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Historias fantásticas, Alejandro Dumas
Historia maravillosa
de don Bernardo de Zúñiga
l
La Fonsanta
Era el 25 de enero de l492. Tras una lucha de ochocientos años contra los españoles, los
moros acababan de declararse derrotados en la persona de Al-Shaghyr-Abu-Abdallah, quien el
6 del mes anterior1, es decir, el día de Reyes, había puesto la ciudad de Granada en manos de
sus vencedores, Fernando e Isabel.
Los moros habían conquistado España en dos años; fueron necesarios ocho siglos para
quitársela.
El rumor de esa victoria se había difundido. Por todas las Españas2 las campanas repicaban
en las iglesias como en el día santo de Pascua, cuando Nuestro Señor resucitó, y todas las
voces gritaban: ¡Viva Fernando! ¡Viva Isabel! ¡Viva León! ¡Viva Castilla!
Pero esto no era todo; se decía que en ese año de bendición en que Dios había mirado a
España con ojos de padre, un gran viajero se había presentado a los dos reyes, y había
prometido darles un mundo desconocido que estaba seguro de descubrir dirigiéndose siempre
de Oriente a Occidente.
Pero esto se consideraba generalmente fábula, y el aventurero que a ello se había
comprometido, y que se llamaba Cristóbal Colón, era considerado como un loco.
Por lo demás, estas nuevas, en esa época de comunicaciones difíciles, aún no se habían
difundido de forma positiva por toda la superficie de la península. A medida que,
topográficamente, las provincias se hallaban a mayor distancia de aquéllas en que los moros
habían concentrado su poder, y que sólo hacía diecinueve días Fernando e Isabel habían
liberado, igual que, a medida que uno se aleja de un centro luminoso, los objetos tornan
paulatinamente a la oscuridad, paulatinamente, las poblaciones aún dudaban de aquella gran
ventura que caía en suerte a toda la cristiandad y, apiñándose en torno a cada viajero que
llegaba del teatro de la guerra, le preguntaban detalles de aquel gran acontecimiento.
Una de las provincias, no de las más alejadas pero sí de las más separadas de Granada
porque dos grandes cadenas montañosas se extienden entre ella y esa ciudad, Extremadura,
la Extremadura situada entre Castilla la Nueva y Portugal, y que toma su nombre de su
extremada posición respecto a las fuentes del Duero, Extremadura, en fin, tenía tanto mayor
interés en estar informada cuanto que, liberada ya de los moros en l240 por Fernando III de
Castilla, pertenecía desde entonces a ese reino del que Isabel, que acababa de merecer el
sobrenombre de la Católica, era heredera.
Por eso el día en que se abre esta historia, es decir, el 25 de enero de l492, una gran
muchedumbre estaba congregada en el patio del castillo de Béjar, donde acababa de entrar
don Bernardo de Zúñiga, tercer hijo de Pedro Zúñiga, conde de Bagnares y marqués de
Ayamonte, dueño del castillo. Y nadie podía ofrecer noticias más frescas de los moros y los
cristianos que don Bernardo de Zúñiga, que, caballero del ejército de Isabel, había sido hecho
prisionero en una de las salidas intentadas por el héroe de los árabes, Musay-Ebn-Aby’l-
Gazan, y llevado herido a la ciudad asediada, cuyas puertas no se abrieron para él hasta el día
en que los cristianos hicieron su entrada en ella.
En la época en que se nos aparece, es decir, en el momento en que, tras una ausencia de diez
años, vuelve al castillo paterno, montado sobre su caballo de batalla y rodeado de criados, de
servidores y de vasallos, don Bernardo era un hombre de treinta y cinco a treinta y seis años,
enflaquecido por las fatigas y sobre todo por las heridas, y que habría sido pálido si su rostro,
quemado por el sol del sur, no estuviera cubierto de un tinte bronceado que parecía hacer de él
el compatriota y hermano de los hombres contra los que acababa de combatir. Este parecido
era tanto más exacto cuanto que, envuelto como estaba en la gran capa blanca de la orden de
Alcántara, con un faldón de esa capa enrollado alrededor del rostro para guardarse del cierzo
de las montañas, nada distinguía aquella capa del albornoz árabe a no ser la cruz verde que
los caballeros de la orden santa llevaban en el lado izquierdo del pecho.
Aquel séquito, que con él entraba en el patio del castillo, le acompañaba desde su aparición en
las puertas de la villa; antes incluso de haberle reconocido, habían adivinado que aquel hombre
de mirada sombría, de porte heroico, de capa mitad religiosa, mitad guerrera, venía del teatro
de la guerra. Se habían dirigido a él para informarse de las noticias. Entonces él había dicho su
nombre, había invitado a las buenas gentes a seguirle hasta el patio del castillo y, llegado allí,
acababa de poner pie a tierra en medio de signos de cariño y respeto universales.
Tras haber arrojado la brida de su caballo a las manos de su escudero, y haberle recomendado
a aquel valiente compañero de sus fatigas que, como su amo, llevaba más de una huella visible
de la lucha que acababa de sostener, don Bernardo de Zúñiga subió los peldaños de la
escalinata que conducía a la entrada principal del castillo; luego, llegado al último escalón, se
volvió contando, para satisfacer la curiosidad de todos, cómo Fernando el Católico, tras haber
conquistado treinta plazas fuertes y otras tantas villas, había terminado por asediar Granada;
cómo tras un asedio largo y terrible, Granada se había rendido el 25 de noviembre de l49l, y
cómo, por último, el rey y la reina habían hecho su entrada en ella el 6 del mes de enero, día
de la Santa Epifanía, dejando por todo dominio al sucesor de los reyes de Granada y de los
califas de Córdoba una pequeña donación en las Alpujarras.
Una vez dadas estas informaciones para gran alegría de los oyentes, don Bernardo entró en el
castillo seguido sólo por dos de sus servidores más íntimos.
No sin gran emoción, don Bernardo volvió a ver, tras diez años, el interior de aquel castillo en el
que había transcurrido su infancia, y que encontraba ahora vacío; su padre se hallaba en
Burgos y de sus dos hermanos mayores, uno había muerto y el otro estaba en el ejército de
Fernando.
Don Bernardo recorría, triste y silencioso, todas las dependencias; se hubiera dicho que en el
fondo de su pensamiento había una pregunta que no osaba hacer, y que permanecía velada
bajo las preguntas que hacía. Por fin, deteniéndose ante el retrato de una niña de nueve o diez
años, preguntó, con cierta vacilación, de quién era aquel retrato.
Aquel a quien dirigía la pregunta miró fijamente a don Bernardo antes de responder.
Se hubiera dicho que no comprendía.
—¿Ese retrato? —preguntó.
—Desde luego, ese retrato —repitió don Bernardo, en un tono más imperativo.
—Pero, señor —repitió el servidor—, es el de vuestra prima Ana de Niebla. Es imposible que
Vuestra Señoría haya olvidado a esa joven huérfana que fue educada en el castillo y que
estaba destinada a vuestro hermano mayor.
—Ah, es cierto —dijo don Bernardo—, ¿y qué ha sido de ella?
