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                                          miedo en la sombra


                      Vi una extraña caravana atiborrada de figuras fantasmagóricas que corrían
                      dando saltos perversos, como una caterva de hormigas afanadas en regresar a
                      su sombría guarida. Caminaban unas sobre otras feroces e impacientes, mas
                      con sumo cuidado custodiaban, con el celo con que habrían transportado un
                      tesoro, a un jinete vestido de negro cuyo rostro, completamente encapuchado,
                      no salía a la luz por motivo alguno. No se detuvieron sino para que el enca-
                      puchado durmiera o se alimentara, pero nunca demasiado tiempo, y miraban
                      de un lado a otro temiendo ser atacados. Le pregunté a El Que Cambia De
                      Forma quién era ese hombre y dónde lo llevaban, y él me respondió: «Es uno
                      que se atrevió a desafiarnos, y que tomó lo que nos pertenecía. Con él comienza
                      a cumplirse nuestro destino». No añadió más, pero enseguida me mostró una
                      nueva imagen, y vi aquel mismo grupo abriéndose paso por el vasto territorio
                      del Tridente hasta llegar a un aro montañoso en el cual se levantaba, esculpida
                      en la roca viva, una monumental fortaleza.
                      Y vi que el jinete despidió a sus sombríos custodios y que entró solo a refugiarse
                      en el interior del castillo de piedra, perdiéndose en las sombras como un arácni-
                      do se guarece en sus secretos rincones. Y vi pasar los días, a lo largo de los cuales
                      muchas criaturas se fueron congregando alrededor de aquella ominosa fortaleza,
                      caminando, reptando, volando o arrastrándose, convocados por la voz de su Os-
                      curo Amo, quien finalmente, luego de una ausencia de siglos, había retornado.


                     El tenue fulgor de una vela iluminó una galería dominada por las som-
                bras –uno de los cientos de corredores del vetusto castillo–, haciendo rever-
                berar por unos segundos sus paredes de roca añeja, causando la impresión
                de que algo se movía delante y detrás de los que perturbasen la quietud
                fría, y por momentos hostil, surgida al cabo de los largos años de abandono
                a que había estado sometido el edificio. La calma del castillo era ilusoria,
                en cualquier caso, bien lo sabían los sirvientes que volvían a recorrer sus
                pétreos pasillos; todo tipo de trampas acechaban a quienes caminasen por
                esos angostos pasadizos y un poco de luz hacía la diferencia entre salvar la
                vida o encontrarse frente a frente con una dolorosa muerte.
                     Encender una antorcha era un asunto serio y vital.
                     Pero no más de una, a menos que el caminante de turno quisiera afron-
                tar una muerte más terrible que aquella que pretendía evitar; por orden del
                Señor del castillo no se podía encender más de un candil por habitación,
                pues desde que fuera encerrado y olvidado en la negra prisión de la que

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acababa de liberarse, él detestaba la luz, y ahora sus ojos sentían dolor aun
            con el tenue fulgor del plenilunio.
                 El singular personaje que caminaba en esos momentos por los corre-
            dores del ala principal, cargando una tea y quien años atrás había quedado
            tuerto, conocía palmo a palmo el camino y su único ojo veía más níti-
            damente en la sombra que a la luz del día; gozaba, además, del más alto
            rango en aquellas tierras y conocía las contraseñas y contraconjuros que se
            precisaban para salvar ileso el tortuoso camino desde el portón de entrada
            hasta las recámaras personales del Señor. Y él era tan viejo como el Amo
            del castillo, tal vez hasta más anciano, y le agradaba deambular en tinieblas,
            donde pocos ojos podían apreciar su rostro desprovisto de las suaves fac-
            ciones humanas.
                 No obstante la poca luz, aquella infausta oscuridad estaba muy lejos de
            impedir que el Señor viese qué ocurría en su reducto pues, por un extraño
            artilugio, Amo y castillo mantenían una conexión que iba más allá de lo
            que una mente ordinaria podía comprender. Se decía que desde su trono el
            Amo podía mirar todas las habitaciones del misterioso edificio y no pocos
            rumoreaban que este estaba vivo, cual centinela de piedra conectado a la
            sangre y a los pensamientos de su Señor. Como fuese, el castillo, vivo o no,
            como un siervo leal se complacía manteniendo un ambiente de noche per-
            petua en su interior. Pocos comprendían la extraña magia que se ocultaba
            tras esos designios; uno de ellos era, precisamente, el viejo demonio que se
            deslizaba con sigilo entre las sombras y que, de pronto, a causa de los años
            que borran hasta los recuerdos más arraigados o porque en efecto el castillo
            era una entidad animada, viva, que cada cierto tiempo acomodaba sus pa-
            redes, desconoció el lugar en que estaba y se sintió perdido.
