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VISOR   Literatura y debate crítico
Documentos de cultura, documentos de barbarie
Fredric Jameson

Documentos de cultura,
documentos de barbarie
        La narrativa como
    acto socialmente simbólico




      Traducción de Tomás Segovia
Literatura y debate crítico, 2

                    Colección dirigida por
                        Carlos Piera y
                      Roberta Quance




The political unconscious. Narrative as a socially symbolic act.
                   ® Fredric Jamenson, 1989
 © de la presente edición, VISOR DISTRIBUCIONES S. A., 1989
               Tomás Bretón, 55, 28045 Madrid
                    ISBN: 84-7774-703-2
               Depósito legal: M. 21.563-1989
             Impreso en España - Printed in Spain
                    Gráficas Rogar, S. A.
                    Fuenlabrada (Madrid)
O ma belle guerriere!
Imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida.
                                                        WlTTGENSTEIN




    Puesto que el mundo expresado por el sistema total de conceptos es
el mundo tal como la sociedad se lo representa para sí misma, sólo la
sociedad puede proporcionar las nociones generalizadas de acuerdo con
las cuales puede representarse tal mundo... Puesto que el universo existe
tan sólo en la medida que es pensado, y puesto que sólo puede ser
pensado en su totalidad por la sociedad misma, toma su lugar dentro de
la sociedad, se vuelve un elemento de su vida interior, y la sociedad
puede verse así como ese genus total fuera del cual no existe nada. El
concepto mismo de totalidad no es sino la forma abstracta del concepto
de sociedad: ese todo que incluye a todas las cosas, esa clase suprema
bajo la cual deben subsumirse todas las demás clases.
                                                             DURKHEIM




                                                                       9
PREFACIO




    ¡Historicemos siempre! Esta consigna —único imperativo absoluto y hasta
podríamos decir «transhistórico» de todo pensamiento dialéctico— a nadie sorprenderá
que resulte ser también la moral de Documentos de cultura, documentos de
barbarie. Pero, como nos lo enseña la dialéctica tradicional, la operación historizadora
puede seguir dos caminos distintos, que sólo en última instancia se encuentran en un
mismo lugar: el camino del objeto y el camino del sujeto, los orígenes históricos de
las cosas mismas, y esa historicidad más tangible de los conceptos y las categorías por
cuyo intermedio intentamos entender esas cosas. En el terreno de la cultura, que es
el campo central de este libro, nos enfrentamos así a una elección entre el estudio de
la naturaleza de las estructuras «objetivas» de un texto cultural dado (la historicidad
de sus formas y su contenido, el momento histórico de emergencia de sus posibilidades
lingüísticas, la función situacionalmente específica de su estética), y algo bastante
diferente que pondría en cambio en el primer plano las categorías interpretativas o
códigos a través de los cuales leemos y recibimos el texto en cuestión. Para bien o
para mal, es este segundo camino el que hemos escogido seguir aquí: este libro se
centra consiguientemente en la dinámica del acto de interpretación y presupone como
su ficción organizadora que nunca confrontamos un texto de manera realmente
inmediata, en todo su frescor como cosa-en-sí. Antes bien los textos llegan ante
nosotros como lo siempre-ya-leído; los aprehendemos a través de capas sedimentadas
de interpretaciones previas, o bien —si el texto es enteramente nuevo— a través de
los hábitos de lectura y las categorías sedimentadas que han desarrollado esas
imperativas tradiciones heredadas. Esta presuposición dicta pues el uso de un método
(que en otro lugar llamé «metacomentario») según el cual nuestro objeto de estudio
no es tanto el texto mismo sino la interpretación a través de la cual intentamos
enfrentarnos a él y apropiárnoslo. La interpretación se entiende aquí como un acto
esencialmente alegórico que consiste en reescnbir un texto dado en términos de un
código maestro interpretativo particular. La identificación de este último llevará
pues a una evaluación de dichos códigos o, dicho de otra manera, de los «métodos»
o abordamientos corrientes hoy en los estudios literarios y culturales norteamericanos.
Su yuxtaposición con el ideal de comprensión dialéctico o totalizador, propiamente
marxista, se utilizará para demostrar las limitaciones estructurales de los otros
códigos interpretativos, y en particular para mostrar las maneras «locales» en que
construyen sus objetos de estudio y las «estrategias de contenimiento» con las que
lograrnos proyectar la ilusión de que sus lecturas son de alguna manera completas y
autosuficientes.

    La ilusión retrospectiva del metacomentario tiene así la ventaja de permitirnos
medir el rendimiento y la densidad de un acto interpretativo propiamente marxista
en contraste con esos otros métodos interpretativos —el ético, el psicoanaíítico, el
mítico-crítico, el semiótico, el estructural y el teológico— con los que tiene que


                                                                                    11
competir en el «pluralismo» del mercado intelectual de nuestros días. Alegaré aquí la
prioridad del marco interpretativo marxiano en términos de riqueza semántica. El
marxismo no puede defenderse hoy como un mero sustituto de esos otros métodos,
que se arrumbarían entonces con gesto triunfalista entre los desperdicios de la
historia; la autoridad de semejantes métodos se funda en su fiel consonancia con esta
o aquella ley local de una vida social fragmentada, este o aquel subsistema de una
superestructura cultural compleja y pululante. Dentro del espíritu de una tradición
dialéctica más auténtica, el marxismo se concibe aquí como ese «horizonte no
trascendible» que subsume tales operaciones críticas aparentemente antagonistas o
inconmensurables, asignándoles dentro de él mismo una validez sectorial indudable,
y de este modo borrándolas y preservándolas a la vez.
    Sin embargo, debido al foco peculiar de esta organización retrospectiva, acaso
valga la pena advertir al lector lo que este libro no es. El lector, en primer lugar, no
debe esperar nada parecido a esa proyección exploratoria de lo que es y debe ser una
cultura política vital y emergente que ha propuesto con toda razón Raymond
Williams como la tarea más urgente de una crítica cultural marxista. Hay por
supuesto buenas razones históricas objetivas que explican por qué el marxismo
contemporáneo ha tardado tanto en ponerse a la altura de ese reto: la triste historia
de la prescripción zhdanovista en las artes es una de ella, la fascinación con los
modernismos y «revoluciones» en la forma y en el lenguaje es otra, así como el
advenimiento de todo un nuevo «sistema mundial» político y económico al que los
viejos paradigmas culturales marxistas se aplican sólo impefectamente. Una conclusión
provisional del presente trabajo enunciará algunos de los desafíos que la interpretación
marxista debe anticipar al concebir esas nuevas formas de pensamiento colectivo y
de cultura colectiva que yacen tras los límites de nuestro propio mundo. El lector
encontrará allí una silla vacía reservada para alguna producción cultural colectiva
aún no realizada del futuro, más allá del realismo tanto como del modernismo.
     Si este libro no quiere pues proponer una estética política o revolucionaria,
 tampoco se preocupa mucho de plantear una vez más las cuestiones tradicionales de
 la estética filosófica: la naturaleza y la función del arte, la especificidad del lenguaje
poético y de la experiencia estética, la teoría de lo bello y todo eso. Pero la ausencia
 misma de esas cuestiones puede servir de comentario implícito sobre ellas; he tratado
 de mantener una perspectiva esencialmente historicista, en la que nuestras lecturas
 del pasado son vitalmente dependientes de nuestra experiencia del presente, y en
particular de las peculiaridades estructurales de lo que se llama a veces la sociedad
 de consumo (o el momento «desacumulativo» del capitalismo tardío monopolista o
 de consumo o multinacional), lo que Guy Debord llama sociedad de la imagen y el
 espectáculo. La cuestión es que en semejante sociedad, saturada de mensajes y con
 experiencias «estéticas» de todas clases, las cuestiones mismas de una vieja estética
filosófica necesitan ser historizadas radicalmente, y puede esperarse que se transformen
 en el proceso de manera irreconocible.
    Ni tampoco, aunque la historia literaria está implicada aquí por todas partes,
debe tomarse este libro como una obra paradigmática de esa forma o género
discursivo, que está hoy en crisis. La historia literaria tradicional era un subconjunto


12
de la narrativa representacional, una especie de «realismo» narrativo que se ha
vuelto tan problemático como sus ejemplares principales en la historia de la novela.
El segundo capítulo del presente libro, que se ocupa de la crítica de los géneros,
planteará el problema teórico del estatuto y la posibilidad de tales narraciones
histórico-literarias, que en Marxism and form llamé «constructos diacrónicos»; las
lecturas subsiguientes de Balzac, Gissing y Conrad proyectan un marco diacrónico
 —la construcción del sujeto burgués en el capitalismo emergente y su desintegración
 esquizofrénica en nuestra época— que aquí, sin embargo, no se desarrolla nunca del
 todo. Sobre la historia literaria podemos observar hoy que su tarea se auna a la que
propuso Louis Althusser para la historiografía en general: no elaborar algún
simulacro acabado, con la apariencia de lo vivo, de su supuesto objeto, sino más
bien «producir» el «concepto» de este último. Esto es sin duda lo que las más
eminentes historias literarias modernas o modernizadoras —como por ejemplo la
 Mimesis de Auerbach— han tratado de hacer en su práctica crítica, si no en su
 teoría.
     ¿Es posible por lo menos, entonces, que la presente obra pueda tomarse como un
 esquema o proyección de una nueva clase de método crítico? Ciertamente a mí me
parecería perfectamente apropiado reformular muchos de sus hallazgos en la forma
 de un manual metodológico, pero semejante manual tendría por objeto el análisis
 ideológico, que sigue siendo, me parece, la designación apropiada del «método»
 crítico específico del marxismo. Por algunas de las razones indicadas arriba, este
 libro no es un manual, cosa que lo haría necesariamente ajustar las cuentas con otros
 «métodos» rivales en un espíritu más polémico. Sin embargo, no debe suponerse que
 el tono inevitablemente hegeliano del marco de referencia retrospectivo de El
 inconsciente político implica que tales intervenciones polémicas no sean de la más
 alta prioridad para la crítica cultural marxista. Por el contrario, esta última tiene
 que ser también necesariamente lo que Althusser ha pedido a la práctica de la
fdosofía marxista propiamente dicha, o sea «lucha de clases dentro de la teoría».
     Para el lector no marxista, sin embargo, que bien puede sentir que este libro es
 a fin de cuentas bastante polémico, añadiré algo que acaso sea innecesario y
 subrayaré mi deuda con los grandes pioneros del análisis narrativo. Mi diálogo
 teórico con ellos en estas páginas no debe tomarse meramente con un espécimen más
 de la crítica negativa de la «falsa conciencia» (aunque también es eso, y de hecho en
 la Conclusión I tratará explícitamente del problema de los usos apropiados de esos
 gestos que son la desmitificación y desenmascaramiento ideológico). Debe quedar
 claro mientras tanto que ninguna obra en el campo del análisis de la narrativa
puede permitirse ignorar las contribuciones fundamentales de Northrop Frye, la
 codificación por A. J. Greimas de las tradiciones formalistas y semióticas en su
 totalidad, la herencia de cierta hermenéutica cristiana, y sobre todo las indispensables
 exploraciones de Freud en la lógica de los sueños y de Claude Lévi-Strauss en la
 lógica del relato «primitivo» y de la pensée sauvage, para no hablar de los logros
 defectuosos pero monumentales en este terreno del más grande filósofo marxista de
 los tiempos modernos, Georg Lukács. Estos corpus divergentes y desiguales son
 interrogados y valorados aquí desde la perspectiva de la tarea crítica e interpretativa
 específica del presente volumen, a saber reestructurar la problemática de la ideología,


                                                                                     13
del inconsciente y del deseo, de la representación, de la historia y de la producción
cultural, alrededor del proceso umversalmente moldeador de la narrativa, que
considero (utilizando aquí el atajo del idealismo filosófico) como la función o
instancia central del espíritu humano. Esta perspectiva puede reformularse en
términos del código dialéctico tradicional como el estudio de la Darstellung: esa
designación intraducibie en la que los problemas actuales de la representación se
cruzan productivamente con aquellos, bastante diferentes, de la presentación, o del
movimiento esencialmente narrativo y retórico del lenguaje y de la escritura a lo
largo del tiempo.
     Finalmente, aunque no es menos importante, el lector se sentirá acaso desconcertado
 de que un libro ostensiblemente preocupado del acto interpretativo dedique tan poca
atención a las cuestiones de la validez interpretativa y a los criterios según los cuales
puede invalidarse o acreditarse una interpretación dada. Sucede que en mi opinión
 ninguna interpretación puede ser efectivamente descalificada en sus propios términos
por una simple enumeración de inexactitudes y omisiones, o por una lista de
 cuestiones no resueltas. La interpretación no es un acto aislado, sino que tiene lugar
 dentro de un campo de batalla homérico, donde cierta cantidad de opciones
 interpretativas están implícita o explícitamente en conflicto. Si la concepción
positivista de la exactitud filológica fuese la única alternativa, entonces preferiría
 con mucho adherirme a la actual y provocativa celebración de las lecturas
fuertemente equivocadas, antes que a las que son débiles. Como dice el proverbio
 chino, se usa un mango de hacha para hallar otro: en nuestro contexto, sólo otro a
 interpretación más fuerte puede derribar y refutar prácticamente a una interpretación
ya establecida.                           -ffSítt '¡'-- ••-
    Me contentaría pues con que las partes teóricas de este libro se juzgaran y
pusieran a prueba de acuerdo con su práctica interpretativa. Pero esta antítesis
misma señala el doble patrón y el dilema formal de todo estudio cultural que se
haga hoy, de lo cual difícilmente quedaría exento este libro: una incómoda lucha por
la prioridad entre los modelos y la historia, entre la especulación teórica y el análisis
textual, donde la primera trata de transformar al segundo en otros tantos simples
ejemplos, aducidos para apoyar sus proposiciones abstractas, mientras que el segundo
sigue implicando insistentemente que la teoría misma no era sino un andamiaje
metodológico que puede desmantelarse sin dificultad una vez que empieza la cuestión
seria de la crítica práctica. Estas dos tendencias —teoría e historia literaria— se ha
sentido tantas veces en el pensamiento académico occidental que eran rigurosamente
incompatibles, que vale la pena recordar al lector, en conclusión, la existencia de una
tercera posición que las trasciende a ambas. Esa posición, por supuesto, es el
marxismo, que, en la forma de la dialéctica, afirma una primacía de la teoría que
es a un mismo tiempo un reconocimento de la primacía de la Historia misma.


Killingworth, Connecticut
                                                                    FREDRIC JAMESON


14
1 Sobre la interpretación
             LA L I T E R A T U R A C O M O A C T O
             SOCIALMENTE SIMBÓLICO




    Este libro afirmará la prioridad de la interpretación política de los textos
literarios. Concibe la perspectiva política no como un método suplementario, no
como un auxiliar optativo de otros métodos interpretativos corrientes hoy —el
psicoanalítico o el mítico-crítico, el estilístico, el ético, el estructural—, sino más
bien como el horizonte absoluto de toda lectura y toda interpretación.
    Es esta evidentemente una exposición más extrema que la modesta pretensión,
aceptable sin duda para todo el mundo, de que ciertos textos tienen una
resonancia social e histórica, a veces incluso política. La historia literaria
tradicional, por supuesto, nunca ha prohibido la investigación de tópicos tales
como el trasfondo político florentino en Dante, las relaciones de Milton con los
cismáticos o las alusiones históricas irlandesas en Joyce. Alegaré, sin embargo,
que tal información —incluso allí donde no es reabsorbida, como sucede la
mayoría de las veces, es una concepción idealista de las historia de las ideas— no
produce una interpretación como tal, sino más bien, en el mejor de los casos, sus
(indispensables) precondiciones.
    Hoy en día, esa relación propiamente de anticuarios con el pasado cultural
tiene una contraparte dialéctica que es en último término igualmente insatisfactoria;
me refiero a la tendencia en gran parte de la teoría contemporánea a reescribir
ciertos textos escogidos del pasado en términos de su propia estética, y en
particular en términos de una concepción modernista (o más propiamente
postmodernista) del lenguaje. En otro lugar1 he mostrado las maneras en que tales
«ideologías del texto» construyen un hombre de paja o un término inesencial
—llamado según los casos el texto «legible» o «realista» o «referencial»— contra
el cual se define el término esencial —el texto «escribible» o modernista o
«abierto», la écriture o la productividad textual— y frente al cual se le presenta
como una ruptura decisiva. Pero la profunda frase de Croce de que «toda historia
es historia contemporánea» no significa que toda la historia es nuestra historia
contemporánea; y el problema empieza cuando nuestra ruptura epistemológica
empieza a desplazarse en el tiempo según nuestros intereses presentes, de tal
manera que Balzac puede significar la representacionalidad no ilustrada cuando
nos preocupa realzar todo lo que es «textual» y moderno en Flaubert, pero se

       1
           Véase «The ideology of the text», Salgamundi, núm. 31-32 (otoño 1975-invierno 1976), pp. 204-
246.

                                                                                                     15
vuelve otra cosa cuando, con Roland Barthes en S/Z, estamos decididos a
reescribir a Balzac como Philipe Sollers, como puro texto y écriture.
    Esta inaceptable opción o doblez ideológico entre actitud de anticuario y
proyección o «pertinencia» modernizadora demuestra que los viejos dilemas del
historicismo —y en particular la cuestión de la reclamación de monumentos
pertenecientes a momentos distantes o incluso arcaicos del pasado cultural en un
presente culturalmente diferente2— no desaparecen simplemente porque escojamos
no ponerles atención. Nuestra presuposición, en los análisis que siguen, será que
sólo una genuina filosofía de la historia es capaz de respetar la especificidad y la
radical diferencia del pasado social y cultural a la vez que revela la solidaridad de
sus polémicas pasiones, sus formas, estructuras, experiencias y luchas, con las de
la época presente.
    Pero las filosofías de la historia genuinas nunca han sido numerosas, y pocas
sobreviven en forma abordable y utilizable en el mundo contemporáneo de
capitalismo de consumo y de sistema multinacional. Tendremos suficientes
ocasiones, en las páginas que siguen, de subrayar el interés metodológico del
historicismo cristiano y los orígenes teológicos del primer gran sistema hermenético
de la tradición occidental, para que se nos permita la observación adicional de que
la filosofía de la historia cristiana que surge plenamente desarrollada en la Ciudad
de Dios de Agustín (413-426 a. C.) no puede ser ya para nosostros particularmente
constrictiva. En cuanto a la filosofía de la historia de una burguesía heroica, sus
dos variantes principales —la visión del progreso que surge de las luchas
ideológicas de la Ilustración francesa y ese populismo o nacionalismo orgánico
que articuló la historicidad bastante diferente de los pueblos de la Europa central
y oriental y que se asocia generalmente al nombre de Herder— no están extintas
ni una ni otra, ciertamente, pero están cuando menos una y otra desacreditadas
bajo sus encarnaciones hegemónicas en el positivismo y el liberalismo clásico, y en
el nacionalismo respectivamente.
    Mi posición aquí es que sólo el marxismo ofrece una resolución coherente e
ideológicamente convincente del dilema del historicismo evocado más arriba. Sólo
el marxismo puede darnos cuenta adecuadamente del misterio del pasado cultural,
que, como Tiresias al beber la sangre, vuelve momentáneamente a la vida y
recobra calor y puede una vez más hablar y transmitir su mensaje largamente
olvidado en un entorno profundamente ajeno a ese mensaje. Ese misterio sólo
puede llevarse de nuevo a efecto si la aventura humana es una; sólo así —y por
medio de las distracciones del anticuario o las proyecciones del modernista—
podemos echar una ojeada a los llamados vitales que nos dirigen esas cuestiones
hace mucho difuntas, como la alternancia estacional de la economía de una tribu
primitiva, las apasionadas disputas sobré la naturaleza de la Trinidad, los modelos
en conflicto de la polis o del Imperio universal, o bien, más cerca de nosotros en

     2
     Esta es para m! la pertinencia de una teoría de los «modos de producción» para la crítica literaria
y cultural; se encontrarán más reflexiones sobre esta cuestión y una declaración más explícita de las
tendencias «historicistas» del marxismo en mi «Marxism and historicism», New Literary History, 11
(otoño 1979), pp. 41-73.