—Cuando vuestro hermano mayor murió, en l488, mi señor vuestro padre ordenó que Ana de
Niebla entrara en el convento de la Inmaculada Concepción, de la orden de Calatrava, y que
allí hiciera sus votos, dado que vuestro segundo hermano estaba casado y Vuestra Señoría era
caballero de una orden que prescribe el celibato.
Don Bernardo lanzó un suspiro.
—Cierto —dijo.
Y no hizo ninguna otra pregunta.
Sólo que, como Ana de Niebla era muy amada en el castillo de Béjar, el servidor,
aprovechando que la conversación había recaído sobre la joven heredera, trató de continuarla.
Pero a la primera palabra que dijo sobre el tema, don Bernardo le impuso silencio haciéndole
comprender que se había informado de cuanto quería saber.
Por lo demás, no había que engañarse sobre las causas que habían determinado el regreso de
don Bernardo al castillo de sus padres; porque desde aquel mismo día hizo conocer esa causa
a todo el mundo. El castillo de Béjar estaba situado a dos o tres leguas de una fuente que se
llamaba la Fonsanta, y que sin duda debía a su vecindad con el convento de la Inmaculada
Concepción el privilegio de hacer milagros.
Aquella fuente era maravillosa sobre todo para la curación de heridas, y, como hemos dicho,
don Bernardo estaba todavía flaco, pálido y sufriente de las heridas que había recibido en el
asedio de Granada.
Por eso, al día siguiente, don Bernardo decidió iniciar el tratamiento al que, en su fe religiosa,
esperaba deber una pronta curación. El régimen era muy sencillo de seguir; don Bernardo
haría lo que hacia el campesino más pobre que iba a implorar la asistencia de la santa madona
bajo cuya invocación se encontraba la fuente. Encima del manantial se alzaba una pequeña
colina formada por una sola roca; en lo alto de la roca había una cruz. Se subía la roca con los
pies desnudos, se arrodillaba uno ante la cruz, se decían devotamente cinco Pater y cinco Ave,
se bajaba siempre con los pies descalzos, se bebía un vaso de agua y uno volvía a su casa.
Las peregrinaciones se dividían en novenas; al cabo de la tercera novena, es decir, al final del
día vigesimoséptimo, era raro que no estuviera uno curado.
Efectivamente, a la mañana siguiente, al rayar el día, don Bernardo de Zúñiga hizo almohazar
su caballo; y como cien veces en su juventud había hecho el viaje a la fuente, partió solo para
cumplir su peregrinación sanitaria.
Llegado a la fuente, echó pie a tierra, ató su caballo a un árbol, se descalzó, trepó la roca con
los pies desnudos; dijo sus cinco Pater y sus cinco Ave, bajó, bebió un vaso de agua en la
propia fuente, volvió a ponerse el calzado, a subir al caballo, lanzó una mirada, religiosa sin
duda, hacia el convento de la Inmaculada Concepción que, a media legua de allí, aparecía
entre los árboles y regresó al castillo.
Todos los días hizo el mismo viaje don Bernardo, y era notorio que el agua milagrosa actuaba
sobre su cuerpo, aunque su humor siguiera siendo triste, solitario, casi salvaje.
De este modo agotó las tres novenas. Durante los últimos días de la tercera, la salud le había
vuelto por completo, y ya había anunciado su próxima partida para el ejército cuando el día
vigesimoséptimo, estando arrodillado al pie de la cruz diciendo su penúltimo Ave, vio avanzar
un séquito que no dejaba de tener interés para un hombre que con tanta frecuencia había
mirado, al decir adiós a la fuente, hacia el convento de la Inmaculada Concepción.
Era un cortejo compuesto por religiosas que acompañaban una litera descubierta porteada por
campesinos. Sobre aquella litera iba una religiosa a la que parecían llevar en triunfo a la fuente:
las religiosas que acompañaban la litera y la que estaba tendida encima iban
escrupulosamente veladas.
En lugar de bajar, como de costumbre, para beber en la fuente, don Bernardo esperó, curioso
sin duda de ver lo que iba a ocurrir.
Su curiosidad era tan grande que olvidó decir su último Ave.
El cortejo se detuvo ante la fuente, la religiosa tendida en la litera bajó de ella, se quitó el
calzado, y, con paso vacilante primero pero que fue afirmándose paulatinamente, inició su
ascensión; llegada al pie de la cruz que don Bernardo, retrocediendo, había dejado libre, la
religiosa se arrodilló, hizo sus preces, volvió a levantarse y bajó para reunirse con sus
compañeras.
Fue una ilusión, pero a don Bernardo le pareció que en el momento de arrodillarse y volverse a
levantar, la religiosa había detenido un instante sus ojos sobre él a través del velo.
Por su parte, al acercarse la santa mujer, don Bernardo había sentido una emoción extraña,
algo así como un deslumbramiento había pasado ante sus ojos, y se había pegado al árbol
como si la roca, poco segura sobre su base, hubiera temblado para él.
Pero a medida que la religiosa se alejaba de don Bernardo, había recuperado la fuerza;
entonces, para seguirla durante más tiempo con la mirada, se había inclinado sobre el borde de
la roca que estaba suspendida sobre la fuente. La religiosa había bajado, se había acercado a
la fuente y, haciéndose sólo visible para el agua santa, había apartado su velo y bebido según
la costumbre en el mismo manantial.
Pero entonces había ocurrido una cosa en la que nadie habría pensado y que por consiguiente
nadie hubiera podido prever. El límpido cristal de la fontana se trocó en espejo, y desde el lugar
en que estaba situado don Bernardo de Zúñiga vio la imagen de la religiosa con tanta nitidez
como si fuera reflejada por un espejo.
A pesar de su palidez, era tal milagro de belleza que don Bernardo de Zúñiga lanzó un grito de
sorpresa y de admiración que resonó lo bastante alto para hacer estremecerse a la santa
enferma que, tras haber mojado apenas sus labios en el agua, cruzó su velo y volvió a subir a
la litera, no sin girar una última vez la cabeza hacia el imprudente caballero.
Don Bernardo de Zúñiga descendió rápidamente los peldaños de la roca y dirigiéndose a uno
de los espectadores de aquella escena le preguntó:
—¿Sabes quién es esa mujer que acaba de beber en la fuente y que llevan al convento de la
Inmaculada Concepción?
—Sí —respondió el hombre preguntado—, es una religiosa que acaba de tener una
enfermedad que todos creían mortal, puesto que de hecho estuvo muerta según parecía
durante más de una hora, pero que, por la virtud del agua santa, se ha curado; y tan bien que
hoy sale por primera vez a cumplir su voto de venir a beber por sí misma a la fuente el agua
que todavía ayer sacaban para llevársela.
—¿Sabes el nombre de esa religiosa? —preguntó don Bernardo, con una emoción que
indicaba la importancia que daba a la pregunta.
—Sin duda, mi señor; se llama Ana de Niebla, y es la sobrina de Pedro de Zúñiga, conde de
Bagnares, marqués de Ayamonte, cuyo hijo, que volvió hace un mes más o menos del ejército,
trajo la buena nueva de la toma de Granada.
—¡Ana de Niebla! —murmuró don Bernardo—. ¡Ay! Ya la había reconocido, pero jamás habría
creído que se hubiera vuelto tan hermosa...
