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EGON SCHIELE




EGON SCHIELE
 EN PRISIÓN
      Traducción:
    Jorge SEGOVIA




MALDOROR ediciones
La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada
      por los editores, viola derechos de copyright.
  Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

     Título de la edición original en lengua francesa:

                Egon Schiele en prison
            Éditions La fosse aux ours, 2003

              ©Primera edición: abril 2004

               © Traducción: Jorge Segovia

            Depósito legal: VG-138-2004
                ISBN: 84-933639-1-X
            MALDOROR ediciones, 2004
           maldoror_ediciones@hotmail.com
               www.maldororediciones.eu
EGON SCHIELE
  EN PRISIÓN
Prólogo




El 9 de mayo de 1912, cuando Egon Schiele me escribe desde
Viena a Torbole –en el lago di Garda– sufre un profundo senti -
miento de deterioro interior: “… como le digo, estoy acabado, ¡me
siento tan miserable! He pasado 24 días en prisión –¿estaba
usted al corriente?–. He sufrido de todo y en los próximos días le
escribiré sobre lo que me ha ocurrido”.
Las páginas que siguen traducen en palabras y en imágenes lo
que ha padecido durante esos 24 días. El tiempo transcurrido y
la muerte del artista han creado la distancia que permite esclare -
cer lo que aquel encierro de Schiele fue siempre en realidad: un
mal golpe que no consiguió su objetivo, cuyo origen fue el excesi -
vo celo de los guardianes de la moral, y el martirio doloroso de
un artista incomprendido en vida.
Schiele se vio obligado a moverse por caminos orillados de espe      -
sa maleza donde los prejuicios proliferaban como la mala hier        -
ba. Cuando disminuyó el riesgo, pronto aprendió, a sus expen         -
sas, que había otros paisajes equívocos, que tapices de flores pue   -
den cubrir muchas ciénagas. A la vida que Egon Schiele debió
compartir como ser humano con sus congéneres puede aplicarse
esta dura sentencia de la hermana Hedwige: “Como ser human o
que eres, contempla su vida de profunda miseria”.

                                                 Arthur Roessler
                                       9
10
Prisión de Neulengbach, 16 de abril de 1912



¡Al fin! ¡Al fin! ¡Al fin! ¡He aquí lo que aliviará un poco mis sufri-
mientos! Al fin papel, lápices, pinceles, colores, para escribir y
dibujar. ¡Qué tortura esas horas grises–grises, monótonas, infor-
mes, que se parecen todas, anodinas, confusas y vacías, conmina-
do a pasarlas desnudo, despojado de todo, como un animal, entre
estos muros desolados y fríos!
Alguien más débil interiormente se hubiese vuelto loco aquí, y –a
la larga– también yo, a fuerza de permanecer anonadado día tras
día; por eso, cuando fui arrancado con violencia de mi ámbito
creativo, para tratar de no caer en la verdadera locura, me puse a
pintar –con mi dedo tembloroso mojado en mi amarga saliva–,
paisajes y rostros en las paredes de la celda, sirviéndome de las
manchas de la argamasa; después observaba cómo secaban poco
a poco, se difuminaban y desaparecían en el fondo de las paredes,
como borrados por una mano invisible, poderosa y mágica.
Ahora, felizmente, dispongo de nuevo de material de dibujo y con
qué escribir; me han devuelto incluso la peligrosa navaja. Puedo
trabajar y soportar así lo que de otra manera sería insoportable.
Para conseguirlo, tuve que doblar la cerviz, me rebajé, hice una
petición, supliqué, mendigué y hubiese llorado si tuviera que
pagar ese precio. ¡Oh, Arte todopoderoso, qué no sería yo capaz
de soportar por ti!



                                          11
17 de abril de 1912



El 13. El 13. El 13. ¡Trece veces el trece de abril! Anteriormente,
el trece no me inspiraba ninguna aprensión supersticiosa, pero
he aquí que ahora el día decimotercero del mes se ha converti-
do en un día funesto. Fue el trece de abril de 1912 cuando me
arrestaron y pusieron entre rejas por decisión del tribunal del
distrito de Neulengbach.
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
No lo sé; mi pregunta no ha obtenido respuesta.
Las calles de Viena no retumban de gritos estridentes contra mi
encarcelamiento, porque nadie sabe aún que me han infligido
violencia, hecho desaparecer como a través de una trampilla. Por
lo demás, ¿gritaría alguien si se supiera? ¿Vendrían en mi
ayuda? Sí, quizá G.K., y A.R., pero los demás se esconderían
mezquinamente; en cuanto a T.F., se comportaría como un
jesuita, pondría un semblante impasible, alzaría los hombros y
se sentiría moralmente superior a ese otro que soy yo, y liberado
en su fuero interno de alguien que para él es un obstáculo.
¡En el infierno! No. No el Infierno con una gran “i” mayúscula.
En un infierno muy preciso, vil, abyecto, sucio, miserable y
humillante al que se me ha arrojado con presteza.




                                12
13
Polvo, telarañas, escupitajos,
                                  vaharadas de sudor, y también
                                  de lágrimas, han manchado la
                                  argamasa sarnosa que se res-
                                  quebraja. En el lugar donde el
                                  catre toca el muro, las man-
                                  chas son más numerosas y la
                                  cal está abrasada; trozos de
                                  ladrillos rojo sangre sobresa-
                                  len allí completamente lisos y
                                  brillan con un color graso,
                                  como pulidos. Ahora sé lo que
                                  es una fosa; todo recuerda aquí
a las mazmorras. La visión de esa puerta espesa, brutal, maciza,
con su enorme y sólida cerradura, que ni golpeándola con los
hombros o el pie podría hacer vacilar, la mirilla con la válvula, lo
que se llama el banco o catre armado a partir de toscas vigas
escuadradas, las viejas mantas hechas jirones –un caballo se
estremecería de horror si con ellas le cubriesen los lomos– que
extrañamente huelen a fenol o lisol y a sudor de hombres con
hedor a moho y lanas animales; cuando se toma conciencia de
todo eso, vivimos y revivimos todas las fosas de todos los tiem-
pos, esos pozos de horror cavados en el suelo de las antiguas for-
talezas, de los antiguos ayuntamientos, en los que se arrojaba o
se dejaba pudrir a los prisioneros.




                                 14
Sólo el botón del timbre eléctrico sobre la cabecera del camas-
tro desentona aquí, y hace alusión a los tiempos modernos. Y
por eso sé que no sueño, que no soy presa de visiones. No, no
sueño, vivo, sufro; a menos que la vida sólo sea un sueño donde
se castigan severamente las pesadillas.




                                    15
18 de abril de 1912



Estoy obligado a vivir entre mis propios excrementos, respiran-
do un aire sofocante, deletéreo.
Estoy sin afeitar, incluso no puedo lavarme como es debido. ¡Sin
embargo soy un ser humano!, y sigo siéndolo aunque sea un pri-
sionero: ¿nadie lo ha pensado?




El carc e l e ro ha entrado con su tintineo de llaves, ha
dejado un balde, una escoba y un cepillo en mi celda y
me ordenó fre gar el suelo. ¿Está eso permitido? Infa m e
ex i gencia. Y a pesar de todo me he alegrado: el simp l e
h e cho de estar activo es una bendición. Froté y fre g u é ,
l a vé y sequé con todas mis fuerzas.




                               16
Las rodillas, la columna vertebral y los brazos
aún están doloridos y los dedos magullados, las
uñas rotas. Esperaba el regreso del carcelero,
casi orgulloso de lo que había hecho, y pensé
que iría a felicitarme. Cuando apareció, obser-
vó el suelo, y, después, inmisericorde, lanzó
nauseabundos escupitajos en distintos lugares,
y gruñó: “¿Tú llamas a eso fregar? Está peor
que una porqueriza. Volverás a limpiarlo ahora
mismo, ¡pero esta vez más te conviene dejarlo
como una patena!” De nuevo fui a llenar un
balde de agua, grande y pesado, me puse de
rodillas y froté y froté. ¿Cómo puede un hom-
bre encontrar placer (¡ placer! – ¡destello divi-
no!) en humillar tanto a los otros? ¿De dónde
viene esa maldad? ¿Cómo puede ser posible tal
infamia? ¡Yo aún no estoy condenado! ¿Qué
derecho tienen entonces a castigarme? Aquí
nadie sabe si aún no seré inocente, y si lo soy
¿qué derecho les asiste para maltratarme? ¿Se
procede así con todos los preventivos? Estaría
bien meter en chirona un día a todos los dipu-
tados, así, visto y no visto, a fin de que esos
legisladores descerebrados sientan en su pro-
pia carne –puesto que carecen de alma– lo que
significa estar encarcelado.


                       17
19 de abril de 1912



Acabo de pintar el sitio donde duermo. En medio del gris
mugroso de las mantas, una naranja radiante que me trajo V., la
única emanación de luz en este espacio. Esa pequeña mancha de
color me procura una indecible sensación de bienestar.




                              18
20 de abril de 1912




He dibujado el corredor que pasa ante las celdas, con el barati-
llo que se ve tirado en los rincones, con los utensilios que utili-
zan los prisioneros para limpiar su celda. Bien. Eso me ha
devuelto un poco de equilibrio. Me siento purificado más que
castigado.