                 El Tuerto levantó la tea no bien llegó a una bifurcación. ¿Debía doblar
            a la derecha o a la izquierda? Olfateó el aire y el suelo como una bestia reso-
            plando feroz sobre la losa. Se incorporó y tomó el corredor de la derecha.
                 –El Amo debiera ser más considerado con sus siervos de edad avanzada
            y bajar él mismo a recibirlos –rezongó.
                 Llegó hasta una columna central ricamente trabajada en mármol, pero
            con múltiples fisuras que atestiguaban el paso de los años. Una escalera de
            caracol nacía desde la base de la columna y se elevaba con interminables
            peldaños subiendo varios niveles. El Tuerto ahogó un suspiro: estaba en el
            corazón del castillo, en la Torre del Homenaje de la antigua Amán, pero las
            habitaciones del Amo estaban tres o cuatro pisos más arriba. Unos centi-
            nelas apostados en los primeros peldaños se hicieron a un lado para dejarle
            pasar, insinuando una reverencia que el Tuerto no contestó. Antes bien
            subió en silencio, sin detenerse más que unos breves segundos en una de las

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ventanas del torreón, donde maldijo el paisaje sombrío de afuera, apenas
                algo más acogedor que el lóbrego lugar que el Amo había escogido para
                vivir. Miró por el angosto tragaluz.
                     Unas montañas se elevaban sobre la niebla a lo lejos. Abajo, a los pies
                del castillo, yacía una ciudad marchita. Todo se veía viejo o arruinado al-
                rededor, olvidado más bien. Elôkar era un país aciago y extenso, lleno de
                contrastes: desiertos, montañas, vastas planicies y fértiles tierras sostenían
                longevas ciudades, algunas en los huesos de tan viejas, pero todas con el
                color del árbol en otoño y con su misma muda ira, recordando épocas
                mejores de un pasado glorioso. Mas ninguna acumulaba tanto furor como
                Oruk Qenwë, el castillo vidente, la ciudad que alguna vez controló a todas
                las demás y que aún hoy, casi en ruinas, solo reconocía como límite a su
                dominio la gran cordillera de Ethrän, que separaba la luz de las sombras,
                una línea apenas visible desde el ventanal en que el Tuerto miraba con mal
                disimulado odio. Más allá de esa cordillera, en el remoto este, un claror
                indeleble reposaba con serenidad en el cielo, como si detrás de las montañas
                mantuvieran cautivo un pequeño sol. Los envidiosos decían que se trataba
                de un edén luminoso y pacífico, y que allí los hombres habían prosperado
                al amparo de una magnífica urbe, que llamaban Belssor. El Tuerto entornó
                su único ojo ante el fulgor que se levantaba en lo más profundo del hori-
                zonte, ya que se contaba entre los que odiaban esa ciudad.
                     Siguió subiendo, y por fin llegó a una puerta amplia que alguna vez
                debió ser bella, aunque ahora se veía tan roída por la humedad y los años
                como todo en aquel sitio. Antes de empujarla, la puerta se abrió cogida por
                una fuerza invisible que esperaba detrás; el Tuerto entró y se vio inmerso en
                una larga habitación que culminaba en un alto estrado, donde descansaba
                un trono. Sentado en él, sosteniendo un cayado de fina madera, esperaba
                el Amo del castillo.
                     El Tuerto sintió un súbito estremecimiento, como siempre que estaba
                en presencia del Señor. Se trataba de un hombre añoso hasta los huesos, con
                el rictus apretado y la faz deformada por cicatrices de feroces quemaduras.
                La mirada del Tuerto se dirigió a las manos del Amo. Sus largos dedos afe-
                rraban con firmeza aquel legendario bastón que los entendidos conocían
                como Mûrur, tallado con motivos draconianos y cuyo pomo se coronaba
                con unas garras de águila cogiendo un orbe azul. Levantó la vista hacia el
                anciano. Toda su delgada figura se veía frágil, a punto de tornarse polvo, y
                pequeña en comparación con el demonio tuerto, ya que este superaba los
                siete pies de altura. Pero su vulnerabilidad era ilusoria.
                     El Señor extendió su báculo y el Tuerto se vio compelido a caer de bru-
                ces al suelo insinuando una reverencia. Una voz áspera y muy gastada llegó

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a sus oídos (¿o acaso a su mente?), y un súbito dolor de cabeza lo sacudió
            unos segundos.
                 –Si no estuviera tan viejo como vos, bajaría a recibiros –dijo la voz del
            Amo, castigando la insolencia del siervo que se había atrevido a mostrarse
            ingrato.
