En esta bolsa vieja, Julián Barletta tiene guardados todos los adioses de su vida, apretados como fetos. Cada adiós reclama su prioridad y derecho a estar más cerca de la boca de la bolsa. La discusión se vuelve caótica a medida que cada adiós defiende su importancia. Al final, aunque no se resuelva el orden, el adiós de la muerte de Barletta reclama ser el más significativo y definitivo de todos.
1. Todos en la misma bolsa. –M. C. Hisijos
En esta bolsa vieja estamos metidos todos. O mejor dicho, nos tiene metidos él, Julián
Barletta, creyendo que así, nos podrá olvidar algún día, o que por lo menos, le
doleremos menos en el pecho.
Éramos algunos antes. De a poco, fueron sumándose los que faltaban. Y ahora estamos
acá todos. O creo yo, que estamos todos los que somos. Apretados. Si parecemos fetos
de embarazo múltiple. En esta bolsa vieja, que pretende ser olvidada- que Barletta
quisiera que no exista- sobrevivimos, y aprendimos a soportarnos. Y Barletta, nos va a
tener que cargar hasta su último día, aunque no le guste. Aunque llore a la noche y
escondido.
Fue el otro día, si parecíamos que estábamos más amontonados que nunca, que al
kilombo se lo veía venir. La otra vez, a uno de nosotros –que ya tenía el codo de otro en
la frente- se le ocurrió lo del orden de prioridades, para poder acomodarnos mejor en la
bolsa. Lo siguió el de primer grado; y claro, él suponía que iba a ser el más beneficiado,
o por lo menos, uno de ellos, por una cuestión temporal. El adiós de Barletta del primer
grado, con una lágrima que se le quería salir del ojo. Con sus seis años, que cuando lo
pienso me enternezco, ese, que con la manito, se despedía de su mamá, desde el portón
de la escuela en un primer día de clase.
Y ahí nomás, empezaron las disputas por las prioridades. Y salió el adiós de Barletta a
la abuela, si parecía un hombrecito, tragándose los mocos para no llorar, obligado, al
lado del ataúd. Hinchando el pecho, compadrito, convencido de que él si que es un adiós
importante, y que por lo sombrío, nunca recibió el reconocimiento que se merecía.
En esta bolsa somos como histéricas cacareando en pensión de señoritas a la hora de
reclamar nuestros derechos. Y lo digo, porque enseguida todo fue un griterío. Cada uno
sacó a relucir sus méritos patéticamente. El adiós sin lágrimas, sólo con los dientes
apretados, de cuando a Barletta se le piantó la primera mujer. Ceremonialmente
hablaba, también, el adiós emblemático, el de la despedida al hijo en el aeropuerto,
porque era un adiós tan formal como un pasaporte. En desfile, todos mostrando sus
pretenciosas ambiciones. También gritaba, llorando, ridículamente dramático, todavía
con el traje puesto, el adiós del casorio de la hija de Barletta. Exponían, uno en uno, sus
descarnadas heridas. Mamado, desde la época en que llegó, el adiós de la despedida de
soltero de Barletta, quiso hacerse respetar interviniendo, pero a las pocas palabras se
quedó dormido, durmiendo la mona eterna, a la que ya estábamos todos acostumbrados.
Todos hablaron los adioses. Todos los que entran en una vida, todos los que entramos
en una bolsa.
Uno de los adioses petisos, uno de los del grupo “vacaciones” y “viajes cortos”,
cuando ya estábamos todos cansados por la discusión y tanto encierro, preguntó si las
prioridades, iban a ser por orden cronológico o por presunta importancia. Todos se le
tiraron encima puténdolo, mordiéndolo, arañándolo, dándole trompadas. Todos. Hasta
yo. Que siempre ando sosegadito. Agachado. En lo oscuro. Si no me importa en qué
quedó ese día el asunto de las prioridades de los adioses. Ni me importa si se acordaron
de mi. Porque yo sé que soy el más importante. El fundamental. O por lo menos, el
definitivo. Porque soy el adiós final. El adiós que vendrá con la muerte de Barletta.