posible la influencia recíproca. Así, por ejemplo, cuando yo quiero mover el brazo y de hecho lo muevo, mi voli- ción no es propiamente la causa de este movimiento (no puede serlo, dado que no cabe interacción entre lo pensante y lo extenso); mi volición es tan sólo la ocasión para que la única causa eficiente realmente existente (la Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 349 4 Cf. LEIBNIZ, Philosophische Schriften, Ed. C. J. Gerhardt, 7 vols., Berlín, 1875- 1890, reimpresión 1960-1961, IV, 493-500. 5 Cf. LEIBNIZ, O. c., Gerhardt, IV, 477-487.
  • 12. voluntad divina) actúe y haga posible el movimiento efectivo de mi brazo. Análogamente, cuando mi pie es dañado por una espina y yo siento dolor, la espina dañando mi pie no es estrictamente hablando la causa de mi dolor (no puede serlo por idéntica razón), es tan sólo la ocasión para que Dios actúe directamente sobre mi mente y cause en mí el dolor que sien- to. 2.3. El epifenomenismo Una tercera posición ante el problema que nos ocupa es el llamado epifenomenismo. Un epifenómeno es un perifenómeno, esto es, un sobre- fenómeno o fenómeno sobrante, un fenómeno concomitante, subalterno y derivado de un fenómeno primario, principal, propiamente real. Epifenómeno es, por ejemplo, el ruido que emite el motor de un coche cuando circula por la autopista. El fenómeno es propiamente la circula- ción del coche; el ruido es tan sólo un subproducto, un fenómeno secun- dario y derivado de ella. En principio, podría fabricarse un coche que no emitiese ruido alguno o cuyo ruido fuera imperceptible. Tendríamos entonces el fenómeno real (la circulación o desplazamiento del coche) sin su epifenómeno concomitante (el ruido del motor). Según el epifenomenismo, la mente no es sino un epifenómeno del cuerpo. Su relación con éste es idéntica a la relación del ruido del motor con la circulación del coche o a la que se da entre el humo y la locomoto- ra de carbón o a la existente entre la sombra y la persona que se mueve. Así, para el epifenomenismo, el cuerpo tiene influencia causal sobre la mente, pero no a la inversa; se trata propiamente de una relación causal en una sola dirección. De la misma manera que los movimientos de la per- sona causan los de su sombra o que el desplazamiento de la locomotora produce la emisión de humo, pero no a la inversa, el comportamiento neu- rofisiológico del cerebro trae como consecuencia la aparición de fenóme- nos mentales o de conciencia, mas éstos en ningún caso son los causantes de aquél. Para los epifenomenistas de fines del pasado siglo, como W. K. Clifford (1845-1879), la noción de conciencia ha de ser eliminada del dis- curso científico y filosófico, dado que carece de todo contenido fenomé- nico real. La tesis fenomenista, especie de interaccionismo mitigado, parece combinar las dificultades ya examinadas en los dos puntos de vista ante- Ismael Martínez Liébana350
  • 13. riores. En efecto, cualesquiera razones que se puedan aportar para soste- ner que lo físico causa lo mental, también valdrán como buenas para afir- mar, a la inversa, que lo mental causa lo físico, como en el caso de las voliciones, que causan movimientos corporales. ¿Por qué lo físico sí puede ser causa de lo mental y sin embargo esto no puede serlo de aque- llo? Parece que los hechos confirman tanto lo uno como lo otro. Por otra parte, cualesquiera argumentos que puedan alegarse en contra de la afir- mación de que lo mental causa lo físico (principalmente inconmensurabi- lidad de ambos ámbitos), también podrán aportarse en contra de la tesis de que lo físico causa lo mental. Por tanto, parece que el epifenomenismo está irremisiblemente condenado a retrotraerse en última instancia ya al interaccionismo, ya al paralelismo, no pudiendo así mantenerse como posición autónoma e independiente. El epifenomenismo proscribe a la mente de lo real. En el mundo, sólo lo físico, sólo lo material tiene verdaderamente cabida. Lo mental es meramente un desecho, un subproducto de lo físico; lo que, sin duda, hace de la tesis epifenomenista una posición próxima al reduccionismo mate- rialista. Careciendo así la mente de operatividad e influencia real deter- minante, podemos perfectamente concebir el mundo en que vivimos sin actividad mental de ningún tipo. Mas, ¿es esto cierto?, ¿es realmente con- cebible nuestro