                 –Os pido perdón, Excelencia –murmuró el Tuerto. El Amo lo liberó
            del castigo. Sabía que aquel era el sirviente más leal que tenía, mucho más
            que el ambicioso Imyrbeth, y apreciaba la lealtad sabiéndola un raro tesoro
            entre sus súbditos.
                 –¿Habéis hecho lo que os encomendé? –preguntó.
                 –Sí, Maestro –respondió el Tuerto–. Ha sido un viaje largo, pero todas
            las ciudades han jurado lealtad.
                 –¿Incluso Taukor? –inquirió el Señor.
                 –Taukor la primera de todas, Maestro.
                 El Señor del castillo hizo una pausa antes de continuar.
                 –No me fío de Imyrbeth de todos modos –contestó–. Pero lo necesito,
            mal que me pese... El viejo Aztulog logró escapar, y ellos no tardarán en
            reanudar la búsqueda. Debemos ser más rápidos.
                 El Tuerto asintió. Siguió un incómodo silencio, en el cual el siervo
            sabía que su Señor permanecería ensimismado, pensando en los largos años
            de su encierro y perdido en otras edades.
                 –¿Qué día es hoy? –preguntó de pronto el Amo.
                 –Es el cuarto día del mes de Argor, Excelencia.
                 –¿Sigue siendo el año 3742 de mis enemigos?
                 –Sí, Maestro. No podíais haber sido más certero.
                 El Amo dio un suspiro de cansancio y prosiguió sus cavilaciones en
            voz alta, como si con ello diese las explicaciones que su siervo no le había
            pedido.
                 –No sabéis lo difícil que fue para mí llevar la cuenta de los días, en-
            cerrado como estuve. Fue mucho, mucho tiempo en verdad. Los que me
            custodiaban permanecían callados el día entero, todo estaba oscuro y si-
            lencioso, y de no haber sido por la merienda que recibía cada amanecer no
            habría podido afirmar que estaban allí, ni habría podido calcular el tiempo
            transcurrido. Muchas veces me pregunté si alguna vez viví fuera de prisión.
            No podía recordar los colores, los aromas o cómo hablar. Temí transfor-
            marme en un bruto, en un salvaje sin recuerdos; temí olvidar los valiosos
            conocimientos que con años y esfuerzo acumulé en mi mente.
                 Un nuevo y prolongado silencio se apoderó del Señor.
                 –Vuestros poderosos centinelas están ya muertos, Maestro –se atrevió a
            decir el Tuerto–. No piense más en esos oscuros días.

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Pero el viejo monarca se levantó bruscamente ante las palabras del sier-
                vo y exclamó con aire ofendido, apoyándose en su bastón con los puños
                apretados:
                     –¿¡Qué no piense en esos días!? –bramó–. ¡Casi he vivido más tiempo
                en prisión que en libertad! ¿Sabéis cuándo me encerraron? ¡El año 241 de
                su calendario! ¡Han pasado tres mil quinientos años desde entonces y ape-
                nas puedo sostenerme vivo! Ellos han tenido sus reyes y se han fortalecido,
                y si antes me temieron ahora me han olvidado. ¡Los odio profundamente!
                Yo solo quería encontrar la cura perpetua para la muerte y no comprendie-
                ron jamás que los estaba salvando. ¡Yo los estaba salvando de la Tríada!
                     El Tuerto se mantuvo en respetuoso silencio.
                     –Pero Elôkar será mío nuevamente... –siguió mascullando el Amo con
                ira–. Vos afirmáis que los príncipes del Tridente me son leales y no lo pongo
                en duda: la idea de un caudillo que los una para aplastar a los habitantes
                de Luargoth congrega multitudes. Mas no es suficiente. No lo fue antes
                cuando Belssor me derrotó, menos lo será ahora que su monarquía se ha
                vuelto fuerte y yo más viejo.
                     –¿Y qué va a hacer entonces, Maestro?
                     –No se trata de algo que voy a hacer, sino de algo que empecé a hacer
                hace años. De no ser así, ahora estaría perdido.
                     El Tuerto miró a su Señor sin comprender. El Amo se regodeó unos
                segundos manteniendo el misterio, pero pronto le dijo:
                     –Estoy forjando un ejército como nunca se ha visto antes, mi conseje-
                ro: incondicional a mis órdenes y numeroso como las estrellas. Los herreros
                tienen listas las armas. Puede que los belssoritas crean que llevo apenas unas
                semanas libre, pero llevo mucho tiempo planificando mi retorno. Pronto
                seré el único amo de Iloam, entonces recuperaré el objeto que perdí y ya no
                tendré nada que temer.