2
El rosario de Ana de Niebla
Así pues, don Bernardo había vuelto a ver a aquella joven a quien había dejado niña en el
castillo de Béjar y cuyo recuerdo, según todas las probabilidades, le había seguido durante sus
diez años de ausencia.
Durante esos diez años de sueño solitario en que el pensamiento de don Bernardo había
seguido el viaje de Ana de Niebla en la primera primavera de la vida, la joven se había hecho
mujer; había alcanzado la edad de veinte años mientras don Bernardo alcanzaba la de treinta y
cinco; ella había vestido el hábito de religiosa, mientras él se había puesto la capa de caballero
de Alcántara.
Ella era la prometida del Señor, él era el caballero de Cristo.
A los dos jóvenes criados en la misma casa, desde la salida de aquella casa les estaba
prohibida toda comunicación por medio de la palabra, todo intercambio de miradas.
Por eso sin duda la vista de su prima, en el extraño espejo en que él había perseguido sus
trazos, había despertado una emoción tan viva en el corazón de don Bernardo de Zúñiga.
Retornó al castillo, pero más pensativo, más sombrío, más taciturno aún que de costumbre, y
casi de inmediato fue a encerrarse en la habitación donde había visto aquel retrato de Ana de
Niebla niña. Indudablemente, trataba de encontrar en la tela los rasgos conmovedores que
acababa de ver temblar en la fuente, de seguir su desarrollo juvenil durante los diez años que
acababan de transcurrir, de verlos abrirse al soplo de la vida como se abre una flor al sol.
Él, que desde hacía quince años luchaba en los campos de batalla, en medio de las
emboscadas, de los asaltos de las villas, contra los enemigos mortales de su patria y de su
religión, no trató siquiera de resistir por un momento ante aquel enemigo más terrible que iba a
atacarle cuerpo a cuerpo y que al primer golpe le doblegaba bajo él.
Don Bernardo de Zúñiga, el caballero de Alcántara, amaba a Ana de Niebla, la religiosa de la
Inmaculada Concepción.
Había que huir, huir sin perder un instante, volver a aquellos combates reales, a aquellas
heridas físicas que sólo matan el cuerpo. Don Bernardo no tuvo valor suficiente.
Al día siguiente, aunque su novena, salvo un Ave, estuviera concluida, volvió a la fuente, sin
rezar ya, porque el amor se había apoderado de su corazón y no había dejado lugar para la
plegaria. Sólo que, sentado en lo más alto de la roca, con la mirada vuelta hacia el convento,
esperaba un nuevo cortejo semejante al que ya viera y que no venía.
Así, sin descanso, sin sueño, merodeando alrededor del convento cuyas puertas permanecían
despiadadamente cerradas, esperó tres días.
El cuarto, que era domingo, sabía que las puertas de la iglesia se abrían, y que todo el mundo
podía entrar en aquella iglesia.
Encerradas en el coro, las religiosas cantaban detrás de grandes colgaduras; se las oía sin
verlas.
Y aquel día tan deseado llegó por fin. Por desgracia, don Bernardo lo esperaba con un objetivo
completamente profano; la idea de que ese día era aquel en que podía acercarse al Señor no
se le pasó por la mente; sólo pensaba en acercarse a Ana de Niebla.
A la hora en que las puertas del convento se abrieron, él estaba allí, esperando.
A las dos de la mañana él mismo había ido a la cuadra, había ensillado su caballo y salido sin
avisar a nadie. Desde las dos a las ocho, había vagado por los alrededores de la fuente, pero
ahora no con la frente envuelta en su gran capa para guarecerse del cierzo de las montañas,
sino con la frente descubierta, implorando todos los vientos de la noche para apagar aquel
hogar encendido que parecía devorar su cerebro.
Una vez que hubo entrado en la iglesia, don Bernardo fue a arrodillarse lo más cerca que le fue
posible del coro de la iglesia, y allí permaneció esperando, de rodillas sobre las losas, con la
frente contra el mármol.
Comenzó el servicio divino: don Bernardo no tuvo ni un solo pensamiento para el Salvador de
los hombres, cuyo sacrificio se realizaba; toda su alma estaba abierta como un recipiente, para
absorber aquellos cantos que se le habían prometido, y en medio de los cuales debía subir al
cielo el canto de Ana de Niebla.
Cada vez que en medio de aquel concierto suave una voz más armoniosa, más pura, más
vibrante que las demás se dejaba oír, en ese mismo instante don Bernardo se estremecía y
alzaba maquinalmente sus dos manos al cielo. Se hubiera dicho que trataba de colgarse de
aquel acorde y subir al cielo con él.
Luego, cuando el sonido se había apagado, cubierto por las demás voces o agotado en su
propio éxtasis, volvía a caer con un suspiro, como si sólo hubiera vivido de aquella armoniosa
vibración y como si no pudiera vivir sin ella.
La misa concluyó en medio de emociones hasta entonces desconocidas. Los cantos cesaron,
los últimos sonidos del órgano se apagaron, los asistentes salieron de la iglesia, los oficiantes
entraron de nuevo en el convento. El monumento no fue ya más que un cadáver mudo e
inmóvil; la plegaria cuya alma era había remontado al cielo.
Don Bernardo quedó solo, entonces pudo mirar a su alrededor. Encima de su cabeza había,
colgado, un cuadro representando la Salutación angélica; en una esquina del cuadro estaba la
donante de rodillas y con las manos juntas.
El caballero de Alcántara lanzó un grito de sorpresa. La donante, aquella mujer representada
de rodillas y con las manos juntas en una esquina del cuadro, era Ana de Niebla.
Llamó al sacristán, que apagaba las velas, y le interrogó.
Aquel cuadro era obra de la misma Ana de Niebla; se había representado de rodillas y rezando,
según la costumbre de la época, que casi siempre exigía para la donante un humilde puesto
sobre la tela sagrada.
Había llegado la hora de retirarse; a la invitación que le fue hecha por el sacristán, don
Bernardo se inclinó y salió.
Se le había ocurrido una idea: adquirir aquel cuadro al precio que fuese.
Pero todas las proposiciones que hizo o que mandó hacer al capítulo del convento fueron
rechazadas, le respondieron que lo que se había dado no se vendía.
Don Bernardo juró que poseería aquel cuadro. Reunió todo el dinero que pudo procurarse,
veinte mil reales aproximadamente, mucho más que el valor real del cuadro, y decidió penetrar
el siguiente domingo con la gente en la iglesia, como ya había hecho, ocultarse en algún rincón
y por la noche descolgar y enrollar la tela, dejando los veinte mil reales sobre el altar cuyo
cuadro habría robado.
En cuanto a salir de la iglesia, había observado que las ventanas estaban a una altura de doce
pies como máximo, y que daban al cementerio; amontonaría las sillas unas sobre otras y
saldría fácilmente de la iglesia por una ventana.
Luego retornaría al castillo con su tesoro, lo haría enmarcar magníficamente, lo situaría frente
al retrato de Ana de Niebla, y pasaría su vida en aquella habitación que encerraba su vida.
Los días y las noches transcurrieron a la espera del domingo que por fin llegó.
