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Cátedra Telémaco
(Fundación SM / UCM)
Facultad de Educación (Despacho 2119)
Rector Royo Villanova, s/n. 28040 Madrid
telemaco@edu.ucm.es
www.ucm.es/info/telemaco
Seminario
“Asesoramiento en Proyectos Escolares
para la Lectura y la Escritura”
Propuesta semipresencial
para la formación permanente de formadores
en temas de escritura y lectura
FASE PRESENCIAL
Profesora Norma Salles
Profesora María Elena Rodríguez
Madrid, 30 de mayo y 6 y 7 de junio 2008
1
Introducción
En este Primer Cuadernillo, nuestro propósito es el de acercarles algunas respuestas al
interrogante que planteamos en el cierre del artículo de opinión que ustedes han recibido. Nos
referimos a la pregunta: ¿Cómo se forma un lector de literatura?
Así pues, centrándonos en la Formación de Lectores y Escritores de Literatura, hemos
seleccionado una bibliografía que incluye a narradores, poetas, educadores y especialistas en
literatura.
Pero sabemos que no sólo es importante la selección de textos y autores sino también, el
“itinerario de lectura” que se propone. De allí, entonces, que iniciemos el recorrido con el
novelista y ensayista Ricardo Piglia. Entre otras cuestiones, Piglia nos dice que la lectura es un
arte de la microscopía, de la perspectiva y del espacio (…) un asunto de óptica, de luz, una
dimensión de la física. A partir de allí se abre una invitación a “ver” y a “vernos”, casi poética,
que deseamos compartir.
Luego, la antropóloga y escritora Michèle Petit, nos habla del papel de la lectura en la
construcción del sí mismo, en la elaboración de la subjetividad. Principalmente, Petit se refiere
a la lectura literaria y nos acerca las voces de jóvenes lectores y, también, de famosos
escritores, quienes cuentan sus experiencias con la literatura.
María Eugenia Dubois plantea una serie de interrogantes acerca de la formación de lectores y
escritores de literatura en la escuela y en la universidad, desde su mirada como formadora de
docentes. Luego, nos brinda algunas respuestas y la siguiente afirmación: “Ni un día sin
reflexionar que la formación de lectores y de escritores, precisa de libertad, confianza y
aliento.”
Con Ivonne Bordelois ingresamos en el terreno de la poesía porque “ninguno de nosotros sabe en
realidad, definitivamente, qué es la poesía; nadie, en rigor, la conoce; pero todos, sin
excepción, nos reconocemos en ella.”
Por su parte, la investigadora Louise Rosenblatt aporta desde su “teoría transaccional”,
expuesta en 1938, un enfoque actual para los procesos de lectura y escritura. Rosenblatt
expresa que “ambos procesos dependen de las experiencias pasadas del individuo con el
lenguaje en particular, en situaciones de vida. Tanto el lector como el escritor, por
consiguiente, infieren vínculos establecidos en el pasado con signos, significantes y estados
orgánicos a fin de crear nuevas simbolizaciones, nuevos vínculos y nuevos estados orgánicos.”
Nuestra propuesta de lectura concluye con una selección de tres materiales producidos por los
especialistas de la Dirección de Currícula del Ministerio de Educación de la Ciudad de Buenos
Aires. Se trata de textos elaborados para formadores de docentes, directivos y docentes. Los
materiales tienen como objetivo brindar asesoramiento en temas relativos a: quehaceres del
lector, quehaceres del escritor y lectura literaria.
Éste es el primer tramo del camino que, a partir de ahora, compartiremos. El próximo trayecto
lo hemos de construir entre todos.
MARÍA ELENA RODRÍGUEZ
NORMA SALLES
2
RICARDO PIGLIA. EL ÚLTIMO LECTOR
2005. Barcelona. Anagrama
Págs. 19-25
1. ¿Qué es un lector?
Papeles rotos
Hay una foto donde se ve a Borges que intenta descifrar las letras de un libro que tiene pegado a
la cara. Está en una de las galerías altas de la Biblioteca Nacional de la calle México, en
cuclillas, la mirada contra la página abierta.
Uno de los lectores más persuasivos que conocemos, del que podemos imaginar que ha perdido
la vista leyendo, intenta, a pesar de todo, continuar. Ésta podría ser la primera imagen del
último lector, el que ha pasado la vida leyendo, el que ha quemado sus ojos en la luz de la
lámpara. «Yo soy ahora un lector de páginas que mis ojos ya no ven.»
Hay otros casos, y Borges los ha recordado como si fueran sus antepasados (Mármol, Groussac,
Milton). Un lector es también el que lee mal, distorsiona, percibe confusamente. En la clínica
del arte de leer, no siempre el que tiene mejor vista lee mejor.
«El Aleph», el objeto mágico del miope, el punto de luz donde todo el universo se desordena y
se ordena según la posición del cuerpo, es un ejemplo de esta dinámica del ver y el descifrar.
Los signos en la página, casi invisibles, se abren a universos múltiples. En Borges la lectura es un
arte de la distancia y de la escala.
Kafka veía la literatura del mismo modo. En una carta Felice Bauer, define así la lectura de su
primer libro «Realmente hay en él un incurable desorden, y es preciso acercarse mucho para ver
algo» (la cursiva es mía).
Primera cuestión: la lectura es un arte de la microscopía, de la perspectiva y del espacio (no
sólo los pintores se ocupan de esas cosas). Segunda cuestión: la lectura es un asunto de óptica,
de luz, una dimensión de la física.
Joyce también sabía ver mundos múltiples en el mapa mínimo del lenguaje. En una foto, se lo ve
vestido como un dandy, un ojo tapado con un parche, leyendo con una lupa de gran aumento.
EI Finnegans Wake es un laboratorio que somete la lectura a su prueba más extrema. A medida
que uno se acerca, esas líneas borrosas se convierten en letras y las letras se enciman y se
mezclan, las palabras se transmutan, cambian, el texto es un río, un torrente múltiple, siempre
en expansión. Leemos restos, trozos sueltos, fragmentos, la unidad del sentido es ilusoria.
La primera representación espacial de este tipo de lectura ya está en Cervantes, bajo la forma
de los papeles que levantaba de la calle. Ésa es la situación inicial de la novela, su presupuesto
diríamos mejor. «Leía incluso los papeles rotos que encontraba en la calle», se dice en el
Quijote (I,5).
Podríamos ver allí la condición material del lector moderno: vive en un mundo de signos; está
rodeado de palabras impresas (que, en el caso de Cervantes, la imprenta ha empezado a
difundir poco tiempo antes; en el tumulto de la ciudad se detiene a levantar papeles tirados en
la calle, quiere leerlos.
Sólo que ahora, dice Joyce en el Finnegans Wake -es decir en el otro extremo del arco
imaginario que se abre con Don Quijote-, estos papeles rotos están perdidos en un basurero,
3
picoteados por una gallina que escarba. Las palabras se mezclan, se embarran, son letras
corridas, pero legibles todavía. Ya sabemos que el Finnegans es una carta extraviada en un
basural, un «tumulto de borrones y de manchas, de gritos y retorcimientos y fragmentos
yuxtapuestos». Shaum, el que lee y descifra en el texto de Joyce, está condenado a «escarbar
por siempre jamás hasta que se le hunda la mollera y se le pierda la cabeza, el texto está
destinado a ese lector ideal que sufre un insomnio ideal» (by that ideal reader suffering from an
ideal insomnia).
El lector adicto, el que no puede dejar de leer, y el lector insomne, el que está siempre
despierto, son representaciones extremas de lo que significa leer un texto, personificaciones
narrativas de la compleja presencia del lector en la literatura. Los llamaría lectores puros; para
ellos la lectura no es sólo una práctica, sino una forma de vida.
Muchas veces los textos han convertido al lector en un héroe trágico (y la tragedia tiene mucho
que ver con leer mal), un empecinado que pierde la razón porque no quiere capitular en su
intento de encontrar el sentido. Hay una larga relaci6n entre droga y escritura, pero pocos
rastros de una posible relación entre droga y lectura, salvo en ciertas novelas (de Proust, de
Arlt, de Flaubert) donde la lectura se convierte en una adicci6n que distorsiona la realidad, una
enfermedad y un mal.
Se trata siempre del relato de una excepción, de un caso límite. En la literatura el que lee está
lejos de ser una figura normalizada y pacífica (de lo contrario no se narraría); aparece más bien
como un lector extremo, siempre apasionado y compulsivo. (En «El Aleph» todo el universo es un
pretexto para leer las cartas obscenas de Beatriz Viterbo.)
Rastrear el modo en que está representada la figura del lector en la literatura supone trabajar
con casos específicos, historias particulares que cristalizan redes y mundos posibles.
Detengámonos, por ejemplo, en la escena en la que el Cónsul, en el final de Under the Volcano,
la novela de Malcolm Lowry, lee unas cartas en El Farolito, la cantina de Parián, en México, a la
sombra de Popocatépetl y del lztaccídhuatl. Estamos en el último capítulo del libro y en un
sentido el Cónsul ha ido hasta allí para encontrar lo que ha perdido. Son las cartas que Yvonne,
su ex mujer, le ha escrito en esos meses de ausencia y que el Cónsul ha olvidado en el bar,
meses atrás, borracho. Se trata de uno de los motivos centrales de la novela; la intriga oculta
que sostiene la trama, las cartas extraviadas que han llegado sin embargo a destino. Cuando las
ve, comprende que sólo podían estar allí y en ningún otro lado, y al final va a morir por ellas.
El Cónsul bebió un poco más de mezcal.
«Es este silencio lo que me aterra... este silencio... »
El Cónsul releyó varias veces esta frase, la misma frase, la misma carta, todas las letras,
vanas como las que llegan al puerto a bordo de un barco y van dirigidas a alguien que quedó
sepultado en el mar, y como tenía cierta dificultad para fijar la vista, las palabras se
volvían borrosas, desarticuladas y su propio nombre Ie salía al encuentro; pero el mezcal
había vuelto a ponerlo en contacto con su situación hasta el punto de que no necesitaba
comprender ahora significado alguno en las palabras, aparte de la abyecta confirmación de
su propia perdición ...
En el universo de la novela las viejas cartas se entienden y se descifran por el relato mismo; más
que un sentido, producen una experiencia y, a la vez, sólo la experiencia permite descifrarlas.
No se trata de interpretar (porque ya se sabe todo), sino de revivir. La novela -es decir, la
experiencia del Cónsul- es el contexto y el comentario de lo que se lee. Las palabras Ie
conciernen personalmente como una suerte de profecía realizada.
4
En el exceso, algo de la verdad de la práctica de la lectura se deja ver; su revés, su zona
secreta: los usos desviados, la lectura fuera de lugar. Tal vez el ejemplo más nítido de este
modo de leer esté en el sueño (en los libros que se leen en los sueños).
Richard Ellman en un momento de su biografía muestra a Joyce muy interesado por esas
cuestiones. «Dime, Bird, le dijo a William Bird, un frecuente compañero de aquellos días, ¿has
soñado alguna vez que estabas leyendo? Muy menudo, dijo Bird. Dime pues, ¿a qué velocidad
lees en tu sueños?»
Hay una relación entre la lectura y lo real, pero también hay una relación entre la lectura y los
sueños, y en ese doble vínculo la novela ha tramado su historia.
Digamos mejor que la novela -con Joyce y Cervantes en primer lugar- busca sus temas en la
realidad, pero encuentra en los sueños un modo de leer. Esta lectura nocturna define un tipo
particular de lector, el visionario, el que lee para saber cómo vivir. Desde luego, el Astrólogo de
Arlt es una figura extrema de este tipo de lector. Y también Erdosain, su doble melancólico y
suicida, que lee en un diario la noticia de un crimen y la repite luego al matar a la Bizca.
En este registro imaginario y casi onírico de los modos de leer, con sus tácticas y sus
desviaciones, con sus modulaciones y sus cambios de ritmo, se produce además un
desplazamiento, que es una muestra de la forma específica que tiene la literatura de narrar las
relaciones sociales. La experiencia está siempre localizada y situada, se concentra en una
escena específica, nunca es abstracta.
Habría en este sentido dos caminos. Por un lado, seguir al lector, visto siempre al sesgo, casi
como un detalle al margen, en ciertas escenas que condensan y fijan una historia muy fluida.
Por otro lado, seguir el registro imaginario de la práctica misma y sus efectos, una suerte de
historia invisible de los modos de leer, con sus ruinas y sus huellas, su economía y sus
condiciones materiales.
De hecho, al fijar las escenas de lectura, la literatura individualiza y designa al que lee, lo hace
ver en contexto preciso, lo nombra. Y el nombre propio es un acontecimiento porque el lector
tiende a ser anónimo e invisible. Por de pronto, el nombre asociado a la lectura remite a la cita,
a la traducción, a la copia, a los distintos modos de escribir una lectura, de hacer visible que se
ha leído (el crítico sería, en este sentido, la figuración oficial de este tipo de lector, pero por
supuesto no el único ni el más interesante). Se trata de un tráfico paralelo al de las citas: figura
aparece nombrada, o mejor, es citada. Se hace ver una situación de lectura, con sus relaciones
de propiedad y sus modos de apropiación.
Buscamos, entonces, las figuraciones del lector en la literatura; esto es, las representaciones
imaginarias del arte de leer en la ficción. Intentamos una historia imaginaria de los lectores y no
una historia de la lectura. No nos preguntaremos tanto qué es leer, sino quién es el que lee
(dónde está leyendo, para qué, en qué condiciones, cuál es su historia).
Llamaría a ese tipo de representación una lección de lectura, si se me permite variar el título
del texto clásico de Lévi-Strauss e imaginar la posición del antropólogo que recibe la descripción
de un informante sobre una cultura que desconoce. Esas escenas serían, entonces, como
pequeños informes del estado de una sociedad imaginaria -la sociedad de los lectores- que
siempre parece a punto de entrar en extinción o cuya extinción, en todo caso, se anuncia desde
siempre.
EI primero que entre nosotros pensó estos problemas fue, ya lo sabemos, Macedonio Fernández.
Macedonio aspiraba a que su Museo de la novela de la Eterna fuera «la obra en que el lector
será por fin leído». Y se propuso establecer una clasificación: series, tipologías, clases y casos de
5
lectores. Una suerte de zoología o de botánica irreal que localiza géneros y especies de lectores
en la selva de la literatura.
Para poder definir al lector, diría Macedonio, primero hay que saber encontrarlo. Es decir,
nombrarlo, individualizarlo, contar su historia. La literatura hace eso: Ie da al lector, un nombre
y una historia, lo sustrae de la práctica múltiple y anónima, lo hace visible en un contexto
preciso, lo integra en una narración particular.
La pregunta «qué es un lector» es, en definitiva, la pregunta de la literatura. Esa pregunta la
constituye, no es externa a sí misma, es su condición de existencia. Y su respuesta -para
beneficio de todos nosotros, lectores imperfectos pero reales- es un relato: inquietante, singular
y siempre distinto.
RICARDO PIGLIA
Profesor de literatura latinoamericana en Princeton University, ha inaugurado el 24 de abril de 2008 la 34ª
Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, con una conferencia centrada en “el lector de poesía”.
Novelista y ensayista, ha publicado: Respiración artificial, La ciudad ausente y Plata quemada (novelas);
Crítica y ficción, Formas breves y El último lector (ensayos). Sobre esta última obra, el propio autor dice:
«Mi propia vida de lector está presente y por eso este libro es, acaso, el más personal y el más íntimo de
todos los que he escrito.»
6
MICHÈLE PETIT. LECTURAS: DEL ESPACIO ÍNTIMO AL ESPACIO PÚBLICO
2001. México. Fondo de Cultura Económica
Págs. 41-66
Lectura literaria y construcción del sí mismo 1
Hoy me propuse hablarles del papel de la lectura en la construcción del sí mismo, en la
elaboración de la subjetividad. En efecto, desde que empecé a trabajar sobre la lectura,
poniendo el acento en la escucha de los lectores, éstos han hecho que mi atención se oriente
hacia aquella cuestión, por vías muy diversas. Ya sea en el medio rural, donde mis colegas y yo
realizamos unas cincuenta entrevistas,2
y aún más en barrios urbanos desfavorecidos, donde
escuchamos a un centenar de jóvenes de entre quince y treinta años, que habían frecuentado
una biblioteca municipal,3
esa dimensión fue ampliamente abordada, en forma espontánea, por
nuestros interlocutores.
Por lo tanto yo quiero volver a ella, sobre todo porque me parece curiosamente desconocida o
subestimada, aun por los mediadores del libro. Sin embargo no se trata de algo nuevo. En los
ámbitos que se dedican al libro podríamos suponer que cada uno de nosotros sabe algo de esto a
partir de su propia experiencia. Por otro lado, diversos investigadores, atentos a lo que decían
los lectores, han dado cuenta de ello.4
Antes que ellos, muchos escritores contaron cómo la lectura les había permitido descubrir su
mundo interior y volverse de ese modo más autores de su destino. Y entre ellos, escritores que
habían crecido en un medio pobre, pensemos por ejemplo en Jack London o en Albert Camus.
Construirse -o descubrirse- al leer, y salir de las prescripciones familiares o sociales por medio
de la lectura, es en realidad una vieja historia.
Pero esa vieja historia desaparece con las clasificaciones que se emplean hoy en día y que
oponen, por ejemplo, “lecturas útiles” a “lecturas de entretenimiento”, o bien “lectura
escolar” a “lectura de placer”, o también “cultura ilustrada” a “usos habituales de la lectura”.
Desaparece si la lengua es percibida como un código, un vehículo de informaciones, un simple
instrumento de comunicación. Y la literatura como un preciosismo para gente con recursos. Más
adelante volveremos a este punto.
Elaborar un espacio propio
Entremos en materia de una buena vez. ¿De qué manera la lectura –y en particular la lectura
literaria- 5
contribuye a la elaboración de la subjetividad? El tema es enorme, y sólo abordaré
aquí algunos aspectos, refiriéndome a la experiencia de esos jóvenes usuarios de bibliotecas a
1
Esta conferencia fue leída en Buenos Aires en mayo de 2000, en el marco de un seminario en el
Ministerio de Educación.
2
Véase Michèle Petit, Nuevos acercamientos a las jóvenes y la lectura, México, FCE, 1999.
3
Op.cit.
4
Véanse como ejemplo los trabajos de los soció1ogos de la literatura o de Martine Chaudron y Francois de
Singly (coords.), Identité, lectura, écriture, París, BPI-Centre Georges Pompidou, 1993. También Erich
Schön, que ha recopilado biografías de lectores (“La ‘fabricación’ del lector”, en Identité, lecture,
écriture, op. cit., pp. 17-44). Y asimismo la entrevista que había realizado Abdelmalek Sayad (“La lecture
en situation d’urgence”, en Bernadette Seibel (coord.), Lire, faire lire, París, Le Monde, 1996, pp. 65-99.
Naturalmente, también hay psicoanalistas que se han mostrado sensibles a esta dimensión.
5
Aclaremos que por “lectura literaria” entiendo aquí la lectura de obras literarias y no el análisis de
textos (a diferencia de algunos universitarios que reservan el uso de esta expresión a la “lectura” hecha
por literatos profesionales).
7
los que evocaba y que no son necesariamente grandes lectores. Refiriéndome asimismo, en
contrapunto, a lectores muy cultos, a algunos escritores. Y ustedes verán que las experiencias
de unos y otros coinciden en más de un punto.
El primer aspecto que deseaba evocar, porque quizá constituye la base de todo el resto, es que
la lectura puede ser, a cualquier edad, un atajo privilegiado para elaborar o mantener un
espacio propio, un espacio intimo, privado. Ya lo dicen los lectores: la lectura permite elaborar
un espacio propio, es “una habitación para uno mismo”, para decirlo como Virginia Woolf,
incluso en contextos donde no parece haber quedado ningún espacio personal.
Escuchemos a Agiba, a modo de ejemplo. Agiba tiene dieciséis años, vive en una familia
musulmana bastante tradicional y está en conflicto permanente con sus padres y su hermano,
que la ven alejarse del destino doméstico que imaginaban para ella. Desde su infancia tiene un
refugio: la biblioteca, la lectura: “Yo tenía un secreto mío, era mi propio universo. Mis
imágenes, mis libros y todo eso. Ese mundo mío está en los sueños”. Christian, por su parte,
tiene diecisiete años y vive en un hogar para trabajadores jóvenes. Va a la biblioteca para
estudiar horticultura y gestión del agua. Y también: “Me gusta todo lo que tiene un aire a
Robinson (Crusoe), las cosas así. Me permite soñar. Me imagino que algún día llegaré a una isla,
como él, y a lo mejor, quién sabe, podría hacerme una cabaña”. Escuchemos también a Ridha,
que recuerda sus lecturas de infancia: “Me gustaba porque El libro de la selva es algo así como
arreglárselas en la selva. Es el hombre que por su ahínco acaba siempre por dominar las cosas. El
león es tal vez el patrón que no quiere darte trabajo o la gente que no te quiere. Y Mowgli se
construye una choza, es como su hogar, y de hecho pone sus marcos. Se delimita”.
Escuchemos finalmente a un escritor llamado Bernard Chambaz. En una conferencia evocaba,
respecto de Babar (personaje de cuentos para niños) y de las novelitas de aventuras de su
infancia, “la elaboración de un paisaje singular que era todo obra mía, y en el que yo
comenzaba a abrir mi propio camino”. Y también “un espacio-tiempo”, “una geografía en la que
tuve la impresión de haberme descubierto o reconocido”.6
Habrán notado ustedes la evocación de lugares, de habitáculos: la cabaña en la isla, la choza en
la selva, el paisaje que es obra de uno mismo, la geografía. Se trata sin duda de lectores que
viven en Europa, para quienes los mares del Sur son semilleros de sueños. Y de paso les digo que
tendría mucha curiosidad por saber de qué espacios se alimenta la fantasía de los chicos de
otras regiones del mundo. Pero lo que es universal, es que el lector joven elabora otro lugar, un
espacio donde no depende de otros. Un espacio que le permite delimitarse, como dice Ridha,
dibujar sus contornos, percibirse como separado, distinto de lo que lo rodea, capaz de un
pensamiento independiente. Y eso le hace pensar que es posible abrirse camino y andar con su
propio paso.
Esa lectura es transgresora: en ella el lector le da la espalda a los suyos, se fuga, salta una
tapia: la tapia de la casa, del pueblo, del barrio. Es desterritorializante, abre hacia otros
espacios de pertenencia, es un gesto de apartamiento, de salida. Y lo es sobre todo cuando se
trata de la lectura de obras literarias, pues en el origen de innumerables cuentos, novelas y
relatos está precisamente el alejamiento de la familia, de la casa, y la transgresión. Para esto
los remito en particular a los análisis de Vladimir Propp acerca de los cuentos populares,
reunidos en Morfología del cuento popular. Propp coleccionó miles de cuentos, trató de
clasificarlos, y descubrió que esos relatos estaban regidos por un orden ritual, por cierto número
de “funciones” que se ordenan siempre del mismo modo. Las tres primeras son: 1) uno de los
miembros de la familia se aleja de la casa; 2) el héroe entra en conocimiento de una
prohibición; 3) la prohibición es infringida: el héroe hace lo que no debe hacerse o dice lo que
no debe decirse. Dicho de otro modo, crea algo nuevo, inventa sentido. Es lo que encontramos
6
Comunicación para el coloquio Los adolescentes y la literatura, organizado por el Centro de Promoción
del Libro Juvenil, en el marco del Salón del Libro Juvenil, Montreuil (Francia), 23 y 24 de noviembre de
1998.
8
también en numerosas novelas, a tal punto que se ha podido decir que “el acto de fundación de
la novela, a. pesar de su gran diversidad de expresión, es la partida del héroe que, por medio de
su desarraigo, forja su identidad”.7
El lector sigue la huella del héroe, o de la heroína que se fuga. Allí, en las historias leídas u
oídas, en las imágenes de un ilustrador o de un pintor, descubre que existe otra cosa, y por lo
tanto un cierto juego, un margen de maniobra en el destino personal y social. Y eso le sugiere
que puede tomar parte activa en su propio devenir y en el devenir del mundo que lo rodea.