                     El Amo apretó con fuerza su báculo y se removió inquieto sobre su trono,
                movimiento que no pasó inadvertido para su siervo pese a observar con un
                solo ojo. Todo parecía preparado para la caída de la noche sangrienta, ¿qué
                podía amenazar a su Señor? Ningún poder actual igualaba el conocimiento
                que el Amo tenía sobre medicina y magia negra, y no se vislumbraba entre
                los vivos ningún enemigo capaz de retarle para tomar por la fuerza su cetro.
                     Y, sin embargo, pese a tal poderío el Tuerto percibía el miedo de su
                Señor, era capaz de olfatearlo incluso y adivinaba que este hubiese preferido
                contar con ese objeto perdido antes de iniciar la guerra inevitable que se
                cernía sobre ellos.
                     –Ninguna magia puede abrirlo y ningún poder puede destruirlo. Eso di-
                cen de K’anestro, Señor. Los cinco dragones que lo crearon eran poderosos.

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¿Quién sabe qué encierra? ¡Se cuentan tantas cosas sobre tal objeto! Que
            otorga la inmortalidad, que ayudará a regenerar el mundo en tiempos de
            oscuridad... ¡Pero nadie sabe con certeza qué oculta, salvo que se trata de
            un numen inimaginable!
                 –Lo sé –concedió el Amo, y en las comisuras de sus labios se dibujó
            una mal disimulada rabia–. Tampoco yo pude adueñarme de su poder. Pero
            ahora mi urgencia es que no caiga en manos de mis enemigos. Una vez que
            lo halle veré qué hago con K’anestro o cómo me apodero de su promesa.
                 –Hubo uno que sabía cómo abrirlo, Señor... –comenzó a decir el Tuer-
            to, pero fue bruscamente interrumpido.
                 –El que sabía cómo abrirlo está muerto –espetó con desprecio el Amo–,
            y me parece apropiado que lo esté.
                 –Volverá a la vida, Excelencia... –replicó el siervo–. Así está escrito. Es
            cosa de tiempo antes que retorne el Rey de los Dragones.
                 El Tuerto miró hacia abajo. No necesitaba mirar a su Amo para saber
            que había provocado en él una nueva oleada de temor o que se movía in-
            quieto sobre su trono aferrándose a su báculo. Y, muy para sus adentros,
            sonrió.
                 –Conozco las profecías mejor que vos... –contestó enojado el Señor del
            castillo–. Por eso he preparado un ejército formidable esta vez. No volveré
            a ser prisionero de los hombres y tampoco permitiré que Goldrag estropee
            mis planes. Venid conmigo –le invitó súbitamente–. Y ya no finjáis cansan-
            cio delante de mí: sé bien que podéis aparecer y desaparecer a voluntad en
            el lugar que os plazca. No necesitáis caminar para moveros, vuestra magia
            es poderosa.
                 –Me sobreestimáis, Maestro –le dijo el siervo, bajando la vista nueva-
            mente–. ¿Dónde iremos?
                 –Al único lugar de este castillo que ha estado vedado para vos –res-
            pondió el Amo, que murmuró unas palabras y se desvaneció frente a sus
            ojos. El Tuerto, pese a la observación del Amo, volvió sobre sus pasos sin
            usar magia o poder alguno y cansinamente bajó las escaleras. Sabía hacia
            dónde iba su Señor: a las cámaras subterráneas donde mantenía su equipo
            médico.
                 Cuando llegó unos minutos después, descubrió abierta la puerta que el
            castillo invariablemente mantuvo cerrada para él. Una gran claridad hirió
            su ojo: contrariamente al resto de los habitáculos de Oruk Qenwë, allí había
            mucha luz. Distinguió un grupo de hombres vestidos con túnicas blancas y
            unas criaturas que parecían humanas dormidas sobre cientos de camarotes.
            Observó bien aquellas figuras. Eran humanas, pero había algo raro en ellas.
            Estaban muertas, sin duda, pero lo peculiar, como pudo ver poco después,

                                                  32


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era que estaban formadas por partes cosidas de distintos cadáveres. Múlti-
                ples agujas, tubos y cables se veían conectados a los cuerpos, que presenta-
                ban un color levemente verdoso en la piel. Un olor rancio llenaba el lugar,
                pero, increíblemente, los restos lucían perfectamente conservados.
                     –¿Qué magia es esta? –preguntó el Tuerto, asombrado.
                     –Esto, consejero mío, no es magia. Es ciencia.
                     El báculo del Amo se iluminó con un leve resplandor y un golpe de
                electricidad sacudió a uno de los muertos, que comenzó a agitarse y tiritar.
                El Tuerto contempló la escena azorado, y su sorpresa fue aún mayor cuando
                el cadáver abrió los ojos y se incorporó, sentándose con lentitud. El Amo
                cerró sus ojos. El engendro, en cambio, los mantuvo abiertos.