Don Bernardo de Zúñiga fue uno de los primeros en entrar, como había sido el domingo
anterior. Llevaba consigo los veinte mil reales en oro.
Pero lo que primero sorprendió su mirada fue el aspecto fúnebre que había revestido la iglesia;
a través de las verjas del coro se veía brillar la punta de unos cirios que iluminaban el remate
de un catafalco.
Don Bernardo se informó.
Aquella misma mañana había muerto una religiosa, y la misa a que iba a asistir era una misa
mortuoria.
Pero, como ya hemos dicho, don Bernardo no iba por la misa, iba a preparar la realización de
su proyecto.
El cuadro angélico estaba en su sitio, encima del altar, en la capilla de la Virgen.
La ventana más baja tenía diez o doce pies, y gracias a los bancos y a las sillas superpuestas,
nada era más fácil que salir.
Estos pensamientos preocuparon a don Bernardo durante la duración del servicio divino. Se
daba perfecta cuenta de que iba a cometer una mala acción; pero en gracia a su vida
completamente dedicada a combatir a los infieles, en gracia a la suma que dejaba en el lugar
del cuadro, esperaba que el Señor le perdonaría.
Luego, de vez en cuando, oía aquellos cantos fúnebres, y entre todas aquellas voces frescas,
puras y sonoras, buscaba en vano la vibración de aquella voz cuyo timbre celeste había
despertado ocho días antes todas las fibras de su alma y las había hecho sonar como un arpa
celeste bajo los dedos de un serafín.
La cuerda armoniosa estaba ausente, y se hubiera dicho que una tecla faltaba al teclado
religioso.
La misa concluyó. Todos salieron. Al pasar delante de un confesionario, don Bernardo de
Zúñiga lo abrió, entró en él y lo cerró tras de sí.
Nadie le vio.
Las puertas de la iglesia rechinaron sobre sus goznes. Bernardo oyó chirriar las cerraduras.
Los pasos del sacristán rozaron el confesionario donde él se había ocultado, y se alejaron.
Todo tornó al silencio.
Sólo de vez en cuando, en el coro que seguía cerrado, se oía el roce de un paso sobre el
enlosado, luego el murmullo de una plegaria dicha en voz baja.
Era alguna religiosa que iba a decir las letanías de la Virgen sobre el cuerpo de su compañera
muerta.
Llegó la noche, la oscuridad se difundió por la iglesia, sólo el coro permaneció iluminado,
transformado como estaba en capilla ardiente.
Luego se levantó la luna, uno de sus rayos pasó a través de una ventana y lanzó su luz
macilenta en la iglesia.
Todos los ruidos de vida se apagaban paulatinamente fuera y dentro; hacia las once cesaron
las últimas preces alrededor de la muerta, y todo dejó paso a ese silencio religioso peculiar de
las iglesias, de los claustros y de los cementerios.
El grito monótono y regular de una lechuza, posada con toda probabilidad en un árbol cercano
a la iglesia, continuó sonando con su triste periodicidad.
Don Bernardo pensó que había llegado el momento de ejecutar su plan. Empujó la puerta del
confesionario en que estaba escondido y sacó el pie fuera de su escondite.
En el momento en que su pie se posaba sobre la losa de la iglesia, comenzaban a sonar las
campanadas de medianoche.
Inmóvil, esperó a que los doce tañidos hubieran vibrado lentamente y se perdieran poco a poco
en estremecimientos insensibles, para salir por completo del confesionario y avanzar hacia el
coro; quería asegurarse de que nadie velaba cerca de la muerta, ni nadie le molestaría en la
realización de su designio.
Pero al primer paso que dio hacia el coro, la verja del mismo se abrió, lentamente empujada y
apareció una religiosa.
Don Bernardo lanzó un grito. Aquella religiosa era Ana de Niebla.
Su velo alzado dejaba su rostro al descubierto. Una corona de rosas blancas fijaba su velo a la
frente. Llevaba en la mano un rosario de marfil, que parecía amarillo al lado de la mano que lo
sostenía.
—¡Ana! —exclamó el joven.
—¡Don Bernardo! —murmuró la religiosa. Don Bernardo se adelantó.
—¡Has dicho mi nombre! —exclamó don Bernardo—. Entonces ¿me reconociste?
—Sí —respondió la religiosa.
—¿En la Fonsanta?
—En la Fonsanta.
Y don Bernardo rodeó a la religiosa con sus brazos.
Ana no hizo nada para desasirse del amoroso abrazo.
—Pero, perdón, porque me vuelvo loco de alegría o de felicidad, ¿qué fuiste a hacer allí? —
preguntó Bernardo.
—¡Sabía que estabas allí!
—¿Y me buscabas...?
—Sí.
—¿Sabes, pues, que te amo...?
—Lo sé.
—Y tú, ¿también me amas tú?
Los labios de la religiosa permanecieron mudos.
—¡Oh, Niebla, Niebla! Una palabra, una sola. En nombre de nuestra juventud, en nombre de mi
amor, en nombre de Cristo, ¿me amas?
—He hecho los votos —murmuró la religiosa.
—¡Oh, qué me importan tus votos! —exclamó don Bernardo—. ¿No los he hecho yo también y
los he roto?
—Estoy muerta para el mundo —dijo la pálida prometida.
—Aunque estuvieses muerta para la vida, Niebla, yo te resucitaría.
—No me harás revivir —dijo Ana, sacudiendo la cabeza—. Y yo, Bernardo, te haré morir...
—¡Más vale dormir en la misma tumba que morir separados!
—Entonces, ¿qué decides, Bernardo?
—Raptarte, llevarte conmigo al fin del mundo, si es preciso; más allá de los océanos, si es
menester.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
—Las puertas están cerradas.
—Tienes razón; ¿estás libre mañana?
—Estoy libre siempre.
—Mañana espérame aquí a la misma hora, tendré una llave de la iglesia.
—Te esperaré, pero ¿vendrás?
—Te lo juro por mi vida. Pero, y tú, ¿cuál es tu juramento, cuál tu prenda?
—Toma —dijo ella—, aquí tienes mi rosario.
Y le puso el rosario de marfil alrededor del cuello.
Al mismo tiempo don Bernardo abrazó a Ana de Niebla y con sus dos manos la estrechó contra
su pecho; sus labios se encontraron e intercambiaron un beso.
Pero en lugar de ser ardiente como un primer beso de amor, el contacto de los labios de la
religiosa fue helado; y el frío que corrió por las venas de don Bernardo atravesó su corazón.
—Está bien —dijo Ana—, ahora ninguna fuerza humana podrá ya separarnos. Hasta luego,
Zúñiga.
—Hasta luego, querida Ana. ¡Hasta mañana!
—¡Hasta mañana!
La religiosa se desasió de los brazos de su amante, se alejó lentamente de él, volviendo la
cabeza, y entró de nuevo en el coro que se cerró a su espalda.
Don Bernardo de Zúñiga la dejó volver a entrar, con los brazos tendidos hacia ella, pero inmóvil
en su sitio, y cuando la hubo visto desaparecer, sólo pensó en retirarse.