“¿Identificación?”
Este espacio creado por la lectura no es una ilusión. Es un espacio psíquico, que puede ser el
sitio mismo de la elaboración o la reconquista de una posición de sujeto. Porque los lectores no
son páginas en blanco donde el texto se va imprimiendo. Los lectores son activos, desarrollan
toda una actividad psíquica, se apropian de lo que leen, interpretan el texto, y deslizan entre
las líneas su deseo, sus fantasías, sus angustias. Para evocar esa libertad del lector, Michel de
Certeau tenía una bonita fórmula. Escribía: “los lectores son viajeros; circulan sobre tierras
ajenas, como nómadas que cazan furtivamente a través de campos que no han escrito".8
Esto es algo que puede producirse a lo largo de toda la vida, pero que es muy sensible en la
adolescencia, esa época en la que el mundo exterior es percibido como hostil, excluyente, y en
la que uno se enfrenta a un mundo interior inquietante, y está asustado por las pulsiones
nuevas, a menudo violentas, que experimenta. Entonces los adolescentes acuden a los libros en
primer lugar para explorar los secretos del sexo, para permitir que se exprese lo más secreto,
que pertenece por excelencia al dominio de las ensoñaciones eróticas, las fantasías. Van en
busca además de palabras que les permitan domesticar sus miedos y encontrar respuestas a las
preguntas que los atormentan. Indagan en distintas direcciones, sin hacer caso de rúbricas y
líneas demarcatorias entre obras más o menos legítimas. Y encuentran a veces el apoyo de un
saber, o bien, en un testimonio, en un relato, en una novela, en una poesía, el apoyo de una
frase escrita, de un discurso ordenado, de una escenificación. Al poder dar un nombre a los
estados que atraviesan, pueden ponerles puntos de referencia, apaciguarlos, compartirlos. Y
comprenden que esos deseos o esos temores que creían ser los únicos en conocer, han sido
experimentados por otros que les han dado voz.
Es lo que dice Pilar, que es de origen español e hija de un obrero de la construcción:
A través del libro, cuando uno tiene en sí mismo reflexiones, angustias, bueno, yo no sé, el hecho de
saber que otra gente las ha sentido, las ha expresado, creo que eso es muy pero muy importante. A
lo mejor porque el otro lo dice mejor que yo. Hay una especie de fuerza, de vitalidad que emana de
mí, porque lo que esa persona dice, por equis razones, yo lo siento intensamente.
A propósito de esta lectura, se habla generalmente de “identificación”.Y durante mucho tiempo
se ha temido, como ustedes saben, a una lectura demasiado “identificadora” donde el lector
pudiera ser “aspirado” por la imagen fascinante que se le ofrece, con peligro de seguirla en sus
peores desviaciones. Este miedo sigue estando vigente: en Francia, en la enseñanza de la
lengua, la literatura, en particular, se ha privilegiado desde hace unos treinta años una
concepción instrumental, formalista, pretendidamente “científica”. Y se ha desechado la
“identificación”, a la que se redujo toda la experiencia de la lectura subjetiva.
Pero ¿qué dicen los adolescentes o los adultos cuando se acuerdan de los libros que marcaron su
adolescencia? Algunas veces, desde luego, hablan de esos héroes o esas heroínas a los que
7
Rafel Prividal, “Questions sur le roman”, Le Débat, 90, mayo-agosto de 1996, p.33.
8
Michel de Certeau, “Lire: un braconnage”, en L'Invention du quotidien I, Arts de faire, París, 10/18,
1980 (trad. al español: La invención de lo cotidiano I, Artes de hacer, México. Universidad
Iberoamericana, 1996).
9
acompañan a lo largo de las páginas. Por ejemplo, el caso de las muchachas que viven en barrios
marginales, hablan de heroínas que tuvieron destinos trágicos, marcados por la violencia, el
incesto, la violación, el matrimonio forzado, las relaciones sexuales obligadas ... y que a veces
lograron escapar de ellos.
Pero más que la adhesión a determinada figura, lo que resulta sorprendente al escuchar a esos
lectores, a esas lectoras, es la evocación del trabajo psíquico, del trabajo de ensoñación, de
pensamiento, que acompañó o siguió a la lectura. Lo repito: de lo que se trata es de la
elaboración de una posición de sujeto. De un sujeto que construye su historia apoyándose en
fragmentos de relatos, en imágenes, en frases escritas por otros, y que de allí saca fuerzas para
ir a un lugar diferente al que todo parecía destinarlo. Y si determinado libro o determinada frase
contaron para ellos es porque les permitieron reconocerse, no tanto en el sentido de
reconocerse en un espejo como de sentir que tienen un derecho legítimo a tener un lugar, a ser
lo que son, o, más aún, a convertirse en lo que no sabían todavía que eran.
Hay allí todo un proceso de simbolización que no me parece reductible a una identificación, ni
incluso a una proyección. Hay textos, o más bien fragmentos de textos, que funcionan como
otros tantos insights, para tomar ese término de los psicoanalistas, como otros tantos haces de
luz sobre una parte del sí mismo en sombras hasta ese momento. El texto viene a liberar algo
que el lector llevaba en él, de manera silenciosa. Y a veces encuentra allí la energía, la fuerza
para salir de un contexto en el que estaba bloqueado, para diferenciarse, para transportarse a
otro lugar.
Se trata de una experiencia que ha sido identificada y descrita desde hace tiempo por
numerosos escritores, quienes son lectores de excelencia. Citaré a tres de ellos y les ruego
disculpen mi etnocentrismo (los tres son escritores franceses), ya que no tuve tiempo de buscar
textos que relataran experiencias vividas en otras latitudes. Me parece sin embargo que la
región del mundo en la que uno vive no tiene, en este caso, una importancia crucial.
Escuchemos pues a Marcel Proust: “... cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo.
La obra de un escritor no es más que una especie de instrumento óptico que él le ofrece al
lector a fin de permitirle discernir aquello que, sin ese libro, quizás no habría visto en sí
mismo”.9
André Gide afirma prácticamente lo mismo, señalando que existen libros -o algunas
frases, algunas palabras en un libro- que se incorporan a nosotros. Su poder, dice, “proviene de
que no hizo más que revelarme alguna parte de mí desconocida para mí mismo; para mí sólo fue
una explicación, sí, una explicación de mí mismo”. Y agrega: “¡Cuántas princesas soñolientas
llevamos en nosotros, ignoradas, esperando que una palabra las despierte!”10
Cito también a un escritor contemporáneo, Jean-Louis Baudry:
El niño que lee [...] siente que hay en él virtualidades infinitas, innumerables oportunidades; que, al
igual que la selva ecuatorial o la isla desierta, él es un territorio que se ofrece a nuevas aventuras, a
otras exploraciones. Y se convierte en el conquistador de los libros que lo han conquistado. Él posee
ahora, junto con la facultad de integración, junto con una pasividad que lo ha expuesto a todas las
colonizaciones imaginarias, un poder desmesurado.11
Cuando describen esa experiencia, los lectores suelen mencionar ese momento de inversión en el
que, como lo señala Baudry, de conquistado, de colonizado, el lector pasa a ser conquistador. Y por
eso, para despertar a las princesas que dormitan en ellos, los escritores leen antes de enfrentarse a
la página en blanco. Siguiendo un proceso que me parece similar, aunque uno no se convierta en
escritor, a veces la lectura hace surgir palabras en el lector, lo fecunda. En ese diálogo o en ese
juego, él o ella pueden empezar a decir “yo”, a enunciar un poco sus propias palabras, su propio
texto, entre las líneas leídas. Y también porque el rango de las palabras se modifica: al leer, el
lector experimenta que existe una 1engua distinta de la que se usa todos los días: la lengua del
9
Marcel Proust, Le temps retrouvé, París, Gallimard (ed. en español: En busca del tiempo perdido. 7. El
tiempo recobrado, Madrid, Alianza Editorial, Biblioteca Proust, 1998).
10
Conférence sur la lecture, citada par Pierre Lepape en Le Monde, 15 de octubre de 1999.
11
Jean-Louis Baudry, L'Age de la lecture, París, Gallimard / Haute enfance, 2000, p. 43.
10
relato, de la narración, donde los hechos contingentes adquieren sentido en una historia organizada,
puesta en perspectiva.
He citado a varios escritores, pero insisto en que esta experiencia no es propia de gente culta o
con recursos. La han vivido personas provenientes de medios populares, sin ser lectoras asiduas,
a veces a partir de algunas páginas. Queda claro que la lectura no debe ser apreciada solamente
a partir del tiempo que se le dedica, o del número de libros leídos o recibidos. Algunas palabras,
una frase o una historia pueden dar eco a toda una vida. El tiempo de lectura no es sólo el que
dedicamos a dar vuelta a las páginas. Existe todo un trabajo, consciente o inconsciente, y un
efecto a posteriori, un devenir psíquico de ciertos relatos o de ciertas frases, a veces mucho
después de haberlos leído.
Ya lo señalé en otras ocasiones, esas frases, esos fragmentos que le hablan al lector, que lo
revelan, son con frecuencia inesperados. No siempre un texto cercano a su propia experiencia es
el que ayudará a un lector a expresarse, e incluso una proximidad estrecha puede resultar
inquietante. Mientras que encontrará fuerzas en las palabras de un hombre o de una mujer que
hayan pasado por pruebas diferentes. Precisamente allí, donde ofrece una metáfora, donde
permite una toma de distancia, es donde un texto está en condiciones de trabajar al lector.
Porque ese trabajo psíquico se realiza a partir de los mecanismos que Freud había identificado
como inherentes al sueño: la condensación y el desplazamiento. O sea que es imposible prever
cuáles son los libros que resultarán más aptos para ayudar a alguien a descubrirse a construirse.
Esto complica un poco la tarea de los “iniciadores” del libro, aunque también puede volverla
más divertida. Porque el juego está abierto, y deja una parte para la invención, para la libertad.
Desde luego, los adolescentes se introducen en modas que los hacen pedir selectivamente
determinado best seller y despotricar contra cualquier texto que se aparte de los caminos
trillados. Pero al mismo tiempo las lecturas suelen presentar en esta edad un carácter muy
anárquico: los adolescentes aprovechan todo lo que cae en sus manos, sin pensar en las
clasificaciones convenidas.
Y su atracción por la transgresión, el exceso, la maldad o la violencia puede ser una clave para
introducirse en lecturas muy diversas, incluyendo... los textos “clásicos”, como lo sabe más de
un profesor. La literatura, no lo olvidemos, es un vasto espacio de transgresión. Pero dentro de
este espacio, no todos los textos son tan elaborados. Algunos no hacen en el mejor de los casos
más que desviarnos un momento de nuestra condición, u ofrecer un distractor temporal al horror
de nuestros fantasmas; otros, de hoy o de ayer, son más propicios para desencadenar una
actividad psíquica, una actividad de pensamiento, en eco, en resonancia con el pensamiento,
con el trabajo de escritura de su autor.
“Un lugar de perdición”
La lectura, y más precisamente la lectura literaria, nos introducen asimismo en un tiempo
propio, a cubierto de la agitación cotidiana, en el que la fantasía tiene libre curso y permite
imaginar otras posibilidades. Ahora bien, no olvidemos que sin ensueño, sin fantasía, no hay
pensamiento, no hay creatividad. La disposición creativa tiene que ver con la libertad, con el
rodeo, con la regresión hacia vínculos oníricos, con atenuar tensiones. Basta con ver en qué
momentos los sabios hacen sus descubrimientos: generalmente mientras pasean, o al tomar un
medio de transporte, o al darse un baño, o al garabatear sobre un papel, o al levantar los ojos
de una novela. Escuchemos a dos lectores. El primero es otra vez el escritor Jean-Louis Baudry,
que recuerda sus lecturas de infancia:
... no era solamente a través de sus historias, de sus personajes, de sus diálogos y de sus
descripciones como los libros nos enseñaban lo que éramos; no era solamente porque, al enriquecer
nuestro vocabulario y complicar nuestra sintaxis, nos aportaban instrumentos de pensamiento un
poco más adecuados, sino porque, al interrumpir nuestra agitación habitual, poniendo nuestro
cuerpo en reposo y creando nuevas predisposiciones, su lectura permitía que emergieran
11
pensamientos, imágenes, todos esos hilos de la vida secreta que se entrelazaban con las frases que
leíamos. 12
El segundo es un estudiante al que entrevistamos durante la investigación en barrios
marginados. Se llama Hadrien y evoca la biblioteca en la que pasa mucho tiempo: “Entramos ahí
por otra cuestión pero las cosas nos van llevando y de pronto ya estamos divagando. Una
biblioteca es un lugar donde uno debe poder quedarse sin apuro. Es un lugar de perdición,
aunque generalmente la biblioteca es considerada ante todo como un lugar de eficiencia”.
Quisiera aquí abrir un paréntesis a partir de las palabras de Hadrien, para señalar que esa
dimensión de “perdición” de la biblioteca y de la lectura, como él dice muy bien, no es del
agrado de muchos. Y se encargan de cubrirla con un manto de eficiencia. En cuántas familias,
por ejemplo, los niños son alentados a leer porque parece que eso podría ser útil para sus
estudios, pero provocan irritación cuando alguien los encuentra con un libro en las manos y
perdidos en sus fantasías. Cuántos trabajadores sociales, e incluso formadores o bibliotecarios,
encasillan a las personas de medios pobres en lecturas “útiles” o prácticas, es decir aquellas que
supuestamente van a serles de aplicación inmediata en sus estudios, en la búsqueda de un
empleo o en la vida cotidiana.
Sin embargo no puede considerarse como un lujo o una coquetería el hecho de poder pensar la
propia vida con la ayuda de palabras que enseñan mucho sobre uno mismo, sobre otras vidas,
otros países y otras épocas. Y eso por medio de textos capaces de satisfacer un deseo de pensar,
una exigencia poética, una necesidad de relatos, que no son el privilegio de ninguna categoría
social. Se trata de un derecho elemental, de una cuestión de dignidad.
Lamentablemente, el que es pobre se ve privado, la mayoría de las veces, del acceso a esos
textos y a esas bibliotecas. Piensa que eso no es para él. Recuerdo aquí a una señora que se me
acercó muy tímidamente al final de una conferencia que yo había dado en una biblioteca, en las
afueras de París. Trabajaba en el servicio doméstico. Había oído hablar de un café literario que
se hacía en la biblioteca y había venido varias veces. Esa noche había estado a punto de irse;
entre el público había muchos docentes y pensó que “era demasiado elevado para ella”, como
decía. Pero luego se animó a quedarse. Hablando de la biblioteca me dijo: “yo vengo aquí para
existir”.
¿Por qué se teme que la lectura y la biblioteca sean “un lugar de perdición”, como decía
Hadrien? ¿Por qué algunos quieren reducirlas a un registro de eficiencia? ¿Por qué la soledad del
lector o de la lectora frente al texto inspiró temor en todas las épocas? Por supuesto, existen
miedos relativos al contenido de los libros, del que todo tipo de “iniciadores” pretenden
“proteger” al lector. Subsiste hoy todavía, más a menudo de lo que suponemos, e1 temor de que
el libro instile en nosotros algo pernicioso, algo sedicioso. O que sea recibido de manera
extraviada, incontrolable, que alguien encuentre en él algo distinto de lo conveniente. Pero más
aún que el contenido de los libros, lo que da miedo, me parece, es el gesto mismo de 1a lectura,
que constituye un desapego, una forma de desviarse. Los lectores y las lectoras irritan porque no
se puede ejercer mucho ascendiente sobre ellos, porque se escapan. Son como traidores o
desertores. Se los considera asociales y aun antisociales. Y constantemente son llamados al
orden.
Recuerdo aquí a un hombre con el que conversaba en un avión y que se puso rígido, irritado,
cuando supo que yo investigaba sobre la lectura: “Le diré, señora, yo he observado que las
mujeres que leen son siempre un poco egoístas”. Recuerdo también a Zohra, una joven que
conocí en una biblioteca, quien junto con sus hermanas tuvo que pelear duramente para
conquistar el derecho de leer y de asistir a una biblioteca: “Cuando mis padres nos veían leer,
cuando no queríamos movernos porque estábamos con un libro, se ponían a gritar; no aceptaban
que leyéramos por placer. Era un momento aparte, un momento propio, y a ellos les costaba
12
Ibidem, p.25.
12
aceptar que tuviésemos momentos propios. Había que leer para la escuela, había que leer para
instruirse”.
Al igual que los poderes políticos fuertes, los tiranos domésticos saben instintivamente que hay
en ese gesto una virtualidad de emancipación que puede amenazar su dominio. Pero si bien la
lectura hace temer a veces la pérdida de influencia sobre los demás, también puede generar la
idea de que alguien podría perderse a sí mismo en el camino, si asumiera el riesgo de leer. O
más bien perder una especie de caparazón que uno confunde con su identidad.
Yo no sé cuál es la situación en la Argentina, pero en muchos países, en particular en medios
populares, existe una idea de que leer es algo que feminiza al lector. Un trabajador social me
contaba, por ejemplo, que en el barrio donde él trabaja, cuando un muchacho intenta acercarse
a los libros, los miembros de su banda le dicen: “No hagas eso. Se te va a ir la fuerza”. Esos
chicos confunden el hecho de abandonar por unos minutos su caparazón con el de caer en la
debilidad. Abrir un libro sería mostrar que uno no sabe, que le falta algo que se encuentra allí. 13
La angustia de perder la virilidad es particularmente clara cuando el libro puede despertar el
mundo interior, evocar una interioridad tanto más extraña e inquietante cuanto que está
asociada a las mujeres. Dejarse llevar, dejarse poseer por las palabras presupone tal vez, para
un muchacho, la aceptación, la integración de su parte femenina, y eso no es de ahora.
Asimismo la pasividad, la inmovilidad que la lectura parece requerir puede ser vivida como
angustiante.
Y de hecho, la lectura literaria parece ser casi siempre una cuestión de chicas, o bien de chicos
que ya se han diferenciado de quienes los rodean por su temperamento solitario, su sensibilidad,
o a veces por una alteración que sigue a un encuentro. Aquellos leen para elaborar su
singularidad, y lo hacen muchas veces escondiéndose, para evitar la represión que persigue al
“intelectual”, al que “se complica la existencia”, al que se diferencia de los suyos.
Pero en Francia, más allá de los medios populares, la lectura y sobre todo la lectura literaria,
son cada vez más una cuestión de mujeres y de chicas: tres cuartas partes de los lectores de
novelas son hoy en día lectoras.14
¿Por qué la diferencia se acentúa actualmente? En Francia,
esto suele atribuirse a veces a la feminización de los diferentes “iniciadores” del libro. Con esto
no hace más que replantearse la pregunta: ¿por qué hay tan pocos muchachos que se interesan
en los oficios relacionados con el libro? ¿Y de qué margen de maniobra se dispone para atraer a
la lectura a esos jóvenes que tienen una necesidad tan grande de una identidad “de concreto”?
¿Cómo hacer para que le tengan menos miedo a la interioridad, a la sensibilidad, menos miedo,
también, a la polisemia de la lengua? Este margen de maniobra me parece a veces estrecho, y
no debemos imaginar que los que están en una posición de omnipotencia imaginaria tengan
muchas ganas de salir de ella.
No obstante, entre los jóvenes a los que conocimos cuando hacíamos nuestras entrevistas en los
barrios marginados, algunos habían pasado del gregarismo viril de la calle a la asistencia asidua
a una biblioteca. Y a veces teníamos la impresión de que en el fondo se habían necesitado pocas
cosas, en algunos momentos, para que se encaminaran hacia un lado y no hacia el otro. Del
encuentro, incluso temporal, con un adulto referente que transmitió un poco de sentido o dio la
idea de otra cosa.
Podríamos hablar largo rato de esos miedos. Tan sólo hice un breve comentario a partir de la
expresión de Hadrien: “un lugar de perdición”. Sin duda la lectura, y en particular la lectura
literaria, tienen que ver con la experiencia de la falta y de la pérdida. Cuando uno pretende
negar que desde la primera infancia la vida está hecha de esa experiencia, cuando no quisiera
13
Cf. Serge Boimare, La peur d’apprendre chez l’enfant, París, Dunod, 1999 (trad. al español: El niño y el
miedo de aprender, Argentina, Fondo de Cultura Económica, 2001).
14
Olivier Donnat, Les Pratiques culturelles des Français, Enquéte 1997, París, La Documentation
française, 1998.
13
ser más que armadura, superficie, músculos, cuando se construye una identidad hecha de
concreto, o bien cuando está inmerso en la ideología del éxito, evita la literatura. O trata de
dominarla. Y al mismo tiempo se priva de uno de los recursos para superar la pérdida. Se priva
de disfrutar los juegos de la lengua. Y de experimentar al mismo tiempo su verdad más intima y
su humanidad compartida.
La transición a otras formas de vínculo social
Y es que, paradójicamente, ese gesto solitario, salvaje, hace que mucha gente descubra cuán
cerca puede estar de otras personas. Tan sólo tomaré el ejemplo de Aziza, una joven de origen
tunecino de dieciocho años, que habla de su lectura de un relato autobiográfico:
Me aportó más conocimientos sobre la segunda Guerra Mundial y cómo la había vivido la gente. Eso
se estudia en historia, pero no es lo mismo. Nos hablan de las consecuencias demográficas, pero
mientras uno no lo vive... Porque ahí tenía la impresión de vivir esa historia con la gente. Parece
muy abstracto cuando el profe dice: “ya ven, hubo cien mil muertos”. Uno anota un número y nada
más. Cuando leí el libro me pregunté: ¿cómo pudieron vivir todo eso?...
Numerosos lectores nos dijeron hasta qué punto la lectura había sido para ellos el medio para
abrirse al otro, para no temerle tanto, para ampliar su horizonte más allá de los allegados, de
los parecidos a ellos. Como ese chico, Charly, que decía: “La biblioteca es un lugar donde uno
puede consultar al mundo”.
No hay que confundir elaboración de la subjetividad con individualismo, ni tampoco sociabilidad
con gregarismo. Leer no nos separa del mundo. Nos introduce en él de manera diferente. Lo más
íntimo tiene que ver con lo más universal, y eso modifica la relación con los otros. La lectura
puede contribuir, de ese modo, a la elaboración de una identidad que no se basa en el mero
antagonismo entre “ellos” y “nosotros”, mi etnia contra la tuya, mi clan, mi pueblo o mi
“territorio” contra el tuyo. Puede ayudar a elaborar una identidad en la que uno no está
reducido solamente a sus lazos de pertenencia, aun cuando esté orgulloso de ellos. A la
elaboración de una identidad plural, más flexible, más lábil, abierta al juego y al cambio.
Y cuando uno está un poco más familiarizado con los juegos de la lengua, quizás no se siente tan
desnudo, tan vulnerable frente al primer charlatán que pasa y pretende curar sus heridas con
una retórica simplista. Más aún, escuchando a los jóvenes que viven en barrios marginados y que
han frecuentado una biblioteca, vemos que la lectura, aunque sea episódica, permite estar
mejor armado para resistir a ciertos procesos de exclusión. Para imaginar otras posibilidades,
soñar y construirse. Para encontrar la distancia del humor y para pensar. Se entiende que la
lectura puede volver a alguien crítico o rebelde, y sugerirle que puede ocupar un lugar en la
lengua, en vez de tener siempre que remitirse a los demás.
Escuchemos a Liza, que es de origen camboyano:
Ahora yo empiezo a adoptar posiciones políticas, mientras que antes la política me tenía sin cuidado.
Y esas opiniones, esas tomas de posición, las tengo gracias a la lectura, a los intercambios con mis
compañeros, con mis profesores, y todo eso... Creo que llegué a una fase de maduración, para poder
decidir, elegir... tomar decisiones y mantenerlas. Sobre todo para defenderlas, para argumentar.
Esto es completamente diferente de la cultura camboyana, en la que se piensa en grupo, se hacen
las cosas en grupo y, de hecho, no hay muchos intercambios porque no se discute.