                     –Puedo veros a través de sus ojos. Él hará lo que yo diga, pues la vo-
                luntad que lo anima es la mía. Eso sí es magia, mi leal siervo. Pero la vida
                que le he devuelto es mera anatomía. ¿Ahora me creéis cuando os digo que
                estoy forjando un ejército como nunca se ha visto? Pero ahora oídme con
                atención, ya que tengo una nueva misión para vos... e implica nuevamente
                abandonar Oruk Qenwë.
                     El Tuerto inclinó su cabeza.
                     –Decidme qué debo hacer, Maestro.




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Capítulo 1 - El último Rey

  • 1. 1 miedo en la sombra Vi una extraña caravana atiborrada de figuras fantasmagóricas que corrían dando saltos perversos, como una caterva de hormigas afanadas en regresar a su sombría guarida. Caminaban unas sobre otras feroces e impacientes, mas con sumo cuidado custodiaban, con el celo con que habrían transportado un tesoro, a un jinete vestido de negro cuyo rostro, completamente encapuchado, no salía a la luz por motivo alguno. No se detuvieron sino para que el enca- puchado durmiera o se alimentara, pero nunca demasiado tiempo, y miraban de un lado a otro temiendo ser atacados. Le pregunté a El Que Cambia De Forma quién era ese hombre y dónde lo llevaban, y él me respondió: «Es uno que se atrevió a desafiarnos, y que tomó lo que nos pertenecía. Con él comienza a cumplirse nuestro destino». No añadió más, pero enseguida me mostró una nueva imagen, y vi aquel mismo grupo abriéndose paso por el vasto territorio del Tridente hasta llegar a un aro montañoso en el cual se levantaba, esculpida en la roca viva, una monumental fortaleza. Y vi que el jinete despidió a sus sombríos custodios y que entró solo a refugiarse en el interior del castillo de piedra, perdiéndose en las sombras como un arácni- do se guarece en sus secretos rincones. Y vi pasar los días, a lo largo de los cuales muchas criaturas se fueron congregando alrededor de aquella ominosa fortaleza, caminando, reptando, volando o arrastrándose, convocados por la voz de su Os- curo Amo, quien finalmente, luego de una ausencia de siglos, había retornado. El tenue fulgor de una vela iluminó una galería dominada por las som- bras –uno de los cientos de corredores del vetusto castillo–, haciendo rever- berar por unos segundos sus paredes de roca añeja, causando la impresión de que algo se movía delante y detrás de los que perturbasen la quietud fría, y por momentos hostil, surgida al cabo de los largos años de abandono a que había estado sometido el edificio. La calma del castillo era ilusoria, en cualquier caso, bien lo sabían los sirvientes que volvían a recorrer sus pétreos pasillos; todo tipo de trampas acechaban a quienes caminasen por esos angostos pasadizos y un poco de luz hacía la diferencia entre salvar la vida o encontrarse frente a frente con una dolorosa muerte. Encender una antorcha era un asunto serio y vital. Pero no más de una, a menos que el caminante de turno quisiera afron- tar una muerte más terrible que aquella que pretendía evitar; por orden del Señor del castillo no se podía encender más de un candil por habitación, pues desde que fuera encerrado y olvidado en la negra prisión de la que 27 REY.1.indd 27 26/10/12 20:05:04
  • 2. acababa de liberarse, él detestaba la luz, y ahora sus ojos sentían dolor aun con el tenue fulgor del plenilunio. El singular personaje que caminaba en esos momentos por los corre- dores del ala principal, cargando una tea y quien años atrás había quedado tuerto, conocía palmo a palmo el camino y su único ojo veía más níti- damente en la sombra que a la luz del día; gozaba, además, del más alto rango en aquellas tierras y conocía las contraseñas y contraconjuros que se precisaban para salvar ileso el tortuoso camino desde el portón de entrada hasta las recámaras personales del Señor. Y él era tan viejo como el Amo del castillo, tal vez hasta más anciano, y le agradaba deambular en tinieblas, donde pocos ojos podían apreciar su rostro desprovisto de las suaves fac- ciones humanas. No obstante la poca luz, aquella infausta oscuridad estaba muy lejos de impedir que el Señor viese qué ocurría en su reducto pues, por un extraño artilugio, Amo y castillo mantenían una conexión que iba más allá de lo que una mente ordinaria podía comprender. Se decía que desde su trono el Amo podía mirar todas las habitaciones del