16
apariencia, las polvorientas polémicas parlamentarias y periodísticas de los estados
nacionales del siglo XIX. Esos asuntos pueden recobrar para nosotros su urgencia
original únicamente a condición de que se los vuelva a relatar dentro de la unidad
de una única gran historia colectiva; sólo si, aunque sea en una forma muy
disfrazada y simbólica, se los mira como participando en un solo tema fundamental
—para el marxismo, la lucha colectiva por arrancar un reino de la Libertad al
reino de la Necesidad—3; sólo si se los aprehende como episodios vitales en una
única y vasta trama inconclusa: «La historia de todas las sociedades que han
existido hasta ahora es la historia de las luchas de clase: hombre libre y esclavo,
patricio y plebeyo, señor y siervo, agremiado y jornalero —en una palabra,
opresor y oprimido— estuvieron en constante oposición mutua, llevaron a cabo
una lucha ininterrumpida, ora oculta, ora abierta, una lucha que acababa cada vez
ya sea en una reconstitución revolucionaria de la sociedad en general, ya sea en la
ruina común de las clases contendientes»4. En el rastreo de las huellas de ese
relato ininterrumpido^ en la restauración en la superficie del texto de la realidad
reprimida y enterrada de esa historia fundamental, es donde la doctrina de un
inconsciente político encuentra su función y su necesidad.
    Desde esta perspectiva la distinción provisional conveniente entre textos
culturales que son sociales y políticos y los que no lo son se vuelve algo peor que
un error: se vuelve un síntoma y un reforzamiento de la cosificación y
privatización de la vida contemporánea. Semejante distinción vuelve a confirmar
esa brecha estructural, experiencial y conceptual entre lo público y lo privado,
entre lo social y lo psicológico, o lo político y lo poético, entre historia o
sociedad e «individuo», que —ley tendencial de la vida social bajo el capitalismo—
cercena nuestra existencia como sujetos individuales y paraliza nuestro pensamiento
sobre el tiempo y el cambio tan seguramente como nos enajena de nuestro
discurso mismo. Imaginar que, a salvo de la omnipresencia de la historia y la
implacable influencia de lo social, existe ya un reino de la libertad —ya sea el de
la experiencia microscópica de las palabras en un texto o el de los éxtasis e
intensidades de la varias religiones privadas— no es más que reforzar la tenaza de

   3
       «El reino de la libertad sólo empieza efectivamente allí donde cesa el trabajo, que está de hecho
determinado por la necesidad y las consideraciones mundanas; así, en la naturaleza misma de las cosas,
se sitúa más allá de la esfera de la producción efectiva. Del mismo modo que el salvaje tiene que
luchar con la naturaleza para satisfacer sus necesidades, para mantener y reproducir la vida, así
también tiene que hacerlo el hombre civilizado; pero, al mismo tiempo, las fuerzas de producción que
satisfacen esas necesidades crecen también. La libertad en este campo sólo puede consistir en hombres
socializados, los productores asociados que regulan racionalmente sus intercambios con la Naturaleza,
poniéndola bajo su control común, en lugar de ser gobernados por ella como por las fuerzas ciegas de
la Naturaleza; y logrando esto con el mínimo gasto de energía y bajo las condiciones más favorables
a su naturaleza humana y dignas de ella. Pero sigue quedando un reino de la necesidad. Más allá de
él empieza ese desarrollo de la energía humana que es un fin en sí mismo, el verdadero reino de la
libertad, que sin embargo sólo puede florecer con este reino de la necesidad en su base.» Karl Marx.
Él capital, III, p. 820 en la trad. inglesa de International Publishers (Nueva York, 1977).
     4
       Karl Marx & Friedrich Engels, «The Communist manifestó», in K. Marx, On Revolution, ed. y
trad. de S. K. Padover (New York: McGraw Hill, 1971), p. 81. [Hay trad. esp.: El manifiesto
comunista; muchas editoriales]


                                                                                                     17
la Necesidad en esas zonas ciegas donde el sujeto individual busca refugio,
persiguiendo un proyecto de salvación puramente individual, meramente psicológico.
La única liberación efectiva de semejante constricción empieza con el reconocimiento
de que no hay nada que no sea social e histórico; de hecho, que todo es «en
último análisis» político.
    La afirmación de que existe un inconsciente político propone que emprendamos
precisamente tal análisis final y exploremos los múltiples caminos que llevan al
desenmascaramiento de los artefactos culturales como actos socialmente simbólicos.
Proyecta una hermenéutica rival de. las ya enumeradas; pero lo hace, como
veremos, no tanto repudiando sus hallazgos como alegando la propia prioridad
filosófica y metodológica, en último término, frente a códigos interpretativos más
especializados cuyas vislumbres están estratégicamente limitadas tanto por sus
propios orígenes situacionales como por los modos estrechos o locales en que
interpretan o construyen sus objetos de estudio.
    De todos modos, describir las lecturas y análisis contenidos en la presente
obra como otras tantas interpretaciones, presentarlos como otros tantos documentos
de la construcción de una nueva hermenéutica es ya anunciar todo un programa
polémico, que debe habérselas necesariamente con un clima crítico y teórico más
o menos hostil a esas consignas5. Es cada vez más claro, por ejemplo, que la
hermenéutica o actividad interpretativa ha llegado a ser uno de los blancos
polémicos fundamentales del postestructuralismo contemporáneo en Francia, que
—poderosamente apuntalado por la autoridad de Nietzsche— ha tendido a
identificar tales operaciones con el historicismo, y en particular con la dialéctica
y su valorización de la ausencia y de lo negativo, su afirmación de la necesidad y
prioridad del pensamiento totalizador. Estoy de acuerdo con esa identificación,
con esa descripción de las afinidades e implicaciones ideológicas del ideal del acto
interpretativo o hermenéutico; pero alegaré que la crítica está fuera de lugar.

     5
       V. Michel Foucault, «The retreat and return of the origin» [«La retirada y el retorno del
origen»], cap. 9, parte 6, de The order of things (Nueva York: Vintage, 1973) [es trad. inglesa de Les
mots et les choses; hay trad. española: Las palabras y las cosas; Barcelona: Planeta, 19865], pp. 328-355;
así como la Archeology of knowledge del mismo autor, trad. de A. M. Sheridan Smith [Archéologie du
savoir; hay trad. española: Arqueología del saber], en particular la introducción y el cap. sobre la
«historia de las ideas»; Jacques Derrida, «The exorbitant. Question of method» [«Lo exorbitante.
Cuestión de método»], in Of Grammatology, trad. Gaytari Spivak (Baltimore: Johns Hopkins Univ.
Press, 1976) [es trad. inglesa de De la Grammatologie (París: Minuit, 1967); hay trad. española: De la
Gramatología; Buenos Aires: Siglo XXI, 1971], pp. 157-164; así como su «Hors livre», in La
dissémination (París: Seuil, 1972) [hay trad. española: La diseminación; Madrid: Fundamentos, 1975],
pp. 9-67; Jean Baudrillard, «Vers une critique de l'économia politique du signe», in Pour une critique
de l'économie politique du signe (París: Gallimard, 1972); junto con su Mirror of production, trad. de
Mark Poster (St. Louis: Telos, 1975); Gilíes Deleuze & Félix Guattari, The Anti-Oedipus, trad. de
Robert Hurley, Mark Seem & Helen R. Lañe (Nueva York: Viking, 1977) [es trad. de L'anti-Oedipe;
hay trad. española: El anti-Edipo; Barcelona: Paidós, 1985], pp. 25-28, 109-113. 305-308; Jean-
Francois Lyotard, Économie libidinale (París: Minuit, 1974), especialmente «Le désir nommé Marx»,
pp. 117-188; y finalmente, pero no menos importante, Louis Althusser et al, Reading Capital, trad.
de Ben Crewster (Londres New Left Bóoks, 1970) [es trad. de Lire le Capital; versión esp.: Para leer
El Capital. México: Siglo XXI, 19725], especialmente «Marx immense theoretical revolution» [«La
inmensa revolución teórica de Marx»], pp. 182-193.


18
En efecto, u n o de los más dramáticos de estos recientes ataques contra la
interpretación —El anti-Edipo de Gilíes Deleuze y Félix Guattari— toma como
blanco, de manera bastante apropiada, no la interpretación marxiana, sino más
bien la freudiana, que se caracteriza como una reducción y una reescritura del rico
y azaroso conjunto de las múltiples realidades de la experiencia cotidiana concreta
en los términos controlados, estratégicamente prelimitados de la narración
familiar —ya se la mire como mito, como tragedia griega, como «novela familiar»
o incluso en la versión estructural lacaniana del complejo de Edipo. Lo que se
denuncia es por lo t a n t o un sistema de interpretación alegórica en que los datos
de una línea narrativa quedan radicalmente empobrecidos por su reescritura según
el paradigma de otra narración, tomada como el código maestro de la anterior o
su Ur-narración y propuesta como el significado último escondido o inconscien-
temente de la primera. El meollo del argumento del Anti-Edipo está, indudable-
mente, muy cerca del espíritu de la presente obra, pues la preocupación de sus
autores es reafirmar la especificidad del contenido político de la vida cotidiana y
de la experiencia fantaseadora individual, y rescatarla de esa reducción a lo
meramente subjetivo y al estatuto de la proyección psicológica que es más
característica aún de la vida cultural e ideológica norteamericana de hoy que de
una Francia todavía politizada. A lo que a p u n t o al mencionar este ejemplo es a
observar que el repudio de un viejo sistema interpretativo —la reescritura
freudiana, apresuradamente asimilada a la hermenéutica en general y como tal—
corre parejas en El anti-Edipo con la proyección de t o d o un nuevo m é t o d o para
la lectura de textos:

        El inconsciente no plantea ningún problema de significado, únicamente problemas
        de uso. La pregunta que plantea el deseo no es «¿Qué significa?» sino más bien
        «¿Cómo funciona?»... [El inconsciente] no representa nada, sino que produce. No
        significa nada, sino que funciona. El deseo hace su entrada con el derrumbe general
        de la pregunta «¿Qué significa?» Nadie ha sido capaz de plantear el problema del
        lenguaje salvo en la medida en que los lingüistas y lógicos habían eliminado
        previamente el significado; y la mayor fuerza del lenguaje sólo fue descubierta una
        vez que una obra se vio como una máquina, productora de ciertos efectos,
        susceptible de cierto uso. Malcolm Lowry dice de su obra: es cualquier cosa que
        usted quiera, siempre que funcione —«Y funciona en efecto, créame, según he
        notado»—: una maquinaria. Pero a condición de que el significado no sea otra cosa
        que el uso, de que se convierta en un firme principio únicamente si tenemos a
        nuestra disposición criterios inmanentes capaces de determinar los usos legítimos,
        opuestos a los ilegítimos que relacionan en cambio el uso con un hipotético
        significado y restablecen una especie de trascendencia6.
    Desde nuestro p u n t o de vista presente, sin embargo, el ideal de un análisis
inmanente del t e x t o , de un desmantelamiento o desconstrucción de sus partes y
una descripción de su funcionamiento y disfuncionamiento, equivale menos a una
nulificación generalizada de toda actividad interpretativa que a la exigencia de una

   6
       Deleuze/Guattari, Anti-Oedipus, p. 109.


                                                                                        19
construcción de algún nuevo modelo hermenéutico más adecuado, inmanente o
antitrascendental, que será tarea de la páginas siguientes proponer. 7


                                                  I

    Esta corriente nietzscheana y antiinterpretativa no carece, sin embargo, de
equivalente en cierto marxismo contemporáneo: la empresa de construir una
hermenéutica propiamente marxista debe enfrentarse necesariamente a poderosas
objeciones a los modelos tradicionales de interpretación planteadas p o r la
influyente escuela del llamado marxismo estructural o althusseriano 8 . La posición
del propio Althusser sobre el tema está enunciada en su teoría de las tres formas
históricas de causalidad (o «efectividad»), en un d o c u m e n t o tan significativo para
la teoría contemporánea que vale la pena citarlo con alguna extensión:

       El problema epistemológico planteado por la modificación radical del objeto de la
       economía política por Marx puede ser formulado así: ¿por medio de qué concepto
       puede pensarse el tipo de determinación nueva, que acaba de ser identificada como
       la determinación de los fenómenos de una región dada por la estructura de esta
       región? ... Dicho de otra manera, ¿cómo definir el concepto de una causalidad
       estructural? ...
           Muy esquemáticamente, se puede decir que la filosofía clásica ... disponía, en
       todo y para todo, de dos sistemas de conceptos para pensar la eficacia. El sistema
       mecanicista de origen cartesiano, que reducía la causalidad a una eficacia transitiva
       y analítica, no podía convenir, sino al precio de extraordinarias distorsiones (como
       se ve en la «psicología» o en la biología de Descartes), para pensar la eficacia de un
       todo sobre sus elementos. Se disponía, sin embargo, de un segundo sistema
       concebido precisamente para dar cuenta de la eficacia de un todo sobre sus
       elementos: el concepto leibniziano de la expresión. Es este modelo el que domina
       todo el pensamiento de Hegel. Pero supone en sus ideas generales que el todo del
       que se trata sea reductible a un principio de interioridad único, es decir, a una
       esencia interior, de la que los elementos del todo no son entonces más que formas
       de expresión fenomenales, el principio interno de la esencia que está en cada punto
       del todo, de manera que a cada instante se pueda escribir la ecuación, inmediatamente


    7
      En otras palabras, desde la presente perspectiva, la propuesta que presentan Deleuze y Guattari
de un método antiinterpretativo (al que llaman esquizoanálisis) puede verse igualmente como una
nueva hermenéutica de pleno derecho. Es impresionante y digno de notarse que la mayoría de las
posiciones antiinterpretativas enumeradas en la nota 5 supra sientan la necesidad de proyectar nuevos
«métodos» de esta clase: as! la arqueología del saber, pero también, más recientemente, la «tecnología
política del cuerpo» (Foucault), la «gramatología» (Derrida), el «intercambio simbólico» (Lyotard) y el
«semanálisis» (Julia Kristeva).
    8
      Las cuestiones planteadas en esta sección, inevitables para toda discusión seria de la naturaleza
de la interpretación, son también inevitablemente técnicas, ya que implican una terminología y una
«problemática» que trasciende ampliamente la crítica literaria. Puesto que chocarán inevitablemente a
algunos lectores como ejercicios escolásticos en la tradición filosóficamente ajena del marxismo, puede
aconsejarse a esos lectores que pasen de una vez a la sección siguiente, en la que volvemos a un
comentario de las diversas escuelas actuales de la crítica literaria propiamente dicha. Podría añadirse
que no todos los escritores descritos como «althusserianos», en el nivel de la generalidad histórica que
es el nuestro en la presente sección, aceptarían esa caracterización.


20
adecuada: tal elemento (económico, político, jurídico, literario, religioso, etc., en
       Hegel) = la esencia interior del todo. Se poseía un modelo que permitía pensar la
       eficacia del todo sobre cada uno de sus elementos, pero esta categoría: esencia
       interior/fenómeno exterior, para ser aplicable en todo lugar y en todo instante a
       cada uno de los fenómenos dependientes de la totalidad en cuestión, suponía una
       cierta naturaleza del todo, precisamente la naturaleza de un todo «espiritual», donde
       cada elemento es expresivo de la totalidad entera como pars totalis. En otros términos,
       se tenía en Leibniz y Hegel una categoría de la eficacia del todo sobre sus elementos
       o sobre sus partes, pero con la condición absoluta de que el todo no fuese una
       estructura...
           [El tercer concepto de eficacia, el de causalidad estructural] se puede resumir por
       entero en el concepto de la Darstellung, el concepto epistemológico-clave de toda la
       teoría marxista del valor, y que precisamente tiene por objeto designar este modo de
       presencia de la estructura en sus efectos, por lo tanto, la propia causalidad
       estructural... La estructura no es una esencia exterior a los fenómenos económicos
       que vendría a modificar su aspecto, sus formas y sus relaciones y que sería eficaz
       sobre ellos como causa ausente, ausente ya que exterior a ellos. La ausencia de la
       causa de la «causalidad metontmica» de la estructura sobre sus efectos no es el resultado
       de la exterioridad de la estructura en relación a los fenómenos económicos; es, al
       contrario, la forma misma de la interioridad de la estructura como estructura, en sus
       efectos. Esto implica, entonces, que los efectos no sean exteriores a la estructura, no
       sean un objeto, un elemento, o un espacio preexistentes sobre los cuales vendría a
       imprimir su marca; por el contrario, esto implica que la estructura sea inmanente a
       sus efectos, causa inmanente a sus efectos en el sentido spinozista del término, de
       que toda la existencia de la estructura consista en sus efectos, en una palabra, que la
       estructura que no sea sino una combinación específica de sus propios elementos no
       sea nada más allá de sus efectos.9

    El primer tipo de efectividad de Althusser, el de la causalidad mecanicista o
mecánica, ejemplificado en el modelo de la bola de billar para la causa y el efecto,
fue durante m u c h o tiempo una prueba habitual en la historia de la ciencia, donde
está asociada a la visión del m u n d o galileana y newtoniana, y se supone que pasó
de moda gracias al principio de indeterminismo de la física moderna. Este tipo de
causalidad es generalmente el blanco del vago consenso conteporáneo sobre el
carácter «pasado de moda» de la categoría de causalidad como tal; pero incluso
este tipo de análisis causal n o está en m o d o alguno desacreditado en todas partes
en los estudios culturales de hoy. Su persistente influencia puede observarse, p o r
ejemplo, en ese determinismo tecnológico del que el macluhanismo sigue siendo
la expresión contemporánea más interesante, pero del que también son variantes
ciertos estudios más propiamente marxistas como el ambiguo Baudelaire de
Walter Benjamin. La tradición marxista incluye en efecto modelos que han sido
denunciados bastantes veces como mecánicos o mecanicistas —muy especialmente

   9
      Althusser et al., Reading Capital, pp. 186-189. [Versión citada: Louis Althusser y Étienne
Balibar, Para leer El Capital, trad. de Marta Harnecker, México, siglo xxi, 5o edición, 1972. Las
cursivas que aparecen en esta versión en español (revisada a partir de la original francesa de 1967) no
se encuentran en el texto inglés (N. del T.)]


                                                                                                    21
el familiar (o mal reputado) concepto de «base» (infraestructura y «superestructu-
ra»)— como para resultar no desdeñables en el reexamen de este tipo de
causalidad.
    Quisiera argumentar que la categoría de efectividad mecánica conserva una
validez puramente local en los análisis culturales en los que pueda mostrarse que
la causalidad de bola de billar sigue siendo una de las leyes (no sincrónicas) de
nuestra particular realidad social decaída. N o sirve de mucho, en otras palabras,
desterrar de nuestro pensamiento las categorías «extrínsecas» cuando éstas siguen
siendo aplicables a las realidades objetivas sobre las que queremos pensar. Parece,
por ejemplo, que hubo una relación causal innegable entre el hecho confesadamente
extrínseco de la crisis editorial de fines del siblo XIX, durante la cual la novela
en tres tomos que dominaba en la bibliotecas de préstamo fue sustituida por un
formato más barato en un volumen, y la modificación de la «forma interna» de la
novela misma10. La transformación resultante de la producción novelística de un
escritor como Gissing tiene que quedar así necesariamente mistificada por las
tentativas de los estudiosos de interpretar la nueva forma en términos de
evolución personal o de la dinámica interna de un cambio puramente formal. Que
un «accidente» material y contingente deje su huella como «ruptura» formal y
«cause» una modificación en las categorías narrativas de Gissing así como en la
propia «estructura de sentimiento» de sus novelas, es sin duda una afirmación
escandalosa. Pero lo que es escandaloso no es esa manera de pensar en un cambio
formal dado, sino más bien el acontecimiento objetivo mismo, la naturaleza
misma del cambio cultural en un mundo donde la separación del valor de uso y
el valor de cambio genera precisamente discontinuidades de ese tipo extrínseco
«escandaloso», grietas y acciones a distancia que en último término no pueden
captarse «desde dentro» o fenomenológicamente, sino que deben reconstruirse
como síntomas cuya causa es un fenómeno de otro orden que sus efectos. La
causalidad mecánica entonces es menos un concepto que pueda valorarse en sus
propios términos que una de las varias leyes y subsistemas de nuestra vida social
y cultural peculiarmente cosificada. Ni tampoco su ocasional experiencia. está
desprovista de beneficios para el crítico cultural, para quien el escándalo de lo
extrínseco se presenta como un saludable recordatorio de la base en último
término material de la producción cultural, y de la «determinación de la
conciencia por el ser social»11.
   Debe objetarse pues al análisis ideológico de Althusser del «concepto» de
causalidad mecánica que esa categoría insatisfactoria no es meramente una forma
de falsa conciencia o de error, sino también un síntoma de unas contradicciones
objetivas que están todavía entre nosotros. Dicho esto, resulta claro a la vez que
es la segunda de las formas de eficacia enumeradas por Althusser, la llamada

     10
        Frank Kermode, «Buyers' market», New York Review of Books, 31 oct. 1974, p.3.
     11
        El problema de la causalidad mecánica se impone del modo más vivido, quizá, en la crítica
cinematográfica, como la tensión entre el estudio de la innovación tecnológica y el de los lenguajes
«intrínsecamente» cinematográficos; pero es de esperarse que se plantee también en la mayoría de las
otras zonas de la cultura de masas.


22
«causalidad expresiva», la que constituye el meollo polémico de su argumentación,
así como la cuestión más vital (y la más candente tentación) de la crítica cultural
de hoy. La contraconsigna de la «totalización» no puede ser la respuesta
inmediata a la crítica de Althusser a la «causalidad expresiva», aunque sólo fuera
porque la totalización misma se cuenta entre los enfoques estigmatizados por ese
término, y que van desde las diversas concepciones de las visiones del mundo o
períodos estilísticos de un momento histórico dado (Taine, Riegl, Spengler,
Goldmann) hasta los esfuerzos estructurales o postestructurales contemporáneos
por modelar el episteme dominante o sistema de signos de tal o cual período
histórico, como en Foucault, Deleuze-Guattari, Yurii Lotman o los teóricos de la
sociedad de consumo (muy especialmente Jean Baudrillard). Semejante catálogo
sugiere, no sólo que la crítica de Althusser puede interpretarse mucho más
ampliamente que la obra de Hegel, que es su prueba central (y puede hallar
aplicación en pensadores que son expresamente no hegelianos o antihegelianos),
sino también que lo que está en entredicho aquí parecería relacionarse significa-
tivamente con los problemas de la periodización cultural en general y con los de
la categoría de «período» histórico en particular. Sin embargo, los modelos más
propiamente marxistas de la «causalidad expresiva» denunciados por Althusser
son censurados desde una perspectiva bastante diferente por implicar la práctica
de la mediación y por dramatizar las concepciones todavía relativamente idealistas
de la praxis tanto individual como colectiva: volveremos a esos dos reproches más
abajo en este mismo capítulo.
    En cuanto a la periodización, su práctica está claramente envuelta en ese
fundamental blanco conceptual althusseriano designado cómo «historicismo»12; y
puede admitirse que todo uso fecundo de la noción de período histórico o
cultural tiende a pesar suyo a dar la impresión de una fácil totalización, una
trama inconsútil de fenómenos cada uno de lo cuales «expresa», a su manera
peculiar, alguna verdad interior unificada: una visión del mundo o un período
estilístico o un conjunto de categorías estructurales que marca toda la longitud y
anchura del «período» en cuestión. Sin embargo semejante impresión es fatalmente
reduccionista, en el sentido en que hemos visto a Deleuze y Guattari denunciar
la operación unificadora de la reducción familiar freudiana. En sus propios
términos, por consiguiente, la crítica althusseriana es bastante incontestable, lo
cual demuestra la manera en que la construcción de una totalidad histórica

      12
         Sea cual sea el contenido teórico del debate en torno al historicismo, debe entenderse que este
término es también una consigna política en el Corpus althusseriano, y que designa varias teorías
marxistas de las llamadas «etapas» en la transición hacia el socialismo: éstas van desde la teoría
leniniana del imperialismo y las distinciones de Stalin entre «socialismo» y «comunismo», hasta los
esquemas de Kautsky y de la social-democracia del desarrollo histórico. En este nivel, por tanto, la
polémica contra el «historicismo» es parte de la ofensiva althusseriana más general dentro del Partido
Comunista francés contra el stalinismo, e implica consecuencias prácticas, políticas y estratégicas muy
reales. (Los clásicos argumentos estructuralisras y semióticos contra el historicismo se encontrarán en
el capítulo de conclusión [«Historia y dialéctica»] de El pensamiento salvaje de Claude Lévi-Strauss
(trad. inglesa, The savage mind, Chicago: University of Chicago Press, 1966; trad. esp., México:
F.C.E., 1972, y en A. J. Greimas, «Structure et histoire», in Du sens [París: Seuil, 1970]).