Es cierto que la lectura puede perturbar las formas de organización social en las que el grupo
ejerce primacía sobre el individuo, allí donde se cierran filas en torno de un patriarca o de un
líder. Lo que está en juego con la difusión de la lectura es quizás el cambio hacia otras formas
de pertenecer a una sociedad. Y justamente por eso, hoy todavía, los poderes políticos fuertes
prefieren difundir videos, o si acaso fichas, o textos seleccionados, que se entregan con su
interpretación y comentarios, limitando al máximo todo posible “juego” y dejando al lector la
menor libertad posible.
14
De manera inversa, el hecho de luchar contra la reducción del sentido de las palabras a uno
solo, el hecho de hacer jugar el sentido de las palabras, es algo que puede tener efectos
políticos. Con la literatura, nos situamos en un registro muy distinto del correspondiente al
discurso de la comunicación, que se supone transparente, sin sujeto. Como afirma el
psicoanalista tunecino Fethi Benslama, “Con la literatura, pasamos de una humanidad hecha por
el texto a una humanidad que hace el texto”.15
Entre lectura para sí mismo y lectura escolar, ¿una contradicción irremediable?
En relación con esta temática de la elaboración de la subjetividad y de las resistencias que se
oponen a ella, quisiera abordar un último punto: el de las relaciones complejas entre lectura y
escuela. Esas relaciones son vividas con frecuencia en tono de conflicto por los alumnos, quienes
pueden volverse muy feroces cuando hablan de la institución escolar. Otro tanto puede ocurrir
con nosotros como ex alumnos. Tanto en nuestras entrevistas como en las que realizaron otros
investigadores, muchos jóvenes -aunque no todos- estuvieron de acuerdo en afirmar que la
enseñanza ejercía un efecto disuasivo sobre el gusto de leer. Se quejaban de esas clases donde
se disecan los textos, de las horribles “fichas de lectura”, de la jerga especializada, de los
programas arcaicos. Y de tantas otras cosas.
Eso no es una novedad, no debemos imaginar que en otras épocas la mayoría de los alumnos se
haya entusiasmado particularmente con la lectura de los clásicos, salvo cuando un profesor
lograba convertirlos en algo vivo. Tanto antes como ahora esos autores hacían las delicias de
algunos alumnos, pero aburrían a muchos. Otros hurgaban en antologías, no en busca de lo
“Bello” y lo “Bueno” sino en busca de experiencias humanas. O se embarcaban en desviaciones
que habrían horrorizado a sus maestros: como el escritor Georges-Arthur Goldschmidt que
cuenta en sus memorias cómo había encontrado elementos para nutrir sus fantasías
sadomasoquistas en traducciones latinas donde aparecían esclavos.16
Más allá de lo que puedan decir los alumnos, algunos escritores o sociólogos han emitido
opiniones capaces de desesperar a los profesores: Borges decía que uno enseña poesía cuando la
detesta; Nathalie Sarraute agregaba que al comentar un texto, se le da muerte. Y según Pierre
Bourdieu la escuela destruye, erradica la necesidad de una lectura en la que el libro es
percibido como depositario de secretos mágicos y del arte de vivir, para crear otra necesidad,
de forma diferente. 17
No sé cuál será el caso de Argentina, pero en Francia, en los últimos años, es evidente que la
enseñanza ha evolucionado en un sentido totalmente opuesto a lo que sería la iniciación en un
“arte de vivir”. Y de un modo general le ha dado una mínima participación a la literatura. Por
supuesto con las mejores intenciones del mundo: la literatura ha sido representada como algo
que contribuía a reproducir un orden social determinado, porque únicamente los niños de
medios acomodados estaban inmersos “naturalmente” en esa cultura ilustrada que era familiar a
sus padres. Ya lo dije antes, también se dejó de lado con desprecio la “identificación”, a la que
quedó reducida toda la experiencia de la lectura subjetiva. Y se dio prioridad a una concepción
inspirada en el estructuralismo y en la semiótica, que se decía más democrática, más
“científica”.
En resumidas cuentas, para tomar un ejemplo, se puede evaluar a los alumnos de unos quince
años sobre las siguientes definiciones: metáfora, metonimia, sinécdoque, perífrasis, oxímoron,
hipérbole, epífora, gradación, lítote, eufemismo, antonomasia, hipálage, preterición, expleción,
hipérbaton, prosopopeya, paronomasia, y no incluyo las mejores, del tipo de epanalepsis,
15
Cf. Pour Rushdie, Cent intellectuels arabes et musulmans pour la liberté d’ expression, París, La
Decouverte/Carrefour des littératures/Colibrí, 1993, p.90.
16
Georges-Arthur Goldschmidt, La Traversée des fleuves, París, Seuil, 1999.
17
Pierre Bourdieu y Roger Chartier (entrevista), “La lecture, une pratique culturelle”, en Pratiques de la
lecture, Roger Chartier (coord.), París, Petite bibliothèque Payot, 1993, p. 279.
15
anadiplosis, anacoluto y otras zeugmas. Y evidentemente podemos preguntarnos si leemos o
escribimos con eso.18
Por ello, en un estudio publicado el año pasado, algunos sociólogos escriben esa frase terrible:
“Cuanto más asisten a la escuela los alumnos, menos libros leen”.19
Según ellos, la enseñanza
del francés contribuiría a un proceso de rechazo de la lectura. En particular, al pasar a la
preparatoria, lo cual se produce teóricamente alrededor de los quince años, se exige a los
alumnos una verdadera “conversión mental”, para que se sitúen con respecto a los textos en una
actitud distante, erudita, de desciframiento del sentido, lo que marca una ruptura con sus
lecturas personales anteriores.
Porque resulta que, simultáneamente, en la secundaria, donde se estudia entre los once y los
quince años, se ha tratado de integrar la lectura personal a la actividad escolar, especialmente
al incorporar allí la literatura juvenil. Pero también eso plantea dudas, y hay docentes que se
preguntan: “... al querer intervenir demasiado en ese terreno ¿no corre el riesgo la institución
escolar de terminar de destruir una forma determinada de relación con el libro, y privar así al
adolescente de su deseo de leer?” 20
¿La escuela no se atribuye de ese modo cierto derecho de
fiscalización sobre un ámbito eminentemente privado? Es cierto que las mejores intenciones del
mundo pueden terminar siendo intromisivas. Un día oí decir a una asesora pedagógica que se les
podría pedir a los adolescentes que refirieran en clase sus grandes emociones personales
vinculadas con la lectura. Y a los docentes, que hicieran lo mismo delante de sus alumnos.
Vinieron a mi memoria los textos que habían marcado mi adolescencia, esos encuentros que
habían vuelto más inteligibles mi destino y mi parte de sombras. Por nada del mundo habría
querido decir una palabra de todo aquello en clase.
Vemos entonces que la cuestión es muy compleja. Sin duda alguna, hay que abrir las ventanas,
abrir el corpus de las obras estudiadas. Abrirlo a otras regiones del mundo -en mi país los
programas siguen estando muy centrados en los textos canónicos de la literatura nacional- a
pesar de algunas tímidas aperturas. Abrir más el corpus, también, a los escritores
contemporáneos. Lo que no significa por cierto sustituir tal o cual gran obra clásica por
literatura de escaso nivel, como algunos intentan hacer. Porque en ese caso se perfilaría una
escuela de dos “velocidades”, donde a los hijos de pobres se les asignarían novelas de poca
monta, supuestamente más cercanas a sus “vivencias”, mientras que sólo los provenientes de
medios con recursos podrían tener acceso a obras que han atravesado los tiempos y que, al igual
que los mitos antiguos, pueden estar muy próximas de las preocupaciones de los niños o de los
adolescentes, pero ofreciéndoles la oportunidad de una puesta en perspectiva.
Debemos también interrogarnos, sin duda, sobre la modalidad demasiado formalista que ha
prevalecido en la enseñanza. Sin embargo existe probablemente una contradicción irremediable
entre la dimensión clandestina, rebelde y eminentemente íntima de la lectura personal, y los
ejercicios que se hacen en clase, bajo la mirada de otros. Lo esencial de la experiencia personal
de la lectura no se vuelca en una ficha. Los gestos que acompañan la lectura escolar y la lectura
personal no son los mismos. Cito una vez más al escritor Jean-Louis Baudry, que dice:
Si nuestros libros de clase se diferencian de los que serán ofrecidos a nuestro placer, y hasta se
oponen a ellos [...] es ante todo porque unos exigían una actitud rígida e incómoda adaptada al
banco del pupitre o a una silla de madera, mientras los otros permitían indolencias y lascivias de
18
Torno este ejemplo de François Bon, quien lo mencionó en el coloquio Les adolescents et la littérature
citado anteriormente.
19
Christian Baudelot y Marie Cartier, “Lire au collège et au lycée”, Actes de la recherche, 123, junio de
1998, p. 25. También: Christian Baudelot, Marie Cartier y Christine Detrez, Et pourtant ils lisent, París,
Seuil, 1999.
20
Annie Pibarot, “Le secret de la lecture privée”, en Lecture privée et lecture scolaire, Grenoble, Centre
régional de documentation pédagogique, 1999, p.93.
16
odalisca sobre un diván, o meditaciones de sabio hindú en los rincones donde nos habíamos
refugiado.21
Tampoco hay que confundirlo todo. La escuela no sabrá mucho, ni debe saber mucho, acerca de
los hallazgos más perturbadores que los niños o los adolescentes hacen en los libros. Pero
corresponde a los docentes conducir a los alumnos a una mayor familiaridad, a una mayor
soltura en el acercamiento a los textos escritos. Y hacerles sentir que la necesidad del relato
constituye nuestra especificidad humana, y que desde los albores de los tiempos de los seres
humanos han narrado y escrito historias que se han transmitido de unos a otros. Y también
hacerles gustar la diversidad de los textos, hacerles comprender que entre todos esos escritos de
ayer o de hoy, de aquí o de allá, habrá algunos que seguramente sabrán decirles algo a ellos en
particular. Y hacerles descubrir la voz singular de un poeta, el asombro de un sabio o de un
viajero, que pueden hacerse oír de la manera más amplia, pero tocándonos uno por uno.
También les corresponde, me parece, abrir el sentido de un escrito, mostrar que si bien no es
posible hacer decir cualquier cosa a un texto, existen varias lecturas posibles, varias
interpretaciones, y que esa polisemia, esa reserva de sentido, representa una oportunidad. Y
estar disponibles, asimismo, si los alumnos desean debatir acerca de cuestiones existenciales
que plantea el contenido de las obras -como los celos, el sentido de la vida, la muerte...- y no
solamente hablar de las formas literarias. Y deben, más a menudo, transferir una parte de la
tarea a las bibliotecas, que dan lugar al secreto y a la elección personal, y son propicias para los
hallazgos singulares, y si fuera posible, a bibliotecas externas al universo escolar. Me parece
importante que existan lugares diferenciados, cada uno con su propia vocación.
Y naturalmente, lo que está en juego es sobre todo el vínculo personal del maestro o del
bibliotecario con los libros. Esos jóvenes que no son amables con la escuela, suelen tener alguna
frase para evocar a un maestro que supo transmitirles su pasión, su curiosidad, su deseo de leer
y de descubrir. E incluso hacerles gustar los textos difíciles. Hoy en día, como en otras épocas, si
bien la escuela tiene todo tipo de defectos, tal o cual docente singular posee la habilidad que le
permitió llevar a sus alumnos a una re1ación diferente con los libros, que no es la del deber
cultural y la obligación austera.
Para un buen número de esos jóvenes que no se sentían en condiciones de incursionar en la
cultura letrada a causa de su origen social, uno o más encuentros con un maestro o con un
bibliotecario resultaron decisivos. No se trata necesariamente de encuentros regulares,
continuos, durante un período largo, ya que un encuentro fugaz puede a veces influir en el
destino de alguien. Tampoco se trata de relaciones de gran familiaridad, sino más bien de una
actitud receptiva y distante a la vez, una actitud de apertura a la singularidad de cada uno y de
respeto por su intimidad, demostrando pasión por los objetos culturales que proponemos y
lucidez acerca de nuestra tarea. Una actitud que le demuestre al otro que le estamos haciendo
lugar, en el sentido más verdadero del término.
Para transmitir amor por la lectura, y en particular por la lectura literaria, es preciso haberlo
experimentado. En nuestros ámbitos familiarizados con los libros, podríamos suponer que ese
gusto es algo natural. Sin embargo, entre los bibliotecarios, los docentes y los investigadores, o
en el medio editorial, muchos son los que no leen, o que se limitan a un marco profesional
estrecho, o a un determinado género de obras. Y en esos ambientes, entre quienes aman la
lectura, hay algunos que se ocultan, por temor al que dirán. Parece increíble, pero algunos
docentes, por ejemplo, me han dicho que cuando entran a la sala de profesores disimulan el
libro que están leyendo, o el diario Le Monde, por temor a que los tilden de snobs, o de
“intelectuales”, y exponerse así al rechazo de sus colegas.
Y así cada uno, docente, estudiante, bibliotecario o investigador, puede interrogarse un poco
más con respecto a su propia relación con la lengua y con la literatura. Sobre su propia
capacidad para vivir las ambigüedades y la polisemia de la lengua, sin dejarse perturbar por
21
Jean-Louis Badry, op. cit., p.26.
17
ellas. Sobre su propia capacidad para ser alterado por lo que surge, de modo imprevisto a la
vuelta de una frase. Y para dejarse llevar por un texto, en lugar de querer siempre controlarlo.
Sobre esta cuestión les recomiendo un pequeño ejercicio: escriban su autobiografía como
lectores. Yo lo hice, hace un año. 22
Había pasado cientos de horas en divanes de psicoanalistas,
creía saberlo todo sobre mi relación con los libros, y sin embargo descubrí algunas cosas.
Quisiera invitarlos a hacer lo mismo, no con la intención de hacer un inventario, una lista de las
obras leídas a tal o cual edad, sino algo más, tratando de localizar momentos claves y de
identificar el devenir psíquico de tal o cual lectura. Y si les hace falta un destinatario, me
ofrezco de buen grade a leer lo que hayan escrito.
MICHÉLE PETIT
Antropóloga y novelista. Ha realizado estudios en sociología, psicoanálisis y lenguas orientales. Es
investigadora del Laboratorio “Dinámicas sociales y recomposición de espacios” del Centro Nacional para
la Investigación Científica, de la Universidad de París I. Entre sus obras se destacan: Lecteurs en
campagnes (1993), De la bibliothèque au droit de cité (1996), realizadas en colaboración con otros
investigadores y publicados por la Biblioteca Pública de Información del Centro Georges Pompidou. Y en la
Colección “Espacios para la Lectura” del Fondo de Cultura Económica, ha publicado Nuevos acercamientos
a los jóvenes y la lectura (1999).
22
Véase el último apartado de este libro: “Del Pato Donald a Thomas Bernhard”.
18
MARÍA EUGENIA DUBOIS.
TEXTOS EN CONTEXTO 7. SOBRE LECTURA, ESCRITURA Y ALGO MÁS
2006. Buenos Aires. Asociación Internacional de Lectura. Lectura y Vida
Págs. 101-114
La formación de lectores y escritores 23
Al comenzar a leer estas páginas, escritas desde mi perspectiva como docente, deseo advertir
que sólo contienen algunas reflexiones sobre un proceso que, a mi juicio, sigue y seguirá siendo,
pese a nuestros intentos por desentrañarlo, quizás un desconocido; me refiero a la formaci6n de
lectores y escritores. También quiero señalar que gran parte de esas reflexiones están basadas
en obras de diferentes autores, leídas o releídas en los últimos tiempos, cuyos nombres iré
citando oportunamente, y en trabajos míos anteriores que tienen pertinencia para el tema que
hoy nos ocupa. En otras palabras, esto significa que vamos a transitar por caminos viejos, pero
con la esperanza, siempre renovada, de que al compartirlos podamos, entre todos, descubrir en
ellos rastros nuevos.
Hablar de la necesidad de que nuestros niños y nuestros jóvenes se formen como lectores y
escritores en su paso por escuelas y universidades se ha vuelto ya un lugar común en medios
especializados y no especializados. Sin embargo, una afirmación en apariencia tan simple y
sobre la que parecería haber acuerdo unánime, encierra un mundo de complejidades en el
podría tener cabida más de un desacuerdo. En efecto, cuando los docentes decimos que
nuestros estudiantes deben formarse como lectores y escritores ¿qué significado le atribuimos a
esa afirmación? Aun coincidiendo todos en la idea de que saber leer y escribir es una condición
necesaria, pero no suficiente para hacernos lectores y escritores, ¿qué características o qué
rasgos pensamos deben distinguir a niños y a jóvenes para merecer esos calificativos? ¿Cómo
imaginamos a nuestros estudiantes en esa situación? ¿Qué esperaríamos de ellos? ¿Podríamos
estar seguros todos los docentes de tener en mente las mismas imágenes, las mismas ideas con
respecto a quién designamos como lector o escritor? Creo que éste es un primer punto de
importancia para tomar en cuenta en una discusión sobre el tema, puesto que de la claridad
que tengamos de nuestras propias respuestas va a depender la contribución que podamos hacer
al proceso de formación de nuestros estudiantes.
No es fácil decidir qué es lo que distingue al lector. Comúnmente pensamos que la característica
distintiva es el gozo que el lector experimenta al leer, pero parecería que eso tiene que ver más
con la realización misma del acto que con el impulso que lleva a él. Es, quizá, más acertado
pensar que la condición fundamental que hace a un lector debe residir en una motivación
intrínseca, en una intencionalidad autodirigida. No nos formamos como lectores añadiendo algo
desde afuera, sino respondiendo a un llamado interior que nos incita a la búsqueda constante
del encuentro con el libro: ¿curiosidad?, ¿ansias de saber?, ¿afán de obtener respuestas?,
¿expectativa ante el misterio oculto en las páginas? ¿O más bien, y por encima de todo, amor por
la lectura? Ese amor que llevó una vez a Virginia Wolf a decir:
23
Conferencia pronunciada en el III Tercer Congreso Internacional de Promoción de la Lectura y el Libro.
Feria Internacional del Libro de Buenos Aires (abril de 1999).
19
A veces he soñado que cuando llegue el Día del Juicio y los grandes conquistadores y abogados y
estadistas vayan a recibir sus recompensas -sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados
indeleblemente en mármol imperecedero-, el Todopoderoso se volverá hacia Pedro y le dirá, no
sin cierta envidia cuando nos vea llegar con nuestros libros bajo el brazo: “Mira, esos no
necesitan recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Ellos han amado la lectura". (1948:
295)
El mismo sentimiento de amor se adivina en Barthes cuando habla del “deseo” de leer del
lector, deseo que lo hace permanecer absorto en la lectura, indiferente a lo que sucede a su
alrededor, en un estado de “apartamiento de la realidad” que el autor asimila al del enamorado
o el místico (Barthes, 1987: 45).
Si esto es así, y estoy convencida de que lo es, ¿cómo se enseña a amar la lectura? ¿Qué caminos
conducen al despertar de ese amor? La verdadera lectura es una actividad solitaria: “¿Podemos
enseñar a amar la soledad?”, nos dice Bloom (1995). Preguntas de muy difícil, por no decir
imposible, respuesta. Debemos aceptar que el amor por la lectura -requisito indispensable en la
formación de un lector- no puede ser materia de enseñanza. El amor surge y se desarrolla a
partir de ese “milagro trivial”, como lo denomina Marguerite Yourcenar, que es el
“descubrimiento de la lectura” y “del que uno no se da cuenta hasta después de que ha
pasado”. Ella nos dice:
Cuando los signos del alfabeto dejan de ser trazos incomprensibles, ni siquiera bonitos, en fila
sobre un fondo blanco, arbitrariamente agrupados y cada uno de los cuales constituye en lo
sucesivo una puerta de entrada, se da a otras siglos, a otros países, a multitud de seres más
numerosos de todos los que veremos en nuestra vida, a veces a una idea que cambiará las
nuestras, a una noción que nos hará un poco mejores o, al menos, un poco menos ignorantes que
ayer. (1990: 240)
¿Cuál es entonces nuestro papel como docentes? Si no podemos enseñar a nuestros estudiantes a
amar la lectura, ¿cómo hacer para contribuir a que se formen como lectores? ¿Disponemos de
estrategias que nos aseguren el éxito de nuestro intento? La respuesta a esta última pregunta es,
evidentemente, negativa. Nada puede asegurarnos que nuestros alumnos llegarán a ser lectores.
Nadie puede saber cuándo ni cómo surgirá la chispa capaz de producir el incendio. Sin embargo,
eso no le resta importancia al papel que podemos desempeñar los docentes en ese proceso. Por
el contrario, creo que es posible contribuir a la formación de lectores de muchas maneras, y
depende de nuestra capacidad e imaginación crear las situaciones que más la favorezcan. Me
voy a permitir, no obstante, señalar dos que me parecen fundamentales. En primer lugar,
contribuimos a que los estudiantes se formen como lectores mostrándoles nuestro propio amor
por la lectura cuando leemos para ellos y con ellos; cuando conversamos sobre nuestros autores
favoritos, sobre la obra que nos apasiona en este momento, sobre la que nos decepcionó, sobre
la que nos llenó de inquietud o nos hizo temblar de indignación ante la tortura y el sufrimiento
humano; cuando nos aventuramos a escudriñar con ellos los estantes de la biblioteca hasta dar
con el libro que deseamos leer.
Al compartir con nuestros estudiantes la emoción que nos produce leer, y al conversar sobre
aquello que leemos, hacemos perder a la lectura su sentido de ejercicio escolar, para mostrar lo
que verdaderamente es: un ejercicio de vida. Pero, además, el hecho de “conversar” con
nuestros alumnos tiene una importancia mayor de la que creemos no solamente para favorecer
su formación como lectores, sino también para favorecer en ellos el desarrollo de sus
capacidades como personas. Bruner (1987) destacaba hacia finales de los años ochenta, el papel
del diálogo en la educación cuando decía:
Indudablemente hay muchas maneras en las que un ser humano puede servir de vicario de la
cultura, ayudando al niño a comprender sus puntos de vista y la naturaleza de su conocimiento.
Pero me atrevería a decir que hay pocas que sean tan eficaces como la participación en un
diálogo. [...] El diálogo entre los más experimentados y los menos experimentados es una de las
20
vías fundamentales que tiene la cultura para contribuir al crecimiento intelectual. [...] La
cortesía de la conversación puede ser el ingrediente fundamental de la cortesía de la enseñanza.
(1987: 118-119)
En la década siguiente, otro autor, esta vez un biólogo, Humberto Maturana, señalaba que “todo
quehacer humano se da en el conversar”, que “el tipo de conversaciones en las cuales nos
involucramos define nuestro bienestar o nuestro sufrimiento”, porque al conversar “cambian
nuestras emociones y cambia el curso de nuestro razonar” (1997: 15). Es procedente, en
consecuencia, pensar que a través de esos cambios podemos descubrir y alentar nuevas
posibilidades en nosotros mismos y también en los demás. No en vano Martín Buber decía: “No
imparto una enseñanza, sino que desarrollo una conversación”.
En segundo lugar, contribuimos a que se formen como lectores cuando damos a los estudiantes
oportunidad de “vivir” la experiencia literaria, de compenetrarse con personajes y situaciones,
de enfrentarse a mundos de valores y responsabilidades diferentes del mundo propio y, sobre
todo, de descubrir en sí mismos su capacidad para responder a las evocaciones que el texto
escrito suscita en ellos. La experiencia vicaria de otras vidas, de otras formas de actuar, de
sentir y de pensar nos lleva, con frecuencia, a contemplar nuestros problemas desde una
perspectiva diferente y también a conocernos con una profundidad mayor. A través de la lectura
se amplía nuestra experiencia del mundo, de la vida, de los seres, pero, además, se expande
también nuestra conciencia de quiénes somos y de cómo somos. Por otro lado, como muy bien
señala Louise Rosenblatt, “la capacidad para simpatizar e identificarse con las experiencias de
otros es uno de los más preciosos atributos humanos” (1938), y la lectura de obras literarias
proporciona, sin duda, un estímulo para el desarrollo de esa capacidad.