                                       19
21 de abril de 1912



Desde que puedo trabajar, el encierro se ha hecho un poco más
soportable. He dibujado el movimiento orgánico del cántaro de
agua y la rudimentaria silla, y he realzado el dibujo con algunas
manchas de color.




                               20
Igualmente, he pintado dos de mis pañuelos del mismo color
que la silla.




                                  21
22 de abril de 1912

Dios es eterno, y poco importa que el hombre le llame Buda,
Zoroastro, Osiris, Zeus o Cristo; e intemporal como Dios es lo
que hay de más divino después de él: el Arte. El Arte no puede
ser moderno; el Arte es eternal.



23 de abril de 1912



Echa tu mirada sobre mí, Padre Todopoderoso, Todopoderoso
hacedor, Altivo de ojos solares, Tú que estás aquí y en todas par-
tes a la vez, y piensa si Tú quieres tolerar esos tormentos abru-
madores y vergonzosos que se disponen a hacerme sufrir. Tus
rayos X han radiografiado mi alma, Tú lo sabes todo de mí, estoy
desnudo ante Ti, Tú me reconoces enteramente como Tu cria-
tura. En consecuencia: si yo tropiezo, es en Tus caminos, a causa
de Tu voluntad; pero ¿sufrir por Tu voluntad? ¿Estar encerrado
por Tu voluntad? ¿Es eso lo que me ocurre? ¿Tal vez durante un
instante has bajado los párpados y has cerrado los ojos, Tus ojos
azules mar y cielo llenos de bondad, ante el destello plateado de
Tus mundos y astros orbitales o ante la rueda luminosa de Tu sol
de oro fundido, olvidándome así en ese instante? Pudo haber
sido así, y por eso Te imploro: ¡escúchame, confíame Tu oído
que no está cerrado a nada!




                               22
24 de abril de 1912

No demasiado lejos de mí, lo bastante cerca para que
escuchara mi voz si yo gritase, instalado en su sala de
audiencias, está un hombre que es juez o quién sabe
qué, un hombre, pues, que se considera mejor que los
demás, que tiene estudios, que ha vivido en la ciudad,
ha frecuentado iglesias y museos, teatros y conciertos,
e incluso sin ninguna duda exposiciones de arte, que
cuenta, pues, entre las personas cultivadas, que ha leído
o cuando menos ha oído hablar de biografías de artistas
¡y ese hombre puede asumir que yo esté encerrado en
una jaula! Ha dejado que me pudra aquí durante horas,
durante días, y no se ocupa de mí en absoluto. ¿En qué
piensa? ¿Qué conciencia tiene ese hombre?
Quizá tenga preocupaciones, quizá sea distraído,
¿quizá me ha olvidado? Deberé tal vez permanecer
muchos meses en prisión; sí, quizá caiga enfermo aquí y
me muera antes de que sea aclarada mi inocencia.
Ninguna perspectiva de ayuda, ningún amigo está loca-
lizable. No puedo informar a nadie de mi situación. K.,
está en Attersee, R., está en el lago di Garda, y quién
sabe dónde se encuentran los demás.
Pero aunque incluso estuviesen en Viena, ninguno de
ellos podría venir a liberarme de inmediato en vista de
que me está prohibido escribir a quienquiera que sea.




                                          23
24
25 de abril de 1912



Ayer: súplicas –en voz baja, desalentadas, quejumbrosas–; gri-
tos –altos y fuertes, insistentes, suplicantes–; sollozos, gemi-
dos, desesperación, angustia, desesperación; para acabar, tum-
bado a lo largo, aplastado, con los miembros congelados, en
medio de trances mortales, inundado de sudores fríos: ¡perseve-
raré de buena gana por el Arte y por mi bienamada!



27 de abril de 1912



¿Qué haría en estos momentos si no tuviese el Arte? Qué terri-
bles han sido esas horas incomprendidas, brutalmente arranca-
do de sueños infinitos en los que no existe nada feo, solamente
cosas sorprendentes, y sentirse arrastrado con violencia a un
primitivismo brutal y absurdo al que le falta todo lo que puede
embellecerlo, pues podría ser energía y fuerza.
Amo la vida. Me gusta sumirme en las profundidades de todos
los seres vivos; pero aborrezco ese “tú debes” compulsivo, hos-
til, que me tiene cautivo y quiere forzarme a llevar una vida que
no es la mía, una vida empobrecida, funcional, útil, sin Arte y sin
Dios.




                                25
26
28 de abril de 1912

De todas mis amistades, la de A.R., es la más fuer-
te, la más pura, porque él me comprende hasta lo
más profundo, con su corazón. Comprendemos
cuando amamos, y siempre deberíamos amar
cuando comprendemos.

29 de abril de 1912

Si al menos yo supiese por qué me han metido
en este lugar. Desde luego no a causa del
dibujo. Aunque... Todo es posible en Au st ria,
el país en el que Waldmüller se vio forzado a
escribir una súplica al fisco, en el que Ro m a ko
fue empujado al suicidio por ignora n te s
currelas, envidiosos y celosos, en el que pro-
fe s o res de unive rsidad abandonaron escanda-
l o s a m e n te un acto burlándose de Klimt.
¿Pero para qué todo esto? Prisionero, estoy
p ri s i o n e ro, estoy encerrado, no puedo
m ove rme, no tengo dere cho a hacer nada; ¡y
en el exterior es ya primavera, la tierra som-
bría y húmeda exhala sus aromas, las savias
ascienden, brotan las pri m e ras fl o re s !
Quisiera pasear, ir hacia esas praderas de
innumerables flores, espiar al abrigo de los
b rotes en flor el canto de los pequeños pája-
ros enamorados, de ojos brillantes, como
g otas de color de esmalte o como enga stes de
piedras preciosas.

                        27
1 de mayo de 1912



Soñé con Trieste, con el mar, con los mares abiertos. ¡Oh nos-
talgia! Para consolarme he dibujado una embarcación ventruda
de colores abigarrados, como las que vemos balancearse en el
Adriático. Gracias a ella la nostalgia y la imaginación pueden
izar las velas y navegar largo tiempo hacia islas lejanas, donde
pájaros fantásticos se mueven y cantan en árboles increíbles.
¡Oh, mar!




                              28
¿Qué día? – ?! ?! –



Interrupción, cambio. He sido transferido a la prisión de San
Pölten.
El gendarme se ha most rado muy amable. Un buen hombre .
No me ha encadenado. Incluso me permitió fumar, con tal de
que no me viesen.
Aunque lo más agradable fue el viaje en tren. Me imaginé que
estaba de vacaciones. Contemplaba por la ventanilla y veía los
campos verdeantes a medida que el tren avanzaba. Era un tren
que se desplazaba lentamente, lo que en esta ocasión me alegró
porque quería mirarlo todo, y despacio. Vi cosas hermosas: el
cielo, las nubes, pájaros volando, árboles desgreñados y casas
tranquilas de tejados confortables y sólidos.




                             29
Un día cualquiera

¿ C u á n to tiempo hace que estoy ya calcifica-
do entre estos muros que la miseria de los
h o m b res ha vuelto leprosos?
¿Cuánto tiempo hace que no oigo los vien-
tos blancos y mecedores sobre los ve r d e s
ondulantes?
¿Cuánto tiempo hace que no veo las nubes de
blando algodón, los rocíos matinales, los atar-
deceres de azur crepuscular? Sólo veo nubes
negras y negras.
¿Todavía el sol, en su altivo vuelo, hace rodar
su gigantesco disco de oro incandescente por
encima de la tierra temblorosa?
En torno a mí todos los colores son apagados.
Es espantoso. Sin colores: así es como debe de
ser el mundo de los condenados. ¡Un infierno
abrasador y rojo, pleno de ardiente fuego sería
bello! Y como toda belleza nos hace feliz, y
nos maravilla, ese infierno en llamas no sería
un castigo; únicamente la infinita monotonía
gris–gris y el aburrimiento son el verdadero,
terrible y satánico castigo. ¿Cuanto tiempo ha
transcurrido desde que estoy encarc e l a d o ?
Yo, que soy uno de los seres más libres por
naturaleza, atado únicamente a esta ley que no
es la del mayor número.



                    30
Mucho, mucho tiempo: ha pasado una eterni-
dad. La duración del tiempo varía. El tiempo
puede durar o precipitarse; se trata de una
noción real de diferentes niveles, según lo per-
cibamos.



¡Un día más, un día de mayo!