                                                                                                     23
implica necesariamente aislar y privilegiar uno de los elementos dentro de esa
totalidad (una clase de hábito de pensamiento, una predilección por formas
específicas, cierto tipo de creencia, una estructura política o forma de dominio
«características»), de modo que el elemento en cuestión se convierta en un código
maestro o «esencia interna» capaz de explicar los otros elementos o rasgos del
«todo» en cuestión. Semejante tema o «esencia interna» puede verse así como la
respuesta implícita o explícita a la pregunta interpretativa, ahora vedada: «¿qué
significa?» (La práctica de la «mediación» se entiende pues, como veremos, a la
manera de un mecanismo aparentemente más dialéctico pero no menos idealista
que se mueve o modula de un nivel o rasgo del todo a otro: un mecanismo que
sin embargo, como en la periodización burguesa, no deja de tener el efecto de
unificar todo un campo social alrededor de un tema o una idea).
    Por encima y más allá del problema de la periodización y sus categorías, que
están sin duda en crisis hoy en día, pero que parecerían tan indispensables como
insatisfactorias para cualquier clase de trabajo en los estudios culturales, la
cuestión más amplia es la de la representación misma de la Historia. Hay, en
otras palabras, una versión sincrónica del problema: la del estatuto de un
«período» individual en el que todo resulta tan inconsútilmente interrelacionado
que nos enfrentamos o bien a un sistema total o «concepto» idealista del período,
o bien a un concepto diacrónico, en el que la historia se mira de un modo «lineal»
como la sucesión de tales períodos, estadios o momentos. Creo que este segundo
problema es el prioritario, y que las formulaciones de períodos individuales
implican o proyectan siempre secretamente relatos o «historias» —representaciones
narrativas— de la secuencia histórica en la que esos períodos individuales toman
su lugar y de la que se deriva su significación.
    La forma más plena de lo que Althusser llama «causalidad expresiva» (y de lo
que él llama «historicismo») se mostrará así como una vasta alegoría interpretativa
en la que una secuencia de acontecimientos o textos y artefactos históricos se
reescribe en los términos de un relato profundo, subyacente y más «fundamental»,
de un relato maestro oculto que es la clave alegórica o el contenido figural de la
primera secuencia de materiales empíricos. Esta clase de relato maestro alegórico
incluiría entonces historias providenciales (tales como las de Hegel o Marx),
visiones catastrofistas de la historia (tales como las de Spengler) y visiones cíclicas
o viconianas de la historia por igual. Yo leo con ese espíritu la frase de Althusser:
«La Historia es un proceso sin telos ni sujeto»", como un repudio de esos relatos
maestros y de sus categorías gemelas de clausura narrativa (telos) y de personaje
(sujeto de la historia). Como tales, las alegorías históricas se caracterizan también
a menudo como «teologías», y puesto que pronto tendremos ocasión de volver a
esa impresionante y elaborada hermenéutica que es la patrística y el sistema
medieval de los cuatro niveles de la escritura, puede resultar útil ilustrar la

     13
        Réponse a John Lewis (París: Maspéro, 1973), pp. 91-98. [Trad. Para una crítica de la práctica
teórica o Respuesta a John Lewis. Madrid: Siglo XXI, 1974].


24
estructura del relato maestro con referencia a ese marco alegórico hoy arcaico y
estorboso en el que su operación es visible del modo más claro.
    El sistema medieval puede abordarse quizá del modo más conveniente a través
de su función práctica en la antigüedad tardía, su misión ideológica como
estrategia para asimilar el Antiguo Testamento al Nuevo, para reescribir la
herencia textual y cultural judía en una forma utilizable para los gentiles. La
originalidad del nuevo sistema alegórico puede juzgarse por su insistencia en
preservar la literalidad de los textos originales: no se trata aquí de disolverlos en
un mero simbolismo, como hizo un helenismo racionalista cuando, confrontado a
la letra arcaica y politeísta de la épica homérica, la reescribió en términos de la
lucha de los elementos físicos entre sí o de la batalla de los vicios y las virtudes14.
Por el contrario, el Antiguo Testamento se toma aquí como hecho histórico. Al
mismo tiempo, su disponibilidad como sistema de figuras, por encima y más allá
de esa referencia histórica radical, se funda en la concepción de la historia misma
como el libro de Dios, que podemos estudiar y glosar en busca de signos y
rastros del mensaje profético que se supone que el Autor inscribión en el.
    Sucede pues que la vida de Cristo, el texto del Nuevo Testamento, que llega
como el cumplimiento de profecías ocultas y signos anunciadores del Antiguo,
contituye un segundo nivel propiamente alegórico en cuyo términos puede
rescribirse este último. La alegoría es aquí la apertura del texto a múltiples
significaciones, a sucesivas reescrituras o sobreescrituras que se generan como
otros tantos niveles y otras tantas interpretciones suplementarias. De este modo,
la interpretación de un pasaje particular del Antiguo Testamento en términos de
la vida de Cristo —una ilustración familiar, incluso trillada, es la reescritura de la
servidumbre del pueblo de Israel en Egipto como el descenso de Cristo a los
infiernos después de su muerte en la cruz15— se presenta menos como una técnica
para clausurar el texto y para reprimir las lecturas y sentidos aleatorios o
aberrantes, que como un mecanismo para preparar tal texto para ulteriores
invasiones ideológicas si tomamos aquí el término ideología en el sentido
althusseriano de una estructura representacional que permte al sujeto individual
concebir o imaginar su relación vivida con realidades transpersonales tales como
la estructura social o la lógica colectiva de la Historia.
    En el caso presente, el movimiento va de una historia colectiva particular —la
del pueblo de Israel, o en otras palabras una historia culturalmente ajena a la
clientela mediterránea y germánica del cristianismo primitivo— al destino de un
individuo particular: las dimensiones transindiviuales del primer relato se «reducen»
entonces drásticamente al segundo relato, puramente biográfico, la vida de
Cristo, y esa reducción no deja de tener analogías con la que Deleuze y Guattari

     14
         Aquí me inspiro ampliamente en Henri de Lubac, Exégese médiévale (París: Aubier, 1959-1964,
4 vols.); en cuanto a la distinción entre un nivel tripartito y uno cuadripartito, v. en particular vol.
I, pp. 139-169, y también pp. 200-207.
      15
         Se encontrarán más ejemplos de estos topoi alegóricos en Jean Daniélou, From shadows to
reality: Studies in the Biblical typology of the Fathers, trad. de Wulston Hibberd (Londres: Burns &
Oates, 1960).


                                                                                                    25
atribuyen a la simplificación represiva que el triángulo familiar freudiano impone
a la riqueza vivida de la vida cotidiana. Pero los resultados son bastante
diferentes: en el caso de los cuatro niveles, es precisamente esa reducción de la
biografía colectiva ajena a la biografía individual valorizada la que permite
entonces la generación de otros dos niveles interpretativos, y es precisamente en
éstos donde el creyente individual puede «insertarse» (para usar la fórmula
althusseriana), es precisamente por medio de las interpretaciones morales y
anagógicas como el aparato textual se transforma en un «aparato libidinal», una
maquinaria para la carga ideológica. En el nivel tercero o moral, por ejemplo, el
hecho literal e histórico de la servidumbre del pueblo de Israel en Egipto puede
reescribirse como la esclavitud frente al pecado y frente a las preocupaciones de
este mundo («la vida regalada de Egipto») del futuro creyente: una servidumbre
de la que lo liberará la conversión personal (acontecimiento doblemente figurado
como la liberación de Egipto y como la resurreción de Cristo). Pero este tercer
nivel del alma individual es claramente insuficiente por sí mismo, y a la vez
genera el sentido cuarto o anagógico, en el cual el texto sufre su final reescritura
en los términos del destino de la raza humana en su conjunto, y Egipto viene
entonces a prefigurar aquel largo sufrimiento de purgatorio de la historia terrenal
para la cual la segunda venida de Cristo y el Juicio Final se presentan como la
final liberación. Se alcanza pues nuevamente la dimensión histórica o colectiva
por medio del rodeo del sacrificio de Cristo y del drama del creyente individual;
pero la historia del pueblo terrenal particular ha quedado transformada en la
historia universal y el destino de la especie humana en su conjunto, que es
precisamente la transformación funcional e ideológica que el sistema de los cuatro
niveles esta diseñado para realizar desde el principio:

           ANAGÓGICO        lectura política («significado» colectivo de la historia)
           MORAL            lectura psicológica (sujeto individual)

           ALEGÓRICO        clave alegórica o código interpretativo

           LITERAL          referente histórico o textual

    El sistema de los cuatro niveles o sentidos es paricularmente sugestivo por la
solución que ofrece a un dilema interpretativo que en un mundo privatizado
tenemos que vivir mucho más intensamente que lo vivieron los receptores
alejandrinos y medievales: a saber, esa inconmensurabilidad a la que nos referimos
más arriba entre lo privado y lo público, lo psicológico y lo social, lo poético y
lo político. Aunque la relación que el esquema cristiano proyecta entre lo
anagógico y lo moral no nos es accesible hoy en día, la clausura del esquema en
su conjunto es instructiva, en particular en el clima ideológico de un «pluralismo»
norteamericano contemporáneo, con su valorización no examinada de lo abierto
(la «libertad») frente a su inevitable oposición binaria, lo cerrado (el «totalitarismo»).
El pluralismo significa una cosa cuando representa la coexistencia de métodos e
interpretaciones en el mercado intelectual y académico, pero otra bastante


26
diferente cuando se lo toma como una proposición sobre la infinidad de posibles
significados y métodos y su equivalencia y sustituibilidad últimas de unos y otros.
Como cuestión de crítica práctica, debe ser claro para todo el que haya
experimentado con varios enfoques sobre un texto dado que el espíritu no queda
contento mientras no ponga algún orden en esos hallazgos e invente una relación
jerárquica entre sus diversas interpretaciones. Sospecho en realidad que hay sólo
un número finito de posibilidades interpretativas en un situación textual dada, y
que el programa al que se apegan más apasionadamente las diversas ideologías
contemporáneas del pluralismo es profundamente negativo: a saber, impedir esa
articulación y totalización sistemáticas de los resultados interpretativos que no
puede llevar sino a embarazosas preguntas sobre la relación entre ellos y en
particular sobre el lugar de la historia y el fundamento último de la producción
narrativa y textual. En cualquier caso, era claro para los teóricos medievales que
sus cuatro niveles constituían un límite metodológico superior y un virtual
agotamiento de las posibilidades interpretativas.16
    Tomada en su mayor amplitud, puede considerarse pues, que la crítica
althusseriana de la causalidad expresiva toca, más allá de su blanco inmediato en
el llamado idealismo hegeliano, a la teodicea implícita o explícita que debe
emerger de las interpretaciones que asimilan niveles los unos a lo otros y afirman
su identidad última. Sin embargo, la obra de Althusser no puede evaluarse con
propiedad a menos que se acepte que tiene —como tantos otros sistemas
filosóficos anteriores— un sentido esotérico y otro exotérico, y que se dirige a la
vez a dos públicos diferentes. Volveremos más tarde al sistema de codificación
por medio del cual una proposición abstracta ostensiblemente filosófica incluye
una posición polémica específica adoptada en el interior del propio marxismo: en
el caso presente, el ataque más general contra los códigos maestros alegóricos
implica también una crítica específica a la teoría marxista vulgar de los niveles,
cuya concepción de la base y la superestructura, con la noción relacionada con
ésta de la «determinación en última instancia» por lo económico, puede mostrarse,
si se la diagrama de la manera siguiente, que tiene algún parentesco más profundo
con el sistema alegórico descrito más arriba:
                                                        CULTURA
                                                        IDEOLOGÍA     (filosofía, religión, etc.)
Superestructuras                                        „ _
                                                        h,L SISTEMA LEGAL
                                                        SUPERESTRUCTURAS POLÍTICAS Y ESTADO




                                                          ¡      R E L A C I O N E S DE P R O D U C C I Ó N

                                                                               (clases)
                                                                      FUERZAS DE P R O D U C C I Ó N

                                                               (tecnología, ecología, población)


    16
        Así, incluso la alternativa místicamente tentadora de los siete niveles de significado resultó en
la práctica reducida a los cuatro originales: por ejemplo, la identificación interpretativa del pueblo de


                                                                                                              27
Que este esquema ortodoxo sigue siendo esencialmente un esquema alegórico es
cosa que resulta clara cada vez que se lo prolonga en la interpretación. Aquí los
ensayos de Lukács sobre el realismo pueden servir de ejemplo central de la
manera en que el texto cultural se toma como un modelo esencialmente alegórico
de la sociedad como un todo, y sus muestras y elementos, tales como el
«personaje» literario, se leen como «tipificaciones» de elementos en otros niveles,
y en particular como figuras de las diversas clases sociales y fracciones de clases.
Pero también en otros tipos de análisis —los «análisis ideológicos» ortodoxos de
las posiciones filosóficas o las medidas legales, o la desmitificación de la
estructura del estado en términos de clase— tiene lugar un movimiento de
desciframiento alegórico en el que la concepción del interés de clase proporciona
la función o nexo entre un síntoma o categoría superestructural y su realidad
«determinante en última instancia en la base.
    Lo que sugiere nuestro precedente examen de los niveles medievales es, sin
embargo, que eso no es todo, ni mucho menos, y que para captar plenamente
hasta qué punto este esquema proyecta una operación esencialmente alegórica,
tenemos que ampliar su código maestro o clave alegórica hasta el punto de que
este último se convierte en un relato maestro por derecho propio; y ese punto se
alcanza cuando nos damos cuenta de que todo modo individual de producción
proyecta e implica toda una secuencia de tales modos de producción —desde el
comunismo primitivo hasta el capitalismo y el comunismo propiamente dicho—
que constituye el relato de alguna «filosofía de la historia» propiamente marxiana.
Pero es éste un descubrimiento paradójico: pues la obra misma de la escuela
althusseriana, que ha desacreditado tan eficazmente las versiones marxianas de
una historia propiamente teleológica, es también la que más ha hecho, en
nuestros días, por restaurar la problemática del modo de producción como
categoría organizadora central del marxismo17.
    La concepción del inconsciente político en este libro es una tentativa de
cortar por lo sano frente a este dilema particular reubicándolo dentro del objeto.
Una defensa mínima de los procedimientos de la causalidad expresiva tomará
entonces la misma forma que tomó nuestro anterior comentario sobre la
causalidad mecánica: podemos mirar a una y a otra como leyes locales dentro de
nuestra realidad histórica. La idea, en otras palabras, es que si la interpretación en

 Israel con la iglesia —la reescritura alegórica del Antiguo Testamento en los términos de la historia
 de la iglesia— se juzgó en la práctica que era una variante del nivel segundo o alegórico, en la medida
 en que la vida de Cristo era también, secundariamente, una alegoría de la historia de la iglesia (De
 Lubac, vol. II, pp. 501-502).
     17
        V. en particular Etienne Balibar, «The basic concepts of historical materialism» in Reading
 Capital, pp. 199-308; Emmanuel Terray, Marxism and «primitive», trad. de Mary Klopper (Nueva
 York: Monthly Review, 1972); y Barry Hindess & Paul Hirst, Precapitalist modes of production
 (Londres: Routledge & Kegan Paul, 1975; trad. Los modos de producción precapitalistas. Barcelona:
 Península, 1979). Los comentarios marxistas clásicos se encontrarán en Karl Marx, Grundrisse, trad.
 de Martin Nicolaus (Harmondsworth: Penguin, 1973), pp. 471-514; y Friedrich Engels, The origin of
 the family, prívate property, and the State (Moscú: Progress, 1968) [Hay trad. esp.: El origen de la
familia, la propiedad privada y el Estado]. Comento la pertinencia del concepto de modelo de
producción para los estudios culturales en mi Poetics of social forms, de próxima aparición.


28
los términos de la causalidad expresiva o de los relatos maestros alegóricos sigue
siendo una tentación constante, esto se debe a que tales relatos maestros se han
inscrito en los textos lo mismo que en nuestro pensamiento sobre ellos; esos
significados de los relatos alegóricos son una dimensión persistente de los textos
literarios y culturales precisamente porque reflejan una dimensión fundamental de
nuestro pensamiento colectivo y de nuestras fantasías colectivas sobre la historia
y la realidad. A esa dimensión corresponden no sólo esos tejidos de alusión tópica
que el lector ahistórico y formalizador intenta desesperadamente borrar: ese
intolerable rumor seco y quitinoso de las notas a pie de página que nos recuerdan
las referencias implicadas a acontecimientos contemporáneos y situaciones políticas
muertos desde hace mucho en Milton o en Swift, en Spenser o en Hawthorne; si
el lector moderno se siente aburrido o escandalizado por las raíces que semejantes
textos echan en las circunstacias contingentes de su propio tiempo histórico, esto
es sin duda testimonio de su resistencia a su propio inconsciente político y de su
denegación (en los Estados Unidos, la denegación de todo una generación) de la
lectura y la escritura del texto de la historia dentro de sí. Una prueba como La
vieille filie de Balzac implica entonces una mutación significativa de esa alegoría
política en la literatura del período capitalista, y muestra la asimilación virtual del
subtexto de notas de un tejido más antiguo de alusión política en el mecanismo
de la narración, donde la meditación sobre las clases sociales y los regímenes
políticos se vuelve la pensée sauvage misma de toda una producción narrativa (v.
más abajo, cap. 3). Pero si a eso es a lo que lleva el estudio de la «causalidad
expresiva», entonces descartarlo en la fuente acarrea la represión virtual del texto
de la historia y del inconsciente político en nuestra propia experiencia y práctica,
justo en el momento en que la creciente privatización ha vuelto tan tenue esa
dimensión que resulta virtualmente inaudible.




                 MODO DE PRODUCCIÓN       ¿S    LO JURÍDICO
                 o ESTRUCTURA




                                                                                    29
Este análisis de la función de la causalidad expresiva sugiere una calificación
provisional de la fórmula antiteleológica de Althusser para la historia (ni sujeto ni
telos), basada como está en la noción lacaniana de lo Real como lo que «resiste
absolutamente a la simbolización»18 y en la idea de Spinoza de la «causa ausente».
La arrolladura negatividad de la fórmula althusseriana confunde en la medida en
que puede fácilmente asimilarse a los temas polémicos de una multitud de post-
estructurales y post-marxismos contemporáneos, para los cuales la Historia, en el
mal sentido de la palabra —la referencia a un «contexto» o un «transfondo», un
mundo real exterior de algún tipo, la referencia, en otras palabras, al muy
denigrado «referente» mismo— es simplemente un texto más entre otros, algo
que se encuentra en los manuales de historia y en esa presentación cronológica de
las secuencias históricas que se ha llamado a menudo «historia lineal». Lo que deja
clara la insistencia misma de Althusser en la historia como causa ausente, pero
falta en la fórmula tal como se la enuncia canónicamente, es que no concluye en
modo alguno, como está de moda hacerlo, que, puesto que la historia es un
texto, el «referente» no existe. Propondríamos pues la siguiente formulación
revisada: que la historia no es un texto, una narración, maestra o de otra especie,
sino que, como causa ausente, nos es inaccesible salvo en forma textual, y que
nuestro abordamiento de ella y de lo Real mismo pasa necesariamente por su
previa textualización, su narrativización en el inconsciente político.
    Semejante formulación reconoce las poderosas objeciones de Althusser a la
causalidad expresiva y a la interpretación en general, a la vez que otorga un lugar
local a tales operaciones. Lo que no hemos considerado todavía es si la posición
de Althusser es algo más que una posición negativa y de segundo grado, una
especie de corrección de las ilusiones siempre posibles del código hegeliano, o si
su concepto de una «causalidad estructural» propiamente dicha tiene contenido
por sí misma e implica posibilidades interpretativas específicas distintas de las ya
delineadas. La mejor manera de expresar la originalidad de su modelo es tal vez
reestructurar la concepción marxista tradicional de los niveles (representada más
arriba) de una manera diferente (v. las página anterior). Este diagrama habrá
cumplido su propósito si pone de manifiesto inmediatamente una diferencia
notable y fundamental entre la concepción de los «niveles» de Althusser y la del
marxismo tradicional: allí donde esta concebía, o en ausencia de una conceptua-
lización rigurosa perpetuaba la impresión, de la «determinación en última
instancia» o modo de producción como lo estrechamente económico —es decir,
como un nivel dentro del sistema social que sin embargo determina a los otros—,
la concepción althusseriana del modo de producción identifica este concepto con
la estructura en su conjunto. Para Althusser, por consiguiente, la más estrechamente

     18
        Jacques Lacan, Le Séminaire, Livre I: Les écrits techniques de Freud (París: Seuil, 1975) [Hay
trad. esp.: El seminario de Jacques Lacan. Barcelona: Paidós, 1982], p. 80; y comp. esta otra
observación sobre las leyes de Newton: «II y a des formules qu'on n'imagine pas; au moins pour un
temps, elles font assemblée avec le réel» («Radiophonie», Scilicet, núm. 2-3 [1970], p. 75).