Puso cuatro bancos atravesados, colocó encima de esos bancos una silla, y salió, como de
antemano lo había pensado, por la ventana. La hierba era alta y tupida, como suele ocurrir en
los cementerios; pudo, pues, saltar desde la altura de doce pies sin hacerse ningún daño.
No había necesidad de llevarse el retrato de Ana de Niebla, puesto que al día siguiente la
misma Ana de Niebla iba a pertenecerle.

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  • 1. www.puntodelectura.es Historias fantásticas, Alejandro Dumas Historia maravillosa de don Bernardo de Zúñiga l La Fonsanta Era el 25 de enero de l492. Tras una lucha de ochocientos años contra los españoles, los moros acababan de declararse derrotados en la persona de Al-Shaghyr-Abu-Abdallah, quien el 6 del mes anterior1, es decir, el día de Reyes, había puesto la ciudad de Granada en manos de sus vencedores, Fernando e Isabel. Los moros habían conquistado España en dos años; fueron necesarios ocho siglos para quitársela. El rumor de esa victoria se había difundido. Por todas las Españas2 las campanas repicaban en las iglesias como en el día santo de Pascua, cuando Nuestro Señor resucitó, y todas las voces gritaban: ¡Viva Fernando! ¡Viva Isabel! ¡Viva León! ¡Viva Castilla! Pero esto no era todo; se decía que en ese año de bendición en que Dios había mirado a España con ojos de padre, un gran viajero se había presentado a los dos reyes, y había prometido darles un mundo desconocido que estaba seguro de descubrir dirigiéndose siempre de Oriente a Occidente. Pero esto se consideraba generalmente fábula, y el aventurero que a ello se había comprometido, y que se llamaba Cristóbal Colón, era considerado como un loco. Por lo demás, estas nuevas, en esa época de comunicaciones difíciles, aún no se habían difundido de forma positiva por toda la superficie de la península. A medida que, topográficamente, las provincias se hallaban a mayor distancia de aquéllas en que los moros habían concentrado su poder, y que sólo hacía diecinueve días Fernando e Isabel habían liberado, igual que, a medida que uno se aleja de un centro luminoso, los objetos tornan paulatinamente a la oscuridad, paulatinamente, las poblaciones aún dudaban de aquella gran ventura que caía en suerte a toda la cristiandad y, apiñándose en torno a cada viajero que llegaba del teatro de la guerra, le preguntaban detalles de aquel gran acontecimiento. Una de las provincias, no de las más alejadas pero sí de las más separadas de Granada porque dos grandes cadenas montañosas se extienden entre ella y esa ciudad, Extremadura, la Extremadura situada entre Castilla la Nueva y Portugal, y que toma su nombre de su extremada posición respecto a las fuentes del Duero, Extremadura, en fin, tenía tanto mayor interés en estar informada cuanto que, liberada ya de los moros en l240 por Fernando III de Castilla, pertenecía desde entonces a ese reino del que Isabel, que acababa de merecer el sobrenombre de la Católica, era heredera. Por eso el día en que se abre esta historia, es decir, el 25 de enero de l492, una gran muchedumbre estaba congregada en el patio del castillo de Béjar, donde acababa de entrar don Bernardo de Zúñiga, tercer hijo de Pedro Zúñiga, conde de Bagnares y marqués de Ayamonte, dueño del castillo. Y nadie podía ofrecer noticias más frescas de los moros y los cristianos que don Bernardo de Zúñiga, que, caballero del ejército de Isabel, había sido hecho prisionero en una de las salidas intentadas por el héroe de los árabes, Musay-Ebn-Aby’l- Gazan, y llevado herido a la ciudad asediada, cuyas puertas no se abrieron para él hasta el día en que los cristianos hicieron su entrada en ella. En la época en que se nos aparece, es decir, en el momento en que, tras una ausencia de diez años, vuelve al castillo paterno, montado sobre su caballo de batalla y rodeado de criados, de servidores y de vasallos, don Bernardo era un hombre de treinta y cinco a treinta y seis años, enflaquecido por las fatigas y sobre todo por las heridas, y que habría sido pálido si su rostro, quemado por el sol del sur, no estuviera cubierto de un tinte bronceado que parecía hacer de él el compatriota y hermano de los hombres contra los que acababa de combatir. Este parecido era tanto más exacto cuanto que, envuelto como estaba en la gran capa blanca de la orden de Alcántara, con un faldón de esa capa enrollado alrededor del rostro para guardarse del cierzo
  • 2. de las montañas, nada distinguía aquella capa del albornoz árabe a no ser la cruz verde que los caballeros de la orden santa llevaban en el lado izquierdo del pecho. Aquel séquito, que con él entraba en el patio del castillo, le acompañaba desde su aparición en las puertas de la villa; antes incluso de haberle reconocido, habían adivinado que aquel hombre de mirada sombría, de porte heroico, de capa mitad religiosa, mitad guerrera, venía del teatro de la guerra. Se habían dirigido a él para informarse de las noticias. Entonces él había dicho su nombre, había invitado a las buenas gentes a seguirle hasta el patio del castillo y, llegado allí, acababa de poner pie a tierra en medio de signos de cariño y respeto universales. Tras haber arrojado la brida de su caballo a las manos de su escudero, y haberle recomendado a aquel valiente compañero de sus fatigas que, como su amo, llevaba más de una huella visible de la lucha que acababa de sostener, don Bernardo de Zúñiga subió los peldaños de la escalinata que conducía a la entrada principal del castillo; luego, llegado al último escalón, se volvió contando, para satisfacer la curiosidad de todos, cómo Fernando el Católico, tras haber conquistado treinta plazas fuertes y otras tantas villas, había terminado por asediar Granada; cómo tras un asedio largo y terrible, Granada se había rendido el 25 de noviembre de l49l, y cómo, por último, el rey y la reina habían hecho su entrada en ella el 6 del mes de enero, día de la Santa Epifanía, dejando por todo dominio al sucesor de los reyes de Granada y de los califas de Córdoba una pequeña donación en las Alpujarras. Una vez dadas estas informaciones para gran alegría de los oyentes, don Bernardo entró en el castillo seguido sólo por dos de sus servidores más íntimos. No sin gran emoción, don Bernardo volvió a ver, tras diez años, el interior de aquel castillo en el que había transcurrido su infancia, y que encontraba ahora vacío; su padre se hallaba en Burgos y de sus dos hermanos mayores, uno había muerto y el otro estaba en el ejército de Fernando. Don Bernardo recorría, triste y silencioso, todas las dependencias; se hubiera dicho que en el fondo de su pensamiento había una pregunta que no osaba hacer, y que permanecía velada bajo las preguntas que hacía. Por fin, deteniéndose ante el retrato de una niña de nueve o diez años, preguntó, con cierta vacilación, de quién era aquel retrato. Aquel a quien dirigía la pregunta miró fijamente a don Bernardo antes de responder. Se hubiera dicho que no comprendía. —¿Ese