El aspecto formativo de la literatura aguarda quizá todavía a que se le conceda la debida
importancia, no sólo para el desarrollo lector, sino también para el desarrollo de la persona
como ser total, dado que ella brinda, entre otras cosas, la posibilidad de tomar conciencia de los
propios valores frente a los expresados en la obra literaria. Por esta razón, considero que una de
las metas prioritarias de la educación de hoy debería ser abrir para la literatura el mayor
espacio posible en todas las aulas, desde el preescolar a la universidad. Leer literatura y
conversar sobre literatura es una manera de aprender a leer y a conversar, pero es también una
manera de contribuir al crecimiento intelectual, espiritual, personal, social de nuestros alumnos
y de nosotros mismos.
En este sentido, es de la mayor relevancia la cuestión de qué obras ponemos al alcance del
estudiante, lo cual nos sugiere un segundo tema de discusión que apunta a una preocupación
permanente de quienes ejercemos la docencia: me refiero a la selección del material de
lectura. Tal preocupación es legítima, dados los problemas que de ahí se derivan, de los cuales
voy a señalar dos que están, a mi juicio, entre los principales. El primero se encuentra
representado par la tensión existente entre situaciones antagónicas: una, la necesidad de
libertad de elección por parte del estudiante; otra, la obligación que sentimos, por nuestra
parte, de guiarlo hacia la lectura de las grandes obras literarias. El segundo problema está
representado por la selección misma de lo que llamamos grandes obras literarias y por los
criterios que empleamos para hacerla.
No cabe duda de la importancia que tiene para la formación un lector la libre elección de libros
y autores. Por oposición, no hay quizá mejor manera de alejar a alguien de la lectura que
hacérsela “estudiar”, como decimos a veces los docentes, u obligarlo a leer lo que rechaza de
plano. Recordamos nuevamente a Virginia Woolf cuando en uno de sus ensayos nos dice que “el
único consejo que una persona le puede dar a otra acerca de la lectura es no tomar en cuenta
ningún consejo, sino seguir su propio instinto y usar su propia razón para llegar a sus propias
conclusiones”; y añade:
21
Admitir a los expertos en nuestras bibliotecas, no importa cuán eruditos sean, y dejar que nos
digan cómo leer, qué leer y qué valor dar a lo que leemos, es destruir el espíritu de libertad que
es el aliento de esos santuarios. (1948: 281)
Sin embargo, aunque es cierto que se precisa de libertad para elegir los libros que se quiere
leer, no es menos cierto que la formación del lector requiere también la oportunidad de acceder
a los buenos libros. Sin esta oportunidad, que nadie mejor que el sistema educativo puede
brindar, será más difícil para los estudiantes, para algunos de ellos por lo menos, llegar a
formarse un criterio personal sobre las obras que valen o no la pena leer. ¿Se nos escapará,
acaso, el hecho de que lo que vale la pena leer para algunos, es lo que puede carecer de valor
para otros?
Creo, por eso, que quienes pretendemos contribuir a la formación de lectores -y supongo que
somos todos los que nos desempeñamos en la docencia- debemos recorrer simultáneamente dos
caminos: por un lado, proporcionar un repertorio variado, el más amplio posible, de material de
lectura que pueda satisfacer la diversidad de intereses de los estudiantes; por otro, promover la
continua discusión y reflexión sobre aquello que se lee en clase y fuera de ella. Conversar sobre
las obras leídas confrontando ideas, juicios, valores, actitudes, situaciones, permite ir
decantando las propias ideas y aprendiendo a desarrollar una conciencia crítica con respecto a
la lectura de diferentes textos y autores.
Quisiera abrir un paréntesis para explicar el porqué de mi insistencia en el hecho de “conversar”
con los estudiantes. Se trata de un tema que en verdad me preocupa porque conversar y educar
son dos acciones que deberían ir estrechamente unidas, tal como lo vimos señalado por
diferentes autores. Conversar, palabra derivada del latín, significa “convivir en compañía” o,
según otra derivación, que es la que toma Maturana, “dar vueltas con”, es decir, “dar vueltas
con otro” y es, precisamente en ese dar vueltas con los otros y entre los otros, niños, jóvenes,
adultos, como se van tejiendo las relaciones de los miembros del grupo. La conversación está en
la base de nuestra convivencia como seres humanos y está, por lo tanto, en la base del proceso
de educar que también es convivir. ¿No deberíamos entonces preguntarnos si en verdad le damos
a la conversación el lugar que le corresponde en nuestras aulas? Y si se lo damos, ¿qué tipo de
conversación es la que mantenemos? ¿Qué palabras empleamos, con qué tono las decimos? ¿Son
ellas generosas o mezquinas, las decimos con suavidad o con aspereza, las usamos para herir o
acariciar? ¿Recordamos que no se borran una vez dichas y que por eso podemos hacer con ellas
mucho bien o causar mucho daño? De acuerdo con la teoría de Maturana, deberíamos también
interrogarnos acerca de cuáles son las emociones a las que respondemos cuando conversamos
con nuestros alumnos y cuáles son las que provocamos en ellos.
Creo que no hay dudas de que a través de nuestras conversaciones, de la forma que adopta
nuestro hablar y escuchar, mostramos nuestra aceptación o rechazo de los otros, y tampoco
puede haber dudas de que eso ha de influir positiva o negativamente en la enseñanza y en el
aprendizaje. De ahí mi preocupación expresada al principio, porque temo que, sin damos
cuenta, por medio de nuestro conversar o quizá de nuestro no conversar -ya que los docentes
nos hemos acostumbrado a monologar en nuestras aulas- podemos estar interfiriendo en aquello
que es precisamente nuestra misión: educar, entendiendo educar en su sentido de “sacar de
adentro”, de ayudar a crecer o, por lo menos, de dejar crecer libremente, en la convivencia,
todo lo que está en germen en cada ser humano.
Cierro el paréntesis y retomo el tema anterior. El repertorio variado de material de lectura, al
que debe tener acceso el estudiante, requiere, como es obvio, de una selección, de la cual,
como dice Daniel Goldin (1998), no podemos escapar porque seleccionar es uno de los rasgos
inherentes al ser humano. Son demasiados, por otro lado, los libros para leer y muy escaso el
tiempo del que disponemos en nuestra vida, de ahí la necesidad, nos guste o no, de elegir.
Ahora bien, ¿en qué nos basamos para realizar esa selección? De acuerdo con Goldin, “no hay tal
cosa como los criterios objetivos y válidos para todas las situaciones porque la lectura es una
22
actividad que satisface (y despierta) muy diversas necesidades humanas”. Debemos aceptar, por
lo tanto, que hay una sola respuesta sincera a esa pregunta, y es que, en general, nos basamos
en nuestro conocimiento y gusto personal cuando realizamos una selección de esa naturaleza.
Pero si los docentes somos de verdad lectores, condición imprescindible para guiar a otros por
ese camino, debemos tener nosotros mismos un amplio repertorio de libros leídos y otro amplio
repertorio de libros no leídos, pero que nos gustaría leer. Pues bien, unos y otros pueden formar
parte del grupo de obras que ponemos al alcance del estudiante. Seguramente han de figurar
entre ellos algunos de los que Ítalo Calvino llama “clásicos”, esos libros que constituyen una
riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien
se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos.
(1992: 14)
Debemos tener, igualmente, algún criterio de selección, aunque a veces no sea claro ni para
nosotros mismos, que convendría hacer explícito a fin de dar lugar a su discusión y aun a su
rechazo. No se pretende que los estudiantes hagan suyos nuestros “clásicos”, sino que ellos
tengan la oportunidad de elegir los propios; las obras que, sin ellos saberlo, llegarán a formar
parte de su vida.
En conclusión, es impensable creer que podamos llegar a un acuerdo general sobre autores y
libros, así como tampoco sobre el criterio que usamos para seleccionarlos. Pero esto no debe
preocuparnos; por el contrario, la diversidad entre nosotros mismos, los docentes, puede
contribuir al mayor enriquecimiento del estudiante como lector, al permitirle reconocer la
amplitud de elección que puede darse en un terreno tan vasto como el de la literatura, así como
también la variedad de razones que nos pueden llevar a ella.
Quiero aclarar que el hecho de llamar la atención sobre la importancia de leer literatura en la
escuela, en la universidad por todas las razones expuestas, no significa desestimar otro tipo de
lectura, indispensable, por otro lado, como es la de textos informativos y científicos. También
de ellos es posible hacer una selección, por su estilo, por su forma de abordar los temas, o por
otras razones que juzguemos valiosas para contribuir a despertar el interés de los estudiantes y
a influir favorablemente en su desarrollo como lectores. Los caminos por los cuales llega a
formarse un lector son tan variados como los propios individuos. El significado que para unos
pudo haber tenido su primera poesía o novela, para otros lo pudo haber tenido su primer libro
de ciencia o de historia. Mi énfasis, sin embargo, en la importancia de la literatura es porque
considero que éste ha sido otro factor olvidado por el sistema educativo en la formación de
lectores y, más allá de eso, en la educación general del niño y del joven como persona.
Otro elemento importante para tomar en cuenta, en el mundo de hoy, es la lectura a través de
soportes distintos del libro, como los que ofrecen las nuevas tecnologías. ¿Se podrá lograr a
través de esos soportes la formación de lectores? Confieso que no lo sé. Una de las ventajas más
señaladas de los nuevos medios es el acceso a todo tipo de información en cantidades nunca
antes previstas y en un tiempo increíblemente breve. Sin embargo, yo apuntaba, en un trabajo
anterior, que información no es conocimiento. Para que se convierta en conocimiento tiene que
ser reflexionada, elaborada, conectada con otras informaciones y otros conocimientos, y eso
requiere de un lector que pueda llevar a cabo una lectura atenta y crítica. ¿Es posible una
lectura de ese tipo a través de los medios electrónicos para quienes todavía no son de verdad
lectores? ¿0 la característica misma de esos medios se convertirá en un obstáculo para lograrla?
Tampoco lo sé. Es incluso difícil imaginar como será el lector del futuro. La ciencia y la
tecnología avanzan con tal rapidez que no podemos prever qué pasará ni siquiera en los
próximos cinco años. Quizá las emociones que nos despierta en los lectores de hoy la posesión
del libro, en el sentido de percibir su textura, su peso, su olor, tan distinto cuando nuevo del
que toman las páginas manchadas por los años, van a ser sustituidas por otras emociones, quién
sabe si más o menos intensas, pero distintas, en los lectores del mañana. Entiendo, por eso, que
la escuela debe dar cabida a los nuevos medios y que los docentes estamos obligados a hacer de
ellos el mejor uso posible, entre otras razones, para mantener un pie de igualdad con los niños
23
que ya nos superan en mucho en ese aspecto. Pero no puedo dejar de reconocer que abrigo
dudas con respecto a que la formación de lectores, por lo menos en la forma en que ahora los
concebimos, pueda lograrse a través de la nueva tecnología. Por el momento, tengo, en cambio,
la idea de que seguiremos siendo y haciéndonos lectores de libros; y llego aun más lejos, a creer
que el libro y su lectura serán un factor fundamental para que sigamos sintiéndonos humanos en
un mundo cada vez más tecnológico.
Hasta aquí he hablado sobre la formación de lectores; queda por analizar, de acuerdo con el
propósito de esta conferencia, la formación de escritores. De más está decir que no estoy
usando la palabra escritor en el sentido de profesión u ocupación, sino en el de usuario habitual
de la escritura, esto es, de alguien capaz de utilizarla en distintas circunstancias y con
diferentes motivos. Antes, sin embargo, de abordar el tema, me voy a permitir hacer una cita de
un libro que leí hace poco tiempo. Dice así:
“Dios mío, el día brilla luminoso sobre la tierra: para mí el día es negro. / Las lágrimas, la
tristeza, la angustia, la desesperación / se han instalado en el fondo de mí. / EI sufrimiento me
engulle / como a un ser elegido sólo para las lágrimas.” Este canto del hombre perseguido por la
desgracia se publicó par primera vez en Estados Unidos en 1954. Había dormido durante más de
4000 años, enigmáticamente transcrito en algunas de las 500.000 tablillas de barro que desde
finales del siglo XIX salen de las antiguas arenas de Sumer (3500-2000 a.C.), a la entrada del
golfo Pérsico. (Bottéro et aI., 1996: 13)
Ese trozo, en el que se revela el dolor de alguien que nos precedió hace miles de años, lleva a la
reflexión sobre la necesidad ha tenido el hombre, desde siempre, de expresarse por escrito. Al
volcar sobre el papel, transformados en palabras, nuestros pensamientos más íntimos, nuestros
sentimientos y emociones intensas, podemos tomar distancia y aprender a reconocerlos. Ése es
el poder, y a la vez la magia, de la palabra escrita: saca a la luz los desconocidos que llevamos
adentro.
Frente a esa necesidad de expresión humana ¿qué hacemos los docentes? ¿Le damos lugar a la
escritura expresiva en nuestras aulas, o sólo nos interesa la escritura del estudiante en su
carácter funcional, esto es, en cuanto se la utiliza para responder a necesidades del programa o
para llenar requisitos formales? ¿Animamos a nuestros estudiantes a producir esa escritura?
¿Admitimos que lo hagan, por lo menos? Concederles un espacio para satisfacer esa necesidad,
¿no sería dar un paso importante para desarrollar en ellos su capacidad como escritores?
Es preciso reconocer, y esto es quizá lo más difícil de aceptar dentro del sistema educativo, que
existe una condición sin la cual no es posible escribir, al menos no como lo hizo nuestro
antepasado sumerio, y esa condición es la libertad. Libertad de elección en el tema, el género,
el estilo, pero, sobre todo, libertad para proyectarse a sí mismo en la escritura. Es fácil observar
en los niños pequeños cómo disfrutan de contar por escrito lo que sienten, quieren, imaginan,
cuando se les permite escribir libremente. No obstante, en la escuela, el liceo o la universidad
rara vez se le da al estudiante la oportunidad de exteriorizar sus vivencias, sus ideas, sus
sentimientos, sus opiniones, a través de la escritura.
Creo que este punto merece, como los anteriores, una reflexión seria de nuestra parte, si de
verdad queremos que nuestros estudiantes se formen como escritores. Para ello, no sólo es
necesario dar al estudiante libertad para escribir, es igualmente importante darle tiempo para
reflexionar, revisar, discutir los significados que quiere transmitir, así como alentarlo a entrar
en sus propios escritos para aprender de ellos.
Al igual que sucede con la lectura es preciso que el estudiante viva, experimente el proceso de
escribir, entre otras cosas, para darse cuenta de que todos poseemos la capacidad de
expresarnos por escrito; tan sólo se requiere ejercitarla y desarrollarla. Por otro lado, la
escritura, como nos dice Rosenblatt, no es solamente un proceso de aprendizaje, es también un
proceso de descubrimiento; dado que las transacciones con el texto nos pueden conducir a
24
“nuevas líneas de pensamiento y sentimiento”. Todos nosotros, con seguridad, hemos vivido
alguna vez la experiencia de encontrarnos escribiendo algo que no pensábamos escribir, como si
nuestras ideas, pensamientos, emociones, adquirieran de repente vida propia y las palabras se
acomodaran sobre el papel (o la pantalla) sin intervención de nuestra parte.
De todas maneras, escribir no es una tarea fácil, ni siquiera para los autores consagrados. La
diferencia que tenemos con ellos es, como diría Frank Smith (1982), que ellos escriben.
La formación de escritores, aun de los usuarios comunes de la escritura, es un proceso lento,
penoso, sembrado de dificultades, cuya duración, tal como sucede en la formaci6n de lectores
es la de la vida misma. Por eso, en relación a la escritura, Donald Murray (1982) tiene, en su
despacho de la universidad, un cartel que dice: “Ni un día sin una línea”. El cartel que nosotros
pondríamos sería un poco más largo y diría algo así como: “Ni un día sin reflexionar que la
formación de lectores y de escritores precisa de libertad, confianza y aliento”. Y recordaríamos
que está en nuestras manos, como docentes, la posibilidad de que esas condiciones se cumplan.
Referencias bibliográficas
BARTHES, R. (1987), El susurro del lenguaje, Buenos Aires, Paidós.
BLOOM, H. (1995), El canon occidental, Barcelona, Anagrama.
BOTTERO, J.; Chuvin, P.; Finet, A.; Lafont, B.; De Montremy, J-M. y Roux, G. (1996),
Introducción al antiguo Oriente, Barcelona, Grijalbo.
BRUNER, J. (1987), La importancia de la educación, Buenos Aires, Paidós.
CALVINO, I. (1992), Por qué leer los clásicos, Barcelona, Tusquets.
GOLDIN, D. (1998), “Elementos para una crítica a la selección de Iibros”. Conferencia
presentada en el I Seminario Internacional de Lectura y Valores, organizado por COEULM.
Mérida, 28 de septiembre a 2 de octubre.
MATURANA, H. (1997), El sentido de lo humano, Santiago de Chile, Dolmen.
MURRAY, D. (1982), Learning by Teaching, Montclair, NY, BoyntonnCook.
ROSENBLATT, L. M. (1938), Literature as Exploration, Nueva York Appleton Century. [Cuarta ed.
1983, Nueva York, The Modern Language Association of America. En español: La literatura como
exploración, México, Fondo de Cultura Económica, 2002].
SMITH, F. (1982), Writing and the Writer, Nueva York, Holt, Rinehart and Winston.
YOURCENAR, M. (1990), ¿Qué? La eternidad, Madrid, Alfaguara.
WOOLF, V. (1948), The Common Reader, Nueva York, Harcourt, Brace and Company.
MARÍA EUGENIA DUBOIS
Socióloga, especialista en Educación e investigadora. Fundó el posgrado en Lectura y Escritura de la
Facultad de Humanidades y Educación (Universidad de los Andes, Mérida, Venezuela). Integró el Consejo
Consultivo de la Revista “Lectura y Vida”. Realizó numerosas publicaciones entre las que se destacan El
proceso de lectura: de la teoría a la práctica y una recopilación de sus conferencias, bajo el título: Textos
en Contexto 7. Sobre lectura, escritura y algo más…
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IVONNE BORDELOIS. LA PALABRA AMENAZADA
2003. Buenos Aires. Libros del Zorzal
Págs. 41-42 /85-97
6. Una estrategia ecológica
Frente a la violencia contra el lenguaje, la estrategia a seguir no consiste en la denuncia
sistemática o en la censura permanente de esta violencia, si bien tales actividades, en general,
no son prescindibles ni desdeñables. Nada más efectivo contra esa violencia que habituarnos a
frecuentar las vías no violentas de la celebraci6n del lenguaje entre nosotros. Es decir, explorar
cuáles son las maneras de recuperación y escucha del lenguaje que nos lo vuelvan más íntimo,
viviente y disfrutable, volviéndonos a nosotros, al mismo tiempo, más disfrutables, vivientes e
íntimos.
Entre esas vías -que considero ecológicas porque preservan, protegen y estimulan el ser del
lenguaje- se cuenta el refrescante descenso al aljibe etimológico, la pregunta por el origen de
las palabras que las rescata en su savia histórica y semántica. Otra vía posible es asistir al
diálogo de las lenguas como a un espectáculo de iluminaciones mutuas, una esgrima pacífica de
lucidez y sabiduría complementaria. Finalmente, nos es necesaria la escucha atenta del
lenguaje cotidiano, el prestar oídos a las novedades y hallazgos del habla coloquial e infantil y el
recrearnos en el lenguaje como fuente de humor. Y siempre y ante todo, aproximarnos a la
poesía como a la zona más alta y misteriosa del lenguaje, la comprobación más certera de su
fuerza mágica y de los mundos de energía y libertad que a través de ella nos habitan.
10. Poesía y lenguaje
No deberíamos, entonces, deslizarnos al cliché apocalíptico, porque, felizmente, las culturas
transcurren y se suceden unas a otras, mientras el lenguaje, a pesar de llevar en sí las cicatrices
de las diferentes hecatombes culturales, económicas e históricas de las cuales es testigo y
víctima, sigue allí como depósito de la memoria colectiva y fuente viva de la vida y la poética
futura. Es decir, hay algo perfectamente indestructible en el lenguaje y algo particularmente
eterno en ese especial resplandor del lenguaje que llamamos la poesía -el más peligroso de los
bienes, según Hölderlin. Y en realidad, tratar de defender a la poesía es una empresa un tanto
ridícula, porque es la poesía quien en realidad nos defiende a nosotros, y hay algo permanente y
permanentemente sosegante en esa fortaleza con que la poesía nos defiende y sostiene el
esplendor de nuestra vida. De eso hablaba Keats cuando dijo: “A thing of beauty is a joy for
ever”. Ese gozo profundo que se desprende de la poesía nos es siempre accesible y tiene que ver
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mucho más con la felicidad, que llega siempre en relámpago y conmoción, que con esa forma
bastarda y ciega del ser contemporáneo que es el bienestar.
En esencia, pase lo que pase, seguimos siendo, con Manrique, “los ríos / que van a dar a la mar
/ que es el morir. / Allí van los señoríos / derechos a se acabar / y consumir”. También los
señoríos electrónicos, también los bancos off shore se consumen y desploman, pero no,
curiosamente, las palabras de Jorge Manrique, que resplandecen oscuramente a través de los
siglos. Ninguna multinacional puede apagar los ecos de aquel “Verde que te quiero verde” con el
cual Federico García Lorca modificó de una sola pincelada el español de su época, y a nosotros
con él. Ninguna deuda externa, ningún riesgo país puede superar lo que el universo le adeuda a
aquel muchacho oscuro que en una pensión de Santiago de Chile, a los diecinueve años, se
sienta a escribir: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche. / Escribir, por ejemplo: El
cielo está estrellado/ y tiritan azules los astros a lo lejos”.
Hay algo particularmente hermoso y natural en la poesía que nace del lenguaje porque e
lenguaje nunca se acaba; no hay que salir a buscar o a comprar sus elementos, como lo debe
hacer el escultor o el pintar con sus materiales. Está allí, inacabable, siempre; nunca agotable.
Como decía Alfonso Reyes, es el baile del habla. Riéndose de nosotros: pura abundancia, niñez,
regocijo, todos los días recreándose a sí mismo. En el principio es el verbo, en el final es el
verbo: siempre es el verbo, y nosotros, sus inútiles servidores. El destinatario e interlocutor
esencial de la poesía -y también su causa y su origen-, no es jamás el público, ni el poeta
mismo, sino el lenguaje que resplandece en las tinieblas -de las que forma parte, en gran
medida, el público. El que realmente nos espera y nos exige, es el lenguaje, ese ser proteico,
multiforme y eterno, superior y anterior a nosotros. Aquello indecible, escandaloso y sublime,
escandalosamente sublime, que el público, interesado en el éxito, justamente no comprende.
Como la lluvia surge del agua y vuelve al agua, como el mar asciende al cielo para regresar a sí
mismo, así la poesía emerge del lenguaje y al lenguaje vuelve, purificándolo en su viaje desde
los abismos a las alturas más remotas.
Algo que distingue al verdadero poeta de aquél que codea por los honores -y vaya si los y las
“poetas” tienen codos fuertes- no es su modestia sino saber eso: que el destinatario cierto de la
poesía no es jamás el público sino esa misteriosa calidad del lenguaje que el público adocenado
justamente no comprende. De modo que la ridícula desproporción entre la suprema dignidad de
Aquello y la vulgaridad del público que se menea y baja la frente obsecuentemente, con
sumisión enceguecedora, ante los premios y las supuestas consagraciones, es tal, que el
verdadero poeta se encoge de hombros y sigue su camino, fiel al Verbo por el cual todo fue
hecho y sin el cual ninguna cosa verdaderamente viviente existe. A veces un Federico, a veces
un Pablo rompen el cerco de tinieblas y la luz se esparce por toda la tribu. Pero por uno de
ellos, cuántas Violetas muertas en el camino. Esto es lo que Ie da al poeta fortaleza contra los
editores estólidos y las audiencias bostezantes y las puertas cerradas. Ésta es su única
recompensa: saber que aquello es inalcanzable y siempre nos sonríe -entre las tinieblas. “EI que
pone la mano en el arado y mira hacia atrás no es digno de mí”.