30
económico —las fuerzas de producción, el proceso del trabajo, el desarrollo
técnico o las relaciones de producción, tales como la interrelación funcional de las
clases sociales—, auque es privilegiado, no es idéntico al modo de producción
como un todo, que asigna a ese nivel estrechamente económico su función y
eficacia particular como se la asigna a los demás. Por lo tanto, si queremos
caracterizar el marxismo de Althusser como un estructuralismo, debemos completar
la caracterización con la advertencia esencial de que se trata de un estructuralismo
para el que sólo existe una estructura: a saber, el modo de producción mismo, o
el sistema sincrónico de las relaciones sociales como un todo. Este es el sentido
en que esa «estructura» es una causa ausente, puesto que ningún sitio está
presente empíricamente como un elemento, no es una parte del todo ni uno de
los niveles, sino más bien el sistema entero de relaciones entre esos niveles.
    Esta concepción de la estructura debería hacer posible comprender el prestigio
y la influencia, de otro modo incomprensibles, de la revolución althusseriana
—que ha producido corrientes de oposición poderosas y desafiantes en una
multitud de disciplinas, desde la filosofía propiamente dicha hasta la ciencia
política, la antropología, los estudios legales, la economía y los estudios culturales—,
a la vez que restaura su contenido político, que se pierde fácilmente en la
traducción y está disfrazado por el estilo codificado en que se han dado sus
batallas. La insistencia en la «semiautonomía» de esos diversos niveles —que
pueden parecer tan fácilmente al lector descuidado un retruécano escolástico,
pero que hemos podido aprehender ahora como el correlato del ataque a la
causalidad expresiva hegeliana en la que todos esos niveles son en cierto modo «el
miso» y otras tantas expresiones y modulaciones uno de otro— puede entenderse
ahora como una batalla codificada peleada dentro del marco de referencia del
Partido Comunista francés contre al stalinismo. Por paradójico que parezca,
«Hegel» es por lo tanto aquí una contraseña secreta y codificada para decir Stalin
(del mismo modo que en la obra de Lukács «naturalismo» es una contraseña
codificada para decir «realismo socialista»); la «causalidad expresiva» de Stalin
puede detectarse, para dar un ejemplo, en la ideología produccionista del
marxismo soviético, como una insistencia en la primacía de las fuerzas de
producción. En otras palabras, si todos los niveles son «expresivamente» el
mismo, entonces el cambio infraestructural en las fuerzas de producción —la
nacionalización y la eliminación de las relaciones de propiedad privada, así como
la industrilización y la modernización— serán suficientes «para transformar más o
menos rápidamente toda la superestructura», y la revolución cultural será
innecesaria, como lo es la tentativa colectiva de inventar nuevas formas del
proceso de trabajo.19 Otro ejemplo fundamental puede encontrarse en la

    19
       Se encontrará un comentario de las consecuencias ideológicas de la «causalidad expresiva» en el
periodo staliniano en Charles Bettelheim, Class struggles in the URSS, vol. II, trad. Brian Pearce (Nueva
York: Monthly Review, 1978), especialmente pp. 500-566. Comentando «la afirmación hecha en
Dialéctica y materialismo histórico [de Stalin] de que los cambios en la producción 'empiezan siempre
con cambios y desarrollos de las fuerzas de producción, y en primer lugar, con cambios y desarrollos
de los instrumentos de producción'», Bettelheim observa que tales formulaciones «hacen de la totalidad
de las relaciones y prácticas sociales la 'expresión' de las 'fuerzas de producción'. La 'sociedad' se


                                                                                                    31
teoría del estado: si el estado es un mero epifenómeno de la economía, entonces
el aparato represivo de ciertas revoluciones socialistas no pide ninguna atención
particular y puede esperarse que empiece a «marchitarse» cuando se alcance el
estadio apropiado de productividad. La insistencia marxista actual en la «semiau-
tonomía» del estado y sus aparatos, que debemos a los althusserianos, se propone
arrojar las dudas más graves sobre esas interpretaciones del «texto» del estado
(visto como simple réplica de otros niveles) y dirigir la atención a la vez hacia la
dinámica semiautonóma de la burocracia y el aparato de estado en el sistema
soviético, y hacia el nuevo aparato ampliado del estado bajo el capitalismo como
lugar de la lucha de clases y de la acción política, y no como un simple obstáculo
que se «aplasta»20. Estas ilustraciones deberían dejar claro que, en todos los
campos disciplinarios enumerados más arriba, surge un dilema análogo al de los
estudios culturales propiamente dichos: ¿es el texto un objeto que flota libremente
por derecho propio, o «refleja» algún contexto o trasfondo, y en ese caso, es la
simple réplica ideológica de este último, o posee alguna fuerza autónoma en la
que podría mirársele también como negador de ese contexto? Sólo porque
estamos todos tan irremediablemente encerrados en nuestras especializaciones
disciplinarias nos resulta imposible ver la similaridad de estas cuestiones; y el
lugar donde el marxismo ha de reafirmar su pretensión de ser una ciencia
interdisciplinaria y universal se encuentra obviamente dentro de esta problemática
particular. En efecto, el estatuto privilegiado de los estudios culturales podría
manifestarse por la manera en que en ellos esos problemas textuales e interpretativos
son más inmediatamente visibles y accesibles para el estudio y la reflexión que en
ciencias aparentemente más empíricas. Por otra parte, la cuestión de las disciplinas
académicas sirve para dramatizar la ambigüedad de la posición de Althusser. Pues
en su insistencia en la semiautonomía de los niveles o instancias —y en particular
en su ostensible y conveniente tentativa de reinventar un lugar privilegiado para
la filosofía propiamente dicha, en una tradición en la que esta última se suponía
que había sido superada y subsumida por la «unidad de la teoría y la práctica»—,
la concepción althusseriana de la estructura ha parecido a menudo a sus
adversarios constituir una renovada defensa de la especialización cosificada de las
disciplinas académicas burguesas, y por ello una coartada esencialmente antipolítica21.
Es cierto que un Althusser algo diferente nos ha enseñado él mismo (en el ensayo
precursor «Aparatos ideológicos del Estado») que en esta sociedad lo que parece
ideas exige una vigilante desmitificación como mensajes de otras tantas infraes-
tructuras institucionales o burocráticas (por ejemplo la Universidad). Pero sus

presenta aquí como una 'totalidad expresiva' que no es contradictoria, y cuyos cambios parecen
depender del 'desarrollo de la producción'. El papel central que desempeña la lucha revolucionaria de
las masas en el proceso de cambio social no aparece aquí» (Bettelheim, pp. 516, 514).
     20
        Aquí la forma que adopta la «causalidad expresiva» es «la concepción del estado como agente
de los monopolios en el capitalismo de monopolio de estado»; v. en particular Nicos Poulantzas,
Political power and social classes, trad. de Timothy O'Hagan (Londres: New Left Books, 1973),
especialmente pp. 273-274. [Hay también trad. esp.: Poder político y clases sociales en el estado
 capitalista. Madrid: Siglo XXI, 1976].
     21
        Jacques Ranciare, La legón d'Althusser (París: Gallimard, 1974), cap. 2; y E. P. Thompson, The
poverty oftheory (Londres: Merlin, 1978), pp. 374-379.


32
críticos vuelven contra él este enfoque leyendo su propio sistema de niveles
semiautónomos como una legitimación del Partido Comunista francés, y por
consiguiente una institución inerte más entre otras dentro del estado burgués.
Sería frivolo tratar de escoger entre esas evaluaciones antitéticas de la operación
althusseriana (antistalinista o stalinista); delimitan más bien un espacio donde esa
operación es objetiva y funcionalmente ambigua.
     Podemos, sin embargo, localizar la fuente de esta ambigüedad. Se la encuentra
en un área que es estratégica para todo análisis literario o cultural, a saber en el
concepto de mediación: o sea la relación entre los niveles o instancias, y la
posibilidad de adaptar análisis y hallazgos de un nivel a otro. La mediación es el
término dialéctico clásico para designar el establecimiento de relaciones entre,
digamos, el análisis formal de una obra de arte y su base social, o entre la
dinámica interna del estado político y su base económica. Debe entenderse desde
el principio que el propio Althusser asimila el concepto de «mediación» a la
causalidad expresiva en el sentido hegeliano; es decir que aprehende el proceso de
la mediación exclusivamente como el establecimiento de identidades simbólicas
entre varios niveles, como proceso por el cual cada nivel se repliega en el
siguiente, perdiendo con ello su autonomía constitutiva y funcionando como
expresión de sus homólogos. Así, el poder estatal se ve como mera expresión del
sistema económico que lo subtiende, como también el aparato jurídico de una
manera ligeramente diferente; la cultura se ve como expresión de las instancias
política, jurídica y económica subyacentes, y así sucesivamente. Partiendo de este
punto, el análisis de las mediaciones apunta a demostrar lo que no es evidente en
la apariencia de las cosas, sino más bien en su realidad subyacente, a saber que en
los lenguajes específicos de la cultura opera la misma esencia que en la
organización de las relaciones de producción. Este ataque althusseriano contra la
mediación es fundamental, en la medida en que sus blancos no se limitan ya a
Hegel y a la tradición lukácsiana, sino que incluyen también a pensadores tales
como Sartre o (más precavidamente) Gramsci.
    Pero el concepto de mediación ha sido tradicionalmente la manera en que la
filosofía dialéctica y el marxismo mismo han formulado su vocación de romper
los compartimentos especializados de las disciplinas (burguesas) y establecer
conexiones entre los fenómenos aparentemente dispares de la vida social en
general. Si se necesita una caracterización más moderna de la mediación, diremos
que esa operación se entiende como un proceso de transcodificación: con la
invención de un comjunto de términos, la elección estratégica de un código o
lenguaje particular tal, que pueda utilizarse la misma terminología para analizar y
articular dos tipos bastante diferentes de objetos o «textos», o dos niveles
estructurales de la realidad muy diferentes. Las mediaciones son así un dispositivo
del analista, por el cual la fragmentación y autonomización, la compartimentación
y la especialización de las diversas regiones de la vida social (la separación, en
otras palabras, de lo ideológico frente a lo político, lo religioso frente a lo
económico, la brecha entre la vida cotidiana y la práctica de las disciplinas
académicas) queda superada por lo menos localmente, en ocasión de un análisis
particular. Semejante reunificación momentánea no pasaría de ser puramente


                                                                                 33
obligación de que se transmita el mismo mensaje en los dos casos; para decirlo de
en su realidad fundamental una e indivisible, un tejido inconsútil, un solo proceso
inconcebible y transindividual, en el que no hay necesidad de inventar maneras de
enlazar acontecimientos de lenguaje y trastornos sociales o contradicciones
económicas, porque en ese nivel nunca estuvieron separados unos de otros. El
reino de la separación, de la fragmentación, de la explosión de códigos y la
multiplicidad de disciplinas es meramente la realidad de la apariencia: existe,
como diría Hegel, no tanto en sí sino más bien para nosotros, como lógica básica
y ley fundamental de nuestra vida cotidiana y nuestra experiencia existencial en el
capitalismo tardío. El llamado a alguna unidad última subyacente de los diversos
«niveles» es por consiguiente un llamado meramente formal y vacío, excepto en la
medida en que proporciona la razón y la justificación de esa práctica mucho más
concreta y local de las mediaciones de que nos ocupamos aquí.
     Ahora bien, lo que hay que decir sobre la concepción althusseriana de la
estructura a este respecto es que la noción de «semiautonomía» tiene necesariamente
que relacionar tanto como separa. De otro modo los niveles resultarán simplemente
autónomos tout court, y se fragmentarán en el espacio cosificado de las disciplinas
burguesas; y hemos visto que para algunos lectores esto último es precisamente el
efecto del althusserismo. Pero en ese caso es difícil ver por qué Althusser
insistiría en una determinación por la totalidad estructural: es claro que se
propone subrayar la interdependencia estructural última de los niveles, pero
aprehende esa interdependencia en los términos de una mediación que pasa por la
estructura más que como una mediación inmediata en que un nivel se repliega en
otro directamente. Esto sugiere que el impulso filosófico de la noción althusseriana
de causalidad estructural va menos contra el concepto de mediación como tal que
contra lo que la tradición dialéctica llamaría una inmediatez no refleja: y en ese
caso el verdadero blanco polémico de Althusser se empareja con el de Hegel, cuya
obra entera es una larga crítica de la inmediatez prematura y el establecimiento de
unidades no reflejas. Tal vez pueda decirse esto mismo de una manera menos
técnica observando que la estructura althusseriana, como todos los marxismos,
insiste necesariamente en el carácter interrelacionado de todos los elementos de
una formación social; sólo que los relaciona por la vía de su diferencia estructural
y su distancia mutua más que por la de su identidad última, como hace según él
la causalidad expresiva. La diferencia se entiende entonces como un concepto
 relacional más que como el mero inventorio inerte de una diversidad inconexa.
    La práctica de la causalidad expresiva, en la que unos procesos similares se
observan en dos regiones distintas de la vida social, es una de las formas que
puede tomar la mediación, pero no es sin duda la única. Lo que puede alegarse
contra la formulación del problema propia de Althusser es que la distinción de
dos fenómenos uno frente a otro, su separación estructural, la afirmación de que
no son el mismo, y eso de maneras bastante específicas y determinadas, es
también una forma de mediación. La causalidad estructural althusseriana es pues
tan fundamentalmente una práctica de mediación como la «causalidad expresiva»
a la que se opone. Describir la mediación como la invención estratégica y local de
un código que puede usarse ante dos fenómenos distintos no implica ninguna


34
simbólica, una mera ficción metodológica, si no se entendiera que la vida social es
otra manera, no podemos enumerar las diferencias entre cosas salvo contra el
trasfondo de alguna identidad más general. La mediación se dedica a establecer
esa identidad inicial, contra la cual entonces —pero sólo entonces— puede
registrarse la identificación o la diferenciación locales.
    Estas posibilidades interpretativas explican por qué la práctica de la mediación
es particularmente decisiva para toda crítica literaria o cultural que trate de evitar
el amurallamiento en la clausura sin vientos de los formalismos, que apunta a
inventar maneras de abrir el texto a su hors-texte o relaciones extratextuales de
una manera menos brutal y puramente contingente de lo que lo hacía la
causalidad mecánica aludida más arriba. Inventar (como haremos a menudo en
estas páginas) una terminología de la cosificación, de la fragmentación y la
monodización, que pueda usarse alternativamente para caracterizar las relaciones
sociales en el capitalismo tardío y las relaciones formales y estructuras verbales
dentro de los productos literarios y culturales de este último, no es necesariamente
afirmar la identidad de ambas cosas (causalidad expresiva) y concluir con ello que
esto últimos, los fenómenos superestructurales, son meros reflejos, proyecciones
epifenoménicas de realidades estructurales. En algún lugar esto es indudablemente
cierto, y el modernismo y la cosificación son partes del mismo inmenso proceso
que expresa la lógica interna y la dinámica contradictorias del capitalismo tardío.
Pero incluso si nuestra meta, como analistas literarios, es más bien demostrar las
maneras en que el modernismo —lejos de ser un mero reflejo de la cosificación de
la vida social a fines del siglo XIX— es también una rebeldía contra esa
cosificación y un acto simbólico que implica toda una compensación utópica de
la creciente deshumanización en el nivel de la vida cotidiana, nos vemos obligados
primero a establecer una continuidad entre esas dos zonas o sectores regionales
—la práctica del lenguaje en la obra literaria, y la experiencia de la anomía, la
estandarización, la desacralización racionalizante en el Umwelt o mundo de la
vida cotidiana— de tal manera que la última pueda verse como aquella situación,
dilema, contradicción o subtexto determinados respecto de los cuales la primera
viene a ser una resolución o solución simbólica.
     Debemos repudiar por lo tanto una concepción del proceso de mediación que
no registra su capacidad de diferenciación y de revelación de oposiciones y
contradicciones estructurales por medio de algún excesivo énfasis en su vocación,
relacionada con esto, de establecer identidades. Incluso en la práctica de Sartre, a
quien denuncia Althusser, junto con Gramsci, como el mismísimo «prototipo del
filósofo de las mediaciones», la descripción característica22 de la institución de la
familia como la mediación básica entre la experiencia del niño (objeto de psicoanálisis)
y la estructura de clases de la sociedad en general (objeto de un análisis marxista)
no es en modo alguno resultado de una reducción de esas tres realidades distintas
a un común denominador o de una asimilación mutua tal, que les haga perder las
   " Jean-Paul Sartre, Search for metbod, trad. de Hazel Barnes (Nueva York: Vintage, 1968), p. 38:
«Es pues dentro de la particularidad de una historia, a través de las contradicciones peculiares de esa
familia, como Gustave Flaubert realizó involuntariamente su aprendizaje de clase.»


                                                                                                   35
especificidades bastante diferentes del destino del sujeto individual, la historia de la
familia celular burguesa, y la «coyuntura» de las relaciones de clases que se presentan
en ese momento particular del desarrollo del capitalismo nacional en cuestión. Por
el contrario, la fuerza misma de esa mediación presupone nuestro sentido de la
relativa autonomía de cada uno de los sectores o regiones en cuestión: es una
transcodificación identificadora que nos pide al mismo tiempo mantener esos tres
«niveles» a cierta distancia estructural absoluta uno de otro.
     Este largo comentario sobre la mediación no debe entenderse que signifique que
la crítica de Althusser a la casualidad expresiva esté enteramente injustificada; más
bien está desplazada, y su fuerza genuina puede recobrarse únicamente cuando se
determine su objeto apropiado. El verdadero blanco de la crítica althusseriana me
parece que no es la práctica de la mediación, sino otra cosa, que presenta
semejanzas de superficie con ella, pero es en realidad una clase muy distinta de
concepto, a saber la noción estructural de homología (o isomorfismo, o paralelismo
estructural), término de amplio uso actualmente en una diversidad de análisis
literarios y culturales. Aquí las censuras althusserianas ofrecen la ocasión de una
reevaluación de ese mecanismo interpretativo particular, introducido ante el público
crítico pur Lucien Goldmann, cuyo libro El Dios oculto estableció homologías entre
situaciones de clase, visiones del mundo y formas artísticas (el objeto de estudio era
el jansenismo, con sus orígenes sociales en la noblesse de robe y su emanación
cultural en la nueva ideología del Augustinus, así como en las Pensées de Pascal y las
tragedias de Racine). Lo que es insatisfactorio en esa obra de Goldmann no es el
establecimiento de una relación histórica entre esas tres zonas o sectores, sino más
bien el modelo simplista y mecánico que se construye a fin de articular esa relación,
y en el que se afirma que en cierto nivel de abstracción la «estructura» de esas
realidades bastante diferentes de la situación social, la posición filosófica o
ideológica, y la práctica verbal y teatral, son «la misma». Más deslumbrante aún, a
este respecto, es la sugerencia de Goldmann, en su libro posterior Sociología de la
novela, de una «rigurosa homología» entre la novela como forma y la «vida
cotidiana de una sociedad individualista nacida de la producción de mercado»23.
Aquí, más que en ningún otro sitio, el recordatorio althusseriano de la necesidad de
respetar la autonomía relativa de los varios niveles estructurales viene al pelo; y me
parece que la conminación con ella relacionada a construir un modelo jerárquico en
que los diversos niveles mantengan determinadas relaciones de dominación o
subordinación unos con otros puede cumplirse del mejor modo, en el terreno de
análisis literario y cultural, por medio de una especie de ficción del proceso por el
cual se generan. Así los formalistas rusos nos mostraron cómo construir una imagen
de la emergencia de una forma compleja dada en la que cierto rasgo se ve como
generado a fin de compensar y rectificar una carencia estructural en algún nivel
anterior o más bajo de la producción. Para anticipar el ejemplo de Conrad

     23
        Lucien Goldmann, «Sociology of the novel», Telos, núm. 18 (invierno 1973-1974), p. 127. Estas
observaciones críticas deben acompañarse de un recordatorio del papel histórico y ciertamente
incomparable que desempeñó Lucien Goldmann en el renacimiento de la teoría marxista en la Francia
contemporánea, y de la teoría cultural marxista en general.