retrato? —preguntó. —Desde luego, ese retrato —repitió don Bernardo, en un tono más imperativo. —Pero, señor —repitió el servidor—, es el de vuestra prima Ana de Niebla. Es imposible que Vuestra Señoría haya olvidado a esa joven huérfana que fue educada en el castillo y que estaba destinada a vuestro hermano mayor. —Ah, es cierto —dijo don Bernardo—, ¿y qué ha sido de ella? —Cuando vuestro hermano mayor murió, en l488, mi señor vuestro padre ordenó que Ana de Niebla entrara en el convento de la Inmaculada Concepción, de la orden de Calatrava, y que allí hiciera sus votos, dado que vuestro segundo hermano estaba casado y Vuestra Señoría era caballero de una orden que prescribe el celibato. Don Bernardo lanzó un suspiro. —Cierto —dijo. Y no hizo ninguna otra pregunta. Sólo que, como Ana de Niebla era muy amada en el castillo de Béjar, el servidor, aprovechando que la conversación había recaído sobre la joven heredera, trató de continuarla. Pero a la primera palabra que dijo sobre el tema, don Bernardo le impuso silencio haciéndole comprender que se había informado de cuanto quería saber. Por lo demás, no había que engañarse sobre las causas que habían determinado el regreso de don Bernardo al castillo de sus padres; porque desde aquel mismo día hizo conocer esa causa a todo el mundo. El castillo de Béjar estaba situado a dos o tres leguas de una fuente que se llamaba la Fonsanta, y que sin duda debía a su vecindad con el convento de la Inmaculada Concepción el privilegio de hacer milagros. Aquella fuente era maravillosa sobre todo para la curación de heridas, y, como hemos dicho, don Bernardo estaba todavía flaco, pálido y sufriente de las heridas que había recibido en el asedio de Granada. Por eso, al día siguiente, don Bernardo decidió iniciar el tratamiento al que, en su fe religiosa, esperaba deber una pronta curación. El régimen era muy sencillo de seguir; don Bernardo haría lo que hacia el campesino más pobre que iba a implorar la asistencia de la santa madona bajo cuya invocación se encontraba la fuente. Encima del manantial se alzaba una pequeña colina formada por una sola roca; en lo alto de la roca había una cruz. Se subía la roca con los
  • 3. pies desnudos, se arrodillaba uno ante la cruz, se decían devotamente cinco Pater y cinco Ave, se bajaba siempre con los pies descalzos, se bebía un vaso de agua y uno volvía a su casa. Las peregrinaciones se dividían en novenas; al cabo de la tercera novena, es decir, al final del día vigesimoséptimo, era raro que no estuviera uno curado. Efectivamente, a la mañana siguiente, al rayar el día, don Bernardo de Zúñiga hizo almohazar su caballo; y como cien veces en su juventud había hecho el viaje a la fuente, partió solo para cumplir su peregrinación sanitaria. Llegado a la fuente, echó pie a tierra, ató su caballo a un árbol, se descalzó, trepó la roca con los pies desnudos; dijo sus cinco Pater y sus cinco Ave, bajó, bebió un vaso de agua en la propia fuente, volvió a ponerse el calzado, a subir al caballo, lanzó una mirada, religiosa sin duda, hacia el convento de la Inmaculada Concepción que, a media legua de allí, aparecía entre los árboles y regresó al castillo. Todos los días hizo el mismo viaje don Bernardo, y era notorio que el agua milagrosa actuaba sobre su cuerpo, aunque su humor siguiera siendo triste, solitario, casi salvaje. De este modo agotó las tres novenas. Durante los últimos días de la tercera, la salud le había vuelto por completo, y ya había anunciado su próxima partida para el ejército cuando el día vigesimoséptimo, estando arrodillado al pie de la cruz diciendo su penúltimo Ave, vio avanzar un séquito que no dejaba de tener interés para un hombre que con tanta frecuencia había mirado, al decir adiós a la fuente, hacia el convento de la Inmaculada Concepción. Era un cortejo compuesto por religiosas que acompañaban una litera descubierta porteada por campesinos. Sobre aquella litera iba una religiosa a la que parecían llevar en triunfo a la fuente: las religiosas que acompañaban la litera y la que estaba tendida encima iban escrupulosamente veladas. En lugar de bajar, como de costumbre, para beber en la fuente, don Bernardo esperó, curioso sin duda de ver lo que iba a ocurrir. Su curiosidad era tan grande que olvidó decir su último Ave. El cortejo se detuvo ante la fuente, la religiosa tendida en la litera bajó de ella, se quitó el calzado, y, con paso vacilante primero pero que fue afirmándose paulatinamente, inició su ascensión; llegada al pie de la cruz que don Bernardo, retrocediendo, había dejado libre, la religiosa se arrodilló, hizo sus preces, volvió a levantarse y bajó para reunirse con sus compañeras. Fue una ilusión, pero a don Bernardo le pareció que en el momento de arrodillarse y volverse a levantar, la religiosa había detenido un instante sus ojos sobre él a través del velo. Por su parte, al acercarse la santa mujer, don Bernardo había sentido una emoción extraña, algo así como un deslumbramiento había pasado ante sus ojos, y se había pegado al árbol como si la roca, poco segura sobre su base, hubiera temblado para él. Pero a medida que la religiosa se alejaba de don Bernardo, había recuperado la fuerza; entonces, para seguirla durante más tiempo con la mirada, se había inclinado sobre el borde de la roca que estaba suspendida sobre la fuente. La religiosa había bajado, se había acercado a la fuente y, haciéndose sólo visible para el agua santa, había apartado su velo y bebido según la costumbre en el mismo manantial. Pero entonces había ocurrido una cosa en la que nadie habría pensado y que por consiguiente nadie hubiera podido prever. El límpido cristal de la fontana se trocó en espejo, y desde el lugar en que estaba situado don Bernardo de Zúñiga vio la imagen de la religiosa con tanta nitidez como si fuera reflejada por un espejo. A pesar de su palidez, era tal milagro de belleza que don Bernardo de Zúñiga lanzó un grito de sorpresa y de admiración que resonó lo bastante alto para hacer estremecerse a la santa enferma que, tras haber mojado apenas sus labios en el agua, cruzó su velo y volvió a subir a la litera, no sin girar una última vez la cabeza hacia el imprudente caballero. Don Bernardo de Zúñiga descendió rápidamente los peldaños de la roca y dirigiéndose a uno de los espectadores de aquella escena le preguntó: —¿Sabes quién es esa mujer que acaba de beber en la fuente y que llevan al convento de la Inmaculada Concepción? —Sí —respondió el hombre preguntado—, es una religiosa que acaba de tener una enfermedad que todos creían mortal, puesto que de hecho estuvo muerta según parecía durante más de una hora, pero que, por la virtud del agua santa, se ha curado; y tan bien que hoy sale por primera vez a cumplir su voto de venir a beber por sí misma a la fuente el agua que todavía ayer sacaban para llevársela. —¿Sabes el nombre de esa religiosa? —preguntó don Bernardo, con una emoción que indicaba la importancia que daba a la pregunta.