Paseo por el patio de la cárcel. Ciertamente
Roller es un gran artista, pero su patio de la
prisión en Fidelio no es más que teatro, mien-
tras que la pintura Patio de prisión de Van
Gogh es una verdad de las más sobrecogedo-
ras: es arte grande.
Tap-tap, trotar en círculo. Como dementes,
siempre uno detrás de otro. Durante una hora.
Ese anillo de hombres al trote me causa una
impresión menos trágica de lo que esperaba en
este nauseabundo presente.
Sentía sobre mí las miradas curiosas de los
otros presos, y, yo, a mi vez, los miraba a ellos
con asombro. Desde aquí y allá se dirigían a
mí. Al principio no comprendí sus palabras
musitadas, cuchicheadas, gargoteadas, ventri-
locuadas; se trataba de expresiones susurradas
del argot de los ladrones y chulos. Poco a poco
acabé por comprender lo que aquellos tipos
querían saber: por qué yo había “caído”, es

                              31
decir por qué había sido arrestado. Respondí
que ignoraba la razón. Ante lo cual sus rasgos
se deformaron, volviéndose maliciosos, con
muecas de desprecio. Verdaderamente, inclu-
so aquellos seres depravados aún podían
hacer demostración de desprecio hacia otros.
La mayoría también me preguntó si no tenía
una “mascada” para ellos, una colilla o tabaco
para mascar. Yo no tenía nada de eso. Uno de
ellos –un tipo robusto y pelirrojo, de ojos ver-
diglaucos–, escupió sobre mis zapatos ameri-
canos; insistía con encono en que se los diese,
que se los cambiase por alguna de sus cosas.
Un hombre ya mayor, el auténtico Schigolch,
se movía hábilmente buscando mi proximi-
dad. Se deslizaba sin parar y sin llamar la aten-
ción delante del hombre que le precedía, hasta
que justa m e n te se encontró det rás de mí,
arrastrando los pies cerca de mis talones. Me
hizo preguntas a las que no respondí porque
no las comprendía. También me preguntó por
qué estaba allí. Se lo dije. Entonces se echó a
reir con una voz ronca y se lo susurró al que
iba detrás de él, que también se echó a reir.
Aquella risa reprimida, en sordina, se propa-
gó a través de toda la formación de hombres
que caminaban en círculo, hasta el que me
precedía. Se retorcía de risa. Después volvió
la cabeza hacia mí, mostrando los dientes, se


                    32
lamió los morros violáceos con su enorme len-
gua hinchada y dijo: “Tú te has tirado a una
menor, ¿eh?”
Me estremecí, como golpeado por el rayo: lo
que él sospecha podría muy bien ser lo que
sospecha el tribunal. Hay tal vez una relación
entre el secuestro imaginario de esa joven, a la
que yo no conozco, y que ha vuelto hace tiem-
po con sus padres o abuela, y mi arresto. Una
vez que este pensamiento atravesó mi alma me
sentí aliviado, tranquilo. Pues sé bien que ahí
no puede ocurrirme nada, que ese “secues-
tro” es fruto necesariamente de un malenten-
dido, toda vez que nunca hubo un secuestro.
En lo que concierne a esa desconocida, las
cosas más bien han ocurrido así:
En Neulengbach, cuando el tiempo lo permi-
te, me pongo a trabajar en el exterior, al aire
libre; primero en el jardín de mi casa, después
más lejos, también fuera, al azar de lo que me
interesa. Fue en esa ocasión cuando la joven,
que acostumbraba a pasear por allí, me vio.
Parecía tímida y al principio sólo me miraba de
lejos; un día sin embargo se aproximó y se
detuvo para mirarme trabajar. Llevaba en su
mano el catálogo de la “Casa de los artistas”, y
de manera bastante ostensible. No me preocu-
pé. Me preguntó entonces si yo también iba a
exponer en la “Casa de los artistas”. Era una


                              33
pregunta tonta, pero yo no quise ofenderla; me
contenté con responderle que yo era un adver-
sario implacable de la “Casa de los artistas”,
porque allí sólo había funcionarios de la pintu-
ra, etc. Ella me escuchó sin decir nada, des-
pués me dio las gracias por mis explicaciones y
se marchó. Volvió en otras ocasiones, ponién-
dose a mi lado cuando yo pintaba en el exte-
rior, entre la naturaleza; como hacía preguntas
muy simples y no demostraba ningún sentido
para el arte y la creación artística, su conversa-
ción no me procuraba ningún placer, así que
yo no decía entonces gran cosa. Después dejé
de ve rla dura n te un cierto tiempo. Casi la
había olvidado, cuando repentinamente una
tarde de mal tiempo, de lluvia y tempestad, lla-
maron en la puerta de entrada a la casa. V.,
estaba conmigo, y nos preguntamos sorpren-
didos quién con aquel tiempo de perros podía
venir tan tarde desde Viena, pues en
Neulengbach no conocíamos a nadie. Abrí la
puerta y vi a la joven completamente empapada
y manchada por el barro de aquellos caminos
enfangados. Estaba pálida y muy excitada. La
llevé a la habitación donde habíamos encendi-
do el fuego, pues yo estaba allí dibujando des-
nudos, y se la presenté a V., que no pareció
muy contenta. Sin que yo le hubiese pregunta-
do, la joven comenzó a contar que venía a refu-


                     34
giarse en mi casa porque se le había hecho
imposible vivir por más tiempo en casa de sus
padres. Se echó a llorar y dijo que se sentía
incomprendida, atormentada, confinada por
su familia, en una palabra que la sometían a
toda clase de agravios imaginables, hasta el
punto de que era incapaz de seguir sufriendo
aquello y prefería partir a la aventura y refu-
giarse en casa de los extraños antes que per-
manecer con sus padres. Yo me sentía muy
incómodo, sin embargo no pude decir nada,
porque no podía ni quería rechazarla y ape-
narla más.
Entonces, V., vino en mi ayuda, explicándole a
la joven que era imposible que permaneciese
con nosotros, no porque no deseáramos ayu-
darla, cobijarla en nuestra casa, sino porque
no podríamos ayudarla, porque en uno o dos
días sus padres vendrían a sacarla a la fuerza
de nuestra casa y que todo eso conduciría, en
este rincón perdido donde todo se sabe, a un
enorme escándalo.




                       35
Al principio, continuó llorando y sacudiendo su cabeza sin
parar; después, cuando consiguió arrinconar las sospechas que
alimentaba acerca de V., pareció reafirmarse en sus argumentos.
Dijo que esperaba ir al día siguiente por la mañana a casa de su
abuela –a Viena–, y nos rogó que la acogiésemos al menos aque-
lla noche entre nosotros, pues en modo alguno regresaría a casa
de sus padres.


                              36
¿Qué podía hacer yo? Afuera, el tiempo había empeorado; la
tempestad bramaba en torno a la casa aislada. Pesados golpes de
lluvia se abatían contra los cristales que tintineaban, el conduc-
to de la chimenea gemía y aullaba, fuera la noche era negra y fría.
Por eso le dije a aquella joven que tiritaba penosamente dentro
de sus ropas mojadas que podía quedarse y dormir aquí con V.
Quiso agradecérmelo besándome la mano, lo que por supuesto
yo no toleré. V., se dirigió con ella a otra habitación para que se
pusiera ropas secas. Cenamos juntos, bebimos cerveza y fuma-
mos, y de esa manera permanecimos sentados durante algún
tiempo charlando un poco de todas las cosas, después las dos
jóvenes se fueron a dormir juntas. Yo me quedé solo, sumido en
mis pensamientos.
Al día siguiente por la mañana, nos encaminamos los tres a
Viena.
Me despedí de ellas en Westbahnhof. V., siguió con la descono-
cida para acompañarla a casa de su abuela, a donde a pesar de
todo no se atrevía a ir sola. Yo había quedado con V., para el día
siguiente en Westbahnhof a una hora precisa, porque quería lle-
varla a N., para que posara de nuevo para mí. Cuando fui a la
estación y me dirigía hacia el tren, no daba crédito a lo que veía
cuando descubrí a la joven esperando al lado de V. Dijo que a
pesar de todo no se había atrevido a presentarse en casa de su
abuela, y que consecuentemente había dormido en el hotel con
V., y que ahora regresaba a N. No encontré nada que decir a
aquello, pues creía, qué duda cabe, que ella pensaba regresar a
casa de sus padres. Y tampoco me sorprendí cuando en N., ella
siguió con nosotros hasta la casa y se quedo allí, pensando que
no se decidía a regresar a su casa antes de que se hiciese de


                                       37
noche; no me convenía que ella permaneciese
mucho tiempo en mi casa, pero no dije nada,
no sé por qué. Así que permaneció hasta la
caída de la noche y volvió a pasar la noche en
mi casa: entonces decidí hablar de ello con V.,
una vez que la joven estuviese acostada.
Convine, pues, con V., que le haría compren-
der al día siguiente por la mañana a la desco-
nocida que le era imposible permanecer más
tiempo, y que tenía que llevarla a casa de sus
p a d res. Pe ro las cosas sucedieron de otra
manera.
A la mañana siguiente, yo estaba pintando
ante mi caballete, cuando de súbito la joven se
puso a gritar “¡Dios mío, ahí viene mi padre!”
Efectivamente: miré hacia fuera y vi a un hom-
bre de cierta edad atravesando el jardín y acer-
cándose hacia la casa. Sin esperar a que llama-
ra, fui a su encuentro. Nos saludamos educa-
damente bajo el umbral de la puerta, después
dijo que sabía que su hija estaba en mi casa
–personas que la habían visto le habían infor-
mado de ello–, y que yo debía entregarle sin
demora a la joven, pues si no me las vería en
los tribunales por corrupción de menores, ya
había puesto una denuncia, etc. A lo que le
contesté con tranquilidad que en primer lugar
no podía ser cuestión de corrupción de meno-
res, puesto que su joven hija, a la que yo ape-
nas conocía y que no me interesaba en modo
alguno, se había escapado por propia volun-
tad de la casa paterna para entrar en mi casa

                    38
una noche de tempestad y suplicarme que le
ofreciese cobijo esa noche, etc. Que nada le
había ocurrido en mi casa, que había dormido
con V., la cual también había estado presente
en todo momento. “Bien. ¿Dónde está mi
hija?” preguntó el padre. Le dije: “Ahí, en la
pieza de al lado” y le señalé la puerta. En ese
momento se oyó un grito, después siguió un
ruido apagado. Nos precipitamos en la pieza y
descubrimos a la joven caída en el suelo, con
mis grandes tijeras de cortar papel en la mano.
Aquella pequeña idiota había intentado cor-
tarse las venas por temor a su padre, pero no
lo había conseguido, felizmente. O bien las
tijeras estaban muy desafiladas, o bien ella no
había sido lo bastante fuerte, o quizá la joven
fue to rpe o solamente fingía. Después de
haber discutido aún un poco, el padre y la hija,
reconciliados –me pareció–, se march a ron
juntos. Yo me sentía dichoso, y di el asunto
por terminado.
Parece que me equivoqué. En su alegría por
haber encontrado a su hija, probablemente el
padre olvidó retirar su denuncia por corrup-
ción de menores, y he aquí que debo expiar
una falta que yo no he cometido. Voy a exigir
ser presentado ante un juez de instrucción, es
necesario que sea alguien bien situado, que
c o mp renda las situaciones extraordinarias,
para que yo pueda explicarle esta equivoca-
ción.