36
desarrollado en el Cap. 5, sería posible ciertamente establecer alguna homología
estática o paralelismo entre los tres niveles de la cosificación social, invención
estilística y categorías narrativas o diegéticas; pero parece más interesante aprehender
las relaciones mutuas entre esas tres dimensiones del texto y su subtexto social en
los términos más activos de la producción, la proyección, la compensación, la
represión, el desplazamiento y cosas de ese tenor. En el caso de Conrad, por
ejemplo, sugeriremos que el manierismo estilístico tiene la función de resolver
simbólicamente la contradicción del subtexto, a la vez que de generar o proyectar
su pretexto narrativo (los formalistas llamaron a esto la «motivación del dispositivo»)
en la forma de una categoría específica o acontecimiento por narrar.
    La práctica de las homologías, sin embargo, puede observarse en contextos
mucho más refinados que el de la obra de Goldmann: por ejemplo en las
ideologías actuales de la producción cuya práctica interpretativa es útil distinguir
del modelo de la generación formal o construcción proyectiva esbozado más
arriba. Sea cual sea el valor de los esfuerzos actuales por configurar una «teoría
materialista del lenguaje»24, es claro que la mayoría de tales esfuerzos se basa en
una homología tácita entre la «producción» del lenguaje en la escritura y el habla,
y la producción entre la topología «económica» de Freud y la «economía» misma).
Esas afirmaciones yerran, según yo, de dos maneras diferentes. Sin duda, en la
medida en que la idea de producción textual nos ayuda a romper el hábito
cosificador de pensar en un relato dado como un objeto, o como un todo
unificado, o como una estructura estática, su efecto ha sido positivo; pero el
centro activo de esta idea es en realidad una concepción del texto como proceso,
y la noción de productividad es un barniz metafórico que añade bastante poco a
la sugestividad metodológica de la idea de proceso, pero mucho a su utilización
o usurpación potencial por una nueva ideología. N o se puede sin deshonestidad
intelectual asimilar la «producción» de textos (o en la versión althusseriana de
esta homología, la «producción» de conceptos nuevos y más científicos) a la
producción de bienes por los obreros industriales: escribir y pensar no son trabajo
enajenado en ese sentido, y es indudablemente fatuo que los intelectuales traten
de embellecer sus tareas —que pueden en su mayoría subsumirse bajo la rúbrica
de elaboración, reproducción o crítica de la ideología— asimilándolas al trabajo
real en la línea de montaje y a la experiencia de la resistencia de la materia en el
genuino trabajo manual.
    El término materia sugiere una segunda concepción equivocada que opera en
tales teorías, en las que se apela a la noción lacaniana de un «significante material»
(en Lacan el falo) y a unas pocas débiles alusiones a las vibraciones sonoras de la
lengua en el aire y el espacio, como fundamento de una visión genuinamente
materialista. El marxismo sin embargo no es un materialismo mecánico sino
histórico: no afirma tanto la primacía de la materia sino que más bien insiste en

      14
         Muy notablemente en Rosalind Coward & John Ellis, Language and materialism (Londres:
Routledge & Kegan Paul, 1977). Una homología similar limita en último término la rica y sugestiva
obra de Ferruccio Rossi-Landí, que se vuelve explícitamente hacia la exploración de la producción
lingüística