Y uno de los rasgos más peculiares de la poesía es que, a diferencia de los objetos de la ciencia,
que son definidos y definibles rigurosamente, nadie puede definirla a ciencia cierta. Algunas
definiciones son más afortunadas que otras, como por ejemplo cuando se dice que la poesía es
un aleteo, o el resplandor de la verdad, o el lugar donde todo es posible, como afirmaba
Pizarnik. Sin embargo, la esencia, o más bien la experiencia de la poesía, sigue siendo
fundamentalmente inaferrable, y es precisamente en este carácter de permanente libertad y
misterio donde se centra su profundo e imperecedero encanto. En otras palabras, ninguno de
nosotros sabe en definitivamente, qué es la poesía; nadie, en rigor, la conoce; pero todos, sin
excepción, nos reconocemos en ella. Es más, la precisamos: Baudelaire, que sabía algo más que
algunos de nosotros acerca de ella, decía que era imposible para un ser humano mantenerse vivo
sin una visitación diaria, aun cuando fugaz, aun cuando inconsciente, de la poesía; y todos
nosotros entendemos, comprobamos, de algún modo, que esto es cierto.
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1er cuadernillo de trabajo

  • 1. Cátedra Telémaco (Fundación SM / UCM) Facultad de Educación (Despacho 2119) Rector Royo Villanova, s/n. 28040 Madrid telemaco@edu.ucm.es www.ucm.es/info/telemaco Seminario “Asesoramiento en Proyectos Escolares para la Lectura y la Escritura” Propuesta semipresencial para la formación permanente de formadores en temas de escritura y lectura FASE PRESENCIAL Profesora Norma Salles Profesora María Elena Rodríguez Madrid, 30 de mayo y 6 y 7 de junio 2008
  • 2. 1 Introducción En este Primer Cuadernillo, nuestro propósito es el de acercarles algunas respuestas al interrogante que planteamos en el cierre del artículo de opinión que ustedes han recibido. Nos referimos a la pregunta: ¿Cómo se forma un lector de literatura? Así pues, centrándonos en la Formación de Lectores y Escritores de Literatura, hemos seleccionado una bibliografía que incluye a narradores, poetas, educadores y especialistas en literatura. Pero sabemos que no sólo es importante la selección de textos y autores sino también, el “itinerario de lectura” que se propone. De allí, entonces, que iniciemos el recorrido con el novelista y ensayista Ricardo Piglia. Entre otras cuestiones, Piglia nos dice que la lectura es un arte de la microscopía, de la perspectiva y del espacio (…) un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física. A partir de allí se abre una invitación a “ver” y a “vernos”, casi poética, que deseamos compartir. Luego, la antropóloga y escritora Michèle Petit, nos habla del papel de la lectura en la construcción del sí mismo, en la elaboración de la subjetividad. Principalmente, Petit se refiere a la lectura literaria y nos acerca las voces de jóvenes lectores y, también, de famosos escritores, quienes cuentan sus experiencias con la literatura. María Eugenia Dubois plantea una serie de interrogantes acerca de la formación de lectores y escritores de literatura en la escuela y en la universidad, desde su mirada como formadora de docentes. Luego, nos brinda algunas respuestas y la siguiente afirmación: “Ni un día sin reflexionar que la formación de lectores y de escritores, precisa de libertad, confianza y aliento.” Con Ivonne Bordelois ingresamos en el terreno de la poesía porque “ninguno de nosotros sabe en realidad, definitivamente, qué es la poesía; nadie, en rigor, la conoce; pero todos, sin excepción, nos reconocemos en ella.” Por su parte, la investigadora Louise Rosenblatt aporta desde su “teoría transaccional”, expuesta en 1938, un enfoque actual para los procesos de lectura y escritura. Rosenblatt expresa que “ambos procesos dependen de las experiencias pasadas del individuo con el lenguaje en particular, en situaciones de vida. Tanto el lector como el escritor, por consiguiente, infieren vínculos establecidos en el pasado con signos, significantes y estados orgánicos a fin de crear nuevas simbolizaciones, nuevos vínculos y nuevos estados orgánicos.” Nuestra propuesta de lectura concluye con una selección de tres materiales producidos por los especialistas de la Dirección de Currícula del Ministerio de Educación de la Ciudad de Buenos Aires. Se trata de textos elaborados para formadores de docentes, directivos y docentes. Los materiales tienen como objetivo brindar asesoramiento en temas relativos a: quehaceres del lector, quehaceres del escritor y lectura literaria. Éste es el primer tramo del camino que, a partir de ahora, compartiremos. El próximo trayecto lo hemos de construir entre todos. MARÍA ELENA RODRÍGUEZ NORMA SALLES
  • 3. 2 RICARDO PIGLIA. EL ÚLTIMO LECTOR 2005. Barcelona. Anagrama Págs. 19-25 1. ¿Qué es un lector? Papeles rotos Hay una foto donde se ve a Borges que intenta descifrar las letras de un libro que tiene pegado a la cara. Está en una de las galerías altas de la Biblioteca Nacional de la calle México, en cuclillas, la mirada contra la página abierta. Uno de los lectores más persuasivos que conocemos, del que podemos imaginar que ha perdido la vista leyendo, intenta, a pesar de todo, continuar. Ésta podría ser la primera imagen del último lector, el que ha pasado la vida leyendo, el que ha quemado sus ojos en la luz de la lámpara. «Yo soy ahora un lector de páginas que mis ojos ya no ven.» Hay otros casos, y Borges los ha recordado como si fueran sus antepasados (Mármol, Groussac, Milton). Un lector es también el que lee mal, distorsiona, percibe confusamente. En la clínica del arte de leer, no siempre el que tiene mejor vista lee mejor. «El Aleph», el objeto mágico del miope, el punto de luz donde todo el universo se desordena y se ordena según la posición del cuerpo, es un ejemplo de esta dinámica del ver y el descifrar. Los signos en la página, casi invisibles, se abren a universos múltiples. En Borges la lectura es un arte de la distancia y de la escala. Kafka veía la literatura del mismo modo. En una carta Felice Bauer, define así la lectura de su primer libro «Realmente hay en él un incurable desorden, y es preciso acercarse mucho para ver algo» (la cursiva es mía). Primera cuestión: la lectura es un arte de la microscopía, de la perspectiva y del espacio (no sólo los pintores se ocupan de esas cosas). Segunda cuestión: la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física. Joyce también sabía ver mundos múltiples en el mapa mínimo del lenguaje. En una foto, se lo ve vestido como un dandy, un ojo tapado con un parche, leyendo con una lupa de gran aumento. EI Finnegans Wake es un laboratorio que somete la lectura a su prueba más extrema. A medida que uno se acerca, esas líneas borrosas se convierten en letras y las letras se enciman y se mezclan, las palabras se transmutan, cambian, el texto es un río, un torrente múltiple, siempre en expansión. Leemos restos, trozos sueltos, fragmentos, la unidad del sentido es ilusoria. La primera representación espacial de este tipo de lectura ya está en Cervantes, bajo la forma de los papeles que levantaba de la calle. Ésa es la situación inicial de la novela, su presupuesto diríamos mejor. «Leía incluso los papeles rotos que encontraba en la calle», se dice en el Quijote (I,5). Podríamos ver allí la condición material del lector moderno: vive en un mundo de signos; está rodeado de palabras impresas (que, en el caso de Cervantes, la imprenta ha empezado a difundir poco tiempo antes; en el tumulto de la ciudad se detiene a levantar papeles tirados en la calle, quiere leerlos. Sólo que ahora, dice Joyce en el Finnegans Wake -es decir en el otro extremo del arco imaginario que se abre con Don Quijote-, estos papeles rotos están perdidos en un basurero,
  • 4. 3 picoteados por una gallina que escarba. Las palabras se mezclan, se embarran, son letras corridas, pero legibles todavía. Ya sabemos que el Finnegans es una carta extraviada en un basural, un «tumulto de borrones y de manchas, de gritos y retorcimientos y fragmentos yuxtapuestos». Shaum, el que lee y descifra en el texto de Joyce, está condenado a «escarbar por siempre jamás hasta que se le hunda la mollera y se le pierda la cabeza, el texto está destinado a ese lector ideal que sufre un insomnio ideal» (by that ideal reader suffering from an ideal insomnia). El lector adicto, el que no puede dejar de leer, y el lector insomne, el que está siempre despierto, son representaciones extremas de lo que significa leer un texto, personificaciones narrativas de la compleja presencia del lector en la literatura. Los llamaría lectores puros; para ellos la lectura no es sólo una práctica, sino una forma de vida. Muchas veces los textos han convertido al lector en un héroe trágico (y la tragedia tiene mucho que ver con leer mal), un empecinado que pierde la razón porque no quiere capitular en su intento de encontrar el sentido. Hay una larga relaci6n entre droga y escritura, pero pocos rastros de una posible relación entre droga y lectura, salvo en ciertas novelas (de Proust, de Arlt, de Flaubert) donde la lectura se convierte en una adicci6n que distorsiona la realidad, una enfermedad y un mal. Se trata siempre del relato de una excepción, de un caso límite. En la literatura el que lee está lejos de ser una figura normalizada y pacífica (de lo contrario no se narraría); aparece más bien como un lector extremo, siempre apasionado y compulsivo. (En «El Aleph» todo el universo es un pretexto para leer las cartas obscenas de Beatriz Viterbo.) Rastrear el modo en que está representada la figura del lector en la literatura supone trabajar con casos específicos, historias particulares que cristalizan redes y mundos posibles. Detengámonos, por ejemplo, en la escena en la que el Cónsul, en el final de Under the Volcano, la novela de Malcolm Lowry, lee unas cartas en El Farolito, la cantina de Parián, en México, a la sombra de Popocatépetl y del lztaccídhuatl. Estamos en el último capítulo del libro y en un sentido el Cónsul ha ido hasta allí para encontrar lo que ha perdido. Son las cartas que Yvonne, su ex mujer, le ha escrito en esos meses de ausencia y que el Cónsul ha olvidado en el bar, meses atrás, borracho. Se trata de uno de los motivos centrales de la novela; la intriga oculta que sostiene la trama, las cartas extraviadas que han llegado sin embargo a destino. Cuando las ve, comprende que sólo podían estar allí y en ningún otro lado, y al final va a morir por ellas. El Cónsul bebió un poco más de mezcal. «Es este silencio lo que me aterra... este silencio... » El Cónsul releyó varias veces esta frase, la misma frase, la misma carta, todas las letras, vanas como las que llegan al puerto a bordo de un barco y van dirigidas a alguien que quedó sepultado en el mar, y como tenía cierta dificultad para fijar la vista, las palabras se volvían borrosas, desarticuladas y su propio nombre Ie salía al encuentro; pero el mezcal había vuelto a ponerlo en contacto con su situación hasta el punto de que no necesitaba comprender ahora significado alguno en las palabras, aparte de la abyecta confirmación de su propia perdición ... En el universo de la novela las viejas cartas se entienden y se descifran por el relato mismo; más que un sentido, producen una experiencia y, a la vez, sólo la experiencia permite descifrarlas. No se trata de interpretar (porque ya se sabe todo), sino de revivir. La novela -es decir, la experiencia del Cónsul- es el contexto y el comentario de lo que se lee. Las palabras Ie conciernen personalmente como una suerte de profecía realizada.
  • 5. 4 En el exceso, algo de la verdad de la práctica de la lectura se deja ver; su revés, su zona secreta: los usos desviados, la lectura fuera de lugar. Tal vez el ejemplo más nítido de este modo de leer esté en el sueño (en los libros que se leen en los sueños). Richard Ellman en un momento de su biografía muestra a Joyce muy interesado por esas cuestiones. «Dime, Bird, le dijo a William Bird, un frecuente compañero de aquellos días, ¿has soñado alguna vez que estabas leyendo? Muy menudo, dijo Bird. Dime pues, ¿a qué velocidad lees en tu sueños?» Hay una relación entre la lectura y lo real, pero también hay una relación entre la lectura y los sueños, y en ese doble vínculo la novela ha tramado su historia. Digamos mejor que la novela -con Joyce y Cervantes en primer lugar- busca sus temas en la realidad, pero encuentra en los sueños un modo de leer. Esta lectura nocturna define un tipo particular de lector, el visionario, el que lee para saber cómo vivir. Desde luego, el Astrólogo de Arlt es una figura extrema de este tipo de lector. Y también Erdosain, su doble melancólico y suicida, que lee en un diario la noticia de un crimen y la repite luego al matar a la Bizca. En este registro imaginario y casi onírico de los modos de leer, con sus tácticas y sus desviaciones, con sus modulaciones y sus cambios de ritmo, se produce además un desplazamiento, que es una muestra de la forma específica que tiene la literatura de narrar las relaciones sociales. La experiencia está siempre localizada y situada, se concentra en una escena específica, nunca es abstracta. Habría en este sentido dos caminos. Por un lado, seguir al lector, visto siempre al sesgo, casi como un detalle al margen, en ciertas escenas que condensan y fijan una historia muy fluida. Por otro lado, seguir el registro imaginario de la práctica misma y sus efectos, una suerte de historia invisible de los modos de leer, con sus ruinas y sus huellas, su economía y sus condiciones materiales. De hecho, al fijar las escenas de lectura, la literatura individualiza y designa al que lee, lo hace ver en contexto preciso, lo nombra. Y el nombre propio es un acontecimiento porque el lector tiende a ser anónimo e invisible. Por de pronto, el nombre asociado a la lectura remite a la cita, a la traducción, a la copia, a los distintos modos de escribir una lectura, de hacer visible que se ha leído (el crítico sería, en este sentido, la figuración oficial de este tipo de lector, pero por supuesto no el único ni el más interesante). Se trata de un tráfico paralelo al de las citas: figura aparece nombrada, o mejor, es citada. Se hace ver una situación de lectura, con sus relaciones de propiedad y sus modos de apropiación. Buscamos, entonces, las figuraciones del lector en la literatura; esto es, las representaciones imaginarias del arte de leer en la ficción. Intentamos una historia imaginaria de los lectores y no una historia de la lectura. No nos preguntaremos tanto qué es leer, sino quién es el que lee (dónde está leyendo, para qué, en qué condiciones, cuál es su historia). Llamaría a ese tipo de representación una lección de lectura, si se me permite variar el título del texto clásico de Lévi-Strauss e imaginar la posición del antropólogo que recibe la descripción de un informante sobre una cultura que desconoce. Esas escenas serían, entonces, como pequeños informes del estado de una sociedad imaginaria -la sociedad de los lectores- que siempre parece a punto de entrar en extinción o cuya extinción, en todo caso, se anuncia desde siempre. EI primero que entre nosotros pensó estos problemas fue, ya lo sabemos, Macedonio Fernández. Macedonio aspiraba a que su Museo de la novela de la Eterna fuera «la obra en que el lector será por fin leído». Y se propuso establecer una clasificación: series, tipologías, clases y casos de
  • 6. 5 lectores. Una suerte de zoología o de botánica irreal que localiza géneros y especies de lectores en la selva de la literatura. Para poder definir al lector, diría Macedonio, primero hay que saber encontrarlo. Es decir, nombrarlo, individualizarlo, contar su historia. La literatura hace eso: Ie da al lector, un nombre y una historia, lo sustrae de la práctica múltiple y anónima, lo hace visible en un contexto preciso, lo integra en una narración particular. La pregunta «qué es un lector» es, en definitiva, la pregunta de la literatura. Esa pregunta la constituye, no es externa a sí misma, es su condición de existencia. Y su respuesta -para beneficio de todos nosotros, lectores imperfectos pero reales- es un relato: inquietante, singular y siempre distinto. RICARDO PIGLIA Profesor de literatura latinoamericana en Princeton University, ha inaugurado el 24 de abril de 2008 la 34ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, con una conferencia centrada en “el lector de poesía”. Novelista y ensayista, ha publicado: Respiración artificial, La ciudad ausente y Plata quemada (novelas); Crítica y ficción, Formas breves y El último lector (ensayos). Sobre esta última obra, el propio autor dice: «Mi propia vida de lector está presente y por eso este libro es, acaso, el más personal y el más íntimo de todos los que he escrito.»
  • 7. 6 MICHÈLE PETIT. LECTURAS: DEL ESPACIO ÍNTIMO AL ESPACIO PÚBLICO 2001. México. Fondo de Cultura Económica Págs. 41-66 Lectura literaria y construcción del sí mismo 1 Hoy me propuse hablarles del papel de la lectura en la construcción del sí mismo, en la elaboración de la subjetividad. En efecto, desde que empecé a trabajar sobre la lectura, poniendo el acento en la escucha de los lectores, éstos han hecho que mi atención se oriente hacia aquella cuestión, por vías muy diversas. Ya sea en el medio rural, donde mis colegas y yo realizamos unas cincuenta entrevistas,2 y aún más en barrios urbanos desfavorecidos, donde escuchamos a un centenar de jóvenes de entre quince y treinta años, que habían frecuentado una biblioteca municipal,3 esa dimensión fue ampliamente abordada, en forma espontánea, por nuestros interlocutores. Por lo tanto yo quiero volver a ella, sobre todo porque me parece curiosamente desconocida o subestimada, aun por los mediadores del libro. Sin embargo no se trata de algo nuevo. En los ámbitos que se dedican al libro podríamos suponer que cada uno de nosotros sabe algo de esto a partir de su propia experiencia. Por otro lado, diversos investigadores, atentos a lo que decían los lectores, han dado cuenta de ello.4 Antes que ellos, muchos escritores contaron cómo la lectura les había permitido descubrir su mundo interior y volverse de ese modo más autores de su destino. Y entre ellos, escritores que habían crecido en un medio pobre, pensemos por ejemplo en Jack London o en Albert Camus. Construirse -o descubrirse- al leer, y salir de las prescripciones familiares o sociales por medio de la lectura, es en realidad una vieja historia. Pero esa vieja historia desaparece con las clasificaciones que se emplean hoy en día y que oponen, por ejemplo, “lecturas útiles” a “lecturas de entretenimiento”, o bien “lectura escolar” a “lectura de placer”, o también “cultura ilustrada” a “usos habituales de la lectura”. Desaparece si la lengua es percibida como un código, un vehículo de informaciones, un simple instrumento de comunicación. Y la literatura como un preciosismo para gente con recursos. Más adelante volveremos a este punto. Elaborar un espacio propio Entremos en materia de una buena vez. ¿De qué manera la lectura –y en particular la lectura literaria- 5 contribuye a la elaboración de la subjetividad? El tema es enorme, y sólo abordaré aquí algunos aspectos, refiriéndome a la experiencia de esos jóvenes usuarios de bibliotecas a 1 Esta conferencia fue leída en Buenos Aires en mayo de 2000, en el marco de un seminario en el Ministerio de Educación. 2 Véase Michèle Petit, Nuevos acercamientos a las jóvenes y la lectura, México, FCE, 1999. 3 Op.cit. 4 Véanse como ejemplo los trabajos de los soció1ogos de la literatura o de Martine Chaudron y Francois de Singly (coords.), Identité, lectura, écriture, París, BPI-Centre Georges Pompidou, 1993. También Erich Schön, que ha recopilado biografías de lectores (“La ‘fabricación’ del lector”, en Identité, lecture, écriture, op. cit., pp. 17-44). Y asimismo la entrevista que había realizado Abdelmalek Sayad (“La lecture en situation d’urgence”, en Bernadette Seibel (coord.), Lire, faire lire, París, Le Monde, 1996, pp. 65-99. Naturalmente, también hay psicoanalistas que se han mostrado sensibles a esta dimensión. 5 Aclaremos que por “lectura literaria” entiendo aquí la lectura de obras literarias y no el análisis de textos (a diferencia de algunos universitarios que reservan el uso de esta expresión a la “lectura” hecha por literatos profesionales).
  • 8. 7 los que evocaba y que no son necesariamente grandes lectores. Refiriéndome asimismo, en contrapunto, a lectores muy cultos, a algunos escritores. Y ustedes verán que las experiencias de unos y otros coinciden en más de un punto. El primer aspecto que deseaba evocar, porque quizá constituye la base de todo el resto, es que la lectura puede ser, a cualquier edad, un atajo privilegiado para elaborar o mantener un espacio propio, un espacio intimo, privado. Ya lo dicen los lectores: la lectura permite elaborar un espacio propio, es “una habitación para uno mismo”, para decirlo como Virginia Woolf, incluso en contextos donde no parece haber quedado ningún espacio personal. Escuchemos a Agiba, a modo de ejemplo. Agiba tiene dieciséis años, vive en una familia musulmana bastante tradicional y está en conflicto permanente con sus padres y su hermano, que la ven alejarse del destino doméstico que imaginaban para ella. Desde su infancia tiene un refugio: la biblioteca, la lectura: “Yo tenía un secreto mío, era mi propio universo. Mis imágenes, mis libros y todo eso. Ese mundo mío está en los sueños”. Christian, por su parte, tiene diecisiete años y vive en un hogar para trabajadores jóvenes. Va a la biblioteca para estudiar horticultura y gestión del agua. Y también: “Me gusta todo lo que tiene un aire a Robinson (Crusoe), las cosas así. Me permite soñar. Me imagino que algún día llegaré a una isla, como él, y a lo mejor, quién sabe, podría hacerme una cabaña”. Escuchemos también a Ridha, que recuerda sus lecturas de infancia: “Me gustaba porque El libro de la selva es algo así como arreglárselas en la selva. Es el hombre que por su ahínco acaba siempre por dominar las cosas. El león es tal vez el patrón que no quiere darte trabajo o la gente que no te quiere. Y Mowgli se construye una choza, es como su hogar, y de hecho pone sus marcos. Se delimita”. Escuchemos finalmente a un escritor llamado Bernard Chambaz. En una conferencia evocaba, respecto de Babar (personaje de cuentos para niños) y de las novelitas de aventuras de su infancia, “la elaboración de un paisaje singular que era todo obra mía, y en el que yo comenzaba a abrir mi propio camino”. Y también “un espacio-tiempo”, “una geografía en la que tuve la impresión de haberme descubierto o reconocido”.6 Habrán notado ustedes la evocación de lugares, de habitáculos: la cabaña en la isla, la choza en la selva, el paisaje que es obra de uno mismo, la geografía. Se trata sin duda de lectores que viven en Europa, para quienes los mares del Sur son semilleros de sueños. Y de paso les digo que tendría mucha curiosidad por saber de qué espacios se alimenta la fantasía de los chicos de otras regiones del mundo. Pero lo que es universal, es que el lector joven elabora otro lugar, un espacio donde no depende de otros. Un espacio que le permite delimitarse, como dice Ridha, dibujar sus contornos, percibirse como separado, distinto de lo que lo rodea, capaz de un pensamiento independiente. Y eso le hace pensar que es posible abrirse camino y andar con su propio paso. Esa lectura es transgresora: en ella el lector le da la espalda a los suyos, se fuga, salta una tapia: la tapia de la casa, del pueblo, del barrio. Es desterritorializante, abre hacia otros espacios de pertenencia, es un gesto de apartamiento, de salida. Y lo es sobre todo cuando se trata de la lectura de obras literarias, pues en el origen de innumerables cuentos, novelas y relatos está precisamente el alejamiento de la familia, de la casa, y la transgresión. Para esto los remito en particular a los análisis de Vladimir Propp acerca de los cuentos populares, reunidos en Morfología del cuento popular. Propp coleccionó miles de cuentos, trató de clasificarlos, y descubrió que esos relatos estaban regidos por un orden ritual, por cierto número de “funciones” que se ordenan siempre del mismo modo. Las tres primeras son: 1) uno de los miembros de la familia se aleja de la casa; 2) el héroe entra en conocimiento de una prohibición; 3) la prohibición es infringida: el héroe hace lo que no debe hacerse o dice lo que no debe decirse. Dicho de otro modo, crea algo nuevo, inventa sentido. Es lo que encontramos 6 Comunicación para el coloquio Los adolescentes y la literatura, organizado por el Centro de Promoción del Libro Juvenil, en el marco del Salón del Libro Juvenil, Montreuil (Francia), 23 y 24 de noviembre de 1998.