                       39
¡Mi arresto no es una equivocación!
Yo no he sido arrestado a causa de la joven histérica sino más
bien –como supongo tras las consultas con mi tutor– porque
sospechan de mí actos de pedofilia con las jovencitas, a causa de
la realización de dibujos eróticos, es decir obscenos, que yo
habría mostrado a los niños o dejado llevar por inadvertencia.
¡Ahora sé al fin por qué estoy “en chirona”!¡Es un escándalo!
¡De una brutalidad casi inconcebible! ¡Una infamia! ¡Y una
gran, gran estupidez! Es una vergüenza para la cultura, una ver-
guenza para Austria que algo parecido pueda ocurrirle a un
artista en su país.
Yo nunca lo he ocultado: he realizado dibujos y acuarelas que
son eróticos. Pero son obras de arte, puedo afirmarlo alto y fuer-
te, y las personas que comprenden algo de eso lo confirmarán de
buena gana. ¿No han concebido otros artistas imágenes eróti-
cas? Rops, por ejemplo, no hizo otra cosa. Pero el artista no fue
encerrado por eso. Ninguna obra de arte erótico es una porque-
ría cuando vale por sus cualidades artísticas; la misma se trans-
forma en porquería únicamente cuando el espectador es un
cerdo. Cuántos nombres de artistas podría citar aquí, compren-
dido el de Klimt; pero yo no quiero disculparme en modo algu-
no de esta forma, eso sería indigno de mí. No niego, pues, nada.
Declaro no obstante como falsas las alegaciones que me acusan
de haber mostrado conscientemente dibujos de ese tipo a los
niños, a niños que yo habría pervertido. ¡Es falso! Sin embargo
yo sé pertinentemente que existen muchos niños perversos. ¿Y
qué significa de hecho “perverso”? ¿Han olvidado los adultos
cómo fueron perversos, es decir cuánto las pulsiones sexuales
los animaban y excitaban cuando eran niños? Yo no lo he olvida-
do, pues eso lo he sufrido atro z m e n te.

                               40
Y estoy convencido de que el ser humano deberá sufrir tanto
tiempo los tormentos ligados a la juventud como sea capaz de
experimentar sensaciones sexuales.




                                   41
¡Ah! ¡De golpe todo se aclaraba! ¡La investi-
gación en la casa! ¡El secuestro de mis dibu-
jos! ¡Qué estúpido he sido, qué ciega confian-
za! Eran dos. Tenían una apariencia humana.
Vestían ropas abigarradas, de botoneras bri-
llantes. Se acercaron más a mí, hablaron, seña-
laron; yo no veía sus rostros, tropezaba con
máscaras. La avidez y la maldad animal, la
pereza mental y la alegría maliciosa miraban a
escondidas por detrás de los agujeros en forma
de mirilla que les servía de ojos. Y sus voces
como de un disco rayado de gramófono, des-
provistas de cualquier temblor que hubiese
señalado la presencia de un alma. Productos de
un origen impuro, sin voluntad de corregirse,
enteramente bajo el yugo de las pulsiones y el
caporalismo, no se pertenecían. Criaturas de
malignos demonios. Un estremecimiento de
horror me heló el espinazo al contacto de esos
efluvios animales. Un eclipse de sol ensombre-
ció mi alma, y me sentí mal, agotado de ante-
mano, ante la idea de tener que explicarme con
esos dos emisarios de la policía. Re p e n t i -
n a m e n te, se expandió en torno un olor a
hongo, a moho y fondo de cueva.
Los dos policías –un gendarme y un munici-
pal– se introdujeron subrepticiamente en mi
taller para preguntar por lo que yo hacía. Los
padres de algunos niños que yo había dibujado
se habían mostrado inquietos. Alguien debió

                    42
soplarles aquella “inquietud” al oído. Los dos
espías no encontraron nada de indecente en el
taller, pero creyeron que debían confiscarme
un dibujo que yo había clavado en la pared de
mi dorm i to rio –una acuarela realizada en
Krumau–, que les pareció “escabrosa”.
Aquello era una solemne necedad y me puse
nervioso. Les dije que no había nada de incon-
veniente en ese dibujo y que había presentado
otros –mucho más eróticos– en una exposi-
ción de arte en Pra ga, solamente dura n te
algún tiempo, es verdad, ya que poco después
fueron retirados por orden de la policía. El
gendarme me preguntó si aún conservaba
esos dibujos de Praga; respondí que sí. Con
una expresión pueblerina y sonrisa de enten-
dido, aquel instalador de trampas me invitó a
mostrárselos: “Vamos, no se preocupe, déje-
nos ver esos chismes.” Y caí en la trampa.
Saqué los dibujos del cajón en donde los guar-
daba, y, como un imbécil, los pasé a los dedos
amorcillados de aquellos dos tipos. Después
de que examinaron todo el fajo, dibujo tras
dibujo, el gendarme dijo con voz severa:
“ E stos dibujos son indecentes, tengo que
depositarlos en el tribunal. Por lo demás, no
tardará en tener noticias.”
No tuve noticias; pero esos cabrones me han
encerrado.



                            43
Pueden, entonces –sí, comprendo ahora que se “puede”, ¡pero
no comprendo que tengan derecho a hacerlo!– privar a un hom-
bre de su libertad, encerrar a un artista independiente, del que
incluso no saben si ha cometido eso de que lo acusan. Por una
simple sospecha, o aún peor, por una denuncia de alguien
malintencionado o simplemente de alguien despistado. Eso es
un rapto. Sí, la privación de libertad es aquí de hecho un atenta-
do contra la libertad. No puedo comprender de ninguna manera
que haya podido ser encerrado, que haya podido serlo más que
algunas horas. No comprendo que esto haya podido ocurrir y
tampoco comprendo por qué eso ha podido ocurrir. Ningún
niño ha sido pervertido por mí, por la sencilla razón de que yo
nunca les mostré esos dibujos; en cuanto a los mayores, lo cono-
cían todo con detalles. Entonces ¿por qué? ¡Yo no soy sin
embargo un malhechor! No violé, ni robé, ni asesiné, ni incen-
dié; y si he pecado contra la muy delicada “sociedad” de los
hombres, es únicamente porque existo.




                               44
A mí no me falta buena voluntad, pero ¿cuál es la voluntad que
mueve a los otros? Habrá que verlo. Nos incumbe, ni qué decir
tiene, estar siempre preparados para sufrir todo aquello que la
vida nos inflige. Lo que importa es evaluar y transmutar de otro
modo lo que se ha vivido. Resuelto a no llevar la peor parte.




                              45
Interrogatorios. Muy curioso. Muy turbador. A veces angustio-
so. Preguntas cuya coherencia se me escapa. Una amabilidad de
la que desconfío.

El “enjuiciamiento” concerniente al “secuestro de menor” está
paralizado desde hace tiempo, pero la instrucción del caso de los
“dibujos pornográficos” prosigue. ¿Necesitan encerrarme por
eso? ¿Teme el tribunal que me fugué? ¡Qué estupidez! El tribu-
nal debe celebrar sesión próximamente. Bueno, sin embargo no
llegarán tan lejos como para castrarme, no pueden, como no
pueden castrar el Arte. ¿Qué es lo que todavía puede ocurrir-
me? (Además de que lo que me ocurre es malo y tot almente
injusto).



Viena, 8 de mayo de 1912

¡24 días de encarcelamiento! ¡Veinticuatro días o quinientas
setenta y seis horas! ¡Una eternidad! La instrucción se desarro-
lló de una manera lamentable, y he sufrido una indecible desgra-
cia. Se me castiga terriblemente sin haber sido condenado.
Durante la sesión del tribunal, uno de mis dibujos confiscados,
el que colgaba en mi dormitorio, ¡fue quemado solemnemente
bajo la llama de una vela por el juez togado! ¡Auto de fe!
¡Savonarola! ¡Inquisición! ¡Edad Media! Sí, corred a los muse-
os y destrozar las mejores obras de arte. Quien desaprueba el
sexo es una basura que mancilla, de la manera más vil, a los pro-
pios padres que lo han engendrado.
¡Todo aquel que no haya sufrido como yo deberá en adelante
avergonzarse ante mí!