  • 4. —Sin duda, mi señor; se llama Ana de Niebla, y es la sobrina de Pedro de Zúñiga, conde de Bagnares, marqués de Ayamonte, cuyo hijo, que volvió hace un mes más o menos del ejército, trajo la buena nueva de la toma de Granada. —¡Ana de Niebla! —murmuró don Bernardo—. ¡Ay! Ya la había reconocido, pero jamás habría creído que se hubiera vuelto tan hermosa... 2 El rosario de Ana de Niebla Así pues, don Bernardo había vuelto a ver a aquella joven a quien había dejado niña en el castillo de Béjar y cuyo recuerdo, según todas las probabilidades, le había seguido durante sus diez años de ausencia. Durante esos diez años de sueño solitario en que el pensamiento de don Bernardo había seguido el viaje de Ana de Niebla en la primera primavera de la vida, la joven se había hecho mujer; había alcanzado la edad de veinte años mientras don Bernardo alcanzaba la de treinta y cinco; ella había vestido el hábito de religiosa, mientras él se había puesto la capa de caballero de Alcántara. Ella era la prometida del Señor, él era el caballero de Cristo. A los dos jóvenes criados en la misma casa, desde la salida de aquella casa les estaba prohibida toda comunicación por medio de la palabra, todo intercambio de miradas. Por eso sin duda la vista de su prima, en el extraño espejo en que él había perseguido sus trazos, había despertado una emoción tan viva en el corazón de don Bernardo de Zúñiga. Retornó al castillo, pero más pensativo, más sombrío, más taciturno aún que de costumbre, y casi de inmediato fue a encerrarse en la habitación donde había visto aquel retrato de Ana de Niebla niña. Indudablemente, trataba de encontrar en la tela los rasgos conmovedores que acababa de ver temblar en la fuente, de seguir su desarrollo juvenil durante los diez años que acababan de transcurrir, de verlos abrirse al soplo de la vida como se abre una flor al sol. Él, que desde hacía quince años luchaba en los campos de batalla, en medio de las emboscadas, de los asaltos de las villas, contra los enemigos mortales de su patria y de su religión, no trató siquiera de resistir por un momento ante aquel enemigo más terrible que iba a atacarle cuerpo a cuerpo y que al primer golpe le doblegaba bajo él. Don Bernardo de Zúñiga, el caballero de Alcántara, amaba a Ana de Niebla, la religiosa de la Inmaculada Concepción. Había que huir, huir sin perder un instante, volver a aquellos combates reales, a aquellas heridas físicas que sólo matan el cuerpo. Don Bernardo no tuvo valor suficiente. Al día siguiente, aunque su novena, salvo un Ave, estuviera concluida, volvió a la fuente, sin rezar ya, porque el amor se había apoderado de su corazón y no había dejado lugar para la plegaria. Sólo que, sentado en lo más alto de la roca, con la mirada vuelta hacia el convento, esperaba un nuevo cortejo semejante al que ya viera y que no venía. Así, sin descanso, sin sueño, merodeando alrededor del convento cuyas puertas permanecían despiadadamente cerradas, esperó tres días. El cuarto, que era domingo, sabía que las puertas de la iglesia se abrían, y que todo el mundo podía entrar en aquella iglesia. Encerradas en el coro, las religiosas cantaban detrás de grandes colgaduras; se las oía sin verlas. Y aquel día tan deseado llegó por fin. Por desgracia, don Bernardo lo esperaba con un objetivo completamente profano; la idea de que ese día era aquel en que podía acercarse al Señor no se le pasó por la mente; sólo pensaba en acercarse a Ana de Niebla. A la hora en que las puertas del convento se abrieron, él estaba allí, esperando. A las dos de la mañana él mismo había ido a la cuadra, había ensillado su caballo y salido sin avisar a nadie. Desde las dos a las ocho, había vagado por los alrededores de la fuente, pero ahora no con la frente envuelta en su gran capa para guarecerse del cierzo de las montañas, sino con la frente descubierta, implorando todos los vientos de la noche para apagar aquel hogar encendido que parecía devorar su cerebro. Una vez que hubo entrado en la iglesia, don Bernardo fue a arrodillarse lo más cerca que le fue posible del coro de la iglesia, y allí permaneció esperando, de rodillas sobre las losas, con la frente contra el mármol. Comenzó el servicio divino: don Bernardo no tuvo ni un solo pensamiento para el Salvador de los hombres, cuyo sacrificio se realizaba; toda su alma estaba abierta como un recipiente, para
  • 5. absorber aquellos cantos que se le habían prometido, y en medio de los cuales debía subir al cielo el canto de Ana de Niebla. Cada vez que en medio de aquel concierto suave una voz más armoniosa, más pura, más vibrante que las demás se dejaba oír, en ese mismo instante don Bernardo se estremecía y alzaba maquinalmente sus dos manos al cielo. Se hubiera dicho que trataba de colgarse de aquel acorde y subir al cielo con él. Luego, cuando el sonido se había apagado, cubierto por las demás voces o agotado en su propio éxtasis, volvía a caer con un suspiro, como si sólo hubiera vivido de aquella armoniosa vibración y como si no pudiera vivir sin ella. La misa concluyó en medio de emociones hasta entonces desconocidas. Los cantos cesaron, los últimos sonidos del órgano se apagaron, los asistentes salieron de la iglesia, los oficiantes entraron de nuevo en el convento. El monumento no fue ya más que un cadáver mudo e inmóvil; la plegaria cuya alma era había remontado al cielo. Don Bernardo quedó solo, entonces pudo mirar a su alrededor. Encima de su cabeza había, colgado, un cuadro representando la Salutación angélica; en una esquina del cuadro estaba la donante de rodillas y con las manos juntas. El caballero de Alcántara lanzó un grito de sorpresa. La donante, aquella mujer representada de rodillas y con las manos juntas en una esquina del cuadro, era Ana de Niebla. Llamó al sacristán, que apagaba las velas, y le interrogó. Aquel cuadro era obra de la misma Ana de Niebla; se había representado de rodillas y rezando, según la costumbre de la época, que casi siempre exigía para la donante un humilde puesto sobre la tela sagrada. Había llegado la hora de retirarse; a la invitación que le fue hecha por el sacristán, don Bernardo se inclinó y salió. Se le había ocurrido una idea: adquirir aquel cuadro al precio que fuese. Pero todas las proposiciones que hizo o que mandó hacer al capítulo del convento fueron rechazadas, le respondieron que lo que se había dado no se vendía. Don Bernardo juró que poseería aquel cuadro. Reunió todo el dinero que pudo procurarse, veinte mil reales aproximadamente, mucho más que el valor real del cuadro, y decidió penetrar el siguiente domingo con la gente en la iglesia, como ya había hecho, ocultarse en algún rincón y por la noche descolgar y enrollar la tela, dejando los veinte mil reales sobre el altar cuyo cuadro habría robado. En cuanto a salir de la iglesia, había observado que las ventanas estaban a una altura de doce pies como máximo, y que daban al cementerio; amontonaría las sillas unas sobre otras y saldría fácilmente de la iglesia por una ventana. Luego retornaría al castillo con su tesoro, lo haría enmarcar magníficamente, lo situaría frente al retrato de Ana de Niebla, y pasaría su vida en aquella habitación que encerraba su vida. Los días y las noches transcurrieron a la espera del domingo que por fin llegó. Don Bernardo de Zúñiga fue uno de los primeros en entrar, como había sido el domingo anterior. Llevaba consigo los veinte mil reales en oro. Pero lo que primero sorprendió su mirada fue el aspecto fúnebre que había revestido la iglesia; a través de las verjas del coro se veía brillar la punta de unos cirios que iluminaban el remate de un catafalco. Don Bernardo se informó. Aquella misma mañana había muerto una religiosa, y la misa a que iba a asistir era una misa mortuoria. Pero, como ya hemos dicho, don Bernardo no iba por la misa, iba a preparar la realización de su proyecto. El cuadro angélico estaba en su sitio, encima del altar, en la capilla de la Virgen. La ventana más baja tenía diez o doce pies, y gracias a los bancos y a las sillas superpuestas, nada era más fácil que salir. Estos pensamientos preocuparon a don Bernardo durante la duración del servicio divino. Se daba perfecta cuenta de que iba a cometer una mala acción; pero en gracia a su vida completamente dedicada a combatir a los infieles, en gracia a la suma que dejaba en el lugar del cuadro, esperaba que el Señor le perdonaría. Luego, de vez en cuando, oía aquellos cantos fúnebres, y entre todas aquellas voces frescas, puras y sonoras, buscaba en vano la vibración de aquella voz cuyo timbre celeste había despertado ocho días antes todas las fibras de su alma y las había hecho sonar como un arpa celeste bajo los dedos de un serafín.