  • 9. 8 también en numerosas novelas, a tal punto que se ha podido decir que “el acto de fundación de la novela, a. pesar de su gran diversidad de expresión, es la partida del héroe que, por medio de su desarraigo, forja su identidad”.7 El lector sigue la huella del héroe, o de la heroína que se fuga. Allí, en las historias leídas u oídas, en las imágenes de un ilustrador o de un pintor, descubre que existe otra cosa, y por lo tanto un cierto juego, un margen de maniobra en el destino personal y social. Y eso le sugiere que puede tomar parte activa en su propio devenir y en el devenir del mundo que lo rodea. “¿Identificación?” Este espacio creado por la lectura no es una ilusión. Es un espacio psíquico, que puede ser el sitio mismo de la elaboración o la reconquista de una posición de sujeto. Porque los lectores no son páginas en blanco donde el texto se va imprimiendo. Los lectores son activos, desarrollan toda una actividad psíquica, se apropian de lo que leen, interpretan el texto, y deslizan entre las líneas su deseo, sus fantasías, sus angustias. Para evocar esa libertad del lector, Michel de Certeau tenía una bonita fórmula. Escribía: “los lectores son viajeros; circulan sobre tierras ajenas, como nómadas que cazan furtivamente a través de campos que no han escrito".8 Esto es algo que puede producirse a lo largo de toda la vida, pero que es muy sensible en la adolescencia, esa época en la que el mundo exterior es percibido como hostil, excluyente, y en la que uno se enfrenta a un mundo interior inquietante, y está asustado por las pulsiones nuevas, a menudo violentas, que experimenta. Entonces los adolescentes acuden a los libros en primer lugar para explorar los secretos del sexo, para permitir que se exprese lo más secreto, que pertenece por excelencia al dominio de las ensoñaciones eróticas, las fantasías. Van en busca además de palabras que les permitan domesticar sus miedos y encontrar respuestas a las preguntas que los atormentan. Indagan en distintas direcciones, sin hacer caso de rúbricas y líneas demarcatorias entre obras más o menos legítimas. Y encuentran a veces el apoyo de un saber, o bien, en un testimonio, en un relato, en una novela, en una poesía, el apoyo de una frase escrita, de un discurso ordenado, de una escenificación. Al poder dar un nombre a los estados que atraviesan, pueden ponerles puntos de referencia, apaciguarlos, compartirlos. Y comprenden que esos deseos o esos temores que creían ser los únicos en conocer, han sido experimentados por otros que les han dado voz. Es lo que dice Pilar, que es de origen español e hija de un obrero de la construcción: A través del libro, cuando uno tiene en sí mismo reflexiones, angustias, bueno, yo no sé, el hecho de saber que otra gente las ha sentido, las ha expresado, creo que eso es muy pero muy importante. A lo mejor porque el otro lo dice mejor que yo. Hay una especie de fuerza, de vitalidad que emana de mí, porque lo que esa persona dice, por equis razones, yo lo siento intensamente. A propósito de esta lectura, se habla generalmente de “identificación”.Y durante mucho tiempo se ha temido, como ustedes saben, a una lectura demasiado “identificadora” donde el lector pudiera ser “aspirado” por la imagen fascinante que se le ofrece, con peligro de seguirla en sus peores desviaciones. Este miedo sigue estando vigente: en Francia, en la enseñanza de la lengua, la literatura, en particular, se ha privilegiado desde hace unos treinta años una concepción instrumental, formalista, pretendidamente “científica”. Y se ha desechado la “identificación”, a la que se redujo toda la experiencia de la lectura subjetiva. Pero ¿qué dicen los adolescentes o los adultos cuando se acuerdan de los libros que marcaron su adolescencia? Algunas veces, desde luego, hablan de esos héroes o esas heroínas a los que 7 Rafel Prividal, “Questions sur le roman”, Le Débat, 90, mayo-agosto de 1996, p.33. 8 Michel de Certeau, “Lire: un braconnage”, en L'Invention du quotidien I, Arts de faire, París, 10/18, 1980 (trad. al español: La invención de lo cotidiano I, Artes de hacer, México. Universidad Iberoamericana, 1996).
  • 10. 9 acompañan a lo largo de las páginas. Por ejemplo, el caso de las muchachas que viven en barrios marginales, hablan de heroínas que tuvieron destinos trágicos, marcados por la violencia, el incesto, la violación, el matrimonio forzado, las relaciones sexuales obligadas ... y que a veces lograron escapar de ellos. Pero más que la adhesión a determinada figura, lo que resulta sorprendente al escuchar a esos lectores, a esas lectoras, es la evocación del trabajo psíquico, del trabajo de ensoñación, de pensamiento, que acompañó o siguió a la lectura. Lo repito: de lo que se trata es de la elaboración de una posición de sujeto. De un sujeto que construye su historia apoyándose en fragmentos de relatos, en imágenes, en frases escritas por otros, y que de allí saca fuerzas para ir a un lugar diferente al que todo parecía destinarlo. Y si determinado libro o determinada frase contaron para ellos es porque les permitieron reconocerse, no tanto en el sentido de reconocerse en un espejo como de sentir que tienen un derecho legítimo a tener un lugar, a ser lo que son, o, más aún, a convertirse en lo que no sabían todavía que eran. Hay allí todo un proceso de simbolización que no me parece reductible a una identificación, ni incluso a una proyección. Hay textos, o más bien fragmentos de textos, que funcionan como otros tantos insights, para tomar ese término de los psicoanalistas, como otros tantos haces de luz sobre una parte del sí mismo en sombras hasta ese momento. El texto viene a liberar algo que el lector llevaba en él, de manera silenciosa. Y a veces encuentra allí la energía, la fuerza para salir de un contexto en el que estaba bloqueado, para diferenciarse, para transportarse a otro lugar. Se trata de una experiencia que ha sido identificada y descrita desde hace tiempo por numerosos escritores, quienes son lectores de excelencia. Citaré a tres de ellos y les ruego disculpen mi etnocentrismo (los tres son escritores franceses), ya que no tuve tiempo de buscar textos que relataran experiencias vividas en otras latitudes. Me parece sin embargo que la región del mundo en la que uno vive no tiene, en este caso, una importancia crucial. Escuchemos pues a Marcel Proust: “... cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra de un escritor no es más que una especie de instrumento óptico que él le ofrece al lector a fin de permitirle discernir aquello que, sin ese libro, quizás no habría visto en sí mismo”.9 André Gide afirma prácticamente lo mismo, señalando que existen libros -o algunas frases, algunas palabras en un libro- que se incorporan a nosotros. Su poder, dice, “proviene de que no hizo más que revelarme alguna parte de mí desconocida para mí mismo; para mí sólo fue una explicación, sí, una explicación de mí mismo”. Y agrega: “¡Cuántas princesas soñolientas llevamos en nosotros, ignoradas, esperando que una palabra las despierte!”10 Cito también a un escritor contemporáneo, Jean-Louis Baudry: El niño que lee [...] siente que hay en él virtualidades infinitas, innumerables oportunidades; que, al igual que la selva ecuatorial o la isla desierta, él es un territorio que se ofrece a nuevas aventuras, a otras exploraciones. Y se convierte en el conquistador de los libros que lo han conquistado. Él posee ahora, junto con la facultad de integración, junto con una pasividad que lo ha expuesto a todas las colonizaciones imaginarias, un poder desmesurado.11 Cuando describen esa experiencia, los lectores suelen mencionar ese momento de inversión en el que, como lo señala Baudry, de conquistado, de colonizado, el lector pasa a ser conquistador. Y por eso, para despertar a las princesas que dormitan en ellos, los escritores leen antes de enfrentarse a la página en blanco. Siguiendo un proceso que me parece similar, aunque uno no se convierta en escritor, a veces la lectura hace surgir palabras en el lector, lo fecunda. En ese diálogo o en ese juego, él o ella pueden empezar a decir “yo”, a enunciar un poco sus propias palabras, su propio texto, entre las líneas leídas. Y también porque el rango de las palabras se modifica: al leer, el lector experimenta que existe una 1engua distinta de la que se usa todos los días: la lengua del 9 Marcel Proust, Le temps retrouvé, París, Gallimard (ed. en español: En busca del tiempo perdido. 7. El tiempo recobrado, Madrid, Alianza Editorial, Biblioteca Proust, 1998). 10 Conférence sur la lecture, citada par Pierre Lepape en Le Monde, 15 de octubre de 1999. 11 Jean-Louis Baudry, L'Age de la lecture, París, Gallimard / Haute enfance, 2000, p. 43.
  • 11. 10 relato, de la narración, donde los hechos contingentes adquieren sentido en una historia organizada, puesta en perspectiva. He citado a varios escritores, pero insisto en que esta experiencia no es propia de gente culta o con recursos. La han vivido personas provenientes de medios populares, sin ser lectoras asiduas, a veces a partir de algunas páginas. Queda claro que la lectura no debe ser apreciada solamente a partir del tiempo que se le dedica, o del número de libros leídos o recibidos. Algunas palabras, una frase o una historia pueden dar eco a toda una vida. El tiempo de lectura no es sólo el que dedicamos a dar vuelta a las páginas. Existe todo un trabajo, consciente o inconsciente, y un efecto a posteriori, un devenir psíquico de ciertos relatos o de ciertas frases, a veces mucho después de haberlos leído. Ya lo señalé en otras ocasiones, esas frases, esos fragmentos que le hablan al lector, que lo revelan, son con frecuencia inesperados. No siempre un texto cercano a su propia experiencia es el que ayudará a un lector a expresarse, e incluso una proximidad estrecha puede resultar inquietante. Mientras que encontrará fuerzas en las palabras de un hombre o de una mujer que hayan pasado por pruebas diferentes. Precisamente allí, donde ofrece una metáfora, donde permite una toma de distancia, es donde un texto está en condiciones de trabajar al lector. Porque ese trabajo psíquico se realiza a partir de los mecanismos que Freud había identificado como inherentes al sueño: la condensación y el desplazamiento. O sea que es imposible prever cuáles son los libros que resultarán más aptos para ayudar a alguien a descubrirse a construirse. Esto complica un poco la tarea de los “iniciadores” del libro, aunque también puede volverla más divertida. Porque el juego está abierto, y deja una parte para la invención, para la libertad. Desde luego, los adolescentes se introducen en modas que los hacen pedir selectivamente determinado best seller y despotricar contra cualquier texto que se aparte de los caminos trillados. Pero al mismo tiempo las lecturas suelen presentar en esta edad un carácter muy anárquico: los adolescentes aprovechan todo lo que cae en sus manos, sin pensar en las clasificaciones convenidas. Y su atracción por la transgresión, el exceso, la maldad o la violencia puede ser una clave para introducirse en lecturas muy diversas, incluyendo... los textos “clásicos”, como lo sabe más de un profesor. La literatura, no lo olvidemos, es un vasto espacio de transgresión. Pero dentro de este espacio, no todos los textos son tan elaborados. Algunos no hacen en el mejor de los casos más que desviarnos un momento de nuestra condición, u ofrecer un distractor temporal al horror de nuestros fantasmas; otros, de hoy o de ayer, son más propicios para desencadenar una actividad psíquica, una actividad de pensamiento, en eco, en resonancia con el pensamiento, con el trabajo de escritura de su autor. “Un lugar de perdición” La lectura, y más precisamente la lectura literaria, nos introducen asimismo en un tiempo propio, a cubierto de la agitación cotidiana, en el que la fantasía tiene libre curso y permite imaginar otras posibilidades. Ahora bien, no olvidemos que sin ensueño, sin fantasía, no hay pensamiento, no hay creatividad. La disposición creativa tiene que ver con la libertad, con el rodeo, con la regresión hacia vínculos oníricos, con atenuar tensiones. Basta con ver en qué momentos los sabios hacen sus descubrimientos: generalmente mientras pasean, o al tomar un medio de transporte, o al darse un baño, o al garabatear sobre un papel, o al levantar los ojos de una novela. Escuchemos a dos lectores. El primero es otra vez el escritor Jean-Louis Baudry, que recuerda sus lecturas de infancia: ... no era solamente a través de sus historias, de sus personajes, de sus diálogos y de sus descripciones como los libros nos enseñaban lo que éramos; no era solamente porque, al enriquecer nuestro vocabulario y complicar nuestra sintaxis, nos aportaban instrumentos de pensamiento un poco más adecuados, sino porque, al interrumpir nuestra agitación habitual, poniendo nuestro cuerpo en reposo y creando nuevas predisposiciones, su lectura permitía que emergieran
  • 12. 11 pensamientos, imágenes, todos esos hilos de la vida secreta que se entrelazaban con las frases que leíamos. 12 El segundo es un estudiante al que entrevistamos durante la investigación en barrios marginados. Se llama Hadrien y evoca la biblioteca en la que pasa mucho tiempo: “Entramos ahí por otra cuestión pero las cosas nos van llevando y de pronto ya estamos divagando. Una biblioteca es un lugar donde uno debe poder quedarse sin apuro. Es un lugar de perdición, aunque generalmente la biblioteca es considerada ante todo como un lugar de eficiencia”. Quisiera aquí abrir un paréntesis a partir de las palabras de Hadrien, para señalar que esa dimensión de “perdición” de la biblioteca y de la lectura, como él dice muy bien, no es del agrado de muchos. Y se encargan de cubrirla con un manto de eficiencia. En cuántas familias, por ejemplo, los niños son alentados a leer porque parece que eso podría ser útil para sus estudios, pero provocan irritación cuando alguien los encuentra con un libro en las manos y perdidos en sus fantasías. Cuántos trabajadores sociales, e incluso formadores o bibliotecarios, encasillan a las personas de medios pobres en lecturas “útiles” o prácticas, es decir aquellas que supuestamente van a serles de aplicación inmediata en sus estudios, en la búsqueda de un empleo o en la vida cotidiana. Sin embargo no puede considerarse como un lujo o una coquetería el hecho de poder pensar la propia vida con la ayuda de palabras que enseñan mucho sobre uno mismo, sobre otras vidas, otros países y otras épocas. Y eso por medio de textos capaces de satisfacer un deseo de pensar, una exigencia poética, una necesidad de relatos, que no son el privilegio de ninguna categoría social. Se trata de un derecho elemental, de una cuestión de dignidad. Lamentablemente, el que es pobre se ve privado, la mayoría de las veces, del acceso a esos textos y a esas bibliotecas. Piensa que eso no es para él. Recuerdo aquí a una señora que se me acercó muy tímidamente al final de una conferencia que yo había dado en una biblioteca, en las afueras de París. Trabajaba en el servicio doméstico. Había oído hablar de un café literario que se hacía en la biblioteca y había venido varias veces. Esa noche había estado a punto de irse; entre el público había muchos docentes y pensó que “era demasiado elevado para ella”, como decía. Pero luego se animó a quedarse. Hablando de la biblioteca me dijo: “yo vengo aquí para existir”. ¿Por qué se teme que la lectura y la biblioteca sean “un lugar de perdición”, como decía Hadrien? ¿Por qué algunos quieren reducirlas a un registro de eficiencia? ¿Por qué la soledad del lector o de la lectora frente al texto inspiró temor en todas las épocas? Por supuesto, existen miedos relativos al contenido de los libros, del que todo tipo de “iniciadores” pretenden “proteger” al lector. Subsiste hoy todavía, más a menudo de lo que suponemos, e1 temor de que el libro instile en nosotros algo pernicioso, algo sedicioso. O que sea recibido de manera extraviada, incontrolable, que alguien encuentre en él algo distinto de lo conveniente. Pero más aún que el contenido de los libros, lo que da miedo, me parece, es el gesto mismo de 1a lectura, que constituye un desapego, una forma de desviarse. Los lectores y las lectoras irritan porque no se puede ejercer mucho ascendiente sobre ellos, porque se escapan. Son como traidores o desertores. Se los considera asociales y aun antisociales. Y constantemente son llamados al orden. Recuerdo aquí a un hombre con el que conversaba en un avión y que se puso rígido, irritado, cuando supo que yo investigaba sobre la lectura: “Le diré, señora, yo he observado que las mujeres que leen son siempre un poco egoístas”. Recuerdo también a Zohra, una joven que conocí en una biblioteca, quien junto con sus hermanas tuvo que pelear duramente para conquistar el derecho de leer y de asistir a una biblioteca: “Cuando mis padres nos veían leer, cuando no queríamos movernos porque estábamos con un libro, se ponían a gritar; no aceptaban que leyéramos por placer. Era un momento aparte, un momento propio, y a ellos les costaba 12 Ibidem, p.25.
  • 13. 12 aceptar que tuviésemos momentos propios. Había que leer para la escuela, había que leer para instruirse”. Al igual que los poderes políticos fuertes, los tiranos domésticos saben instintivamente que hay en ese gesto una virtualidad de emancipación que puede amenazar su dominio. Pero si bien la lectura hace temer a veces la pérdida de influencia sobre los demás, también puede generar la idea de que alguien podría perderse a sí mismo en el camino, si asumiera el riesgo de leer. O más bien perder una especie de caparazón que uno confunde con su identidad. Yo no sé cuál es la situación en la Argentina, pero en muchos países, en particular en medios populares, existe una idea de que leer es algo que feminiza al lector. Un trabajador social me contaba, por ejemplo, que en el barrio donde él trabaja, cuando un muchacho intenta acercarse a los libros, los miembros de su banda le dicen: “No hagas eso. Se te va a ir la fuerza”. Esos chicos confunden el hecho de abandonar por unos minutos su caparazón con el de caer en la debilidad. Abrir un libro sería mostrar que uno no sabe, que le falta algo que se encuentra allí. 13 La angustia de perder la virilidad es particularmente clara cuando el libro puede despertar el mundo interior, evocar una interioridad tanto más extraña e inquietante cuanto que está asociada a las mujeres. Dejarse llevar, dejarse poseer por las palabras presupone tal vez, para un muchacho, la aceptación, la integración de su parte femenina, y eso no es de ahora. Asimismo la pasividad, la inmovilidad que la lectura parece requerir puede ser vivida como angustiante. Y de hecho, la lectura literaria parece ser casi siempre una cuestión de chicas, o bien de chicos que ya se han diferenciado de quienes los rodean por su temperamento solitario, su sensibilidad, o a veces por una alteración que sigue a un encuentro. Aquellos leen para elaborar su singularidad, y lo hacen muchas veces escondiéndose, para evitar la represión que persigue al “intelectual”, al que “se complica la existencia”, al que se diferencia de los suyos. Pero en Francia, más allá de los medios populares, la lectura y sobre todo la lectura literaria, son cada vez más una cuestión de mujeres y de chicas: tres cuartas partes de los lectores de novelas son hoy en día lectoras.14 ¿Por qué la diferencia se acentúa actualmente? En Francia, esto suele atribuirse a veces a la feminización de los diferentes “iniciadores” del libro. Con esto no hace más que replantearse la pregunta: ¿por qué hay tan pocos muchachos que se interesan en los oficios relacionados con el libro? ¿Y de qué margen de maniobra se dispone para atraer a la lectura a esos jóvenes que tienen una necesidad tan grande de una identidad “de concreto”? ¿Cómo hacer para que le tengan menos miedo a la interioridad, a la sensibilidad, menos miedo, también, a la polisemia de la lengua? Este margen de maniobra me parece a veces estrecho, y no debemos imaginar que los que están en una posición de omnipotencia imaginaria tengan muchas ganas de salir de ella. No obstante, entre los jóvenes a los que conocimos cuando hacíamos nuestras entrevistas en los barrios marginados, algunos habían pasado del gregarismo viril de la calle a la asistencia asidua a una biblioteca. Y a veces teníamos la impresión de que en el fondo se habían necesitado pocas cosas, en algunos momentos, para que se encaminaran hacia un lado y no hacia el otro. Del encuentro, incluso temporal, con un adulto referente que transmitió un poco de sentido o dio la idea de otra cosa. Podríamos hablar largo rato de esos miedos. Tan sólo hice un breve comentario a partir de la expresión de Hadrien: “un lugar de perdición”. Sin duda la lectura, y en particular la lectura literaria, tienen que ver con la experiencia de la falta y de la pérdida. Cuando uno pretende negar que desde la primera infancia la vida está hecha de esa experiencia, cuando no quisiera 13 Cf. Serge Boimare, La peur d’apprendre chez l’enfant, París, Dunod, 1999 (trad. al español: El niño y el miedo de aprender, Argentina, Fondo de Cultura Económica, 2001). 14 Olivier Donnat, Les Pratiques culturelles des Français, Enquéte 1997, París, La Documentation française, 1998.
  • 14. 13 ser más que armadura, superficie, músculos, cuando se construye una identidad hecha de concreto, o bien cuando está inmerso en la ideología del éxito, evita la literatura. O trata de dominarla. Y al mismo tiempo se priva de uno de los recursos para superar la pérdida. Se priva de disfrutar los juegos de la lengua. Y de experimentar al mismo tiempo su verdad más intima y su humanidad compartida. La transición a otras formas de vínculo social Y es que, paradójicamente, ese gesto solitario, salvaje, hace que mucha gente descubra cuán cerca puede estar de otras personas. Tan sólo tomaré el ejemplo de Aziza, una joven de origen tunecino de dieciocho años, que habla de su lectura de un relato autobiográfico: Me aportó más conocimientos sobre la segunda Guerra Mundial y cómo la había vivido la gente. Eso se estudia en historia, pero no es lo mismo. Nos hablan de las consecuencias demográficas, pero mientras uno no lo vive... Porque ahí tenía la impresión de vivir esa historia con la gente. Parece muy abstracto cuando el profe dice: “ya ven, hubo cien mil muertos”. Uno anota un número y nada más. Cuando leí el libro me pregunté: ¿cómo pudieron vivir todo eso?... Numerosos lectores nos dijeron hasta qué punto la lectura había sido para ellos el medio para abrirse al otro, para no temerle tanto, para ampliar su horizonte más allá de los allegados, de los parecidos a ellos. Como ese chico, Charly, que decía: “La biblioteca es un lugar donde uno puede consultar al mundo”. No hay que confundir elaboración de la subjetividad con individualismo, ni tampoco sociabilidad con gregarismo. Leer no nos separa del mundo. Nos introduce en él de manera diferente. Lo más íntimo tiene que ver con lo más universal, y eso modifica la relación con los otros. La lectura puede contribuir, de ese modo, a la elaboración de una identidad que no se basa en el mero antagonismo entre “ellos” y “nosotros”, mi etnia contra la tuya, mi clan, mi pueblo o mi “territorio” contra el tuyo. Puede ayudar a elaborar una identidad en la que uno no está reducido solamente a sus lazos de pertenencia, aun cuando esté orgulloso de ellos. A la elaboración de una identidad plural, más flexible, más lábil, abierta al juego y al cambio. Y cuando uno está un poco más familiarizado con los juegos de la lengua, quizás no se siente tan desnudo, tan vulnerable frente al primer charlatán que pasa y pretende curar sus heridas con una retórica simplista. Más aún, escuchando a los jóvenes que viven en barrios marginados y que han frecuentado una biblioteca, vemos que la lectura, aunque sea episódica, permite estar mejor armado para resistir a ciertos procesos de exclusión. Para imaginar otras posibilidades, soñar y construirse. Para encontrar la distancia del humor y para pensar. Se entiende que la lectura puede volver a alguien crítico o rebelde, y sugerirle que puede ocupar un lugar en la lengua, en vez de tener siempre que remitirse a los demás. Escuchemos a Liza, que es de origen camboyano: Ahora yo empiezo a adoptar posiciones políticas, mientras que antes la política me tenía sin cuidado. Y esas opiniones, esas tomas de posición, las tengo gracias a la lectura, a los intercambios con mis compañeros, con mis profesores, y todo eso... Creo que llegué a una fase de maduración, para poder decidir, elegir... tomar decisiones y mantenerlas. Sobre todo para defenderlas, para argumentar. Esto es completamente diferente de la cultura camboyana, en la que se piensa en grupo, se hacen las cosas en grupo y, de hecho, no hay muchos intercambios porque no se discute. Es cierto que la lectura puede perturbar las formas de organización social en las que el grupo ejerce primacía sobre el individuo, allí donde se cierran filas en torno de un patriarca o de un líder. Lo que está en juego con la difusión de la lectura es quizás el cambio hacia otras formas de pertenecer a una sociedad. Y justamente por eso, hoy todavía, los poderes políticos fuertes prefieren difundir videos, o si acaso fichas, o textos seleccionados, que se entregan con su interpretación y comentarios, limitando al máximo todo posible “juego” y dejando al lector la menor libertad posible.