mundo, el curso completo de sus eventos y acontecimien- tos sin una actividad mental superior? ¿Cómo, sin esa actividad mental, podrían haberse construido ciudades enteras, haberse escrito libros mara- villosos como la Crítica de la razón pura, haberse levantado catedrales góticas y románicas o compuesto sinfonías inmortales como las de Mozart o Beethoven? Si algún hecho de la realidad es obvio, es que el mundo es diferente porque existen mentes con capacidad causal. Ahora bien, el epi- fenomenista está dispuesto a admitir esto a condición de que se reinter- prete lo que se afirma. En efecto, de la misma manera que el movimiento de una persona andando tiene igualmente lugar en un día nublado aunque no produzca sombra, la actividad sumamente compleja de las células cere- brales es causa de que en el mundo haya ciudades, libros, catedrales y sin- fonías, sin ser preciso para nada eso que se llama mente o conciencia. Mas, el epifenomenista, cuando afirma esto, ¿en qué se basa?, ¿puede pro- bar de alguna manera su tesis? Tendría para ello que idear y fabricar cere- bros sin conciencia, actividad neurofisiológica sin esa capacidad reflexi- va o de autoconciencia, que es lo que propiamente constituye lo mental y Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 351
  • 14. que nosotros consideramos como causalmente activo e indispensable para producir ciertos efectos en el mundo (ciudades, libros, catedrales o sin- fonías, por ejemplo). Parece, pues, que el epifenomenismo o es inconse- cuente al defender una relación antisimétrica entre lo físico y lo mental (relación que, por diferentes razones, ni interaccionismo ni paralelismo están dispuestos a admitir), o no se compadece en absoluto con los hechos más palmarios y evidentes, hechos que demuestran inequívocamente la influencia causal determinante de los procesos mentales o de conciencia en el mundo físico. 2.4. La teoría del doble aspecto Por último, hay quienes sostienen que los fenómenos físicos y los fenómenos mentales son tan sólo dos diferentes aspectos de una misma realidad subyacente. Lo físico y lo mental, por tanto, no son ya ámbitos de fenómenos separados, radicalmente contrapuestos. De este modo, el problema de su relación y comunicación propiamente no existe; ambos son de la misma naturaleza, de idéntica índole. Según esto, lo físico y lo mental se relacionan entre sí como, por ejem- plo, se vinculan entre sí los contenidos táctiles y visuales relativos a esta mesa. La suavidad, dureza, resistencia y frialdad, por una parte, y la forma, tamaño y color, por otra, son dos ámbitos diferentes de sensacio- nes, dos diferentes aspectos o perspectivas de una misma y única realidad: esta mesa. De la misma manera que estos contenidos táctiles y visuales son dos diferentes tipos de propiedades o atributos de la mesa (no plante- ando, por tanto, problema alguno la relación o comunicación entre ambos), los fenómenos físicos y los fenómenos mentales se conjugan, relacionan y armonizan entre sí sin dificultad ninguna. Spinoza mantiene esta teoría en su Ética. A su juicio, en efecto, cuer- po y alma son, respectivamente, dos modos finitos de dos de los infinitos atributos de la esencia divina: la extensión y el pensamiento. Con Spinoza se quiebra por completo el radical dualismo que Descartes había propug- nado. Cuerpo y alma no son ya dos sustancias separadas con atributos irreconciliables; son tan sólo dos modos, dos accidentes de una misma sustancia o realidad, la única existente, realidad infinita, eterna, incon- mensurable: Dios. La teoría del doble aspecto se encuentra también en diversos autores positivistas de fines del pasado siglo, como Ernst Mach, Ismael Martínez Liébana352