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  • 5.
  • 6. Fredric Jameson Documentos de cultura, documentos de barbarie La narrativa como acto socialmente simbólico Traducción de Tomás Segovia
  • 7. Literatura y debate crítico, 2 Colección dirigida por Carlos Piera y Roberta Quance The political unconscious. Narrative as a socially symbolic act. ® Fredric Jamenson, 1989 © de la presente edición, VISOR DISTRIBUCIONES S. A., 1989 Tomás Bretón, 55, 28045 Madrid ISBN: 84-7774-703-2 Depósito legal: M. 21.563-1989 Impreso en España - Printed in Spain Gráficas Rogar, S. A. Fuenlabrada (Madrid)
  • 8. O ma belle guerriere!
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  • 10. Imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida. WlTTGENSTEIN Puesto que el mundo expresado por el sistema total de conceptos es el mundo tal como la sociedad se lo representa para sí misma, sólo la sociedad puede proporcionar las nociones generalizadas de acuerdo con las cuales puede representarse tal mundo... Puesto que el universo existe tan sólo en la medida que es pensado, y puesto que sólo puede ser pensado en su totalidad por la sociedad misma, toma su lugar dentro de la sociedad, se vuelve un elemento de su vida interior, y la sociedad puede verse así como ese genus total fuera del cual no existe nada. El concepto mismo de totalidad no es sino la forma abstracta del concepto de sociedad: ese todo que incluye a todas las cosas, esa clase suprema bajo la cual deben subsumirse todas las demás clases. DURKHEIM 9
  • 11.
  • 12. PREFACIO ¡Historicemos siempre! Esta consigna —único imperativo absoluto y hasta podríamos decir «transhistórico» de todo pensamiento dialéctico— a nadie sorprenderá que resulte ser también la moral de Documentos de cultura, documentos de barbarie. Pero, como nos lo enseña la dialéctica tradicional, la operación historizadora puede seguir dos caminos distintos, que sólo en última instancia se encuentran en un mismo lugar: el camino del objeto y el camino del sujeto, los orígenes históricos de las cosas mismas, y esa historicidad más tangible de los conceptos y las categorías por cuyo intermedio intentamos entender esas cosas. En el terreno de la cultura, que es el campo central de este libro, nos enfrentamos así a una elección entre el estudio de la naturaleza de las estructuras «objetivas» de un texto cultural dado (la historicidad de sus formas y su contenido, el momento histórico de emergencia de sus posibilidades lingüísticas, la función situacionalmente específica de su estética), y algo bastante diferente que pondría en cambio en el primer plano las categorías interpretativas o códigos a través de los cuales leemos y recibimos el texto en cuestión. Para bien o para mal, es este segundo camino el que hemos escogido seguir aquí: este libro se centra consiguientemente en la dinámica del acto de interpretación y presupone como su ficción organizadora que nunca confrontamos un texto de manera realmente inmediata, en todo su frescor como cosa-en-sí. Antes bien los textos llegan ante nosotros como lo siempre-ya-leído; los aprehendemos a través de capas sedimentadas de interpretaciones previas, o bien —si el texto es enteramente nuevo— a través de los hábitos de lectura y las categorías sedimentadas que han desarrollado esas imperativas tradiciones heredadas. Esta presuposición dicta pues el uso de un método (que en otro lugar llamé «metacomentario») según el cual nuestro objeto de estudio no es tanto el texto mismo sino la interpretación a través de la cual intentamos enfrentarnos a él y apropiárnoslo. La interpretación se entiende aquí como un acto esencialmente alegórico que consiste en reescnbir un texto dado en términos de un código maestro interpretativo particular. La identificación de este último llevará pues a una evaluación de dichos códigos o, dicho de otra manera, de los «métodos» o abordamientos corrientes hoy en los estudios literarios y culturales norteamericanos. Su yuxtaposición con el ideal de comprensión dialéctico o totalizador, propiamente marxista, se utilizará para demostrar las limitaciones estructurales de los otros códigos interpretativos, y en particular para mostrar las maneras «locales» en que construyen sus objetos de estudio y las «estrategias de contenimiento» con las que lograrnos proyectar la ilusión de que sus lecturas son de alguna manera completas y autosuficientes. La ilusión retrospectiva del metacomentario tiene así la ventaja de permitirnos medir el rendimiento y la densidad de un acto interpretativo propiamente marxista en contraste con esos otros métodos interpretativos —el ético, el psicoanaíítico, el mítico-crítico, el semiótico, el estructural y el teológico— con los que tiene que 11
  • 13. competir en el «pluralismo» del mercado intelectual de nuestros días. Alegaré aquí la prioridad del marco interpretativo marxiano en términos de riqueza semántica. El marxismo no puede defenderse hoy como un mero sustituto de esos otros métodos, que se arrumbarían entonces con gesto triunfalista entre los desperdicios de la historia; la autoridad de semejantes métodos se funda en su fiel consonancia con esta o aquella ley local de una vida social fragmentada, este o aquel subsistema de una superestructura cultural compleja y pululante. Dentro del espíritu de una tradición dialéctica más auténtica, el marxismo se concibe aquí como ese «horizonte no trascendible» que subsume tales operaciones críticas aparentemente antagonistas o inconmensurables, asignándoles dentro de él mismo una validez sectorial indudable, y de este modo borrándolas y preservándolas a la vez. Sin embargo, debido al foco peculiar de esta organización retrospectiva, acaso valga la pena advertir al lector lo que este libro no es. El lector, en primer lugar, no debe esperar nada parecido a esa proyección exploratoria de lo que es y debe ser una cultura política vital y emergente que ha propuesto con toda razón Raymond Williams como la tarea más urgente de una crítica cultural marxista. Hay por supuesto buenas razones históricas objetivas que explican por qué el marxismo contemporáneo ha tardado tanto en ponerse a la altura de ese reto: la triste historia de la prescripción zhdanovista en las artes es una de ella, la fascinación con los modernismos y «revoluciones» en la forma y en el lenguaje es otra, así como el advenimiento de todo un nuevo «sistema mundial» político y económico al que los viejos paradigmas culturales marxistas se aplican sólo impefectamente. Una conclusión provisional del presente trabajo enunciará algunos de los desafíos que la interpretación marxista debe anticipar al concebir esas nuevas formas de pensamiento colectivo y de cultura colectiva que yacen tras los límites de nuestro propio mundo. El lector encontrará allí una silla vacía reservada para alguna producción cultural colectiva aún no realizada del futuro, más allá del realismo tanto como del modernismo. Si este libro no quiere pues proponer una estética política o revolucionaria, tampoco se preocupa mucho de plantear una vez más las cuestiones tradicionales de la estética filosófica: la naturaleza y la función del arte, la especificidad del lenguaje poético y de la experiencia estética, la teoría de lo bello y todo eso. Pero la ausencia misma de esas cuestiones puede servir de comentario implícito sobre ellas; he tratado de mantener una perspectiva esencialmente historicista, en la que nuestras lecturas del pasado son vitalmente dependientes de nuestra experiencia del presente, y en particular de las peculiaridades estructurales de lo que se llama a veces la sociedad de consumo (o el momento «desacumulativo» del capitalismo tardío monopolista o de consumo o multinacional), lo que Guy Debord llama sociedad de la imagen y el espectáculo. La cuestión es que en semejante sociedad, saturada de mensajes y con experiencias «estéticas» de todas clases, las cuestiones mismas de una vieja estética filosófica necesitan ser historizadas radicalmente, y puede esperarse que se transformen en el proceso de manera irreconocible. Ni tampoco, aunque la historia literaria está implicada aquí por todas partes, debe tomarse este libro como una obra paradigmática de esa forma o género discursivo, que está hoy en crisis. La historia literaria tradicional era un subconjunto 12
  • 14. de la narrativa representacional, una especie de «realismo» narrativo que se ha vuelto tan problemático como sus ejemplares principales en la historia de la novela. El segundo capítulo del presente libro, que se ocupa de la crítica de los géneros, planteará el problema teórico del estatuto y la posibilidad de tales narraciones histórico-literarias, que en Marxism and form llamé «constructos diacrónicos»; las lecturas subsiguientes de Balzac, Gissing y Conrad proyectan un marco diacrónico —la construcción del sujeto burgués en el capitalismo emergente y su desintegración esquizofrénica en nuestra época— que aquí, sin embargo, no se desarrolla nunca del todo. Sobre la historia literaria podemos observar hoy que su tarea se auna a la que propuso Louis Althusser para la historiografía en general: no elaborar algún simulacro acabado, con la apariencia de lo vivo, de su supuesto objeto, sino más bien «producir» el «concepto» de este último. Esto es sin duda lo que las más eminentes historias literarias modernas o modernizadoras —como por ejemplo la Mimesis de Auerbach— han tratado de hacer en su práctica crítica, si no en su teoría. ¿Es posible por lo menos, entonces, que la presente obra pueda tomarse como un esquema o proyección de una nueva clase de método crítico? Ciertamente a mí me parecería perfectamente apropiado reformular muchos de sus hallazgos en la forma de un manual metodológico, pero semejante manual tendría por objeto el análisis ideológico, que sigue siendo, me parece, la designación apropiada del «método» crítico específico del marxismo. Por algunas de las razones indicadas arriba, este libro no es un manual, cosa que lo haría necesariamente ajustar las cuentas con otros «métodos» rivales en un espíritu más polémico. Sin embargo, no debe suponerse que el tono inevitablemente hegeliano del marco de referencia retrospectivo de El inconsciente político implica que tales intervenciones polémicas no sean de la más alta prioridad para la crítica cultural marxista. Por el contrario, esta última tiene que ser también necesariamente lo que Althusser ha pedido a la práctica de la fdosofía marxista propiamente dicha, o sea «lucha de clases dentro de la teoría». Para el lector no marxista, sin embargo, que bien puede sentir que este libro es a fin de cuentas bastante polémico, añadiré algo que acaso sea innecesario y subrayaré mi deuda con los grandes pioneros del análisis narrativo. Mi diálogo teórico con ellos en estas páginas no debe tomarse meramente con un espécimen más de la crítica negativa de la «falsa conciencia» (aunque también es eso, y de hecho en la Conclusión I tratará explícitamente del problema de los usos apropiados de esos gestos que son la desmitificación y desenmascaramiento ideológico). Debe quedar claro mientras tanto que ninguna obra en el campo del análisis de la narrativa puede permitirse ignorar las contribuciones fundamentales de Northrop Frye, la codificación por A. J. Greimas de las tradiciones formalistas y semióticas en su totalidad, la herencia de cierta hermenéutica cristiana, y sobre todo las indispensables exploraciones de Freud en la lógica de los sueños y de Claude Lévi-Strauss en la lógica del relato «primitivo» y de la pensée sauvage, para no hablar de los logros defectuosos pero monumentales en este terreno del más grande filósofo marxista de los tiempos modernos, Georg Lukács. Estos corpus divergentes y desiguales son interrogados y valorados aquí desde la perspectiva de la tarea crítica e interpretativa específica del presente volumen, a saber reestructurar la problemática de la ideología, 13
  • 15. del inconsciente y del deseo, de la representación, de la historia y de la producción cultural, alrededor del proceso umversalmente moldeador de la narrativa, que considero (utilizando aquí el atajo del idealismo filosófico) como la función o instancia central del espíritu humano. Esta perspectiva puede reformularse en términos del código dialéctico tradicional como el estudio de la Darstellung: esa designación intraducibie en la que los problemas actuales de la representación se cruzan productivamente con aquellos, bastante diferentes, de la presentación, o del movimiento esencialmente narrativo y retórico del lenguaje y de la escritura a lo largo del tiempo. Finalmente, aunque no es menos importante, el lector se sentirá acaso desconcertado de que un libro ostensiblemente preocupado del acto interpretativo dedique tan poca atención a las cuestiones de la validez interpretativa y a los criterios según los cuales puede invalidarse o acreditarse una interpretación dada. Sucede que en mi opinión ninguna interpretación puede ser efectivamente descalificada en sus propios términos por una simple enumeración de inexactitudes y omisiones, o por una lista de cuestiones no resueltas. La interpretación no es un acto aislado, sino que tiene lugar dentro de un campo de batalla homérico, donde cierta cantidad de opciones interpretativas están implícita o explícitamente en conflicto. Si la concepción positivista de la exactitud filológica fuese la única alternativa, entonces preferiría con mucho adherirme a la actual y provocativa celebración de las lecturas fuertemente equivocadas, antes que a las que son débiles. Como dice el proverbio chino, se usa un mango de hacha para hallar otro: en nuestro contexto, sólo otro a interpretación más fuerte puede derribar y refutar prácticamente a una interpretación ya establecida. -ffSítt '¡'-- ••- Me contentaría pues con que las partes teóricas de este libro se juzgaran y pusieran a prueba de acuerdo con su práctica interpretativa. Pero esta antítesis misma señala el doble patrón y el dilema formal de todo estudio cultural que se haga hoy, de lo cual difícilmente quedaría exento este libro: una incómoda lucha por la prioridad entre los modelos y la historia, entre la especulación teórica y el análisis textual, donde la primera trata de transformar al segundo en otros tantos simples ejemplos, aducidos para apoyar sus proposiciones abstractas, mientras que el segundo sigue implicando insistentemente que la teoría misma no era sino un andamiaje metodológico que puede desmantelarse sin dificultad una vez que empieza la cuestión seria de la crítica práctica. Estas dos tendencias —teoría e historia literaria— se ha sentido tantas veces en el pensamiento académico occidental que eran rigurosamente incompatibles, que vale la pena recordar al lector, en conclusión, la existencia de una tercera posición que las trasciende a ambas. Esa posición, por supuesto, es el marxismo, que, en la forma de la dialéctica, afirma una primacía de la teoría que es a un mismo tiempo un reconocimento de la primacía de la Historia misma. Killingworth, Connecticut FREDRIC JAMESON 14
  • 16. 1 Sobre la interpretación LA L I T E R A T U R A C O M O A C T O SOCIALMENTE SIMBÓLICO Este libro afirmará la prioridad de la interpretación política de los textos literarios. Concibe la perspectiva política no como un método suplementario, no como un auxiliar optativo de otros métodos interpretativos corrientes hoy —el psicoanalítico o el mítico-crítico, el estilístico, el ético, el estructural—, sino más bien como el horizonte absoluto de toda lectura y toda interpretación. Es esta evidentemente una exposición más extrema que la modesta pretensión, aceptable sin duda para todo el mundo, de que ciertos textos tienen una resonancia social e histórica, a veces incluso política. La historia literaria tradicional, por supuesto, nunca ha prohibido la investigación de tópicos tales como el trasfondo político florentino en Dante, las relaciones de Milton con los cismáticos o las alusiones históricas irlandesas en Joyce. Alegaré, sin embargo, que tal información —incluso allí donde no es reabsorbida, como sucede la mayoría de las veces, es una concepción idealista de las historia de las ideas— no produce una interpretación como tal, sino más bien, en el mejor de los casos, sus (indispensables) precondiciones. Hoy en día, esa relación propiamente de anticuarios con el pasado cultural tiene una contraparte dialéctica que es en último término igualmente insatisfactoria; me refiero a la tendencia en gran parte de la teoría contemporánea a reescribir ciertos textos escogidos del pasado en términos de su propia estética, y en particular en términos de una concepción modernista (o más propiamente postmodernista) del lenguaje. En otro lugar1 he mostrado las maneras en que tales «ideologías del texto» construyen un hombre de paja o un término inesencial —llamado según los casos el texto «legible» o «realista» o «referencial»— contra el cual se define el término esencial —el texto «escribible» o modernista o «abierto», la écriture o la productividad textual— y frente al cual se le presenta como una ruptura decisiva. Pero la profunda frase de Croce de que «toda historia es historia contemporánea» no significa que toda la historia es nuestra historia contemporánea; y el problema empieza cuando nuestra ruptura epistemológica empieza a desplazarse en el tiempo según nuestros intereses presentes, de tal manera que Balzac puede significar la representacionalidad no ilustrada cuando nos preocupa realzar todo lo que es «textual» y moderno en Flaubert, pero se 1 Véase «The ideology of the text», Salgamundi, núm. 31-32 (otoño 1975-invierno 1976), pp. 204- 246. 15
  • 17. vuelve otra cosa cuando, con Roland Barthes en S/Z, estamos decididos a reescribir a Balzac como Philipe Sollers, como puro texto y écriture. Esta inaceptable opción o doblez ideológico entre actitud de anticuario y proyección o «pertinencia» modernizadora demuestra que los viejos dilemas del historicismo —y en particular la cuestión de la reclamación de monumentos pertenecientes a momentos distantes o incluso arcaicos del pasado cultural en un presente culturalmente diferente2— no desaparecen simplemente porque escojamos no ponerles atención. Nuestra presuposición, en los análisis que siguen, será que sólo una genuina filosofía de la historia es capaz de respetar la especificidad y la radical diferencia del pasado social y cultural a la vez que revela la solidaridad de sus polémicas pasiones, sus formas, estructuras, experiencias y luchas, con las de la época presente. Pero las filosofías de la historia genuinas nunca han sido numerosas, y pocas sobreviven en forma abordable y utilizable en el mundo contemporáneo de capitalismo de consumo y de sistema multinacional. Tendremos suficientes ocasiones, en las páginas que siguen, de subrayar el interés metodológico del historicismo cristiano y los orígenes teológicos del primer gran sistema hermenético de la tradición occidental, para que se nos permita la observación adicional de que la filosofía de la historia cristiana que surge plenamente desarrollada en la Ciudad de Dios de Agustín (413-426 a. C.) no puede ser ya para nosostros particularmente constrictiva. En cuanto a la filosofía de la historia de una burguesía heroica, sus dos variantes principales —la visión del progreso que surge de las luchas ideológicas de la Ilustración francesa y ese populismo o nacionalismo orgánico que articuló la historicidad bastante diferente de los pueblos de la Europa central y oriental y que se asocia generalmente al nombre de Herder— no están extintas ni una ni otra, ciertamente, pero están cuando menos una y otra desacreditadas bajo sus encarnaciones hegemónicas en el positivismo y el liberalismo clásico, y en el nacionalismo respectivamente. Mi posición aquí es que sólo el marxismo ofrece una resolución coherente e ideológicamente convincente del dilema del historicismo evocado más arriba. Sólo el marxismo puede darnos cuenta adecuadamente del misterio del pasado cultural, que, como Tiresias al beber la sangre, vuelve momentáneamente a la vida y recobra calor y puede una vez más hablar y transmitir su mensaje largamente olvidado en un entorno profundamente ajeno a ese mensaje. Ese misterio sólo puede llevarse de nuevo a efecto si la aventura humana es una; sólo así —y por medio de las distracciones del anticuario o las proyecciones del modernista— podemos echar una ojeada a los llamados vitales que nos dirigen esas cuestiones hace mucho difuntas, como la alternancia estacional de la economía de una tribu primitiva, las apasionadas disputas sobré la naturaleza de la Trinidad, los modelos en conflicto de la polis o del Imperio universal, o bien, más cerca de nosotros en 2 Esta es para m! la pertinencia de una teoría de los «modos de producción» para la crítica literaria y cultural; se encontrarán más reflexiones sobre esta cuestión y una declaración más explícita de las tendencias «historicistas» del marxismo en mi «Marxism and historicism», New Literary History, 11 (otoño 1979), pp. 41-73. 16
  • 18. apariencia, las polvorientas polémicas parlamentarias y periodísticas de los estados nacionales del siglo XIX. Esos asuntos pueden recobrar para nosotros su urgencia original únicamente a condición de que se los vuelva a relatar dentro de la unidad de una única gran historia colectiva; sólo si, aunque sea en una forma muy disfrazada y simbólica, se los mira como participando en un solo tema fundamental —para el marxismo, la lucha colectiva por arrancar un reino de la Libertad al reino de la Necesidad—3; sólo si se los aprehende como episodios vitales en una única y vasta trama inconclusa: «La historia de todas las sociedades que han existido hasta ahora es la historia de las luchas de clase: hombre libre y esclavo, patricio y plebeyo, señor y siervo, agremiado y jornalero —en una palabra, opresor y oprimido— estuvieron en constante oposición mutua, llevaron a cabo una lucha ininterrumpida, ora oculta, ora abierta, una lucha que acababa cada vez ya sea en una reconstitución revolucionaria de la sociedad en general, ya sea en la ruina común de las clases contendientes»4. En el rastreo de las huellas de ese relato ininterrumpido^ en la restauración en la superficie del texto de la realidad reprimida y enterrada de esa historia fundamental, es donde la doctrina de un inconsciente político encuentra su función y su necesidad. Desde esta perspectiva la distinción provisional conveniente entre textos culturales que son sociales y políticos y los que no lo son se vuelve algo peor que un error: se vuelve un síntoma y un reforzamiento de la cosificación y privatización de la vida contemporánea. Semejante distinción vuelve a confirmar esa brecha estructural, experiencial y conceptual entre lo público y lo privado, entre lo social y lo psicológico, o lo político y lo poético, entre historia o sociedad e «individuo», que —ley tendencial de la vida social bajo el capitalismo— cercena nuestra existencia como sujetos individuales y paraliza nuestro pensamiento sobre el tiempo y el cambio tan seguramente como nos enajena de nuestro discurso mismo. Imaginar que, a salvo de la omnipresencia de la historia y la implacable influencia de lo social, existe ya un reino de la libertad —ya sea el de la experiencia microscópica de las palabras en un texto o el de los éxtasis e intensidades de la varias religiones privadas— no es más que reforzar la tenaza de 3 «El reino de la libertad sólo empieza efectivamente allí donde cesa el trabajo, que está de hecho determinado por la necesidad y las consideraciones mundanas; así, en la naturaleza misma de las cosas, se sitúa más allá de la esfera de la producción efectiva. Del mismo modo que el salvaje tiene que luchar con la naturaleza para satisfacer sus necesidades, para mantener y reproducir la vida, así también tiene que hacerlo el hombre civilizado; pero, al mismo tiempo, las fuerzas de producción que satisfacen esas necesidades crecen también. La libertad en este campo sólo puede consistir en hombres socializados, los productores asociados que regulan racionalmente sus intercambios con la Naturaleza, poniéndola bajo su control común, en lugar de ser gobernados por ella como por las fuerzas ciegas de la Naturaleza; y logrando esto con el mínimo gasto de energía y bajo las condiciones más favorables a su naturaleza humana y dignas de ella. Pero sigue quedando un reino de la necesidad. Más allá de él empieza ese desarrollo de la energía humana que es un fin en sí mismo, el verdadero reino de la libertad, que sin embargo sólo puede florecer con este reino de la necesidad en su base.» Karl Marx. Él capital, III, p. 820 en la trad. inglesa de International Publishers (Nueva York, 1977). 4 Karl Marx & Friedrich Engels, «The Communist manifestó», in K. Marx, On Revolution, ed. y trad. de S. K. Padover (New York: McGraw Hill, 1971), p. 81. [Hay trad. esp.: El manifiesto comunista; muchas editoriales] 17
  • 19. la Necesidad en esas zonas ciegas donde el sujeto individual busca refugio, persiguiendo un proyecto de salvación puramente individual, meramente psicológico. La única liberación efectiva de semejante constricción empieza con el reconocimiento de que no hay nada que no sea social e histórico; de hecho, que todo es «en último análisis» político. La afirmación de que existe un inconsciente político propone que emprendamos precisamente tal análisis final y exploremos los múltiples caminos que llevan al desenmascaramiento de los artefactos culturales como actos socialmente simbólicos. Proyecta una hermenéutica rival de. las ya enumeradas; pero lo hace, como veremos, no tanto repudiando sus hallazgos como alegando la propia prioridad filosófica y metodológica, en último término, frente a códigos interpretativos más especializados cuyas vislumbres están estratégicamente limitadas tanto por sus propios orígenes situacionales como por los modos estrechos o locales en que interpretan o construyen sus objetos de estudio. De todos modos, describir las lecturas y análisis contenidos en la presente obra como otras tantas interpretaciones, presentarlos como otros tantos documentos de la construcción de una nueva hermenéutica es ya anunciar todo un programa polémico, que debe habérselas necesariamente con un clima crítico y teórico más o menos hostil a esas consignas5. Es cada vez más claro, por ejemplo, que la hermenéutica o actividad interpretativa ha llegado a ser uno de los blancos polémicos fundamentales del postestructuralismo contemporáneo en Francia, que —poderosamente apuntalado por la autoridad de Nietzsche— ha tendido a identificar tales operaciones con el historicismo, y en particular con la dialéctica y su valorización de la ausencia y de lo negativo, su afirmación de la necesidad y prioridad del pensamiento totalizador. Estoy de acuerdo con esa identificación, con esa descripción de las afinidades e implicaciones ideológicas del ideal del acto interpretativo o hermenéutico; pero alegaré que la crítica está fuera de lugar. 5 V. Michel Foucault, «The retreat and return of the origin» [«La retirada y el retorno del origen»], cap. 9, parte 6, de The order of things (Nueva York: Vintage, 1973) [es trad. inglesa de Les mots et les choses; hay trad. española: Las palabras y las cosas; Barcelona: Planeta, 19865], pp. 328-355; así como la Archeology of knowledge del mismo autor, trad. de A. M. Sheridan Smith [Archéologie du savoir; hay trad. española: Arqueología del saber], en particular la introducción y el cap. sobre la «historia de las ideas»; Jacques Derrida, «The exorbitant. Question of method» [«Lo exorbitante. Cuestión de método»], in Of Grammatology, trad. Gaytari Spivak (Baltimore: Johns Hopkins Univ. Press, 1976) [es trad. inglesa de De la Grammatologie (París: Minuit, 1967); hay trad. española: De la Gramatología; Buenos Aires: Siglo XXI, 1971], pp. 157-164; así como su «Hors livre», in La dissémination (París: Seuil, 1972) [hay trad. española: La diseminación; Madrid: Fundamentos, 1975], pp. 9-67; Jean Baudrillard, «Vers une critique de l'économia politique du signe», in Pour une critique de l'économie politique du signe (París: Gallimard, 1972); junto con su Mirror of production, trad. de Mark Poster (St. Louis: Telos, 1975); Gilíes Deleuze & Félix Guattari, The Anti-Oedipus, trad. de Robert Hurley, Mark Seem & Helen R. Lañe (Nueva York: Viking, 1977) [es trad. de L'anti-Oedipe; hay trad. española: El anti-Edipo; Barcelona: Paidós, 1985], pp. 25-28, 109-113. 305-308; Jean- Francois Lyotard, Économie libidinale (París: Minuit, 1974), especialmente «Le désir nommé Marx», pp. 117-188; y finalmente, pero no menos importante, Louis Althusser et al, Reading Capital, trad. de Ben Crewster (Londres New Left Bóoks, 1970) [es trad. de Lire le Capital; versión esp.: Para leer El Capital. México: Siglo XXI, 19725], especialmente «Marx immense theoretical revolution» [«La inmensa revolución teórica de Marx»], pp. 182-193. 18
  • 20. En efecto, u n o de los más dramáticos de estos recientes ataques contra la interpretación —El anti-Edipo de Gilíes Deleuze y Félix Guattari— toma como blanco, de manera bastante apropiada, no la interpretación marxiana, sino más bien la freudiana, que se caracteriza como una reducción y una reescritura del rico y azaroso conjunto de las múltiples realidades de la experiencia cotidiana concreta en los términos controlados, estratégicamente prelimitados de la narración familiar —ya se la mire como mito, como tragedia griega, como «novela familiar» o incluso en la versión estructural lacaniana del complejo de Edipo. Lo que se denuncia es por lo t a n t o un sistema de interpretación alegórica en que los datos de una línea narrativa quedan radicalmente empobrecidos por su reescritura según el paradigma de otra narración, tomada como el código maestro de la anterior o su Ur-narración y propuesta como el significado último escondido o inconscien- temente de la primera. El meollo del argumento del Anti-Edipo está, indudable- mente, muy cerca del espíritu de la presente obra, pues la preocupación de sus autores es reafirmar la especificidad del contenido político de la vida cotidiana y de la experiencia fantaseadora individual, y rescatarla de esa reducción a lo meramente subjetivo y al estatuto de la proyección psicológica que es más característica aún de la vida cultural e ideológica norteamericana de hoy que de una Francia todavía politizada. A lo que a p u n t o al mencionar este ejemplo es a observar que el repudio de un viejo sistema interpretativo —la reescritura freudiana, apresuradamente asimilada a la hermenéutica en general y como tal— corre parejas en El anti-Edipo con la proyección de t o d o un nuevo m é t o d o para la lectura de textos: El inconsciente no plantea ningún problema de significado, únicamente problemas de uso. La pregunta que plantea el deseo no es «¿Qué significa?» sino más bien «¿Cómo funciona?»... [El inconsciente] no representa nada, sino que produce. No significa nada, sino que funciona. El deseo hace su entrada con el derrumbe general de la pregunta «¿Qué significa?» Nadie ha sido capaz de plantear el problema del lenguaje salvo en la medida en que los lingüistas y lógicos habían eliminado previamente el significado; y la mayor fuerza del lenguaje sólo fue descubierta una vez que una obra se vio como una máquina, productora de ciertos efectos, susceptible de cierto uso. Malcolm Lowry dice de su obra: es cualquier cosa que usted quiera, siempre que funcione —«Y funciona en efecto, créame, según he notado»—: una maquinaria. Pero a condición de que el significado no sea otra cosa que el uso, de que se convierta en un firme principio únicamente si tenemos a nuestra disposición criterios inmanentes capaces de determinar los usos legítimos, opuestos a los ilegítimos que relacionan en cambio el uso con un hipotético significado y restablecen una especie de trascendencia6. Desde nuestro p u n t o de vista presente, sin embargo, el ideal de un análisis inmanente del t e x t o , de un desmantelamiento o desconstrucción de sus partes y una descripción de su funcionamiento y disfuncionamiento, equivale menos a una nulificación generalizada de toda actividad interpretativa que a la exigencia de una 6 Deleuze/Guattari, Anti-Oedipus, p. 109. 19