  • 15. 14 De manera inversa, el hecho de luchar contra la reducción del sentido de las palabras a uno solo, el hecho de hacer jugar el sentido de las palabras, es algo que puede tener efectos políticos. Con la literatura, nos situamos en un registro muy distinto del correspondiente al discurso de la comunicación, que se supone transparente, sin sujeto. Como afirma el psicoanalista tunecino Fethi Benslama, “Con la literatura, pasamos de una humanidad hecha por el texto a una humanidad que hace el texto”.15 Entre lectura para sí mismo y lectura escolar, ¿una contradicción irremediable? En relación con esta temática de la elaboración de la subjetividad y de las resistencias que se oponen a ella, quisiera abordar un último punto: el de las relaciones complejas entre lectura y escuela. Esas relaciones son vividas con frecuencia en tono de conflicto por los alumnos, quienes pueden volverse muy feroces cuando hablan de la institución escolar. Otro tanto puede ocurrir con nosotros como ex alumnos. Tanto en nuestras entrevistas como en las que realizaron otros investigadores, muchos jóvenes -aunque no todos- estuvieron de acuerdo en afirmar que la enseñanza ejercía un efecto disuasivo sobre el gusto de leer. Se quejaban de esas clases donde se disecan los textos, de las horribles “fichas de lectura”, de la jerga especializada, de los programas arcaicos. Y de tantas otras cosas. Eso no es una novedad, no debemos imaginar que en otras épocas la mayoría de los alumnos se haya entusiasmado particularmente con la lectura de los clásicos, salvo cuando un profesor lograba convertirlos en algo vivo. Tanto antes como ahora esos autores hacían las delicias de algunos alumnos, pero aburrían a muchos. Otros hurgaban en antologías, no en busca de lo “Bello” y lo “Bueno” sino en busca de experiencias humanas. O se embarcaban en desviaciones que habrían horrorizado a sus maestros: como el escritor Georges-Arthur Goldschmidt que cuenta en sus memorias cómo había encontrado elementos para nutrir sus fantasías sadomasoquistas en traducciones latinas donde aparecían esclavos.16 Más allá de lo que puedan decir los alumnos, algunos escritores o sociólogos han emitido opiniones capaces de desesperar a los profesores: Borges decía que uno enseña poesía cuando la detesta; Nathalie Sarraute agregaba que al comentar un texto, se le da muerte. Y según Pierre Bourdieu la escuela destruye, erradica la necesidad de una lectura en la que el libro es percibido como depositario de secretos mágicos y del arte de vivir, para crear otra necesidad, de forma diferente. 17 No sé cuál será el caso de Argentina, pero en Francia, en los últimos años, es evidente que la enseñanza ha evolucionado en un sentido totalmente opuesto a lo que sería la iniciación en un “arte de vivir”. Y de un modo general le ha dado una mínima participación a la literatura. Por supuesto con las mejores intenciones del mundo: la literatura ha sido representada como algo que contribuía a reproducir un orden social determinado, porque únicamente los niños de medios acomodados estaban inmersos “naturalmente” en esa cultura ilustrada que era familiar a sus padres. Ya lo dije antes, también se dejó de lado con desprecio la “identificación”, a la que quedó reducida toda la experiencia de la lectura subjetiva. Y se dio prioridad a una concepción inspirada en el estructuralismo y en la semiótica, que se decía más democrática, más “científica”. En resumidas cuentas, para tomar un ejemplo, se puede evaluar a los alumnos de unos quince años sobre las siguientes definiciones: metáfora, metonimia, sinécdoque, perífrasis, oxímoron, hipérbole, epífora, gradación, lítote, eufemismo, antonomasia, hipálage, preterición, expleción, hipérbaton, prosopopeya, paronomasia, y no incluyo las mejores, del tipo de epanalepsis, 15 Cf. Pour Rushdie, Cent intellectuels arabes et musulmans pour la liberté d’ expression, París, La Decouverte/Carrefour des littératures/Colibrí, 1993, p.90. 16 Georges-Arthur Goldschmidt, La Traversée des fleuves, París, Seuil, 1999. 17 Pierre Bourdieu y Roger Chartier (entrevista), “La lecture, une pratique culturelle”, en Pratiques de la lecture, Roger Chartier (coord.), París, Petite bibliothèque Payot, 1993, p. 279.
  • 16. 15 anadiplosis, anacoluto y otras zeugmas. Y evidentemente podemos preguntarnos si leemos o escribimos con eso.18 Por ello, en un estudio publicado el año pasado, algunos sociólogos escriben esa frase terrible: “Cuanto más asisten a la escuela los alumnos, menos libros leen”.19 Según ellos, la enseñanza del francés contribuiría a un proceso de rechazo de la lectura. En particular, al pasar a la preparatoria, lo cual se produce teóricamente alrededor de los quince años, se exige a los alumnos una verdadera “conversión mental”, para que se sitúen con respecto a los textos en una actitud distante, erudita, de desciframiento del sentido, lo que marca una ruptura con sus lecturas personales anteriores. Porque resulta que, simultáneamente, en la secundaria, donde se estudia entre los once y los quince años, se ha tratado de integrar la lectura personal a la actividad escolar, especialmente al incorporar allí la literatura juvenil. Pero también eso plantea dudas, y hay docentes que se preguntan: “... al querer intervenir demasiado en ese terreno ¿no corre el riesgo la institución escolar de terminar de destruir una forma determinada de relación con el libro, y privar así al adolescente de su deseo de leer?” 20 ¿La escuela no se atribuye de ese modo cierto derecho de fiscalización sobre un ámbito eminentemente privado? Es cierto que las mejores intenciones del mundo pueden terminar siendo intromisivas. Un día oí decir a una asesora pedagógica que se les podría pedir a los adolescentes que refirieran en clase sus grandes emociones personales vinculadas con la lectura. Y a los docentes, que hicieran lo mismo delante de sus alumnos. Vinieron a mi memoria los textos que habían marcado mi adolescencia, esos encuentros que habían vuelto más inteligibles mi destino y mi parte de sombras. Por nada del mundo habría querido decir una palabra de todo aquello en clase. Vemos entonces que la cuestión es muy compleja. Sin duda alguna, hay que abrir las ventanas, abrir el corpus de las obras estudiadas. Abrirlo a otras regiones del mundo -en mi país los programas siguen estando muy centrados en los textos canónicos de la literatura nacional- a pesar de algunas tímidas aperturas. Abrir más el corpus, también, a los escritores contemporáneos. Lo que no significa por cierto sustituir tal o cual gran obra clásica por literatura de escaso nivel, como algunos intentan hacer. Porque en ese caso se perfilaría una escuela de dos “velocidades”, donde a los hijos de pobres se les asignarían novelas de poca monta, supuestamente más cercanas a sus “vivencias”, mientras que sólo los provenientes de medios con recursos podrían tener acceso a obras que han atravesado los tiempos y que, al igual que los mitos antiguos, pueden estar muy próximas de las preocupaciones de los niños o de los adolescentes, pero ofreciéndoles la oportunidad de una puesta en perspectiva. Debemos también interrogarnos, sin duda, sobre la modalidad demasiado formalista que ha prevalecido en la enseñanza. Sin embargo existe probablemente una contradicción irremediable entre la dimensión clandestina, rebelde y eminentemente íntima de la lectura personal, y los ejercicios que se hacen en clase, bajo la mirada de otros. Lo esencial de la experiencia personal de la lectura no se vuelca en una ficha. Los gestos que acompañan la lectura escolar y la lectura personal no son los mismos. Cito una vez más al escritor Jean-Louis Baudry, que dice: Si nuestros libros de clase se diferencian de los que serán ofrecidos a nuestro placer, y hasta se oponen a ellos [...] es ante todo porque unos exigían una actitud rígida e incómoda adaptada al banco del pupitre o a una silla de madera, mientras los otros permitían indolencias y lascivias de 18 Torno este ejemplo de François Bon, quien lo mencionó en el coloquio Les adolescents et la littérature citado anteriormente. 19 Christian Baudelot y Marie Cartier, “Lire au collège et au lycée”, Actes de la recherche, 123, junio de 1998, p. 25. También: Christian Baudelot, Marie Cartier y Christine Detrez, Et pourtant ils lisent, París, Seuil, 1999. 20 Annie Pibarot, “Le secret de la lecture privée”, en Lecture privée et lecture scolaire, Grenoble, Centre régional de documentation pédagogique, 1999, p.93.
  • 17. 16 odalisca sobre un diván, o meditaciones de sabio hindú en los rincones donde nos habíamos refugiado.21 Tampoco hay que confundirlo todo. La escuela no sabrá mucho, ni debe saber mucho, acerca de los hallazgos más perturbadores que los niños o los adolescentes hacen en los libros. Pero corresponde a los docentes conducir a los alumnos a una mayor familiaridad, a una mayor soltura en el acercamiento a los textos escritos. Y hacerles sentir que la necesidad del relato constituye nuestra especificidad humana, y que desde los albores de los tiempos de los seres humanos han narrado y escrito historias que se han transmitido de unos a otros. Y también hacerles gustar la diversidad de los textos, hacerles comprender que entre todos esos escritos de ayer o de hoy, de aquí o de allá, habrá algunos que seguramente sabrán decirles algo a ellos en particular. Y hacerles descubrir la voz singular de un poeta, el asombro de un sabio o de un viajero, que pueden hacerse oír de la manera más amplia, pero tocándonos uno por uno. También les corresponde, me parece, abrir el sentido de un escrito, mostrar que si bien no es posible hacer decir cualquier cosa a un texto, existen varias lecturas posibles, varias interpretaciones, y que esa polisemia, esa reserva de sentido, representa una oportunidad. Y estar disponibles, asimismo, si los alumnos desean debatir acerca de cuestiones existenciales que plantea el contenido de las obras -como los celos, el sentido de la vida, la muerte...- y no solamente hablar de las formas literarias. Y deben, más a menudo, transferir una parte de la tarea a las bibliotecas, que dan lugar al secreto y a la elección personal, y son propicias para los hallazgos singulares, y si fuera posible, a bibliotecas externas al universo escolar. Me parece importante que existan lugares diferenciados, cada uno con su propia vocación. Y naturalmente, lo que está en juego es sobre todo el vínculo personal del maestro o del bibliotecario con los libros. Esos jóvenes que no son amables con la escuela, suelen tener alguna frase para evocar a un maestro que supo transmitirles su pasión, su curiosidad, su deseo de leer y de descubrir. E incluso hacerles gustar los textos difíciles. Hoy en día, como en otras épocas, si bien la escuela tiene todo tipo de defectos, tal o cual docente singular posee la habilidad que le permitió llevar a sus alumnos a una re1ación diferente con los libros, que no es la del deber cultural y la obligación austera. Para un buen número de esos jóvenes que no se sentían en condiciones de incursionar en la cultura letrada a causa de su origen social, uno o más encuentros con un maestro o con un bibliotecario resultaron decisivos. No se trata necesariamente de encuentros regulares, continuos, durante un período largo, ya que un encuentro fugaz puede a veces influir en el destino de alguien. Tampoco se trata de relaciones de gran familiaridad, sino más bien de una actitud receptiva y distante a la vez, una actitud de apertura a la singularidad de cada uno y de respeto por su intimidad, demostrando pasión por los objetos culturales que proponemos y lucidez acerca de nuestra tarea. Una actitud que le demuestre al otro que le estamos haciendo lugar, en el sentido más verdadero del término. Para transmitir amor por la lectura, y en particular por la lectura literaria, es preciso haberlo experimentado. En nuestros ámbitos familiarizados con los libros, podríamos suponer que ese gusto es algo natural. Sin embargo, entre los bibliotecarios, los docentes y los investigadores, o en el medio editorial, muchos son los que no leen, o que se limitan a un marco profesional estrecho, o a un determinado género de obras. Y en esos ambientes, entre quienes aman la lectura, hay algunos que se ocultan, por temor al que dirán. Parece increíble, pero algunos docentes, por ejemplo, me han dicho que cuando entran a la sala de profesores disimulan el libro que están leyendo, o el diario Le Monde, por temor a que los tilden de snobs, o de “intelectuales”, y exponerse así al rechazo de sus colegas. Y así cada uno, docente, estudiante, bibliotecario o investigador, puede interrogarse un poco más con respecto a su propia relación con la lengua y con la literatura. Sobre su propia capacidad para vivir las ambigüedades y la polisemia de la lengua, sin dejarse perturbar por 21 Jean-Louis Badry, op. cit., p.26.
  • 18. 17 ellas. Sobre su propia capacidad para ser alterado por lo que surge, de modo imprevisto a la vuelta de una frase. Y para dejarse llevar por un texto, en lugar de querer siempre controlarlo. Sobre esta cuestión les recomiendo un pequeño ejercicio: escriban su autobiografía como lectores. Yo lo hice, hace un año. 22 Había pasado cientos de horas en divanes de psicoanalistas, creía saberlo todo sobre mi relación con los libros, y sin embargo descubrí algunas cosas. Quisiera invitarlos a hacer lo mismo, no con la intención de hacer un inventario, una lista de las obras leídas a tal o cual edad, sino algo más, tratando de localizar momentos claves y de identificar el devenir psíquico de tal o cual lectura. Y si les hace falta un destinatario, me ofrezco de buen grade a leer lo que hayan escrito. MICHÉLE PETIT Antropóloga y novelista. Ha realizado estudios en sociología, psicoanálisis y lenguas orientales. Es investigadora del Laboratorio “Dinámicas sociales y recomposición de espacios” del Centro Nacional para la Investigación Científica, de la Universidad de París I. Entre sus obras se destacan: Lecteurs en campagnes (1993), De la bibliothèque au droit de cité (1996), realizadas en colaboración con otros investigadores y publicados por la Biblioteca Pública de Información del Centro Georges Pompidou. Y en la Colección “Espacios para la Lectura” del Fondo de Cultura Económica, ha publicado Nuevos acercamientos a los jóvenes y la lectura (1999). 22 Véase el último apartado de este libro: “Del Pato Donald a Thomas Bernhard”.
  • 19. 18 MARÍA EUGENIA DUBOIS. TEXTOS EN CONTEXTO 7. SOBRE LECTURA, ESCRITURA Y ALGO MÁS 2006. Buenos Aires. Asociación Internacional de Lectura. Lectura y Vida Págs. 101-114 La formación de lectores y escritores 23 Al comenzar a leer estas páginas, escritas desde mi perspectiva como docente, deseo advertir que sólo contienen algunas reflexiones sobre un proceso que, a mi juicio, sigue y seguirá siendo, pese a nuestros intentos por desentrañarlo, quizás un desconocido; me refiero a la formaci6n de lectores y escritores. También quiero señalar que gran parte de esas reflexiones están basadas en obras de diferentes autores, leídas o releídas en los últimos tiempos, cuyos nombres iré citando oportunamente, y en trabajos míos anteriores que tienen pertinencia para el tema que hoy nos ocupa. En otras palabras, esto significa que vamos a transitar por caminos viejos, pero con la esperanza, siempre renovada, de que al compartirlos podamos, entre todos, descubrir en ellos rastros nuevos. Hablar de la necesidad de que nuestros niños y nuestros jóvenes se formen como lectores y escritores en su paso por escuelas y universidades se ha vuelto ya un lugar común en medios especializados y no especializados. Sin embargo, una afirmación en apariencia tan simple y sobre la que parecería haber acuerdo unánime, encierra un mundo de complejidades en el podría tener cabida más de un desacuerdo. En efecto, cuando los docentes decimos que nuestros estudiantes deben formarse como lectores y escritores ¿qué significado le atribuimos a esa afirmación? Aun coincidiendo todos en la idea de que saber leer y escribir es una condición necesaria, pero no suficiente para hacernos lectores y escritores, ¿qué características o qué rasgos pensamos deben distinguir a niños y a jóvenes para merecer esos calificativos? ¿Cómo imaginamos a nuestros estudiantes en esa situación? ¿Qué esperaríamos de ellos? ¿Podríamos estar seguros todos los docentes de tener en mente las mismas imágenes, las mismas ideas con respecto a quién designamos como lector o escritor? Creo que éste es un primer punto de importancia para tomar en cuenta en una discusión sobre el tema, puesto que de la claridad que tengamos de nuestras propias respuestas va a depender la contribución que podamos hacer al proceso de formación de nuestros estudiantes. No es fácil decidir qué es lo que distingue al lector. Comúnmente pensamos que la característica distintiva es el gozo que el lector experimenta al leer, pero parecería que eso tiene que ver más con la realización misma del acto que con el impulso que lleva a él. Es, quizá, más acertado pensar que la condición fundamental que hace a un lector debe residir en una motivación intrínseca, en una intencionalidad autodirigida. No nos formamos como lectores añadiendo algo desde afuera, sino respondiendo a un llamado interior que nos incita a la búsqueda constante del encuentro con el libro: ¿curiosidad?, ¿ansias de saber?, ¿afán de obtener respuestas?, ¿expectativa ante el misterio oculto en las páginas? ¿O más bien, y por encima de todo, amor por la lectura? Ese amor que llevó una vez a Virginia Wolf a decir: 23 Conferencia pronunciada en el III Tercer Congreso Internacional de Promoción de la Lectura y el Libro. Feria Internacional del Libro de Buenos Aires (abril de 1999).