misterioso edificio y no pocos rumoreaban que este estaba vivo, cual centinela de piedra conectado a la sangre y a los pensamientos de su Señor. Como fuese, el castillo, vivo o no, como un siervo leal se complacía manteniendo un ambiente de noche per- petua en su interior. Pocos comprendían la extraña magia que se ocultaba tras esos designios; uno de ellos era, precisamente, el viejo demonio que se deslizaba con sigilo entre las sombras y que, de pronto, a causa de los años que borran hasta los recuerdos más arraigados o porque en efecto el castillo era una entidad animada, viva, que cada cierto tiempo acomodaba sus pa- redes, desconoció el lugar en que estaba y se sintió perdido. El Tuerto levantó la tea no bien llegó a una bifurcación. ¿Debía doblar a la derecha o a la izquierda? Olfateó el aire y el suelo como una bestia reso- plando feroz sobre la losa. Se incorporó y tomó el corredor de la derecha. –El Amo debiera ser más considerado con sus siervos de edad avanzada y bajar él mismo a recibirlos –rezongó. Llegó hasta una columna central ricamente trabajada en mármol, pero con múltiples fisuras que atestiguaban el paso de los años. Una escalera de caracol nacía desde la base de la columna y se elevaba con interminables peldaños subiendo varios niveles. El Tuerto ahogó un suspiro: estaba en el corazón del castillo, en la Torre del Homenaje de la antigua Amán, pero las habitaciones del Amo estaban tres o cuatro pisos más arriba. Unos centi- nelas apostados en los primeros peldaños se hicieron a un lado para dejarle pasar, insinuando una reverencia que el Tuerto no contestó. Antes bien subió en silencio, sin detenerse más que unos breves segundos en una de las 28 REY.1.indd 28 26/10/12 20:05:04
  • 3. ventanas del torreón, donde maldijo el paisaje sombrío de afuera, apenas algo más acogedor que el lóbrego lugar que el Amo había escogido para vivir. Miró por el angosto tragaluz. Unas montañas se elevaban sobre la niebla a lo lejos. Abajo, a los pies del castillo, yacía una ciudad marchita. Todo se veía viejo o arruinado al- rededor, olvidado más bien. Elôkar era un país aciago y extenso, lleno de contrastes: desiertos, montañas, vastas planicies y fértiles tierras sostenían longevas ciudades, algunas en los huesos de tan viejas, pero todas con el color del árbol en otoño y con su misma muda ira, recordando épocas mejores de un pasado glorioso. Mas ninguna acumulaba tanto furor como Oruk Qenwë, el castillo vidente, la ciudad que alguna vez controló a todas las demás y que aún hoy, casi en ruinas, solo reconocía como límite a su dominio la gran cordillera de Ethrän, que separaba la luz de las sombras, una línea apenas visible desde el ventanal en que el Tuerto miraba con mal disimulado odio. Más allá de esa cordillera, en el remoto este, un claror indeleble reposaba con serenidad en el cielo, como si detrás de las montañas mantuvieran cautivo un pequeño sol. Los envidiosos decían que se trataba de un edén luminoso y pacífico, y que allí los hombres habían prosperado al amparo de una magnífica urbe, que llamaban Belssor. El Tuerto entornó su único ojo ante el fulgor que se levantaba en lo más profundo del hori- zonte, ya que se contaba entre los que odiaban esa ciudad. Siguió subiendo, y por fin llegó a una puerta amplia que alguna vez debió ser bella, aunque ahora se veía tan roída por la humedad y los años como todo en aquel sitio. Antes de empujarla, la puerta se abrió cogida por una fuerza invisible que esperaba detrás; el Tuerto entró y se vio inmerso en una larga habitación que culminaba en un alto estrado, donde descansaba un trono. Sentado en él, sosteniendo un cayado de fina madera, esperaba el Amo del castillo. El Tuerto sintió un súbito estremecimiento, como siempre que estaba en presencia del Señor. Se trataba de un hombre añoso hasta los huesos, con el rictus apretado y la faz deformada por cicatrices de feroces quemaduras. La mirada del Tuerto se dirigió a las manos del Amo. Sus largos dedos afe- rraban con firmeza aquel legendario bastón que los entendidos conocían como Mûrur, tallado con motivos draconianos y cuyo pomo se coronaba con unas garras de águila cogiendo un orbe azul. Levantó la vista hacia el anciano. Toda su delgada figura se veía frágil, a punto de tornarse polvo, y pequeña en comparación con el demonio tuerto, ya que este superaba los siete pies de altura. Pero su vulnerabilidad era ilusoria. El Señor extendió su báculo y el Tuerto se vio compelido a caer de bru- ces al suelo insinuando una reverencia. Una voz áspera y muy gastada llegó 29 REY.1.indd 29 26/10/12 20:05:04