  • 6. La cuerda armoniosa estaba ausente, y se hubiera dicho que una tecla faltaba al teclado religioso. La misa concluyó. Todos salieron. Al pasar delante de un confesionario, don Bernardo de Zúñiga lo abrió, entró en él y lo cerró tras de sí. Nadie le vio. Las puertas de la iglesia rechinaron sobre sus goznes. Bernardo oyó chirriar las cerraduras. Los pasos del sacristán rozaron el confesionario donde él se había ocultado, y se alejaron. Todo tornó al silencio. Sólo de vez en cuando, en el coro que seguía cerrado, se oía el roce de un paso sobre el enlosado, luego el murmullo de una plegaria dicha en voz baja. Era alguna religiosa que iba a decir las letanías de la Virgen sobre el cuerpo de su compañera muerta. Llegó la noche, la oscuridad se difundió por la iglesia, sólo el coro permaneció iluminado, transformado como estaba en capilla ardiente. Luego se levantó la luna, uno de sus rayos pasó a través de una ventana y lanzó su luz macilenta en la iglesia. Todos los ruidos de vida se apagaban paulatinamente fuera y dentro; hacia las once cesaron las últimas preces alrededor de la muerta, y todo dejó paso a ese silencio religioso peculiar de las iglesias, de los claustros y de los cementerios. El grito monótono y regular de una lechuza, posada con toda probabilidad en un árbol cercano a la iglesia, continuó sonando con su triste periodicidad. Don Bernardo pensó que había llegado el momento de ejecutar su plan. Empujó la puerta del confesionario en que estaba escondido y sacó el pie fuera de su escondite. En el momento en que su pie se posaba sobre la losa de la iglesia, comenzaban a sonar las campanadas de medianoche. Inmóvil, esperó a que los doce tañidos hubieran vibrado lentamente y se perdieran poco a poco en estremecimientos insensibles, para salir por completo del confesionario y avanzar hacia el coro; quería asegurarse de que nadie velaba cerca de la muerta, ni nadie le molestaría en la realización de su designio. Pero al primer paso que dio hacia el coro, la verja del mismo se abrió, lentamente empujada y apareció una religiosa. Don Bernardo lanzó un grito. Aquella religiosa era Ana de Niebla. Su velo alzado dejaba su rostro al descubierto. Una corona de rosas blancas fijaba su velo a la frente. Llevaba en la mano un rosario de marfil, que parecía amarillo al lado de la mano que lo sostenía. —¡Ana! —exclamó el joven. —¡Don Bernardo! —murmuró la religiosa. Don Bernardo se adelantó. —¡Has dicho mi nombre! —exclamó don Bernardo—. Entonces ¿me reconociste? —Sí —respondió la religiosa. —¿En la Fonsanta? —En la Fonsanta. Y don Bernardo rodeó a la religiosa con sus brazos. Ana no hizo nada para desasirse del amoroso abrazo. —Pero, perdón, porque me vuelvo loco de alegría o de felicidad, ¿qué fuiste a hacer allí? — preguntó Bernardo. —¡Sabía que estabas allí! —¿Y me buscabas...? —Sí. —¿Sabes, pues, que te amo...? —Lo sé. —Y tú, ¿también me amas tú? Los labios de la religiosa permanecieron mudos. —¡Oh, Niebla, Niebla! Una palabra, una sola. En nombre de nuestra juventud, en nombre de mi amor, en nombre de Cristo, ¿me amas? —He hecho los votos —murmuró la religiosa. —¡Oh, qué me importan tus votos! —exclamó don Bernardo—. ¿No los he hecho yo también y los he roto? —Estoy muerta para el mundo —dijo la pálida prometida. —Aunque estuvieses muerta para la vida, Niebla, yo te resucitaría. —No me harás revivir —dijo Ana, sacudiendo la cabeza—. Y yo, Bernardo, te haré morir...
  • 7. —¡Más vale dormir en la misma tumba que morir separados! —Entonces, ¿qué decides, Bernardo? —Raptarte, llevarte conmigo al fin del mundo, si es preciso; más allá de los océanos, si es menester. —¿Cuándo? —Ahora mismo. —Las puertas están cerradas. —Tienes razón; ¿estás libre mañana? —Estoy libre siempre. —Mañana espérame aquí a la misma hora, tendré una llave de la iglesia. —Te esperaré, pero ¿vendrás? —Te lo juro por mi vida. Pero, y tú, ¿cuál es tu juramento, cuál tu prenda? —Toma —dijo ella—, aquí tienes mi rosario. Y le puso el rosario de marfil alrededor del cuello. Al mismo tiempo don Bernardo abrazó a Ana de Niebla y con sus dos manos la estrechó contra su pecho; sus labios se encontraron e intercambiaron un beso. Pero en lugar de ser ardiente como un primer beso de amor, el contacto de los labios de la religiosa fue helado; y el frío que corrió por las venas de don Bernardo atravesó su corazón. —Está bien —dijo Ana—, ahora ninguna fuerza humana podrá ya separarnos. Hasta luego, Zúñiga. —Hasta luego, querida Ana. ¡Hasta mañana! —¡Hasta mañana! La religiosa se desasió de los brazos de su amante, se alejó lentamente de él, volviendo la cabeza, y entró de nuevo en el coro que se cerró a su espalda. Don Bernardo de Zúñiga la dejó volver a entrar, con los brazos tendidos hacia ella, pero inmóvil en su sitio, y cuando la hubo visto desaparecer, sólo pensó en retirarse. Puso cuatro bancos atravesados, colocó encima de esos bancos una silla, y salió, como de antemano lo había pensado, por la ventana. La hierba era alta y tupida, como suele ocurrir en los cementerios; pudo, pues, saltar desde la altura de doce pies sin hacerse ningún daño. No había necesidad de llevarse el retrato de Ana de Niebla, puesto que al día siguiente la misma Ana de Niebla iba a pertenecerle.