  • 15. Richard Avenarius, Wilhelm Schuppe o Richard Schubert Soldern. En los primeros desarrollos del pensamiento de Bertrand Russell podemos hallar igualmente elementos significativos de esta teoría. La principal dificultad que plantea la teoría del doble aspecto, al menos tal como se presenta en Spinoza, es que de la sustancia subyacen- te de la que lo físico y lo mental son meramente modos o accidentes, pro- piamente nada sabemos; tal sustancia, en efecto, por divina e inconmen- surable, es manifiestamente incognoscible. Resolvemos, pues, el proble- ma de la relación entre lo físico y lo mental planteando un nuevo proble- ma, sin duda más difícil, misterioso y enigmático. Por otra parte, hacer de lo físico y lo mental simples propiedades o atributos de una misma reali- dad es indudablemente desvirtuar y desdibujar la autonomía y singulari- dad de cada uno de esos dos ámbitos que, según la caracterización que de ellos hemos hecho en la sección anterior, se nos han revelado como radi- calmente contrapuestos y, por ende, absolutamente irreductibles el uno al otro. 3. El yo y la identidad personal Hasta ahora, hemos considerado y distinguido dos tipos de fenómenos (los físicos y los mentales) que, aunque estrechamente relacionados entre sí, se nos han revelado empero como radicalmente contrapuestos. Tales fenómenos se suceden unos a otros como se suceden las acciones de los personajes de un drama en un escenario. Ahora bien, así como las accio- nes del drama tienen espectador (el asistente a la representación teatral), cabe preguntar análogamente por el espectador de los fenómenos físicos y de los fenómenos mentales, esto es, cabe inquirir ahora por el sujeto a quien aparecen y de quien son fenómenos los fenómenos físicos y los fenómenos mentales. Cuando, por ejemplo, afirmo que yo oigo el sonido que produce la máquina de escribir o que yo quiero mover las piernas o que a mí me duele el pinchazo en el pie, ¿quién o qué es ese yo, sujeto insoslayable del sonido, del acto volitivo y del dolor?, ¿en qué consiste ese yo a quien aparecen últimamente todos estos fenómenos? Y todavía más: ¿qué es lo que hace que yo me reconozca como el mismo cuando oigo el sonido, cuando quiero mover las piernas y cuando me duele el pin- chazo? Tales preguntas plantean dos nuevos problemas, estrechamente Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 353
  • 16. vinculados entre sí, de los que sucintamente nos ocuparemos en esta sec- ción: el problema del yo y el problema de la identidad personal. En primer lugar, consideremos las siguientes proposiciones: “yo cami- no”, “yo como”, “yo me levanto”. Caminar, comer y levantarse son accio- nes claramente corporales: para ejecutarlas, se precisa de un cuerpo, sin él serían de todo punto imposibles. En este sentido, parece que el yo de tales proposiciones presenta un carácter corporal, que el yo así entendido es primariamente cuerpo. Mas ¿qué es ser un cuerpo en este sentido, esto es, un cuerpo identificable de algún modo con el yo? Ante todo, este mi cuerpo (el que come, el que se levanta, el que cami- na) es un objeto físico, como lo es la silla en que me siento, la mesa sobre la que escribo o el árbol que veo a través del ventanal. Ocupa un cierto espacio, posee una determinada masa, pesa. Los objetos físicos (por tanto, también mi cuerpo) son conjuntos de moléculas y de átomos; únicamen- te, mi cuerpo, como organismo que es, se halla constituido por moléculas orgánicas. ¿Qué distingue a mi cuerpo de todos los demás cuerpos del mundo? Al menos, estos rasgos: En primer lugar, es el único cuerpo del que no puedo separarme. Yo puedo alejarme de esta mesa, de la silla y del arma- rio y no volver a tener trato con ellos. De mi cuerpo, empero, no puedo prescindir, no puedo despedirme, ausentarme de él; estoy ligado a él por estrechas ataduras: desde que me levanto hasta que me acuesto, en el sueño y en la vigilia. Es mi compañero inseparable: en el placer y en el dolor, en el triunfo y en el fracaso, en la fatiga y en el reposo. Ya Descartes, el mentalista Descartes, subraya esta inseparabilidad de yo y cuerpo en los siguientes términos: Me enseña también la naturaleza, mediante esas sensaciones de dolor, ham- bre, sed, etcétera, que yo no sólo estoy en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino que estoy tan íntimamente unido y como mezclado con él, que es como si formásemos una sola cosa. Pues si ello no fuera así, no sentiría yo dolor cuando mi cuerpo está herido, pues no soy sino una cosa que piensa, y percibiría esa herida con el solo entendimiento, como un piloto percibe, por medio de la vista, que algo se rompe en su nave; y cuando mi cuerpo necesita beber o comer, lo entendería yo sin más, no avisándome de ello sen- saciones confusas de hambre y sed.6 Ismael Martínez Liébana354 6 DESCARTES, Meditaciones metafísicas, VI. Trad. esp. de Vidal Peña, Ed. Alfaguara, Madrid, 1977, p. 68. El subrayado es nuestro.