  • 4. a sus oídos (¿o acaso a su mente?), y un súbito dolor de cabeza lo sacudió unos segundos. –Si no estuviera tan viejo como vos, bajaría a recibiros –dijo la voz del Amo, castigando la insolencia del siervo que se había atrevido a mostrarse ingrato. –Os pido perdón, Excelencia –murmuró el Tuerto. El Amo lo liberó del castigo. Sabía que aquel era el sirviente más leal que tenía, mucho más que el ambicioso Imyrbeth, y apreciaba la lealtad sabiéndola un raro tesoro entre sus súbditos. –¿Habéis hecho lo que os encomendé? –preguntó. –Sí, Maestro –respondió el Tuerto–. Ha sido un viaje largo, pero todas las ciudades han jurado lealtad. –¿Incluso Taukor? –inquirió el Señor. –Taukor la primera de todas, Maestro. El Señor del castillo hizo una pausa antes de continuar. –No me fío de Imyrbeth de todos modos –contestó–. Pero lo necesito, mal que me pese... El viejo Aztulog logró escapar, y ellos no tardarán en reanudar la búsqueda. Debemos ser más rápidos. El Tuerto asintió. Siguió un incómodo silencio, en el cual el siervo sabía que su Señor permanecería ensimismado, pensando en los largos años de su encierro y perdido en otras edades. –¿Qué día es hoy? –preguntó de pronto el Amo. –Es el cuarto día del mes de Argor, Excelencia. –¿Sigue siendo el año 3742 de mis enemigos? –Sí, Maestro. No podíais haber sido más certero. El Amo dio un suspiro de cansancio y prosiguió sus cavilaciones en voz alta, como si con ello diese las explicaciones que su siervo no le había pedido. –No sabéis lo difícil que fue para mí llevar la cuenta de los días, en- cerrado como estuve. Fue mucho, mucho tiempo en verdad. Los que me custodiaban permanecían callados el día entero, todo estaba oscuro y si- lencioso, y de no haber sido por la merienda que recibía cada amanecer no habría podido afirmar que estaban allí, ni habría podido calcular el tiempo transcurrido. Muchas veces me pregunté si alguna vez viví fuera de prisión. No podía recordar los colores, los aromas o cómo hablar. Temí transfor- marme en un bruto, en un salvaje sin recuerdos; temí olvidar los valiosos conocimientos que con años y esfuerzo acumulé en mi mente. Un nuevo y prolongado silencio se apoderó del Señor. –Vuestros poderosos centinelas están ya muertos, Maestro –se atrevió a decir el Tuerto–. No piense más en esos oscuros días. 30 REY.1.indd 30 26/10/12 20:05:04
  • 5. Pero el viejo monarca se levantó bruscamente ante las palabras del sier- vo y exclamó con aire ofendido, apoyándose en su bastón con los puños apretados: –¿¡Qué no piense en esos días!? –bramó–. ¡Casi he vivido más tiempo en prisión que en libertad! ¿Sabéis cuándo me encerraron? ¡El año 241 de su calendario! ¡Han pasado tres mil quinientos años desde entonces y ape- nas puedo sostenerme vivo! Ellos han tenido sus reyes y se han fortalecido, y si antes me temieron ahora me han olvidado. ¡Los odio profundamente! Yo solo quería encontrar la cura perpetua para la muerte y no comprendie- ron jamás que los estaba salvando. ¡Yo los estaba salvando de la Tríada! El Tuerto se mantuvo en respetuoso silencio. –Pero Elôkar será mío nuevamente... –siguió mascullando el Amo con ira–. Vos afirmáis que los príncipes del Tridente me son leales y no lo pongo en duda: la idea de un caudillo que los una para aplastar a los habitantes de Luargoth congrega multitudes. Mas no es suficiente. No lo fue antes cuando Belssor me derrotó, menos lo será ahora que su monarquía se ha vuelto fuerte y yo más viejo. –¿Y qué va a hacer entonces, Maestro? –No se trata de algo que voy a hacer, sino de algo que empecé a hacer hace años. De no ser así, ahora estaría perdido. El Tuerto miró a su Señor sin comprender. El Amo se regodeó unos segundos manteniendo el misterio, pero pronto le dijo: –Estoy forjando un ejército como nunca se ha visto antes, mi conseje- ro: incondicional a mis órdenes y numeroso como las estrellas. Los herreros tienen listas las armas. Puede que los belssoritas crean que llevo apenas unas semanas libre, pero llevo mucho tiempo planificando mi retorno. Pronto seré el único amo de Iloam, entonces recuperaré el objeto que perdí y ya no tendré nada que temer. El Amo apretó con fuerza su báculo y se removió inquieto sobre su trono, movimiento que no pasó inadvertido para su siervo pese a observar con un solo ojo. Todo parecía preparado para la caída de la noche sangrienta, ¿qué podía amenazar a su Señor? Ningún poder actual igualaba el conocimiento que el Amo tenía sobre medicina y magia negra, y no se vislumbraba entre los vivos ningún enemigo capaz de retarle para tomar por la fuerza su cetro. Y, sin embargo, pese a tal poderío el Tuerto percibía el miedo de su Señor, era capaz de olfatearlo incluso y adivinaba que este hubiese preferido contar con ese objeto perdido antes de iniciar la guerra inevitable que se cernía sobre ellos. –Ninguna magia puede abrirlo y ningún poder puede destruirlo. Eso di- cen de K’anestro, Señor. Los cinco dragones que lo crearon eran poderosos. 31 REY.1.indd 31 26/10/12 20:05:04