  • 20. 19 A veces he soñado que cuando llegue el Día del Juicio y los grandes conquistadores y abogados y estadistas vayan a recibir sus recompensas -sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en mármol imperecedero-, el Todopoderoso se volverá hacia Pedro y le dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea llegar con nuestros libros bajo el brazo: “Mira, esos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Ellos han amado la lectura". (1948: 295) El mismo sentimiento de amor se adivina en Barthes cuando habla del “deseo” de leer del lector, deseo que lo hace permanecer absorto en la lectura, indiferente a lo que sucede a su alrededor, en un estado de “apartamiento de la realidad” que el autor asimila al del enamorado o el místico (Barthes, 1987: 45). Si esto es así, y estoy convencida de que lo es, ¿cómo se enseña a amar la lectura? ¿Qué caminos conducen al despertar de ese amor? La verdadera lectura es una actividad solitaria: “¿Podemos enseñar a amar la soledad?”, nos dice Bloom (1995). Preguntas de muy difícil, por no decir imposible, respuesta. Debemos aceptar que el amor por la lectura -requisito indispensable en la formación de un lector- no puede ser materia de enseñanza. El amor surge y se desarrolla a partir de ese “milagro trivial”, como lo denomina Marguerite Yourcenar, que es el “descubrimiento de la lectura” y “del que uno no se da cuenta hasta después de que ha pasado”. Ella nos dice: Cuando los signos del alfabeto dejan de ser trazos incomprensibles, ni siquiera bonitos, en fila sobre un fondo blanco, arbitrariamente agrupados y cada uno de los cuales constituye en lo sucesivo una puerta de entrada, se da a otras siglos, a otros países, a multitud de seres más numerosos de todos los que veremos en nuestra vida, a veces a una idea que cambiará las nuestras, a una noción que nos hará un poco mejores o, al menos, un poco menos ignorantes que ayer. (1990: 240) ¿Cuál es entonces nuestro papel como docentes? Si no podemos enseñar a nuestros estudiantes a amar la lectura, ¿cómo hacer para contribuir a que se formen como lectores? ¿Disponemos de estrategias que nos aseguren el éxito de nuestro intento? La respuesta a esta última pregunta es, evidentemente, negativa. Nada puede asegurarnos que nuestros alumnos llegarán a ser lectores. Nadie puede saber cuándo ni cómo surgirá la chispa capaz de producir el incendio. Sin embargo, eso no le resta importancia al papel que podemos desempeñar los docentes en ese proceso. Por el contrario, creo que es posible contribuir a la formación de lectores de muchas maneras, y depende de nuestra capacidad e imaginación crear las situaciones que más la favorezcan. Me voy a permitir, no obstante, señalar dos que me parecen fundamentales. En primer lugar, contribuimos a que los estudiantes se formen como lectores mostrándoles nuestro propio amor por la lectura cuando leemos para ellos y con ellos; cuando conversamos sobre nuestros autores favoritos, sobre la obra que nos apasiona en este momento, sobre la que nos decepcionó, sobre la que nos llenó de inquietud o nos hizo temblar de indignación ante la tortura y el sufrimiento humano; cuando nos aventuramos a escudriñar con ellos los estantes de la biblioteca hasta dar con el libro que deseamos leer. Al compartir con nuestros estudiantes la emoción que nos produce leer, y al conversar sobre aquello que leemos, hacemos perder a la lectura su sentido de ejercicio escolar, para mostrar lo que verdaderamente es: un ejercicio de vida. Pero, además, el hecho de “conversar” con nuestros alumnos tiene una importancia mayor de la que creemos no solamente para favorecer su formación como lectores, sino también para favorecer en ellos el desarrollo de sus capacidades como personas. Bruner (1987) destacaba hacia finales de los años ochenta, el papel del diálogo en la educación cuando decía: Indudablemente hay muchas maneras en las que un ser humano puede servir de vicario de la cultura, ayudando al niño a comprender sus puntos de vista y la naturaleza de su conocimiento. Pero me atrevería a decir que hay pocas que sean tan eficaces como la participación en un diálogo. [...] El diálogo entre los más experimentados y los menos experimentados es una de las
  • 21. 20 vías fundamentales que tiene la cultura para contribuir al crecimiento intelectual. [...] La cortesía de la conversación puede ser el ingrediente fundamental de la cortesía de la enseñanza. (1987: 118-119) En la década siguiente, otro autor, esta vez un biólogo, Humberto Maturana, señalaba que “todo quehacer humano se da en el conversar”, que “el tipo de conversaciones en las cuales nos involucramos define nuestro bienestar o nuestro sufrimiento”, porque al conversar “cambian nuestras emociones y cambia el curso de nuestro razonar” (1997: 15). Es procedente, en consecuencia, pensar que a través de esos cambios podemos descubrir y alentar nuevas posibilidades en nosotros mismos y también en los demás. No en vano Martín Buber decía: “No imparto una enseñanza, sino que desarrollo una conversación”. En segundo lugar, contribuimos a que se formen como lectores cuando damos a los estudiantes oportunidad de “vivir” la experiencia literaria, de compenetrarse con personajes y situaciones, de enfrentarse a mundos de valores y responsabilidades diferentes del mundo propio y, sobre todo, de descubrir en sí mismos su capacidad para responder a las evocaciones que el texto escrito suscita en ellos. La experiencia vicaria de otras vidas, de otras formas de actuar, de sentir y de pensar nos lleva, con frecuencia, a contemplar nuestros problemas desde una perspectiva diferente y también a conocernos con una profundidad mayor. A través de la lectura se amplía nuestra experiencia del mundo, de la vida, de los seres, pero, además, se expande también nuestra conciencia de quiénes somos y de cómo somos. Por otro lado, como muy bien señala Louise Rosenblatt, “la capacidad para simpatizar e identificarse con las experiencias de otros es uno de los más preciosos atributos humanos” (1938), y la lectura de obras literarias proporciona, sin duda, un estímulo para el desarrollo de esa capacidad. El aspecto formativo de la literatura aguarda quizá todavía a que se le conceda la debida importancia, no sólo para el desarrollo lector, sino también para el desarrollo de la persona como ser total, dado que ella brinda, entre otras cosas, la posibilidad de tomar conciencia de los propios valores frente a los expresados en la obra literaria. Por esta razón, considero que una de las metas prioritarias de la educación de hoy debería ser abrir para la literatura el mayor espacio posible en todas las aulas, desde el preescolar a la universidad. Leer literatura y conversar sobre literatura es una manera de aprender a leer y a conversar, pero es también una manera de contribuir al crecimiento intelectual, espiritual, personal, social de nuestros alumnos y de nosotros mismos. En este sentido, es de la mayor relevancia la cuestión de qué obras ponemos al alcance del estudiante, lo cual nos sugiere un segundo tema de discusión que apunta a una preocupación permanente de quienes ejercemos la docencia: me refiero a la selección del material de lectura. Tal preocupación es legítima, dados los problemas que de ahí se derivan, de los cuales voy a señalar dos que están, a mi juicio, entre los principales. El primero se encuentra representado par la tensión existente entre situaciones antagónicas: una, la necesidad de libertad de elección por parte del estudiante; otra, la obligación que sentimos, por nuestra parte, de guiarlo hacia la lectura de las grandes obras literarias. El segundo problema está representado por la selección misma de lo que llamamos grandes obras literarias y por los criterios que empleamos para hacerla. No cabe duda de la importancia que tiene para la formación un lector la libre elección de libros y autores. Por oposición, no hay quizá mejor manera de alejar a alguien de la lectura que hacérsela “estudiar”, como decimos a veces los docentes, u obligarlo a leer lo que rechaza de plano. Recordamos nuevamente a Virginia Woolf cuando en uno de sus ensayos nos dice que “el único consejo que una persona le puede dar a otra acerca de la lectura es no tomar en cuenta ningún consejo, sino seguir su propio instinto y usar su propia razón para llegar a sus propias conclusiones”; y añade:
  • 22. 21 Admitir a los expertos en nuestras bibliotecas, no importa cuán eruditos sean, y dejar que nos digan cómo leer, qué leer y qué valor dar a lo que leemos, es destruir el espíritu de libertad que es el aliento de esos santuarios. (1948: 281) Sin embargo, aunque es cierto que se precisa de libertad para elegir los libros que se quiere leer, no es menos cierto que la formación del lector requiere también la oportunidad de acceder a los buenos libros. Sin esta oportunidad, que nadie mejor que el sistema educativo puede brindar, será más difícil para los estudiantes, para algunos de ellos por lo menos, llegar a formarse un criterio personal sobre las obras que valen o no la pena leer. ¿Se nos escapará, acaso, el hecho de que lo que vale la pena leer para algunos, es lo que puede carecer de valor para otros? Creo, por eso, que quienes pretendemos contribuir a la formación de lectores -y supongo que somos todos los que nos desempeñamos en la docencia- debemos recorrer simultáneamente dos caminos: por un lado, proporcionar un repertorio variado, el más amplio posible, de material de lectura que pueda satisfacer la diversidad de intereses de los estudiantes; por otro, promover la continua discusión y reflexión sobre aquello que se lee en clase y fuera de ella. Conversar sobre las obras leídas confrontando ideas, juicios, valores, actitudes, situaciones, permite ir decantando las propias ideas y aprendiendo a desarrollar una conciencia crítica con respecto a la lectura de diferentes textos y autores. Quisiera abrir un paréntesis para explicar el porqué de mi insistencia en el hecho de “conversar” con los estudiantes. Se trata de un tema que en verdad me preocupa porque conversar y educar son dos acciones que deberían ir estrechamente unidas, tal como lo vimos señalado por diferentes autores. Conversar, palabra derivada del latín, significa “convivir en compañía” o, según otra derivación, que es la que toma Maturana, “dar vueltas con”, es decir, “dar vueltas con otro” y es, precisamente en ese dar vueltas con los otros y entre los otros, niños, jóvenes, adultos, como se van tejiendo las relaciones de los miembros del grupo. La conversación está en la base de nuestra convivencia como seres humanos y está, por lo tanto, en la base del proceso de educar que también es convivir. ¿No deberíamos entonces preguntarnos si en verdad le damos a la conversación el lugar que le corresponde en nuestras aulas? Y si se lo damos, ¿qué tipo de conversación es la que mantenemos? ¿Qué palabras empleamos, con qué tono las decimos? ¿Son ellas generosas o mezquinas, las decimos con suavidad o con aspereza, las usamos para herir o acariciar? ¿Recordamos que no se borran una vez dichas y que por eso podemos hacer con ellas mucho bien o causar mucho daño? De acuerdo con la teoría de Maturana, deberíamos también interrogarnos acerca de cuáles son las emociones a las que respondemos cuando conversamos con nuestros alumnos y cuáles son las que provocamos en ellos. Creo que no hay dudas de que a través de nuestras conversaciones, de la forma que adopta nuestro hablar y escuchar, mostramos nuestra aceptación o rechazo de los otros, y tampoco puede haber dudas de que eso ha de influir positiva o negativamente en la enseñanza y en el aprendizaje. De ahí mi preocupación expresada al principio, porque temo que, sin damos cuenta, por medio de nuestro conversar o quizá de nuestro no conversar -ya que los docentes nos hemos acostumbrado a monologar en nuestras aulas- podemos estar interfiriendo en aquello que es precisamente nuestra misión: educar, entendiendo educar en su sentido de “sacar de adentro”, de ayudar a crecer o, por lo menos, de dejar crecer libremente, en la convivencia, todo lo que está en germen en cada ser humano. Cierro el paréntesis y retomo el tema anterior. El repertorio variado de material de lectura, al que debe tener acceso el estudiante, requiere, como es obvio, de una selección, de la cual, como dice Daniel Goldin (1998), no podemos escapar porque seleccionar es uno de los rasgos inherentes al ser humano. Son demasiados, por otro lado, los libros para leer y muy escaso el tiempo del que disponemos en nuestra vida, de ahí la necesidad, nos guste o no, de elegir. Ahora bien, ¿en qué nos basamos para realizar esa selección? De acuerdo con Goldin, “no hay tal cosa como los criterios objetivos y válidos para todas las situaciones porque la lectura es una
  • 23. 22 actividad que satisface (y despierta) muy diversas necesidades humanas”. Debemos aceptar, por lo tanto, que hay una sola respuesta sincera a esa pregunta, y es que, en general, nos basamos en nuestro conocimiento y gusto personal cuando realizamos una selección de esa naturaleza. Pero si los docentes somos de verdad lectores, condición imprescindible para guiar a otros por ese camino, debemos tener nosotros mismos un amplio repertorio de libros leídos y otro amplio repertorio de libros no leídos, pero que nos gustaría leer. Pues bien, unos y otros pueden formar parte del grupo de obras que ponemos al alcance del estudiante. Seguramente han de figurar entre ellos algunos de los que Ítalo Calvino llama “clásicos”, esos libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos. (1992: 14) Debemos tener, igualmente, algún criterio de selección, aunque a veces no sea claro ni para nosotros mismos, que convendría hacer explícito a fin de dar lugar a su discusión y aun a su rechazo. No se pretende que los estudiantes hagan suyos nuestros “clásicos”, sino que ellos tengan la oportunidad de elegir los propios; las obras que, sin ellos saberlo, llegarán a formar parte de su vida. En conclusión, es impensable creer que podamos llegar a un acuerdo general sobre autores y libros, así como tampoco sobre el criterio que usamos para seleccionarlos. Pero esto no debe preocuparnos; por el contrario, la diversidad entre nosotros mismos, los docentes, puede contribuir al mayor enriquecimiento del estudiante como lector, al permitirle reconocer la amplitud de elección que puede darse en un terreno tan vasto como el de la literatura, así como también la variedad de razones que nos pueden llevar a ella. Quiero aclarar que el hecho de llamar la atención sobre la importancia de leer literatura en la escuela, en la universidad por todas las razones expuestas, no significa desestimar otro tipo de lectura, indispensable, por otro lado, como es la de textos informativos y científicos. También de ellos es posible hacer una selección, por su estilo, por su forma de abordar los temas, o por otras razones que juzguemos valiosas para contribuir a despertar el interés de los estudiantes y a influir favorablemente en su desarrollo como lectores. Los caminos por los cuales llega a formarse un lector son tan variados como los propios individuos. El significado que para unos pudo haber tenido su primera poesía o novela, para otros lo pudo haber tenido su primer libro de ciencia o de historia. Mi énfasis, sin embargo, en la importancia de la literatura es porque considero que éste ha sido otro factor olvidado por el sistema educativo en la formación de lectores y, más allá de eso, en la educación general del niño y del joven como persona. Otro elemento importante para tomar en cuenta, en el mundo de hoy, es la lectura a través de soportes distintos del libro, como los que ofrecen las nuevas tecnologías. ¿Se podrá lograr a través de esos soportes la formación de lectores? Confieso que no lo sé. Una de las ventajas más señaladas de los nuevos medios es el acceso a todo tipo de información en cantidades nunca antes previstas y en un tiempo increíblemente breve. Sin embargo, yo apuntaba, en un trabajo anterior, que información no es conocimiento. Para que se convierta en conocimiento tiene que ser reflexionada, elaborada, conectada con otras informaciones y otros conocimientos, y eso requiere de un lector que pueda llevar a cabo una lectura atenta y crítica. ¿Es posible una lectura de ese tipo a través de los medios electrónicos para quienes todavía no son de verdad lectores? ¿0 la característica misma de esos medios se convertirá en un obstáculo para lograrla? Tampoco lo sé. Es incluso difícil imaginar como será el lector del futuro. La ciencia y la tecnología avanzan con tal rapidez que no podemos prever qué pasará ni siquiera en los próximos cinco años. Quizá las emociones que nos despierta en los lectores de hoy la posesión del libro, en el sentido de percibir su textura, su peso, su olor, tan distinto cuando nuevo del que toman las páginas manchadas por los años, van a ser sustituidas por otras emociones, quién sabe si más o menos intensas, pero distintas, en los lectores del mañana. Entiendo, por eso, que la escuela debe dar cabida a los nuevos medios y que los docentes estamos obligados a hacer de ellos el mejor uso posible, entre otras razones, para mantener un pie de igualdad con los niños
  • 24. 23 que ya nos superan en mucho en ese aspecto. Pero no puedo dejar de reconocer que abrigo dudas con respecto a que la formación de lectores, por lo menos en la forma en que ahora los concebimos, pueda lograrse a través de la nueva tecnología. Por el momento, tengo, en cambio, la idea de que seguiremos siendo y haciéndonos lectores de libros; y llego aun más lejos, a creer que el libro y su lectura serán un factor fundamental para que sigamos sintiéndonos humanos en un mundo cada vez más tecnológico. Hasta aquí he hablado sobre la formación de lectores; queda por analizar, de acuerdo con el propósito de esta conferencia, la formación de escritores. De más está decir que no estoy usando la palabra escritor en el sentido de profesión u ocupación, sino en el de usuario habitual de la escritura, esto es, de alguien capaz de utilizarla en distintas circunstancias y con diferentes motivos. Antes, sin embargo, de abordar el tema, me voy a permitir hacer una cita de un libro que leí hace poco tiempo. Dice así: “Dios mío, el día brilla luminoso sobre la tierra: para mí el día es negro. / Las lágrimas, la tristeza, la angustia, la desesperación / se han instalado en el fondo de mí. / EI sufrimiento me engulle / como a un ser elegido sólo para las lágrimas.” Este canto del hombre perseguido por la desgracia se publicó par primera vez en Estados Unidos en 1954. Había dormido durante más de 4000 años, enigmáticamente transcrito en algunas de las 500.000 tablillas de barro que desde finales del siglo XIX salen de las antiguas arenas de Sumer (3500-2000 a.C.), a la entrada del golfo Pérsico. (Bottéro et aI., 1996: 13) Ese trozo, en el que se revela el dolor de alguien que nos precedió hace miles de años, lleva a la reflexión sobre la necesidad ha tenido el hombre, desde siempre, de expresarse por escrito. Al volcar sobre el papel, transformados en palabras, nuestros pensamientos más íntimos, nuestros sentimientos y emociones intensas, podemos tomar distancia y aprender a reconocerlos. Ése es el poder, y a la vez la magia, de la palabra escrita: saca a la luz los desconocidos que llevamos adentro. Frente a esa necesidad de expresión humana ¿qué hacemos los docentes? ¿Le damos lugar a la escritura expresiva en nuestras aulas, o sólo nos interesa la escritura del estudiante en su carácter funcional, esto es, en cuanto se la utiliza para responder a necesidades del programa o para llenar requisitos formales? ¿Animamos a nuestros estudiantes a producir esa escritura? ¿Admitimos que lo hagan, por lo menos? Concederles un espacio para satisfacer esa necesidad, ¿no sería dar un paso importante para desarrollar en ellos su capacidad como escritores? Es preciso reconocer, y esto es quizá lo más difícil de aceptar dentro del sistema educativo, que existe una condición sin la cual no es posible escribir, al menos no como lo hizo nuestro antepasado sumerio, y esa condición es la libertad. Libertad de elección en el tema, el género, el estilo, pero, sobre todo, libertad para proyectarse a sí mismo en la escritura. Es fácil observar en los niños pequeños cómo disfrutan de contar por escrito lo que sienten, quieren, imaginan, cuando se les permite escribir libremente. No obstante, en la escuela, el liceo o la universidad rara vez se le da al estudiante la oportunidad de exteriorizar sus vivencias, sus ideas, sus sentimientos, sus opiniones, a través de la escritura. Creo que este punto merece, como los anteriores, una reflexión seria de nuestra parte, si de verdad queremos que nuestros estudiantes se formen como escritores. Para ello, no sólo es necesario dar al estudiante libertad para escribir, es igualmente importante darle tiempo para reflexionar, revisar, discutir los significados que quiere transmitir, así como alentarlo a entrar en sus propios escritos para aprender de ellos. Al igual que sucede con la lectura es preciso que el estudiante viva, experimente el proceso de escribir, entre otras cosas, para darse cuenta de que todos poseemos la capacidad de expresarnos por escrito; tan sólo se requiere ejercitarla y desarrollarla. Por otro lado, la escritura, como nos dice Rosenblatt, no es solamente un proceso de aprendizaje, es también un proceso de descubrimiento; dado que las transacciones con el texto nos pueden conducir a
  • 25. 24 “nuevas líneas de pensamiento y sentimiento”. Todos nosotros, con seguridad, hemos vivido alguna vez la experiencia de encontrarnos escribiendo algo que no pensábamos escribir, como si nuestras ideas, pensamientos, emociones, adquirieran de repente vida propia y las palabras se acomodaran sobre el papel (o la pantalla) sin intervención de nuestra parte. De todas maneras, escribir no es una tarea fácil, ni siquiera para los autores consagrados. La diferencia que tenemos con ellos es, como diría Frank Smith (1982), que ellos escriben. La formación de escritores, aun de los usuarios comunes de la escritura, es un proceso lento, penoso, sembrado de dificultades, cuya duración, tal como sucede en la formaci6n de lectores es la de la vida misma. Por eso, en relación a la escritura, Donald Murray (1982) tiene, en su despacho de la universidad, un cartel que dice: “Ni un día sin una línea”. El cartel que nosotros pondríamos sería un poco más largo y diría algo así como: “Ni un día sin reflexionar que la formación de lectores y de escritores precisa de libertad, confianza y aliento”. Y recordaríamos que está en nuestras manos, como docentes, la posibilidad de que esas condiciones se cumplan. Referencias bibliográficas BARTHES, R. (1987), El susurro del lenguaje, Buenos Aires, Paidós. BLOOM, H. (1995), El canon occidental, Barcelona, Anagrama. BOTTERO, J.; Chuvin, P.; Finet, A.; Lafont, B.; De Montremy, J-M. y Roux, G. (1996), Introducción al antiguo Oriente, Barcelona, Grijalbo. BRUNER, J. (1987), La importancia de la educación, Buenos Aires, Paidós. CALVINO, I. (1992), Por qué leer los clásicos, Barcelona, Tusquets. GOLDIN, D. (1998), “Elementos para una crítica a la selección de Iibros”. Conferencia presentada en el I Seminario Internacional de Lectura y Valores, organizado por COEULM. Mérida, 28 de septiembre a 2 de octubre. MATURANA, H. (1997), El sentido de lo humano, Santiago de Chile, Dolmen. MURRAY, D. (1982), Learning by Teaching, Montclair, NY, BoyntonnCook. ROSENBLATT, L. M. (1938), Literature as Exploration, Nueva York Appleton Century. [Cuarta ed. 1983, Nueva York, The Modern Language Association of America. En español: La literatura como exploración, México, Fondo de Cultura Económica, 2002]. SMITH, F. (1982), Writing and the Writer, Nueva York, Holt, Rinehart and Winston. YOURCENAR, M. (1990), ¿Qué? La eternidad, Madrid, Alfaguara. WOOLF, V. (1948), The Common Reader, Nueva York, Harcourt, Brace and Company. MARÍA EUGENIA DUBOIS Socióloga, especialista en Educación e investigadora. Fundó el posgrado en Lectura y Escritura de la Facultad de Humanidades y Educación (Universidad de los Andes, Mérida, Venezuela). Integró el Consejo Consultivo de la Revista “Lectura y Vida”. Realizó numerosas publicaciones entre las que se destacan El proceso de lectura: de la teoría a la práctica y una recopilación de sus conferencias, bajo el título: Textos en Contexto 7. Sobre lectura, escritura y algo más…
  • 26. 25 IVONNE BORDELOIS. LA PALABRA AMENAZADA 2003. Buenos Aires. Libros del Zorzal Págs. 41-42 /85-97 6. Una estrategia ecológica Frente a la violencia contra el lenguaje, la estrategia a seguir no consiste en la denuncia sistemática o en la censura permanente de esta violencia, si bien tales actividades, en general, no son prescindibles ni desdeñables. Nada más efectivo contra esa violencia que habituarnos a frecuentar las vías no violentas de la celebraci6n del lenguaje entre nosotros. Es decir, explorar cuáles son las maneras de recuperación y escucha del lenguaje que nos lo vuelvan más íntimo, viviente y disfrutable, volviéndonos a nosotros, al mismo tiempo, más disfrutables, vivientes e íntimos. Entre esas vías -que considero ecológicas porque preservan, protegen y estimulan el ser del lenguaje- se cuenta el refrescante descenso al aljibe etimológico, la pregunta por el origen de las palabras que las rescata en su savia histórica y semántica. Otra vía posible es asistir al diálogo de las lenguas como a un espectáculo de iluminaciones mutuas, una esgrima pacífica de lucidez y sabiduría complementaria. Finalmente, nos es necesaria la escucha atenta del lenguaje cotidiano, el prestar oídos a las novedades y hallazgos del habla coloquial e infantil y el recrearnos en el lenguaje como fuente de humor. Y siempre y ante todo, aproximarnos a la poesía como a la zona más alta y misteriosa del lenguaje, la comprobación más certera de su fuerza mágica y de los mundos de energía y libertad que a través de ella nos habitan. 10. Poesía y lenguaje No deberíamos, entonces, deslizarnos al cliché apocalíptico, porque, felizmente, las culturas transcurren y se suceden unas a otras, mientras el lenguaje, a pesar de llevar en sí las cicatrices de las diferentes hecatombes culturales, económicas e históricas de las cuales es testigo y víctima, sigue allí como depósito de la memoria colectiva y fuente viva de la vida y la poética futura. Es decir, hay algo perfectamente indestructible en el lenguaje y algo particularmente eterno en ese especial resplandor del lenguaje que llamamos la poesía -el más peligroso de los bienes, según Hölderlin. Y en realidad, tratar de defender a la poesía es una empresa un tanto ridícula, porque es la poesía quien en realidad nos defiende a nosotros, y hay algo permanente y permanentemente sosegante en esa fortaleza con que la poesía nos defiende y sostiene el esplendor de nuestra vida. De eso hablaba Keats cuando dijo: “A thing of beauty is a joy for ever”. Ese gozo profundo que se desprende de la poesía nos es siempre accesible y tiene que ver
  • 27. 26 mucho más con la felicidad, que llega siempre en relámpago y conmoción, que con esa forma bastarda y ciega del ser contemporáneo que es el bienestar. En esencia, pase lo que pase, seguimos siendo, con Manrique, “los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir. / Allí van los señoríos / derechos a se acabar / y consumir”. También los señoríos electrónicos, también los bancos off shore se consumen y desploman, pero no, curiosamente, las palabras de Jorge Manrique, que resplandecen oscuramente a través de los siglos. Ninguna multinacional puede apagar los ecos de aquel “Verde que te quiero verde” con el cual Federico García Lorca modificó de una sola pincelada el español de su época, y a nosotros con él. Ninguna deuda externa, ningún riesgo país puede superar lo que el universo le adeuda a aquel muchacho oscuro que en una pensión de Santiago de Chile, a los diecinueve años, se sienta a escribir: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche. / Escribir, por ejemplo: El cielo está estrellado/ y tiritan azules los astros a lo lejos”. Hay algo particularmente hermoso y natural en la poesía que nace del lenguaje porque e lenguaje nunca se acaba; no hay que salir a buscar o a comprar sus elementos, como lo debe hacer el escultor o el pintar con sus materiales. Está allí, inacabable, siempre; nunca agotable. Como decía Alfonso Reyes, es el baile del habla. Riéndose de nosotros: pura abundancia, niñez, regocijo, todos los días recreándose a sí mismo. En el principio es el verbo, en el final es el verbo: siempre es el verbo, y nosotros, sus inútiles servidores. El destinatario e interlocutor esencial de la poesía -y también su causa y su origen-, no es jamás el público, ni el poeta mismo, sino el lenguaje que resplandece en las tinieblas -de las que forma parte, en gran medida, el público. El que realmente nos espera y nos exige, es el lenguaje, ese ser proteico, multiforme y eterno, superior y anterior a nosotros. Aquello indecible, escandaloso y sublime, escandalosamente sublime, que el público, interesado en el éxito, justamente no comprende. Como la lluvia surge del agua y vuelve al agua, como el mar asciende al cielo para regresar a sí mismo, así la poesía emerge del lenguaje y al lenguaje vuelve, purificándolo en su viaje desde los abismos a las alturas más remotas. Algo que distingue al verdadero poeta de aquél que codea por los honores -y vaya si los y las “poetas” tienen codos fuertes- no es su modestia sino saber eso: que el destinatario cierto de la poesía no es jamás el público sino esa misteriosa calidad del lenguaje que el público adocenado justamente no comprende. De modo que la ridícula desproporción entre la suprema dignidad de Aquello y la vulgaridad del público que se menea y baja la frente obsecuentemente, con sumisión enceguecedora, ante los premios y las supuestas consagraciones, es tal, que el verdadero poeta se encoge de hombros y sigue su camino, fiel al Verbo por el cual todo fue hecho y sin el cual ninguna cosa verdaderamente viviente existe. A veces un Federico, a veces un Pablo rompen el cerco de tinieblas y la luz se esparce por toda la tribu. Pero por uno de ellos, cuántas Violetas muertas en el camino. Esto es lo que Ie da al poeta fortaleza contra los editores estólidos y las audiencias bostezantes y las puertas cerradas. Ésta es su única recompensa: saber que aquello es inalcanzable y siempre nos sonríe -entre las tinieblas. “EI que pone la mano en el arado y mira hacia atrás no es digno de mí”. Y uno de los rasgos más peculiares de la poesía es que, a diferencia de los objetos de la ciencia, que son definidos y definibles rigurosamente, nadie puede definirla a ciencia cierta. Algunas definiciones son más afortunadas que otras, como por ejemplo cuando se dice que la poesía es un aleteo, o el resplandor de la verdad, o el lugar donde todo es posible, como afirmaba Pizarnik. Sin embargo, la esencia, o más bien la experiencia de la poesía, sigue siendo fundamentalmente inaferrable, y es precisamente en este carácter de permanente libertad y misterio donde se centra su profundo e imperecedero encanto. En otras palabras, ninguno de nosotros sabe en definitivamente, qué es la poesía; nadie, en rigor, la conoce; pero todos, sin excepción, nos reconocemos en ella. Es más, la precisamos: Baudelaire, que sabía algo más que algunos de nosotros acerca de ella, decía que era imposible para un ser humano mantenerse vivo sin una visitación diaria, aun cuando fugaz, aun cuando inconsciente, de la poesía; y todos nosotros entendemos, comprobamos, de algún modo, que esto es cierto.