  • 17. En segundo lugar, mi cuerpo es el único que puedo controlar directa- mente. En efecto, si decido levantar mi brazo, mi brazo se levanta; si deci- do caminar, mis piernas comienzan a moverse; si decido tumbarme en la cama, hago que mi cuerpo se extienda sobre ella. No puedo manejar pare- jamente ningún otro cuerpo de mi entorno: la silla es cambiada de lugar sólo por la mediación de mis manos y brazos; la silla, a diferencia de mi cuerpo, no obedece directamente mis órdenes, no se desplaza sin más, simplemente porque yo lo decida. Yo soy dueño de los actos y movi- mientos de mi cuerpo (en condiciones normales), mas no de los movi- mientos del resto de cuerpos que me circundan. No obstante, mi influen- cia sobre éstos sólo es posible a través de mi cuerpo, que constituye así la condición de posibilidad de mi inserción en el mundo y de mi relación con él. En tercer lugar, mi cuerpo es el único del que puedo tener sensaciones orgánicas y cinestésicas. De los otros cuerpos puedo adquirir, por ejem- plo, sensaciones visuales y táctiles, mas sólo del mío puedo tener las sen- saciones de arriba y abajo, de derecha e izquierda, de posición erecta, sen- tada y tumbada, etcétera. Todas éstas son sensaciones internas que única- mente mi cuerpo puede proporcionarme. Finalmente, a diferencia de otros cuerpos, al mío sólo puedo verlo desde ciertas perspectivas. Así, a no ser en un espejo, no puedo verme mi cara, tampoco mi nuca ni mi espalda. Hay, pues, ciertas partes de mi cuer- po que, aunque compañeras inseparables de mí, jamás serán vistas por mis ojos. Ahora bien, ¿soy yo acaso mi cuerpo?, ¿me identifico propiamente con él? Las mismas expresiones (implícitas en los ejemplos anteriores) “mi cuerpo” o “poseo un cuerpo”, parecen ya deslindar claramente el yo que soy del cuerpo que poseo o me pertenece. Parece, en efecto, como pensaba Descartes, que mi cuerpo, aunque íntima, estrechamente relacio- nado con mi yo, con lo que yo soy, no lo constituye empero propiamente. Según esto, yo sería algo otro que mi cuerpo, aun reconociendo que éste me afecta e influye en lo que yo verdaderamente soy, a veces, de forma decisiva y absolutamente determinante. Además, estoy persuadido de que si una parte de mi cuerpo fuera amputada, yo seguiría no obstante siendo el mismo. Incluso si la mayoría de partes que constituyen mi cuerpo me fuesen arrancadas, pienso que yo no dejaría de ser por ello el que era antes de la amputación masiva. Por otra parte, sabemos bien que nuestro cuer- Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 355
  • 18. po se halla sometido a constante cambio y transformación desde el momento mismo del nacimiento; nuestras células se regeneran en su tota- lidad cada cierto tiempo, haciendo que, por ejemplo, yo no tenga ya nada que ver, en esta mi edad madura, con aquel niño de tres años cuya foto- grafía ahora contemplo: sus rasgos faciales, su mirada, su cabello, su esta- tura, su complexión..., en nada se asemejan a mi imagen corporal actual. Sin embargo, aquel niño de tres años y yo somos el mismo: yo puedo recordar, aunque vagamente, algunos hechos que se remontan a esa edad temprana. Y si, en un cierto sentido, aquel niño de tres años y yo somos el mismo individuo, siendo empero nuestros respectivos cuerpos muy dife- rentes entre sí, ello quiere decir sin duda que la yoidad, la índole de yo que nos define a uno y a otro, es dependiente y derivada de un factor ajeno a lo estrictamente corporal. ¿Qué soy yo entonces propiamente si no soy un cuerpo? ¿Soy tal vez una mente? Mas, ante todo, ¿qué es ser una mente? Descartes