                               46
47
PINTURAS y DIBUJOS
   de EGON SCHIELE
Una oscura historia de
atentado contra las bue-
nas costumbres llevará al
p i n tor Egon Schiele a
sufrir la cárcel.
En esta obra, bajo forma
de diario, se nos ofrece el
relato de esa detención.
Veinticuatro días en el
infierno de un artista que
se adelantó a su tiempo.




   ISBN: 84-933639-1-X

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Egon Schiele en prisión

  • 1.
  • 2.
  • 3. EGON SCHIELE EGON SCHIELE EN PRISIÓN Traducción: Jorge SEGOVIA MALDOROR ediciones
  • 4. La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos de copyright. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada. Título de la edición original en lengua francesa: Egon Schiele en prison Éditions La fosse aux ours, 2003 ©Primera edición: abril 2004 © Traducción: Jorge Segovia Depósito legal: VG-138-2004 ISBN: 84-933639-1-X MALDOROR ediciones, 2004 maldoror_ediciones@hotmail.com www.maldororediciones.eu
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  • 7.
  • 8.
  • 9. Prólogo El 9 de mayo de 1912, cuando Egon Schiele me escribe desde Viena a Torbole –en el lago di Garda– sufre un profundo senti - miento de deterioro interior: “… como le digo, estoy acabado, ¡me siento tan miserable! He pasado 24 días en prisión –¿estaba usted al corriente?–. He sufrido de todo y en los próximos días le escribiré sobre lo que me ha ocurrido”. Las páginas que siguen traducen en palabras y en imágenes lo que ha padecido durante esos 24 días. El tiempo transcurrido y la muerte del artista han creado la distancia que permite esclare - cer lo que aquel encierro de Schiele fue siempre en realidad: un mal golpe que no consiguió su objetivo, cuyo origen fue el excesi - vo celo de los guardianes de la moral, y el martirio doloroso de un artista incomprendido en vida. Schiele se vio obligado a moverse por caminos orillados de espe - sa maleza donde los prejuicios proliferaban como la mala hier - ba. Cuando disminuyó el riesgo, pronto aprendió, a sus expen - sas, que había otros paisajes equívocos, que tapices de flores pue - den cubrir muchas ciénagas. A la vida que Egon Schiele debió compartir como ser humano con sus congéneres puede aplicarse esta dura sentencia de la hermana Hedwige: “Como ser human o que eres, contempla su vida de profunda miseria”. Arthur Roessler 9
  • 10. 10
  • 11. Prisión de Neulengbach, 16 de abril de 1912 ¡Al fin! ¡Al fin! ¡Al fin! ¡He aquí lo que aliviará un poco mis sufri- mientos! Al fin papel, lápices, pinceles, colores, para escribir y dibujar. ¡Qué tortura esas horas grises–grises, monótonas, infor- mes, que se parecen todas, anodinas, confusas y vacías, conmina- do a pasarlas desnudo, despojado de todo, como un animal, entre estos muros desolados y fríos! Alguien más débil interiormente se hubiese vuelto loco aquí, y –a la larga– también yo, a fuerza de permanecer anonadado día tras día; por eso, cuando fui arrancado con violencia de mi ámbito creativo, para tratar de no caer en la verdadera locura, me puse a pintar –con mi dedo tembloroso mojado en mi amarga saliva–, paisajes y rostros en las paredes de la celda, sirviéndome de las manchas de la argamasa; después observaba cómo secaban poco a poco, se difuminaban y desaparecían en el fondo de las paredes, como borrados por una mano invisible, poderosa y mágica. Ahora, felizmente, dispongo de nuevo de material de dibujo y con qué escribir; me han devuelto incluso la peligrosa navaja. Puedo trabajar y soportar así lo que de otra manera sería insoportable. Para conseguirlo, tuve que doblar la cerviz, me rebajé, hice una petición, supliqué, mendigué y hubiese llorado si tuviera que pagar ese precio. ¡Oh, Arte todopoderoso, qué no sería yo capaz de soportar por ti! 11
  • 12. 17 de abril de 1912 El 13. El 13. El 13. ¡Trece veces el trece de abril! Anteriormente, el trece no me inspiraba ninguna aprensión supersticiosa, pero he aquí que ahora el día decimotercero del mes se ha converti- do en un día funesto. Fue el trece de abril de 1912 cuando me arrestaron y pusieron entre rejas por decisión del tribunal del distrito de Neulengbach. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? No lo sé; mi pregunta no ha obtenido respuesta. Las calles de Viena no retumban de gritos estridentes contra mi encarcelamiento, porque nadie sabe aún que me han infligido violencia, hecho desaparecer como a través de una trampilla. Por lo demás, ¿gritaría alguien si se supiera? ¿Vendrían en mi ayuda? Sí, quizá G.K., y A.R., pero los demás se esconderían mezquinamente; en cuanto a T.F., se comportaría como un jesuita, pondría un semblante impasible, alzaría los hombros y se sentiría moralmente superior a ese otro que soy yo, y liberado en su fuero interno de alguien que para él es un obstáculo. ¡En el infierno! No. No el Infierno con una gran “i” mayúscula. En un infierno muy preciso, vil, abyecto, sucio, miserable y humillante al que se me ha arrojado con presteza. 12
  • 13. 13
  • 14. Polvo, telarañas, escupitajos, vaharadas de sudor, y también de lágrimas, han manchado la argamasa sarnosa que se res- quebraja. En el lugar donde el catre toca el muro, las man- chas son más numerosas y la cal está abrasada; trozos de ladrillos rojo sangre sobresa- len allí completamente lisos y brillan con un color graso, como pulidos. Ahora sé lo que es una fosa; todo recuerda aquí a las mazmorras. La visión de esa puerta espesa, brutal, maciza, con su enorme y sólida cerradura, que ni golpeándola con los hombros o el pie podría hacer vacilar, la mirilla con la válvula, lo que se llama el banco o catre armado a partir de toscas vigas escuadradas, las viejas mantas hechas jirones –un caballo se estremecería de horror si con ellas le cubriesen los lomos– que extrañamente huelen a fenol o lisol y a sudor de hombres con hedor a moho y lanas animales; cuando se toma conciencia de todo eso, vivimos y revivimos todas las fosas de todos los tiem- pos, esos pozos de horror cavados en el suelo de las antiguas for- talezas, de los antiguos ayuntamientos, en los que se arrojaba o se dejaba pudrir a los prisioneros. 14
  • 15. Sólo el botón del timbre eléctrico sobre la cabecera del camas- tro desentona aquí, y hace alusión a los tiempos modernos. Y por eso sé que no sueño, que no soy presa de visiones. No, no sueño, vivo, sufro; a menos que la vida sólo sea un sueño donde se castigan severamente las pesadillas. 15
  • 16. 18 de abril de 1912 Estoy obligado a vivir entre mis propios excrementos, respiran- do un aire sofocante, deletéreo. Estoy sin afeitar, incluso no puedo lavarme como es debido. ¡Sin embargo soy un ser humano!, y sigo siéndolo aunque sea un pri- sionero: ¿nadie lo ha pensado? El carc e l e ro ha entrado con su tintineo de llaves, ha dejado un balde, una escoba y un cepillo en mi celda y me ordenó fre gar el suelo. ¿Está eso permitido? Infa m e ex i gencia. Y a pesar de todo me he alegrado: el simp l e h e cho de estar activo es una bendición. Froté y fre g u é , l a vé y sequé con todas mis fuerzas. 16
  • 17. Las rodillas, la columna vertebral y los brazos aún están doloridos y los dedos magullados, las uñas rotas. Esperaba el regreso del carcelero, casi orgulloso de lo que había hecho, y pensé que iría a felicitarme. Cuando apareció, obser- vó el suelo, y, después, inmisericorde, lanzó nauseabundos escupitajos en distintos lugares, y gruñó: “¿Tú llamas a eso fregar? Está peor que una porqueriza. Volverás a limpiarlo ahora mismo, ¡pero esta vez más te conviene dejarlo como una patena!” De nuevo fui a llenar un balde de agua, grande y pesado, me puse de rodillas y froté y froté. ¿Cómo puede un hom- bre encontrar placer (¡ placer! – ¡destello divi- no!) en humillar tanto a los otros? ¿De dónde viene esa maldad? ¿Cómo puede ser posible tal infamia? ¡Yo aún no estoy condenado! ¿Qué derecho tienen entonces a castigarme? Aquí nadie sabe si aún no seré inocente, y si lo soy ¿qué derecho les asiste para maltratarme? ¿Se procede así con todos los preventivos? Estaría bien meter en chirona un día a todos los dipu- tados, así, visto y no visto, a fin de que esos legisladores descerebrados sientan en su pro- pia carne –puesto que carecen de alma– lo que significa estar encarcelado. 17
  • 18. 19 de abril de 1912 Acabo de pintar el sitio donde duermo. En medio del gris mugroso de las mantas, una naranja radiante que me trajo V., la única emanación de luz en este espacio. Esa pequeña mancha de color me procura una indecible sensación de bienestar. 18
  • 19. 20 de abril de 1912 He dibujado el corredor que pasa ante las celdas, con el barati- llo que se ve tirado en los rincones, con los utensilios que utili- zan los prisioneros para limpiar su celda. Bien. Eso me ha devuelto un poco de equilibrio. Me siento purificado más que castigado. 19