  • 21. construcción de algún nuevo modelo hermenéutico más adecuado, inmanente o antitrascendental, que será tarea de la páginas siguientes proponer. 7 I Esta corriente nietzscheana y antiinterpretativa no carece, sin embargo, de equivalente en cierto marxismo contemporáneo: la empresa de construir una hermenéutica propiamente marxista debe enfrentarse necesariamente a poderosas objeciones a los modelos tradicionales de interpretación planteadas p o r la influyente escuela del llamado marxismo estructural o althusseriano 8 . La posición del propio Althusser sobre el tema está enunciada en su teoría de las tres formas históricas de causalidad (o «efectividad»), en un d o c u m e n t o tan significativo para la teoría contemporánea que vale la pena citarlo con alguna extensión: El problema epistemológico planteado por la modificación radical del objeto de la economía política por Marx puede ser formulado así: ¿por medio de qué concepto puede pensarse el tipo de determinación nueva, que acaba de ser identificada como la determinación de los fenómenos de una región dada por la estructura de esta región? ... Dicho de otra manera, ¿cómo definir el concepto de una causalidad estructural? ... Muy esquemáticamente, se puede decir que la filosofía clásica ... disponía, en todo y para todo, de dos sistemas de conceptos para pensar la eficacia. El sistema mecanicista de origen cartesiano, que reducía la causalidad a una eficacia transitiva y analítica, no podía convenir, sino al precio de extraordinarias distorsiones (como se ve en la «psicología» o en la biología de Descartes), para pensar la eficacia de un todo sobre sus elementos. Se disponía, sin embargo, de un segundo sistema concebido precisamente para dar cuenta de la eficacia de un todo sobre sus elementos: el concepto leibniziano de la expresión. Es este modelo el que domina todo el pensamiento de Hegel. Pero supone en sus ideas generales que el todo del que se trata sea reductible a un principio de interioridad único, es decir, a una esencia interior, de la que los elementos del todo no son entonces más que formas de expresión fenomenales, el principio interno de la esencia que está en cada punto del todo, de manera que a cada instante se pueda escribir la ecuación, inmediatamente 7 En otras palabras, desde la presente perspectiva, la propuesta que presentan Deleuze y Guattari de un método antiinterpretativo (al que llaman esquizoanálisis) puede verse igualmente como una nueva hermenéutica de pleno derecho. Es impresionante y digno de notarse que la mayoría de las posiciones antiinterpretativas enumeradas en la nota 5 supra sientan la necesidad de proyectar nuevos «métodos» de esta clase: as! la arqueología del saber, pero también, más recientemente, la «tecnología política del cuerpo» (Foucault), la «gramatología» (Derrida), el «intercambio simbólico» (Lyotard) y el «semanálisis» (Julia Kristeva). 8 Las cuestiones planteadas en esta sección, inevitables para toda discusión seria de la naturaleza de la interpretación, son también inevitablemente técnicas, ya que implican una terminología y una «problemática» que trasciende ampliamente la crítica literaria. Puesto que chocarán inevitablemente a algunos lectores como ejercicios escolásticos en la tradición filosóficamente ajena del marxismo, puede aconsejarse a esos lectores que pasen de una vez a la sección siguiente, en la que volvemos a un comentario de las diversas escuelas actuales de la crítica literaria propiamente dicha. Podría añadirse que no todos los escritores descritos como «althusserianos», en el nivel de la generalidad histórica que es el nuestro en la presente sección, aceptarían esa caracterización. 20
  • 22. adecuada: tal elemento (económico, político, jurídico, literario, religioso, etc., en Hegel) = la esencia interior del todo. Se poseía un modelo que permitía pensar la eficacia del todo sobre cada uno de sus elementos, pero esta categoría: esencia interior/fenómeno exterior, para ser aplicable en todo lugar y en todo instante a cada uno de los fenómenos dependientes de la totalidad en cuestión, suponía una cierta naturaleza del todo, precisamente la naturaleza de un todo «espiritual», donde cada elemento es expresivo de la totalidad entera como pars totalis. En otros términos, se tenía en Leibniz y Hegel una categoría de la eficacia del todo sobre sus elementos o sobre sus partes, pero con la condición absoluta de que el todo no fuese una estructura... [El tercer concepto de eficacia, el de causalidad estructural] se puede resumir por entero en el concepto de la Darstellung, el concepto epistemológico-clave de toda la teoría marxista del valor, y que precisamente tiene por objeto designar este modo de presencia de la estructura en sus efectos, por lo tanto, la propia causalidad estructural... La estructura no es una esencia exterior a los fenómenos económicos que vendría a modificar su aspecto, sus formas y sus relaciones y que sería eficaz sobre ellos como causa ausente, ausente ya que exterior a ellos. La ausencia de la causa de la «causalidad metontmica» de la estructura sobre sus efectos no es el resultado de la exterioridad de la estructura en relación a los fenómenos económicos; es, al contrario, la forma misma de la interioridad de la estructura como estructura, en sus efectos. Esto implica, entonces, que los efectos no sean exteriores a la estructura, no sean un objeto, un elemento, o un espacio preexistentes sobre los cuales vendría a imprimir su marca; por el contrario, esto implica que la estructura sea inmanente a sus efectos, causa inmanente a sus efectos en el sentido spinozista del término, de que toda la existencia de la estructura consista en sus efectos, en una palabra, que la estructura que no sea sino una combinación específica de sus propios elementos no sea nada más allá de sus efectos.9 El primer tipo de efectividad de Althusser, el de la causalidad mecanicista o mecánica, ejemplificado en el modelo de la bola de billar para la causa y el efecto, fue durante m u c h o tiempo una prueba habitual en la historia de la ciencia, donde está asociada a la visión del m u n d o galileana y newtoniana, y se supone que pasó de moda gracias al principio de indeterminismo de la física moderna. Este tipo de causalidad es generalmente el blanco del vago consenso conteporáneo sobre el carácter «pasado de moda» de la categoría de causalidad como tal; pero incluso este tipo de análisis causal n o está en m o d o alguno desacreditado en todas partes en los estudios culturales de hoy. Su persistente influencia puede observarse, p o r ejemplo, en ese determinismo tecnológico del que el macluhanismo sigue siendo la expresión contemporánea más interesante, pero del que también son variantes ciertos estudios más propiamente marxistas como el ambiguo Baudelaire de Walter Benjamin. La tradición marxista incluye en efecto modelos que han sido denunciados bastantes veces como mecánicos o mecanicistas —muy especialmente 9 Althusser et al., Reading Capital, pp. 186-189. [Versión citada: Louis Althusser y Étienne Balibar, Para leer El Capital, trad. de Marta Harnecker, México, siglo xxi, 5o edición, 1972. Las cursivas que aparecen en esta versión en español (revisada a partir de la original francesa de 1967) no se encuentran en el texto inglés (N. del T.)] 21
  • 23. el familiar (o mal reputado) concepto de «base» (infraestructura y «superestructu- ra»)— como para resultar no desdeñables en el reexamen de este tipo de causalidad. Quisiera argumentar que la categoría de efectividad mecánica conserva una validez puramente local en los análisis culturales en los que pueda mostrarse que la causalidad de bola de billar sigue siendo una de las leyes (no sincrónicas) de nuestra particular realidad social decaída. N o sirve de mucho, en otras palabras, desterrar de nuestro pensamiento las categorías «extrínsecas» cuando éstas siguen siendo aplicables a las realidades objetivas sobre las que queremos pensar. Parece, por ejemplo, que hubo una relación causal innegable entre el hecho confesadamente extrínseco de la crisis editorial de fines del siblo XIX, durante la cual la novela en tres tomos que dominaba en la bibliotecas de préstamo fue sustituida por un formato más barato en un volumen, y la modificación de la «forma interna» de la novela misma10. La transformación resultante de la producción novelística de un escritor como Gissing tiene que quedar así necesariamente mistificada por las tentativas de los estudiosos de interpretar la nueva forma en términos de evolución personal o de la dinámica interna de un cambio puramente formal. Que un «accidente» material y contingente deje su huella como «ruptura» formal y «cause» una modificación en las categorías narrativas de Gissing así como en la propia «estructura de sentimiento» de sus novelas, es sin duda una afirmación escandalosa. Pero lo que es escandaloso no es esa manera de pensar en un cambio formal dado, sino más bien el acontecimiento objetivo mismo, la naturaleza misma del cambio cultural en un mundo donde la separación del valor de uso y el valor de cambio genera precisamente discontinuidades de ese tipo extrínseco «escandaloso», grietas y acciones a distancia que en último término no pueden captarse «desde dentro» o fenomenológicamente, sino que deben reconstruirse como síntomas cuya causa es un fenómeno de otro orden que sus efectos. La causalidad mecánica entonces es menos un concepto que pueda valorarse en sus propios términos que una de las varias leyes y subsistemas de nuestra vida social y cultural peculiarmente cosificada. Ni tampoco su ocasional experiencia. está desprovista de beneficios para el crítico cultural, para quien el escándalo de lo extrínseco se presenta como un saludable recordatorio de la base en último término material de la producción cultural, y de la «determinación de la conciencia por el ser social»11. Debe objetarse pues al análisis ideológico de Althusser del «concepto» de causalidad mecánica que esa categoría insatisfactoria no es meramente una forma de falsa conciencia o de error, sino también un síntoma de unas contradicciones objetivas que están todavía entre nosotros. Dicho esto, resulta claro a la vez que es la segunda de las formas de eficacia enumeradas por Althusser, la llamada 10 Frank Kermode, «Buyers' market», New York Review of Books, 31 oct. 1974, p.3. 11 El problema de la causalidad mecánica se impone del modo más vivido, quizá, en la crítica cinematográfica, como la tensión entre el estudio de la innovación tecnológica y el de los lenguajes «intrínsecamente» cinematográficos; pero es de esperarse que se plantee también en la mayoría de las otras zonas de la cultura de masas. 22
  • 24. «causalidad expresiva», la que constituye el meollo polémico de su argumentación, así como la cuestión más vital (y la más candente tentación) de la crítica cultural de hoy. La contraconsigna de la «totalización» no puede ser la respuesta inmediata a la crítica de Althusser a la «causalidad expresiva», aunque sólo fuera porque la totalización misma se cuenta entre los enfoques estigmatizados por ese término, y que van desde las diversas concepciones de las visiones del mundo o períodos estilísticos de un momento histórico dado (Taine, Riegl, Spengler, Goldmann) hasta los esfuerzos estructurales o postestructurales contemporáneos por modelar el episteme dominante o sistema de signos de tal o cual período histórico, como en Foucault, Deleuze-Guattari, Yurii Lotman o los teóricos de la sociedad de consumo (muy especialmente Jean Baudrillard). Semejante catálogo sugiere, no sólo que la crítica de Althusser puede interpretarse mucho más ampliamente que la obra de Hegel, que es su prueba central (y puede hallar aplicación en pensadores que son expresamente no hegelianos o antihegelianos), sino también que lo que está en entredicho aquí parecería relacionarse significa- tivamente con los problemas de la periodización cultural en general y con los de la categoría de «período» histórico en particular. Sin embargo, los modelos más propiamente marxistas de la «causalidad expresiva» denunciados por Althusser son censurados desde una perspectiva bastante diferente por implicar la práctica de la mediación y por dramatizar las concepciones todavía relativamente idealistas de la praxis tanto individual como colectiva: volveremos a esos dos reproches más abajo en este mismo capítulo. En cuanto a la periodización, su práctica está claramente envuelta en ese fundamental blanco conceptual althusseriano designado cómo «historicismo»12; y puede admitirse que todo uso fecundo de la noción de período histórico o cultural tiende a pesar suyo a dar la impresión de una fácil totalización, una trama inconsútil de fenómenos cada uno de lo cuales «expresa», a su manera peculiar, alguna verdad interior unificada: una visión del mundo o un período estilístico o un conjunto de categorías estructurales que marca toda la longitud y anchura del «período» en cuestión. Sin embargo semejante impresión es fatalmente reduccionista, en el sentido en que hemos visto a Deleuze y Guattari denunciar la operación unificadora de la reducción familiar freudiana. En sus propios términos, por consiguiente, la crítica althusseriana es bastante incontestable, lo cual demuestra la manera en que la construcción de una totalidad histórica 12 Sea cual sea el contenido teórico del debate en torno al historicismo, debe entenderse que este término es también una consigna política en el Corpus althusseriano, y que designa varias teorías marxistas de las llamadas «etapas» en la transición hacia el socialismo: éstas van desde la teoría leniniana del imperialismo y las distinciones de Stalin entre «socialismo» y «comunismo», hasta los esquemas de Kautsky y de la social-democracia del desarrollo histórico. En este nivel, por tanto, la polémica contra el «historicismo» es parte de la ofensiva althusseriana más general dentro del Partido Comunista francés contra el stalinismo, e implica consecuencias prácticas, políticas y estratégicas muy reales. (Los clásicos argumentos estructuralisras y semióticos contra el historicismo se encontrarán en el capítulo de conclusión [«Historia y dialéctica»] de El pensamiento salvaje de Claude Lévi-Strauss (trad. inglesa, The savage mind, Chicago: University of Chicago Press, 1966; trad. esp., México: F.C.E., 1972, y en A. J. Greimas, «Structure et histoire», in Du sens [París: Seuil, 1970]). 23
  • 25. implica necesariamente aislar y privilegiar uno de los elementos dentro de esa totalidad (una clase de hábito de pensamiento, una predilección por formas específicas, cierto tipo de creencia, una estructura política o forma de dominio «características»), de modo que el elemento en cuestión se convierta en un código maestro o «esencia interna» capaz de explicar los otros elementos o rasgos del «todo» en cuestión. Semejante tema o «esencia interna» puede verse así como la respuesta implícita o explícita a la pregunta interpretativa, ahora vedada: «¿qué significa?» (La práctica de la «mediación» se entiende pues, como veremos, a la manera de un mecanismo aparentemente más dialéctico pero no menos idealista que se mueve o modula de un nivel o rasgo del todo a otro: un mecanismo que sin embargo, como en la periodización burguesa, no deja de tener el efecto de unificar todo un campo social alrededor de un tema o una idea). Por encima y más allá del problema de la periodización y sus categorías, que están sin duda en crisis hoy en día, pero que parecerían tan indispensables como insatisfactorias para cualquier clase de trabajo en los estudios culturales, la cuestión más amplia es la de la representación misma de la Historia. Hay, en otras palabras, una versión sincrónica del problema: la del estatuto de un «período» individual en el que todo resulta tan inconsútilmente interrelacionado que nos enfrentamos o bien a un sistema total o «concepto» idealista del período, o bien a un concepto diacrónico, en el que la historia se mira de un modo «lineal» como la sucesión de tales períodos, estadios o momentos. Creo que este segundo problema es el prioritario, y que las formulaciones de períodos individuales implican o proyectan siempre secretamente relatos o «historias» —representaciones narrativas— de la secuencia histórica en la que esos períodos individuales toman su lugar y de la que se deriva su significación. La forma más plena de lo que Althusser llama «causalidad expresiva» (y de lo que él llama «historicismo») se mostrará así como una vasta alegoría interpretativa en la que una secuencia de acontecimientos o textos y artefactos históricos se reescribe en los términos de un relato profundo, subyacente y más «fundamental», de un relato maestro oculto que es la clave alegórica o el contenido figural de la primera secuencia de materiales empíricos. Esta clase de relato maestro alegórico incluiría entonces historias providenciales (tales como las de Hegel o Marx), visiones catastrofistas de la historia (tales como las de Spengler) y visiones cíclicas o viconianas de la historia por igual. Yo leo con ese espíritu la frase de Althusser: «La Historia es un proceso sin telos ni sujeto»", como un repudio de esos relatos maestros y de sus categorías gemelas de clausura narrativa (telos) y de personaje (sujeto de la historia). Como tales, las alegorías históricas se caracterizan también a menudo como «teologías», y puesto que pronto tendremos ocasión de volver a esa impresionante y elaborada hermenéutica que es la patrística y el sistema medieval de los cuatro niveles de la escritura, puede resultar útil ilustrar la 13 Réponse a John Lewis (París: Maspéro, 1973), pp. 91-98. [Trad. Para una crítica de la práctica teórica o Respuesta a John Lewis. Madrid: Siglo XXI, 1974]. 24
  • 26. estructura del relato maestro con referencia a ese marco alegórico hoy arcaico y estorboso en el que su operación es visible del modo más claro. El sistema medieval puede abordarse quizá del modo más conveniente a través de su función práctica en la antigüedad tardía, su misión ideológica como estrategia para asimilar el Antiguo Testamento al Nuevo, para reescribir la herencia textual y cultural judía en una forma utilizable para los gentiles. La originalidad del nuevo sistema alegórico puede juzgarse por su insistencia en preservar la literalidad de los textos originales: no se trata aquí de disolverlos en un mero simbolismo, como hizo un helenismo racionalista cuando, confrontado a la letra arcaica y politeísta de la épica homérica, la reescribió en términos de la lucha de los elementos físicos entre sí o de la batalla de los vicios y las virtudes14. Por el contrario, el Antiguo Testamento se toma aquí como hecho histórico. Al mismo tiempo, su disponibilidad como sistema de figuras, por encima y más allá de esa referencia histórica radical, se funda en la concepción de la historia misma como el libro de Dios, que podemos estudiar y glosar en busca de signos y rastros del mensaje profético que se supone que el Autor inscribión en el. Sucede pues que la vida de Cristo, el texto del Nuevo Testamento, que llega como el cumplimiento de profecías ocultas y signos anunciadores del Antiguo, contituye un segundo nivel propiamente alegórico en cuyo términos puede rescribirse este último. La alegoría es aquí la apertura del texto a múltiples significaciones, a sucesivas reescrituras o sobreescrituras que se generan como otros tantos niveles y otras tantas interpretciones suplementarias. De este modo, la interpretación de un pasaje particular del Antiguo Testamento en términos de la vida de Cristo —una ilustración familiar, incluso trillada, es la reescritura de la servidumbre del pueblo de Israel en Egipto como el descenso de Cristo a los infiernos después de su muerte en la cruz15— se presenta menos como una técnica para clausurar el texto y para reprimir las lecturas y sentidos aleatorios o aberrantes, que como un mecanismo para preparar tal texto para ulteriores invasiones ideológicas si tomamos aquí el término ideología en el sentido althusseriano de una estructura representacional que permte al sujeto individual concebir o imaginar su relación vivida con realidades transpersonales tales como la estructura social o la lógica colectiva de la Historia. En el caso presente, el movimiento va de una historia colectiva particular —la del pueblo de Israel, o en otras palabras una historia culturalmente ajena a la clientela mediterránea y germánica del cristianismo primitivo— al destino de un individuo particular: las dimensiones transindiviuales del primer relato se «reducen» entonces drásticamente al segundo relato, puramente biográfico, la vida de Cristo, y esa reducción no deja de tener analogías con la que Deleuze y Guattari 14 Aquí me inspiro ampliamente en Henri de Lubac, Exégese médiévale (París: Aubier, 1959-1964, 4 vols.); en cuanto a la distinción entre un nivel tripartito y uno cuadripartito, v. en particular vol. I, pp. 139-169, y también pp. 200-207. 15 Se encontrarán más ejemplos de estos topoi alegóricos en Jean Daniélou, From shadows to reality: Studies in the Biblical typology of the Fathers, trad. de Wulston Hibberd (Londres: Burns & Oates, 1960). 25
  • 27. atribuyen a la simplificación represiva que el triángulo familiar freudiano impone a la riqueza vivida de la vida cotidiana. Pero los resultados son bastante diferentes: en el caso de los cuatro niveles, es precisamente esa reducción de la biografía colectiva ajena a la biografía individual valorizada la que permite entonces la generación de otros dos niveles interpretativos, y es precisamente en éstos donde el creyente individual puede «insertarse» (para usar la fórmula althusseriana), es precisamente por medio de las interpretaciones morales y anagógicas como el aparato textual se transforma en un «aparato libidinal», una maquinaria para la carga ideológica. En el nivel tercero o moral, por ejemplo, el hecho literal e histórico de la servidumbre del pueblo de Israel en Egipto puede reescribirse como la esclavitud frente al pecado y frente a las preocupaciones de este mundo («la vida regalada de Egipto») del futuro creyente: una servidumbre de la que lo liberará la conversión personal (acontecimiento doblemente figurado como la liberación de Egipto y como la resurreción de Cristo). Pero este tercer nivel del alma individual es claramente insuficiente por sí mismo, y a la vez genera el sentido cuarto o anagógico, en el cual el texto sufre su final reescritura en los términos del destino de la raza humana en su conjunto, y Egipto viene entonces a prefigurar aquel largo sufrimiento de purgatorio de la historia terrenal para la cual la segunda venida de Cristo y el Juicio Final se presentan como la final liberación. Se alcanza pues nuevamente la dimensión histórica o colectiva por medio del rodeo del sacrificio de Cristo y del drama del creyente individual; pero la historia del pueblo terrenal particular ha quedado transformada en la historia universal y el destino de la especie humana en su conjunto, que es precisamente la transformación funcional e ideológica que el sistema de los cuatro niveles esta diseñado para realizar desde el principio: ANAGÓGICO lectura política («significado» colectivo de la historia) MORAL lectura psicológica (sujeto individual) ALEGÓRICO clave alegórica o código interpretativo LITERAL referente histórico o textual El sistema de los cuatro niveles o sentidos es paricularmente sugestivo por la solución que ofrece a un dilema interpretativo que en un mundo privatizado tenemos que vivir mucho más intensamente que lo vivieron los receptores alejandrinos y medievales: a saber, esa inconmensurabilidad a la que nos referimos más arriba entre lo privado y lo público, lo psicológico y lo social, lo poético y lo político. Aunque la relación que el esquema cristiano proyecta entre lo anagógico y lo moral no nos es accesible hoy en día, la clausura del esquema en su conjunto es instructiva, en particular en el clima ideológico de un «pluralismo» norteamericano contemporáneo, con su valorización no examinada de lo abierto (la «libertad») frente a su inevitable oposición binaria, lo cerrado (el «totalitarismo»). El pluralismo significa una cosa cuando representa la coexistencia de métodos e interpretaciones en el mercado intelectual y académico, pero otra bastante 26
  • 28. diferente cuando se lo toma como una proposición sobre la infinidad de posibles significados y métodos y su equivalencia y sustituibilidad últimas de unos y otros. Como cuestión de crítica práctica, debe ser claro para todo el que haya experimentado con varios enfoques sobre un texto dado que el espíritu no queda contento mientras no ponga algún orden en esos hallazgos e invente una relación jerárquica entre sus diversas interpretaciones. Sospecho en realidad que hay sólo un número finito de posibilidades interpretativas en un situación textual dada, y que el programa al que se apegan más apasionadamente las diversas ideologías contemporáneas del pluralismo es profundamente negativo: a saber, impedir esa articulación y totalización sistemáticas de los resultados interpretativos que no puede llevar sino a embarazosas preguntas sobre la relación entre ellos y en particular sobre el lugar de la historia y el fundamento último de la producción narrativa y textual. En cualquier caso, era claro para los teóricos medievales que sus cuatro niveles constituían un límite metodológico superior y un virtual agotamiento de las posibilidades interpretativas.16 Tomada en su mayor amplitud, puede considerarse pues, que la crítica althusseriana de la causalidad expresiva toca, más allá de su blanco inmediato en el llamado idealismo hegeliano, a la teodicea implícita o explícita que debe emerger de las interpretaciones que asimilan niveles los unos a lo otros y afirman su identidad última. Sin embargo, la obra de Althusser no puede evaluarse con propiedad a menos que se acepte que tiene —como tantos otros sistemas filosóficos anteriores— un sentido esotérico y otro exotérico, y que se dirige a la vez a dos públicos diferentes. Volveremos más tarde al sistema de codificación por medio del cual una proposición abstracta ostensiblemente filosófica incluye una posición polémica específica adoptada en el interior del propio marxismo: en el caso presente, el ataque más general contra los códigos maestros alegóricos implica también una crítica específica a la teoría marxista vulgar de los niveles, cuya concepción de la base y la superestructura, con la noción relacionada con ésta de la «determinación en última instancia» por lo económico, puede mostrarse, si se la diagrama de la manera siguiente, que tiene algún parentesco más profundo con el sistema alegórico descrito más arriba: CULTURA IDEOLOGÍA (filosofía, religión, etc.) Superestructuras „ _ h,L SISTEMA LEGAL SUPERESTRUCTURAS POLÍTICAS Y ESTADO ¡ R E L A C I O N E S DE P R O D U C C I Ó N (clases) FUERZAS DE P R O D U C C I Ó N (tecnología, ecología, población) 16 Así, incluso la alternativa místicamente tentadora de los siete niveles de significado resultó en la práctica reducida a los cuatro originales: por ejemplo, la identificación interpretativa del pueblo de 27
  • 29. Que este esquema ortodoxo sigue siendo esencialmente un esquema alegórico es cosa que resulta clara cada vez que se lo prolonga en la interpretación. Aquí los ensayos de Lukács sobre el realismo pueden servir de ejemplo central de la manera en que el texto cultural se toma como un modelo esencialmente alegórico de la sociedad como un todo, y sus muestras y elementos, tales como el «personaje» literario, se leen como «tipificaciones» de elementos en otros niveles, y en particular como figuras de las diversas clases sociales y fracciones de clases. Pero también en otros tipos de análisis —los «análisis ideológicos» ortodoxos de las posiciones filosóficas o las medidas legales, o la desmitificación de la estructura del estado en términos de clase— tiene lugar un movimiento de desciframiento alegórico en el que la concepción del interés de clase proporciona la función o nexo entre un síntoma o categoría superestructural y su realidad «determinante en última instancia en la base. Lo que sugiere nuestro precedente examen de los niveles medievales es, sin embargo, que eso no es todo, ni mucho menos, y que para captar plenamente hasta qué punto este esquema proyecta una operación esencialmente alegórica, tenemos que ampliar su código maestro o clave alegórica hasta el punto de que este último se convierte en un relato maestro por derecho propio; y ese punto se alcanza cuando nos damos cuenta de que todo modo individual de producción proyecta e implica toda una secuencia de tales modos de producción —desde el comunismo primitivo hasta el capitalismo y el comunismo propiamente dicho— que constituye el relato de alguna «filosofía de la historia» propiamente marxiana. Pero es éste un descubrimiento paradójico: pues la obra misma de la escuela althusseriana, que ha desacreditado tan eficazmente las versiones marxianas de una historia propiamente teleológica, es también la que más ha hecho, en nuestros días, por restaurar la problemática del modo de producción como categoría organizadora central del marxismo17. La concepción del inconsciente político en este libro es una tentativa de cortar por lo sano frente a este dilema particular reubicándolo dentro del objeto. Una defensa mínima de los procedimientos de la causalidad expresiva tomará entonces la misma forma que tomó nuestro anterior comentario sobre la causalidad mecánica: podemos mirar a una y a otra como leyes locales dentro de nuestra realidad histórica. La idea, en otras palabras, es que si la interpretación en Israel con la iglesia —la reescritura alegórica del Antiguo Testamento en los términos de la historia de la iglesia— se juzgó en la práctica que era una variante del nivel segundo o alegórico, en la medida en que la vida de Cristo era también, secundariamente, una alegoría de la historia de la iglesia (De Lubac, vol. II, pp. 501-502). 17 V. en particular Etienne Balibar, «The basic concepts of historical materialism» in Reading Capital, pp. 199-308; Emmanuel Terray, Marxism and «primitive», trad. de Mary Klopper (Nueva York: Monthly Review, 1972); y Barry Hindess & Paul Hirst, Precapitalist modes of production (Londres: Routledge & Kegan Paul, 1975; trad. Los modos de producción precapitalistas. Barcelona: Península, 1979). Los comentarios marxistas clásicos se encontrarán en Karl Marx, Grundrisse, trad. de Martin Nicolaus (Harmondsworth: Penguin, 1973), pp. 471-514; y Friedrich Engels, The origin of the family, prívate property, and the State (Moscú: Progress, 1968) [Hay trad. esp.: El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado]. Comento la pertinencia del concepto de modelo de producción para los estudios culturales en mi Poetics of social forms, de próxima aparición. 28