pensaba que la mente, entidad privativa únicamente de los seres racionales, era una cosa o sustancia, un tipo de ser que, gozando de autonomía e indepen- dencia con respecto a cualquier otro (ésa era para él la cualidad propia de lo sustancial), exhibía el atributo esencial del pensamiento. Como él mismo nos dice: ...Y aquí sí hallo que el pensamiento es un atributo que me pertenece, siendo el único que no puede separarse de mí. Yo soy, yo existo; eso es cierto, pero ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que estoy pensando: pues quizá ocurriese que, si yo dejara de pensar, cesaría al mismo tiempo de existir. No admito ahora nada que no sea necesariamente verdadero: así, pues, hablando con precisión, no soy más que una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón, términos cuyo significado me era antes descono- cido. Soy, entonces, una cosa verdadera, y verdaderamente existente. Mas ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa.7 ¿Qué entiende Descartes por pensamiento o pensar? Para él, el pen- samiento es el ámbito de los fenómenos mentales, el ámbito de lo psíqui- co, de la conciencia. Pensar es, pues, a su juicio, tanto razonar e imaginar como desear y amar; tanto recordar y sentir como alegrarse o deprimirse. Ismael Martínez Liébana356 7 DESCARTES, O. c., II; pp. 25-26.
  • 19. En suma, todo aquello de lo que somos inmediatamente conscientes, eso es para él pensamiento. ¿Qué es una cosa que piensa? –se pregunta–. Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina tam- bién, y que siente.8 Y en Los principios de la filosofía precisa y amplía aún más su con- cepción al respecto: Mediante la palabra “pensar” entiendo todo aquello que acontece en noso- tros de tal forma que nos apercibimos inmediatamente de ello; así pues, no sólo entender, querer, imaginar, sino también sentir es considerado aquí lo mismo que pensar. Pues si dijera que veo o que camino, e infiriera de ello que yo soy; en el caso de que entendiera al decir tal que hablo de la acción que se realiza con mis ojos o con mis piernas, esta conclusión no es infalible en modo tal como para que no tenga algún motivo para dudar de ella, pues- to que puede suceder que piense ver o que piense caminar aunque no abra los ojos y aunque no abandone mi puesto; es así, pues esto es lo que aconte- ce en algunas ocasiones mientras duermo y lo mismo podría llegar a suce- der si no tuviera cuerpo. Pero si, por el contrario, solamente me refiero a la acción de mi pensamiento, o bien de la sensación, es decir, al conocimiento que hay en mí, en virtud del cual me parece que veo o que camino, esta misma conclusión es tan absolutamente verdadera que no puedo dudar de ella, puesto que se refiere al alma y sólo ella posee la facultad de sentir o de pensar, cualquiera que sea la forma.9 El yo, pues, es una mente, y la mente es pensamiento. Ahora bien, mientras los pensamientos (concepciones, imaginaciones, sensaciones, voliciones, afectos, etcétera.) son cambiantes, mudables, se suceden unos a otros de forma ininterrumpida, el yo, empero, es algo constante, perma- nente, invariable. Como sabemos, Descartes, al igual que Platón, pensaba que ese algo era una sustancia, un sustrato subyacente que confería uni- dad e integridad a la serie plural y diversa de modos o accidentes de con- ciencia de él dependientes. El yo, por tanto, no se identificaba, según Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 357 8 DESCARTES, Ibidem. 9 DESCARTES, Los principios de la filosofía, I, 9. Trad. esp. de Guillermo Quintás, Ed. Alianza editorial, Madrid, 1995, pp. 26-27.