  • 20. 21 de abril de 1912 Desde que puedo trabajar, el encierro se ha hecho un poco más soportable. He dibujado el movimiento orgánico del cántaro de agua y la rudimentaria silla, y he realzado el dibujo con algunas manchas de color. 20
  • 21. Igualmente, he pintado dos de mis pañuelos del mismo color que la silla. 21
  • 22. 22 de abril de 1912 Dios es eterno, y poco importa que el hombre le llame Buda, Zoroastro, Osiris, Zeus o Cristo; e intemporal como Dios es lo que hay de más divino después de él: el Arte. El Arte no puede ser moderno; el Arte es eternal. 23 de abril de 1912 Echa tu mirada sobre mí, Padre Todopoderoso, Todopoderoso hacedor, Altivo de ojos solares, Tú que estás aquí y en todas par- tes a la vez, y piensa si Tú quieres tolerar esos tormentos abru- madores y vergonzosos que se disponen a hacerme sufrir. Tus rayos X han radiografiado mi alma, Tú lo sabes todo de mí, estoy desnudo ante Ti, Tú me reconoces enteramente como Tu cria- tura. En consecuencia: si yo tropiezo, es en Tus caminos, a causa de Tu voluntad; pero ¿sufrir por Tu voluntad? ¿Estar encerrado por Tu voluntad? ¿Es eso lo que me ocurre? ¿Tal vez durante un instante has bajado los párpados y has cerrado los ojos, Tus ojos azules mar y cielo llenos de bondad, ante el destello plateado de Tus mundos y astros orbitales o ante la rueda luminosa de Tu sol de oro fundido, olvidándome así en ese instante? Pudo haber sido así, y por eso Te imploro: ¡escúchame, confíame Tu oído que no está cerrado a nada! 22
  • 23. 24 de abril de 1912 No demasiado lejos de mí, lo bastante cerca para que escuchara mi voz si yo gritase, instalado en su sala de audiencias, está un hombre que es juez o quién sabe qué, un hombre, pues, que se considera mejor que los demás, que tiene estudios, que ha vivido en la ciudad, ha frecuentado iglesias y museos, teatros y conciertos, e incluso sin ninguna duda exposiciones de arte, que cuenta, pues, entre las personas cultivadas, que ha leído o cuando menos ha oído hablar de biografías de artistas ¡y ese hombre puede asumir que yo esté encerrado en una jaula! Ha dejado que me pudra aquí durante horas, durante días, y no se ocupa de mí en absoluto. ¿En qué piensa? ¿Qué conciencia tiene ese hombre? Quizá tenga preocupaciones, quizá sea distraído, ¿quizá me ha olvidado? Deberé tal vez permanecer muchos meses en prisión; sí, quizá caiga enfermo aquí y me muera antes de que sea aclarada mi inocencia. Ninguna perspectiva de ayuda, ningún amigo está loca- lizable. No puedo informar a nadie de mi situación. K., está en Attersee, R., está en el lago di Garda, y quién sabe dónde se encuentran los demás. Pero aunque incluso estuviesen en Viena, ninguno de ellos podría venir a liberarme de inmediato en vista de que me está prohibido escribir a quienquiera que sea. 23
  • 24. 24
  • 25. 25 de abril de 1912 Ayer: súplicas –en voz baja, desalentadas, quejumbrosas–; gri- tos –altos y fuertes, insistentes, suplicantes–; sollozos, gemi- dos, desesperación, angustia, desesperación; para acabar, tum- bado a lo largo, aplastado, con los miembros congelados, en medio de trances mortales, inundado de sudores fríos: ¡perseve- raré de buena gana por el Arte y por mi bienamada! 27 de abril de 1912 ¿Qué haría en estos momentos si no tuviese el Arte? Qué terri- bles han sido esas horas incomprendidas, brutalmente arranca- do de sueños infinitos en los que no existe nada feo, solamente cosas sorprendentes, y sentirse arrastrado con violencia a un primitivismo brutal y absurdo al que le falta todo lo que puede embellecerlo, pues podría ser energía y fuerza. Amo la vida. Me gusta sumirme en las profundidades de todos los seres vivos; pero aborrezco ese “tú debes” compulsivo, hos- til, que me tiene cautivo y quiere forzarme a llevar una vida que no es la mía, una vida empobrecida, funcional, útil, sin Arte y sin Dios. 25
  • 26. 26
  • 27. 28 de abril de 1912 De todas mis amistades, la de A.R., es la más fuer- te, la más pura, porque él me comprende hasta lo más profundo, con su corazón. Comprendemos cuando amamos, y siempre deberíamos amar cuando comprendemos. 29 de abril de 1912 Si al menos yo supiese por qué me han metido en este lugar. Desde luego no a causa del dibujo. Aunque... Todo es posible en Au st ria, el país en el que Waldmüller se vio forzado a escribir una súplica al fisco, en el que Ro m a ko fue empujado al suicidio por ignora n te s currelas, envidiosos y celosos, en el que pro- fe s o res de unive rsidad abandonaron escanda- l o s a m e n te un acto burlándose de Klimt. ¿Pero para qué todo esto? Prisionero, estoy p ri s i o n e ro, estoy encerrado, no puedo m ove rme, no tengo dere cho a hacer nada; ¡y en el exterior es ya primavera, la tierra som- bría y húmeda exhala sus aromas, las savias ascienden, brotan las pri m e ras fl o re s ! Quisiera pasear, ir hacia esas praderas de innumerables flores, espiar al abrigo de los b rotes en flor el canto de los pequeños pája- ros enamorados, de ojos brillantes, como g otas de color de esmalte o como enga stes de piedras preciosas. 27
  • 28. 1 de mayo de 1912 Soñé con Trieste, con el mar, con los mares abiertos. ¡Oh nos- talgia! Para consolarme he dibujado una embarcación ventruda de colores abigarrados, como las que vemos balancearse en el Adriático. Gracias a ella la nostalgia y la imaginación pueden izar las velas y navegar largo tiempo hacia islas lejanas, donde pájaros fantásticos se mueven y cantan en árboles increíbles. ¡Oh, mar! 28
  • 29. ¿Qué día? – ?! ?! – Interrupción, cambio. He sido transferido a la prisión de San Pölten. El gendarme se ha most rado muy amable. Un buen hombre . No me ha encadenado. Incluso me permitió fumar, con tal de que no me viesen. Aunque lo más agradable fue el viaje en tren. Me imaginé que estaba de vacaciones. Contemplaba por la ventanilla y veía los campos verdeantes a medida que el tren avanzaba. Era un tren que se desplazaba lentamente, lo que en esta ocasión me alegró porque quería mirarlo todo, y despacio. Vi cosas hermosas: el cielo, las nubes, pájaros volando, árboles desgreñados y casas tranquilas de tejados confortables y sólidos. 29
  • 30. Un día cualquiera ¿ C u á n to tiempo hace que estoy ya calcifica- do entre estos muros que la miseria de los h o m b res ha vuelto leprosos? ¿Cuánto tiempo hace que no oigo los vien- tos blancos y mecedores sobre los ve r d e s ondulantes? ¿Cuánto tiempo hace que no veo las nubes de blando algodón, los rocíos matinales, los atar- deceres de azur crepuscular? Sólo veo nubes negras y negras. ¿Todavía el sol, en su altivo vuelo, hace rodar su gigantesco disco de oro incandescente por encima de la tierra temblorosa? En torno a mí todos los colores son apagados. Es espantoso. Sin colores: así es como debe de ser el mundo de los condenados. ¡Un infierno abrasador y rojo, pleno de ardiente fuego sería bello! Y como toda belleza nos hace feliz, y nos maravilla, ese infierno en llamas no sería un castigo; únicamente la infinita monotonía gris–gris y el aburrimiento son el verdadero, terrible y satánico castigo. ¿Cuanto tiempo ha transcurrido desde que estoy encarc e l a d o ? Yo, que soy uno de los seres más libres por naturaleza, atado únicamente a esta ley que no es la del mayor número. 30
  • 31. Mucho, mucho tiempo: ha pasado una eterni- dad. La duración del tiempo varía. El tiempo puede durar o precipitarse; se trata de una noción real de diferentes niveles, según lo per- cibamos. ¡Un día más, un día de mayo! Paseo por el patio de la cárcel. Ciertamente Roller es un gran artista, pero su patio de la prisión en Fidelio no es más que teatro, mien- tras que la pintura Patio de prisión de Van Gogh es una verdad de las más sobrecogedo- ras: es arte grande. Tap-tap, trotar en círculo. Como dementes, siempre uno detrás de otro. Durante una hora. Ese anillo de hombres al trote me causa una impresión menos trágica de lo que esperaba en este nauseabundo presente. Sentía sobre mí las miradas curiosas de los otros presos, y, yo, a mi vez, los miraba a ellos con asombro. Desde aquí y allá se dirigían a mí. Al principio no comprendí sus palabras musitadas, cuchicheadas, gargoteadas, ventri- locuadas; se trataba de expresiones susurradas del argot de los ladrones y chulos. Poco a poco acabé por comprender lo que aquellos tipos querían saber: por qué yo había “caído”, es 31