  • 6. ¿Quién sabe qué encierra? ¡Se cuentan tantas cosas sobre tal objeto! Que otorga la inmortalidad, que ayudará a regenerar el mundo en tiempos de oscuridad... ¡Pero nadie sabe con certeza qué oculta, salvo que se trata de un numen inimaginable! –Lo sé –concedió el Amo, y en las comisuras de sus labios se dibujó una mal disimulada rabia–. Tampoco yo pude adueñarme de su poder. Pero ahora mi urgencia es que no caiga en manos de mis enemigos. Una vez que lo halle veré qué hago con K’anestro o cómo me apodero de su promesa. –Hubo uno que sabía cómo abrirlo, Señor... –comenzó a decir el Tuer- to, pero fue bruscamente interrumpido. –El que sabía cómo abrirlo está muerto –espetó con desprecio el Amo–, y me parece apropiado que lo esté. –Volverá a la vida, Excelencia... –replicó el siervo–. Así está escrito. Es cosa de tiempo antes que retorne el Rey de los Dragones. El Tuerto miró hacia abajo. No necesitaba mirar a su Amo para saber que había provocado en él una nueva oleada de temor o que se movía in- quieto sobre su trono aferrándose a su báculo. Y, muy para sus adentros, sonrió. –Conozco las profecías mejor que vos... –contestó enojado el Señor del castillo–. Por eso he preparado un ejército formidable esta vez. No volveré a ser prisionero de los hombres y tampoco permitiré que Goldrag estropee mis planes. Venid conmigo –le invitó súbitamente–. Y ya no finjáis cansan- cio delante de mí: sé bien que podéis aparecer y desaparecer a voluntad en el lugar que os plazca. No necesitáis caminar para moveros, vuestra magia es poderosa. –Me sobreestimáis, Maestro –le dijo el siervo, bajando la vista nueva- mente–. ¿Dónde iremos? –Al único lugar de este castillo que ha estado vedado para vos –res- pondió el Amo, que murmuró unas palabras y se desvaneció frente a sus ojos. El Tuerto, pese a la observación del Amo, volvió sobre sus pasos sin usar magia o poder alguno y cansinamente bajó las escaleras. Sabía hacia dónde iba su Señor: a las cámaras subterráneas donde mantenía su equipo médico. Cuando llegó unos minutos después, descubrió abierta la puerta que el castillo invariablemente mantuvo cerrada para él. Una gran claridad hirió su ojo: contrariamente al resto de los habitáculos de Oruk Qenwë, allí había mucha luz. Distinguió un grupo de hombres vestidos con túnicas blancas y unas criaturas que parecían humanas dormidas sobre cientos de camarotes. Observó bien aquellas figuras. Eran humanas, pero había algo raro en ellas. Estaban muertas, sin duda, pero lo peculiar, como pudo ver poco después, 32 REY.1.indd 32 26/10/12 20:05:04
  • 7. era que estaban formadas por partes cosidas de distintos cadáveres. Múlti- ples agujas, tubos y cables se veían conectados a los cuerpos, que presenta- ban un color levemente verdoso en la piel. Un olor rancio llenaba el lugar, pero, increíblemente, los restos lucían perfectamente conservados. –¿Qué magia es esta? –preguntó el Tuerto, asombrado. –Esto, consejero mío, no es magia. Es ciencia. El báculo del Amo se iluminó con un leve resplandor y un golpe de electricidad sacudió a uno de los muertos, que comenzó a agitarse y tiritar. El Tuerto contempló la escena azorado, y su sorpresa fue aún mayor cuando el cadáver abrió los ojos y se incorporó, sentándose con lentitud. El Amo cerró sus ojos. El engendro, en cambio, los mantuvo abiertos. –Puedo veros a través de sus ojos. Él hará lo que yo diga, pues la vo- luntad que lo anima es la mía. Eso sí es magia, mi leal siervo. Pero la vida que le he devuelto es mera anatomía. ¿Ahora me creéis cuando os digo que estoy forjando un ejército como nunca se ha visto? Pero ahora oídme con atención, ya que tengo una nueva misión para vos... e implica nuevamente abandonar Oruk Qenwë. El Tuerto inclinó su cabeza. –Decidme qué debo hacer, Maestro. 33 REY.1.indd 33 26/10/12 20:05:04