  • 20. ellos, con sus modos o atributos; era, por el contrario, algo otro que sus cualidades o modificaciones, algo allende sus meras manifestaciones psí- quicas o conscientes. En este sentido, Thomas Reid (1710-1796), filósofo escocés coetáneo de Hume, poniendo en estrecha relación el yo y la iden- tidad personal, escribe: Mi identidad personal implica la existencia continuada de aquella cosa indi- visible que llamo yo. Sea lo que fuere este yo, es algo que piensa, delibera, resuelve, actúa y sufre. Mis pensamientos, acciones y sentimientos cambian a cada instante; no tienen una existencia continuada, sino sucesiva; pero el yo, a quien pertenecen, es permanente, y tiene la misma relación con todos los sucesivos pensamientos, acciones y sentimientos que llamo míos. Tales son las nociones que tengo de mi identidad personal.10 Así, pues, con independencia de que sustentemos o no una teoría sus- tancialista del yo como mente11 (como de hecho hicieron Platón y Descartes, para quienes el yo era ante todo un sustrato mental, alojado transitoriamente en un sustrato corporal12), lo que sí parece razonable es la hipótesis de la neta distinción entre yo y fenómenos mentales, entre un algo (sea lo que fuere) que aglutina y da coherencia e integridad a la serie sucesiva de experiencias psíquicas de toda índole y tales experiencias psí- quicas; en definitiva, parece razonable distinguir entre un centro de con- ciencia, por un lado, y sus manifestaciones plurales y diversas, por otro. No obstante, David Hume es citado a menudo como ejemplo prototípico de filósofo que se opone acerbamente a la tesis del yo como algo más que sus simples manifestaciones conscientes, como algo más que subyace uni- tariamente a la pluralidad y diversidad de sus fenómenos explícitos. Como él mismo nos dice: Ismael Martínez Liébana358 10 Thomas REID, Essays on the intellectual powers of man, ensayo III, cap. IV. 11 Para Aristóteles y la tradición aristotélica, el alma no es una sustancia indepen- diente del cuerpo. El hombre, según esta tradición, es un compuesto hilemórfico unitario, en el que el alma se comporta como forma y el cuerpo como materia; y puesto que ningu- na forma puede darse en la naturaleza sin su correspondiente materia, el alma es inconce- bible sin el cuerpo, al que informa vivificándolo. Así, en expresión aristotélica, el alma es por esencia sómatos tí, “algo del cuerpo”. 12 Recordemos la expresión platónica del “cuerpo-prisión” (sóma-séma) del alma.
  • 21. En lo que a mí respecta, siempre que penetro más íntimamente en lo que llamo mí mismo tropiezo en todo momento con una u otra percepción parti- cular, sea de calor o frío, de luz o sombra, de amor u odio, de dolor o pla- cer. Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso sin una percepción, y nunca puedo observar otra cosa que la percepción. Cuando mis percep- ciones son suprimidas durante algún tiempo: en un sueño profundo, por ejemplo, durante todo ese tiempo no me doy cuenta de mí mismo, y puede decirse que verdaderamente no existo. Y si todas mis percepciones fueran suprimidas por la mente y ya no pudiera pensar, sentir, ver, amar u odiar tras la descomposición de mi cuerpo, mi yo resultaría completamente aniquilado, de modo que no puedo concebir qué más haga falta para convertirme en una perfecta nada. E inmediatamente después, deja sentada su tesis al respecto de una manera absolutamente explícita: Pero dejando a un lado a algunos metafísicos de esta clase, puedo aventu- rarme a afirmar que todos los demás seres humanos no son sino un haz o colección de percepciones diferentes, que se suceden entre sí con rapidez inconcebible y están en un perpetuo flujo y movimiento.13 Hume rechaza así la idea de un yo-sustancia. Para él, el yo no es más que un haz de percepciones, una serie ininterrumpida de experiencias o estados de conciencia. Tras este haz o serie no hay un algo subyacente del que puedan predicarse las experiencias o estados de conciencia en cues- tión: el yo se agota en la serie de percepciones o experiencias y ésta es todo lo que podemos concebir como yo. Ahora bien, cabe plantear a la teoría de Hume algunas objeciones importantes: En primer lugar, no es fácilmente concebible cómo pueda haber esta- dos de conciencia (pensamientos, sentimientos, voliciones) sin un algo subyacente considerado como poseedor de tales estados de conciencia. Ningún pensamiento, parece, ocurre sin que haya un pensador correlati- vo, ninguna volición, sin que haya un volente, etcétera. Los estados de conciencia no pueden darse por sí, autónomamente, debe haber un algo en que radiquen, un yo-poseedor de los mismos. Mi deseo de escribir, por Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 359 13 David HUME, Tratado de la naturaleza humana, libro I, parte IV, sección VI. Trad. esp. de Félix Duque, Ed. Tecnos, Madrid, 1988, pp. 355-356.