  • 32. decir por qué había sido arrestado. Respondí que ignoraba la razón. Ante lo cual sus rasgos se deformaron, volviéndose maliciosos, con muecas de desprecio. Verdaderamente, inclu- so aquellos seres depravados aún podían hacer demostración de desprecio hacia otros. La mayoría también me preguntó si no tenía una “mascada” para ellos, una colilla o tabaco para mascar. Yo no tenía nada de eso. Uno de ellos –un tipo robusto y pelirrojo, de ojos ver- diglaucos–, escupió sobre mis zapatos ameri- canos; insistía con encono en que se los diese, que se los cambiase por alguna de sus cosas. Un hombre ya mayor, el auténtico Schigolch, se movía hábilmente buscando mi proximi- dad. Se deslizaba sin parar y sin llamar la aten- ción delante del hombre que le precedía, hasta que justa m e n te se encontró det rás de mí, arrastrando los pies cerca de mis talones. Me hizo preguntas a las que no respondí porque no las comprendía. También me preguntó por qué estaba allí. Se lo dije. Entonces se echó a reir con una voz ronca y se lo susurró al que iba detrás de él, que también se echó a reir. Aquella risa reprimida, en sordina, se propa- gó a través de toda la formación de hombres que caminaban en círculo, hasta el que me precedía. Se retorcía de risa. Después volvió la cabeza hacia mí, mostrando los dientes, se 32
  • 33. lamió los morros violáceos con su enorme len- gua hinchada y dijo: “Tú te has tirado a una menor, ¿eh?” Me estremecí, como golpeado por el rayo: lo que él sospecha podría muy bien ser lo que sospecha el tribunal. Hay tal vez una relación entre el secuestro imaginario de esa joven, a la que yo no conozco, y que ha vuelto hace tiem- po con sus padres o abuela, y mi arresto. Una vez que este pensamiento atravesó mi alma me sentí aliviado, tranquilo. Pues sé bien que ahí no puede ocurrirme nada, que ese “secues- tro” es fruto necesariamente de un malenten- dido, toda vez que nunca hubo un secuestro. En lo que concierne a esa desconocida, las cosas más bien han ocurrido así: En Neulengbach, cuando el tiempo lo permi- te, me pongo a trabajar en el exterior, al aire libre; primero en el jardín de mi casa, después más lejos, también fuera, al azar de lo que me interesa. Fue en esa ocasión cuando la joven, que acostumbraba a pasear por allí, me vio. Parecía tímida y al principio sólo me miraba de lejos; un día sin embargo se aproximó y se detuvo para mirarme trabajar. Llevaba en su mano el catálogo de la “Casa de los artistas”, y de manera bastante ostensible. No me preocu- pé. Me preguntó entonces si yo también iba a exponer en la “Casa de los artistas”. Era una 33
  • 34. pregunta tonta, pero yo no quise ofenderla; me contenté con responderle que yo era un adver- sario implacable de la “Casa de los artistas”, porque allí sólo había funcionarios de la pintu- ra, etc. Ella me escuchó sin decir nada, des- pués me dio las gracias por mis explicaciones y se marchó. Volvió en otras ocasiones, ponién- dose a mi lado cuando yo pintaba en el exte- rior, entre la naturaleza; como hacía preguntas muy simples y no demostraba ningún sentido para el arte y la creación artística, su conversa- ción no me procuraba ningún placer, así que yo no decía entonces gran cosa. Después dejé de ve rla dura n te un cierto tiempo. Casi la había olvidado, cuando repentinamente una tarde de mal tiempo, de lluvia y tempestad, lla- maron en la puerta de entrada a la casa. V., estaba conmigo, y nos preguntamos sorpren- didos quién con aquel tiempo de perros podía venir tan tarde desde Viena, pues en Neulengbach no conocíamos a nadie. Abrí la puerta y vi a la joven completamente empapada y manchada por el barro de aquellos caminos enfangados. Estaba pálida y muy excitada. La llevé a la habitación donde habíamos encendi- do el fuego, pues yo estaba allí dibujando des- nudos, y se la presenté a V., que no pareció muy contenta. Sin que yo le hubiese pregunta- do, la joven comenzó a contar que venía a refu- 34
  • 35. giarse en mi casa porque se le había hecho imposible vivir por más tiempo en casa de sus padres. Se echó a llorar y dijo que se sentía incomprendida, atormentada, confinada por su familia, en una palabra que la sometían a toda clase de agravios imaginables, hasta el punto de que era incapaz de seguir sufriendo aquello y prefería partir a la aventura y refu- giarse en casa de los extraños antes que per- manecer con sus padres. Yo me sentía muy incómodo, sin embargo no pude decir nada, porque no podía ni quería rechazarla y ape- narla más. Entonces, V., vino en mi ayuda, explicándole a la joven que era imposible que permaneciese con nosotros, no porque no deseáramos ayu- darla, cobijarla en nuestra casa, sino porque no podríamos ayudarla, porque en uno o dos días sus padres vendrían a sacarla a la fuerza de nuestra casa y que todo eso conduciría, en este rincón perdido donde todo se sabe, a un enorme escándalo. 35
  • 36. Al principio, continuó llorando y sacudiendo su cabeza sin parar; después, cuando consiguió arrinconar las sospechas que alimentaba acerca de V., pareció reafirmarse en sus argumentos. Dijo que esperaba ir al día siguiente por la mañana a casa de su abuela –a Viena–, y nos rogó que la acogiésemos al menos aque- lla noche entre nosotros, pues en modo alguno regresaría a casa de sus padres. 36
  • 37. ¿Qué podía hacer yo? Afuera, el tiempo había empeorado; la tempestad bramaba en torno a la casa aislada. Pesados golpes de lluvia se abatían contra los cristales que tintineaban, el conduc- to de la chimenea gemía y aullaba, fuera la noche era negra y fría. Por eso le dije a aquella joven que tiritaba penosamente dentro de sus ropas mojadas que podía quedarse y dormir aquí con V. Quiso agradecérmelo besándome la mano, lo que por supuesto yo no toleré. V., se dirigió con ella a otra habitación para que se pusiera ropas secas. Cenamos juntos, bebimos cerveza y fuma- mos, y de esa manera permanecimos sentados durante algún tiempo charlando un poco de todas las cosas, después las dos jóvenes se fueron a dormir juntas. Yo me quedé solo, sumido en mis pensamientos. Al día siguiente por la mañana, nos encaminamos los tres a Viena. Me despedí de ellas en Westbahnhof. V., siguió con la descono- cida para acompañarla a casa de su abuela, a donde a pesar de todo no se atrevía a ir sola. Yo había quedado con V., para el día siguiente en Westbahnhof a una hora precisa, porque quería lle- varla a N., para que posara de nuevo para mí. Cuando fui a la estación y me dirigía hacia el tren, no daba crédito a lo que veía cuando descubrí a la joven esperando al lado de V. Dijo que a pesar de todo no se había atrevido a presentarse en casa de su abuela, y que consecuentemente había dormido en el hotel con V., y que ahora regresaba a N. No encontré nada que decir a aquello, pues creía, qué duda cabe, que ella pensaba regresar a casa de sus padres. Y tampoco me sorprendí cuando en N., ella siguió con nosotros hasta la casa y se quedo allí, pensando que no se decidía a regresar a su casa antes de que se hiciese de 37
  • 38. noche; no me convenía que ella permaneciese mucho tiempo en mi casa, pero no dije nada, no sé por qué. Así que permaneció hasta la caída de la noche y volvió a pasar la noche en mi casa: entonces decidí hablar de ello con V., una vez que la joven estuviese acostada. Convine, pues, con V., que le haría compren- der al día siguiente por la mañana a la desco- nocida que le era imposible permanecer más tiempo, y que tenía que llevarla a casa de sus p a d res. Pe ro las cosas sucedieron de otra manera. A la mañana siguiente, yo estaba pintando ante mi caballete, cuando de súbito la joven se puso a gritar “¡Dios mío, ahí viene mi padre!” Efectivamente: miré hacia fuera y vi a un hom- bre de cierta edad atravesando el jardín y acer- cándose hacia la casa. Sin esperar a que llama- ra, fui a su encuentro. Nos saludamos educa- damente bajo el umbral de la puerta, después dijo que sabía que su hija estaba en mi casa –personas que la habían visto le habían infor- mado de ello–, y que yo debía entregarle sin demora a la joven, pues si no me las vería en los tribunales por corrupción de menores, ya había puesto una denuncia, etc. A lo que le contesté con tranquilidad que en primer lugar no podía ser cuestión de corrupción de meno- res, puesto que su joven hija, a la que yo ape- nas conocía y que no me interesaba en modo alguno, se había escapado por propia volun- tad de la casa paterna para entrar en mi casa 38