  • 30. los términos de la causalidad expresiva o de los relatos maestros alegóricos sigue siendo una tentación constante, esto se debe a que tales relatos maestros se han inscrito en los textos lo mismo que en nuestro pensamiento sobre ellos; esos significados de los relatos alegóricos son una dimensión persistente de los textos literarios y culturales precisamente porque reflejan una dimensión fundamental de nuestro pensamiento colectivo y de nuestras fantasías colectivas sobre la historia y la realidad. A esa dimensión corresponden no sólo esos tejidos de alusión tópica que el lector ahistórico y formalizador intenta desesperadamente borrar: ese intolerable rumor seco y quitinoso de las notas a pie de página que nos recuerdan las referencias implicadas a acontecimientos contemporáneos y situaciones políticas muertos desde hace mucho en Milton o en Swift, en Spenser o en Hawthorne; si el lector moderno se siente aburrido o escandalizado por las raíces que semejantes textos echan en las circunstacias contingentes de su propio tiempo histórico, esto es sin duda testimonio de su resistencia a su propio inconsciente político y de su denegación (en los Estados Unidos, la denegación de todo una generación) de la lectura y la escritura del texto de la historia dentro de sí. Una prueba como La vieille filie de Balzac implica entonces una mutación significativa de esa alegoría política en la literatura del período capitalista, y muestra la asimilación virtual del subtexto de notas de un tejido más antiguo de alusión política en el mecanismo de la narración, donde la meditación sobre las clases sociales y los regímenes políticos se vuelve la pensée sauvage misma de toda una producción narrativa (v. más abajo, cap. 3). Pero si a eso es a lo que lleva el estudio de la «causalidad expresiva», entonces descartarlo en la fuente acarrea la represión virtual del texto de la historia y del inconsciente político en nuestra propia experiencia y práctica, justo en el momento en que la creciente privatización ha vuelto tan tenue esa dimensión que resulta virtualmente inaudible. MODO DE PRODUCCIÓN ¿S LO JURÍDICO o ESTRUCTURA 29
  • 31. Este análisis de la función de la causalidad expresiva sugiere una calificación provisional de la fórmula antiteleológica de Althusser para la historia (ni sujeto ni telos), basada como está en la noción lacaniana de lo Real como lo que «resiste absolutamente a la simbolización»18 y en la idea de Spinoza de la «causa ausente». La arrolladura negatividad de la fórmula althusseriana confunde en la medida en que puede fácilmente asimilarse a los temas polémicos de una multitud de post- estructurales y post-marxismos contemporáneos, para los cuales la Historia, en el mal sentido de la palabra —la referencia a un «contexto» o un «transfondo», un mundo real exterior de algún tipo, la referencia, en otras palabras, al muy denigrado «referente» mismo— es simplemente un texto más entre otros, algo que se encuentra en los manuales de historia y en esa presentación cronológica de las secuencias históricas que se ha llamado a menudo «historia lineal». Lo que deja clara la insistencia misma de Althusser en la historia como causa ausente, pero falta en la fórmula tal como se la enuncia canónicamente, es que no concluye en modo alguno, como está de moda hacerlo, que, puesto que la historia es un texto, el «referente» no existe. Propondríamos pues la siguiente formulación revisada: que la historia no es un texto, una narración, maestra o de otra especie, sino que, como causa ausente, nos es inaccesible salvo en forma textual, y que nuestro abordamiento de ella y de lo Real mismo pasa necesariamente por su previa textualización, su narrativización en el inconsciente político. Semejante formulación reconoce las poderosas objeciones de Althusser a la causalidad expresiva y a la interpretación en general, a la vez que otorga un lugar local a tales operaciones. Lo que no hemos considerado todavía es si la posición de Althusser es algo más que una posición negativa y de segundo grado, una especie de corrección de las ilusiones siempre posibles del código hegeliano, o si su concepto de una «causalidad estructural» propiamente dicha tiene contenido por sí misma e implica posibilidades interpretativas específicas distintas de las ya delineadas. La mejor manera de expresar la originalidad de su modelo es tal vez reestructurar la concepción marxista tradicional de los niveles (representada más arriba) de una manera diferente (v. las página anterior). Este diagrama habrá cumplido su propósito si pone de manifiesto inmediatamente una diferencia notable y fundamental entre la concepción de los «niveles» de Althusser y la del marxismo tradicional: allí donde esta concebía, o en ausencia de una conceptua- lización rigurosa perpetuaba la impresión, de la «determinación en última instancia» o modo de producción como lo estrechamente económico —es decir, como un nivel dentro del sistema social que sin embargo determina a los otros—, la concepción althusseriana del modo de producción identifica este concepto con la estructura en su conjunto. Para Althusser, por consiguiente, la más estrechamente 18 Jacques Lacan, Le Séminaire, Livre I: Les écrits techniques de Freud (París: Seuil, 1975) [Hay trad. esp.: El seminario de Jacques Lacan. Barcelona: Paidós, 1982], p. 80; y comp. esta otra observación sobre las leyes de Newton: «II y a des formules qu'on n'imagine pas; au moins pour un temps, elles font assemblée avec le réel» («Radiophonie», Scilicet, núm. 2-3 [1970], p. 75). 30
  • 32. económico —las fuerzas de producción, el proceso del trabajo, el desarrollo técnico o las relaciones de producción, tales como la interrelación funcional de las clases sociales—, auque es privilegiado, no es idéntico al modo de producción como un todo, que asigna a ese nivel estrechamente económico su función y eficacia particular como se la asigna a los demás. Por lo tanto, si queremos caracterizar el marxismo de Althusser como un estructuralismo, debemos completar la caracterización con la advertencia esencial de que se trata de un estructuralismo para el que sólo existe una estructura: a saber, el modo de producción mismo, o el sistema sincrónico de las relaciones sociales como un todo. Este es el sentido en que esa «estructura» es una causa ausente, puesto que ningún sitio está presente empíricamente como un elemento, no es una parte del todo ni uno de los niveles, sino más bien el sistema entero de relaciones entre esos niveles. Esta concepción de la estructura debería hacer posible comprender el prestigio y la influencia, de otro modo incomprensibles, de la revolución althusseriana —que ha producido corrientes de oposición poderosas y desafiantes en una multitud de disciplinas, desde la filosofía propiamente dicha hasta la ciencia política, la antropología, los estudios legales, la economía y los estudios culturales—, a la vez que restaura su contenido político, que se pierde fácilmente en la traducción y está disfrazado por el estilo codificado en que se han dado sus batallas. La insistencia en la «semiautonomía» de esos diversos niveles —que pueden parecer tan fácilmente al lector descuidado un retruécano escolástico, pero que hemos podido aprehender ahora como el correlato del ataque a la causalidad expresiva hegeliana en la que todos esos niveles son en cierto modo «el miso» y otras tantas expresiones y modulaciones uno de otro— puede entenderse ahora como una batalla codificada peleada dentro del marco de referencia del Partido Comunista francés contre al stalinismo. Por paradójico que parezca, «Hegel» es por lo tanto aquí una contraseña secreta y codificada para decir Stalin (del mismo modo que en la obra de Lukács «naturalismo» es una contraseña codificada para decir «realismo socialista»); la «causalidad expresiva» de Stalin puede detectarse, para dar un ejemplo, en la ideología produccionista del marxismo soviético, como una insistencia en la primacía de las fuerzas de producción. En otras palabras, si todos los niveles son «expresivamente» el mismo, entonces el cambio infraestructural en las fuerzas de producción —la nacionalización y la eliminación de las relaciones de propiedad privada, así como la industrilización y la modernización— serán suficientes «para transformar más o menos rápidamente toda la superestructura», y la revolución cultural será innecesaria, como lo es la tentativa colectiva de inventar nuevas formas del proceso de trabajo.19 Otro ejemplo fundamental puede encontrarse en la 19 Se encontrará un comentario de las consecuencias ideológicas de la «causalidad expresiva» en el periodo staliniano en Charles Bettelheim, Class struggles in the URSS, vol. II, trad. Brian Pearce (Nueva York: Monthly Review, 1978), especialmente pp. 500-566. Comentando «la afirmación hecha en Dialéctica y materialismo histórico [de Stalin] de que los cambios en la producción 'empiezan siempre con cambios y desarrollos de las fuerzas de producción, y en primer lugar, con cambios y desarrollos de los instrumentos de producción'», Bettelheim observa que tales formulaciones «hacen de la totalidad de las relaciones y prácticas sociales la 'expresión' de las 'fuerzas de producción'. La 'sociedad' se 31
  • 33. teoría del estado: si el estado es un mero epifenómeno de la economía, entonces el aparato represivo de ciertas revoluciones socialistas no pide ninguna atención particular y puede esperarse que empiece a «marchitarse» cuando se alcance el estadio apropiado de productividad. La insistencia marxista actual en la «semiau- tonomía» del estado y sus aparatos, que debemos a los althusserianos, se propone arrojar las dudas más graves sobre esas interpretaciones del «texto» del estado (visto como simple réplica de otros niveles) y dirigir la atención a la vez hacia la dinámica semiautonóma de la burocracia y el aparato de estado en el sistema soviético, y hacia el nuevo aparato ampliado del estado bajo el capitalismo como lugar de la lucha de clases y de la acción política, y no como un simple obstáculo que se «aplasta»20. Estas ilustraciones deberían dejar claro que, en todos los campos disciplinarios enumerados más arriba, surge un dilema análogo al de los estudios culturales propiamente dichos: ¿es el texto un objeto que flota libremente por derecho propio, o «refleja» algún contexto o trasfondo, y en ese caso, es la simple réplica ideológica de este último, o posee alguna fuerza autónoma en la que podría mirársele también como negador de ese contexto? Sólo porque estamos todos tan irremediablemente encerrados en nuestras especializaciones disciplinarias nos resulta imposible ver la similaridad de estas cuestiones; y el lugar donde el marxismo ha de reafirmar su pretensión de ser una ciencia interdisciplinaria y universal se encuentra obviamente dentro de esta problemática particular. En efecto, el estatuto privilegiado de los estudios culturales podría manifestarse por la manera en que en ellos esos problemas textuales e interpretativos son más inmediatamente visibles y accesibles para el estudio y la reflexión que en ciencias aparentemente más empíricas. Por otra parte, la cuestión de las disciplinas académicas sirve para dramatizar la ambigüedad de la posición de Althusser. Pues en su insistencia en la semiautonomía de los niveles o instancias —y en particular en su ostensible y conveniente tentativa de reinventar un lugar privilegiado para la filosofía propiamente dicha, en una tradición en la que esta última se suponía que había sido superada y subsumida por la «unidad de la teoría y la práctica»—, la concepción althusseriana de la estructura ha parecido a menudo a sus adversarios constituir una renovada defensa de la especialización cosificada de las disciplinas académicas burguesas, y por ello una coartada esencialmente antipolítica21. Es cierto que un Althusser algo diferente nos ha enseñado él mismo (en el ensayo precursor «Aparatos ideológicos del Estado») que en esta sociedad lo que parece ideas exige una vigilante desmitificación como mensajes de otras tantas infraes- tructuras institucionales o burocráticas (por ejemplo la Universidad). Pero sus presenta aquí como una 'totalidad expresiva' que no es contradictoria, y cuyos cambios parecen depender del 'desarrollo de la producción'. El papel central que desempeña la lucha revolucionaria de las masas en el proceso de cambio social no aparece aquí» (Bettelheim, pp. 516, 514). 20 Aquí la forma que adopta la «causalidad expresiva» es «la concepción del estado como agente de los monopolios en el capitalismo de monopolio de estado»; v. en particular Nicos Poulantzas, Political power and social classes, trad. de Timothy O'Hagan (Londres: New Left Books, 1973), especialmente pp. 273-274. [Hay también trad. esp.: Poder político y clases sociales en el estado capitalista. Madrid: Siglo XXI, 1976]. 21 Jacques Ranciare, La legón d'Althusser (París: Gallimard, 1974), cap. 2; y E. P. Thompson, The poverty oftheory (Londres: Merlin, 1978), pp. 374-379. 32
  • 34. críticos vuelven contra él este enfoque leyendo su propio sistema de niveles semiautónomos como una legitimación del Partido Comunista francés, y por consiguiente una institución inerte más entre otras dentro del estado burgués. Sería frivolo tratar de escoger entre esas evaluaciones antitéticas de la operación althusseriana (antistalinista o stalinista); delimitan más bien un espacio donde esa operación es objetiva y funcionalmente ambigua. Podemos, sin embargo, localizar la fuente de esta ambigüedad. Se la encuentra en un área que es estratégica para todo análisis literario o cultural, a saber en el concepto de mediación: o sea la relación entre los niveles o instancias, y la posibilidad de adaptar análisis y hallazgos de un nivel a otro. La mediación es el término dialéctico clásico para designar el establecimiento de relaciones entre, digamos, el análisis formal de una obra de arte y su base social, o entre la dinámica interna del estado político y su base económica. Debe entenderse desde el principio que el propio Althusser asimila el concepto de «mediación» a la causalidad expresiva en el sentido hegeliano; es decir que aprehende el proceso de la mediación exclusivamente como el establecimiento de identidades simbólicas entre varios niveles, como proceso por el cual cada nivel se repliega en el siguiente, perdiendo con ello su autonomía constitutiva y funcionando como expresión de sus homólogos. Así, el poder estatal se ve como mera expresión del sistema económico que lo subtiende, como también el aparato jurídico de una manera ligeramente diferente; la cultura se ve como expresión de las instancias política, jurídica y económica subyacentes, y así sucesivamente. Partiendo de este punto, el análisis de las mediaciones apunta a demostrar lo que no es evidente en la apariencia de las cosas, sino más bien en su realidad subyacente, a saber que en los lenguajes específicos de la cultura opera la misma esencia que en la organización de las relaciones de producción. Este ataque althusseriano contra la mediación es fundamental, en la medida en que sus blancos no se limitan ya a Hegel y a la tradición lukácsiana, sino que incluyen también a pensadores tales como Sartre o (más precavidamente) Gramsci. Pero el concepto de mediación ha sido tradicionalmente la manera en que la filosofía dialéctica y el marxismo mismo han formulado su vocación de romper los compartimentos especializados de las disciplinas (burguesas) y establecer conexiones entre los fenómenos aparentemente dispares de la vida social en general. Si se necesita una caracterización más moderna de la mediación, diremos que esa operación se entiende como un proceso de transcodificación: con la invención de un comjunto de términos, la elección estratégica de un código o lenguaje particular tal, que pueda utilizarse la misma terminología para analizar y articular dos tipos bastante diferentes de objetos o «textos», o dos niveles estructurales de la realidad muy diferentes. Las mediaciones son así un dispositivo del analista, por el cual la fragmentación y autonomización, la compartimentación y la especialización de las diversas regiones de la vida social (la separación, en otras palabras, de lo ideológico frente a lo político, lo religioso frente a lo económico, la brecha entre la vida cotidiana y la práctica de las disciplinas académicas) queda superada por lo menos localmente, en ocasión de un análisis particular. Semejante reunificación momentánea no pasaría de ser puramente 33
  • 35. obligación de que se transmita el mismo mensaje en los dos casos; para decirlo de en su realidad fundamental una e indivisible, un tejido inconsútil, un solo proceso inconcebible y transindividual, en el que no hay necesidad de inventar maneras de enlazar acontecimientos de lenguaje y trastornos sociales o contradicciones económicas, porque en ese nivel nunca estuvieron separados unos de otros. El reino de la separación, de la fragmentación, de la explosión de códigos y la multiplicidad de disciplinas es meramente la realidad de la apariencia: existe, como diría Hegel, no tanto en sí sino más bien para nosotros, como lógica básica y ley fundamental de nuestra vida cotidiana y nuestra experiencia existencial en el capitalismo tardío. El llamado a alguna unidad última subyacente de los diversos «niveles» es por consiguiente un llamado meramente formal y vacío, excepto en la medida en que proporciona la razón y la justificación de esa práctica mucho más concreta y local de las mediaciones de que nos ocupamos aquí. Ahora bien, lo que hay que decir sobre la concepción althusseriana de la estructura a este respecto es que la noción de «semiautonomía» tiene necesariamente que relacionar tanto como separa. De otro modo los niveles resultarán simplemente autónomos tout court, y se fragmentarán en el espacio cosificado de las disciplinas burguesas; y hemos visto que para algunos lectores esto último es precisamente el efecto del althusserismo. Pero en ese caso es difícil ver por qué Althusser insistiría en una determinación por la totalidad estructural: es claro que se propone subrayar la interdependencia estructural última de los niveles, pero aprehende esa interdependencia en los términos de una mediación que pasa por la estructura más que como una mediación inmediata en que un nivel se repliega en otro directamente. Esto sugiere que el impulso filosófico de la noción althusseriana de causalidad estructural va menos contra el concepto de mediación como tal que contra lo que la tradición dialéctica llamaría una inmediatez no refleja: y en ese caso el verdadero blanco polémico de Althusser se empareja con el de Hegel, cuya obra entera es una larga crítica de la inmediatez prematura y el establecimiento de unidades no reflejas. Tal vez pueda decirse esto mismo de una manera menos técnica observando que la estructura althusseriana, como todos los marxismos, insiste necesariamente en el carácter interrelacionado de todos los elementos de una formación social; sólo que los relaciona por la vía de su diferencia estructural y su distancia mutua más que por la de su identidad última, como hace según él la causalidad expresiva. La diferencia se entiende entonces como un concepto relacional más que como el mero inventorio inerte de una diversidad inconexa. La práctica de la causalidad expresiva, en la que unos procesos similares se observan en dos regiones distintas de la vida social, es una de las formas que puede tomar la mediación, pero no es sin duda la única. Lo que puede alegarse contra la formulación del problema propia de Althusser es que la distinción de dos fenómenos uno frente a otro, su separación estructural, la afirmación de que no son el mismo, y eso de maneras bastante específicas y determinadas, es también una forma de mediación. La causalidad estructural althusseriana es pues tan fundamentalmente una práctica de mediación como la «causalidad expresiva» a la que se opone. Describir la mediación como la invención estratégica y local de un código que puede usarse ante dos fenómenos distintos no implica ninguna 34
  • 36. simbólica, una mera ficción metodológica, si no se entendiera que la vida social es otra manera, no podemos enumerar las diferencias entre cosas salvo contra el trasfondo de alguna identidad más general. La mediación se dedica a establecer esa identidad inicial, contra la cual entonces —pero sólo entonces— puede registrarse la identificación o la diferenciación locales. Estas posibilidades interpretativas explican por qué la práctica de la mediación es particularmente decisiva para toda crítica literaria o cultural que trate de evitar el amurallamiento en la clausura sin vientos de los formalismos, que apunta a inventar maneras de abrir el texto a su hors-texte o relaciones extratextuales de una manera menos brutal y puramente contingente de lo que lo hacía la causalidad mecánica aludida más arriba. Inventar (como haremos a menudo en estas páginas) una terminología de la cosificación, de la fragmentación y la monodización, que pueda usarse alternativamente para caracterizar las relaciones sociales en el capitalismo tardío y las relaciones formales y estructuras verbales dentro de los productos literarios y culturales de este último, no es necesariamente afirmar la identidad de ambas cosas (causalidad expresiva) y concluir con ello que esto últimos, los fenómenos superestructurales, son meros reflejos, proyecciones epifenoménicas de realidades estructurales. En algún lugar esto es indudablemente cierto, y el modernismo y la cosificación son partes del mismo inmenso proceso que expresa la lógica interna y la dinámica contradictorias del capitalismo tardío. Pero incluso si nuestra meta, como analistas literarios, es más bien demostrar las maneras en que el modernismo —lejos de ser un mero reflejo de la cosificación de la vida social a fines del siglo XIX— es también una rebeldía contra esa cosificación y un acto simbólico que implica toda una compensación utópica de la creciente deshumanización en el nivel de la vida cotidiana, nos vemos obligados primero a establecer una continuidad entre esas dos zonas o sectores regionales —la práctica del lenguaje en la obra literaria, y la experiencia de la anomía, la estandarización, la desacralización racionalizante en el Umwelt o mundo de la vida cotidiana— de tal manera que la última pueda verse como aquella situación, dilema, contradicción o subtexto determinados respecto de los cuales la primera viene a ser una resolución o solución simbólica. Debemos repudiar por lo tanto una concepción del proceso de mediación que no registra su capacidad de diferenciación y de revelación de oposiciones y contradicciones estructurales por medio de algún excesivo énfasis en su vocación, relacionada con esto, de establecer identidades. Incluso en la práctica de Sartre, a quien denuncia Althusser, junto con Gramsci, como el mismísimo «prototipo del filósofo de las mediaciones», la descripción característica22 de la institución de la familia como la mediación básica entre la experiencia del niño (objeto de psicoanálisis) y la estructura de clases de la sociedad en general (objeto de un análisis marxista) no es en modo alguno resultado de una reducción de esas tres realidades distintas a un común denominador o de una asimilación mutua tal, que les haga perder las " Jean-Paul Sartre, Search for metbod, trad. de Hazel Barnes (Nueva York: Vintage, 1968), p. 38: «Es pues dentro de la particularidad de una historia, a través de las contradicciones peculiares de esa familia, como Gustave Flaubert realizó involuntariamente su aprendizaje de clase.» 35
  • 37. especificidades bastante diferentes del destino del sujeto individual, la historia de la familia celular burguesa, y la «coyuntura» de las relaciones de clases que se presentan en ese momento particular del desarrollo del capitalismo nacional en cuestión. Por el contrario, la fuerza misma de esa mediación presupone nuestro sentido de la relativa autonomía de cada uno de los sectores o regiones en cuestión: es una transcodificación identificadora que nos pide al mismo tiempo mantener esos tres «niveles» a cierta distancia estructural absoluta uno de otro. Este largo comentario sobre la mediación no debe entenderse que signifique que la crítica de Althusser a la casualidad expresiva esté enteramente injustificada; más bien está desplazada, y su fuerza genuina puede recobrarse únicamente cuando se determine su objeto apropiado. El verdadero blanco de la crítica althusseriana me parece que no es la práctica de la mediación, sino otra cosa, que presenta semejanzas de superficie con ella, pero es en realidad una clase muy distinta de concepto, a saber la noción estructural de homología (o isomorfismo, o paralelismo estructural), término de amplio uso actualmente en una diversidad de análisis literarios y culturales. Aquí las censuras althusserianas ofrecen la ocasión de una reevaluación de ese mecanismo interpretativo particular, introducido ante el público crítico pur Lucien Goldmann, cuyo libro El Dios oculto estableció homologías entre situaciones de clase, visiones del mundo y formas artísticas (el objeto de estudio era el jansenismo, con sus orígenes sociales en la noblesse de robe y su emanación cultural en la nueva ideología del Augustinus, así como en las Pensées de Pascal y las tragedias de Racine). Lo que es insatisfactorio en esa obra de Goldmann no es el establecimiento de una relación histórica entre esas tres zonas o sectores, sino más bien el modelo simplista y mecánico que se construye a fin de articular esa relación, y en el que se afirma que en cierto nivel de abstracción la «estructura» de esas realidades bastante diferentes de la situación social, la posición filosófica o ideológica, y la práctica verbal y teatral, son «la misma». Más deslumbrante aún, a este respecto, es la sugerencia de Goldmann, en su libro posterior Sociología de la novela, de una «rigurosa homología» entre la novela como forma y la «vida cotidiana de una sociedad individualista nacida de la producción de mercado»23. Aquí, más que en ningún otro sitio, el recordatorio althusseriano de la necesidad de respetar la autonomía relativa de los varios niveles estructurales viene al pelo; y me parece que la conminación con ella relacionada a construir un modelo jerárquico en que los diversos niveles mantengan determinadas relaciones de dominación o subordinación unos con otros puede cumplirse del mejor modo, en el terreno de análisis literario y cultural, por medio de una especie de ficción del proceso por el cual se generan. Así los formalistas rusos nos mostraron cómo construir una imagen de la emergencia de una forma compleja dada en la que cierto rasgo se ve como generado a fin de compensar y rectificar una carencia estructural en algún nivel anterior o más bajo de la producción. Para anticipar el ejemplo de Conrad 23 Lucien Goldmann, «Sociology of the novel», Telos, núm. 18 (invierno 1973-1974), p. 127. Estas observaciones críticas deben acompañarse de un recordatorio del papel histórico y ciertamente incomparable que desempeñó Lucien Goldmann en el renacimiento de la teoría marxista en la Francia contemporánea, y de la teoría cultural marxista en general. 36
  • 38. desarrollado en el Cap. 5, sería posible ciertamente establecer alguna homología estática o paralelismo entre los tres niveles de la cosificación social, invención estilística y categorías narrativas o diegéticas; pero parece más interesante aprehender las relaciones mutuas entre esas tres dimensiones del texto y su subtexto social en los términos más activos de la producción, la proyección, la compensación, la represión, el desplazamiento y cosas de ese tenor. En el caso de Conrad, por ejemplo, sugeriremos que el manierismo estilístico tiene la función de resolver simbólicamente la contradicción del subtexto, a la vez que de generar o proyectar su pretexto narrativo (los formalistas llamaron a esto la «motivación del dispositivo») en la forma de una categoría específica o acontecimiento por narrar. La práctica de las homologías, sin embargo, puede observarse en contextos mucho más refinados que el de la obra de Goldmann: por ejemplo en las ideologías actuales de la producción cuya práctica interpretativa es útil distinguir del modelo de la generación formal o construcción proyectiva esbozado más arriba. Sea cual sea el valor de los esfuerzos actuales por configurar una «teoría materialista del lenguaje»24, es claro que la mayoría de tales esfuerzos se basa en una homología tácita entre la «producción» del lenguaje en la escritura y el habla, y la producción entre la topología «económica» de Freud y la «economía» misma). Esas afirmaciones yerran, según yo, de dos maneras diferentes. Sin duda, en la medida en que la idea de producción textual nos ayuda a romper el hábito cosificador de pensar en un relato dado como un objeto, o como un todo unificado, o como una estructura estática, su efecto ha sido positivo; pero el centro activo de esta idea es en realidad una concepción del texto como proceso, y la noción de productividad es un barniz metafórico que añade bastante poco a la sugestividad metodológica de la idea de proceso, pero mucho a su utilización o usurpación potencial por una nueva ideología. N o se puede sin deshonestidad intelectual asimilar la «producción» de textos (o en la versión althusseriana de esta homología, la «producción» de conceptos nuevos y más científicos) a la producción de bienes por los obreros industriales: escribir y pensar no son trabajo enajenado en ese sentido, y es indudablemente fatuo que los intelectuales traten de embellecer sus tareas —que pueden en su mayoría subsumirse bajo la rúbrica de elaboración, reproducción o crítica de la ideología— asimilándolas al trabajo real en la línea de montaje y a la experiencia de la resistencia de la materia en el genuino trabajo manual. El término materia sugiere una segunda concepción equivocada que opera en tales teorías, en las que se apela a la noción lacaniana de un «significante material» (en Lacan el falo) y a unas pocas débiles alusiones a las vibraciones sonoras de la lengua en el aire y el espacio, como fundamento de una visión genuinamente materialista. El marxismo sin embargo no es un materialismo mecánico sino histórico: no afirma tanto la primacía de la materia sino que más bien insiste en 14 Muy notablemente en Rosalind Coward & John Ellis, Language and materialism (Londres: Routledge & Kegan Paul, 1977). Una homología similar limita en último término la rica y sugestiva obra de Ferruccio Rossi-Landí, que se vuelve explícitamente hacia la exploración de la producción lingüística 37