  • 22. ejemplo, ¿no se da, acaso, en un algo (yo) que desea? Y el sonido del motor que oigo, ¿no me pertenece a mí que lo oigo?, ¿no soy yo acaso su poseedor? En segundo lugar, hay con toda seguridad una radical y absoluta dife- rencia entre mis estados de conciencia y los estados de conciencia de usted. Ahora bien, si el yo es meramente un haz de estados de conciencia, ¿cómo se distinguen los componentes de un haz de los componentes del otro? ¿Qué hace mío este estado de conciencia que ahora tengo (el dolor de cabeza que me aqueja) y suyo el que usted tiene (su aburrimiento al escucharme)? Así, si la tesis del propietario o poseedor (del yo) es aban- donada, ¿cuál es el principio de individuación por medio del cual es posi- ble asignar a cada haz o colección sus estados de conciencia respectivos? ¿Por qué, en efecto, se me asigna a mí el dolor y no a usted, y, en cambio, se le asigna a usted el aburrimiento y no a mí? ¿No será, precisamente, porque el dolor es mío (yo soy su propietario) y, en cambio, el aburri- miento es suyo (usted es quien lo posee)? En tercer lugar, el propio análisis de Hume parece ser autocontradic- torio. En efecto, en el intento de demostración de su tesis, ¿no se halla acaso implícito un yo (el de Hume) que pretende demostrar la tesis del haz o colección? ¿No supone Hume tácitamente (su propio yo) lo que expre- samente rechaza con su teoría? O, dicho en otro giro, para mantener la tesis que mantiene (la tesis de la disolución del yo), ¿no se hace preciso postular un yo constante e idéntico (el propio yo de Hume), que elabore y enuncie tal tesis? Finalmente, podríamos preguntar todavía si es siquiera verdad que no soy consciente de mí mismo como entidad continua e idéntica, más allá de los estados sucesivos de conciencia. Así, cuando tengo una experien- cia, por ejemplo, un sentimiento de afecto, ¿soy consciente sólo de esa experiencia o también simultáneamente de mi yo, como tenedor o posee- dor de la experiencia en cuestión? Parece claro por intuición interna que, en contra de lo que sustenta Hume, yo no aprehendo ese estado de con- ciencia meramente como un estado de conciencia sino más bien como mi estado de conciencia. En cada pensamiento, sentimiento o volición mi yo se autorrevela, se hace explícito para sí. Cuando quiero algo, no sólo soy consciente de un acto de volición aislado: en tal acto aparece como sol- dado, impreso, el yo (mi yo), del que tal acto de volición es acto. ¿No es acaso ésta la tesis de Descartes en la segunda meditación, cuando llega al Ismael Martínez Liébana360
  • 23. descubrimiento de la primera verdad, la verdad del cogito? Sin duda: él llega al establecimiento de la existencia del yo sobre la base de la consta- tación de sus estados de conciencia; “pienso, luego existo” no es más que esto: en cada acto de pensamiento, en cada dato inmediato de la concien- cia, se revela inequívoca e irrefragablemente el yo poseedor de tal pensa- miento. El yo surge así para la conciencia en común alumbramiento con sus estados íntimos (cogniciones, sentimientos, voliciones). Según lo expuesto hasta aquí, el yo se nos ha revelado ante todo como algo psíquico, mental. Así, yo soy más mis estados de conciencia (mis pensamientos, mis deseos y mis afectos, por ejemplo) que el color de mis ojos, el timbre de mi voz o la complexión de mi cuerpo. Ahora bien, ¿qué es lo que hace que ese mi yo, a pesar de la pluralidad y heterogeneidad de sus estados de conciencia, sea, no obstante, el mismo e idéntico yo? Para los