  • 39. una noche de tempestad y suplicarme que le ofreciese cobijo esa noche, etc. Que nada le había ocurrido en mi casa, que había dormido con V., la cual también había estado presente en todo momento. “Bien. ¿Dónde está mi hija?” preguntó el padre. Le dije: “Ahí, en la pieza de al lado” y le señalé la puerta. En ese momento se oyó un grito, después siguió un ruido apagado. Nos precipitamos en la pieza y descubrimos a la joven caída en el suelo, con mis grandes tijeras de cortar papel en la mano. Aquella pequeña idiota había intentado cor- tarse las venas por temor a su padre, pero no lo había conseguido, felizmente. O bien las tijeras estaban muy desafiladas, o bien ella no había sido lo bastante fuerte, o quizá la joven fue to rpe o solamente fingía. Después de haber discutido aún un poco, el padre y la hija, reconciliados –me pareció–, se march a ron juntos. Yo me sentía dichoso, y di el asunto por terminado. Parece que me equivoqué. En su alegría por haber encontrado a su hija, probablemente el padre olvidó retirar su denuncia por corrup- ción de menores, y he aquí que debo expiar una falta que yo no he cometido. Voy a exigir ser presentado ante un juez de instrucción, es necesario que sea alguien bien situado, que c o mp renda las situaciones extraordinarias, para que yo pueda explicarle esta equivoca- ción. 39
  • 40. ¡Mi arresto no es una equivocación! Yo no he sido arrestado a causa de la joven histérica sino más bien –como supongo tras las consultas con mi tutor– porque sospechan de mí actos de pedofilia con las jovencitas, a causa de la realización de dibujos eróticos, es decir obscenos, que yo habría mostrado a los niños o dejado llevar por inadvertencia. ¡Ahora sé al fin por qué estoy “en chirona”!¡Es un escándalo! ¡De una brutalidad casi inconcebible! ¡Una infamia! ¡Y una gran, gran estupidez! Es una vergüenza para la cultura, una ver- guenza para Austria que algo parecido pueda ocurrirle a un artista en su país. Yo nunca lo he ocultado: he realizado dibujos y acuarelas que son eróticos. Pero son obras de arte, puedo afirmarlo alto y fuer- te, y las personas que comprenden algo de eso lo confirmarán de buena gana. ¿No han concebido otros artistas imágenes eróti- cas? Rops, por ejemplo, no hizo otra cosa. Pero el artista no fue encerrado por eso. Ninguna obra de arte erótico es una porque- ría cuando vale por sus cualidades artísticas; la misma se trans- forma en porquería únicamente cuando el espectador es un cerdo. Cuántos nombres de artistas podría citar aquí, compren- dido el de Klimt; pero yo no quiero disculparme en modo algu- no de esta forma, eso sería indigno de mí. No niego, pues, nada. Declaro no obstante como falsas las alegaciones que me acusan de haber mostrado conscientemente dibujos de ese tipo a los niños, a niños que yo habría pervertido. ¡Es falso! Sin embargo yo sé pertinentemente que existen muchos niños perversos. ¿Y qué significa de hecho “perverso”? ¿Han olvidado los adultos cómo fueron perversos, es decir cuánto las pulsiones sexuales los animaban y excitaban cuando eran niños? Yo no lo he olvida- do, pues eso lo he sufrido atro z m e n te. 40
  • 41. Y estoy convencido de que el ser humano deberá sufrir tanto tiempo los tormentos ligados a la juventud como sea capaz de experimentar sensaciones sexuales. 41
  • 42. ¡Ah! ¡De golpe todo se aclaraba! ¡La investi- gación en la casa! ¡El secuestro de mis dibu- jos! ¡Qué estúpido he sido, qué ciega confian- za! Eran dos. Tenían una apariencia humana. Vestían ropas abigarradas, de botoneras bri- llantes. Se acercaron más a mí, hablaron, seña- laron; yo no veía sus rostros, tropezaba con máscaras. La avidez y la maldad animal, la pereza mental y la alegría maliciosa miraban a escondidas por detrás de los agujeros en forma de mirilla que les servía de ojos. Y sus voces como de un disco rayado de gramófono, des- provistas de cualquier temblor que hubiese señalado la presencia de un alma. Productos de un origen impuro, sin voluntad de corregirse, enteramente bajo el yugo de las pulsiones y el caporalismo, no se pertenecían. Criaturas de malignos demonios. Un estremecimiento de horror me heló el espinazo al contacto de esos efluvios animales. Un eclipse de sol ensombre- ció mi alma, y me sentí mal, agotado de ante- mano, ante la idea de tener que explicarme con esos dos emisarios de la policía. Re p e n t i - n a m e n te, se expandió en torno un olor a hongo, a moho y fondo de cueva. Los dos policías –un gendarme y un munici- pal– se introdujeron subrepticiamente en mi taller para preguntar por lo que yo hacía. Los padres de algunos niños que yo había dibujado se habían mostrado inquietos. Alguien debió 42
  • 43. soplarles aquella “inquietud” al oído. Los dos espías no encontraron nada de indecente en el taller, pero creyeron que debían confiscarme un dibujo que yo había clavado en la pared de mi dorm i to rio –una acuarela realizada en Krumau–, que les pareció “escabrosa”. Aquello era una solemne necedad y me puse nervioso. Les dije que no había nada de incon- veniente en ese dibujo y que había presentado otros –mucho más eróticos– en una exposi- ción de arte en Pra ga, solamente dura n te algún tiempo, es verdad, ya que poco después fueron retirados por orden de la policía. El gendarme me preguntó si aún conservaba esos dibujos de Praga; respondí que sí. Con una expresión pueblerina y sonrisa de enten- dido, aquel instalador de trampas me invitó a mostrárselos: “Vamos, no se preocupe, déje- nos ver esos chismes.” Y caí en la trampa. Saqué los dibujos del cajón en donde los guar- daba, y, como un imbécil, los pasé a los dedos amorcillados de aquellos dos tipos. Después de que examinaron todo el fajo, dibujo tras dibujo, el gendarme dijo con voz severa: “ E stos dibujos son indecentes, tengo que depositarlos en el tribunal. Por lo demás, no tardará en tener noticias.” No tuve noticias; pero esos cabrones me han encerrado. 43
  • 44. Pueden, entonces –sí, comprendo ahora que se “puede”, ¡pero no comprendo que tengan derecho a hacerlo!– privar a un hom- bre de su libertad, encerrar a un artista independiente, del que incluso no saben si ha cometido eso de que lo acusan. Por una simple sospecha, o aún peor, por una denuncia de alguien malintencionado o simplemente de alguien despistado. Eso es un rapto. Sí, la privación de libertad es aquí de hecho un atenta- do contra la libertad. No puedo comprender de ninguna manera que haya podido ser encerrado, que haya podido serlo más que algunas horas. No comprendo que esto haya podido ocurrir y tampoco comprendo por qué eso ha podido ocurrir. Ningún niño ha sido pervertido por mí, por la sencilla razón de que yo nunca les mostré esos dibujos; en cuanto a los mayores, lo cono- cían todo con detalles. Entonces ¿por qué? ¡Yo no soy sin embargo un malhechor! No violé, ni robé, ni asesiné, ni incen- dié; y si he pecado contra la muy delicada “sociedad” de los hombres, es únicamente porque existo. 44
  • 45. A mí no me falta buena voluntad, pero ¿cuál es la voluntad que mueve a los otros? Habrá que verlo. Nos incumbe, ni qué decir tiene, estar siempre preparados para sufrir todo aquello que la vida nos inflige. Lo que importa es evaluar y transmutar de otro modo lo que se ha vivido. Resuelto a no llevar la peor parte. 45
  • 46. Interrogatorios. Muy curioso. Muy turbador. A veces angustio- so. Preguntas cuya coherencia se me escapa. Una amabilidad de la que desconfío. El “enjuiciamiento” concerniente al “secuestro de menor” está paralizado desde hace tiempo, pero la instrucción del caso de los “dibujos pornográficos” prosigue. ¿Necesitan encerrarme por eso? ¿Teme el tribunal que me fugué? ¡Qué estupidez! El tribu- nal debe celebrar sesión próximamente. Bueno, sin embargo no llegarán tan lejos como para castrarme, no pueden, como no pueden castrar el Arte. ¿Qué es lo que todavía puede ocurrir- me? (Además de que lo que me ocurre es malo y tot almente injusto). Viena, 8 de mayo de 1912 ¡24 días de encarcelamiento! ¡Veinticuatro días o quinientas setenta y seis horas! ¡Una eternidad! La instrucción se desarro- lló de una manera lamentable, y he sufrido una indecible desgra- cia. Se me castiga terriblemente sin haber sido condenado. Durante la sesión del tribunal, uno de mis dibujos confiscados, el que colgaba en mi dormitorio, ¡fue quemado solemnemente bajo la llama de una vela por el juez togado! ¡Auto de fe! ¡Savonarola! ¡Inquisición! ¡Edad Media! Sí, corred a los muse- os y destrozar las mejores obras de arte. Quien desaprueba el sexo es una basura que mancilla, de la manera más vil, a los pro- pios padres que lo han engendrado. ¡Todo aquel que no haya sufrido como yo deberá en adelante avergonzarse ante mí! 46
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  • 49. PINTURAS y DIBUJOS de EGON SCHIELE
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  • 61. Una oscura historia de atentado contra las bue- nas costumbres llevará al p i n tor Egon Schiele a sufrir la cárcel. En esta obra, bajo forma de diario, se nos ofrece el relato de esa detención. Veinticuatro días en el infierno de un artista que se adelantó a su tiempo. ISBN: 84-933639-1-X