racionalistas clásicos, como Platón o Descartes, tal identidad venía determinada por la identidad de sustancia pensante que definía al yo. El yo era el mismo a pesar de los continuos cambios y transformaciones de sus estados de conciencia, porque siempre permanecía subyacente un sus- trato anímico unitario e invariable. En cambio, para algunos empiristas, como Locke, la identidad perso- nal o del yo radicaba propiamente en un mismo tener conciencia, con independencia de si ese tener conciencia era atributo de una misma sus- tancia inmaterial o de varias. Según esto, una persona (un ser racional) es la misma, idéntica hoy que hace treinta años, no porque, a pesar del tiem- po transcurrido su cuerpo conserve algunos atributos comunes o porque sus gustos, deseos y sentimientos sigan siendo más o menos los mismos, sino porque tiene conciencia de ser entonces y ahora el mismo, porque se reconoce ahora en hechos que le acontecieron entonces. Así, la memoria desempeña en esta concepción un papel fundamental: es por ella por la que somos conscientes de que nuestro pasado es nuestro y por la que nos reconocemos en cada acto ejecutado en él. De ahí que, al entender de Locke, sin la memoria no habría conciencia, y sin ésta se rompería la iden- tidad personal. La concepción de Locke sobre este punto es clara cuando escribe: Si yo hubiese tenido la misma conciencia de haber visto el Arca y el Diluvio de Noé, la misma conciencia que tengo de haber presenciado la inundación del Támesis del invierno pasado, o de la que tengo de estar escribiendo Mente y cuerpo: esbozo de análisis fenomenológico 361
  • 24. ahora, no podría poner en duda que yo, que escribo ahora y que vi la inun- dación del río Támesis el pasado invierno, y que contemplé la inundación del Diluvio Universal, soy el mismo sí mismo ahora, al igual que indudable- mente yo, que escribo esto, soy ahora, mientras lo hago, el mismo yo mismo que era ayer, con independencia de que esté formado o no de la misma sus- tancia material o inmaterial en mi totalidad. Pues realmente, en lo que se refiere a esta cuestión de ser el mismo sí mismo, es indiferente que en este momento el sí mismo esté formado de la misma sustancia o de otras, ya que cualquier acción que se realizó hace mil años, y que ha sido apropiada por mi conciencia como una acción mía, me es tan imputable como una acción que yo realizara hace un momento.14 Finalmente, otros autores, como Schopenhauer, ven la identidad per- sonal en el carácter individual. A su juicio, en efecto, cada individuo posee una genuina y peculiar contextura psíquica, una singular índole per- sonal, que permanece constante e invariable en lo esencial, a pesar de los cambios y transformaciones (superficiales, aparentes) que el individuo pueda experimentar a lo largo de su vida. Tal carácter, innato y cognosci- ble por experiencia, se halla constituido primariamente por elementos afectivos y volitivos. El individuo (cada individuo) es así ante todo un sin- gular impulso o esfuerzo, una peculiar voluntad. Según esto, lo que defi- ne a cada persona y la diferencia esencialmente del resto es su voluntad, su deseo de hacer y de vivir, su esfuerzo por vencer las resistencias que el entorno le opone a cada paso15. Ismael Martínez Liébana362 14 John LOCKE, Ensayo sobre el entendimiento humano, II, 27, 18. Trad. esp. de María Esmeralda García, Ed. Editora Nacional, Madrid, 1980, t. I, p. 501. 15 Cf. Arthur SCHOPENHAUER, El mundo como voluntad y representación, lib. IV y Sobre el libre albedrío